miércoles, 29 de septiembre de 2010

PRÓXIMAMENTE, VA A PUBLICARSE MI NOVELA "CIEGO", UNA SÁTIRA SOBRA LAS IRONÍAS DE LA VIDA, AL TIEMPO QUE UN TESTIMONIO APASIONANTE DE LA TRANSICIÓN

ANTICIPO DE LA NUEVA NOVELA QUE PRÓXIMAMENTE VAN A EDITARME.
Próximamente, una importante editorial va a publicar mi novela CIEGO,lo más impactante que he escrito nunca.
Desde el mayo 68 español (anterior al parisino), hasta los ritos animistas de umbanda en Brasil, desde el lujo a la miseria, desde el amor al desprecio... UNA ESPECIE DE CENICIENTAS PARA ADULTOS, LLENA DE PASION, SEXO, RIQUEZA, MISERIA, SUPERSTICIÓN Y DESESPERACIÓN



Les ofrezco un adelanto.

CIEGO
Primera parte


El día que Carlos Alfaro decidió quedarse ciego, dio por resuelta la duda.
Había titubeado hasta la agonía durante cinco meses. Temía tanto no hacer nada como decidirse de una vez. Si no actuaba, los obstáculos que lo cercaban llegarían a ser insuperables y el miedo anularía para siempre su capacidad de rebelión; también le aterrorizaba actuar, pero al menos conseguiría sentirse poderoso. Si lo hacía por fin, si llegaba a ejercitar la única facultad que dominaba todavía, podría mirar de nuevo dentro de sí con el orgullo recuperado, porque volvería a considerarse plenamente hombre aunque hubiera inutilizado el más importante de sus sentidos.
Tenía delante uno de los paisajes urbanos más hermosos que conocía, el que se abría en Madrid al bajar la suave cuesta de la calle de Alcalá descendente hacia la Cibeles, donde, enmarcada entre las siluetas del Banco Central y el Banco de España, resplandecía la plaza con el edificio de Correos y el Palacio de Linares, panorámica que remataba al fondo la Puerta de Alcalá embrujada por el contraluz del sol a esa hora de la mañana.
Forzado por sus errores, por su fracaso y por la imposibilidad de seguir adelante, iba a negarse a sí mismo todo ese esplendor dentro de muy poco, en cuanto encontrase los medios. Sintió un mareo, como si las entrañas pretendieran fugarse de su cuerpo. No se trataba de pánico por la decisión que había tomado; el mareo, una especie de colapso de todas sus facultades, un cortocircuito de cuanto podía su mente crear, era por algo tan prosaico como el hambre de cinco días. Tuvo que apoyarse en el tronco de un árbol. No sabía si había cerrado los ojos o si ya se había producido espontáneamente la ceguera a causa del ayuno, pero sí advertía que más allá de sus pupilas sólo había oscuridad, una bruma densa teñida de púrpura. Le tomó largos minutos recuperarse. Tras pasar como un torbellino por esa bruma púrpura casi treinta años de risas y lágrimas, las piernas volvían a sostenerlo y de nuevo había claridad más allá de sus párpados. Al abrir los ojos, lo primero que vio fue la palabra "Brasil", impresa en un cartel de propaganda de una modesta agencia de viajes, que estaba sujeto con cinta plástica al tronco del árbol. Como le pareció un sarcasmo, sonrió con amargura.

La salida de España treinta años antes, había sido impremeditada. A punto de aprobar el primer curso de arquitectura, las algaradas estudiantiles de mayo de 1968 lo pillaron en el meollo de una manifestación que iba a terminar en Moncloa, pero que acabó en la propia Ciudad Universitaria, con numerosos heridos entre estudiantes y policías, muchos detenidos y un Carlos Alfaro fugitivo.
Carecía de convicciones políticas, pero se le atragantaban las cortapisas de su libertad de expresarse. Desconocía otro estilo de vida, pertenecía a una generación nacida bajo la dictadura carente de nociones de la vida en libertad, acostumbrada a obedecer sin rechistar, a encontrar natural la arbitrariedad de los designios del poder. Su rebeldía no la inspiraba una familia disidente ni una elaboración intelectual; era la intuición la que le sugería que tenía derecho a opinar y discrepar, conforme iban creciendo sus conocimientos y se volvía más permanente su desagrado por la pasividad que observaba alrededor.
Acudió a la manifestación asombrado de su osadía, con el ánimo de quien acude a una gira campestre. Los corros en los pasillos se formaron sin que nadie los convocase, y tenían aire de fiesta, como si los estudiantes acabaran de aprobar un examen y quisieran celebrarlo. Salieron al campus con la misma actitud con que festejaban el paso del ecuador, con las mismas caricaturas y humoradas escritas a mano en cajas de embalar desplegadas, con los mismos lemas resueltos en pareados y estribillos chistosos. Empujado por el entusiasmo de sus compañeros de facultad, su estatura descollante y su voz atronadora mientras coreaba las consignas le atrajeron la atención de Amancio Prados, que lideraba la protesta, y se encontró en la cabecera cuando el grupo alcanzó el punto donde la policía había formado la barrera.
-Aguanta, Carlos -le aconsejó Prados, que nunca hasta entonces le había dirigido la palabra a causa de su juventud, desentonante con la edad media del curso-. Los grises no van a atacarnos. Hay entre nosotros demasiados niños bien.
"Niño bien", hijo de padres acomodados y afectos al régimen franquista, cosa que Carlos no era. Primogénito de una familia que sobrevivía con apuros, había conseguido ingresar en la universidad gracias a una beca ganada de manera arrolladora, tras un bachillerato plagado de sobresalientes y en el que había llegado a aprobar dos cursos en uno. Se la otorgaron poco después de cumplir diecisiete años, caso que destacó el periódico albaceteño en una nota pequeña. Ahora, a veinte pasos de la formación policial, sabía que arriesgaba el porvenir, porque perdería la beca si su participación en los desórdenes llegaba a oídos del decano.
Vio en los ojos de un policía joven que la línea de uniformados iba a cargar contra los estudiantes. Ignoraba por qué fueron aquellos ojos los que atrajeron su atención, tal vez había en ellos un brillo de odio un poco más intenso que en los demás. Su mirada, esa mirada que treinta años más tarde se dispondría a velar para siempre, entabló un diálogo inconsciente con la del joven policía antes de verlo arremeter contra él blandiendo el fusil.
-Sal echando leches -oyó que le gritaba Amancio Prados.
Pero estaba paralizado por la mirada. El policía le había elegido a él como objetivo, sin duda. Iba a recibir en el rostro un golpe con la culata del arma, un golpe que lo derrumbaría en el suelo y al que seguirían muchos otros. No había peleado nunca con sus compañeros de juegos infantiles, carecía de experiencia para la lucha cuerpo a cuerpo. El instinto de supervivencia le permitió eludir la primera embestida. El joven policía trató de machacarle la cara con la culata y, perdido el equilibro por la finta de Carlos, estuvo a punto de caer al suelo. Ahora, el furor impreso en su rostro era mucho mayor. Se lanzó contra Carlos con expresión enajenada y el fusil dispuesto para chocar contra su vientre. Carlos encontró la agilidad necesaria para eludir otra vez la acometida y aprovechó el desconcierto y la nueva pérdida de equilibrio del policía para arrebatarle el fusil. Durante unos segundos que parecieron horas, Carlos Alfaro se preguntó qué hacer a continuación.
Un arma en sus manos, cuyo peso era inmenso. Nada en el transcurso de sus casi dieciocho años le dotaba de referentes para el uso de un arma. La modesta economía de su padre no era el marco apropiado para desarrollar la afición por la caza y, por lo tanto, nunca había tenido cerca una escopeta ni nada semejante. Jamás había cogido un fusil, ignoraba cómo funcionaba, ni siquiera tenía una idea aproximada de su potencia letal. Sintió pavor. Todo se desarrollaba como en una película a cámara lenta. La fiesta había pasado de la comedia al drama, los estudiantes corrían entre gritos ensordecedores, los policías gritaban también. Había cuerpos caídos en el pavimento, muchos estudiantes y algún uniformado. Sonaban disparos que sobresalían del estruendo de las voces. Más allá del policía, Carlos vio la sangre que brotaba del hombro izquierdo de Amancio Prados, caído en el suelo y retorciéndose de dolor mientras su voz y su mirada como un alarido le pedían a él, expresamente a él, que lo sustituyese en el liderazgo, que se convirtiera en adalid de los estudiantes desarmados contra la sinrazón de un grupo armado dispuesto a masacrarlos. El alud de odio que lo envolvía forzó la voluntad de sus manos, fue el odio que densificaba el aire lo que movió hasta la horizontal el fusil en el momento que el policía casi tan joven como él se lanzaba a recuperarlo. En estado de trance, sintió que el cañón detenía la embestida y la detonación reventaba la tela del uniforme, se hundía en la carne y abría otra fuente roja, más roja que el hombro ensangrentado de Amancio Prados, que le gritó desde el suelo:
-Vete, Carlos. Lo has matado, te van a linchar. ¡Huye!
Como si el acero estuviera al rojo vivo, tiró el fusil y abandonó a trompicones el pequeño parque, deambuló por la calle Princesa y la Gran Vía aplanado por el terror, recorrió varias veces la calle Mayor con un vendaval en la cabeza, jadeó cuesta abajo en Lavapiés como si subiera las cumbres de Sierra Nevada y cuando, muchas horas más tarde, reunió ánimos para volver a la pensión, entró subrepticiamente y se encerró en el dormitorio intentando librarse de la parálisis del pensamiento, absorto en el momento, sin duda inminente, en que sería encerrado en la cárcel acusado de asesinato.
El periódico de la mañana siguiente no mencionaba la muerte del policía. Dedicaba unas líneas a los "desórdenes organizados por el comunismo internacional" sin referirse en concreto a los del día anterior, pero la llegada de los dos inspectores que acudieron temprano a interrogar a los alumnos le convenció de que el policía había muerto y era sólo cuestión de horas que lo identificaran. Aconsejado por los compañeros, escapó de la facultad; tomó el tren para Albacete, le contó a su padre lo ocurrido y éste fue al banco, extrajo todos los ahorros que tenía en la libreta y esa noche volvió con él en taxi a Madrid. Su padre le dijo en el aeropuerto:
-Tienes un primo en Brasil -le entregó un papel con la dirección escrita-. Él te ayudará hasta que sepamos qué hacer.
Para abandonar España inmediatamente, sin dar tiempo a que comunicasen su nombre a los funcionarios de fronteras, no esperó el vuelo directo a Río de Janeiro que salía horas más tarde. Tomó uno que lo llevó a Bogotá, donde consiguió enlazar con otro que, en vez de a Río de Janeiro, se dirigía a Sao Paulo.


Se trataba del vuelo Los Ángeles-Ciudad de México-Bogotá-São Paulo de la compañía brasileña VARIG. Aturdido por el giro imprevisto de su vida y ansioso de evasión, Carlos se asombró de lo fácilmente que comprendía el portugués que hablaba la azafata, lleno de palabras españolas, y lo comentó con el hombre que viajaba a su lado, que le aclaró:
-Te parecen palabras españolas, pero todo lo ha dicho en portugués.
-¿Está seguro?
-Sí. Tengo elementos de juicio de sobra. Soy profesor de español en la universidad paulista.
-Pero... entonces, el portugués es casi igual. Sólo varía el acento.
-Casi. El acento brasileño es más fácil para un español que el de Portugal. Nosotros estamos rodeados de países que hablan español y hasta tenemos que dar en la universidad muchas clases con libros en español, porque la industria editorial en portugués no es muy fuerte. La influencia de tu idioma es muy intensa en mi país; toda la gente culta se maneja bien en español y nuestros cantantes graban con frecuencia canciones mexicanas, españolas o argentinas. De todos modos, las raíces del español y el portugués son casi las mismas; son idiomas mucho más semejantes entre sí que otras lenguas latinas, como el italiano o el francés.
-Eso es evidente -concordó Carlos-. Nunca había comprendido con tanta facilidad a gente que utilizara un idioma extranjero.
-Hablas un español muy bueno, y no sólo en comparación con los latinoamericanos. Sé de lo que hablo porque he estado tres veces en España. Me llamo Milton, ¿y tú?
-Carlos.
-¿A qué vas al Brasil, Carlos?
Éste examinó a su vecino de asiento. Tenía unos treinta y cinco años y aspecto distinguido. Su condición de profesor de español y las visitas a España eran datos para sospechar que simpatizaba con el régimen franquista. Todavía arrebatado por el estupor y el horror, creyó peligroso hacerle confidencias.
-A buscar trabajo -respondió.
-¿Tan joven?
-Mi familia tiene dificultades. Y, además, me atrae la aventura.
-Tú no tienes aspecto de aventurero ni de emigrante. Los españoles que viven en el Brasil son en su mayoría personas con menor dotación cultural que tú. Estoy seguro de que no te sería difícil abrirte camino en tu país.
-Es que... -Carlos se sentía cercado y tardó en responder, mientras forzaba la imaginación-, me he metido en un lío. Una chica dice que la he dejado embarazada, pero estoy seguro de que no fui yo. Ni siquiera lo hice con ella.
Milton sonrió.
-Eso sí tiene sentido. ¿Qué clase de trabajo crees que podrías hacer en el Brasil?
-No lo tengo claro. Estudio arquitectura.
-Entonces, sabrás dibujar y ese talento puede ser tu salida. Dibujar es una de las pocas cosas que se pueden hacer sin dominar la lengua del país donde trabajes. Yo asesoro a una empresa de publicidad muy importante de Sao Paulo, adaptando al español las campañas para países hispanos. Puedo hablarles de ti.
-Muchas gracias -dijo Carlos, animado por la posibilidad de no tener que pedir ayuda a su primo, y valerse por sí mismo.
-Pero te conviene conocer algunos trucos para aprender a desenvolverte en portugués cuanto antes. La sintaxis es prácticamente igual que la española, los verbos son casi los mismos y sólo difieren algunos tiempos. Casi todo el vocabulario es idéntico, con un porcentaje de excepciones que no llega al veinte por ciento. Para reconocer las palabras, fíjate en los matices o en algunas diferencias mínimas. Con frecuencia, la hache española se convierte en una efe en el portugués, la jota pasa a ser una elle, que se representa con lh, la eñe, tan española, se representa en portugués con nh, y muchas palabras que en español acaban en "ción", acaban en portugués con la sílaba "ção". que se pronuncia "saon" con la ene muy nasalizada.
Milton mantuvo durante el resto del viaje un tono igual de didáctico, con destellos de amabilidad que desconcertaban a Carlos, porque los únicos profesores de universidad que conocía eran los de la facultad de arquitectura, distantes y arrogantes, ante quienes se había sentido intimidado durante todo el curso. Contrariamente, el profesor sentado a su lado hacía que se sintiera cómodo y valorado, a pesar del recelo y el terror que le agarrotaba el aliento. Cuando llegaron a São Paulo, el brasileño se tomó la molestia de acompañarlo a buscar hospedaje.
-La rúa Aurora es la calle de las prostitutas -le advirtió-. Por eso, es más fácil que alguien te alquile una habitación barata, porque también aquí hay vecinos que no quieren tratos con ese mundo y tienen dificultades para alquilar a la gente decente.
La despedida de Milton produjo alivio a Carlos; acababa de solucionarle el problema del alojamiento y tal vez iba a proporcionarle el empleo para pagarlo, pero su amabilidad le desconcertaba. En cuanto se instaló en un cuarto modestamente amueblado pero muy grande, escribió una carta al primo Manuel; tenía que cubrirse las espaldas para el caso de que la desconfianza hacia Milton estuviese justificada y debiera recurrir a su pariente. Le costó dormir. Aparte del recuerdo del cráter rojo en el vientre del policía, nadie le había hablado de los trastornos físicos que causan los cambios horarios al atravesar el Atlántico, y achacó el insomnio a las trifulcas que las prostitutas organizaban en la calle. Cuando la dueña de la pensión le avisó de que lo llamaban por teléfono, notó por la luz, antes de mirar el reloj, que había dormitado hasta media mañana.
-¿Carlos? Soy Milton. He hablado ya con la empresa de publicidad. Puedes ir esta tarde a visitarlos. Anota la dirección. Una advertencia: no digas que sabes dibujar un poco, sino que sabes dibujar, y punto. En el Brasil se valora mucho la osadía y no nos gusta la gente que parece poco segura de sí.
-Muchas gracias, Milton. No sé qué decir...
-No tiene importancia. Eres demasiado joven; en el avión, te noté desorientado y creo que puedes correr ciertos riesgos en mi país si no organizas en seguida tu vida. Aunque de momento no te conviene tratar con españoles, porque te será más fácil aprender el portugués si te fuerzas a hablarlo a todas horas, tengo dos buenos amigos en el Centro Republicano Español que te agradará conocer. Te los voy a presentar, pero eso será más adelante.
En el avión, había temido que Milton fuese simpatizante de Franco y que ello lo pusiera en peligro. Había matado a un policía franquista, lo que le obligaba a mantenerse en guardia. Ahora, el brasileño le hablaba de algo igual de temible. Imaginaba un "centro republicano español" como un lugar lleno de conspiradores al margen de la ley. Decidió que no lo visitaría cuando Milton se lo propusiera.
Pasó unos días desorientado. Sus sentidos se negaban a asimilar que habían sido transplantados de repente a otro continente, a otro hemisferio; salía temprano con el deseo de desayunar porras madrileñas antes de comprender que estaban fuera de su alcance; echaba de menos la comodidad y la rapidez del metro cuando sudaba en un autobús empantanado en el delirante tráfico paulista; se le saltaban las lágrimas ante un pequeño estanque del parque de Ibirapuera cuando todo su cuerpo le apremiaba a asomarse al lago de El Retiro. Estaba comenzando a dominarle la añoranza de sus raíces que llegaría a ser lacerante durante su permanencia en Brasil, pero todavía no sabía que ese dolor era nostalgia; creía que se trataba de simple desconcierto sumado al horror de haber asesinado, para lo que encontró provisional alivio con el dibujo, porque una semana más tarde comenzó a trabajar en el estudio de arte de la compañía de publicidad, asombrado por el reconocimiento de su habilidad artística, por el respeto con que lo trataban y, sobre todo, por el sueldo. No comprendía que le pagasen por hacer algo con lo que disfrutaba tanto. El empeño de contactar con el primo Manuel dejó de ser cuestión de supervivencia para convertirse en un simple deseo de satisfacer la curiosidad de conocerlo. Pero no respondía sus cartas; aunque le escribió cada dos meses, nunca recibió contestación, mientras crecía la necesidad de reencontrar, a través de su pariente, las raíces y claves que se le vedaban.


