Hace muchos años que escribo de vez en cuando cuentos que son fabulaciones sobre momentos más o menos míticos de la historia de Málaga, bajo el título genérico de LA HORA DE 3.000 AÑOS.
Como saben mis lectores habituales, llevo siete años negándome a entregar originales a las editoriales, a casa de la estafa de que fui objeto por parte de Roca Editorial y Editorial el Cobre (los abogados calculan que se apropiaron de más de 200.000 euros de mis derechos)
Pero sí estaría dispuesto a editar esta colección LA HORA DE 3.000 AÑOS. En el pasado, propuse a dos de los periódicos de Málaga que los editaran en forma de fascículos mensuales, entregándolos a los lectores a cambio de cupones o algo así. No nos pusimos de acuerdo. Pero ahora trato de completar la colección, de modo que estoy escribiendo los numerosos huecos cronológicos que he ido dejando. Ya publiqué aquí "El templo del cataclismo". Ahora he terminado este que les ofrezco ahora, sobre las construcciones megalíticas de la Prehistoria de Málaga.
III - La
cabeza del dios
El chamán no era compasivo ni había tratado jamás de parecer
cordial. Tampoco había disimulado nunca su intención de ser tenido por cruel o
extremadamente cruel. Meng miró de reojo a su compañero de condena; aunque consideraba
que era un poco más viejo, parecía más joven que él, y ni siquiera giró el
cuello mientras se adelantaba, por no verlo quedarse atrás y sentarse a dudar
sobre un tronco abatido por un rayo; tenía miedo. Ah tenía miedo, una novedad
demasiado inesperada. ¿Era el chamán el que conseguía ese efecto? Tenía que ser
eso; A Ah le atemorizaba la indiferencia con que el chamán perforaba el pecho
de los sacrificados y bebía su sangre. Nunca antes había visto flaquear la
determinación de su compañero. Debía alegrarse, pero tenía que fijarse bien en
lo que el chamán hacía y decía.
Ah tenía que haber conocido más de quince soles, pero
exhibía jactanciosamente una fuerza y un poderío que Meng envidiaba desde que
tenía memoria. No sabía poner nombre a ningún sentimiento, ni la envidia ni el
placer, pero deseaba poseer el poder de Ah, que siempre fuera tan imbatible, y ahora,
ante el chamán, flaqueaba tan ostensiblemente.
Meng nunca estaba del todo seguro de en qué mundo vivía, el
placentero y luminoso que recorría después de dormirse en el fondo de la cueva
o el sudoroso donde pasaba la mayor parte del tiempo buscando comida, siempre
con Ah, nunca sin él. Después del cansancio, al rendirlo los demonios de lo
oscuro, hablaba reposadamente con seres refulgentes, tan bellos como la luna
llena. Uno de esos seres, acudía con frecuencia a recibirlo en su jardín; sólo
tenía pelo en la cabeza, una larga fronda amarilla que le llegaba a las
pantorrillas; el resto de ese ser era sonrosado como una flor al estallar, a
diferencia del suyo y el de Ah, que eran como mantos de yerba seca. No
recordaba haber tocado nunca a ese ser, sólo tenía constancia del apremio de su
deseo, que nunca era capaz de dilucidar si consistía en hambre o embrujo; tal
vez quería comérsela porque debía ser deliciosa de paladear o tal vez deseaba
adorarla como una diosa, pero el chamán no hablaba jamás de diosas en femenino.
Ahora, el único mundo era el de las penalidades, y le tocaba penar junto a Ah.
Con él. Temiendo quedarse sin él.
De reojo, vio que Ah continuaba sentado en el tronco,
resistiéndose a obedecer la orden del chamán. Meng, en cambio, se arrodilló de
inmediato, esperando lo que se le asignarse; podía ser un gigantesco pedrusco
que le partiera la cabeza, un afilado pedernal que abriera su pecho o una
antorcha ardiente que cauterizara sus ojos.
La condena se la habían ganado, tanto él como Ah, por disputarse
violentamente los favores de una hembra, la más casquivana de la tribu. Ambos
sabían de sobra que Tarna regalaba sin límites sus mieles a todos los machos en
edad de hacerle sentir placer; lo único que Meng y Ah habían hecho mal era
tratar de matarse mutuamente, por unos favores que ambos podían haber
conseguido sin ninguna clase de dificultad, si no hubiesen pretendido gozar de
Tarna el mismo día y a la misma hora, puesto que nunca se separaban.
