lunes, 30 de mayo de 2011

Cuentos Maravillosos

jueves, 26 de mayo de 2011

viernes, 20 de mayo de 2011

CHISTES ARGENTINOS

Hoy, mi perro apareció con el hámster de mi vecino en la boca. Estaba muerto. Se lo saqué y como estaba lleno de barro lo limpié bien. Después me metí en la casa de mi vecino que no estaba y se lo puse en la jaula. A la noche mi vecino viene a mi casa y me dice: “No sabés lo que me pasó. Un loco me desenterró el hámster muerto del patio, lo lavó y me lo puso de nuevo en la jaula”. QLRP...

Hoy, mientras que esperaba que me atiendan en un bar me tiré un flor de pedo pensando que nadie se iba a dar cuenta porque la música estaba muy fuerte. No me di cuenta que era yo que estaba usando auriculares. QLRP...

Hoy, nos juntamos con unos amigos en un bar. Me voy a la barra y pido unos tragos pero la música estaba muy fuerte y el barman no me escuchó. Entonces se inclinó y me acercó la cabeza. Por alguna razón creí que me estaba saludando y le di un beso en la mejilla. QLRP...

Hoy, estaba comiendo helado y vi que tenia un poco en el pantalon. Le pase el dedo y me lo comi. Era caca de pájaro. QLRP...

Hoy, me desperté al lado de una gorda que ni conozco. Vodka de mierda. QLRP...

Hoy, le mande a mi novio por el celular una foto mia sin corpiño. Me equivoqué y se la mandé a mi papá. Despues de un rato me respondió: “Como se nota que saliste a tu madre”. QLRP...

Hoy, salí por primera vez con una chica que me gusta. Me hice el romántico y le abrí la puerta del auto. Después se la cerré cuando todavía tenía la pierna afuera. El médico dijo yeso y muleta por 4 semanas. QLRP...

Hoy, me dije: “Dale nerd, salí y dejá la PC, empezá a conocer gente y a divertirte un poco”. Al final me dio coraje y sali de mi casa. Hace 2 horas que estoy en el ciber. QLRP...

Hoy, volví de una residencia de 3 años en España. Cuando llegué a Bs.As. y vi todas las chicas lindas, me dije: “Mierda, se nota que estoy en Argentina”. Después me tomé un taxi a mi casa. 300 pesos. Mierda, se nota que estoy en Argentina. QLRP...

Hoy, cuando llegué al trabajo le mentí a mi jefe y le dije que no hice fiesta de cumpleaños ayer, no lo quise invitar. Mi compañero llega y dice: “Que fiestón anoche papá, alto descontrol”. QLRP...

Hoy, llego del trabajo y veo a mi hijo que se miraba el dedito. Le digo: “me lo voy a comer” y me lo meto en la boca. El se quedó viendo el dedito y me pregunta: “¿Y mi moquito donde está?”.. QLRP...

Hoy, me enteré que el password de mi novia para el messenger es “te_amo_marcos”. No me llamo Marcos. QLRP...

Hoy, me le aparecí a mi novio por atrás y le tapé los ojos con las manos. Le dije: “Quién soy?” Él me dice: “¿Cami?”. Yo enojada le digo: “No tonto, soy la chica que amás”. Después de una pausa me dice con miedo: “¿Mariana?”. Me llamo Eugenia. QLRP...

Hoy, iba caminando con mi novia por la calle y le iba diciendo lo mucho que la queria. A mitad de cuadra sale un perro ladrando en nuestra dirección. Reaccioné empujandola contra el perro. QLRP...

Hoy estaba hablando con mis viejos y les contaba que me molesta que ningún chico me invite a salir. Mi viejo dice “no te preocupes, una vez que se toman unas cuantas cervezas, salen con cualquier cosa”. Gracias Papi. QLRP...

Hoy me cruzo con los vecinos nuevos y un niño en sus brazos, les comento !!! chochos los abuelos!!!!!!! ..... somos los padres, me respondieron. QLRP. Al dia siguiente para salvar la metida de pata al verlos les comento¡¡¡¡¡¡¡¡ tiene la misma cara del padre!!!..... es adoptado me respondieron QLRP...

Hoy, despues de hacerme unos estudios me entero que siempre fui esteril. Tengo 3 hijos.

miércoles, 18 de mayo de 2011

martes, 17 de mayo de 2011

DOS COPLAS DE SERRAT

Pueblo Blanco

Colgado de un barranco
duerme mi pueblo blanco,
bajo un cielo que a fuerza
de no ver nunca el mar,
se olvidó de llorar.
Por sus callejas de polvo y piedra
por no pasar, ni pasó la guerra,
sólo el olvido camina lento
bordeando la cañada,
donde no crece una flor
ni trashuma un pastor.
El sacristán ha visto
hacerse viejo al cura,
el cura ha visto al cabo
y el cabo al sacristán,
y mi pueblo después
vio morir a los tres,
y me pregunto: porqué nacerá gente
si nacer o morir es indiferente.
De la siega a la siembra
se vive en la taberna,
las comadres murmuran
su historia en el umbral,
de sus casas de cal.
Y las muchachas hacen bolillos
buscando, ocultas tras los visillos,
a ese hombre joven
que noche a noche forjaron en su mente,
fuerte para ser su señor
y tierno para el amor.
Ellas sueñan con él
y él con irse muy lejos,
de su pueblo y los viejos
sueñan morirse en paz,
y morir por morir
quieren morirse al sol,
la boca abierta al calor, como lagartos
medio ocultos tras un sombrero de esparto.
Escapad gente tierna
que esta tierra está enferma,
y no esperéis mañana
lo que no te dio ayer,
que no hay nada que hacer.
Toma tu mula, tu hembra y tu arreo,
sigue el camino del pueblo hebreo
y busca otra luna,
tal vez mañana sonría la fortuna
Y si te toca llorar,
es mejor frente al mar.
Si yo pudiera unirme
a un vuelo de palomas,
y atravesando lomas
dejar mi pueblo atrás,
juro por lo que fui
que me iría de aquí,
pero los muertos están en cautiverio
y no nos dejan salir del cementerio.




Curro el palmo

La vida y la muerte
bordada en la boca
tenía Merceditas
la del guardarropa.
La del guardarropa
del tablao del "Lacio",
un gitano falso
ex-bufón de palacio.

Alcahuete noble
que al oír los tiros
recogió sus capas
y se pegó el piro.
Se acabó el jaleo
y el racionamiento
le llenó el bolsillo
y montó este invento,
en donde "El Palmo"
lloró cantando...

Ay, mi amor,
sin ti no entiendo el despertar.
Ay, mi amor,
sin ti mi cama es ancha.
Ay, mi amor
que me desvela la verdad.
Entre tú y yo, la soledad
y un manojillo de escarcha.

Mil veces le pide...
y mil veces que "nones"
de compartir sueños
cama y macarrones.
Le dice burlona...
..."Carita gitana,
cómo hacer buen vino
de una cepa enana".

Y Curro se muerde
los labios y calla
pues no hizo la mili
por no dar la talla.
Y quien calla, otorga,
como dice el dicho,
y Curro se muere
por ese mal bicho.

¡Ay! quién fuese abrigo
pa' andar contigo...

Buscando el olvido
se dio a la bebida,
al mus, las quinielas...
Y en horas perdidas
se leyó enterito
a Don Marcial Lafuente,
por no ir tras su paso
como un penitente.

Y una noche, mientras
palmeaba farrucas,
se escapó Mercedes
con un "curapupas"
de clínica propia
y Rolls de contrabando
y entre palma y palma
Curro fue palmando.

Entre cantares
por soleares.

Quizá fue la pena
o falta de hierro...
El caso es que un día
nos tocó ir de entierro.
Pésames y flores
y una lagrimita
que dejó ir la Patro
al cerrar la cajita.

A mano derecha
según se va al cielo,
veréis un tablao
que montó Frascuelo,
en donde cada noche
pa' las buenas almas
el Currito "El Palmo"
sigue dando palmas.

Y canta sus males
por "celestiales".