1-2
Madrid era un laberinto inextricable. El antiguo casticismo de zarzuela había dado paso a una extraña amalgama multicultural, donde lo hispanoamericano destacaba de modo notorio. Las cavas estaban animadas en su mayoría por cantantes mediocres de Hispanoamérica, que eran indebidamente festejados por sus interpretaciones de “Alfonsina y el mar” o “Baja la barrera”. Casi nadie se daba cuenta de que aplaudían, en realidad, el encuentro con modos distintos de entender las libertades políticas, donde la escasez de facultades cantoras no era tomada en consideración.
Cada vez que entraba en una de tales cavas, alerta al menor síntoma de que los camareros se dispusieran a expulsarle, Carlos Alfaro se preguntaba por qué no cantaban las maravillosas canciones brasileñas escritas por Dolores Durán., como “La noche de mi amor”. Cuando las preguntas se convertían en enigmas insolubles, solía sentir el impulso de alejarse hacia la Casa de Campo.
Las del Edificio España y la Torre de Madrid eran siluetas sólo presentida por algunas de sus ventanas iluminadas y el resto del horizonte de Madrid vivía en un lugar impreciso entre el cielo y la tierra. Se recostó sobre la hierba sintiendo un vertiginoso dolor de cabeza, cuando notó que se acercaba alguien.
Vio desde abajo a un hombre extremadamente delgado que andaba muy, muy lentamente pero sin titubeos, como si conociera a la perfección su rumbo y su meta. No había más que piel en sus mejillas hundidas, convertidas en simas bajo el acusado relieve de los pómulos; sobre éstos, los ojos, sin fuego ni hielo, miraban más allá de la materia, hacia una dimensión donde no existía ninguna clase de emociones, ni dolor ni amor, ni pasiones ni desengaños, ni ambición ni hostilidad. Estaba bien vestido, una camisa sin remiendos y recién planchada, un pantalón de doble pinza confeccionado con tejido fresco y suelto, y lustrosos zapatos bicolor de rejilla sin calcetines. Las mangas cortas descubrían unos brazos muy fibrosos, en los que se dibujaban todas las venas con nitidez. Carecía de edad.
-La mente es poderosa -dijo.
-Más de lo que generalmente se cree -respondió Carlos.
-Este paisaje es mejor alimento que un bocadillo de jamón; nutre todo lo que merece ser nutrido. No es necesario comer mucho si uno contempla vistas como ésta.
¿Ese hombre tan extraño era capaz de escudriñar en sus inquietudes, como Asdrúbal, aquel “pãe de santo” de Río de Janeiro, o hablaba de sus propias experiencias? Nada en el tipo, una especie inquietante de espectro, sugería otra cosa que una serenidad extraordinaria, como si hubiera conseguido la paz interior que muy pocos lograban y disfrutase un estadio donde el espíritu, y no la carne, fuera la única realidad tangible.
-Me llamo Santiago, ¿y tú?
-Carlos.
-Todos tendrían que practicar tai-chi, Carlos. Tú lo necesitas, sobra ardor en tus ojos y te falta paz. Desecha el coraje en tus determinaciones, prueba a no herirte con tu afán; elige vivir sin miedo. Nadie debería arrastrarse como las serpientes ni escapar como las ardillas; el vuelo majestuoso del gavilán es lo que tendrían que imitar todos, pero la inmensa mayoría de los humanos consideran una locura planear libres, sin cadenas ni sobresaltos.
La voz fluía sin altibajos ni estridencias, aterciopelada y suave como el rumor del agua en un remanso.

-¿Cuál es tu desgracia? -la pregunta fue formulada con un deje de simpatía solidaria.
Sin comprender lo que había abierto la espita, Carlos se encontró relatando un resumen de su vida y los detalles de los últimos cinco meses:
-Creía que encontraría trabajo en Madrid en seguida, porque fui hace tiempo un creativo de publicidad muy bueno, pero las circunstancias presentes desahucian a los hombres a los treinta y cinco años. Sea cual sea la persona, tenga el nivel profesional que tenga, aunque su talento sea excepcional, nos está vedado conseguir un empleo después de los treinta y cinco años. Cuando me convencí de que esa edad es el límite que nuestra sociedad le pone a la vida útil, como tengo cuarenta y ocho años y he pagado a la Seguridad Social lo suficiente como para financiar un negocio que me permitiría vivir bien el resto de mi vida, fui a pedir el subsidio de paro y la respuesta de esa institución fue tratarme como un delincuente que quisiera atracarles a mano armada, porque sólo coticé como trabajador autónomo, nunca por cuenta ajena... ¡Ser autónomo y tener iniciativa es un pecado imperdonable bajo el punto de vista de la Seguridad Social! He cometido también el pecado de no llevar residiendo en Madrid un año completo, y por ello no tengo derecho tampoco a una ayuda que la Comunidad da a los indigentes. Luego, me enteré de que Cáritas podía ayudarme a montar un negocio modesto; fui a solicitar su auxilio y dos santísimos varones, que me exigieron seis veces un striptease integral del alma, me han ayudado a subsistir con una limosna mensual, pero me han empujado a correr sin aliento por todo Madrid en busca de certificados y compromisos que todo el mundo se resiste a firmar y me han hecho perder cuatro meses, obligándome a gastos que no me puedo permitir en viajes, fotocopias y teléfono, y resulta que soy demasiado bueno para el nivel que Cáritas exige a quienes ayuda. Me han obligado a cambiar el proyecto en cuatro ocasiones, porque el sentido que ellos tienen de los plazos para ejercer la caridad daba pie a que perdiera cada uno de los locales en que basaba mi proyecto; y cada una de las veces, esos santos y desconfiados varones me han amputado dolorosamente partes esenciales de mi dignidad, sometiéndome suave y beatíficamente a vejaciones de las que nadie podría resurgir con la cabeza alta. Hace tiempo que no tengo salida y no quiero morir; me niego a morir hasta que no dé un abrazo que hierve en mi pecho. Ahora, no se me ocurre otra cosa que quedarme ciego para que me ayude la ONCE.
-Es muy buena idea.
-Sí, estoy seguro de que lo es.
-Entonces, ¿cuál es tu problema, por qué hay tanta angustia en tus ojos?
-No encuentro el medio de quedarme ciego sin sufrir otros daños que pudieran incapacitarme más todavía. Estoy convencido de que tiene que existir algún medicamento que, a determinadas dosis, cause la ceguera, pero he ido a la consulta médica a ver si lo averiguaba y no he conseguido que me lo digan.
-¡Pero si es la mar de sencillo, Carlos! Finge que has sido visitador médico, localiza los laboratorios que no estén de vacaciones en julio y ve a decirles que quieres trabajar como visitador. Como es natural, no van a considerar siquiera la posibilidad de emplearte a ti, que eres un anciano acabado y decrépito según los esquemas de ahora, pero aceptarán darte todos los folletos y documentos que les pidas, para que los dejes tranquilos, porque esa clase de gente es capaz de regalar a su madre para no verse comprometidos con nada ni tener que hacer el esfuerzo de decir que no. Siempre te despedirán dándote un montón de papeles, y en los folletos destinados a los médicos que los laboratorios imprimen relacionan con mucha precisión los efectos secundarios de las medicinas.
Había caído la noche. Disipada la calima, ahora el cielo estrellado, fulgurante por la lejanía de la iluminación pública, era un manto de esperanza extendido sobre el nuevo optimismo. Amaba a la calavera que acababa de abrirle el futuro; le dio un apretón de manos fuerte y prolongado, y se despidió con la promesa de encontrarse con él bajo el mismo árbol la tarde siguiente, pero Santiago murmuró una frase a la que Carlos, arrebatado por el gozo de la alegría renaciente, no prestó atención:
-Nunca me hallará dos veces la misma persona en el mismo punto del espacio.
Tener un proyecto concreto que llevar a cabo por la mañana, le impediría dormir. Revisó la extensa biblioteca de Jon Goico, pasando los dedos por los lomos que tenían escritos los nombres de todos los mitos del cine, y eligió la biografía de Andy Warhol porque estaba seguro de que debía de ser todo lo delirante y divertida que necesitaba su ánimo. Cuando se recostó en la cama, al apoyar el codo en la almohada y la mano en su mentón, adoptando una postura que le permitiera leer con comodidad, la rasposa barba le recordó que llevaba varios días sin afeitarse. Tenía algo más urgente que hacer que leer; debía reconstruir su dignidad aparente. Era necesario recortarse el pelo, afeitarse y bañarse a fondo por la mañana, pero para ello tenía que salir de nuevo ahora, llamar desde el teléfono de la plaza, porque el teléfono público era mucho más barato que el móvil, y darse una caminata de ida y vuelta si Jon le respondía que sí. Cuando regresara, tenía que trasquilar el deshilachado de los pantalones y la camisa, zurcirlos, y recoser los rotos de los zapatos.

martes, 7 de septiembre de 2010

FRIO LEJOIS DEL SUR. 3ª Entrega


.
SOLEÁ
En la callecita blanca
que me abrigó, ha pronunciado
mi nombre una voz amarga



Madre natural
Helena magnificencia,
madre natural.

Remota, clara, transparente
allí donde la pesca es espuma blanca,
nata plateada, seminal.

Madre alentadora
que besa, lava y acaricia
la arena en que sestean varadas
todas las reminiscencias.

Bullicio reluciente,
chisporroteo de luz, espejo de Apolo,
veta diamantífera de cardumen.

Irisación infinita,
crisol de aspiraciones,
polen de fisonomías, alumbradora de mi voz,
biógrafa de mi rastro.

Madre atávica, placenta de mis latidos,
¡acógeme!.
Haz que mis huellas reencuentren tus riberas.
Desarma a este cieno
frío y gris
para que no me amordace.




BANDOLÁ
Dejé oculta mi niñez,
en la playa sepultada.
No cantan las caracolas
nanas, porque de aquel día
no llegó la madrugada.





Qué canta
¿Qué canta el agua, qué canta
cuando acaricia la proa
de tu barca?.

¿Qué dijo el agua, qué dijo
mientras mis pies se alejaban
de sus rizos?.

¿Qué murmuraba?,
pues con tanta ambición
no la escuchaba.




MARTINETE
Del monte hasta el rebalaje
corto mi camino fue.
El éxodo fue más largo
y en él yo perdí la fe.
Mientras el mar sollozaba,
me sedujo la ciudad
babilónica y helada,
y anuló mi voluntad.

Solo
Una ventana, abierta persiana,
la luz ahí y yo no logro alcanzarla.
Aquí estoy;
Luis, tan sólo Luis y Luis tan solo.

¿Suena el timbre de mi puerta?.

Entre el risco, el tomillo y la retama
mi manantial recorrió
camino inverso del mar.
Aunque templado con soles,
la luna me dibujó negras ojeras de ausencias.

¿Suena de mi puerta el timbre?. No es mi timbre.

La espera deseseperada
vedó la temperatura a estos brazos expoliados.
¡Impotente acecho!.

¿Suena el timbre de mi puerta?. No es mi puerta.
Nadie quiere abrir mi puerta.












SERRANA
En el árbol del que soy
rama cortada
no queda para mí savia.
Para salvarme
puedo, soñador,
injertarme en cualquier parte
de un almendro en flor.



Aridez
Yermo dolor
infecundo.
¿De qué sirves tú, ay, de qué?.
¿De qué color son tus frutos?.

¿Quién recogerá la mies?

Tu largo peregrinar
por los ríos de mis venas,
¿a dónde te llevará?

Torpe dolor,
ciega rabia.
¿Cuándo me liberarás?

lunes, 6 de septiembre de 2010

FRÍO LEJOS DEL SUR. 2ª entrega


SIGUIRIYA
De agua rutilante
no hay torres de espuma
en el mar de farallones oscuros,
ni estrellas ni luna.



Hojas
Hosca es la luz que las desvela
por los intersticios pardos del caos de silicio.
Una fuerza telúrica las mece
para vestir de limo que agoniza
los caudalosos ríos del silencio.

Tenaz, en su encomienda metabólica,
el tiempo las derrite como médanos
y teje los nutrientes
que no aprovecharán negadas sementeras.

Y en el caos, los sustratos del invierno
no encuentran poros por donde fecundar
la costra yerta e insondable
de la acerada superficie del desierto.

Cúpulas iluminadas de gemidos
y las cloacas, obstruídas de terror,
mientras el sol decae, como un grito
ahogado en la niebla.
En medio, la textura alborotada
que es ausencia, mortaja
y anulación.




POLO
Al regreso del tormento,
una risa y un quejío.
La una, por tu recuerdo
y el otro, por tu desvío.

Glaciación
Una glaciación avanza,
el hielo petrifica los aromas
y deglute los colores;
atomiza la frágil temperatura;
profana la cama el frío
y se aloja entre las sábanas.

Va recubriendo el frío
con su escarcha los estucos desahuciados.

Los carámbanos,
racimos de horas secuestradas en la ruta,
opacan la luz.

Culebrea el musgo y emerge
entre las grietas del hielo,
escala por la pared
y pende en jirones de la geografía del techo.

Va tapizando el frío
las baldosas silenciosas
y el retrato sin memoria.

¡Y esta mordaz paradoja
del sol fingido que trae voluptuosidad de mar!.





DEBLA
Que me asilen sus calores
aunque me consuma el Sol.
Y que su luz me ilumine
el delirio y la razón.
¡Que lo quiera Dios!.


Sopor
¿Quién lo derrocó
de su trono fulgurante?
¿A dónde lo desterró?

Como ya no la convoca,
la diosa azul riela demudada.

No es tenebrosa la noche,
es hora de expectación.
Es necesaria la noche
para que estalle la madrugada.

Las auroras, en eclipse,
se hielan bajo el metal de la lívida opresión.
¿Quién lo minió?.
¿Cómo destiñó su luz, la irisación
y el hechizo?.

¿Dónde, añorado esplendor, te llevaron embozado?.
¿Quién ha usurpado el ocaso,
el alba y el mediodía?.
¿Quién, cuándo y por qué abatió
el ritmo nictemeral?

sábado, 4 de septiembre de 2010

Libro de poemas "FRÍO LEJOS DEL SUR"

Hay una gran parte de mi producción literaria que me da pudor mostrar. Como ya no me queda mucho, voy a ir entregando partes de mi libro de poemas FREIO LEJOS DEL SUR





ALBOREÁ
Fría luz sin nombre,
fríos están mis huesos;
gélida mi alma,
¡y la pena dentro!





Clarear
Cuando el clarín de las seis
convoca para los afanes
y, aterido,
me aventuro por la bruma gris de hielo
del poliedro sin recodos
y el lago de hojas exhaustas,
me quema las sienes frías
un frío beso; la duda:

¿Vivo, sueño o desvarío?.

El corazón regurgita su miedo,
el alma,
con sal y arcilla forjada,
sube a sobrevolar mi carne desvaída;
nubes rondan con cuchillos aguzados
sobre torres de cemento.

