viernes, 7 de octubre de 2022

EL MUCHACHO DE TIRO... ¿Fundó el Cerro del Villar?

EL MUCHACHO DE TIRO Los dioses eran tan despiadados que no podía pedirles ayuda, porque las plegarias humilladas ocasionaban su ira y les sacaban de quicio, lo que inclinaba a los dioses a martirizar tormentosamente al suplicante. Ya no recordaba cuándo había comido hasta saciarse, si es que alguna vez lo había hecho, y había olvidado si nunca durmió sobre un jergón mullido y sin terrores.
En su memoria obnubilada por el hambre y el cansancio, hervía como un mal sueño que alguien le había dicho “ya tienes edad de ganarte el sustento y nosotros tenemos demasiados a los que alimentar. Sal a robar en los muelles o nada hasta la isla y recala en las aguas del mar, donde encontrarás mucho con que saciar tu hambre”. Hiram no recordaba cuánto tiempo haría de eso, pero a diario suplicaba a Astarté que ningún marinero le partiera el espinazo de una patada si lo sorprendía robando pescado en la cubierta de las naves, tan flaco y débil se sentía. Sobre todo, rogaba a Astarté y a Malac no ser usado como mujer por los ansiosos y desbocados marineros. Les temía a todos, principalmente cuando acababan de desembarcar tras una travesía muy prolongada y bajaban la pasarela desnudos exhibiendo impúdicos y orgullosos el bronce del sol en su piel y el enhiesto deseo en sus genitales. A pesar de su impudicia, le parecían dioses de otro mundo, con sus formidables miembros y los hombros de titanes, enrojecidos por el sol y el tinte de su ropa, y con frecuencia aplacaba el furor y el odio de algunos de esos marineros ofreciéndoles los primeros caracoles que conseguía encontrar en las profundidades cenagosas. Su pecho no estaba aún desarrollado como para coger bocanadas grandes de aire que le permitieran permanecer más que unos instantes arañando el oscuro fondo arenoso La dificultad iba aumentando en muy poco tiempo, porque al tercer o cuarto caracol que desenterraba, la nube de polvo ascendía, desdibujando por completo el fondo e impidiendo seguir la búsqueda. Por desgracia, por muchos caracoles que Hiram llevara a la superficie apenas recibía a cambio unas migajas de pan o un par de sardinas. La búsqueda de esos caracoles era una tarea sin fin, pues aseguraban que eran necesarios muchos millares para extraer el tinte suficiente para una sola túnica, que únicamente podían permitirse las grandes fortunas. Paradójicamente, tales dificultades ocasionaban que nunca le faltase ese trabajo, a la espera de adquirir corpulencia de marinero que le permitiera embarcarse en busca de las cantadas riquezas lejanas. Una vez, tras la llegada de un navío grande que había permanecido ausente muchas lunas, escondido entre enormes ovillos malolientes de sogas, pasó gran parte de la noche aterrorizado por los horribles quejidos de otros niños mendigos del puerto, mientras eran usados por los fogosos marinos recién llegados; el pavor le mantuvo desvelado, porque esos niños, que eran sus competidores en las raterías, parecían sufrir torturas insoportables bajo el peso convulso y jadeante de tales marineros. Hastiado y desesperado, al amanecer tuvo una feliz ocurrencia. Encontró en los muelles un sucio retazo de vela marinera que parecía abandonado; permaneció todo el día escondido, observando a hurtadillas ese tesoro, y no se atrevió a apoderarse de él hasta que Astarté se llevó al dios Sol a hacerle compañía. Con la tela en sus manos, a tientas, calculó que el tamaño del retazo le permitiría coser con esparto para formar una bolsa que se anudaría a la cintura. Con ella, no tendría que salir tantas veces a la superficie junto al muelle para descargar los caracoles, ascendería de vez en cuando para coger aire colgado de los cordajes de algún barco, y en seguida volvería al fondo; sólo saldría a la superficie cuando el peso de los caracoles le dificultase el trabajo. Así lo hizo durante un par de lunas completas. A Hiram le bastaron cuatro o cinco inmersiones para acostumbrarse a regresar a la superficie a pesar del lastre de la bolsa casi llena de caracoles. Tan solo una vez intentó llenarla a rebosar, pero las abundantes espinas llegaban a atravesar el duro tejido y clavárseles en la piel, así que moderó su ambición y su impaciencia, y ya nunca llenó del todo el precario artilugio, a pesar de lo