El chamán actuaría tan expeditivamente como siempre. Los dos
condenados sabían que los chamanes de otras tribus se comportaban de manera
diferente; convocaban a los más ancianos de la tribu, se reunía una especie de
asamblea y aunque el poder de resolución de los chamanes fuera siempre igual de
indiscutible, al menos los demás hacían participes a sus respectivas tribus de
la clase de condenas que dictaban. El chamán de su tribu, no. Arrodillado, Meng
miró el reguero de su sangre que se mezclaba con la tierra; sentado en su
tronco, Ah también continuaba sangrando, pero sin compadecerse de sus heridas,
el chamán se alzó ante ellos en actitud altiva, indicó con el índice derecho
hacia el norte, mientras señalaba cinco con la otra mano.
Meng notó que Ah, con los ojos cerrados, trataba de no
enterarse de la orden. Por ello, y como la condena ya había sido dictada,
abandonó la postración y, acercándose a él, le tendió la mano para obligarlo o
ayudarle a alzarse. Tenían que caminar cinco noches completas, siempre en pos
de aquel misterioso lucero que todos ellos adoraban, porque así lo habían
ordenado los dioses. Al quinto día, tales dioses les dirían qué debían hacer.
Era la palabra del chamán que nadie podía discutir.
Durante cuatro noches, siguieron a través de la selva un sendero
ascendente. Tan empinado, que no paraban de jadear. Tuvieron que enfrentarse a
feroces animales que nunca habían visto, sobre todo los onagros chillones cuyos
aspavientos alertaban a todo el bosque. Eran otra clase de seres. Gruñían,
relinchaban o rugían, pero ninguno era capaz de decir su nombre ni decirles
cualquier otra cosa, sólo querían matarlos. En muchos momentos, Meng cubrió con
su cuerpo el de Ah para protegerlo mientras se libraban de los rugidos; en
otros momentos, era Ah quien protegía a Meng. Sorprendentemente, ambos se
protegieron, porque sería más fácil sobrevivir los dos que uno solo y, sin
saberlo, ninguno de los dos creía que pudiera vivir sin el otro.
Nunca llegaban a saciar el hambre del todo. Como habían
tenido que emprender desarmados la condena, no podían cazar más que seres
pequeños que sabían de antemano que no podían comunicarse, pero eran castañas y
otros frutos lo que más comían. Siempre al borde del desfallecimiento, no les
aliviaba el baño en las pozas ni devorar raíces o legiones de insectos. El
hambre era un agujero sin fondo en su cuerpo. Una tronera por donde se les
escapaba el orgullo, el odio, la rivalidad y el rencor. Sin acordarlo, dormían
las tardes completas, por turnos; uno soñaba misterios mientras el otro velaba
y constantemente se protegieron como si jamás hubiesen querido matarse. Pero,
ahora, nunca volvía Meng a entrar en el jardín del ser sonrosado de melena
dorada. Algo estaba ocurriendo. El poder de la condena del chamán les alcanzaba
allí donde estuvieran, aunque les separasen de él montañas monstruosas. La
condena abarcaba toda su vida, sólo podían liberarlos los dioses cuando
cumplieran sus órdenes.
Cada vez que se hundía el sol, los ruidos de la selva
transportaban demonios terribles. Cuando los dioses permitían que volviera, los
demonios sólo se escondían tras las rocas o entre las raíces de los árboles, al
acecho. Ya no tenía que temer las miradas o las acometidas de Ah, ahora era su
aliado, como lo había sido siempre hasta la irrupción en sus cuerpos de aquella
clase nueva de placer.
Vieron el cuarto amanecer desde un promontorio, desde donde
divisaron una extensa llanura. La temperatura era muy inferior a la de las
piedras calientes junto al gran paisaje de agua que habían abandonado allí
abajo. Ahora sentían frío. Habían ultrapasado, a su izquierda, una muralla
divina hecha de piedras cortadas por desconocidos titanes, una especie de
espinazo gris de animal imaginario, a cuyo lado pasaron sigilosamente, por
temor a despertarlo.
Ah señaló un punto indeterminado. Meng notó que deseaba
ordenarle algo, pero no podía obedecerle y miró hacia el lado contrario. Los
dos eran simples exiliados, condenados a no sabían todavía el qué.
La llanura era más verde que el paisaje junto a la gran
superficie de agua, pero con menos árboles. No había nada que anunciase tribus;
ni humo ni el resplandor madrugador de fuegos dispuestos para los primeros
alimentos; los únicos signos de vida eran varias bandadas de aves muy grandes
que, a lo lejos, se dirigían al sur. Pese a lo mucho que se odiaban, tanto Ah
como Meng se comunicaban sin apenas sonidos, con sólo algún gesto y constantes
miradas. No sabían si compartían madre o padre, pero no recordaban haber estado
jamás lejos el uno del otro. Lo más sobresaliente eran los retozos alborotados
mientras los zarandeaban las ondas líquidas llenas de misterios y maravillas.