En la Babel de cristal y acero
soy un número,
mientras mis torres de espuma
suspiran, lejos, por mí.

jueves, 2 de septiembre de 2010

LOS TERCIOS DE OMAR CARDELA. Resto


XXIX - De frente por detrás

En Cártama, a la puerta de la casa, entre macetas de geranios, alpidistras, cóleos, helechos, dompedros, calas y claveles, la madre de Tomás le dijo a Omar:
-Hace dos días que una niña de Málaga tiene revolucionao al pueblo, preguntándole a tó el mundo por ti.
-¿Una niña de Málaga, cómo es?
Era viernes, todavía disponía de casi cuarenta y ocho horas hasta la novillada del domingo en Lucena. A lo mejor podía darse un revolcón.
-No lo sé, niño, yo no la he visto. ¿Por qué no preguntas en la taberna de la esquina?
-Ven conmigo, Tomás. ¿Tiene gasolina la motillo?
-De sobra.
-Es que a lo mejor tenemos que ir a Málaga.
-No me líes, primo, que mi novia me va a dar un palizón.
En la taberna le describieron a la que había estado indagando:
-Es delgadita y rubia -informó el tabernero.
-No, hombre, tan delgadita no es -contradijo un parroquiano-. Tiene un buen par de melones y un culo... ¡canela fina!
-Pero no era rubita -se opuso otro-, sino morena, con trenzas.
-¡Qué va, Perico! -atajó un tercero-. Trenzas no tenía, era una cola de caballo y el pelo, era castaño. Tenía los ojos azules.
-¡Ojos azules! -exclamó el tabernero-. ¡Si los tenías más negros que tu alma!
-Yo te voy a dar a ti negrura -amenazó el aludido-. ¡Los cojones sí que los tengo negros! Pero, mira, Omarito, la niña tiraba más bien a rubita, con una cola de caballo, ¡por éstas!
-No era cola de caballo -insistió Perico-, sino trenzas.
-¡Qué va! -exclamó un jubilado que estaba jugando al dominó, sin interrumpir la partida-. Tenía el pelo corto, como un tío.
-Y tú, ¿cómo pudiste fijarte -ironizó uno de sus oponentes-, si no levantas la vista de las fichas ni pa saludar a un entierro? Yo digo que tenía el pelo más bien tirando a rojizo, con una media melena.
Omar consideró que no iba a sacar nada en claro.
-Vamos a preguntarle al guardia municipal, primo -le dijo a Tomás.
Llegaron en la moto a la plaza del ayuntamiento, llena a esa hora de vecinos que cruzaban presurosos hacia sus casas, a comer después de los aperitivos en las tabernas.
-Tenía una buena delantera -informó el uniformado-. Llevaba el pelo muy corto, oscuro.
Omar retrató en su mente, al instante, a Viky. Buscó en la cartera su número de teléfono y la llamó:
-¿Viky? Soy yo, Omar.
-Hola, qué bien que me llames.
-¿Has estado por Cártama, preguntando por mí?
-Yo... ¡qué va!
Omar notó que mentía. Le había flaqueado la voz.
-¿Quieres que nos veamos esta tarde?
-Tendría que ser tempranito, Omar. A las cuatro y media. Por la noche tengo un bautizo. Es familia y no puedo escaquearme.
-A las cuatro y media, de acuerdo. ¿Dónde?
-Los jardines de Picasso, ¿los conoces?
-Vale.
Tras colgar el auricular, Omar preguntó a Tomás:
-Bueno, ¿qué, primo, me llevas a Málaga o no?
-¿Y cuándo comemos?
Eran las tres y veinticinco. También Omar estaba hambriento. Comieron sin sentarse lo que la madre de Tomás les sirvió y, sin acabar de masticar, se lanzaron en la moto a la carretera. Llegaron al jardín indicado a las cinco menos veinte. Se trataba de un espacio reducido, cubierto completamente por enormes ficus, que en vez de un solo tronco, tenían ocho o diez cada uno, formando un laberinto intrincado de columnas que, en conjunto, parecían pequeñas capillas góticas de hasta quince o veinte metros de perímetro, sujetando copas tan inmensas y frondosas que casi podían cubrir y ensombrecer un campo de fútbol; debajo, la atmósfera brumosa que no alcanzaba el sol tenía visos de selva tropical. Viky se encontraba ante un monumento de hierro forjado, acompañada de otras siete muchachas que parecieron golondrinas alborotadas al verlo llegar, lo que desalentó a Omar.
-¡Omar! -llamó Viky-. Estas amigas quieren conocerte.
Hechas las presentaciones, durante las que el novillero permaneció algo ceñudo, Tomás entabló conversación con una de ellas. Viky se llevó a Omar hacia uno de los troncos múltiples de los ficus. Se situaron en el lado opuesto al que ocupaba el grupo, donde no podían verles.
-No he parao de pensar en ti -confesó la muchacha.
-Lo mismo que yo -mintió Omar, diciéndose que no era del todo mentira, puesto que él también había pensado mucho en sí mismo y en su carrera taurina.
-Quería... pedirte un favor -declaró Viky con cautela.
-Tú dirás.
-No te vayas a mosquear.
-Yo no me mosqueo nunca.
-Es que he hablao mucho de ti con mis amigas.
-¿Por qué?
-Bueno, tú sabes.
-No comprendo.
-Piensa un poco.
Omar comprendió.
-¡Qué vergüenza, joé!
-Pero... si ya nadie se espanta.
-Joé, Viky, ¿te has puesto a hablarles a las demás niñas de mi picha?
-Pero no te molestes, Omar. ¿No sabes de sobra que eres un fenómeno?
-Quiero ser un fenómeno del toreo, no de feria. ¿Cuál es el favor?
-Yo...
-Venga, larga, no te cortes.
-A ti no te cuesta ningún trabajo ponerte... ya sabes... a punto. Yo quería que cuando estés... en forma, pues que dejes que ellas te la vean.
-¡Tú has perdío el sentío! ¡Venga ya!
-Todas han traído regalos pa dártelos después de vértela.
-¿Sabes lo que te digo? ¡Que te puedes ir a la misma mierda, joé!
Omar corrió hacia donde se encontraba Tomás, muy animado y excitado con su conquista. No tenía ni idea del compló ni de que estaban entreteniéndolo para que no estorbara su plan.
-¡Vámonos, primo!
-¿Qué pasa? -preguntó Tomás sin desdibujar su sonrisa embobada.
-¡Venga, Tomás, arrea!
Sin mirar atrás, Omar corrió hacia donde habían dejado la moto.
-¿A qué viene esto, Omar?
-¿Tú sabes lo que querían esas tías? ¡Verme la polla!
-¿Y por eso tanta historia? Yo se la enseñaría mu a gusto. Es más, voy a enseñársela.
-Haz lo que te parezca. Yo no entro en el jardín ni que me maten.
Diez minutos más tarde, Tomás volvió con expresión beatífica.
-¡Coño, primo, muchas gracias por el favor! Me han hecho una paja entre dos y toas me han dao su teléfono.
Omar estaba demasiado enfadado para reír. Necesitaba librarse del malhumor y compensarse por la expectativa frustrada.
-Vamos al Larios, a dar una vuelta y tomar algo -pidió a su primo.
Recorrieron un centro comercial situado a pocos centenares de metros, un lugar lleno de pasillos y revueltas, que presentaba mucha animación.
-¿Qué quieres tomar, primo?
-Un whisky.
-¿A estas horas? -se asombró Omar
-¿Por qué no? A uno no le caen las invitaciones a la hora que quiere, sino a la buena de Dios. ¡Hay que aprovecharlas!
Omar sonrió. Ordenó al camarero el whisky y un Trina de naranja.
-¿Tú no me acompañas, primo? -se quejó Tomás.
-No me hace mucha gracia el alpiste y, de cualquier modo, el Cañita no quiere que beba. Los toreros tenemos que cuidarnos mucho.
Omar no tenía apenas ganas de hablar. Sentíase muy molesto por la broma de Viky; y humillado. Comprendía que Tomás le hubiera hincado el diente a la oportunidad, pero de todas maneras era una marranada.
-Mira, primo -señaló Tomás-. Aquella niña te está comiendo con los ojos.
Era muy joven y, sin embargo, tremendamente exuberante. Guapísima, pero maquillada y vestida casi como una prostituta, con una minifalda elástica bajo la que asomaban piernas fantásticas. Su melena era de las que entusiasmaban a Omar, pues le cubría media espalda.
-Tiene que ser un putilla -comentó.
-Pero, en ese plan -observó Tomás-, no creo que te quiera cobrar.
En efecto, lo miraba demasiado fijamente como para tener intención de hacerse la interesante con objeto de poder fijar el precio. La segunda o tercera vez que Omar cruzó la mirada con la suya, ella le hizo una señal con los ojos, un tipo de indicación que comenzaba a interpretar con tino. Ella quería que fuese en la dirección hacia donde se movían sus pupilas.
-Espera un ratillo, primo -pidió a Tomás-. Este negocio lo cierro yo en diez minutos.
Se desplazó unos metros hacia donde ella le indicó y giró la cabeza atrás. La joven llamó al camarero, pagó su consumición, se puso de pie y acudió en la dirección donde Omar la esperaba, contoneándose de manera espectacular, entre miradas que se volvían a su paso y silbidos. Llegada a su altura, le sonrió con una dentadura resplandeciente, pero no dijo nada. De nuevo le indicó con los ojos. Omar descubrió que en esa nueva dirección se encontraban los aseos y hacia allí fue. Llegado a la puerta de caballeros, volvió la cabeza hacia ella, que señaló la puerta de señoras. Omar se plantó un instante. ¿No habría un escándalo si entraba en el servicio de mujeres? Pero ella, llegada a su altura, agarró su brazo, halando de él hacia dentro. Continuó sin abrir la boca en el interior, mientras lo conducía a tirones hacia uno de los compartimentos, donde se encerraron los dos. Ella echó el pestillo y se dio a la tarea sin pérdida de tiempo. La trempera de Omar era ya insoportable, pero ella no parecía menos ansiosa que él; le hizo alzarse de pie sobre el inodoro, le bajó los pantalones y se puso a tomar con ansia una ración de polo de vainilla. Las profusas gotas de vainilla las sorbió con verdadera gula. Continuaba sin decir nada. Viendo que la erección apenas se aflojaba un poco, reanudó los tocamientos, que lograron su efecto a los cuatro minutos.
-Deja que te la meta.
-Tengo novio -dijo ella en un susurro.
-Traigo condones.
-No se trata de eso -seguía musitando-. Es que mi novio es de una familia muy buena, ya sabes. Quiere que yo llegue virgen al matrimonio.
Omar sonrió.
-¡Menudo carca! Pero voy a reventar, joé; deja que te la restriegue un poco y me corra. Bájate las bragas.
-¿Sabes lo que vamos a hacer?
-¿El qué?
-Te dejaré que me la metas en el culo.
Omar meditó. Nunca había probado ese fruto. Bueno, ya era hora de descubrir otros sabores de la fruta prohibida.
-¿Cómo hacemos? -preguntó.
-Siéntate -ordenó ella.
Acomodado sobre el inodoro, Omar adelantó un poco las caderas, para presentar el arma en todo su esplendor, y se enfundó el preservativo. Ella se volvió de espaldas a él, se bajó lo justo las bragas por detrás únicamente, sólo lo indispensable para descubrirse los glúteos, tanteó atrás con la mano izquierda y atrapó el pene, que situó a la entrada del esfínter. Omar notó que, manteniendo el pene en esa posición con la presión de los glúteos, se llevaba la mano hacia el frente y volvía después a ponerla en torno al pene, cubierta de saliva, con la que lo engrasó. Unos segundos después, presionó y el falo recorrió el cañón como una bala, pues con extraordinaria rapidez sintió que había llegado al fondo. Se trataba de un alojamiento tan apretado y caliente, que resultaba inesperadamente placentero, pero esa estrechez sirvió para retardar el orgasmo. Ella se movía con destreza, bombeando el émbolo acelerada y reiteradamente. Su perfume era muy fragante, como de flores caras. Omar decidió ayudarla un poco; tomó su cintura, para añadir más fuerza al bombeo. Tardó más de lo que nunca había tardado, catorce minutos, pero fue un orgasmo tan prolongado e intenso, que dio por bien empleada la espera.
Cuando recuperó el aliento, dijo Omar:
-No te has corrío, ¿Quieres que te acaricie el clítoris?
-No hace falta, de verdad. Me encanta que hayas disfrutado.
-¡Uf! Ha sío la leche.
-¿Nos vamos?
-¿No me vas a dejar que te eche otro?
-Me espera mi novio a las seis, y son menos cinco. Otro día, cuando quieras.
Omar volvió donde su primo lo esperaba. La muchacha se encaminó en otra dirección. Tomás lo recibió con la risa muy amplia.
-¿Qué tal ha estao, primo?
-Me ha sacao hasta la primera papilla. ¡Qué polvo!
-Así que te ha gustao...
-Una pechá.
Tomás no pudo contener la carcajada, lo que amoscó a Omar.
-¿A qué vienen tantas risas, primo?
-¿Sabes con quién has follao?
-No me ha dicho su nombre.
-Me lo ha contao el camarero, Omar -la risa recrudeció-. ¡Acabas de follarte a un travesti!
Omar se dio una palmada en la frente, indignado.