cual lo obtenido a cambio de su pesca diaria multiplicaba por diez lo que consiguiera antaño. Feliz por la riqueza repentina que la bolsa le estaba proporcionando, se aplacaron las torturas de su mente y se abrieron sus oídos, de manera que mientras descansaba enganchado a un barco, encogido para no ser descubierto, se aficionó a espiar las chácharas de los marineros. Todos hablaban enfáticamente de las riquezas y maravillas que veían cada vez que navegaban lejos. La isla, que era la zona más tradicional y cosmopolita de Tiro, era permanentemente un hervidero de chismes y experiencias llenas de magia y fortuna, que embrujaban la cabeza de los más jóvenes. Ningún marinero mencionaba las miserias de navegar hacinados en espacios demasiado estrechos e insalubres ni de los peligros con que tropezaban al varar en cualquier tierra desconocida y frecuentemente inhóspita, siempre llena de salvajes belicosos, ni de las muertes frecuentes que sufrían en infinidad de circunstancias. Más allá del horizonte, sólo había maravillas. Fortalezas con murallas de oro y zigurats de piedras preciosas. Playas llenas de mujeres desnudas y complacientes. Arenales con más perlas que arena. Y caracoles. Había playas con tantos caracoles en los rompeolas, que podían llenar un barco en una sola jornada. Y ni siquiera era necesario sumergirse demasiado, porque en muchos sitios tocaban en el rebalaje los caracoles con los pies sin tener que sumergirse. Eso tenía que verlo. Aunque los prodigios descritos por los marineros le hacían soñar, a pesar de que en el fondo de su mente fluía un pequeño caudal de escepticismo, la lejana profusión de caracoles borraba todas las defensas de su credulidad. Esos lechos de caracoles tan abundantes como los cardúmenes de sardinas, tenía que verlos y apoderarse de ellos. De manera que comenzó a germinar en su ánimo la determinación de intentar la arriesgada aventura de colarse de polizón en uno de aquellos barcos. Aplazó muchas veces la decisión, porque de los barcos que veía preparar para hacerse a la mar ninguno le parecía equipado ni suficientemente grande para alcanzar los remotos paisajes de los mitos marineros. Su vigilancia y atención dieron resultado una primavera, después de amainar las tormentas que llenaban de monstruos el mar. Una mañana, vio aparecer majestuosamente desde el continente un “anayat melek” o barco del rey. Pasmado por el esplendor de esa nave, se planteó temerariamente colarse en ella, pero pronto cayó en la cuenta de dos impedimentos: ese barco estaría mucho más vigilado que los demás y no podría permanecer mucho tiempo como polizón, y el barco del rey no se ocuparía directamente de las peligrosas expediciones en busca de riquezas y caracoles. Por lo tanto, Hiram reprimió su impaciencia y su hambre mientras rogaba a Astarté que apareciera un barco grande y poderoso, capaz de arribar a los confines fabulosos de los que hablaban sus mitos. Fueron pasando los soles y hasta alguna Luna, e Hiram temió que le alcanzara la bochornosa inundación solar de los tiempos centrales, cuando todavía sería mucho más peligroso esconderse en un barco lleno de malahim cansados, hambrientos, lujuriosos y borrachos, y donde un escondite demasiado estrecho no impediría que lo descubrieran varios marineros a la vez, que lo usarían hasta acabar con su vida. Lo vio llegar una mañana gris que trajo una corta tormenta. Todavía a una distancia de medio sol del puerto, resultaba impresionante. En seguida cayó en la cuenta de que ese barco asustaría a los pueblos salvajes que lo vieran llegar con su gigantesca vela roja y los gritos acompasados de los remeros, que podían oírse a la distancia. Ese iba a ser su escape. Aguardó pacientemente el varado y anclaje, cautelosamente escondido tras uno de los numerosos fardos de los muelles. De cerca, el barco era largo y tenía claramente dos cubiertas; en la más baja, había unos sesenta remeros. En las bordas de la cubierta superior colgaban los escudos de los guerreros, que totalizaban unos ochenta. El mástil, altísimo, llevaba más de una gran vela cuadrada. En el mascarón de proa resaltaba, junto a un ojo con forma de pez pintado a cada lado, un bello rostro de muchacho tallado entre otras figuras, falos gigantescos y otros torpes símbolos sexuales; más abajo, un fuerte espolón con punta de