Siempre permanecían uno al lado del otro, en las disputas por la comida, en las
persecuciones de rivales comunes, en las
luchas contra seres peludos que les doblaban en altura y podían comerse, y en
el recreo del ronroneo al sol. Todos sus recuerdos eran a dúo; las cacerías;
las incursiones en la procelosas aguas en busca de aquellos animales tan
resbaladizos; los bailes ceremoniales; los juramentos de sangre. Los primeros
aprendizajes del placer, que fue lo que les inclinó a odiarse. Pero ignoraban
por qué nunca se habían separado.
Los ojos de Ah dijeron “vamos abajo”, Meng asintió tras una
corta vacilación y ambos emprendieron el
descenso. Cuando la pendiente acabó,
comprendieron que todavía les quedaba un largo trecho por recorrer, porque el
sol tardaría en hundirse. Pararían una vez que refulgiera del todo el quinto
amanecer.
Una vez que dieron por culminada la primera parte de su
condena, el camino, se echaron despreocupadamente a dormir. No sabían cuándo ni
dónde llegaría el mandato de los dioses; debían aguardar mansa y humildemente.
Al menos, Meng lo consideraba así pese a la actitud incomprensible de Ah,que no
mostraba la paciente mansedumbre a que les obligaba la condena.
Los dioses no les hablaban. Llevaban acampados tanto tiempo
en el mismo lugar, que se comunicaron la intención de fundar un poblado allí
mismo, pero no había mujer para comenzar el poblamiento. Y no podían volver
atrás ni seguir adelante. El tiempo
pasaba sin recibir sonidos en ninguna de las dos vidas, la del día ni la de la
noche. Un día, despertaron temblando a causa de un desconocido fuego blanco,
que les escocía en la piel y enrojecía sus dedos. Habían asistido a la
desaparición de las hojas de todos los árboles, seguramente por el maleficio de
algún dios desconocido, pero ese fuego blanco era todavía más extraño y mucho
peor.
El fuego blanco les impedía echarse en el suelo, les
obligaba a temblar con los miembros descontrolados, y tuvieron que moverse.
Siempre dormían entre las zarzas, en
procura de que los temblores se calmaran, pero esa tarde no encontraron
ninguna, sólo una extensión verde sin ningún abrigo a la vista. La primera
parte de la noche no consiguieron dormir, por lo que se afanaron en amontonar
las piedras más pesadas que encontraron, para componer un pequeño abrigo, hasta que el agua de su piel empezó a
convertirse en humo. Meng se preguntaba a cada paso en qué momento trataría Ah
de partirle la cabeza con una de esas rocas, pero dejó de preguntárselo cuando
ya no era capaz de ver su cara, envueltos ambos por las tinieblas. Cayeron
exhaustos, sin capacidad de recordar preguntas ni miedos.
Al amanecer, Meng despertó sacudido por las patadas que le
daba Ah, erguido junto a él. Al incorporarse un poco, entendió el
apresuramiento y la emoción de Ah. En la dirección del sol resurgente, se recortaba majestuosa e imponente la
cabeza del dios, aureolado el gigantesco perfil por la luz creciente. ¿Estaría
dormido? Permanecía recostado, pero el contraluz les impedía comprobar si tenía
los ojos cerrados. Estaba echado, inmóvil, majestuoso y grandioso, el mentyóm
apuntando hacia el norte. Tan grande como el mundo. La gigantesca cabeza no se
movía ni siquiera por el viento que normalmente brotaba del pecho, por lo que probablemente
estaba muerto. En tal caso, ellos no podrían cumplir el mandato del chamán. Se
explicaron la razón de haber tenido que esperar tanto por un silencio tan
prolongado. El dios no les hablaría, lo que añadía incertidumbre a su
turbación. Ansiaron fervorosamente que diera señales de vida, que despertara.
La luz crecía sin parar y pronto estaría sobre la vertical de la cabeza del
dios. Ambos se postraron en dirección al prodigio y lo adoraron con
recogimiento.
Entonces, el prodigio se hizo sonoro. No podían ver con
claridad, sus ojos estaban velados por su propio miedo y, sobre todo, por la
veneración. Pero lo sentían, notaban en la piel y las entrañas el poder que
emanaba. Los dos entendieron la orden. Debían volver al amontonamiento de
piedras que juntaran la noche anterior para vencer el frío, y esperar.