XXX– Ovación

En Lucena cortó sólo una oreja a su segundo novillo, pero en Albacete la armó: Dos orejas y dos y rabo, ni recordaba cuántas vueltas al ruedo bajo una copiosa lluvia de flores, salida a hombros por la puerta grande y primera plana en el periódico.
No pudieron volver a casa. A mediodía del día siguiente, cuado ya estaban cargando las maletas en el coche a la puerta del hotel, avisó un botones al Cañita de que lo llamaban por teléfono. Éste ordenó a Omar que se quedase junto al vehículo por si acudía la grúa municipal, y entró deprisa a responder la llamada. Volvió a los diez minutos, exultante. Sorprendentemente, y en contra de su costumbre, mientras se aproximaba al coche estaba conectando el móvil a la red. Dijo:
-A partir de ahora, no tengo más remedio que mantener este cacharro encendío, con el dineral que cuesta y el fastidio que es, por lo que surja, que surgirá. ¡Esto marcha, niño! Quieren que hagas una sustitución el jueves en Aranjuez, por el Guajiro de Bogotá, que tuvo ayer una corná en Pamplona. Será mejor que nos quedemos esta semana en Madrid, porque el sábado toreas también en Guadalajara y el domingo, en Salamanca. Habrá que buscar dónde capear estos días... ¡menudo lío!... A ver si consigo hablar con los de la Escuela Taurina de Madrid.
-¿Ya he llegao, don Manuel? -había ansiedad en los ojos de Omar.
-Por lo menos, puedes cantar como nuestro paisano Antonio Molina aquéllo de "Yo quiero ser mataó... y lo tengo que ser por estilo y valor".
-Entonces -la ansiedad se trocaba en júbilo-, ¿no podría usted llamar a las vallisoletanas y decirles que vamos a estar cerca?
-¡Claro que sí, hombre! El jueves es fiesta. A lo mejor Isabel tiene puente el viernes y se decide a echar una canita al aire con nosotros.
-Dígale usted que... a ver... pues que le diga a la sobrina...
-Eso está hecho, hombre.
A mitad del viaje a Madrid, Omar recordó a Silvia, la marquesa de Benaljarafe. En Palencia, cuando le brindó el toro, ella había escrito en el recadito que le metió en la montera que sólo podía telefonearla en días laborables de cuatro a siete. Hoy, lunes, era laborable, y, como faltaban tres días para la novillada de Aranjuez, el Cañita no se opondría a que la metiera en caliente, porque, además, luego tendría que convertirse en cura hasta el lunes, ya que las otras dos novilladas serían el sábado y el domingo, la primera vez que torearía tres veces la misma semana. Telefonearía al llegar al hotel, que sería sobre las cinco de la tarde.
-Esa vallisoletana no se te va del pensamiento, ¿eh? -dijo con una sonrisa el Cañita, mientras conducía con la mirada fija en la carretera, observando que apenas hablaba.
-Pero no se vaya usted a creer... Es que con la cabroná que me hizo en el tren, pues eso, que yo...
-¿Sólo se trata de eso, seguro?
Omar apretó los labios. Rescató las experiencias de su memoria en busca de una respuesta. Todas las mujeres, como a don Juan Tenorio, le habían dejado algún recuerdo... ¿guardarían ellas también "memoria de mí"?: Magrit con sus alaridos desaforados, la Nancy con su ternura y su apasionamiento que le hacía olvidar lo mercantil, Quimeta y Pilar con su bienhumorada broma con la regla milimetrada en la mano, la gonorrea que le habían contagiado Greta o Kristy en Ibiza, la marquesa con la escapada por los balcones, Lola con sus vicios matrimoniales... y Viky, con su grito como si pidiera que alguien bajara el puente de la muralla. Pero huella de verdad... sólo Marisa, a quien ni siquiera se había atrevido a mirar fijamente a la cara y, a pesar de ello, la retrataba cerrando los ojos como si la tuviera delante, con su melena castaño claro, su preciosa nariz, sus ojos de color caramelo, la bellísima boca que, al sonreír, lucía una dentadura de anuncio, la cintura como un junco y su aura mágica de ondina encantada del Pisuerga.
Encontraron mucho tráfico al entrar en Madrid por la carretera de Valencia. Omar miraba el reloj con nerviosismo.
-¿A qué viene tanta bulla? -preguntó el Cañita, notándolo.
-¿Queda mu lejos el hotel?
-¿Por qué lo preguntas?
-Quería llamar a la marquesa a las cinco, y son menos diez.
-Tardaremos poco, no te preocupes.
Omar miró distraídamente el paisaje; la gran autopista bordeada por vías de servicio, el páramo casi desértico que, sin transición, se volvía verde de césped en torno a grandes edificios de ladrillos, los coches que circulaban penosamente en paralelo. En el asiento posterior del que avanzaba a su misma altura, viajaba una mujer joven que, a pesar de estar al lado de un sujeto que debía de ser su novio o su marido, lo miró con interés e insistencia. ¿Tenía monos en la cara, o qué?
Hizo algo que le desconcertó: La mujer, que tendría unos veintiséis o veintiocho años, y que era muy guapa y elegante, levantó la mano derecha hasta la altura de sus ojos, en un ángulo tal que su acompañante no podía ver lo que hacía, y movió la palma como si diera un pase torero. Omar interpretó que ella sabía quién era y lo había visto torear. La mano, que continuaba junto a los ojos, apuntó el índice hacia atrás y el ojo derecho se cerró en un guiño. Permaneció varios minutos mirándole, mientras señalaba atrás y le guiñaba con reiteración. Omar no conseguía comprender el mensaje, pero, unos metros más adelante, el coche donde iba la mujer adelantó al Clío del Cañita y, entonces, observó la trasera tratando desesperadamente de encontrar algo que le aclarase el gesto. Aparte del número de matrícula, que no podía ser relevante, sólo observó un escudo pintado junto al cierre del capó trasero, un escudo de forma clásica rematado por encima con una corona.
-¿Qué escudo es ése, don Manuel?
-Será el de la marca... -afirmó el Cañita-. ¡No, qué va! Ese coche es un mercedes. El escudo es... me parece que la corona es ducal
-Creo que la gachí que va sentá detrás me estaba mandando un mensaje por señas. Señalaba hacia su espalda, y lo único raro que el coche tiene en la cola es ese escudo. ¿Significará algo?
-Quédate con la copla de los detalles del escudo. Cuando lleguemos al hotel, voy a llamar a un amigo, un paisano nuestro que trabajaba en la televisión y que sabe mucho de títulos nobiliarios, a ver si por casualidad descubrimos qué podrá ser.
Acomodados por fin en el hotel, Omar trazó desmañadamente los elementos del escudo que había memorizado, entregó el papel a su apoderado y, al comprobar que eran las cinco y veinticinco, llamó a la marquesa de Benaljarafe. Temió que no quisiera ponerse al teléfono mientras se identificaba a la criada que le atendió. Tras largos minutos de espera, el corazón le dio brinco al oír:
-¿Omar? ¡Qué alegría escucharte! ¿De dónde llamas?
-Estamos en Madrid, porque toreamos el jueves en Aranjuez. Ayer corté cuatro orejas en Albacete y...
-Lo he visto en el periódico; me alegró mucho leer que estuviste tan afortunado; dice el cronista que tu toreo es fantástico. Enhorabuena. Veré si puedo ir el jueves a Aranjuez.
-Oiga, que yo pensaba... si podría verla a usted.
-Tendría que ser hoy mismo. Mi marido está en París, pero vuelve mañana temprano. Sólo dispondríamos de esta noche... hasta la madrugada. Estarías obligado a irte antes de amanecer, a pesar de aquello que me dijiste en Palencia de que querías que pasáramos juntos una noche.
¿Amanecer? El Cañita le prohibía acostarse despues de medianoche. Se vería obligado a contentar a las dos partes.
-Lo que usted diga.
-Oye, Omar, ¿no te parece incongruente que me llames de usted después de aquéllo? Además, nadie se trata de usted y yo sólo tengo treinta y un años.
-Usted perdone... digo, perdóname. ¿Voy a tu casa?
-Anota la dirección -aguardó hasta que él le dijo que tenía papel y bolígrafo, y se la dictó-. El servicio se va a las nueve -prosiguió-; lo siento, no es conveniente que te reciba antes. ¿Puedes llegar sobre... las nueve y media? Cenaremos un plato frío. Sé puntual.
Cuando el Cañita vio como se había vestido, un traje ligero de hilo crudo de color beis que había comprado el sábado para acechar la ocasión de deslumbrar a Marisa, le advirtió:
-Mira, Omar, porque estamos en Madrid, te voy a dejar que vuelvas a la una y media, pero ni un minuto más. ¿Entendido?
-Seguro, don Manuel.
-No vayas a confiarte, porque me quedaré de guardia hasta que llegues. Como esta capital es grandísima y te puedes perder, llévate el número del móvil; lo dejaré encendío hasta que vuelvas. ¿Tienes suficiente dinero?
-¿Cuánto costará un ramo de flores de ésos que hemos visto en la tiendecilla que hay en la recepción?
-Unas ocho mil o... quizá más. ¿Cuánto tienes?
-Veintidós mil.
-Toma diez mil más. Mañana, cuando ya no tengas más compromisos con tantos gastos, te daré las otras diez de esta semana. Estabas ahorrando y te gastaste el sábado la mayor parte en esta ropa pija.
-¿No me pega el traje?
-¿Sabes una cosa? Si yo tuviera una nieta, te la entregaría cruda.




















XXXI – Cabestro

Le impresionó la fachada del edificio ante el que paró el taxi, igual que todos los de la manzana; construcciones con columnas de granito, ventanas y balcones llenos de adornos de piedra y hierro forjado y cariátides en la balustrada de la segunda planta. El portal que Silvia le franqueó con el pulsador del portero automático presentaba una gran escalinata con afombra roja en el centro y barandas de bronce, al final de la cual había una doble puerta de cristal, con marcos de madera tallada, que daba paso al vestíbulo de donde partían la escalera y el ascensor. Éste parecía una pieza de museo, con tantas florituras de madera, cristales con dibujos esmerilados y espejos. El descansillo del segundo piso estaba ricamente alfombrado y sólo había una puerta, cuyo timbre pulsó. Examinó el hueco de la escalera, un óvalo muy grande por el que los escalones tapizados de rojo descendían entre balaustradas de bronce pulido; jamás había visto casas así, salvo en las películas. Se abrió la puerta y Silvia sonrió alegre y esplendorosamente al entregarle el ramo de flores.
-Gracias, ¡qué gentil! -aspiró el perfume de las flores con un gesto muy delicado-. Desde Palencia, te has puesto más... fuerte.
-Pues usted... tú... no puedes estar más guapa, porque sería imposible.
-¡Luego dicen que los toreros no tenéis sensibilidad! No perdamos tiempo, vamos a comer.
Le precedió a través de un vestíbulo y un pequeño salón, separado de otro mucho mayor por un arco apoyado en dos columnas de mármol, hasta el comedor, en un extremo de cuya enorme mesa aparecía dispuesta ya la cena para dos. Todo estaba lleno de muebles antiguos muy hermosos y pesados, con muchas alfombras, lámparas, espejos, figuras y cuadros. Omar hallaba sorprendente que pudiera existir un palacio así metido dentro de un edificio de pisos. La comida era la mar de rara, como si fueran dos pinturas, pero cuando se llevó a la boca el primer bocado le supo a gloria. Ella comía melindrosamente, distraída, como si pensara en lo que estaba por venir. Todos sus movimientos parecían los de las reinas del cine; la postura de las manos, el hecho de que mantuviera muy erguida la cabeza y no la bajase en dirección al tenedor, los hombros echados hacia atrás y la mirada fija en él, desinteresada de lo que comía. Era una diosa y el novillero anheló postrarse ante ella. Le maravillaba anticipar lo que habría de suceder, porque consideraba un privilegio estar a punto de poseerla, un honor prodigioso del que no tendría más remedio que hablar al Cañita y a su primo Tomás y que le aupaba en sus fantasías a la categoría de don Juan Tenorio.
-Me maravilla el apetito con que comes -observó Silvia.
El muchacho se alarmó. No quería que pareciera que no había comido en su vida, pero la realidad era que sentía un apetito voraz a todas horas.
-Está buenísimo. ¿Lo has guisao tú?
-¡Oh, no! -ella sonrió, como si la idea fuese delirante-. Hice que lo preparase el servicio antes de irse. Siento decepcionarte, no sé cocinar.
-Ni falta que te hace -piropeó el novillero-. Sólo con que estés viva, mereces que el mundo se ponga de rodillas delante de ti.
Ella sonrió, sumamente halagada. No sólo había madurado el joven notablemente en unos pocos meses, se comportaba también de modo menos montaraz.
-Omar, te recuerdo que no disponemos de toda la noche -dijo la anfitriona mientras recogía el servicio de la mesa, se dirigía hacia la cocina con él tras sus pasos y comenzaba a lavar los platos, para lo cual se puso guantes de goma-. Me temo que tendrás que marcharte antes de amanecer, sobre las cuatro. Mi marido no llegará hasta las once de la mañana, pero el servicio viene a las ocho y, antes, quiero revisarlo todo, para que no queden señales de que esta noche he tenido compañía. Lo comprendes, ¿verdad?
-Lo que tú digas.
-Tienes la voz más pastosa, más masculina que cuando te conocí. Estás llegando a adulto muy deprisa.
-Me machaco una pechá en el tentaero.
-Se nota -Silvia consultó con expresión preocupada el pequeño reloj de diamantes que llevaba en la muñeca-. Ya son las diez y cuarto... ¿te apetece un jacuzzi?
-¿Eso qué es?
-Ven a verlo.
Tras un recorrido algo laberíntico, le franqueó la entrada de lo que tenía que ser un cuarto de baño, por la gigantesca bañera ovalada, pero Omar creyó que aquéllo debía ser otra cosa, un decorado para una película o un montaje para una exposición. Había grandes espejos en todas las paredes, multiplicando el espacio hacia el infinito en las cuatro direcciones; macetones de palmeras separaban la bañera de la zona donde, sobre un gran tablero de mármol, estaban instalados los dos lavabos; numerosas plantas colgaban del techo en tres de las esquinas y en el hueco ocupado por la bañera, y por todas partes había esculturas de piedra blanca, botellas de cristal de muchos colores, pebeteros y cajitas de porcelana, y las toallas pendían de afiligrados aldabones dorados. Silvia abrió la manija de un grifo que parecía una escultra más, brotando un copioso chorro, cuya temperatura graduó. Mientras iba llenándose muy aprisa lo que parecía una pequeña piscina ovalada, se desnudó y lo incitó a hacerlo él también. La bañera quedó casi llena en un tiempo sorprendentemete corto y ella pulsó un botón de la pared. El agua se puso a burbujear.
-Esto es un jacuzzi -informó la dama-. Te vendrá muy bien para descansar de la corrida de ayer.
Se introdujo en el agua y lo invitó a sumársele. Al volverse Omar de cara para entrar en la bañera, el falo rígido, lustroso y pegado al reguero de vello del vientre, osciló.
-Supongo que lo tuyo no será priapismo -comentó ella, burlona.
-¿Qué significa "priapismo"?
-No me hagas caso. Es una broma, porque, por lo ocurrido en el hotel de Palencia, sé que no lo sufres, pero no he visto jamás a nadie cuya excitación funcione tan aprisa.
-¿Esto? -señaló Omar el pene enhiesto, con picardía-. Es que tú eres tan guapa... que se la levantarías a un muerto.
-¡Ojalá fuera así! -exclamó Silvia con amargura.
Omar creyó entender lo que la exclamación significaba. Recordaba a aquel hombre, joven todavía, con quien la había visto la primera vez en el ascensor del hotel palentino, un sujeto que, aunque no podía tener ni cuarenta años, parecía blando y desfondado como una vieja.
-Esto es cojonudo -alabó Omar, mientras chapoteaba.
-Vente a mi lado -pidió ella.
Obedeció. Se aproximó impulsándose con las manos, sin salir del agua.
-Es como el hierro -dijo Silvia, que le aferró el pene con fuerza, notando Omar, como en Palencia, que su lenguaje dejaba de ser tan distinguido y se volvía algo más procaz al abordar las cuestiones sexuales.
-¿Te gustaría oxidarlo un poco? -preguntó el novillero.
-Siéntate en el borde de la bañera, que me he quedado con hambre y quiero hartarme de salchichón -pidió Silvia.
Engulló el falo. Sus pechos flotaban en la espuma alborotada, el olor era delicioso, las piernas del joven estaban sumergidas hasta la rodilla en el agua tibia y burbujeante, un conjunto de sensaciones muy placenteras, por lo que la tensión de sus testículos estalló inmediatamante.
-¡Qué rapidez! -exclamó la marquesa, mientras chorreaba abundante semen por las comisuras de sus labios, con decepción por la prontitud, aunque no tanta como había exhibido en Palencia.
-Ya sabes que esto es namás que la primera ola -bromeó el novillero-. El temporal está por llegar.
-Pues vamos a la cama antes de que haya un naufragio.
Ella lo secó. La contemplación de la piel femenina mojada como flores despertadas al sol tras una noche de relente y el roce de sus manos mientras lo enjugaban, produjeron el retorno de la sangre a las cavernosidades del pene. Hinchado en su mayor parte, aunque todavía sin erguir, Silvia lo tomó en su mano para contemplarlo con arrobo.
-Es completamente recta, sin la menor desviación ni curvaturas de ésas que tanto afean otras pollas; escultural, maciza y enérgica como las representaciones fálicas que esculpían los pompeyanos. He visto muchas figuras de falos en los museos, porque las culturas antiguas adoraban a los penes como si fueran dioses, y no creo que haya en todo el mundo una polla más bonita que ésta, Omar, ni más golosa. Las venas son prominentes y vigorosas, pero no tan oscuras ni enredadas como para resultar repulsivas; forman un entramado armónico que invita a mordisquear como si fuera un delicioso barquillo de canela. La guía que lo recorre por abajo es fuerte, gorda y dura como el cañón de un fusil, capaz de disparos certeros y de alcance inverosímil. El canal del glande es profundo y nítido, limpio y muy incitador. El prepucio es suave y cálido, igual que un manto de terciopelo. ¡Y qué bonita es la cabeza, sonrosada y brillante como un capullo de rosa bañado de rocío! Y en cuanto al tamaño, por poco no superas al caballo de Espartero. Tendría que reproducirla un escultor...
-¡No sigas manoseando, que me voy a correr otra vez! -suplicó Omar, retirando el pene de su mano-. Vamos a la cama, y vas a ver polla en technicolor y tres dimensiones.
La penetró antes de caer en la cama, aferrando y alzando sus piernas para que le abarcaran las caderas. Entrelazados, cayeron sobre el ancho colchón cubierto de sábanas de seda. En cuanto quedó aprisionada entre la suave tela y el cuerpo masculino, ella gimió con los ojos en blanco.
-¿Te hago daño? -preguntó él, parando un instante.
-Sigue... sigue...
-¿Quieres que te toque el botoncillo?
-¿El clítoris? Sí, ¡Sí!
-¿Te gusta?
-Más que nada en el mundo.
-¿Bombeo más fuerte?
-¡Métemela... que me atraviese hasta la boca!
-Ahí va -anunció Omar al dar el empujón que acabó de hundir hasta la base el pene en la vagina, sin retirar el dedo que acariciaba el clítoris.
Ella tuvo una sacudida.
-¿Duele?
-¡Noooo! Sigue... sigue...
-¿Ya?
-¡Sí! Aprieta, aprieta... ¡Ahhh!
Silvia fue presa de convulsiones. Tres meses atrás, Omar se habría detenido, alarmado, creyendo que le había dado un ataque. Ahora ya no le pillaba de sorpresa. Empujó enérgicamente cuatro o cinco veces más y llegó también su orgasmo, uno de los mejores que había tenido jamás, porque se acompañaba del conocimiento exacto de lo que estaba sucediendo.
Sin deshacer la penetración, ella continuó convulsionándose durante tres o cuatro minutos, lo que motivó el recrudecimiento de la erección de Omar, que reanudó la cabalgada.
-¡Quita! -pidió Silvia-. Vas a hacerme daño.
Igual que en Palencia, parecía saciarse pronto. Por ello, intuyó el novillero que no disfrutaba el sexo con la debida frecuencia, pero él necesitaba más.
-Por favor, Omar. Permíteme descansar un poco.
Se retiró de ella a regañadientes, quedando boca arriba con el pene brillante de tan rígido, lustroso, engrasado y palpitante de anticipación. Ella puso el codo sobre la almohada y la cabeza apoyada en el puño, se giró un poco hacia él y abrazó el falo con la mano izquierda.
-Tendría que mandar hacer un molde para quedarme una reproducción de tu polla. Es preciosa. Si no fuera porque...
La interrumpió el ruido de una puerta al cerrarse.
-¡Mi marido, y nada más que son las once y media! Ha viajado en el último vuelo de la noche en lugar del primero de la mañana. Por favor, recoge toda tu ropa y escóndete en el vestidor. Es esa puerta. Métete detrás de los trajes de fiesta.
Omar hizo lo que le indicaba, contento, al menos, por no tener que arriesgarse como un funambulista de balcón en balcón. Tras cerrar con cuidado la puerta del vestidor y sin encender la luz por si se veía por la rendija de abajo, encontró a tientas el lugar señalado por Silvia; apartó los largos vestidos, detrás de los cuales había cimeros muy altos de cajas redondas, como de sombreros. Dio con un hueco entre los cimeros, y allí se colocó. Con cuidado, fue poniéndose la ropa. ¿Y ahora, qué? ¿Cuándo podría salir de ese lugar? El Cañita iba a ponerse muy, muy nervioso.
-Hola, querida -oyó con claridad que saludaba el marqués.
-¿Cómo ha ido la partida?
-Excelente. Por la mañana, iba perdiendo, pero esta tarde lo he recuperado todo y he ganado catorce mil dólares. Por eso me he retirado antes, para no arriesgarme a que cambiara mi suerte. Tendrías que haber visto la ira de lord Ferdinand, mucho peor que en aquella partida de Saint Thomas, ¿recuerdas?, cuando el director de cine italiano le ganó veinte mil dólares. Me amenazó con retarme en duelo por retirarme antes del final. ¿Te alegra que haya venido sin esperar a mañana?
-Desde luego.
-La buena suerte me ha puesto cachondo. ¿Te apetece?
-Si te apetece a ti... celebrémoslo.
Omar escuchó durante unos quince minutos el crujido del somier y algunas palabras que, como eran pronunciadas tan bajo, no entendió. Pasado ese tiempo, sí volvió a entender con claridad el diálogo:
-No te preocupes, querido -dijo Silvia.
-Tiene que funcionar, Silvia. Estoy muy cachondo.
-No te esfuerces tanto; dicen que es peor.
-Pero yo quiero poseerte sin falta esta noche.
-¿Quieres que haga... otra cosa?
-¡Cochinadas, no! -exclamó el marqués-. Nosotros somos personas de orden. Y, además, ¿quién te ha hablado a ti de esas indecencias?
-Ya sabes... las amigas lo mencionan con frecuencia.
-¡No quiero que tengas esa clase de amigas!
-Sí, Alberto. Lo que tú digas.
-Voy a descansar un poco, a ver si así...
Ya vestido, Omar se deslizó por la pared para quedar sentado en el suelo. Le venció el sueño.