bronce, dispuesto para hundir barcos enemigos. Hiram lo contempló con detenimiento asombrado; a la altura de la cubierta inferior, el casco mostraba una hilera de troneras a unos cinco palmos de la borda, por donde asomaban los formidables remos. Le asombró que aunque los remeros fueran protegidos del sol y demás inclemencias, bajo techo, sus acompasados gritos y consejas fueran oídos tan lejos cuando se acercaban a puerto. La cubierta estaba llena de fardos, muchos, simples sacos muy abultados por frutos o cosas semejantes, pero otros muchos eran cajas cuidadosamente claveteadas y cerradas, que seguramente contenían las riquezas de las que tanto se jactaban. Vigilaría ese barco el tiempo que fuera necesario, porque decidió que sería ahí donde se escondería de polizón. Le desalentó algo ver bajar por la pasarela a un malahi desnudo, que daba las impresión de complacerse en exhibir su formidable musculatura teñida por el sol y la púrpura, mientras balanceaba un órgano sexual descomunal que daba miedo aunque a nadie parecía llamarle la atención. Uno de sus brazos sujetaba un pesado fardo no muy grande, que debía de contener su parte del botín; el brazo tensado era impresionante, rebosante de anfractuosidades; sería terrible ser castigado por una extremidad así. Ansió que ese hombre no permaneciera con la tripulación el día que pudiese esconderse en su barco. La espera se prolongó tanto, que muchas veces estuvo a punto de desistir y abordar cualquier otro que pareciera salir a explorar. Sin embargo, le retuvo la convicción de que ningún otro navío podría disponerse a llegar tan lejos. El gran problema de la espera era que, a pesar de la mala e insuficiente alimentación, notaba que sus hombros se ensanchaban y sus piernas y brazos, cada vez más voluminosos, comenzaban a cubrirse de un fino vello dorado. Consideró que cuanto más tiempo pasara, le resultaría más difícil esconderse con seguridad y pasar inadvertido en un barco con tan numerosa tripulación. El anyt ym no volvió a izar las velas hasta seis lunas más tarde. Lo abordó de noche, escalando el casco por el lado contrario a donde estaba amarrado a puerto. El escondite que eligió Hiram no parecía muy seguro, porque a su cuerpo encogido no lo cubrían las sombras del todo, pero se esforzó por comprimirse imitando a las lapas, pegado a un fardo lleno de naranjas en el hueco imposible que lo separaba de otro rebosante de piñas. De madrugada, notó que un rb anyt se encaramó sobre el cargamento de provisiones, por lo que Hiram tuvo un instante de terror cuando le pareció que miraba brevemente hacia su escondite. Astarté presidía precariamente el pequeño castillo del buque, pero a nivel de cubierta, la diosa Malac presidía dominadora los movimientos cotidianos de los marinos. Al principio, a Hiram no le extrañó la desnudez completa de la diosa; sólo tuvo un atisbo de entendimiento cuando vio a uno de los anyt yn meter a medias su mano por una rendija de la entrepierna de la estatua. Esto le consternó, porque no se acostumbraba tocar a los dioses, pero esa Malac de los marineros parecía tener más funciones que protegerles de los peligros del mar, ya que un par de noches más tarde descubrió que otro marino introducía su falo en la estatua y se refocilaba como si se hubiera vuelto loco. En lugar de escandalizarse por el sacrilegio, Hiram sintió crecer su pavor, calculando lo que podría pasarle si ese marinero o cualquier otro lo descubría, porque tenía que reptar con demasiada frecuencia en busca de alimento, ya que su cuerpo estaba experimentando novedades que le producían hambre creciente. En ese espacio menor que su cuerpo, Hiram perdió la cuenta de las Lunas transcurridas, ya que el hambre insatisfecho obnubilaba sus miembros y su entendimiento. Algunas veces, se atrevía a arrastrarse como una serpiente en busca de cualquier resto comestible medio podrido entre los bultos, tras lo cual, siempre le parecía al volver que el hueco se había vuelto más estrecho aun. No comprendía ni tenía modo de comprobar que sus volúmenes aumentaban a pesar del hambre, notando estupefacto que surgía pelo abundante donde nunca lo había tenido. Durante unas cuantas Lunas, el barco se acercó a distintos lugares, pero sin varar, porque los expedicionarios que abordaban los arenales volvían negando con aspavientos. Hiram