martes, 17 de agosto de 2010

LOS TERCIOS DE OMAR CANDELA. 17ª Entrega



XXI – Enfermería

Había estado muy bien en la novillada de Ibiza y razonablemente bien en Játiva, pero el Cañita continuaba enojado. No había querido, como le prometiera, permanecer un par de días en Madrid ni tampoco lo llevó el lunes a la barra americana y mantenía desde el sábado una expresión severa bajo la que el novillero notaba que contenía las ganas de estallar con reproches cada vez que Omar cometía algún fallo en el tentadero. Había terminado el entrenamiento del miércoles y el novillero se sentía miserable, porque el enfado era el más prolongado que recordaba, y el desdén y el tono cortante con que Manolo lo trataba le hacían sentir inseguro.
Luego de ducharse, salió cabizbajo en busca de su apoderado, suponiendo que no le habría esperado, como hiciera el lunes, obligándole a volver a su casa andando. Pero el Cañita se encontraba medio sentado en el capó del coche y su expresión no era ya tan hosca como el resto de la tarde, seguramente a causa de que había rematado los ejercicios con dos bonitos afarolaos sobre el toro de mimbre, pases que había celebrado con dos olés involuntarios. Ello le dio valor para preguntarle:
-¿Por qué será que me escuece al orinar, don Manuel?
-¡Coño! ¡Así que ni siquiera tuviste el cuidao de ponerte un condón! Te voy a partir la cabeza.
-¡Qué he hecho ahora, joé!
-¡Tienes gonorrea, leche! Vamos ahora mismo a Málaga.
Pasó todo el viaje refunfuñando, con el enfado reverdecido.
-Te está bien empleao, pa que aprendas. Ahora, a ver si te quitan pronto esa porquería y no tenemos que suspender la novillá de Colmenar Viejo. Te partiría la cara, si no fuera porque ya me has costao demasiao caro y no quiero cargar con los trastos rotos.
-¡Joé, don Manuel, yo no tengo la culpa!
-¡Que no tienes la culpa! -bramó el apoderado-. ¿Es que no te lo tengo advertido? Nunca folles sin condón, ¡mierda!, y nunca lo hagas menos de cuarenta y ocho horas antes de una corría. ¿Sabes lo que te digo, niño? Me parece que voy a mandarte a tomar por culo. ¡Ya me tienes harto!
-¡Don Manuel...! -gimió Omar.
-¡El sida es lo que acabarás cogiendo, con esa picha loca que tienes!
El diagnóstico del médico contribuyó a rebajar la tensión. Tenía unas décimas de fiebre, que Omar no había advertido a causa de su preocupación por el malhumor del Cañita, pero habían abortado el mal a tiempo y bastarían tres inyecciones para dejarlo nuevo. Tras el pinchazo, ante el que el novillero se comportó con las quejas y el miedo propio de un niño, Manolo Rodríguez lo precedió hasta una cafetería. Sin hablar, le señaló una silla con expresión altanera. Una vez que ordenaron sus pedidos al camarero, el Cañita apretó los labios y dijo con tono muy seco:
-Mira, Omar, hasta aquí hemos llegao. Yo ya estoy mu mayor pa aguantar tus cosas.
El joven bajó la cabeza. Sentía ganas de llorar, pero trató de que no se le notasen. Murmuró:
-¿Y qué hacemos con las novillás que están en firme?
-Haz lo que te dé la gana. A mí no me necesitas pa ir a esos sitios. Es poco lo que pagan, pero puedes salir ras con ras.
-Pero sin usted...
-¡Eso es lo que hay! No quiero morir de un infarto.
-Sin usted... -insistió.
En el fondo del pecho, el Cañita sentía piedad por el joven, pero verdaderamente había agotado su paciencia. Trataba de no recordar el miedo que pasó durante la faena de Ibiza, con el corazón encogido por la convicción de que el novillo percibiría el olor de las vaginas nórdicas. Luego, en Játiva, había tenido palpitaciones toda la tarde, y hubo un momento en que, al recibir Omar un achuchón del bicho durante la faena de muleta, sintió que iba a darle un infarto. Sí, había pasado el sábado y el domingo con los síntomás que precedían los infartos, según lo que le contaban sus amigos del Club Taurino; adormecimiento de la mano, dolor en el hombro, calambres en la pierna izquierda. Al niño empezaban a crecerle las alas y, con suerte, podría volar solo y él no tenía ninguna obligación de exponerse a morir. Pagó las consumiciones y abandonó la cafetería sin despedirse del muchacho, arrastrando los pies y, de nuevo, con el hombro aguijoneado por el dolor. Omar lo observó a través de la cristalera mientras se alejaba; caminaba con los hombros abatidos, la cabeza gacha y andares vacilantes; ignoraba por qué, pero comprendió que la ruptura era definitiva y no tenía arreglo. No podría disuadirlo robándole un abrazo. Todo había terminado.
Los ocho días que siguieron fueron el mayor tormento que Omar había conocido en su vida. A diario le decía su madre que fuera a pedirle perdón a Manuel Rodríguez, aunque no le había contado el motivo del disgusto, pero siempre se negó, porque las cosas habían quedado más claras que nunca. De repente, la compulsión erótica presentaba tanto decaimiento como su humor. Le asombraba inventariar los días que llevaba sin encuentros sexuales, admirado de poder resistirlo y de no sentir ganas de masturbarse, ni siquiera con las telarañas del sueño al amanecer. El dueño del cortijo le permitía entrar en el tentadero, pero ya no había quien pagase al peón, así que no podía entrenar con el toro de mimbre y sólo trataba desmañadamente de dibujar posturas con el capote y la muleta.
Los síntomas de la gonorrea habían desaparecido. Dispuesto a no volver a cogerla jamás, puso condones en todos los bolsillos de sus pantalones y camisas.

No hay comentarios:

Publicar un comentario