miércoles, 27 de octubre de 2010

MILGRO EN TEOTIHUACAN

HACE ALGÚN TIEMPO, PUBLIQUÉ ESTE EN CUENTO EN VERSIÓN "LIGTH"
Ahora, he decidido publicarlo en su versión real. Emocionense



MILAGRO EN TEOTIHUACAN

-Los mexicanos tenemos un apreciable porcentaje de sangre india -afirmó Javier Robledo.
Protegido por el embozo que le proporcionaba el gigantesco sombrero que le había obligado a ponerse el fotógrafo de turistas, Jenaro Senmenat examinó de soslayo el rostro de Javier. Que el mexicano prestase atención a la ranchera que cantaba con desafinación el grupo de mariachis, junto con la algarabía del local, ayudaba a disimular la intensidad y el hambre de su mirada.
Javier no era guapo en el sentido clásico, pero su exuberante virilidad agreste y la pastosidad de su voz le dotaban de un atractivo sexual arrebatador y sí, el trazado de sus cejas y sus ojos achinados, que le proporcionaban cierto parecido con Antony Quin, revelaban un toque de sangre indígena. Sin embargo, su denso y oscuro vello desmentía ese origen, dado que los amerindios son lampiños.
Con los ojos cosidos a la esplendorosa y ancha sonrisa de Javier, Jenaro se preguntó si la visita a Ciudad de México iba a servirle para conquistar, por fin, lo que llevaba quitándole el sueño cerca de un año.