no llegó siquiera a asomarse del todo, ya que las visitas frustradas duraban muy poco. Pero un amanecer notó mucha agitación. Todavía de noche, habían bajado a la playa siete expedicionarios, que volvieron muy pronto y tras sus gestos y descripciones, toda la tripulación se puso en movimiento. Oyó que en la cubierta inferior, los remeros recogían los remos del todo, los amarraban en haces como si la travesía hubiera terminado y se sumaban a lo que estuvieran organizando el rab y los principales malahim. Aprovechando la agitación, Hiram se atrevió a asomarse a la borda. Estaban en medio de una estrecha ría, cuyas dos orillas arenosas distaban poco. A pocos centenares de codos de la derecha, se alzaba una sólida muralla de troncos tras la que ascendía el humo de muchas hogueras de quienes estuvieran preparando sus primeras comidas del día; más allá del humo, observó que se recortaba un monte oscuro que semejaba un formidable guardián de la playa, cubierto de rocas pizarrosas como si formaran parte de una armadura guerrera ciclópea. Entre algunos bosquetes de ese monte, desdibujados por la calima, había cabañas y alguna hoguera matinal. Evidentemente, la empalizada de la playa se trataba de una población grande que, seguramente, no aceptaría mansamente invasiones de extranjeros.. Se preguntó con pavor si iba a encontrarse en el centro de una guerra cruel, aunque nadie en el barco mostraba signos de temor ni de alerta. Una expedición de veinte malahim desembarcó con sigilo por la borda de babor, oculta a la ubicación de la ciudad, para no ser vistos. Como su cautela había dejado de ser necesaria, Hiram se alzó del escondite a fin de observar el rumbo y las intenciones de la expedición, momento en el que un fornido malahim malcarado lo descubrió y se lanzó hacia él. Hiram corrió presuroso hasta la borda y se lanzó al agua; aunque había poca profundidad, pudo refugiarse bajo el casco conteniendo la respiración, hasta que el malahim que lo había descubierto perdiera el interés. Durante unos instantes, se maravilló porque el fondo arenoso estaba alfombrado profusamente de caracoles, lo que podría hacerle rico si no se encontrara tan lejos de Tiro. Aún con la respiración contenida pero a punto de reventársele los pulmones, recordó que tenía que huir. Hiram buceó en la misma dirección que había visto alejarse los expedicionarios, pero cuando consiguió tocar tierra los había perdido de vista. Como había notado que su cuerpo había alcanzado ya casi la altura de un hombre, decidió no exponerse a ser visto y se arrastró playa arriba, hacia el tupido bosque situado a no demasiados codos de distancia. Entusiasmado, descubrió en el bosque muchos frutos desconocidos y raíces suculentas, de modo que satisfizo del todo el hambre por primera vez en mucho tiempo. Permaneció varios soles escondido en el bosque, atento a cuanto sucedía en el barco a ver con cuántas riquezas volvían los expedicionarios, pero a la séptima noche su sueño fue alterado por el fragor de una turba vociferante de salvajes desnudos que, armados con antorchas, bajó por la playa hacia el barco, que incendiaron aunque era más impresionante el griterío que el fragor e las llamas. Al comenzar el alba, Hiram comprobó con desconsuelo que el barco había dejado de existir, atufaba la pestilencia de carne quemada y el agua presentaba un turbador color entre pardo y rojizo de la sangre. Sólo unos pocos salvajes permanecían en la playa, como si quisieran asegurarse de que la ciudad ya no corría peligro, pero la mayor parte de los atacantes había vuelto a ocultarse tras la empalizada y podía oír lejano el eco de risas, celebración y burlas.. Acurrucado y sin salir nunca a la luz de la playa para que no pudieran descubrirlo, Hiram permaneció tres Lunas esperando que otra expedición de Tiro llegase y se interesara por las riquezas que pudiera haber en ese lugar, pero el tiempo pasó mientras él comenzaba a sentir necesidades nuevas muy desconcertantes y a veces angustiosas, que la soledad no podía satisfacer, ni aunque imitara lo que recordaba haber visto hacer de noche a los marineros, a escondidas, durante la travesía. Hastiado y triste, un día caminó en dirección contraria a la ría, obligado a vencer los hirientes impedimentos de la frondosidad casi impenetrable del bosque. Por fin, dos