El fuego blanco había uniformado el paisaje, tanto que resultó
difícil encontrar el lugar, pues no abundaban los árboles ni las rocas que
sirvieran de referencia, nada que les indicara el lugar, del que no se habían distanciado
demasiado. Fue el olfato el que les guió; encontraron el rastro de su propio
olor, hasta postrarse ante las piedras con temor y humildad. Ya se iba la luz,
no podían hacer más. Tenían que dormir de nuevo.
Despertaron los dos al mismo tiempo, en el instante en que
la cabeza del dios empezó a recortarse contra la primera luz. Ahora sí
escucharon su voz. Era un trino de pájaros de colores cegadores; el sonido del
agua al caer por una cascada espumosa; el rumor de la brisa en primavera.
Entendieron la orden, pero no las palabras. Debían buscar más piedras, sin
parar, hasta que el dios les ordenara otra cosa.
Obedecieron sin darse cuenta de un prodigio: No necesitaron
comer mientras el sol les acarició. El apilamiento de piedras resultante a la
hora que el sol mostraba intenciones de esconderse, era mucho mayor que la
primera vez, aunque habían conseguido arrastrar peñas de gran tamaño, de peso
muy superior a cualquier cosa que hubieran manejado nunca. Meng no se
preguntaba sobre sí mismo, sino que se admiraba del brío que Ah derrochaba al
sujetar al hombro moles que doblaban su propio peso. No sentir hambre no podía
asombrarles, porque cuando cazaban animales muy grandes, llegaban a saciarse
tanto que luego sesteaban la digestión más de tres soles.
En el momento de recostar la mejilla sobre la tierra, Meng
trató de distinguir el rostro de Ah entre las tinieblas. No recordó por qué
deseaba analizar sus ojos, pero en su pecho se agitaba la sombra borrosa de un
recuerdo que sólo le advertía de la necesidad de no bajar la guardia. Formaba
parte de su naturaleza. No podía distanciarse de Ah, pero debía temerle.
Durante la vida de la ensoñación, sintió toda la noche estar
rodeado de dioses que se desplazaban ininterrumpidamente muy cerca. Hubo una
ocasión en que quiso reprocharles que perturbasen tanto su descanso, pero el
cuerpo no le obedeció. Permaneció en ese mundo mudo y quieto. En tales momentos,
Ah no le acompañaba; él debía de recorrer un mundo diferente.
Volvieron a despertarle las patadas de Ah, que golpeaba sin
mirarlo, vueltos sus ojos hacia algo situado a su izquierda, fuera del campo de
visión de Meng, que se alzó al momento, convencido de que la mayor y más fiera
bestia peluda caía sobre ellos. Ah podía estar alertándolo a causa de un grave
peligro inminente.
Pero lo que Ah miraba no estaba vivo. Sobre los apilamientos
de rocas que los dioses le habían ordenado componer, ahora había una montaña.
Demasiado pulida, suave como el agua, pero altiva como una nube. ¿Cómo había
llegado esa montaña ahí?
Dado que todavía no habían aprendido a especular, no
pudieron recrearse más en su asombro. El dios les ordenaba continuar apilando
piedras, y su orden se convertía en sus pechos en anhelo insoslayable, en
necesidad imperiosa y aterrorizada. Lo hicieron todo el tiempo que el sol se lo
permitió, porque la voz del dios había sonado terriblemente amenazadora dentro
de sus vientres. De acuerdo con la orden, continuaron el apilamiento en línea
hacia el oeste, al lado de la montaña aparecida. Al amanecer siguiente, la mole
ya no estaba sola, aislada. Había otra a su lado.
Hicieron lo mismo un número incalculable de soles. No eran
capaces de contar el paso del tiempo, pero sus cuerpos sí; sólo
advirtieron que sus voces se estaban
volviendo muy roncas, y cada vez que llamaban al otro, lo que salía de su
garganta se parecía al rugido de un fiero animal. Había otras evoluciones, pero
se desdibujaban para su atención en los ríos de sudor y no había hembras a la
vista que pudieran hacerles notar los cambios. El agotador esfuerzo cotidiano
les hacía olvidar también el odio; sus tripas y sus miembros exigían tanto
consuelo, que todo lo demás se difuminaba.