El traslado a Nueva York, un año antes, no pudo ser más incierto. Jenaro disponía sólo de cinco millones de pesetas ahorrados con mucho esfuerzo, y necesitaba aprender inglés, culminar el curso de actuación y vivir la experiencia de desenvolverse durante un año en la Babilonia norteamericana, para seguir creyendo en sí mismo como actor y darse gas para continuar en una profesión que en España era una carrera de obstáculos. La austeridad que debía imponerse para resistir un año y volver a Madrid con medios suficientes para reiniciar la carrera, vedaba toda posibilidad de alquilar un apartamento privado. Gracias a un anuncio en uno de los periódicos en español, encontró habitación en el Bronx, en un piso de la avenida Melrose compartido con dos hispanos.
Roberto, el uruguayo, era hematólogo; preparaba un master que lo convertiría en una autoridad médica de su país. Javier, el mexicano, era un modesto oficinista de la legación mexicana ante las Naciones Unidas. Juntos, pudieron permitirse un apartamento de tres dormitorios, que según los parámetros neoyorkinos hubiera sido un lujo asiático para cualquiera de los tres. A Jenaro le asignaron la habitación que daba a la calle, puesto que era el que tenía menores obligaciones laborales de horario y no importaba si el ruido turbaba su sueño, cosa que ocurría con demasiada frecuencia.
Se trataba de una habitación sin puerta, comunicada con el salón por un arco de medio punto, que había sido el despacho del propietario. El español carecía de la privacidad que disfrutaban el mexicano y el uruguayo, por lo que le fue concedida una participación menor en los gastos.
La falta de aislamiento fue el origen de todo.
Sólo había un aparato telefónico, que estaba en el salón. Sólo había un baño, cuya puerta daba también al salón. Tanto Roberto como Javier, acudían siempre en calzoncillos a las llamadas del teléfono; los dos entraban al baño frecuentemente desnudos o, a lo sumo, cubiertos parcialmente por una toalla. Roberto, con su aspecto centroeuropeo, poseía una belleza escultural espléndida aunque fría; el hecho de tener una novia fija y frecuentes aventuras con norteamericanas, que metía sin tapujos en su habitación, le desterraba de las expectativas de Jenaro. Javier, en cambio, no parecía un mujeriego militante y su aspecto de macho tópico, ancho, robusto y fibroso como un estibador, le dotaba de un atractivo apremiante que ocasionaba frecuentes erecciones a Jenaro mientras lo veía hablar por teléfono, despatarrado, acariciándose distraídamente la abundante pelambrera oscura del voluminoso escroto que asomaba, impúdico, por la pernera del calzoncillo o pasándose la palma de la mano por los prominentes pectorales cubiertos de vello.
Fingiendo dormitar o sin necesidad de ello, puesto que Javier se comportaba con desinhibición exhibicionista, Jenaro contemplaba el bulto desmesurado y palpitante de los genitales del mexicano a placer, obligándose a esfuerzos heroicos para sacudirse la tentación de saltar a acariciarlo, a pesar de que nunca le había atraído esa clase de desproporciones. Antes del deslumbramiento de Javier, ni siquiera recordaba haberse fijado en el tamaño del pene de nadie.
Aunque lo veía desnudo con frecuencia, nunca había dado la casualidad de que tuviera una media erección al entrar o salir del baño, de modo que Jenaro se preguntaba la dimensión que podría alcanzar al endurecerse un órgano que, fláccido, era el mayor que jamás había imaginado que pudiera existir. ¿Crecería mucho al llenarse de sangre con una erección? ¿Conseguiría levantarse hasta la vertical algo tan enorme? Tamaña barbaridad, anchísima y desmesurada, ¿alcanzaría la dureza majestuosa y casi metálica que obtenía el suyo? Si fláccido parecía medir veintitantos centímetros, ¿se aproximaría a los cuarenta erguido? Era la primera vez en su vida que se hacía esta clase de preguntas, puesto que, antes, lo único que percibía cuando alguien le interesaba era la magia que irradiase. Javier emitía magia, un intenso poder de seducción de apariencia sobrenatural, pero era, al mismo tiempo, un prodigio de erotismo animal que emitía ondas irresistibles que convulsionaban la entrepierna de Jenaro y excedían a cualquier ser humano que recordara haber conocido.
Soñaba con él y siempre tenía orgasmos. Aunque nunca hubiera dado importancia al tamaño de los penes, la dimensión alucinante del de Javier le obsesionaba; con frecuencia, lo imaginaba cárdeno y enhiesto, con el tamaño, la sinuosidad y los relieves venosos del brazo de un culturista, cuyo puño sería semejante al glande. Era un cilindro oscuro y punzante que le hacía sentir deseos que nunca había experimentado. En el frondoso bosque púbico de Javier, emergía primero como una anaconda que iba convirtiéndose en un obelisco oscuro y granítico que ansiaba que estuviese dentro de sí. Aunque nunca lo habían penetrado con algo ni remotamente tan grande, imaginaba de modo muy vivo el dolor y el éxtasis de tal intrusión, junto al calor del terciopelo de la piel de Javier contra la suya.
Con el paso, primero, de las semanas y, luego, de los meses, el descubrimiento de la personalidad de Javier multiplicó por ciento su atractivo para los ojos y el corazón de Jenaro.
Porque Javier, aparte de su pene increíble, poseía otras peculiaridades.