soles más tarde, encontró una nueva playa, que descendía hacia un estuario muy ancho y lleno de vida animal. Examinó con atención hacia el norte, el oeste y el sur para asegurarse de que no hubiera ninguna población cerca; si la había, debía de ser muy lejos río arriba, ya que un par de veces vio a un pescador llegar a pescar junto a una colina arenosa situada enfrente, donde la pesca debía de ser muy abundante, Dedujo que ese pescador desnudo y pintarrajeado de azul llegaba de muy lejos, porque no navegaba una barca, sino sentado a horcajadas en un tronco muy grueso y sin remos, paleando con las manos para avanzar. El tronco era de un árbol mucho más voluminoso que los del bosquecillo donde estaba, por lo que debía de proceder de mucho más arriba del río. Comprendió que sólo podría considerarse a salvo en aquella isleta sin vegetación ni hierba situada al otro lado del río, pero aislada entre dos anchos brazos del estuario. A poniente de la isla, calculó que habría otra playa en declive, que le ocultaría. Así que fue el lugar que eligió para aposentarse. Luego de varios soles de indecisión apesadumbrada, nadó muchas veces para regresar con troncos y arbustos con los que compuso una precaria vivienda. Examinó el resultado con impotencia, porque no era una construcción de la que enorgullecerse, pero carecía de fuerzas para más. La modestia del refugio era vergonzosa. Tendría que disimular algo ante sus propias entendederas, encontrando el modo de decorar el exterior, con objeto de no exasperar a los espíritus propios de esos parajes, cuyo talante desconocía. . Encontró tres variedades de flores secas y altas y orgullosas cañas, pero también tenía que proveerse de dioses a los que pedir protección contra tales espíritus locales. Con un tronco rechoncho hendido por un rayo, se imaginó que era la diosa Astarté, grabó con una contra una torpe silueta en el tronco y la colocó en lo más alto del terreno como protegiendo la vivienda, pero otro tronco que decidió que sería Malac le dijo que estaba furiosa, porque lo había protegido de las maldades de los marineros durante la travesía desde Tiro, y ahora le pertenecía. Se lo dijo con los ecos funestos de una tormenta estival de granizo, que pareció dispuesta a llevárselo volando para morir junto al dios Baal, cuyo perdón solicitó entre aullidos de terror. Temblando, Hiram se lanzó sin miedo desde la altura hasta la cálida arena y, con miedo reverencial, apartó unos codos a Astarté para colocar a Malac en lo más alto. De inmediato, el tosco tocón que representaba a Malac resplandeció como el sol de la madrugada y en el miedo interior de Hiram se dibujó una sonrisa. Había sido tan intenso el pavor del arrebato de Baal, que el adormecimiento lo rindió. De repente, la isla, que no era tan grande como Tiro, se cubrió de una animada ciudad cuadriculada como una muralla babilónica, llena de gente feliz y despreocupada que cantaba y bailaba a todas horas, millares de ánforas y vasijas se secaban al sol por todos lados y el humo de los hornos se elevaba mansamente por doquier, mientras centenares de barcos enfilados en vendejas o anclados en sus muelles, cargaban o descargaban mercancías. Despertó y al recordar que estaba solo, se echó a llorar. Sintió en la entrepierna el ardor y la urgencia del despertar masculino, lo que le hizo pensar en muchachas, tan inalcanzables en sus circunstancias como el favor de Baal. Dedicó un par de lunas a sumergirse en busca de caracoles espinosos, que amontonaba en la playa sin objeto. No tenía ni idea de cómo se obtenía la púrpura ni tenía a quien vendérsela. Tras amargas lunas de aburrimiento y tristeza, decidió que ya era un hombre, que necesitaba raptar a una mujer y crear una familia bajo la protección de Malac, porque la vida le forzaba a fundar una ciudad aunque fuera muy pequeña, para poder sustituir a la que había perdido y nunca recuperaría. Necesitaba compañía para fundar la ciudad. Invocaría a Malac para reunir coraje con el que espiar alguna aldea y ser capaz de raptar a una compañera para fundar el nuevo reino de Tiro, y pocos días más tarde le pareció oír un susurro de Malac: “Corre a la muralla de la ciudad del este. La vas a conseguir cuando ella salga a lavar en el río. Tráela pronto, para que yo pueda bendecirla”. Malac se llamó su isla desde entonces.