Con el alba, siempre había una mole nueva y ellos dejaron de
demostrar asombro, porque en seguida la orden les apremiaba llenándolos de
temor: debían afanarse en la búsqueda de más piedras que transportar, aunque
tuvieran que arrastrarse y jadear por los esfuerzos supremos. Habían
exterminado las piedras de todo su alrededor y cada vez tenía que acarrearlas
de más lejos. Cierto sol, hubo una novedad: el dios les volvió a exigir nueva
búsqueda de piedras, pero debían apilarlas frente a la primera, a una distancia
de dos pasos largos; tras hacerlo, Ah y Meng se mostraron de acuerdo con las
miradas; estaban prisioneros, los dioses les obligarían a permanecer en ese
lugar hasta el día del sueño total, levantando una tras otra y más filas de montañas
hasta cubrir todo el paisaje. Poco a poco, la voluntad dejó de inspirarles otra
idea que la de sobrevivir. Cada vez que
Ah se alzaba tras haber depositado una piedra, Meng miraba su rostro sudoroso
sin acabar de entender si debía volver a odiarlo, tan abatido por el cansancio
parecía. Pero Ah había sido siempre el más robusto de los dos, al menos eso era
lo que Meng suponía. No se daba cuenta de que Ah realizaba dos recorridos por
cada uno de los suyos, como si quisiera pavonearse.
El abatimiento de Ah fue siendo más y más grave. Meng dejó
de sentir impulsos de ahogarlo o machacarle la cabeza con una de las piedras
que apilaban, y comenzó a sentir necesidad de cuidarlo, a causa de lo espantosa
que era la idea de quedarse solo. Cuando el sol se escondía, permanecía
vigilando disimuladamente su sueño mucho rato, por si hubiera por qué
inquietarse. Tras varias noches de vigilia, una luz se encendió dentro de su
cabeza; Ah necesitaba engullir más sangre palpitante. Dormían bajo la protección
de la primera montaña alzada por los dioses. Meng se arrastró muy
sigilosamente, enderezándose varios pasos más adelante. Sus ojos no le servían
con el sol escondido; tenía que bastarle el olfato. Empleó tanto tiempo, que el
olor de su propia sangre, resbalando por sus pies, llegó a confundirle, pero
consiguió cazar un volumen que le pareció suficiente. Se acercó sigilosamente
al abrigo y lo depositó todo junto a Ah, donde él pudiera verlo en cuanto abriera
los ojos al renacimiento del sol.
Con la primera claridad, llegó de nuevo la voz del dios. Ya
no les asombraban la nueva mole de cada amanecer y por lo tanto no miraban
siquiera hasta el conjunto; Meng intentó no sentir el mandato, porque
permaneció con los ojos semi cerrados para observar la reacción de Ah ante lo que
había cazado. Notó que tuvo que hacer un
esfuerzo para no volver el rostro hacia él; lo engulló todo de inmediato.
A partir de entonces, cada vez que le parecía que Ah
flaqueaba, repetía la cacería nocturna y la oferta. Ya nunca sentía el impulso
de partir la cabeza de Ah; necesitaba que no lo dejase solo. Los dioses les
dieron órdenes todas las noches, hasta completar un extraño apilamiento bajo el
que se abría un largo pasadizo; en conjunto, todas las piedras amontonadas por
Meng y Ah y las colocadas por los propios dioses, formaban una pequeña montaña.
Cuando pareció que ya no había donde colocar más piedras, recibieron una orden
extraña: antes del siguiente amanecer, debía internarse en el oscuro pasadizo y
volverse completamente hacia la entrada, así debían esperar el regreso del sol.
Fue Meng quien despertó primero; sacudió a Ah y corrieron
hacia el fondo del pasadizo de piedras erguidas, coronadas por losas inmensas.
Hicieron tal como los dioses habían mandado: sin duda, era un prodigo creado
por los propios dioses expresamente para ellos. El resurgimiento del sol encima
del entrecejo de la cabeza del dios, apareció esplendoroso justo en el centro
de la entrada del pasadizo. El primer rayo luminoso les alcanzó de lleno,
iluminando la totalidad del recinto. Pareció que los dioses le autorizaban a
volver al poblado allí abajo, junto al agua infinita.
A mitad del descenso de los selváticos montes, acordaron
sumergirse en una clara poza del rio. Con el baño, se libraron de las miserias
acumuladas en sus cuerpos en aquella fría llanura donde habían amontonado
tantas piedras. Al abandonar el agua, Meng se giró hacia el centro de la poza,
porque deseaba beber abundantemente, antes de emprender la etapa final del
regreso. Al asomarse hacia la poza, sintió un estremecimiento: mientras él
inclinaba el torso hacia el agua, vio el reflejo del rostro de Ah, pero Ah
seguía retozando en medio de la poza. ¿Cómo podía haber dos Ah? ¿Qué
embrujamiento les habían causado los dioses?
Espantado, Meng se enderezó y vio que el Ah reflejado se
incorporaba también, a la inversa. Gritó al otro Ah, el que nadaba
despreocupadamente en medio de la poza, para que contemplase también el
prodigio, pero éste se había desvanecido al ponerse de pie.