El primer atisbo lo tuvo Jenaro un viernes por la tarde, cuando sólo llevaba dos meses conviviendo con sus compañeros.
-¿No piensas salir? -preguntó Javier con la música de su acento, mientras se sobaba la bamboleante prominencia del calzoncillo con distraído abandono.
-Más tarde -respondió Jenaro, desperezándose en la cama e intentando disimular la mirada prendida al voluminoso bulto-. Hay un montaje off Broadway que necesito ver y después me han invitado a una fiesta en el Village. Por eso trato de echarme una siestecita.
-Siento perturbarte el sueño; es que espero que me llame mi madre.
El calzoncillo era corto y suelto, sin botones, de modo que no le cubría apenas. Por encima del elástico y bajo los perniles el vello se escapaba frondoso y perfumado, junto con un escroto demasiado voluminoso y pesado como para ser contenido por tan escueta prenda.
-¿Te ha dicho que va a llamarte? –preguntó Jenaro, mientras apretaba los muslos para ocultar su erección.
-No. Necesito hacerle un encargo, y estoy transmitiéndole mentalmente el mensaje de que me llame ella. Si la llamara yo, tendríamos cuentas de teléfono astronómicas.
Su expresión era la de alguien seguro de su lógica, como si estuviese hablando de acontecimientos vulgares y cotidianos. Jenaro notó que sus pupilas se cerraban como si contemplase una luz cegadora. Muy abiertos, los ojos miraban infinitamente más allá de la pared que tenía enfrente. Sentado con abandono indiferente a pesar de la exaltadora inmovilidad de su cabeza, los testículos, como grandes madejas de hilo negro, y parte del glande, como una gran ciruela, asomaban por el pernil izquierdo del blanquísimo calzoncillo.
-A ver, Javier. ¿Quieres decir que crees que puedes influir telepáticamente en tu madre y obligarla a llamarte?
-Naturalmente –respondió Javier con algo de jactancia y sin disminuir la alucinación de su mirada, mientras se ajustaba el pene para que no se rebelara del todo escapando del calzoncillo-. Lo hago casi todas las semanas.
Sin acabar de pronunciar esta frase, sonó el timbre del teléfono. Javier alzó el auricular al instante.
-¿Mami? -preguntó antes de haber tenido tiempo de escuchar ningún sonido al otro lado del hilo. Dio la impresión de que -al hablar con su madre- sus genitales se encogieran pudorosos.
Luego de sentir un escalofrío porque había inundado la habitación un hálito que olía a otro mundo, Jenaro asistió estupefacto al monólogo que siguió:
-Esta vez tardaste en llamarme más que otras veces, mami. Llevo desde esta mañana pidiendo que me llames... No, no puedo viajar a Ciudad de México por mi cumpleaños, mami... por eso necesitaba que me llamases... Haré una pequeña fiesta en casa. Mándame la receta de tu guacamole y tu enchilada, pues las de aquí apestan.
Cortada la comunicación, preguntó Jenaro:
-¿Lo consigues siempre que quieres o sólo de vez en cuando?
-Muy pocas veces falla. Cuando no le pongo toda la fuerza, porque tengo otra preocupación
Alrededor del rostro del mexicano relucía un nimbo angelical que hacía brillar su cutis y chisporrotear sus pupilas. Vueltos a su tamaño natural, sus genitales asomaban, de nuevo, en su totalidad y orgullosos sobre el dibujo oscuro del vello del muslo izquierdo.

La víspera del cumpleaños, Jenaro se ofreció a ayudar a Javier con la esperanza de aumentar la camaradería.
-Cuidado -le dijo el mexicano, de espaldas a la mesa donde Jenaro picaba finamente la cebolla, y sin volver la cabeza -. Ese cuchillo puede hacer daño.
Aparte del que estaba usando, había otros tres cuchillos sobre la mesa inestable en la que Jenaro trabajaba, arrimada a la cocina por la excepcionalidad de la ocasión. Uno de ellos, el más pesado, se hallaba muy cerca del borde. El actor vio que iba a caer al suelo, de modo que soltó el que empleaba con objeto de intentar detener la caída del otro, que podía herirle el pie. Al sujetarlo, se hizo un corte en la segunda falange del dedo corazón de la mano derecha. Gimió. Javier acudió presuroso.
-¿Ves? -le reprendió-. Lo había visto venir.
No podía haberlo visto; estaba de espaldas.
Mientras Javier le chupaba el dedo, lo envolvía a continuación con papel de cocina y le empujaba hacia el cuarto de baño para curarle, Jenaro estaba más asombrado que preocupado por la sangre, porque tenía en la memoria una imagen fotográfica del instante en que sujetara el cuchillo; cuando movía la mano para evitar la caída, había sentido una fuerza invisible que trataba de paralizar su mano.