domingo, 15 de mayo de 2011

EL TEMPLO DEL CATACLISMO



EL TEMPLO DEL CATACLISMO

Antes de disponerse a dar por cumplido el mandato, miró hacia abajo, en la dirección del Sol alto que brillaba como el fuego de invierno encima de la lejana agua infinita. Llevaba muchos soles habitando con los demás un repecho del terreno, cerca del templo, y cuando llegaron harían lo menos cinco o seis soles según creía recordar, el paisaje descendente era completamente blanco hasta fundirse a lo lejos con aquel temible dios formado por agua, que los viejos afirmaban que no se podía beber.
Aunque todavía faltaba mucho tiempo para la cálida temporada de las frutas, ahora podía ver grandes retazos de tierra que habían ido aflorando durante el anterior sol caliente en buena parte del panorama cercano al agua, en cuyas inmediaciones comenzaba poco a poco a emerger algún verdor. Y la antaño lejanísima línea del agua infinita, iba acercándose cada amanecer un poco más.
Por mucho que le aterrorizara cumplir la última etapa del mandato del chamán, debía acatarlo cuanto antes. Purificarse para poder seguir viviendo y conseguir mirar a los otros a la cara. Dejar de una vez de andar encorvado, ocultando el rostro. Lo había ido postergando y el paso de las lunas aumentaba y agriaba los reproches de toda la tribu. Hasta las hembras que lo habían cuidado de niño le negaban sus ojos. Temía que si lo retrasaba más, la ascendente línea del agua infinita acabase por engullir la tierra que pisaba ahora y que invadiera en oleadas impetuosas las intrincadas salas del Templo del Cataclismo.
Miró la entrada, tan irresoluto como siempre. Sabía que, detrás de él, todos estaban observándolo desde recatados escondites. Presentía su presencia y, en algunos momentos, hasta llegaba a oír leves rumores de sus voces, aunque no pudiera verlos. Seguro que todos los machos estaban convencidos de que nunca se arrastraría por la boca tenebrosa del templo. Las hembras, simplemente le compadecerían entre burla y burla. Cuando estaban en grupo, los adultos eran crueles y despiadados en sus juicios, sobre todo al valorar o desmerecer a un joven como él, que sólo había cumplido nueve soles. Los veteranos de catorce soles y los ancianos de veinticinco, estarían mofándose y hasta serían capaces de señalar algún temblor en los músculos de su espalda.
Frente a las demás etapas de la penitencia no había presentado tanta irresolución. Terror, en realidad, era lo que ahora mismo sentía.
Recordaba, sobre todo, la etapa anterior. Un templo al que llamaban “del Tesoro”, que carecía de las horribles, amenazadoras y terroríficas piedras colgantes que tanto abundaban en el del Cataclismo, según aseguraban. El Templo del Tesoro lo llamaban así por las numerosas conchas de colores que encontraban por doquier y que eran las galas que más apreciaban, porque con dos de ellas, si eran lo bastante hermosas, podían comprar el favor de cualquier hembra, incluida la que había ocasionado el pecado que le obligaban a expiar con la peregrinación que hoy podría acabar, si es que conseguía reunir el coraje indispensable y se atrevía a internarse en las entrañas laberínticas del Templo del Cataclismo.
En el Templo del Tesoro no había piedras colgantes ni cuchillos emergiendo del suelo. Ni monstruos agazapados por doquier. Las paredes eran onduladas, mórbidas y amables como pecho de hembra y, en lo más profundo, la luz de las antorchas no desvelaba ninguna amenaza… según lo que todos y todas le habían aseverado: que prácticamente no debía temer nada en el Templo del Tesoro. Sus anfractuosidades y revueltas eran suaves, como si hubieran sido talladas por las caricias de los dioses. En cambio, cuantos habían visitado alguna vez el Templo del Cataclismo hablaban con espanto de los malvados espíritus que habitaban todas sus sombras, detrás de cada uno de los afilados cuchillos pétreos.
De vez en cuando, soñaba con el día que se trastornó entre los brazos de aquella hembra que casi no tenía pelo. Hasta el sueño le producía temblores, por el temor de que el chamán leyera sus ensoñaciones y aumentase la condena al sorprenderlo en el nuevo sacrilegio, en vez de que alguno se lo contara, como debían de haber hecho en realidad. Lo había cometido recostados ambos en un lecho de flores de aulaga entre aromas divinos y la música del viento y, aunque ella apretaba a veces los labios porque la lanza era mayor que la de sus congéneres, no se quejó en ningún momento de manera audible. Había sido un día mucho más cálido de lo habitual, y yacieron largamente bajo la sombra de un árbol lleno de frutos morados. Bandadas de pájaros llegaban procedentes de la dirección del agua infinita y tuvo la visión de que sonreían al descubrirles.
Cómo pudo el chaman averiguarlo era para él un misterio, pero estaba seguro de que la hembra no lo había delatado, porque había visto sus ojos revueltos hacia el aire y tuvo que contener sus convulsiones con un fuerte abrazo, y al despedirse, había descubierto en sus ojos el deseo de que se repitiera. ¿Quién les había espiado? Tuvo que ser un hembra ociosa y chismosa la que aireara su culpa. Una culpa por la que ahora se iba a encontrar en medio de las mayores amenazas que podía encontrar en cualquier territorio equidistante del mundo de los dioses y el humano.
Había tenido sólo un sobresalto en el Templo del Tesoro, cuando creía hallarse ya muy cerca de la morada de la diosa. Al doblar un recodo particularmente abrupto, sintió la aplastante presencia como una montaña que le cayera sobre la cabeza. En el primer instante, algo que podía ser un cuerpo. Y no sólo la sintió, como sentían todos en el poblado la cercanía de otras vidas, sino que, a continuación, fue rozado al acercarse mucho aquello a donde él estaba. Era caliente, muy caliente, pero el frío en su propio interior creció hasta lo insoportable. Notó las guedejas embarradas del pelo de la piel y el aliento pestilente, que alcanzaba sus mejillas como si fuera el soplo de los espíritus de las profundidades. Pero eso no era un espíritu. Se trataba de un cuerpo verdadero, material. Podía oír la respiración y oler el hedor. Ocurría una cosa demasiado incomprensible; notaba la presencia, era real porque notaba tanto su contacto como el pestilente aliento, pero cuando era él quien alargaba la mano para tocarlo, solamente hallaba el vacío. Nada, no había nada material para sus manos, aunque todas sus alarmas de cazador estaban gritando.
Temeroso, dio sin embargo un paso hacia aquella cosa. La experiencia tanto como el chamán le habían mostrado el camino para vencer el espanto: afrontarlo. Y en aquella circunstancia, consideró que el mejor modo de vencer un terror que se alimentaba vorazmente de su perplejidad, era entrar en contacto con aquello y, si fuese necesario, luchar hasta vencerlo.
Pero en las lóbregas profundidades por donde trató de avanzar a pesar del temblor de sus piernas, halló solamente la nada. Comenzó a oír lejano el soplo y el rumor de una corriente de agua, lo que significaba que su meta se hallaba cerca. En esencia, estaba pisando ya el territorio sagrado de la diosa. ¿Por qué se mofaba de él, de su flaqueza, enviándole la terrorífica presencia? Que era real, material y, por consiguiente, temible por su fiereza evidente, pero ¿por qué no conseguía tocarla? ¿Había dotado la diosa de invulnerabilidad al monstruo? ¿No había en su mano ni en su voluntad nada que pudiera hacer?
Aunque agitaba su pecho la urgencia de cumplir el homenaje a la diosa y abandonar el templo cuanto antes, tuvo el convencimiento de que se había quedado paralítico. Le resultaba imposible levantar el pie, siquiera levemente, a fin de dar un corto paso. Nada, ningún esfuerzo bastaba para triunfar en su intento. Los pies se habían adherido a una especie de limo con textura de grasa de mamut y la presencia peluda de aliento pestilente volvía a rozarlo. Y poco a poco se dio cuenta de que no era la única presencia; otros seres chapoteaban despacio en el limo y no era capaz de calcular su número. ¿La guardia privada de la diosa? ¿El escollo que estaba obligado a superar?
A pesar de la parálisis, sintió deseos imperiosos de huir para librarse de la oscuridad casi compacta que lo envolvía, pero no sólo sería inútil la huida para escapar de esos seres tan esquivos y engañosos, sino que no habría cumplido el mandato puesto que estaba obligado a tocar el agua aunque sólo fuera levemente, a fin de que la diosa le concediera algún don, para expiar su culpa de lascivia desviada.
Tras denodados esfuerzos, consiguió levantar levemente un pie, pero el chapoteo de los monstruos y la intensidad de sus expiraciones flatulentas se multiplicaron. Lo rodeaban. Iban a caer sobre él. Podían ahogarlo. Moriría a un paso de su meta. También podía morir de miedo, como había visto a tantos miembros de la tribu morir ante una pieza de caza demasiado violenta, tras sufrir un terror insuperable, como aquel compañero que murió súbitamente ante un oso que habían cercado pero que ni siquiera lo tocó. Mas, aunque inmovilizado por algo cuya naturaleza no podía ni sospechar, los sentidos le advirtieron de que un cambio estaba a punto de producirse.
Un ligerísimo soplo de brisa que le llegó del curso acuático, que sin duda se hallaba ya muy cerca, produjo en su mente una revelación determinante; los monstruos no iban a atacarle, nada tenía que temer. El pie que había levantado sólo un poco debido al gran esfuerzo que representaba, pareció liberarse repentinamente de un freno interior y lo sintió ligero. En seguida movió el otro pie, con lo que la parálisis y el terror se diluyeron. Pudo llegar al agua en sólo dos pasos más. Se sintió capaz de vislumbrar la sonrisa de la diosa y su toque inmaterial traspasando las tinieblas impenetrables que lo envolvían, y ello le convenció de que se había convertido en un nuevo ser, más capaz., intrépido y sabio. Ni siquiera pensó que acababa de superar una prueba ni que la tribu podía hablar de su hazaña durante miles de soles. Volvió al exterior pausadamente pero sin inquietudes ni angustias. La luz del Sol reflejada por el agua infinita le hirió los ojos, pero tenía alas en el pecho.
Para llegar hasta donde se encontraba el templo del Tesoro, había tenido de que caminar durante ocho amaneceres en la dirección del Sol declinante, hasta alcanzar una revuelta tras la cual se abría una bahía maravillosa, llena de ensoñaciones y promesas de ventura. Pero el agua infinita se encontraba a una distancia de muy pocos codos de la entrada, y ése había sido el primer terror que tuvo que superar. Vencer el miedo a que la abultada y rumorosa masa líquida lo engullera y se lo llevara para alimentar a los gigantescos monstruos que cobijaba en sus entrañas. Ya dentro, el terror de los guardianes inmateriales de la diosa había sido de otra naturaleza, más espiritual.
Ahora, frente al Templo del Cataclismo, la anticipación del terror era superior a cualquier espanto que hubiera experimentado jamás. Los bramidos del mamut que cazó al cumplir la edad sagrada de siete soles no le habían impresionado tanto. Ni el bisbiseante acercamiento de aquel dragón del bosque de piedra blanca, cuya lengua bifurcada era tan temible como la boca de las montañas ardientes. Conversar con la diosa en el Templo del Cataclismo era la prueba suprema que todos los machos de su tribu tenían que superar alguna vez a lo largo de la vida, cometiesen o no un pecado tan grave como el suyo. Todos los adultos hablaban entrecortadamente de lo que representaba, pero eran las hembras quienes más lo susurraban entre lamentos, aunque nunca habían tenido que superar esa prueba reservada a los machos. Ningún terror conocido vencía el del recorrido sagrado por el Templo del Cataclismo.