XXXII – Divisa

Tras marcharse Omar, el Cañita cogió el dibujo con los torpes trazos que reproducían el escudo pintado en el coche y llamó por teléfono a su amigo Gerardo Macías, gran entendido en heráldica. Tras los saludos, se lo describió.
-Es el escudo de la casa ducal de Encinas-Alborán -dijo Macías-. ¿Cómo era la mujer?
-Yo iba conduciendo, Gerardo, y no pude fijarme muy bien. Sé que era joven, menos de treinta años y, según me dijo el niño, muy guapa, con el pelo medio rubio.
-¡La duquesa!
-¿Duquesa, tan joven?
-Los duques murieron en un accidente de avión hace dos años, ¿no te acuerdas? Ella era la única hija. Es un pájaro de cuidado. El último número de la revista "Semana" trae un reportaje en exclusiva sobre ella.
-¿Hay donde comprarlo a estas horas?
-Sí. Por ahí cerca, a dos manzanas del hotel, encontrarás un negocio que se llama "Vips". Pregunta a los empleados en recepción. Tienes tiempo, cierran muy tarde.
Bajó en busca de la revista. La abrió todavía sin salir del local. Comprendió inmediatamente por qué a Omarito le había llamado la atención: Era una joven del mismo tipo que Marisa, la muchacha vallisoletana. Volvió a la habitación, colocó un sofá pegado a la cama de Omar, para, si se quedaba dormido, despertar cuando el novillero llegase. Dio una nueva ojeada a las fotos y leyó el reportaje. Era lógico que le hubiera hecho señas al niño aun estando al lado del que, según lo que leía, debía de ser su nuevo marido, el tercero, porque la duquesa tenía una biografía sorprendente de aventuras amorosas aliñadas con escándalos. La prensa la había relacionado con una cantidad increíble de celebridades, la había perseguido y obtenido comprometedoras fotos suyas, acompañada por vigorosos deportistas y artistas, en el Pacífico Sur y en el Caribe. Se había divorciado dos veces y, ahora, el redactor de la revista se preguntaba cuánto iba a durar el tercer matrimonio. Tenía tan sólo veintisiete años.
El Cañita sonrió, retrepádose en el sofá. Si el gesto que le había hecho a Omarito significaba lo que suponía, que se fijara en el escudo para descubrir quién era y que tratara de localizarla, el asunto podía ser muy interesante. Últimamente, algunos toreros, como Javier Conde y Jesulín, salían mucho en las revistas del corazón y eso tenía por fuerza que favorecer sus carreras, porque los verdaderos aficionados no bastan para llenar las plazas y es necesario atraer al público en general. Caviló un buen rato, mirando la película de la televisión sin conseguir abstraerse en ella. El azar le ponía una oportunidad excelente en las manos y no iba a desaprovecharla. Ayudaría al niño, por mediación de Gerardo Macías, a entrar en contacto con la duquesa y encontraría el modo de que la prensa del corazón se hiciera eco del encuentro. Omar Candela estaba preparado, insensiblemente había dejado de correr delante de los toros, progresaba todas las semanas en la efectividad de sus estocadas y ponía las banderillas como nadie; había llegado la hora de convertirlo en una figura.
Miró el reloj, iban a dar las dos y le había ordenado que regresara a la una y media. Volvía a no hacerle caso, a pesar de lo bien que se había comportado las últimas semanas. "Claro -pensó mientras apretaba los labios en un rictus-, ya va para figura. En cuanto tenga dos tardes más como la de Albacete, quién sabe si no va a darme la patá en el culo". Tal era el riesgo de todo apoderado que ponía los cinco sentidos y su hacienda al servicio de un joven, insuficientemente formado, al que sacaba de pozo y del anonimato para llevarlo a la gloria: Que tales jóvenes no tenían madurez ni grandeza personal suficiente para valorar el esfuerzo, los desvelos, los sufrimientos ni los gastos y, a las primeras de cambio, se liberaban del que, por la conveniencia de su carrera, lo sometía a la disciplina que era el único medio de alcanzar el ansiado triunfo. El día menos pensado, Omarito iba a sentirse lo bastante poderoso para no encontrarse cómodo con la disciplina, convertiría el respeto en rencor y le buscaría las cosquillas para que se produjese un enfado y poder así, sin mala conciencia, expulsarlo de su lado. Bueno, ese riesgo existía, estaba seguro de que era más que probable, pero, de todos modos, él iba a ayudarle a brillar. No sólo por el propio Omar, sino porque se trataba de un reto personal, la necesidad de confirmar que la intución que tuviera en aquella capea donde lo conoció quedaba demostrada por los hechos.






