Durante la fiesta, en la que casi todos eran mexicanos, Javier pasó mucho rato hablando con una muchacha semejante a una María Félix rejuvenecida. Jenaro asistió con desconsuelo a sus gestos de intimidad; la familiaridad con que él apoyaba la mano en el hombro de ella y el abandono con que ella se echaba contra Javier no podían significar más que una cosa. Creyó que el pantalón de Javier se había abultado con una erección
El humor de Jenaro fue agriándose a lo largo de las cuatro horas que duró la celebración. Trataba de pensar en el texto que debía aprenderse para la próxima evaluación en el estudio teatral, con el propósito de rescatarse a sí mismo de los celos que se infiltraban en su corazón; también se esforzó por revisar su biografía, desde el grupo aficionado que había formado, seis años atrás, junto con otros doce muchachos vecinos suyos de la Malvarrosa, en Valencia. Cómo una aparición en un concurso de televisión le había valido para conseguir un pequeño papel en una comedia y cómo saltó a la miniserie que protagonizó, reclamado desde Madrid. Lo que al principio pareció un éxito fulgurante, se quedó en nada y, a los veinticinco años, se encontró desahuciado de la profesión. "Jenaro Senmenat es demasiado guapo para la farándula española -había escrito un crítico-; su tipo físico cuadraría más en Hollywood". Esta opinión fue la que le inspiró la idea de huir hacia adelante formándose en Nueva York, lo que le dotaría de las herramientas para convertirse, si la suerte le acompañaba, en actor internacional.
El tipo físico de Irasema, la María Félix que se echaba sobre Javier, también podía permitirle triunfar en el cine. No lo podía evitar. Jenaro les miraba a los dos sin apenas disimulo, y se preguntó cuántas veces habrían follado.
Pocos segundos después de hacerse esta pregunta, notó que el mexicano retiraba la mirada de su acompañante y le clavaba los ojos con la intensidad de un disparo de revólver, como si quisiera decirle algo inaplazable. A continuación, se aproximó hacia él con la copa vacía, puesto que Jenaro se hallaba junto al mueble sobre el que estaban las bebidas. Mientras se preparaba un margarita, el mexicano dijo en un susurro:
-Jamás me he acostado con ella. Somos primos.
El asombro impidió que Jenaro saboreara su júbilo.

Durante los meses siguientes, Jenaro aprendió a adivinar cuándo iba a sonar el teléfono por una llamada de la madre de Javier. Éste se sentaba junto al aparato con la misma expresión espacial y telúrica; invariablemente, se producía la llamada poco después.
Se repitieron muchas veces sucesos parecidos al del cuchillo: Javier comentaba o hacía observaciones sobre cosas que ocurrían a sus espaldas y que no podía haber visto. Con frecuencia, le decía a Jenaro algo que parecía una respuesta o una aclaración de lo que el actor se había preguntado mentalmente. Eran tan cotidianos estos hechos, que Jenaro dejó de asombrarse, aunque nunca pudo acostumbrarse ni dejar de ponérsele carne de gallina a su pesar.
Pero un día, cuando ya llevaba ocho meses viviendo en el Bronx, ocurrió un prodigio.
Volvía en metro desde el sur de Manhattan, tras los ejercicios en el estudio. Eran las dos de la tarde. Javier debía de estar todavía en el edificio de la ONU, de donde salía a las cinco. De pie en el vagón, Jenaro observaba a un grupo de jóvenes hispanos, que armaban mucho escándalo y estaban incomodando a los demás pasajeros. Uno de ellos guardaba cierto parecido con Javier, detalle éste al que el actor se aferraría después para tratar de encontrar una explicación a lo que ocurrió a continuación; mientras le miraba, Jenaro sintió la necesidad indeclinable de volver atrás, al tiempo que resonaba en su mente una especie de salmodia antigua, un murmullo procedente de algún momento de la historia que nada tenía que ver con el presente. Cerró los ojos un momento y vio tras sus párpados una empinada escalera a cuyo pie brillaba la sangre de una inmolación reciente; la escalera estaba llena de gente semidesnuda que le esperaba a él. El clamor sonaba a cantos pero estaba seguro de que eran jaculatorias de respuesta a los salmos que gritaba desde lo alto de la pirámide un chamán adornado con gigantescos tocados de plumas de muchos colores, aunque su cuerpo estaba completamente desnudo. Tenía una bella serpiente viva enroscada en el pene y un enjoyado colgante pendía de sus testículos. En el pecho y el vientre brillaban dibujos encarnados que alguien debía haber trazado con la sangre que refulgía por todos lados. Se dio palmadas impacientes sobre los párpados apretados, intentando que la horrorosa visión se desvaneciera
En estado cercano al trance, se apeó en la siguiente estación, tomó un tren que circulaba en la dirección contraria y, sin saber por qué, se le ocurrió salir a la superficie en Times Square. Un resplandeciente Javier le sonreía desde arriba, junto al último peldaño de la salida del metro, emitiendo un vendaval magnético que hizo tiritar al actor. Le envolvió una salva de fuegos artificiales que recorrieron su piel entre escalofríos preorgásmicos. Sin poder evitarlo, miró con descaro la salvaje y rotunda prominencia del muslo del mexicano, que resultaba espléndidamente descomunal vista desde abajo.
-Menos mal que viniste -dijo Javier con naturalidad-. Compré una colección de veinte archivadores antiguos, que no puedo cargar solo.
-¿Qué quieres decir con eso de "menos mal que viniste"? Yo no acostumbro a venir a Times Square a estas horas.
-Ya lo sé. Llevo una hora tratando de transmitirte la idea de acudir aquí. Ya habías salido del estudio cuando te llamé.