Durante todo un cuarto de Sol, había conseguido embozar su terror simulando dificultades insuperables para encender la antorcha. Pero la habilidad de prender fuego de inmediato era su virtud más encomiada en la tribu, lo que no le disuadió de prolongar la simulación. Casi todos habían debido de adivinar que las aparentes dificultades con la antorcha era un subterfugio ingenuo de alguien tan joven como él, que todavía no había producido de manera legítima un nuevo miembro para la tribu. Durante el último sol, había cubierto a distintas hembras veces incontables, pero ninguna se había abultado todavía. Sólo la profanación que ahora debía expiar había resultado en un hinchamiento, cuyo fruto llegaría mucho antes del solsticio, lo que habría sido su perdición si no cumpliera la penitencia que estaba a punto de culminar.
Justo había tenido que asaltarla a ella. Era una hembra cuya desnudez resaltaba más que las otras, porque tenía poco pelo en el cuerpo. Siempre había deseado cubrirla, era un impulso que desde los siete soles se había convertido en apremiante como el hambre. Llevaba dos soles estirando hasta el límite la cuerda de sus habilidades, tratando de impresionar a la tribu para que todos reconocieran sus méritos y nadie tratase de disuadirle. Pero lo había hecho sin aguardar con paciencia un asentimiento tribal que en aquel caso era indispensable y que tenía muy pocas posibilidades de obtener. En su interior reconocía que ese asentimiento no llegaría jamás, lo que con el paso de las lunas fue trasmutando el impulso en obsesión. Por ello, las miradas golosas de ella y sus insinuaciones llegaron a ser irresistibles.

La antorcha brillaba con fuerza a pesar de que el Sol estaba en su cenit. No podía retrasar más la entrada. Cualquier macho podía venir a golpearlo para azuzarle, sobre todo el chamán. El chamán al que había ofendido. Tal vez no iba a ser capaz de llegar hasta el Templo del Cataclismo por las entrañas de la tierra, a través de todos los obstáculos y pruebas que la diosa pondría en su camino. Pero los que se ocultaba a sus espaldas se estaban impacientando. Llegó a oír la risita nerviosa de alguna hembra. Se prometió encontrar fuerzas dentro de sí, donde ya parecían haberse agotado.

Se dejó deslizar por la oscura boca hasta el conocido repecho que él y sus compañeros habían visitado infinidad de veces, en busca de animales pequeños que comer. La verdadera entrada al templo, un
simple boquete en la roca vertical, casi a la altura del suelo, apenas resultaba visible bajo la húmeda semipenumbra que ensombrecía el lugar, ya que la luz de fuera apenas se filtraba entre los matorrales de la superficie y la estrechez de la boca, una penumbra crepuscular que la antorcha no era aún capaz de despejar.
Tuvo que arrastrarse unos veinte codos, con la antorcha a punto de quemarle el pelo y las pestañas, y de pronto el estrecho pasadizo se abrió a una estancia muy grande pero no demasiado honda, ya que sólo rodó la altura de un oso. Supuso que el techo estaría repleto de afiladas piedras colgantes pero palpó el suelo y no tocó ningún cuchillo. En cambio, había algo parecido a las gradas ascendentes que su tribu había excavado en la ladera de una colina, para oír las consejas y admoniciones del chamán; era como una cascada petrificada, que formaba ondulaciones y pequeños recovecos. También palpó lo que parecía un colmillo muy viejo de mamut y varios objetos de piedra que otros machos habían debido de olvidar en sus incursiones.
No conseguía oír nada que le revelase hacia dónde debía encaminarse para dar con la morada sagrada de la diosa. Ningún rumor de agua le alcanzaba, ni la más leve brisa soplaba sobre su rostro y tampoco conseguía proyectar la luz de la antorcha de modo que el camino se manifestara. Por ello, se vio obligado a recorrer cuidadosamente la planicie sintiendo crecer su terror porque alrededor de esa estancia sí afloraban del suelo grandes cuchillos de piedra. Detrás de estos, presentía la acechanza de horrores infernales.
En las noches de lumbre y consejas, en lo más hondo del repecho que habitaban, algunas viejas que habían rebasado los treinta soles relataban con ansiedad y entre gemidos las pruebas a que la diosa sometía a los que trataban de acercarse a su Templo del Cataclismo. Algunos no habían conseguido llegar al centro del santuario y hasta se habían dado casos de varios que no habían conseguido regresar. Se podía encontrar la muerte a causa de acechanzas que nadie había sabido describir. Ahora, presintió que en cualquier instante iba a topar con una de esas pruebas, ya que era incapaz de decidir hacia dónde dirigirse. Decían que pasada la primera cascada petrificada, había que descender mucho, algo así como altura de tres machos, pero ¿por dónde y hacia adónde?
Supo al instante la respuesta. Su brazo izquierdo, alzado hacia la oscuridad para no tropezar, fue impelido por algo que no sabía determinar qué era. No se traba de alguien que halase ni de ninguna fuerza que lo empujara. Simplemente, el brazo pareció animarse con voluntad propia y lo llevó a todo él detrás, mientras su cuerpo se estremecía torturado por dolores mayores que el causado por los colmillos de un tigre. Notó que caía mucho más de lo que le había parecido que el desnivel representaba, mientras una especie de minúsculos cuchillos de hielo se le clavaban no sólo en la piel, sino también en lo más profundo de las entrañas. De pronto, la oscuridad se desvaneció; todo cuanto creía que le rodeaba fue sustituido por cosas que no podían existir. Ningún acantilado podía ser tan blanco ni tan uniforme. No soplaba la brisa impetuosa y salobre proveniente del agua infinita ni se levantaban guedejas de niebla gélida para herirle la piel. Hacía calor, demasiado calor, como si permaneciera temerariamente muy cerca de una gran hoguera. Nada de lo que vio a primera vista parecía estar hecho por los dioses; había más acantilados igual de uniformes y pulidos, y perfectamente verticales, cubiertos de un blancor mucho más reverberante que el de la nieve; ante esos acantilados, en muchos puntos crecían profusamente hierbas trepadoras cubiertas de flores de color cárdeno y púrpura. El agua infinita estaba cerca, más allá de un acantilado verde que sólo podía adivinar; desde la resplandeciente superficie de agua, soplaba una amable y cálida brisa que transportaba aromas desconocidos pero sensualmente placenteros. Alrededor de la senda lisa y negra que pisaba, todo era verde también. Unos árboles muy pequeños eran agitados por la brisa y regaba hacia él aromas resinosos pero no desagradables, sino todo lo contrario. Esos soplos aliviaban el abrasador calor que a veces le resultaba insoportable.
Quiso dar la vuelta, a ver si esa visión desaparecía. Pero siguió viéndola y sintiéndola como si hubiera sido trasladado a otro mundo que no podía imaginar si sería infernal o divino. Un mundo que desafiaban los conocimientos adquiridos a lo largo de su vida y las consejas y anécdotas escuchadas a los viejos de todas las aldeas que conocía. Suponía que también desafiarían el saber de los más expertos de su propia tribu.
El blanco vertical y florido continuó envolviéndolo mientras avanzaba a ver si reencontraba su antorcha y podía comenzar a ver los cuchillos pétreos tras los que se ocultaban los monstruos. Tras rebasar unos arbustos recortados de modo muy antinatural y rectilíneo, se encontró con una fila de seres parecidos a sus congéneres, pero cubiertos de unas cosas de colores en vez de pelo. Emitían unos grititos ridículos, como pajaritos, y no paraban de cruzar esos sonidos mientras iban moviéndose muy lentamente y todos a la vez, hacia un extraño punto que brillaba mucho. No comprendía qué podía ser aquello, si esa fila estaría formada por los monstruos que guardaban a la diosa o si serían machos y hembras castigados por los seres de las profundidades. En realidad, no era capaz de imaginar nada más monstruoso que los machos y hembras recubiertos con tantas estridencias. Sintió un estremecimiento. ¿Podían ser seres de las profundidades a despecho de la esplendorosa luz que los envolvía?
Para escapar de tan negros augurios, giró sobre sí para volver atrás, y se dio de bruces de nuevo con las tinieblas más impenetrables de las profundidades. Volvía a tener la antorcha aferrada, pero tropezó con un enorme cuchillo de piedra emergido del suelo frente a él. Cuanto pisaba parecía estar compuesto de la misma dura piedra y, sin embargo, el cuchillo resonó al chocar contra él como si fuera la voz del viento.
Todo lo que conseguía iluminar la antorcha estaba formado por etéreos y pesados fantasmas blancos, semejantes a los fuegos nocturnos de los muertos, como para apretar los ojos a causa del pánico. Le habían dicho que todos los cuchillos ocultaban un monstruo cada uno; no conseguía escucharlos, aunque debían llevar mucho rato observándolo. Lo que oía era mucho más terrorífico que voces o pasos de seres oscuros; era un rumor muy lejano y, al mismo tiempo, tan próximo que parecía estar dentro de él, una especie escalofriante de gemido acallado por una mano apretada contra la boca.
Podía sonar como el aullido de un lobo durante una noche de tormenta. O un mamut perdido y herido barritando su agonía. O el silbido del viento, impetuoso, en su recorrido por un estrecho desfiladero. Todo eso podía ser lo que apenas conseguía escuchar.
Hacía esfuerzos casi físicos para lograr identificar el debilísimo rumor, cuando una sombra más oscura que todas las otras se movió detrás del cuchillo más cercano a su antorcha. Tuvo tiempo de verla aunque se desvaneció en cuanto volvió los ojos hacia ella. Sin ruido. Sin dejar olor ni huella ninguna en sus instintos alertas.
Gracias a la experiencia de cazador, comenzó a sentir que estaba rodeado por seres incontables. Eran millones, hablaban entre ellos aunque no pudiera oírlos y sobrevolaban su cabeza en formación. Estaban sedientos de sangre, lo sabía. ¿Por qué no se abalanzaban sobre él?
¿Lo impediría la diosa? ¿Era tan magnificente el templo que necesitaba legiones de guardianes? La estancia de la diosa tenía que disponer de un curso de agua, aunque fuese pequeño; pero por mucho que lo intentaba no escuchaba el agua correr. Con tantos seres infernales alrededor, el único sonido era el misterioso rumor no identificado.
Giró la mirada hacia el lado opuesto a la antorcha. Inesperadamente, la vio. Sonreía. Una hembra etérea y blancuzca que hasta tenía menos pelo que la hembra por cuya posesión se veía en ésas. Estaba sonriéndole, sí. Y no mostraba ningún temor a los tétricos guardianes.
En el cruce de sus miradas detectó el consejo de que no se dejase amilanar y continuara el camino.
Lo hizo. Avanzó unos diez codos hasta sentir que estaba al borde de un lugar bastante más profundo. Reculó un poco por temor a despeñarse hacia la muerte y adelantó la antorcha al tiempo que se agachaba. El desnivel que debía salvar no superaba la altura de un macho, por lo que saltó hacia abajo y en seguida se dio cuenta de que había calculado muy mal, porque siguió descendiendo durante un tiempo indeterminado pero largo. Iba a encontrar la muerte por inexperto. No había sabido hacer un cálculo que todos sus congéneres estaban obligados a realizar constantemente cuando hollaban territorios ignotos en busca de caza.
Lo mismo que la vez anterior, sintió el dolor generalizado y los pinchazos de los minúsculos cuchillos de hielo

