domingo, 22 de agosto de 2010

LOS TERCIOS DE OMAR CANDELA. XXVII Sorteo

TERCIO DE GLORIA

XXVII - Sorteo
-¡Eres un tigre! -alabó el Cañita cuando a la mañana siguiente, a punto de acabar el entrenamiento, Omar le contó su aventura con Viky -¿Seguro que no le diste falsas esperanzas a la muchacha?
-Seguro. Quiere que la llame por teléfono, pero no sé...
-No lo hagas, Omarito. La próxima vez que salgas de caza, evita ese sitio y no llames a esa niña antes de que pase un mes... o dos... a no ser que te interese de veras. Si, como me huelo, la vallisoletana te tiene alborotás las entretelas, sería una guarrá que le des alas a otra.
-Haré lo que usted diga, don Manuel. Pero hoy es mi última oportunidad antes de la novillá de Lucena y es un rollo eso de tener que dar tantos rodeos. Me gusta mucho haber sido capaz de trajinarme a una niña decente, pero hoy querría echar un polvo rápido y adiós muy buenas, sin tanta monserga. Lo que pasa es que... eso de las prostitutas...
-La belleza aquélla de Vélez -citó el Cañita-, ¿no te había dado el número de teléfono?
-¿Lola?, sí.
-Y la valenciana de Nerja, que nos conviene una pechá por la pila de hoteles que tiene el marido. Ya ha pasao más del mes que te dijo que esperases antes de llamarla. Tengo su número en la agenda.
-Las llamaré a las cinco, ahora cuando terminemos. ¿Han estao bien los afarolaos?
-Regular, Omarito. Tienes que ponerles más alma. Sin embargo, estás cogiéndole el truquillo al estoque, y eso tiene más valor.
Después de ducharse, Omar pidió permiso al dueño del cortijo para hablar por teléfono. Alentado por la alusión del Cañita, llamó primero a Quimeta, aunque le parecía demasiado vieja; debía de tener por encima de cuarenta años. La valenciana respondió en seguida:
-¿Omar Candela? Llevo tres días esperando que me llames. Llegué el lunes, y estoy de un aburrimiento... ¿Puedes venir esta noche?
-¿Ir a Nerja?... no sé. Tendré que averiguar. ¿Puedo llamarla a usted un poco más tarde?
-¡No me hables de usted, hombre! ¿A qué hora crees que me llamarás?
-Dentro de poco, una media hora.
-Estaré esperando, impaciente.
El novillero fue a la sala vecina, donde el Cañita conversaba con el propietario de la finca. Éste se encontraba manipulando una calculadora de bolsillo; nunca se había preguntado Omar lo que costaba usar el tentadero en exclusiva tres o cuatro días por semana y, ahora, de repente, le pareció que debía de ser una barbaridad, una cifra que rebasaba todos sus parámetros. Sintiendo una ternura que hasta ese momento ignoraba sentir por la enjuta y encanecida figura de su apoderado, se juró que, bajo ninguna circunstancia, haría jamás nada que pudiera enojar al Cañita.
-Don Manuel... ¿puedo ir a Nerja esta noche?
No le pidió que lo llevase, porque lo consideraba un abuso. En la costa circulaban los autobuses con mucha frecuencia y casi toda la noche.
-No, Omarito, no puedes. Yo tengo quehacer y no puedo llevarte ni esperarte, y tú tienes que dormir tus ocho horas mínimo. Otro día.
Sin protestar, regresó junto al teléfono. Marcó el número de Lola. Estaba comunicando. Volvió a llamar a Quimeta.
-Mi apoderao no puede llevarme -adujo.
-Ven en tu coche, solo.
-No tengo coche, ni siquiera tengo carné. No puedo sacarlo todavía.
-¡No tienes ni dieciocho años! -Quimeta carraspeó-. Creía que andabas bastante por encima de los veinte.
-¡Qué va!
-Lo dejaremos para más adelante, Omar. ¿Cuándo cumples dieciocho?
Halló extraña la pregunta, ¿qué tendría que ver el dato? Respondió con desánimo, intuyendo que su edad era una pega insuperable para aquella señora. Intentó de nuevo la llamada a Lola.
-¿Omar, el torero? -la voz de la guapa veleña sonó sorprendida y alegre.
-Sí. Que yo me preguntaba si usted... pensaría bajar a Málaga hoy...
-Si vuelves a hablarme de usted, cuelgo el teléfono -amenazó Lola-. No me había planteao bajar hoy, porque no tengo que llevar en el coche a mi marido al hospital; lo ha llevado un compañero. Pero... oye, pues no sería mala idea. Acabo de caer en la cuenta de que a mi marido le parecerá muy bien que vaya a tomar algo con él, pa disfraerlo en su guardia. Espérame en la cafetería "Gallo de Indias" a las nueve y media. Es un local que hay cerca de La Malagueta.