Durante los meses escasos que restaban para abandonar Nueva York, Jenaro intentó que un mensaje circulase en la dirección opuesta. Dado que él recibía con frecuencia creciente mensajes que Javier le transmitía, debería resultar igualmente fácil que el mexicano recibiera los suyos y descubriera la pasión que le estrujaba el ánimo.
Pero no ocurría. El corazón y las entrañas de Jenaro se convulsionaban sin que llegara el consentimiento o una señal de asentimiento. Encima de las fulgurantes nubes perfumadas de viejos encantos, Javier seguía con su vida de siempre, con sus amistades de siempre y con su conducta de siempre hacia Jenaro, amable, atenta, pero sin el ansiado derribo de la muralla, sin ninguna clase de complicidad al margen de los momentos en que parecía adueñarse de su voluntad.
No obstante, una semana antes de la fecha en que Jenaro debía volver a Madrid, le dijo:
-No puedes volver a España sin visitar México.
-Eso está fuera de mis posibilidades.
-No lo creo. Puedo arreglarlo para que el pasaje Nueva York-México-Madrid te cueste sólo unos dólares más y en México no necesitas gastar ni un peso. Dispones de la casa de mi madre y, como es natural, yo no permitiría que un invitado mío tuviera ningún gasto.
-¿Es una proposición, Javier?
-Claro que sí, mano. Un actor que va a ser famoso, como tú, tiene que conocer México, para pensar en el futuro. México es el mayor pueblo de lengua española del mundo. Seguro que puedes aprovechar una visita a mi país para hacer buenos contactos.

Lo primero que había conocido de México era la plaza del Zócalo; lo segundo, la plaza de Garibaldi y sus bares con mariachis, un lugar demasiado tópico, demasiado comercializado para agradarle.
Desde que bajara del avión, Jenaro no había podido pensar en otra cosa que en el abrazo con el que necesitaba envolver la exuberante anatomía de Javier. Ahora, bajo el pesado sombrero mexicano, tenía un sollozo en la garganta, porque Javier era el más amable y dulce de los anfitriones, pero, lejos de la camaradería que proporciona compartir un piso, resultaba de pronto distante, como si hubiera decidido someterse a las reglas de un país tan machista o como si las piedras aztecas de la plaza del Zócalo se interpusieran entre los dos.
Trató de hacerse oír sobre las rancheras desafinadas:
-Javier, estoy cansado de esto. ¿No podemos ir a otro lugar?
-Sí, vamos, pero no a otro local, sino a casa. Mañana nos levantaremos temprano para ir a Teotihuacan.
Estaban sentados juntos en una especie de banco adosado a la pared; la rodilla de Jenaro ardía por la presión de la de Javier. Al ponerse éste de pie, Jenaro observó el abultamiento de una erección estratosférica y sintió los ojos del mexicano siguiendo la dirección de su mirada. El alucinante macho sonrió triunfante.
La casa del barrio de San Ángel era mucho más lujosa de lo que Jenaro había supuesto que era la situación mexicana de Javier. A mediodía, recién llegado del aeropuerto, la madre le enseñó la casa como la guía de un museo, mostrándole con orgullo la espléndida colección de flores que iluminaba el jardín, antes de precederle hacia la habitación que le había asignado, situada en una especie de torreón, demasiado lejos del que le había dicho que era el cuarto de Javier.
De regreso de la visita a la plaza de Garibaldi, la madre no se encontraba en casa, lo que alentó las expectativas de Jenaro. Algo tenía que ocurrir, tan frecuentes intuiciones no podían carecer de base. A pesar de que Javier no acortaba la distancia, era notable que se había apoderado conscientemente de su voluntad, que le complacía notar las miradas apreciativas hacia el abultamiento de sus genitales y que su interés porque visitara México era genuino. Detrás de todo ello tenía que existir alguna clase de sentimiento, aunque no correspondiera del todo la pasión demente que a Jenaro lo estaba volviendo loco.
Sin embargo, le deseó buenas noches y lo dejó solo en la lejanía del dormitorio del torreón, tras advertirle que iba a despertarlo a las seis y media de la mañana. Pero, en el momento de marcharse, Jenaro advirtió con júbilo que Javier volvía a tener una durísima e inocultable erección.
A pesar de los cuatro tequilas que había tomado, apenas durmió a causa del apremio de su propia virilidad.