Cayó suavemente en un blando colchón de arena dorada, bajo un sol inclemente. La temible agua infinita se encontraba a muy pocos codos y varias hembras muy extrañas estaban inmersas sin temor en el agua. Eran hembras, sí, pero muy diferentes de las que conocía. Sus cuerpos cubiertos solo por una pequeña pieza de colores estridentes que le herían los ojos, no tenían atisbo de pelo, pero el de la cabeza era muy largo y ondulante. El ruido del ir y venir del agua sobre la arena era ensordecedor, pero ellas reían placenteramente sin dejar de exclamar lo que parecían expresiones gozosas aunque no podía entenderlas.
Por mucho que sintiera el calor y por mucho que le envolviera la brisa llegada de la espantosa masa de agua, no creía que estuviera realmente en ese lugar tan extraño.
Este pensamiento produjo el mismo efecto que el despertar de un sueño. Repentinamente, le envolvía de nuevo la oscuridad. Pero se trataba de una oscuridad incompleta; no todo era tiniebla ya que podía distinguir claramente el perfil de los enormes cuchillos emergidos del suelo y algunos de los que pendían del techo y, a mayor distancia, algo que no sabía qué podía ser. Parecía de la misma naturaleza que todo lo demás, pero en vez de pender o emerger en vertical, formaba líneas oblicuas como la lluvia de nieve racheada.
Había oído mencionar un cataclismo muy antiguo, ocurrido hacía más soles de los que podía imaginar. Eso que miraba sin comprenderlo, ¿podía ser una de las consecuencias de aquella vez que la tierra gritó como un mamut malherido?
Al tiempo que se acercaba, cuanto más lo miraba menos lo comprendía. Aquello no podía ser. Nada de cuanto conocía tenía formas semejantes; ninguna montaña desafiaba la verticalidad de la atracción de los seres de las profundidades, de modo que aquello sólo podía ser divino. Aquellas formas incomprensibles tenían que ser por fuerza el aposento de la diosa.
El pensamiento fue como una invocación. Un resplandor, al principio muy débil, le dio la impresión de que podría convertirse en fulgurante, a pesar de que no despejaba las tinieblas. Se trataba de una luz más presentida que vista, con mayor presencia en la mente que en los ojos.
Pero él supo sin ninguna vacilación que estaba ante la diosa, porque todos los dolores, laceraciones, miedos y sobresaltos sentidos durante el recorrido por el Templo del Cataclismo se convirtieron de repente en la más intensa paz interior que había percibido en toda su vida. Dejó de sentir frío y el contacto de sus pies con el suelo; sencillamente, dejó de sentir. Solamente existía esa luz interior débil y fuerte a un tiempo y el efecto que producía en su espíritu, como si el chamán le hubiera dado uno de aquellos cocimientos con los que se volaba y que ahuyentaban a los espíritus. Sentía la misma anestesia, pero ningún sopor. Su mente se encontraba tan alerta como en una pelea a vida o muerte. Pero salvo por ese detalle, podía estar muerto y haber volado hacia el seno de los dioses, porque no era posible sentirse mejor.
No escuchaba la voz, pero la diosa estaba diciéndole que ya no debía sufrir más sonrojo ni culpa, porque había pagado su deuda y estaba en paz. Que saliera rápidamente del templo porque el sol no podía esperarle más y que dijera al chamán que la diosa lo amaba.
Aunque hubiera permanecido eternamente sin moverse frente aquel resplandor que le inundaba, desanduvo sus pasos con una celeridad que no era voluntaria. Aunque creía que había caídos dos veces por alturas insuperables, no halló ninguna dificultad en el regreso y, apagada la antorcha, cuando gateaba por el último pasadizo, notó que al extremo del túnel alumbraba todavía un ligero sol casi dormido.
Salió del túnel y emergió de la hondonada trasfigurado, feliz. No estaba preparado para lo que le vio.
Toda la tribu aguardaba su regreso frente a la boca.
Sonreían y sus gestos expresaban simpatía y afecto.
En el centro y delante de todos los demás, el chamán, cubierto de los maravillosos objetos sagrados de su oficio.
Y, junto a él, ella.
La hembra a la que había abultado reía abiertamente con el brazo de su padre, el chamán, sobre los hombros. Se había desprovisto de los colgantes que la señalaban como servidora de la diosa y alguien había tonsurado sus pechos como una madre cualquiera de la tribu, como si quisieran aclararle que su profanación había dejado de serlo. Desprovistas de pelo, las mamas constituían una invitación al deleite.
¿Qué milagro había obrado la diosa?
Aquélla por la que había estado a punto de convertirse en un proscrito le era ofrecida ahora con el asentimiento de la tribu y, lo que era mucho más importante, con la anuencia del chamán.

jueves, 12 de mayo de 2011

La Fundación Málaga plantea la apertura al público del Cerro del Villar

La Fundación Málaga plantea la apertura al público del Cerro del Villar
La institución propone un modelo similar al de Atapuerca o Altamira, que combina los trabajos arqueológicos con la explotación turística de parte del recinto El sistema serviría para financiar las excavaciones en el yacimiento fenicio.



Quizá los mejores viajes sean los que te llenan la mochila de ideas para cuando regreses. Llegas a lugares más o menos recónditos y caes en la cuenta de que eso que tienes delante podrías aplicarlo en tu vida. Pedro Martín-Almendro tiene esa sensación a menudo. El director de la Fundación Málaga es viajero vocacional, aunque su ocio forma parte de su negocio.

La última excursión le ha llevado a Sicilia (Italia), donde ha visitado un yacimiento fenicio de características muy similares al del Cerro del Villar, descubierto en la desembocadura del río Guadalhorce hace 40 años. Martín-Almendro conoció el sistema de gestión del recinto siciliano y vio que era casi calcado al de espacios como Atapuerca o Altamira: por un lado, un centro de interpretación con una zona visitable para el público y, por otro, un perímetro delimitado para que trabajen los arqueólogos.

Así, el director de la Fundación Málaga comprobó que las semejanzas entre el yacimiento italiano y el malagueño hacían posible la adopción en el Centro del Villar de una organización que combine las investigaciones científicas con la explotación turística de parte del recinto. Una propuesta que ahora la fundación también plantea como «polo de financiación» del yacimiento.