XXXIII - Suerte de matar

El sueño de Omar Candela seguía una mecánica invariable. Se dormía como si lo desconectaran de un enchufe de energía y, en cuanto lo hacía, comenzaba a soñar con sexo, con don Juan Tenorio, con don Juan Tenorio y con sexo.
Como la sesión con Silvia no había llegado hasta donde debía llegar, o sea, una jugada mínima de un trío, ella surgió en el sueño, desnuda, por supuesto, contoneándose y agitando los pechos entre las palmas de sus manos. Omar trempó de inmediato y todo él era pene, un cilindro inmenso capaz de recibir placer por todos los ángulos y en todos los recovecos. La penetró, bombeó codiciosamente y, en una de las embestidas, perdió el precario equilibrio que mantenía, sentado en el suelo y dormido con la espalda apoyada en la pared. Al ladearse, tumbó el cimero de cajas de sombreros junto al que se encontraba encajado su hombro derecho, cajas que cayeron con estrépito, que fue acompañado por su exclamación:
-¡Joé!
En el mismo instante, se sintió horrorizado, porque, en seguida, oyó los rápidos pasos descalzos del marqués sobre la alfombra, un cajón que era registrado, la puerta del vestidor que se abría y el interruptor de la luz que se accionaba. Se apartaron los vestidos que lo cubrían, bajo los que asomaban sus piernas extendidas en el suelo, y dijo el marqués:
-¡Perdición!
Le estaba apuntando con un revólver que le pareció una mariconada, una cosa brillante con incrustaciones de nácar, a pesar de lo cual no resultaba nada inofensivo. Omar supo que corría grave peligro.
-¡Mala mujer! -masculló el marqués con la cara vuelta hacia el dormitorio-. Vístete ahora mismo, desgraciada.
Sentado en el suelo sin moverse, con el cañón del arma a diez centímetros de la cara y, a su pesar, temblando ligeramente, Omar oyó los rumores que producía Silvia mientras se vestía.
-¡Date prisa, acaba de una vez -urgió el marqués- o mato aquí mismo a este delincuente y nos pudriremos en la cárcel los dos!
Silvia acabó de calzarse los zapatos y se oyeron sus pasos acercarse.
-Alberto, deja que te explique.
-¿Explicarme, el qué? Ja, ja. ¿Es que éste es tu ángel de la guarda? ¡Mala pécora, diabólica pelandusca, te vas a quemar en el infierno! Ese vestido, no. Ponte éste, que se note que eres una mujer pública en el nivel más bajo de la degradación.
El marqués dio un tirón de un traje de noche de gasa negra bordado con lentejuelas y cuentas de cristal, que Silvia, tras despojarse del atuendo sencillo con que había recibido dos horas antes al novillero, se enfundó allí mismo, parsimoniosa como si quisiera dar tiempo a que ocurriera un milagro improbable. Una vez terminada de vestir, el marqués, que todavía estaba en calzoncillos, bajo cuyas perneras asomaban unos miembros blanquecinos como palillos de dientes, los encerró a los dos con llave en el vestidor. En el espejo situado frente a él, Omar notó que tenía la cara blanca como el papel, la misma lividez que debía de padecer cuando, antaño, huía aterrorizado de los toros. Silvia estaba llorando, pero sin aspavientos ni gemidos, con sólo los ojos humedecidos, bella como una Dolorosa de Mena.
-¿Qué puedo hacer yo, Silvia?
-Nada -respondió ella, muy bajo, mientras giraba el índice apoyado sobre su sien-. Mi marido no rige demasiado bien, ¿sabes? Estamos en un peligro terrible si no se me ocurre cómo salir del atolladero.
-¿Qué podría hacer yo?
-No tomes iniciativas. Déjame hacer a mí.
-¿Este sitio no tiene otra salida?
Ella negó con la cabeza y expresión de concentración extrema. Volvió a ser accionada la llave. Ya vestido, el marqués abrió la puerta.
-¡Salid, miserables! -dijo, apuntándoles a los dos.
Ahora portaba un revólver en cada mano.
-¿Qué vas a hacer, Alberto? -murmuró Silvia y a Omar le sorprendió la serenidad de su tono contenido.
-Lavar la afrenta con vuestra propia sangre -la pose forzadamente altanera del marqués le recordaba a Omar a un actor que hacía tiempo viera por televisión, interpretando a un personaje estrambótico que le parecía que se llamaba don Mendo-. Pero tendrás que pagar por anticipado, y con escarnio, la humillación pública que yo padeceré el resto de mi vida.
Encañonados por la espalda, fueron conducidos a través de la abigarrada decoración de las habitaciones, el pasillo, los dos salones y el vestíbulo, mientras Omar calculaba si podría coger una de las figuras de bronce, un candelabro o una lámpara y golpear al marqués antes de que éste tuviera tiempo de apretar el gatillo del arma cuyo cañón sentía apoyado en su omoplato izquierdo. No tendría posibilidad; había escuchado cómo cargaba ambas armas antes de encañonarles. Bajaron en el ascensor hasta el portal; a través del espejo lleno de adornos esmerilados, el novillero observó que el rostro del marido de Silvia padecía un conjunto de tics: la ceja derecha se movía arriba y abajo como si fuera la de un muñeco de ventrílocuo, las aletas de la nariz se dilataban como las de un asmático y el labio inferior se descolgaba en palpitaciones por la comisura izquierda, de donde brotaba un hilillo de baba. En vez de salir a la calle, el marqués les empujó hacia el interior del edificio. Por una puerta lateral, salieron a una especie de patio, donde había cinco coches estacionados.
-Toma -le lanzó la llave a Silvia-, conduce tú y no hagas nada raro, porque sigo encañonando a tu amante.
Mandó a Omar que abriera las dos puertas de la derecha y lo obligó a acomodarse en el asiento del copiloto mientras que él, sin dejar de apuntarles nuevamente a los dos, se sentó en el posterior.
-¿Dónde vamos? -preguntó ella.
-Ya veremos. Tú, conduce hasta que se me ocurra algo.
Omar no tenía buen ojo para reconocer las marcas de coches, sólo constató que se trataba de un vehículo muy grande y muy lujoso, aunque un poco antiguo, de cuyo equipamiento no tenía ni idea. Tanteó por si encontraba el resorte que tumbara el asiento hacia atrás, a ver si haciéndolo violentamente encontraba el modo de sorprender al marqués, pero no halló palanca ninguna que estuviera a su alcance sin encorvarse ni mover los hombros. Sentíase tan alerta como cuando intentaba en el ruedo calibrar las condiciones e intenciones del toro según las enseñanzas del Cañita, pero del cornúpeta sentado detrás sólo podía deducir las intenciones, no las condiciones que no consistieran en sucapacidad de apretar ambos gatillos en cuanto le diera la gana. El coche manejado por Silvia traspuso la puerta del patio, que se abrió por sí misma sin entender el novillero cómo lo había hecho, y enfiló calle abajo. Ella preguntó:
-¿Hacia dónde conduzco?
-Hacia el centro. Ya veremos. Déjame pensar, que estoy muy confuso, caray. No todos los días descubre uno que es víctima de la más depravada de las felonías.
-Alberto... si me hubieras dado el divorcio cuando te lo pedí...
-¡De ningún modo! -la interrumpió el marqués con vehemencia-. El divorcio es una monstruosa perversión judeocomunista. ¡Jamás tendrás el divorcio!, ¿me oyes?
El novillero sentía el acero apoyado en su cogote. Tenía que haber un modo de librarse, encontrar la ocasión de reaccionar, pero, para ello, debía sentirse seguro de que a ella no iba a ocurrirle nada.
El coche hizo, al revés, el mismo recorrido que realizara tres horas antes el taxi que le llevó ante la puerta de Silvia. La plaza con la estatua a caballo, el ancho paseo de árboles, otra plaza con fuentes luminosas y pedruscos y, más abajo, aquel monumento que era el único que conocía por su nombre: La Cibeles, pasado el cual Silvia volvió a preguntar:
-¿Sigo por el paseo del Prado?
-Sí, malaga mujer; conduce hasta el final, sube la calle Atocha y entra en el aparcamiento de la plaza de Benavente.
Al llegar a la plaza, Silvia giró a la derecha y paró un instante antes de emprender el descenso de la rampa, lo que a Omar le pareció que hacía para darle tiempo a comunicar por señas la situación a un peatón y pedir ayuda, pero ninguno estaba lo bastante cerca. Omar no se atrevía ni a torcer levemente el cuello, poque sabía que ese gesto sería una provocación para el desquiciado que le amenazaba. Una vez estacionado el coche en el segundo piso del subterráneo, el marqués salió de un salto y encañonó a Omar por la ventanilla.
-Salid y no os hagáis los tunantes. Voy a guardar las pistolas y vosotros caminaréis delante de mí. Pero al primero de los dos que intente correr o volverse hacia mí, le disparo.
Les indicó una calle en cuesta; Omar se admiró de que los viandante no advirtieran lo insólito del grupo que formaban, hombro con hombro con Silvia y el marqués pegado a las espaldas de ambos para que las armas no resultasen visibles. Cruzaron una plaza con árboles; atravesaron un par de calles estrechas y, por fin, dijo el marqués:
-Vamos a entrar aquí.
Se trataba de una taberna muy bulliciosa. Sobre el rumor del gentío, se oía música flamenca. El marqués se pegó aún más a las espaldas de ambos, cogió un pellizco de la ropa de cada uno y los empujó por una escalera que descendía hacia una cava, que también estaba abarrotada.
-Vaya, está aquí la mayor parte de mis amigos -dijo el marqués-. ¡Estupendo! No tenéis escapatoria.
Distraído por un instante de la tensión causada por el helor del acero apoyado en su espina dorsal, Omar examinó la extraña mezcolanza del gentío. Había varias personas vestidas de un modo aristocrático, pero la mayoría eran artistas gitanos y muchos tenían guitarras en las manos o apoyadas al lado de sus asientos. Algunas de las personas elegantes saludaron con alegría a la pareja, entre aspavientos, y muchos de los gitanos inclinaron la cabeza y llamaron al marido de Silvia por el título, deseándole que se divirtiera.
-Oidme, pecadores -dijo el marqués cerca de los oídos de ambos-. Nos vamos a sentar en aquel rincón, pero no olvidéis en ningún momento que puedo sacar uno o los dos revólveres en un segundo. Y no me importa nada, que estoy muy loco... ¡diantres!
El novillero reconoció a unos de sus ídolos, el cantaor Enrique Morente, lo que le produjo una sensación extraña de sorpresa, porque creía imposible acercarse a esa clase de personajes, como si vivieran en un compartimento de la gloria. Cerca de él, cantaba una muchacha joven, que entonaba bien unos abandolaos, aunque muy pocos le prestaban atención.
El marqués encargó al camarero una botella de champán.
-Prefiero coñac -dijo Silvia.
-Tú beberás lo que yo ordene, pecadora ignominiosa.
A Omar comenzaba a aburrirle más que angustiarle la situación, aunque el marqués parecía resuelto a asesinarles a los dos. Además de hablar como si fuera un libro antiguo, el sujeto estaba para que lo ataran, pero, por eso mismo, debía tener mucho tacto. Sin convicción, farfulló:
-Escuche, señor marqués, no es lo que usted se piensa. Yo entré a robar y, cuando vi aquí a su señora entrar en el cuarto, po me escondí,
-¡Ahora te has creído que soy lunático! ¿A robar, tú? Sé bien quién eres, Omar Candela, te vi torear en Palencia y te he visto esta mañana fotografiado en "El País", en la edición de París. ¡A robar!
Junto con la sorpresa por haber salido también en un periódico de París, comprendió que no tenía escapatoria con esa clase de mentiras. Sintió no haber leído más, tal como el Cañita le aconsejaba a todas horas para aprender a expresarse mejor, ya que la lectura debía de ser un buen estímulo para desarrollar la imaginación. Maldijo sus limitaciones, que le hacían sentir inerme ante un sujeto que, aunque evidentemente loco, le superaba en verborrea. De repente, las palabras le parecían un arma más poderosa que el estoque, un arma que no había tenido el buen sentido de aprender a usar. ¿Qué otra cosa podía inventar? La gente miraba mucho hacia ellos, probablemente admirada por la vestimenta de Silvia, un traje muy escotado por la espalda y con sólo dos delgados tirantes, como hilos, por delante, un modelo muy vaporoso y lleno de transparencias bajo el bordado que ceñía la cintura y las caderas. Se trataba de un atuendo demasiado insólito para llevarlo en ese local, sobre todo siendo lunes, cuando no se solían celebrar importantes recepciones que pudieran hacer creer que habían pasado a escuchar flamenco, aleatoriamente, de vuelta de una de sus fiestas de la alta sociedad. El famoso guitarrista Pepe Habichuela estaba al lado de Morente. Cuando comenzó a rasguear la sonanta, el barullo descendió hasta extinguirse y como por ensalmo, se produjo una especie de rapto general, todos atentos a los sones prodigiosos. A Omar, que apenas entendía del arte del toque, le emocionaba el flamenco de manera visceral, pero no era capaz de gozar con la música perfecta que escuchaba porque sentía un nudo insoportable de rabia en el pecho y en el estómago. Sentía furor hacia sí mismo, maldecía sus limitaciones, su incapacidad de maquinar el modo de salir cuanto antes del problema.
Tomó con repugnancia un sorbo de champán, mientras buscaba con los ojos la mirada de Silvia a ver si le transmitía algún mensaje, pero ella permaneció mirando en otra dirección. Incómodo, se rebulló un poco en el taburete y volvió la cabeza hacia el marqués cuando escuchó:
-Permanece quieto como un cadáver, que es lo que vas a ser enseguida.
Acallados los aplausos con que premiaron a Habichuela, un joven con el pelo muy largo cogió una guitarra y llamó a voces a otras tres personas:
-Venid aquí. Vamos a ponerle candela a la reunión.
Uno de los que se cambiaron de lugar, un hombre de más de treinta años con el pelo a modo de rastafari, cogió una especie de cajón y se sentó encima. El segundo, tomó la guitarra de las manos del que los había llamado y la tercera, una muchacha joven muy guapa, se plantó de pie frente a ellos. El que los había convocado, comenzó a cantar por bulerías. Le siguieron los compases de la guitarra y el tamborileo del cajón. Al instante, la mitad de los ocupantes de la cava arrancaron por palmas, con un ritmo tan conjuntado que parecían pasarse la vida ensayando. La joven que estaba de pie comenzó a bailar. Lo hacía de un modo que a Omar le parecía muy lascivo a pesar de que la expresión femenina era, más bien, festiva; en contradicción con lo que traslucía su cara, el movimiento pendular de las caderas y los empujones con la pelvis los encontraba muy excitantes. En un par de ocasiones, la bailaora tendió las manos con actitud de homenaje y reconocimiento hacia el marqués, de quien se apreciaba que estaba disfrutando mucho, aunque sonriera como un borracho a pesar de que tanto Silvia como Omar sabían que no se encontraba ebrio y que el labio descolgado por la comisura izquierda y el reguero de baba eran el resultado de la insania natural del personaje, personaje en un sentido teatral, ya que al novillero no le parecía un hombre como los demás, sino igual a los que había visto representar "Don Juan Tenorio".
-Después, vas a bailar tú, pecadora -murmuró el marqués-. Tendrás que hacerlo moviendo el culo y levantándote más la falda que ésa, para que todos vean el pedazo de putón sidoso que eres.
-Sabes que no sé bailar, Alberto.
A Omar le sorprendía el tono sereno de Silvia, que era el mismo que empleaba habitualmente, como si en vez de estar a punto de morir se encontrara en un té social.
-Pero bailarás o te mato ahora mismo, pendón venéreo. Eres la deshonra de la casa de Benaljarafe y ya no me importa nada, repugnante escupitajo del diablo.
Los insultos estaban exasperando a Omar mucho más que la amenaza. Con un destello de ironía en su ánimo convulsionado por la necesidad apremiante de encontrar una salida, se decía que el tipo debería limitarse a embestir con los cuernos. Antes de acabar el baile la muchacha, una mujer algo mayor salió y casi la empujó para ocupar su lugar. Era muy graciosa, casi cómica en sus desplantes y evoluciones.
-Después, bailarás tú, pedazo de mierda de zorra sarnosa.
-Alberto... baja la voz.
-Lo voy a gritar, podrida meretriz, lo voy a gritar para que sepan la clase de monstruo infecciosoo que he albergado durante seis años en mis lares.
El novillero tenía los puños apretados, en tensión. No solía dejarse ganar por el furor, pero estaba llegando al límite. Pensó en los revólveres, tan accesibles en los bolsillos internos de la chaqueta, y aflojó las manos.
Salieron dos muchachos jóvenes a bailar, flanqueando a la mujer. El ritmo de las bulerías se hizo más trepidante y la voz que sobrenadaba las palmas se convirtió en un agudo casi lírico, un lamento con visos de voz telúrica. Se retiró la mujer y los dos jóvenes quedaron solos en medio de la cava, bajo la aureola mágica de aquel sostenido sobrenatural. Se movían como gimnastas, zapateando al compás sin desentonar ni en un golpe. Omar supuso que serían artistas que actuaban juntos en los escenarios. Eran formidables a pesar de su juventud. El sótano vibraba. Alguna clase de duende se había apoderado de todos ellos, a excepción del marqués, cuya comisura labial izquierda parecían a punto de rasgarse.
-Ahora, cortesana de Satanás, antes de que terminen, sal a bailar entre los dos y te quedas como Lady Godiva. Quiero que te desnudes como la más desgradada de las strippers de pornoshop de tragamonedas a cien pesetas la hora; arrodillándote en el suelo y abriéndote de piernas para que todos contemplen tu caverna purulenta. Entonces, proclamaré la clase de adúltera demoníaca que eres, aliento fétido del infierno.
-Es imposible, Alberto. Si quieres, me desnudo, pero no sé bailar. Será menos ridículo desnudarme que moverme como una estúpida.
-¡Estúpida! Lo que eres es una pervertida, pústula sifilítica..
Los puños de Omar se tensaban y no era capaz de aflojarlos.
-Hala, bruja endemoniada, sal ahí, mueve el culo como una meretriz y enséñale al mundo el coño deshonroso que tienes, envilecido de basura pútrida del averno.
No pudo contener más los puños. Omar creyó que eran independientes, que no le pertenecían, mientras se alzaban al unísoo y batían al mismo tiempo contra los pómulos del marqués. Tras comprender que sí, que lo había hecho él, se puso de pie, cogió al marido de Silvia por las solapas hasta tenerlo suspendido en vilo, zarandeándolo en el aire. La música había cesado, todos estaban imóviles, el silencio se había vuelto mortal. El furor del joven se escapó de su pecho con un despectivo empujón del cuerpo que mantenía alzado, para tirarlo al suelo. Se lanzó sobre él, se puso a horcajadas sobre su cintura y proyectó contra la nariz un golpe tras el que se fue toda la tensión acumulada como en un resorte. En el mismo instante, y sin llegar a oír la detonación, sintió que algo le quemaba el hombro izquierdo.











XXXIV - Mulillas

El sonido del timbre del teléfono despertó al Cañita, que observó, con los labios apretados en una mueca, que la luz diurna entraba a raudales por la ventana; había pasado toda la noche en el sofá y el niño no había vuelto, dado que la cama estaba sin deshacer. Vaya mamarracho, menudo inconsciente; cuando tenía que prepararse con seriedad y rigor para afrontar su primera semana con tres novilladas, volvía a las andadas de niño caprichoso. El timbre no paraba de sonar y acabó de despertarle del todo. Alarmado, se frotó los ojos con las manos y alzó el auricular.
-¿Quién es?
-¿Don Manuel Rodríguez?- tras el asentimiento, continuó la voz: -Buenos días, señor. Le llamo de conserjería. Creo que debería bajar a recepción en seguida.
-¿Qué hora es?
-Las ocho y media de la mañana.
-Bajo inmediatamente.
Se refrescó los ojos con la punta humedecida de una toalla, se alisó el pelo con las manos mojadas, se recompuso la ropa, arrugada por haber dormido en el sofá, y bajó presuroso.
-¿Qué pasa?
-Vea -dijo amablemente el conserje, señalando varios periódicos extendidos sobre el mostrador.
En todas las primeras planas estaba la foto de Omar, desvanecido, y en un recuadro, más pequeña, la cara del marido de la marquesa. El titular que leyó en estado de hipnosis, decía: "Famoso novillero asesinado por un marqués celoso". Por una extraña pirueta del pensamiento, su mente resaltó más la palabra "famoso" que "asesinado". Famoso por un día. El éxito de Albacete había obtenido eco en las noticias taurinas de todos los periódicos del país. Un día... ¡y ya muerto! Se echó a llorar con desconsuelo; más fuerte que los sinsabores, más importante que la ruina económica que había rondado su cuenta corriente durante un año, era el cariño que sentía por Omar, como un hijo, como un maravilloso proyecto de vida en el que tenía la responsabilidad de colaborar, y ese proyecto se había truncado al encontrarse el juvenil pecho en la trayectoria de un proyectil disparado por una mano poderosa que, probablemente, ni siquiera recibiría castigo. El llanto le atragantaba, sentía el esófago a punto de romperse porque dudaba que alguna vez hubiera demostrado de veras al chiquillo lo mucho que lo quería. Ahora, ya no tendría ocasión de demostrárselo. El conserje carraspeó.
-Señor Rodríguez, por favor, lea los otros titulares.
Los demás periódicos titulaban "novillero agredido", "novillero herido", "marqués dispara contra famoso novillero". Sólo uno hablaba de muerte. El Cañita recorrió con el dedo el texto de uno de ellos, a ver si decía a qué hospital lo habían llevado. Encontró el nombre, salió disparado hacia la calle, con el corazón lanzado a galope entre punzadas, y tomó un taxi, a cuyo conductor explicó en pocas palabras la razón por la que tenía que darse "toda la prisa del mundo". El taxista dijo:
-¿Usted es el apoderado de Omar Candela?, pues vamos a romper las calles de Madrid zumbando... ¡porque ese chaval tenía más huevos que Avidesa! Cuadrados los tenía el angelito, y toreaba como Dios.
-¡Cuidado! -alertó el Cañita, creyendo que estaban a punto de chocar con otro vehículo.
-No se preocupe usté, joder, que uno es un profesional. Mire usted, cuando escuché esta madrugada que Omar Candela estaba muriéndose, tuve que parar el taxi porque las lágrimas me nublaron la vista. Todos mis amigos aficionados a los toros estaban convecidos de que el domingo, en Albacete, había surgido un nuevo Manolete. ¡Qué cabronada que hayan tenido que aparecer en su vida esa mala mujer y ese cornudo de mierda!, con lo cerca que estaba de la gloria.
El taxista usaba el pasado para referirse al niño. Los taxistas son las personas mejor informadas del mundo, se dijo el Cañita; seguramente la radio había dado ya la noticia que era incapaz de creer. Se recrudeció su llanto. ¡Cuánto pudo haberle dado y no había tenido tiempo! Demasiado serio y disciplinado había sido el muchacho, sobre todo los últimos meses, y él no se había apeado de la severidad y rigidez con que trataba de conducirlo en pos del triunfo. Ahora, se había malogrado para siempre la oportunidad de que el chico tuviera constancia de su afecto mediante el gesto de aflojar un poco las riendas, lo que tendría que haber hecho hacía ya varias semanas, meses tal vez. Pobre Omar, qué poco había disfrutado en realidad de la vida.
-Éste es el hospital -informó el taxista, frenando en seco.
El Cañita echó mano al bolsillo, en busca de la cartera.
-Ni se le ocurra -dijo el taxista, rotundo-. A mí no me debe usted ni un duro. Ha sido un honor que viaje en mi taxi quien conoció en vida a ese fenómeno.
Estas palabras produjeron una nueva catarata de llanto mientras el Cañita subía la escalinata a trompicones, sin resuello. Entró en el hospital a la carrera; preguntó a gritos la habitación donde habían encamado a Omar Candela, se lo indicaron y volvió correr pasillo adelante, tomó el ascensor entre juramentos por la tardanza con que se desplazaba y corrió de nuevo por otro pasillo; miraba los números de las habitaciones con los ojos desencajados. Entró dando un violento empujón a la puerta y encontró la cama vacía, perfectamente ordenada, sin señales de que nadie la ocupase. ¡Había muerto! Sintió un dolor muy agudo en el pecho, el hombro, el brazo izquierdo y las muñecas, y se desvaneció en el suelo.
