A las seis y cuarto, entró en la ducha, dispuesto a borrarse las ojeras. No quería presentar mal aspecto cuando Javier acudiese a llamarlo. Llevaba mucho rato bajo el chorro de agua cuando el mexicano apartó la cortina:
-Vaya, mano, tienes piel de chamaca -dijo Javier, en cuyos ojos brillaba una apreciativa luz, mientras se sobaba descaradamente la entrepierna.
El actor notó que se humedecía los labios con la lengua, sin ningún disimulo, lo que hizo que el pene de Jenaro se irguiera de inmediato, macizo y recto como un asta de madera.
-Buenos días -saludó Jenaro, tratando de que no se le notara el desagrado por el comentario, pero forzando un poco las caderas hacia delante, como si tratase inconscientemente de magnificar su erección.
-Es la primera vez que te veo completamente desnudo –Javier contempló franca y largamente el endurecido pene de Jenaro, y sonrió-. Ahora comprendo por qué en el Bronx andabas siempre cubierto con la piyama. Te da vergüenza que vean un cuerpo tan delicado.
-No fotis, Javier. ¿Estás sugiriendo que mi cuerpo es feminoide?
-He dicho "delicado", no "feminoide".
-¿No es lo mismo?
-Claro que no. Tu cuerpo es de hombre, un hombre completamente masculino, bello y maravilloso, pero tu piel es como nácar... no este duro cuero de maleta barata que es la mía…
Jenaro no encontró valor para decidir si había sido piropeado o no. De repente se sintió incapaz de contemplar la prominencia del pantalón de Javier, porque notó progresar por sus riñones las oleadas de un orgasmo que no estaba seguro de desear que ocurriera. El agua caliente corría por su pecho y rebotaba en su erección reforzando la sensación de que podía explotar inesperadamente. Se preguntó si le avergonzaría tener un orgasmo frente a Javier y se respondió que no; más bien, deseaba que ocurriera, que algo tan desusado sirviera para derrumbar lo que todavía se interponía entre los dos. Pero veintiséis años de prejuicioso condicionamiento llenaron su mente de contradicciones. La voz de Javier le hizo volver a la realidad:
-Termina rápido. Quiero que lleguemos a Teotihuacan antes de que el calor apriete.