Esta última opción cobra especial importancia en el caso del Cerro del Villar. Han pasado cuatro décadas desde su descubrimiento y los expertos coinciden en la extraordinaria importancia del asentamiento; sin embargo, en este tiempo apenas se ha excavado -y por tanto estudiado- poco más del 10% del recinto. No en vano, se cumplen ya tres años sin que los especialistas hayan podido estudiar el yacimiento.

«Las visitas serían una importante fuente de ingresos para financiar los trabajos de investigación. Este modelo se aplica con éxito desde hace años en diversas zonas del mundo. Además, hay que matizar que esta explotación turística se realizaría en los lugares donde ya hubieran terminado las excavaciones, mientras que los expertos seguirían con su labor en zonas acotadas», aclara Martín-Almendro.

A la espera de respuesta

El representante de la Fundación Málaga ya ha trasladado la propuesta a los responsables políticos. La Junta de Andalucía tiene las competencias arqueológicas, aunque comparte con el Ayuntamiento de Málaga la titularidad de la parcela del Cerro del Villar. Justo esta situación ha sido el caldo de cultivo para los enfrentamientos políticos que han paralizado las excavaciones en el asentamiento.

Martín-Almendro está a la espera de una respuesta de las instituciones, si bien recuerda que este modelo podría aplicarse en breve en el yacimiento malagueño. «Este sistema serviría también para que el Cerro del Villar generara sus propios recursos económicos y tuviera menos dependencia de los presupuestos públicos», concluye el director de la fundación.

miércoles, 11 de mayo de 2011

EL COCHE DEL ITALIANO

El italiano acudía a intervalos irregulares a la taquilla del parking de la estación, donde generalmente pagaba alrededor de cien euros y siempre dejaba una propina de diez. Su coche tenía algo especial, distinto a todos los que Pablo había visto antes del mismo modelo, aunque por mucho que se esforzaba no conseguía precisar en qué consistía la diferencia. Se trataba más de un pálpito que de una certeza, porque lo que contemplaba era verdaderamente un Ferrari 612 Scaglietti, cuya trompa evocaba un mero azul lustroso que estuviera a punto de engullir un hipocampo. Pero cuando lo veía pasar la barrera de entrada, reflejando las hileras de luces en el capó como un espejo, se decía que algo en la carrocería no era como tenía que ser.
También el italiano era especial, no porque dejara el coche cinco o seis días inmóvil, permaneciendo el lustroso Ferrari casi siempre en el mismo lugar, al otro lado de la caseta de los cuadros eléctricos, oculto del todo o asomando la trompa apenas unos centímetros. Lo que a Pablo le desconcertaba no eran las reapariciones inesperadas ni su generosidad, tan insólita, sino sus maneras y sus compañías. Era amable y educado, pero de un modo turbador porque sus gestos ligeramente afectados daban la impresión de enmascarar un autoritarismo implacable. Le daba las propinas con sonrisas cómplices, pero Pablo veía displicencia tras las sonrisas, que disimulaban en realidad el desdén que sentía por el trabajador obligado a permanecer confinado nueve horas en la cabina. Y también los acompañantes le inspiraban preguntas: Culturistas que parecían clonados, anchos y demasiado seriamente vestidos, mientras que el italiano usaba ropa informal y un poco extravagante. Los pasajeros de trenes de largo recorrido tenían derecho a uno o dos días de parking gratis si habían viajado en cualquier categoría superior a “preferente”, y sin embargo el italiano nunca presentaba un billete para reclamar ese derecho. Pablo caviló que si de veras viajaba en tren durante sus ausencias, tal vez no podía permitirse pagar billetes de preferente para cuatro o cinco, y viajaría él también en clase turista porque prefería permanecer con los titanes clónicos.

La primera vez que vio al grupo consideró que se trataba de un capo mafioso con sus guardaespaldas, pero conforme pasaban las semanas iba desechando la idea, porque los jóvenes –tres o cuatro, pero siempre sospechosamente iguales-, mientras los veía acercarse a la cabina recibían de su jefe un trato campechano y cordial, lo que no podía encajar con la imagen que difundían las películas de esa clase de jefes siniestros y despiadados; sobre todo, la última de su idolatrada Palmira, donde la bellísima cantante de sus ensoñaciones permanecía secuestrada por la mafia la mayor parte del metraje, recibiendo un trato cruel que a Pablo le provocaba saltar de la butaca hacia la pantalla para castigar a los maltratadores.
Dotado de buen oído, conseguía aprender frases sueltas en muchos de los idiomas de quienes se acercaban a la ventanilla. El día que saludó “buona sera” al italiano, éste sonrió con júbilo, agitó la mano como si quisiera estrechársela a través del cristal y dejó veinte euros de propina en vez de diez. A partir de entonces, Pablo aprendió más frases: “tutto bene?”, “arrivederci”, “piacere di rivederlo”, no por la propina –aunque también-, sino porque su inquietud no se desvanecía, y aumentaba su convicción de que le convenía caer simpático a ese italiano temible. Le torturaba imaginar que un día descubriera un arañazo o un abollamiento en la siempre reluciente carrocería del Ferrari; ¿cuál podía ser su reacción? Aunque el sitio donde lo dejaba no resultara visible desde la cabina, ¿no culparía en primera instancia al empleado, no le responsabilizaría a él de lo que le haría tronar de indignación?

El misterio aumentó de súbito cuando a Pablo le tocó el turno de noche por primera vez desde que tenía ese empleo, turnos que eran rotatorios y distintos para cada empleado todos los meses en secuencias que se completaban cada cuatro.
Llevaba casi desde el principio examinando con prevención el Ferrari azul, mientras hacía esfuerzos obsesivos por descubrir qué era lo que tenía de diferente. No identificaba nada en la carrocería ni en los anagramas, ni en las lunas, que lo distinguiera de los demás Ferraris 612 Scaglietti. Nada. Sólo un halo enigmático que no conseguía descifrar, mientras se preguntaba si estaría derivando hacia el coche la honda inquietud que el propietario le inspiraba. Por controles que exigía la policía, había que anotar de madrugada las matrículas, modelos y colores de los vehículos que pernoctaban en el parking, anotación que debía enviar por fax a primera hora de la mañana. La primera noche, pasó mucho miedo –tal como sus compañeros más veteranos le habían predicho-, recorriendo el extenso parking, desierto pero con vecindades muy peligrosas y donde no era raro que los empleados sufrieran insultos y agresiones. Ese miedo se combinaba con una expectación inexplicable ante la idea de que tendría que acercarse al coche del italiano; trató de mitigar su inquietud encajándose los auriculares del compact, donde la voz de Palmira era como un bálsamo. Cuando estaba a punto de llegar al Ferrari, reflexionó para tranquilizarse: Puesto que ese coche pernoctaba con tanta frecuencia en el parking y su matrícula había sido enviada innumerables veces a la policía, el italiano debía estar dentro de las leyes; no podía ser delincuente ni jefe de la mafia .
Ya de vuelta a la cabina, tuvo un estremecimiento cuando revivió el momento en que había pasado junto al brillante coche azul, porque sólo conseguía evocarlo con vaguedad. Recordaba nítidamente el recorrido a través del parking, con la carpeta en una mano y el bolígrafo en la otra; hasta podía rememorar ciertas secuencias: Había anotado un Honda CRV vino tinto después de un Mercedes CL65 plateado, un Citroen Xsara Picasso rojo tras un Toyota Highlander negro y un Mazda RX8 a continuación de un Jaguar XK gris. Pero no recordaba el coche anterior al Ferrari ni el posterior y la imagen del coche del italiano aparecía en su recuerdo confusa y evanescente, igual a lo que vio con pavor que estaba ocurriendo con la anotación: Las veces que miró el número de matrícula, el orden de las cuatro cifras variaba, lo mismo que el de las tres letras. La cuarta vez, decidió anotarlos en dos papeles distintos. Volvió a examinarlos unos minutos más tarde, pero las dos anotaciones coincidían. Sin embargo, tenía la ácida convicción de haber leído y escrito frente al coche una secuencia que no era la misma que ahora veía escrita en los dos papeles.

Este recuerdo le dificultó conciliar el sueño cuando se acostó a las nueve y media de la mañana. Su madre trajinaba por la cocina con su obstinada manía de orden y limpieza, y en la calle había niños jugando entre risas y gritos, porque era sábado, pero fue la idea de que los números habían danzado por el papel lo que le desveló varias horas, hasta que la voz de Palmira en los auriculares fue serenándole y conduciéndolo a un paraíso donde ella era placer y consuelo.
Abordó su segunda noche en el parking somnoliento y con talante lóbrego. Cuando oyó la alarma la primera vez, tuvo un sobresalto que le hizo suponer que había dado una cabezada –lo que estaba rigurosamente prohibido-, porque rebotó en el asiento y el compact con el disco de Palmira cayó al suelo. Corrió hacia donde sonaba la alarma y resultó ser la del Ferrari; aminoró la carrera al acercarse; no apreció nada extraño ni merodeaba nadie, al menos que él pudiera ver; extrañamente, el estridente pitido cesó mientras se aproximaba. Confuso, regresó hacia la cabina preguntándose si la alarma había sonado de veras o lo habría soñado. Pero en seguida volvió dispararse; corrió hacia el Ferrari y de nuevo se extinguió el sonido cuando iba a tocar el metal pintado de azul. Se encerró en la cabina con el ánimo cada vez más sombrío; si habían tratado de robar el coche y quedaban marcas del intento, el italiano iba a tronar de indignación. La tercera vez que aulló la alarma no corrió; decidió acercarse sigilosamente y dando un rodeo por detrás de los coches aparcados al otro lado de la caseta del cuadro eléctrico. Lo que descubrió acabó de conmocionarle: Las dos portezuelas estaban abiertas. Despavorido, corrió sin resuello hasta la cabina y llamó a la policía. Tenía que consignar el incidente en el parte donde se registraban los sucesos de la noche y comenzó a hacerlo con nerviosismo, de tal modo que apenas era capaz de leer su propia letra; por ello, postergó la anotación hasta ver qué decían los policías. Cuando éstos se marcharon con expresión de fastidio, tras comprobar que las puertas del Ferrari estaban correctamente cerradas y no había rastros de violencia, se preguntó qué iba a anotar en el parte; no podía soslayar el suceso, porque los agentes también escribirían un parte cuya copia enviarían a la dirección de la empresa. ¿Pero iba a tener que reconocer que había sufrido una alucinación?