-Allí estaré. A ver.
Rondó la cafetería durante tres cuartos de hora, porque el Cañita lo dejó a las nueve junto a la puerta y Lola llegó a las diez menos cuarto. Contento de haber gastado la noche anterior sólo mil doscientas pesetas de las vente mil que le diera el apoderado, descubrió que le hacía sentir poderoso tener dinero en el bosillo, de modo que se propuso no gastar más que lo indispensable, así que permaneció fuera del local hasta que se le aproximó la señora de Vélez.
-¡Chiquillo, qué puntual! Suponía que tendría que esperarte.
-Hace mucho rato que llegué.
-Había un poco de caravana pa entrar en Málaga -se excusó Lola-. Vamos a tomar algo.
Sentados frente a frente, Omar la contempló con mejor ángulo que el que había tenido en la tasca donde la conociera y en el malecón del puerto, donde por la escasez de iluminación ni siquiera había podido recrearse con la visión de sus pechos. Llevaba el pelo suelto, y no el moño de la primera vez, como si hubiera adivinado sus gustos. Los ojos verdes eran como para zambullirse en ellos. Y la boca... ¡cómo le urgía besarla!
Por indicación de la mujer, que vio con cuánta avidez devoraba a puñados los frutos secos con que acompañó el camarero las cervezas, pidió un plato combinado que incluía un entrecot y patatas y dos huevos fritos. Observando cómo engullía, Lola dijo:
-Creo que necesitas más.
Omar calculó que se le iba a reducir en un buen pico el tesoro que guardaba en el bolsillo, porque el local parecía caro, pero era verdad que necesitaba comer más. Repitió idéntico plato. Cuando les presentaron la cuenta, fue a sacar el dinero, pero ella lo detuvo:
-Nanay de la China, Omar. Esta noche eres mi invitao. ¿Tienes lugar?
-No comprendo.
-¿Dispones de un sitio discreto, un apartamento o algo así?
-Podemos ir a un hotel. A ver.
-¡De manera ninguna! -protestó Lola, como si tal idea fuese inadmisible-. Soy una mujer casá.
-Entonces, no sé...
-Tendremos que pensar... Oye, antes de que se nos haga más tarde, y pa que mi marido no vaya a pensar mal, lo mejor será que vayamos un ratillo al hospital, a saludarlo. Así nos quedamos tranquilos.
-¿Yo también voy?
-Natural.
Primero, decía que no podía entrar en un hotel porque era una mujer casada y ahora, quería llevarlo ante el marido. ¡Qué cosa más rara!
Aguardaron en la cafetería del hospital al "doctor Peña", el esposo, que había sido llamado desde la recepción. Apareció veinte minutos más tarde, cuando Omar, embrujado por la belleza extraordinaria de Lola, ni se acordaba siquiera de que estaban esperándolo. Era un hombre que no podía el novillero entender que su mujer se la diera con queso: Muy alto, bastante más del metro ochenta, rubio como un sueco y una cara de ésas que tanto les gustaba a las gachís, con los ojos azules y demás.
-Pedro, ¿te acuerdas de Omar Candela? -señaló Lola.
-¡Tú eres el maestro que vimos torear en Vélez! -exclamó el hombre vestido con una bata hospitalaria.
-Novillero.
-Lo he encontrao por casualidad en el Gallo de Indias -mintió ella-. Trato de que me explique cómo es que los toreros tienen tanto valor.
-Toreaste mu bien -alabó Pedro, con un entusiasmo que Omar halló incomprensible-. Nos llamaste mucho la atención.
¿Sería un cornudo consentidor?
El médico permaneció conversando con unos diez minutos, muy simpático y sin parar de ensalzar los pases que había dado durante la lidia en Vélez. Los recordaba todos. Finalmente, dijo poniéndose de pie:
-Tengo un parto que está casi a punto. Debo volver a la planta.
-¿Quieres que nos quedemos por aquí? -preguntó Lola.
-Sí, esperadme. Iré a dar una ojeá y si veo que se retrasa, bajaré dentro de un rato a seguir charlando con ustedes.
En cuanto el doctor Peña salió de la cafetería, dijo Lola:
-Vamos a ver el hospital. ¿Has recorrío alguna vez un hospital sin salirte de las zonas públicas?
-No.
-Es mu curioso. Ya verás.