La ciudad sagrada de los aztecas era una especie de Ciudad del Vaticano, pero mucho mayor. Recintos enormes circundados por gradas de piedra, canchas de pelota, pequeñas pirámides escalonadas, barrocamente adornadas con esculturas aztecas; viales monumentales, anchísimos, como la Roma de cartón piedra que Hollywood recreaba, sólo que esta Roma precolombina era real, palpable; pirámides inmensas que debían de haber requerido muchos más obreros que el total de habitantes que los guías turísticos decían que había tenido el lugar.
-Mira, Jenaro, quiero que subas a la pirámide de la Luna, mientras yo subo a aquella, que es la del Sol.
-¿Por qué?
-Ya lo verás.
El sol comenzaba a apretar. A la distancia, se veía el hongo amarillento de contaminación, como una explosión atómica, que pende sobre Ciudad de México. Jenaro alcanzó jadeante y sudoroso el pináculo de la pirámide de la Luna y vio que Javier estaba ya sobre la del Sol; aunque no podía reconocerlo a tanta distancia, era inconfundible su silueta contundente, que parecía la de un ser de otro mundo, una especie de poderoso dios nórdico. Estaba con los brazos en jarras, vuelto de cara hacia él.
Jenaro le imitó. También puso los brazos en jarras.
En ese instante, le envolvió una oleada magnética que convirtió sus vellos y su pelo en electrificados alambres enhiestos y multiplicó por ciento la intensidad de sus sentidos táctiles. Un chisporroteo de luces recorrió su piel de los pies a la cabeza, endureciendo sus pezones casi dolorosamente, mientras el aire se convertía en perfumados pétalos de nardos y jazmines. Volvió por un segundo la visión que había tenido cuando decidiera en el metro de Nueva York regresar hacia Times Square, la procesión multitudinaria de seres antiguos que recorrían desnudos una escalera ensangrentada. Escuchaba sus invocaciones y las entendía, a pesar de no comprender las palabras. Las huellas de sangre se volvieron corpóreas convirtiéndose a continuación en una serpiente gigantesca que avanzó hacia él, pero consideró que no le amenazaba. La serpiente colorada cruzó impetuosa a través de su vientre, pero no le produjo dolor, sino éxtasis. Notó que levitaba al tiempo que la pirámide de la Luna se volvía de cristal inmaterial y el poderoso animal lo traspasaba una y otra vez suspendiéndolo en el aire, derramando en su interior aliento volcánico, mientras una lluvia de estrellas caía contra su pecho, incendiándolo para hacerlo renacer convertido en una nube atravesada por un rayo. Era una especie de torbellino formado por los más intensos placeres descritos en los libros. Su cuerpo se dividió por la mitad al tiempo que el poderoso huésped que hurgaba sus entrañas se alzaba en medio de una nebulosa de estrellas lejanas, lanzándolo hacia un infinito poblado de galaxias tormentosas. Tuvo el más arrebatador orgasmo que sintiera jamás. Larguísimos minutos. Oleadas de temblores que subían por sus muslos como un mar embravecido, estrujaban su cintura, golpeaban su pecho y agitaban sus brazos y cuello. Estremecido, abrió los ojos y habían desaparecido las dos pirámides y todo Teotihuacan. Sólo quedaban Javier y él, suspendidos en un vacío donde no había nada más.
No debía volver a España. Eran dos seres a punto de fundirse en uno para siempre. Juntos, serían amantes legendarios. Tenía que permanecer a su lado. No, en Nueva York, no; en México. Javier iba a dejar su puesto de Naciones Unidas, que sólo había sido un peldaño en la preparación de su carrera política.
"No, no pienso casarme para satisfacer los severos prejuicios machistas de la vida política mexicana. Sí, efectivamente, si no pienso casarme es porque no me interesa ninguna mujer. Antes de conocerte, tenía dudas. Ahora no. Tú eres la única persona que yo puedo amar. No quería que lo supieras antes de que yo mismo estuviese seguro, mano. Adoro tu ingenio, adoro cómo te organizas, adoro tu piel de seda clara, me enloquecen tu voz y tu aliento de naranjas mediterráneas. Te adoro, Jenaro, y sé que tú también me adoras. No puedes volver a España. Mi madre lo sabe, hablamos mucho mientras viajaba en el avión, ¿no te diste cuenta de que estuve callado más de una hora? Está de acuerdo. Ella sólo quiere que yo sea feliz. No te detendré si decides continuar viaje a Madrid, pero en esto sí me sale el macho mexicano: Querré partirte el corazón de un navajazo si no aceptas vivir conmigo el resto de tu vida"

Durante la fiesta organizada para celebrar el centésimo capítulo de la telenovela que Jenaro protagonizaba para Televisa, sonó un mensaje por la megafonía del local: "El senador Javier Robledo se excusa por no haber acudido a la fiesta. Lo hará a última hora, cuando acabe la sesión que preside en el parlamento".