Tenía ojeras oscuras cuando abordó su tercera noche de servicio, ya que durante el día apenas había pegado ojo. Era domingo, por lo que a partir de medianoche sólo ocasionalmente se acercaba alguien a la taquilla; escuchó una y otra vez las canciones del nuevo disco de Palmira para no amodorrarse. A las tres de la mañana, emprendió la anotación de matrículas con los auriculares encajados, el volumen del compact al máximo y ánimo macabro. Pero no sintió la angustia de las dos primeras noches al acercarse al Ferrari y supuso que se debía a que el cansancio le había relajado. Anotó la matrícula como cualquier otra y continuó hacia el fondo del parking, mas con la sensación de que no estaba solo; según avanzaba parking adelante, aumentaba el convencimiento de que había alguien más. Llegó a sentir la presencia con tanta fuerza aunque no consiguiera ver ni una sombra, que volvió a la cabina apresuradamente y se encerró. Meditó sobre si podía dejar a medias el control de matrículas; sólo llevaba un poco más de tres meses en ese empleo y aún debían de estar evaluándole, por lo que no le convenía cometer un fallo tan garrafal. Reunió coraje para terminar el recorrido tras dos horas y media de argumentación contra sus propios impulsos, escuchando ya por enésima vez el disco de Palmira hasta el punto de tararear los estribillos sin darse cuenta y, por fin, avanzó resueltamente parking adelante, resolución que se desmoronó como si le hubieran dado un mazazo en la cabeza: El Ferrari se encontraba estacionado dos puestos más allá de donde estuviera hacia menos de tres horas. Con pánico, pasó los dedos por el capó para descubrir que estaba caliente; el motor había estado en marcha hacía unos instantes. Se encerró en la cabina temblando y, tras muchas dudas, resolvió no llamar a la policía; anotó en el parte que una indisposición le impedía completar el control de las matrículas. Cruzó los dedos para que el incumplimiento no le acarrease una reprimenda.

La cuarta era la última noche antes de disfrutar sus dos jornadas de descanso. Llegó a la cabina como quien es conducido a la horca. Sentía el impulso de mandarlo todo al cuerno, abandonar la guardia sin avisar al encargado y dar por perdido el empleo, porque el enigma del coche del italiano se había convertido en un problema que ya no se sentía capaz de resolver. Dedicó la primera hora de vela a la busca de argumentos con que reprimir ese impulso, porque no estaba la situación en su casa como para quedarse sin empleo. Mas cuando llegó la hora del control de matrículas todos los resortes de su cuerpo estaban exigiéndole huir, negarse a seguir sufriendo esa tortura durante tantas noches que aún le quedaban de guardia durante el resto del mes.
A las tres de la madrugada, emprendió la anotación de las matrículas con el sueño ilusorio de que iba a ser la última vez; un prodigio estaba a punto de ocurrir que le redimiría de esa zozobra inaguantable. Hasta podía suceder que Palmira pasara por la estación en el momento más inesperado, porque había leído en una revista que le faltaba poco para terminar la película que estaba interpretando en unos estudios de la ciudad. Las luces fluorescentes componían alineamientos que parecían prolongarse hasta el infinito, como si estuviera obligado a recorrer distancias que superaban todas las capacidades humanas, y aunque era primavera, un escalofrío le recorría la espalda mezclado con hilillos de sudor helado.
Se acercó al Ferrari con humor tétrico; una calima de angustia nublaba sus ojos y le costó gran esfuerzo anotar los números que siempre parecían ser diferentes y que, por ello, aún no era capaz de recordar, contrariamente a la mayoría de los coches que pernoctaban con asiduidad en el parking, cuyas matrículas anotaba ya de memoria. El escalofrío se multiplicó por mil cuando escuchó la voz. Un rumor ininteligible provenía del interior del coche; con el pulso acelerado y voz rota, preguntó:
-¿Hay alguien ahí dentro?
El murmullo cesó. Sobrecogido, rozó el maletero con la yema de los dedos, instante en que el murmullo recomenzó. Sus temores estaban justificados; el italiano era un mafioso cruel que había raptado a alguien escondiéndolo en el maletero amordazado, maniatado y seguramente drogado; tal vez llevaba prisionero los tres o cuatro días transcurridos desde la última vez que usaron el Ferrari; lo habrían abandonado creyendo que estaba muerto, a la espera de encontrar el medio más idóneo de deshacerse del cadáver. Mientras llamaba a la policía su voz era casi un estertor. Tras las comprobaciones, y en el momento de despedirse, el mayor de los dos agentes le dijo con expresión hosca y tono muy desagradable:
-En ese maletero no hay ningún secuestrado ni niño muerto, joder, que estás paranoico perdido. Lo de anteanoche, pase. Pero que hayas vuelto a fastidiarnos esta noche, ya pasa de castaño oscuro. Ni se te ocurra volver a llamarnos como no sea con unos cuantos cadáveres sangrando en medio del parking, ¡coño!

A las nueve y media de la mañana, Pablo comprendió que no conseguiría dormir.
El italiano llevaba más de cuatro días sin sacar el coche, así que según sus cuentas era probable que lo retirase ese martes. Improvisó una excusa para visitar el parking en jornada de descanso: Deseaba acabar de aprender a reparar los cajeros automáticos, cosa que aún no dominaba del todo, pues le resultaría muy útil si cualquiera de las noches de guardia uno de los cajeros dejaba de funcionar. El compañero que permanecía de turno no mostró extrañeza y el encargado le gastó una broma sarcástica sobre la llamada a la policía. Pablo revisó con parsimonia los automatismos, hasta que el italiano llegó con su escolta habitual. Antes de que ellos tuvieran tiempo de irse, se puso al volante de su anticuado Seat Panda y lo mantuvo a ralentí hasta que vio salir el resplandeciente vehículo azul. Afortunadamente, el tráfico discurría a esa hora con lentitud, porque de otro modo no habría tenido ninguna oportunidad persiguiendo a un Ferrari con su agónica y abollada tartana. Conducía el italiano, no un clónico, y sorprendentemente entró en otro parking, uno muy céntrico ubicado junto a los hoteles más lujosos de la ciudad. Pablo siguió tras ellos con cautela. Aparcaron el coche y salieron del parking por la escalera peatonal, que Pablo subió a la carrera tratando de no perderlos de vista; saltó en el último tramo con precipitación torpe, lo que estuvo a punto de hacerle tropezar con uno de los hércules. Pudo recomponerse y seguir adelante aparentando naturalidad, mientras se preguntaba si el personaje se habría separado del grupo justamente porque habían detectado la persecución. Pero el sujeto no le miró a él en particular, sino que parecía querer abarcar cuanto ocurría en los alrededores, mientras los demás se dirigían hacia uno de los hoteles.
Yendo tras ellos, Pablo examinó al portero uniformado; a continuación dio una ojeada a su atuendo: Un chándal, cuyo pantalón presentaba una mancha junto a la rodilla izquierda. El remilgado empleado vestido de librea no le permitiría entrar en el lujoso hall del hotel. No había cerca ninguna cafetería desde donde acechar la reaparición del italiano y su corte, de manera que se apostó en una esquina sin perder de vista la pomposa entrada. Durante las tres horas siguientes el grupo no volvió a salir. Estaba seguro de ello. El cansancio, tras la noche de vela, comenzó a producir efecto y apenas podía mantener los ojos abiertos, por lo que decidió terminar por ese día el espionaje e irse a dormir. Volvió al parking y se preguntó por el forzudo que permaneciera de guardia, a quien no había visto acercarse al hotel. Una vez que pagó el tique y fue en busca del Seat Panda, descubrió con enojo que el Ferrari había desaparecido. Se dio una palmada en la frente. Había sido un estúpido. La clave no era el italiano, sino su coche. Debería haber vigilado el Ferrari y no al conductor, porque era el coche el objeto del trapicheo que se trajeran. Al día siguiente, ni siquiera iría al parking de la estación. Se apostaría en éste, acecharía la llegada del grupo y permanecería junto al Ferrari para ver quién lo retiraba, porque parecía obvio que serían otras personas quienes lo hicieran. Las mafias de altos vuelos funcionaban con intrincadas claves propias.