Le precedió en un intinerario que comenzó en un sótano lleno de maquinaria, calderas, sillas de ruedas y camillas abandonadas en cualquier parte, con aspecto de averiadas. Subieron luego en el ascensor a una planta, que no se fijó qué piso era; Lola transitaba con soltura por los pasillos, las salas llenas de instrumentos y los laboratorios, aparentando conocer muy bien el edificio. No se cruzaron con nadie en todo el recorrido. Omar miró el reloj con disimulo; se acercaba el límite a partir del cual le caería una bronca por la mañana; además, sentía sueño y aburrimiento. Estaba maquinando una disculpa para irse, cuando ella abrió una puerta y le miró con complicidad. Dentro, en una habitación pequeña, había una cama de a cuerpo. Sin decir nada, tras entornar la puerta muy cuidadosamente como para no hacer ruído, y sin echar el pestillo, Lola comezó a desnudarse. Omar dudó. Por primera vez en su vida, se sentía alerta y no sabía por qué. Bueno, sí; el tal Pedro podía pillarlos, pero si a ella no le preocupaba esta posibilidad, ¿por qué habría de inquietarle a él? Se desnudó también, sin dejar de contemplarla.
En el malecón del puerto sólo le había bajado las bragas; ni siquiera había tenido ocasión de ver la forma de los muslos. Pues había sido una verdadera pena, porque eran unos muslos espléndidos, torneados, macizos, igual que el resto del cuerpo. Lola se encontraba en la frontera exacta a partir de la cual una mujer se consideraría a sí misma gorda, aunque su cintura era muy fina, pero las caderas eran anchas y los brazos, redondos, sin trazos de nervios ni venas. Y los pechos... ¡joé!. No demasiado grandes, pero erguidos, puntiagudos y firmes. Cayó sobre ella en cuanto se recostó, incitadora. Descubrió con alegría que había dejado de ser eso que llamaban "eyaculador precoz" y que tanto le hacía reír al Cañita. Ni el acto de enfundarse el condón ni la penetración le hicieron explotar como otras veces. Besó largamente la boca y el cuello.
-No me dejes marcas -solicitó ella con un murmullo.
Ensayó Omar las caricias que comenzaba a sentir que dominaba. Besó los ojos, murmuró las palabras que el Cañita le sugería, hurgó en las orejas con la lengua, recorrió la espalda con las manos, arriba y abajo tratando de no ser brusco, aguantando junto a la suavidad enloquecedora de la vulva antes de penetrarla. Notó que Lola se estremecía y gemía. Había pensado manipular el clítoris, pero notó que ya no era necesario. Emprendió la cabalgada y ella, simultáneamente, se puso a bombear con fuerza.
-¡Síii! -exclamó con un estallido de júbilo.
Estimulado por lo que le pareció el anuncio de su llegada, aceleró. En ese momento, sintió una mano que se apoyaba firmemente en sus glúteos. Ella le revolvía el pelo con la derecha y sentía la otra mano aferrada a su espalda, así que la mano apoyada en su culo no era ninguna de las de Lola. ¿Qué coño pasaba? Giró la cabeza. Pedro, desnudo y sentado al borde de la cama, sonreía y bizqueaba cayéndosele la baba.
Omar dio un salto para caer de pie.
-¿Qué haces, tío?
-Déjalo participar -rogó Lola-. No va a hacerte ná, sólo mirar. Los dos estamos alucinaos con el tamaño de tu polla desde que te vimos torear. Venga, no seas tonto, y ven aquí.
-¿Seguro que sólo va a mirar?
-Bueno, tocar un poquillo tampoco es malo, ¿no? -dijo él.
-¡Que os folle un tiburón! -exclamó Omar.
Recogió la ropa y, sin ponérsela, echó a correr pasillo adelante. Antes de optar por una de las dos bifurcaciones que había al fondo, y mientras intentaba vestirse, Pedro asomó la cabeza y el hombro por la puerta de la habitación. Estaba ajustándose la bata; gritó:
-Escucha, Omar, estos pasillos son muy complicaos y te vas a perder. Espera que te ayude a encontrar la salida.
-¿Encontrar la salía? ¡Tú lo que quieres es encontrar mi entrá! -repuso el novillero y, sin acabar de ponerse el pantalón, reemprendió la carrera por el pasillo de la izquierda, yendo a topar con una enfermera, que se echó a reír, mirando con gula sus muslos todavía sin cubrir:
-¡Otro que escapa del doctor Peña y su mujer! Ven por aquí.
Lo empujó dentro de una habitación y, sin ninguna clase de preámbulos, se desnudó.
-¡Qué pollón, vida mía, qué bicharraco! -repitió sin parar hasta el tercer orgasmo de Omar, cuando ella completaba la docena.
En "Don Juan Tenorio" nadie hablaba de penes, no había ninguna alusión a los atributos del protagonista. Tanto nombrar los suyos comenzaba a mosquearle.

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