XXXV – Rejones negros

-¿Isabel? -preguntó la madre de Marisa al auricular.
-Sí, soy yo -respondió la funcionaria a su hermana, mientras recorría el despacho con la mirada, forzando la imaginación.
Sabía a qué se debía la llamada, pero no se le ocurría qué hacer para contrarrestar lo que su sobrina estaría sintiendo.
-Marisa está fuera de sí, Isabel. No comprendo por qué le ha afectado tanto la noticia y no sé qué hacer. Lleva hora y media echada en la cama, sin llorar ni decir nada, como cataléptica. Quieta como un cadáver y con una expresión que me da miedo.
-Tampoco yo sé qué hacer, Caty. Llevo un buen rato llamando al apoderado del chico, pero no responde al móvil.
-Yo no sabía que mi hija estuviera tan... interesada por ese muchacho.
-¿No la conoces de sobra? Ella es una de las personas más reservadas que conozco, como si tuviera la experiencia de una mujer de cuarenta de años que está de vuelta de todo. Al principio, cuando conocimos a Omar en el tren, se empeñó en hacerme creer no sólo que no le gustaba, sino que le parecía insoportable. Luego, cuando lo vimos torear en Vélez Málaga, observé con cuánto tesón trataba de no exaltarse con las aclamaciones que tronaban en la plaza ni exteriorizar el menor entusiasmo. Después vino lo de Palencia, y ahí se puso un poco en evidencia, porque no pudo evitar que se notara lo mucho que le afectó un comentario sobre las andanzas galantes del chico; ese día fue cuando me convencí de que le gustaba más de lo que había sospechado y que trataba no sólo de disimularlo, sino de que no progresara el sentimiento. Por último, cuando fuimos a verlo en Colmenar Viejo, estuvo todo el tiempo como una esfinge, a pesar de las zalamerías de la madre de Omar y de que el novillero no trató en ningún momento de disimular lo mucho que ella le atraía. Ayer, le pregunté si quería que fuésemos a verlo torear en Aranjuez y ¿sabes lo que respondió?, que ella no tenía por qué llevar la vela si yo quería enamorar al apoderado. Tu hija es así, Caty, pero tú y yo sabemos lo que todas esas actitudes significan en realidad. Marisa trataba de no ilusionarse con alguien que, de aquí a nada, podría haber resultado inalcanzable, alguien que de no corresponderle podía hacerle mucho daño. Lo cierto es que estaba enamorada.
-¿Has confirmado si ha muerto de verdad? Lo que la radio ha dicho es que "parecía que estaba a punto de morir".
-Te repito que el apoderado no responde el teléfono.
-No sé qué hacer para sacar a Marisa del trance. ¿Crees que debería llamar al médico?
-Espera un poco. Voy a seguir llamando a Manolo...
-¿Quién es Manolo?
-El apoderado de Omar. Si me confirma que ha muerto, entonces tendremos que darle a Marisa un antidepresivo y procurar distraerla. No sé qué más decirte.




















XXXVI – Pañuelos blancos

Carmen dio un grito y se desmayó. Tenía la berza en el fuego, que siguió hirviendo hasta consumirse el caldo mientras la radio continuaba sonando. Cuando el guiso carbonizado inundó la casa de humo y éste comenzó a brotar por las ventanas, acudieron las vecinas de las casas más cercanas cargando baldes de agua bajo la creencia de que se había producido un incendio. Encontraron a Carmen despatarrada en el suelo, inconsciente.
-Ve a avisar a su hermana Maruja-ordenó una de ellas a su hija.
La madre de Tomás irrumpió en la cocina cinco minutos más tarde. Llegó enjugándose todavía las manos en el delantal.
-¡Carmen! -gritó Maruja, zarandeando a su hermana por los hombros.
Con el rostro contraído por una mueca de dolor, la madre de Omar no volvía en sí.
-¿Qué ha pasao? -preguntó Maruja a la vecina que había mandado a buscarla.
-¿No te has enterao?
-¿De qué?
-Tu sobrino, que ha dicho la radio que lo han matao de un tiro.
Maruja soltó un grito, que hizo que abriera los ojos Carmen, quien, a continuación, presa de convulsiones y con la garganta rota por los alaridos, fue alzada en volandas y llevada por cuatro vecinas hasta un sofá.
-¡Mi niño! -lloró Carmen con desconsuelo
-Ahora que ya había llegao... -lamentó una de las vecinas-, con la que armó el domingo en Albacete...
Alertado por el clamor que avanzaba a galope por el pueblo, y que ya había alcanzado las tabernas de la plaza, llegó Tomás, que se lanzó sobre el pecho de su tía sacudido por el llanto. El joven no era capaz de pronunciar una palabra de consuelo, porque su propio desconsuelo le atenazaba el esófago. Omar había sido siempre como un hermano, el amigo de toda su vida y, últimamente, la expresión cercana de la materialización de un sueño: que alguien de su propia sangre consiguiera la gloria. Había estado al alcance su mano y el pobre Omar no había tenido siquiera tiempo de disfrutar un poquillo el fruto de tantos sacrificios, porque llevaba más de un año privándose de casi todo, apartado de él y los compañeros de travesuras y juergas, sin comerse un pimiento y metido poco menos que a cura. ¿Por qué coño tenía que ser la vida tan cruel? Recordó con ternura la escena del río, cuando con su preocupación por las medidas corporales su primo sacó a flote la obsesión de ser un muchacho como cualquiera, cosa que llevaba un pilón de meses esforzándose por conseguir, ya que jamás había tratado a los amigos de siempre con altanería a pesar de salir en los periódicos y hablar por la radio, y a pesar también de que todo el mundo en el pueblo no paraba de adularle. La vida era muy hijaputa.
-Pero... ¿estáis seguras de que ha muerto de verdad? -preguntó finalmente Tomás, haciéndose oír sobre los gemidos y el alboroto.
-Es lo que ha dicho la radio.
-¡Joé! Tós los días da la radio noticias más falsas que los duros de tres pesetas, noticias que luego van y desmienten por las buenas -afirmó la madre de Tomás y añadió en dirección a su hermana-: ¿Has llamao al patrón?
-No, todavía no he tenío tiempo. Coge el número, lo tengo anotao en un papelillo que está al lao del televisor.
Tomás marcó el número varias veces, sin obtener respuesta.
-Ha venío el alcalde -informó Maruja a su hermana-. ¿Quieres que entre?
Sin esperar la invitación, el primer edil de Cártama irrumpió en la sala y se abrazó a Carmen.
-Estábamos la mar de orgullosos de Omar -informó-. Ahora mismo convoco un pleno extraordinario pa otorgarle una medalla a título póstumo. Además, buscaremos el mejor sitio del cementerio pa que nadie pueda dejar de ver su tumba.
El llanto de Carmen se convirtió en un torrente. Tomás volvió a marcar el número del móvil del Cañita. No respondió durante la siguiente hora.





XXXVII –Barrera

Un túnel oscuro, lo más tenebroso que uno podía imaginar. Hedor insustancial de muerte que no era percibido por el olfato, sino por toda la piel, como una gelatina helada y etérea. Frío, un frío mortal que se concretaba en carámbanos en el techo, paredes y suelo del túnel, como si éste fuera una geoda. Si el túnel era el que le conducía a la otra vida, Omar tendría que circular pocos pasos por delante, pero ninguna de las siluetas vagorosas se correspondía con la figura pinturera, hercúlea aunque elegante, del novillero que había estado a punto de subir a la cima de la torería. ¿Por qué iba a circular Omar por ese túnel, si habría salido disparado directamente a la gloria? Esa gloria que se le había negado en vida y que nadie merecía tanto como él. Las piernas le pesaban como dos marmolillos, el esfuerzo de alzarlas para avanzar representaba echar cada vez el que le parecía el último resuello. ¿Por qué no veía todavía la luz que, según había leído tantas veces, debía ver al final del túnel? ¿Le conducía al infierno, un infierno que merecía por haber negado al muchacho tantas cosas que podía haberle dado? Sí, tenía que ser eso; el túnel por donde circulaba la última gota de su energía no podía llevarle a la gloria, y por esa razón era imposible que tuviera una última oportunidad de contemplar al muchacho que había querido más que a un hijo, sin habérselo demostrado jamás. Merecía el castigo.
Algo extraño estaba sucediendo. Parecía que, en vez de avanzar, retrocedía por el túnel, aunque la oscuridad sólida hiciera imposible vislumbrar puntos de referencias. No se desplazaba hacia adelante, sino hacia atrás, y algo, muy débil, sonaba a lo lejos. Un zumbido, como una advertencia o una amenaza. El Cañita despertó embutido entre sábanas, en la cama de la misma habitación que ocupara poco antes Omar Candela. Había un médico y una enfermera de pie a un lado y otro de la cama.
-Ya vuelve en sí -escuchó que decían.
El timbre del teléfono que lo había despertado paró abruptamente.
-¿Qué me ha pasao? -preguntó.
-Un pequeño fallo cardíaco. No se preocupe. Se pondrá bien -aseguró el médico-, pero tendrá que tomarse las cosas con algo más de tranquilidad. Tiene usted la tensión bastante descompensada.
-¿Un infarto?
-Le ha faltado poco. Ahora, ¿cómo se siente?
-Bien. ¿Cómo voy a haber tenido un infarto? Déjese de bromas.
-Quien no debe bromear con su salud es usted. Necesita evitar el menor disgusto y vigilar su alimentación.
-¿Tengo que quedarme mucho rato en el hospital?
-¿Rato? Debe permanecer dos o tres días, para que realicemos todas las pruebas y análisis. Voy a administrarle un ansiolítico y trate de calmarse.
-Pero... ¿cómo coño me voy a calmar? Cuanto más me diga que me calme, más me sacará usted de mis casillas. ¿Quién me ha quitao los pantalones? Señorita, por favor, démelos.
La enfermera permaneció inmóvil y cruzó la mirada con el médico. Éste asintió.
-Vístase si quiere, pero será bajo su responsabilidad. Tendrá que firmar este papel.
Estaba ojeando el alta voluntaria, donde se afirmaba que el hospital y los médicos que le atendían quedaban exentos de responsabilidades, cuando el móvil volvió a sonar.
-¿Quiere responder el teléfono? -preguntó la enfermera.
-Sí, démelo.
Manolo Rodríguez pulsó el botón de aceptación de la llamada.
-¿Don Manuel?
-¡Omar!
-¿Dónde se ha metío usted? Estaba acojonao.
-¡Niño! ¿Estás bien?
-Sí, ¿ya se ha enterao usted?
-¿Dónde estás?
-En el hotel. Me he mosqueao al no encontrarlo aquí.
-¿No te ha dicho el conserje que había venido al hospital?
-¿Está usted en el hospital? El conserje no me ha dicho ná. Habrán cambiao el turno a las nueve, y será otro el que me ha dao la llave.
-¡Coño, Omar! ¡Qué disgusto que he pasado! Los periódicos dicen que habías muerto.
-Po soy un muerto con mucha salud. Son unos exageraos, don Manuel. Si ese majareta estaba más ciego que Pepe Leches... Namás que tengo una mijilla quemao el hombro, un rocecillo de ná.
-Entonces, ¿por qué has llegado tan tarde al hotel?
-¡Joé, don Manuel! Después de curarme el médico, los policías me han estao fastidiando media mañana haciéndome preguntas y más preguntas, que cuánto tiempo llevaba poniéndole los cuernos al marqués, que si la marquesa me daba dinero... ¡Qué jartura! Lo llamé al hotel una pila de veces esta madrugá, pero usted no respondió.
El teléfono no había conseguido despertarlo dormido en el sofá; tan rendido estaba con el trajín de tanta conducción y el montón de preparativos de los últimos tres días.
-Bueno, don Manuel, ¿viene usted pacá o qué?
-Estoy en el hospital.
-¿Qué quiere usted decir, que está encamao?
-Ná, niño, no es más que un pequeño... ¿Cómo ha dicho usted?
-Fallo cardiaco -respondió el médico.
-¿Qué hospital? -preguntó Omar ahogado por la urgencia.
Había escuchado el diagnóstico del médico. En cuando el Cañita le dio el nombre, el novillero echó a correr con zancadas desaforadas.
Cuando llegó al centro hospitalario tres cuartos de hora más tarde, encontró al Cañita vestido, con aspecto normal, repeinado, con buena cara y expresión optimista, sentado en el borde de la cama, que no estaba deshecha, como si hiciera ya mucho rato que se había levantado y hubieran venido los auxiliares del hospital a arreglarla. Hablaba por teléfono, mientras escribía con un bolígrafo en una libreta pequeña con el membrete del hospital. Le sonrió radiantemente cuando Omar empujó la puerta.
-... sí, el catorce de julio, en Valencia. Mu bien. ¡Seguro!
-¿Qué tiene usted, don Manuel? -preguntó Omar cuando cortó la comunicación.
Al apoderado le enterneció la alarma que había en los ojos de su pupilo.
-Una tontá, niño, que los médicos son unos alarmistas. Ya tendría que haberme ido hace rato, pero como me dijiste que venías, aquí estoy, esperándote pa salir a celebrarlo.
-¿Celebrar, el qué?
-Que el teléfono no para. Estás arriba, niño, eso es lo que pasa en España cuando un marqués trata de matarlo a uno. Como estás en primera plana de todos los periódicos, y como hiciste lo que hiciste en Albacete, los empresarios piensan que vas a llenar las plazas hasta la bandera. Nos estan saliendo novillás a chorros.
-¿Pero usted está bien, seguro?
Omar había colocado el brazo sobre los hombros del Cañita como si quisiera sostenerlo y transmitirle su vigor juvenil.
-Sí, niño, no seas tan pesao, joé, que eres más pegajoso que la arropía. Venga, vámonos, que nos vamos a encasquetar una mariscá como pa dejar el Cantábrico vacío.

XXXVIII - A hombros

-Al final, ¿de dónde sacaste huevos pa enfrentarte con un fulano que sabías de más que llevaba dos pistolas encima? -preguntó el apoderado, meditando si echarse al coleto otra cigala, porque el médico le había dicho que aumentaba el colesterol.
El novillero terminó de triturar la cabeza de gamba que estaba chupando con fruición antes de responder:
-Me encorajinó, don Manuel; le estaba diciendo a la marquesa unas porquerías tan asquerosas...
-Vaya, ahora resulta que eres un caballero. Po mira lo que tu caballerosidad pudo traernos, que murieras acribillao y yo, con un síncope.
-No me dé usted más sustos así, don Manuel, que me entró una cosa...
-Come, niño.
-Ya estoy harto, don Manuel -dijo el novillero, apartando con negligencia inapetente la enorme bandeja de mariscos, la segunda que consumía, donde sólo había ya grandes montones de cáscaras de cigalas, gambas, bogavantes, mejillones, navajas, percebes, ostras y nécoras, y únicamente quedaba una almeja en su concha, y ello porque no se había dado cuenta-. Mire usted, como el cornúo ése me fastidió la faena y me dejó con la miel en los labios, que pensaba yo si no podría echar otro polvillo esta noche.
-No, Omarito, no puedes. Ahora faltan cuarenta y ocho horas justas pa la novillá de Aranjuez.
Omar compuso una expresión refunfuñada. Comenzaba a dominar los trucos para trajinarse al apoderado.
-No pongas esa cara, Omarito, que no me la pegas. Ya sabes lo que hemos hablado hace una pechá de tiempo: dos días de sequía vaginal. No hagas ná que pueda meternos el malbajío, ahora que tó va tan bien. Si siguen las cosas así, podrías tomar la alternativa esta misma temporá, en la feria de Málaga. Y además, que Isabel va a venir con su sobrina a verte torear en Aranjuez y pasarán las dos el viernes y el sábado con nosotros.
-¡No!
-¡Que sí, niño!
El Cañita sonrió con picardía. El proyecto de transgredir esa noche el acuerdo y el rito se le había quitado a Omar de la cabeza.
-A Marisa le dio un telele cuando escuchó por la radio que la habías diñao; me lo ha contao por teléfono Isabel y... ya sabes tú lo que eso significa; esa chiquilla está por tós tus huesos. ¡Ah, se me olvidaba!; también a tu madre, la pobre, ha estado a punto de darle un síncope; por lo visto, lo que dijo la radio armó tal rebuína en Cártama, que hasta se movilizó el ayuntamiento, y el alcalde quería buscar sitio pa tu sepultura. Fue tu primo Tomás el que me lo contó esta mañana, antes de que llegaras al hospital; si lo hubieras oído, no lo creerías; el chaval se puso a llorar de alegría cuando le dije que estabas bien.
-Tengo que llamar a mi madre.
-No te preocupes. Ya la he tranquilizao yo, porque Tomás me estaba llamando desde tu casa y le pedí que me pasara con ella. Tienes una madre que no te la mereces y debes darle todas las alegrías que puedas. Así, que ahora, a concentrarte en lo que tienes que pensar, o sea, la novillá del jueves en Aranjuez, donde deberías conseguir salir a hombros. Y además, que te tengo preparao un dulce pa el lunes.
-¡El qué! -urgió Omar con impaciencia infantil.
-¿Te acuerdas del coche aquél, cuando entrábamos ayer en Madrid? -el joven asintió-. Pues ya he localizao a la gachí y creo que tienes tós los números de la rifa. Es una duquesa que, por lo que me ha contao mi amigo y por lo que he leído, seguro que te la conquistas, y cuando lo consigas pienso organizar la de no te menees.
-¿Con qué?
-Mira, Omarito, ya has les has hecho favores a una pila de mujeres mucho mayores que tú por las buenas. Ahora, tienes la oportunidad de sacar algo a cambio.
-No comprendo.
-Lo que ha pasao hoy con haber salido en los papeles, que no paran de llamarnos, puede quedarse chico si alguien os hace una foto a ti y a la duquesa amartelados, y la publican las revistas.
-¿Aposta, don Manuel?
-Sería un bombazo para tu carrera.
-Eso no es decente, don Manuel, sería la misma clase de cabronás que les hacía don Juan Tenorio a las gachís que se trajinaba. No quiero hacerlo. Una cosa es llevármelas a la cama y otra, hacerles la puñeta.
El Cañita frunció los labios, examinando al muchacho con perplejidad. Tenía escrúpulos, caramba, quién hubiera podido imaginarlo. Un montón de meses soñando con superar las conquistas de don Juan, y ahora resultaba que no quería cometer las mismas fechorías que él, lo cual carecía de sentido porque lo uno era indispenble para lo otro; no era posible burlar a tantas mujeres si se las respetaba. ¿Cuántas sorpresas iba a darle todavía Omar en la carrera desenfrenada que había emprendido hacia su maduración definitiva? Bien, estaba fenomenal que tuviera escrúpulos, lo cual demostraba que el chiquillo tenía humanidad y categoría, pero con esa jugarreta no le haría mal nadie, ni siquiera a la duquesa, cuya honorabilidad era ella misma la primera en tirar por los suelos; ya convencería a Omar. Ahora, tenía que conseguir de nuevo distraer su pensamiento.
-Necesitas ropa. Vámonos de compras.
-¿No capeo hoy?
-No tenemos dónde, Omarito, por más que he preguntao, no he encontrao a nadie que pueda prestarnos un tentaero y, por otro lao, veníamos con equipaje pa un viaje de dos días, y van a ser diez en total. Recuerda que tenemos compromisos sociales el viernes y el sábado, y que ahora, en cualquier momento, donde menos lo esperes, puede venir un periodista a hacerte preguntas y tienes que presentar el aspecto de un torero famoso.
-¿El mismo aspecto que tenía Jesulín cuando lo sacaron en cueros en la cama del hospital?
El Cañita sonrió. No sólo tenía escrúpulos, sino que empezaba a ser capaz de ironizar, refinando con sutileza su gracejo natural
Una hora más tarde, sentado en un sofá de la última boutique donde entraron tras descartar el muchacho otras muchas, el Cañita miró apreciativamente a Omar, que se contemplaba en un espejo enfundado en un pantalón de hilo blanco y una camisa azul de seda. Parecía que lo hubieran transplantado de un club de yates de millonarios y no sólo por la ropa. Su bronceado campero podía pasar por el de los pijos que paseaban con los hombros alzados por Puerto Banús, su rostro saludablemente campesino estaba exento de vulgaridad, poseía una buena dentadura, exuberante y blanca, como quien va al dentista todos los años aunque él no había estado ante un dentista en toda su vida; su forma física podía corresponder a un deportista universitario. ¿Era el mismo Omar Candela que conociera quince meses antes en una capea, aquel hortelano tímido que se comportaba como un patán?
-¿Está bien esto, don Manuel?
-Fuera de serie, Omarito. Cómprate esas dos prendas.
-¿Usted no se compra ná?
-Yo puedo pasar con lo que traje.
-Pues entonces, yo también puedo pasar con lo que traje.
-¡Niño!.
-¡Joé, don Manuel! ¿Es que yo soy una chiquilla, pa andar de trapitos? Si necesitamos ropa por alargar el viaje, la necesitamos los dos.
-Está bien, no te sulfures. ¿Qué sugieres que me compre?
-¿Un pantalón y una camisa iguales que éstos? -dijo Omar con una sonrisa pícara.
-A mí me quedarían como el viejo caduco que soy.
-¡Qué va, don Manuel! Venga. Cómpreselos iguales y les damos la impresión a las vallisoletanas.