En cuanto despertó, se dirigió al parking del centro provisto de su indispensable compact con los cinco discos y una bolsa de plástico con dos bocadillos y un refresco, porque suponía que tendría que esperar mucho. Había dormido mal, lo que hacía que fuese inaplazable librarse de esa inquietud que ya duraba demasiado tiempo. Se acomodó en un rincón cerca del espacio ocupado por el Ferrari la tarde anterior, donde espiar sin ser visto. Sentado con las piernas flexionadas y con la espalda apoyada en un pilar de áspero cemento, aguardó las horas suficientes como para sentir calambres en las nalgas, hastío y un fuerte impulso de abandonar. Comenzaba a dar cabezadas, distraído con las canciones en los auriculares, cuando advirtió que el Ferrari azul había sido aparcado ya; fue el movimiento de pasos lo que le sacó del ensimismamiento. Bajo la carrocería del Jeep Grand Cherokee tras el que se ocultaba, contó tres pares de piernas con los trajes oscuros de mafiosos y las del italiano, embutidas en un carísimo vaquero de apariencia raída, bajo el que asomaban botas de cocodrilo con medio tacón. Pero dejó de prestar atención al grupo a causa de lo que estaba ocurriendo en los bajos del Ferrari; vista de perfil, la chapa de la matrícula se había recogido hacia arriba, apareciendo en seguida de nuevo. Distraído con la pregunta de qué podía significar ese movimiento, no advirtió al instante que otro par de pantalones mafiosos descendían del coche y se aproximaba hacia el punto donde se encontraba. En tensión, forzó las piernas y se encogió más aún de lo que estaba. Pareció que el sujeto no le había descubierto, sino que estaba, simplemente, dando una ojeada; esto acrecentó la ansiedad de Pablo. Si trataba de descubrir la presencia de intrusos sería porque –de acuerdo con sus peores intuiciones- el grupo tenía mucho que ocultar. Iba a ser muy poco bienvenido si le descubrían. Fue echándose a un lado hasta quedar tendido en el suelo y, a continuación, se arrastró hasta quedar bajo el Jeep. Por el sonido de sus pasos, comprobó que el sujeto se marchaba también, intuyó que para apostarse junto a la entrada de peatones. Con cuidado por si quedaba alguien vigilando, cambió de puesto de observación; donde estaba, había podido ver sólo pies más el extraño movimiento de la matrícula; necesitaba comprobar quién retiraba el Ferrari.
No tuvo que esperar mucho. Unos veinte minutos más tarde, tres hombres vestidos como los que acompañaban al italiano, o tal vez los mismos –era incapaz de diferenciarlos, tan semejantes parecían-, se aproximaron al Ferrari, precediendo a una mujer alta con zapatos de tacones vertiginosos. Desde el primer instante, percibió que ella poseía algo reconocible tras sus grandes gafas de sol, un aire que le resultaba familiar. Pablo miró de nuevo con fascinación el movimiento ascendente y descendente de la matrícula, que cambió a una nueva combinación de letras y números; obviamente, la trompa tenía que haber sido modificada para albergar ese mecanismo. Absorto en la pregunta del porqué de los números mutantes, no advirtió que le habían cazado. Uno de los guardaespaldas clónicos le agarró por la espalda y le obligó a alzarse. Pablo no intentó siquiera escabullirse.
-¿Lleva cámaras? –preguntó otro de los clones.
-Creo que no.
-Mételo en el coche, para que lo cacheemos. A lo mejor lleva una de esas miniaturas que usan en la televisión para los programas de cámara oculta.
Mientras era obligado a embutirse en el asiento trasero entre las dos moles encorbatadas que le palparon todo el cuerpo, la mujer se puso al volante. El que le había descubierto ocupó el asiento del copiloto y, volviéndose hacia él, le dijo con severidad:
-Estoy seguro de que te he visto antes. ¿Para quién trabajas?
Pablo se encogió de hombros. No comprendía la pregunta; si le reconocía, sería porque le habría visto numerosas veces en su cabina. No quiso darle pistas, porque un traspiés podía perder que perdiera el empleo. Su situación era muy negra, porque la mujer había puesto el coche en marcha. El hermoso y delicado medio perfil visto desde atrás reforzaba su sensación de reconocerla, pero parecía muy contrariada. ¿Qué pensarían hacerle? De improviso, al salir el coche a la luz diurna, el copiloto exclamó:
-¡Es el cobrador del parking de la estación!
-¿Este chico es el mismo que nos obligó tantas veces, la semana pasada, a echar a correr para que no nos descubriera? –preguntó la mujer
-¡Claro que sí! –afirmó el copiloto, dándose una palmada en la frente-. Todas las carreras que nos ha obligado a dar de madrugada este cabrón, cada vez que te apetecía conducir e ir a tomar algo, y tratábamos de sacar el Ferrari por la salida del fondo, sin que se diera cuenta de quién eres, para que no avisara a los periodistas... Y la comedia que teníamos que montar para distraerle uno de nosotros, fingiendo pagar el tique de otro coche... Mamonazo...
-No le insultes, Dany..-la voz de la mujer tenía una musicalidad que aceleró el pulso de Pablo- ¿Por qué me espiabas? –lo miró a través del retrovisor. -¿Alguien te...
Le interrumpió una voz metálica que emergía del salpicadero: “El camino más despejado hacia el estudio de grabación... primer cruce a la derecha...”
Pablo reconoció en la voz robótica del GPS el murmullo que le había hecho creer que había un secuestrado en el maletero, puesta en funcionamiento accidentalmente por su acercamiento al Ferrari.
-¿Lleva cámara, micrófonos o algo... como para una exclusiva de revista? –preguntó ella
-No. Solamente es un fan tuyo bastante maniático. Lo que lleva es un compact y tus cinco discos... Siempre que vamos a pagar con tu manager, Giorgio, y se quita los auriculares, notamos que suenan tus canciones en el compact...
Con el corazón a punto de paralizársele, Pablo comprendió que quien conducía el Ferrari, y quien había tratado varias veces de conducirlo de madrugada sin ser descubierta, era su adorada Palmira. Perdió el miedo y se dejó arrebatar por el júbilo.
Para mal o para bien, estaba a medio metro de ella y a lo mejor hasta conseguía estrecharle la mano.

martes, 10 de mayo de 2011

Omar Ben Hafsún

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`Umar ibn Hafs ibn Ya`fār, conocido en la historiografía española como Omar Ben Hafsún, († 918) fue el caudillo de una rebelión (880–918) contra el Emirato Omeya de Córdoba (Emirato de Córdoba). En la última fase de su rebelión se hizo bautizar recibiendo el nombre cristiano de Samuel (899).
Omar Ben Hafsún nació en la región de Ronda, probablemente en el sitio denominado "La Torrecilla", hoy pueblo de Parauta, en una familia de terratenientes muladíes de origen noble godo, uno de cuyos abuelos se había convertido al Islam. De este modo, Omar por nacimiento era muladí (nombre que recibían los descendientes de los hispano-visigodos convertidos al Islam), no mozárabe (los de los hispano-visigodos que continuaron siendo cristianos), a pesar de su conversión al cristianismo; momento a partir del cual se le puede denominar converso (desde la perspectiva cristiana) o renegado (desde la perspectiva islámica).[1]
Según el historiador D. Isidro García Cigüenza, el origen del apellido de Omar era Hafs y a éste se le añadió el término de "un" que entre los árabes era distintivo de nobleza, quedando el apellido configurado en Hafsún.
De la madre de Omar no se sabe nada; del padre sabemos que murió bajo las garras de un oso; y de sus hermanos, que uno se llamaba Ayyub y el otro Ya`far.
Biografía [editar]
Era descendiente de nobles visigodos, que tras el establecimiento de los árabes en la península Ibérica optaron por seguir las enseñanzas de la ley coránica, convirtiéndose así en los llamados muladíes.
Nació en la alquería que sus padres tenían en el pueblo de Parauta, cerca de Ronda, aunque esta afirmación sobre su lugar de nacimiento entre en discusión con los vecinos de Júzcar por razones puramente topográficas: la alquería era conocida como la alquería de Torrichela y se encontraba junto al castillo de Autha, lo que hoy se conoce como Parauta, actualmente perteneciente al término de Júzcar, de ahí la controversia.
El origen de cómo Omar se convirtió en guerrillero, según recoge el escritor Jorge Alonso García, está en un incidente que le ocurrió cuando descubrió que un pastor bereber le estaba robando el ganado a su abuelo, Ya`far ibn Salim. Omar se enfrentó a él, matándolo. Tras este asesinato, Omar hubo de esconderse en la sierra del Alto Guadalhorce, (Desfiladero de los Gaitanes), refugiándose en las ruinas de un viejo castillo que será el inexpugnable Bobastro, dado que él sabía que sería perseguido por los justicieros bereberes.
Con otros fugitivos como él, empezó a robar por las coras de Rayya y Takoronna hasta que fue capturado por el valí de Málaga, que, desconociendo el asesinato cometido, sólo lo azotó. Entonces decidió escapar al norte de Africa, instalándose en Tahart como aprendiz de sastre hasta que, animado por otro muladí, decidió volver en el año 880 aprovechando el creciente caos interno de Al-Andalus.
Con el apoyo de su tío Muhadir consiguió reunir una partida de mozárabes, muladíes e incluso beréberes descontentos con la aristocracia de origen árabe dominante, y dando muestras de lo que después fuera probado en multitud de contiendas, es decir sus grandes dotes de estratega militar, Omar, como primera medida reforzó y mejoró las defensas del castillo de Bobastro, en el norte de la provincia de Málaga, haciéndolo prácticamente inexpugnable, como se demostraría a lo largo de los más de cuarenta años que resistió los envites de los Omeyas.
Sus huestes se hicieron muy poderosas y numerosas y luchaban con gran valentía en clara rebeldía contra el poder de los emires de Córdoba. Su soldadesca le llamaba cariñosamente "El capitán de la gran nariz". Allá por donde pasaban, las gentes vitoreaban a Omar y a sus hombres, por lo que el emir de Córdoba, Muhammad I, le perdonó y lo tomó como guardia personal a su servicio y junto al general Hashim ibn Abd al-Aziz participó en duras batallas, como la de Pancorbo, donde demostró su bravura ante el enemigo.
Pero lejos de obtener un reconocimiento a su valía y a la de sus hombres, Omar era menospreciado e insultado por los altos mandatarios del emirato, llegando incluso a faltarles la comida o, en su defecto, cuando se la hacían llegar, ésta no reunía las mínimas condiciones. Rebelándose contra el emir, conquistó un gran territorio.
La supremacía militar de Omar se mostraba imparable; este grandioso despliegue militar le llevó a apoderarse de fortalezas como las de Autha, Comares y Mijas.
El emir Al-Mundir, hijo de Muhammad, mandó su ejército, pero sólo recuperaron Iznájar, en 888, por lo que el emir en persona decide partir al frente de sus tropas y asedia Archidona donde los muladíes se rinden siendo ejecutados los defensores mozárabes. Lo mismo ocurre en Priego que también es recuperada por los omeyas.
Tras estas victorias el emir puso cerco a Bobastro, provocando que Ibn Hafsún firmase un pacto con el rey: su rendición a cambio de la amnistía, pero rompió la tregua cuando el emir ya se retiraba, por lo que Al-Mundir volvió al asedio, enfermando y muriendo, sucediéndole su hermano Abdallah.
Durante el emirato de Abdallah las rebeliones internas en Al-Andalus se sucedieron, Omar ben Hafsún aprovechó para firmar alianzas con otros rebeldes y tomar Estepa, Osuna y Ecija en el año 889, conquistando Baena masacrando a sus defensores por lo que Priego y el resto de la Subbética se rinden sin luchar y sus tropas hacen incursiones cerca de la capital, Córdoba. Era un amplio estado, desde Elvira y Jaén por el oeste y por el este hasta la región de Sevilla, y llegando incluso hasta Córdoba.
En el cenit de su poder, Omar Ben Hafsún dominaba las provincias de Málaga y Granada (donde el Emirato tuvo que reconocerle oficialmente como gobernador) y tenía intensas relaciones con los rebeldes de Jaén. En su lucha contra los Omeyas le apoyaron sobre todo los bereberes y los mozárabes.
También estableció contactos con Ifriquiya (Túnez, Libia), primero con los aglabíes y luego con sus vencedores, los fatimíes que eran shiíes pese a que la población seguía la doctrina sunní, así como con Badajoz y Zaragoza. Al mismo tiempo instala un obispo cristiano en Bobastro y construye allí una iglesia convirtiéndose al cristianismo en el año 899 adoptando el nombre de Samuel, e intentando también el reconocimiento de su estado por el rey asturiano Alfonso III.
El Emirato consiguió aislarle en gran parte formando una coalición con los Banu Qasi, una importante familia muladí en la Marca Superior. Abdallah le derrotó el 16 de mayo del año 891 en Poley (el nombre árabe de Aguilar, situado en el sur de la provincia de Córdoba) y allí comenzó su declive. Su bautizo le restó partidarios, pero continuó la lucha desde su fortaleza de Bobastro, hasta su muerte en el año 917. Su hijo Suleyman pudo sostener Bobastro contra Abderramán III hasta 928. La rebelión fue reprimida y el clan de los Hafsún tuvo que irse al exilio. A su hija, Santa Argentea, se la recuerda en la Iglesia Católica como virgen y mártir.

lunes, 2 de mayo de 2011

VERSIÓN BUFA DE LA ESCENA DEL SOFÁ

Escribí esta escena bufa cuando trabajaba como guionista para Pepe Navarro.
No la representó, porque al final decidió hacer su escena donjuanesca… con la Veneno!!


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DON JUAN TENORIO DEL PELÍCANO

VERSIÓN BUFA DE LA ESCENA DEL SOFÁ
Para ser representada el jueves, casi víspera de Difuntos.
Original de Luis Melero. Tel. 629 708 617
Personajes: don Juan, PEPE, doña Inés, LOLES LEÓN


Juan:
¿A dónde vais, doña Inés?

Inés:
Dejadme salir, don Juan.

Juan:
¿Que os deje marchar?

Inés:
Dejadme,
que si no vuelvo a las once
mi padre me quitará
la mesada, y me pondrá
carabina por las noches.

Juan:
A vuestro padre informé
que estáis en mi compañía.

Inés (palmoteando):
Y... ¿podré volver de día
y con vos amanecer?

Juan:
No achuchéis, que la velada
acaba de comenzar.
De momento, procurad
para mí bollo o bocata...

Inés (frunciendo el ceño):
Lo de vos, don Juan, no es
romántico devaneo.
La carpanta os da mareos
y por si mordéis... me iré.

Juan:
Tranquilízate, ricura;
siéntate aquí por un rato,
que me aprietan los zapatos
y tengo dos rozaduras
(se sienta).

Inés:
Tal os pasa por comprarlos
en mercadillo boutiq (ue)
¿Queréis que me siente ahí
para un jamoneo darnos?

Juan:
Esa cruel acusación
ignora lo que me duele
la próstata desde el jueves...
Pues... mi "moral"... descendió.
Mas si vos, al mencionar
"jamoneo" preguntáis
si yo quiero un piscolabis,
¡acabáis de acertar!.

Inés:
¡Quitad, don Juan, ay, quitad
de vuestros labios la hambruna!.
Ved cómo brilla la luna...
¡Quiero con vos retozar!
(se echa encima de él en el sofá)

Juan:
¿No es verdad, ángel de amor,
que en esta apartada orilla
están asando sardinas
y hasta aquí llega el olor?
Y con la "guza" que tengo
mis tripas se convulsionan.
¡Oid, mi bella paloma!

Inés (acercando el oído al vientre de don Juan):
¿Tenéis solitaria dentro?


Juan:
No es solitaria, que es
ayuno de una semana.
Procuradme unas patatas
con costillas... y un café.

Inés:
Oh, don Juan, ¡qué pesadez!
Ya sabéis que en el convento
no nos llega el presupuesto...
¿Vamos, por fin, a yacer?
(Trata de meterle mano).

Juan:
Sentid cómo se estremecen
mis jugos gástricos viles.
¿No tendrán vuestras monjiles
cocinas arroz con leche? (a cada pregunta, Inés niega)
¿O algo de tocino fresco?
¿O un potaje de judías?
¿O un pinchito de tortilla?
¿O un bocadillo de queso?
Mi carne, trémula está
por la carpanta que tengo.
¿Paloma mía, no es cierto
que una baguet (te) me darás?

Inés:
Ni baguette... ni potaje.
¡Si la abadesa se entera!.
Abridme la cremallera
y vos, quitaros el traje
(Trata de meterle mano, él se encoge).

Juan:
Tened por Dios compasión,
tened por Dios caridad...
Una morcilla tomad
y ponedla en el fogón...
o de cerdo unas manitas...
o unas galletas María...
¿No veis, gacela mía,
cómo mi cuerpo se agita?

Inés:
¡Jolines, qué aburrimento!
Yo sí que estoy agitada,
pues llevo una temporada
que ni una rosca meriendo.
Desnudad las galanuras
de vuestro atlético cuerpo
y recorredme este cuerpo.
¡Hacedme mil florituras!
(le ataca de nuevo).

Juan:
Vuestras palabras están
filtrando insensiblemente
mi corazón... Mas traedme
al menos café y croasán...
O un tocinillo de cielo...
¿No podrías, bella estrella
darme donut o madalena
o un flan de coco y de huevo?

Inés:
¡Ah, callad, por compasión,
que oyéndoos me parece
que no tenéis intereses
por mi volcán de pasión!.

Juan:
El solo volcán que anhelo
es la lumbre de un fogón
donde se cueza el mejor
plato de lacón con grelos.

Inés:
¿Cómo podré, ay de mí,
lograr que abráis vuestros brazos
y que me deis un pedazo
del placer que antaño os di?
¡Don Juan, don Juan, yo te imploro
por la gloria de tu mare!:
Olvídate de potajes.
¡Rodemos por los rastrojos.

Juan:
Alma mía, esas palabras
mi hambruna no desbaratan.
¡Podría comerme una vaca
y una docena de cabras!.

Inés:
¿Tal vez Satán puso en vos
tan formidable apetito
para volverte un poquito
o un mucho mariposón?

Juan:
Bueno, un poquito... tal vez,
pues toda esta temporada
de hambre tan desaforada
tuve que desmerecer
y buscarme los bocatas
entre basuras y latas...
¡Hasta que apareció él!

Inés:
¿Él... quién?

Juan:
Don Luis Mejía,
que, muy ladino, ofreció
hacerme rey y señor
de albergue y posadería...
Y tan pronto comprendiera
que entre vos y don Luis
como más allí que aquí...
crucéme hacia la otra acera.

Inés:
En ese caso, abordemos
francamente la cuestión:
Ya no yaceré con vos...
y, por lo tanto, bordemos.
(Cogen dos bastidores y se ponen a bordar)