XXXIX - Clarines de gloria

-Has estado formidable, genial -dijo Marisa con un tono que no se parecía nada al que usara en el tren, cuando viajaban de Alcázar de San Juan a Málaga.
Las dos vallisoletanas lo estaban tratando con mucha consideración y delicadeza, y habían acordado acompañar a apoderado y pupilo hasta el domingo por la mañana, cuando ellas emprenderían el retorno a Valladolid después de verlo torear el sábado en Guadalajara. Tres días juntos, paseando al lado de una muchacha decente como cualquier adolescente. La sargenta no paraba de hablar con el Cañita, resultando evidente para el novillero que la cosa iba para largo. El viejo se mostraba radiante y, a veces, hasta se ponían a cuchichear los dos como jóvenes y como si tuvieran una pechá de secretos que comunicarse.
-¡Extraordinario! -alabó Isabel, en apoyo de la opinión de su sobrina.
-No lo elogiéis ustedes tanto, que se le va a subir el pavo al niño -atajó el Cañita.
Cenaban, después de la novillada, de la que había vuelto a salir a hombros, en un restaurante llamado "Casa Pablo", en Aranjuez, donde el novillero estaba siendo abordado a cada momento por los comensales que lo reconocían y se acercaban a felicitarle. Una oreja y dos orejas, y dos vueltas al ruedo en los dos novillos. Y las mujeres no le habían tirado bragas, como hicieran en esa misma plaza en honor de Jesulín, sino montones de flores. Mañana destacarían los periódicos otra vez el triunfo y volverían a llamar por teléfono más empresarios taurinos, para ofrecerle nuevas novilladas, y ya hubo quien solicitó el día anterior fechas para septiembre. ¿No podría tomar la alternativa en Málaga, en agosto?
Omar la emprendió con su tercer cuenco de fresas con nata, un cuenco que parecía un plato grande de sopa.
-¿Siempre comes de esa manera? -preguntó Marisa.
-¿Te parece mal?
-No se puede comer tanto. Te pondrás fondón.
-¿No quieres que me ponga fondón? ¿Quieres decir que piensas estar a mi lao cuando me engorde el culo?
-¡Niño, no seas ordinario! -amonestó el Cañita.
Pero Omar sonrió, convencido de que su barrunto era correcto, mientras apoyaba la mano sobre el borde de la mesa, pegada a la de Marisa. Ella no retiró la suya.
A la mañana siguiente, se encontraba a solas con ella en una barca, remando con escasa habilidad en el lago del parque de El Retiro. El sol caía sobre la cara de la muchacha de través, proporcionándole un aura sobrenatural al brillar en el pelo castaño claro, de modo que el resultado era como aquellas fotos llenas de magia que les hacían a las actrices. Junto a Marisa, tenía oídos para el trino de los pájaros y ojos para la belleza de los árboles. Por primera vez, frente a una mujer que no le inspiraba el impulso de saltar sobre ella al instante, porque sentía que podía esperar, que tenía que recorrer un largo y ceremonioso camino antes de poseerla. Ni siquiera tenía inflamada del todo la bragueta. La verdad era que don Juan Tenorio había sido un completo gilipollas, perderse algo tan extraordinario como dejarse llenar el corazón de eso que estaba sintiendo.
Escuchó el silbato del encargado del embarcadero, que les indicaba que había terminado la hora de alquiler.
-¿Tenemos que volver, por fuerza? -dijo Marisa, con decepción.
-Don Manuel ha dicho que sólo una hora, porque hay mucho que hacer; pero volveremos aquí mañana, si quieres.
-¿Quieres tú?
-¿A ti qué te parece?
-Pero tendrás que estar preparándote para la corrida de la tarde.
-Verás cómo don Manuel nos deja que vengamos.
Remó con el mismo pésimo estilo hacia el embarcadero. El Cañita e Isabel les hacían señas desde la balaustrada del paseo.
-Están diciendo algo -señaló Marisa.
-¡Osú!, ¿por qué darán tantos brincos?
-¿Qué significa esa palabra que los andaluces usáis tanto, "osú"?
-Dice don Manuel que es nuestra forma de pronunciar "Jesús". ¿No te gusta como hablo?
-Me encanta. Los dos están alborotadísimos -Marisa volvía a señalar a la pareja mayor-¿Habrá algún problema?
-Ya llegamos.
El encargado adelantó la vara con el garfio para atraer la barca hasta la orilla. Marisa y Omar saltaron a tierra y se apresuraron en dirección al paseo. Cuando llegaron donde Isabel y el Cañita les esperaban, éste examinó el peinado y la ropa del joven.
-Remétete la camisa un poco dentro del pantalón, niño, y péinate. Ten el peine.
-¿Qué pasa, don Manuel? -preguntó Omar mientras hacía lo que el apoderado le había indicado.
-Te va a entrevistar la televisión.
-¿Aquí? ¡Joé!
-No seas guarro, niño. Un respeto, que hay señoras delante.
Isabel sonrió.
-No tiene importancia, Manolo. Deja que sea espontáneo.
¿Ahora lo llamaba ya "Manolo" y le tuteaba? -se preguntó Omar para sí. A ver si el viejo iba a firmar los papeles antes que él.
-Vamos -urgió el Cañita- están allí, ¿ves?, son aquellos que colocan los paraguas. Te están esperando.
Los cámaras y periodistas habían improvisado el set junto a la balaustrada del lago, más o menos a la mitad del paseo, enfocando hacia el agua y el monumento a Alfonso XII. Había una multitud de mirones alrededor.
-Siéntate ahí, en la barandilla -indicó el que parecía ser el jefe, mientras un auxiliar le colocaba un micrófono de solapa y le encajaba el receptor en la cintura, por detrás.
-¿No puede estar ella conmigo? -preguntó Omar señalando a Marisa, porque sabía que la proximidad de la muchacha le haría recobrar seguridad. Sentíase muy nervioso. Una cosa era arrimarse a un toro y otra muy distinta ponerse delante de una cámara de televisión.
-Es muy buena idea -asintió el director-. Colócate a su lado -le dijo a Marisa, que dudó.
-Anda, sí -la animó Isabel-, siéntate con él, pero alísate el pelo y deja que te ponga un poco de pintalabios.
La tía retocó ella misma el aspecto de su sobrina. Sin embargo, Marisa continuaba resistiéndose.
-¡Por favor! -suplicó Omar.
Parecía tan asustado, que la muchacha olvidó su propio temor y se situó junto a él, sentada en el banco de piedra y con el codo izquierdo apoyado en el muslo del novillero. También a ella le colocaron un micro.
-Empezamos -dijo el director.
-Vale -aprobó el cámara sin dejar de mirar por el visor.
-¿Tienes el primer plano? -preguntó el director.
-Sí. Es magnífico; el chico da cojonudo y el contraluz le pone mucho relieve al plano.
-Estupendo. Cuando empiece a responder, ve abriendo hasta tenerlos a los dos y, luego, un poco más, hasta tomar también a Fernando; después, vas cerrando conforme hable, para terminar otra vez en un primer plano de la cara del chico, muy cerrado. Fíjate cómo da; va a arrasar. Omar, por favor, trata de mirar al objetivo todo lo que puedas, sobre todo al final; sonríe, no te toques la cara y no gires la cabeza hacia Fernando. Él te hará las preguntas como si estuviera en off, trata de no mirarlo. ¡Silencio!
Un hombre acercó un fotómetro a la cara y a la camisa azul de seda. Miró lo que marcaba, corrigió el difragma de la cámara y asintió al director. Éste volvió a pedir silencio y gritó:
-¡Grabando!
Omar estaba alelado y sentía violentos latidos de su corazón, pero inspiró hondo mientras se prometía no quedar en ridículo delante de la hermosura que apoyaba el codo en su pierna. Oyó el zumbido de la cámara y la voz del locutor, que decía:
-Esta mañana, sorprendimos en el parque de El Retiro al novillero que es la sensación del momento, Omar Candela. Ha tenido la amabilidad de interrumpir el agradable paseo que estaba dando, para responder las preguntas de "Romance de verano". Omar, muchas gracias por venir ante nuestras cámaras.
-Muchas gracias a ustedes.
-¿Resultaste herido en el incidente de la madrugada del martes?
-No. Fue una cosilla sin importancia. Ya ni me acordaba.
-¿Se recuperan siempre tan pronto los toreros?
-No sé los demás. Una chalaúra como lo que me hizo ese... hombre... tampoco es pa morirse, ¿no?
-¿Piensas demandar al marqués de Benaljarafe?
-¿Demandarlo? Bastante tiene el pobre con el peso que lleva.
Omar compuso una expresión pícara y abatió un poco la cabeza, como si algo le pesara en la frente. El locutor contuvo la carcajada.
-¿Era de verdad tan íntima tu relación con la marquesa?
-La marquesa y yo sólo somos buenos amigos... lo normal que hace un torero con una dama que es tan buena aficioná.
-¿Piensas continuar esa amistad?
-Por mi parte, sí. Pa un chiquillo de pueblo como yo, es un gran honor que una señora de tanta categoría se digne considerarme amigo suyo.
-¿Cómo se te presenta profesionalmente el verano, después de un suceso tan desagradable? ¿No crees que pueda afectar a tu carrera?
-¡Qué va! Mi apoderao dice que ya tenemos más novillás firmás de las que él quiere que toree. Quiere evitar que la afición se harte de mí, y él sabe muy bien lo que se dice, ¿comprende usted?
-Creo que sí. ¿Hacen los toreros siempre lo que dice su apoderado?
-Los demás, no sé. Todavía no conozco a muchos compañeros. Pero yo, si don Manuel Rodríguez dice que me suba a un globo, me subo. Lo que él diga, va a misa.
Más allá de la cámara, Omar observó que el Cañita se enjugaba una lágrima con los dedos y marcaba a continuación un número en el móvil. Vio que permanecía largo rato hablando, sin parar de gesticular con las manos.
-¿Y cómo van los asuntos del corazón? -preguntó el locutor.
-¿El problema de mi apoderao? No tuvo importancia.
-Me alegro, pero yo te preguntaba por el tuyo.
-¿Mi corazón? El martes dijo el médico que lo tengo tan fuerte como un caballo de carreras.
-Pero... creo, Omar, que estás tratando de evadirte de mis preguntas. Lo que los amigos del programa quieren saber es si tu corazón está ocupado por alguien en la actualidad.
Omar demoró unos segundos en responder:
-Mi corazón está más lleno que el camarote de los Hermanos Marx. Vi la película la otra noche, en vuestro canal.
-Sí, muy divertida. Entonces, ¿podemos anunciar que estás enamorado?
Omar carraspeó.
-Yo... mire usted... soy un poco penco pa decir cosas bonitas.
-¿Estás o no enamorado, Omar? ¿Se trata de esta señorita que te acompaña?
Se escuchó un zumbido más alto de la cámara, como si el camarógrafo corrigiera el ángulo para enfocar también a Marisa.
-Yo... -titubeó el novillero.
-Bueno, Omar, ¿te niegas a presentarles a nuestros televidentes a esta señorita? ¿Quién es, tu romance de verano?
-¿Qué dice usted?, ¡romance de verano...! Se llama Marisa y será algún día no un romance pasajero, sino la madre de mis chiquillos.
Marisa volvió la cara hacia él, primero con expresión de asombro y, a continuación, con una sonrisa esplendorosa.
-¿Tenéis intención de casaros?
La pregunta iba dirigida a ella, que respondió:
-Los dos tenemos diecisiete años. Déjese usted de tonterías.
-Pero nos casaremos cuando llegue la hora -afirmó Omar, rotundo.
-Estoy convencido de que será una boda sonada -el locutor miró ahora hacia el objetivo-. Omar Candela está armando la marimorena allí por donde pasa. El último domingo, cortó en Albacete dos orejas a su primer toro y dos orejas y rabo al segundo. Ayer, en Aranjuez, una oreja al primero y otras dos al segundo. Mañana torea en Guadalajara. Omar, ¿tienes intención de armar el taco también allí?
-Por mí no va a quedar.
-Pues que se preparen los alcarreños, porque será digno de verse. ¿Qué otras corridas de toros tienes a continuación?
-Todavía no son de toros, sino novillás. El domingo toreo en Salamanca, que es una tierra con mucha tradición taurina y donde mi apoderao dice que tengo que presentarme con mucha responsabilidad.
-¿Y para cuándo la alternativa? Con tantos éxitos, tan repetidos y en tan poco tiempo, uno piensa que ese acontecimiento pudiera estar a la vuelta de la esquina, ¿no te parece?
Omar miró hacia el Cañita. Notó que, apoyando un papel en la espalda de Isabel, estaba escribiendo algo precipitadamente. Presintió que era un mensaje para él, para indicarle algo que debía decir, pero el locutor estaba esperando.
-Yo... no lo sé mu bien. Ser mataó de toros es una cosa mu seria y se puede decir que yo he empezao como novillero este año, porque lo del año pasao no cuenta...
El Cañita estaba exhibiendo el papel en alto, para que lo leyera. Encogió los ojos ojos para enfocar el mensaje, porque las letras no eran muy grandes y los trazos, poco firmes.
-...pero -continuó Omar-, que me dice mi apoderao, don Manuel Rodríguez, que voy a tomar la alternativa en agosto, en la feria de Málaga.
Sin dejar de mirar a la cámara, sintió que rodaba por su mejilla una lágrima.