Desde el espacio,
cuanto más se elevaba más negro parecía el bosque Negro. Debía de ocupar toda
la Tierra, pues por vertiginosa que fuera la distancia etérea de la
observación, no parecía tener fin. Los más aventurados y audaces cazadores del
poblado decían haber visto grandes extensiones de tierra desnuda, de color
marrón claro, donde sólo crecían pastos y algunos matorrales, pero hasta donde
alcanzaba la vista de Taranis no conseguía ver más que la masa verdinegra,
misteriosa e inextricable del bosque Negro. Lo único diferente eran las
altísimas y lejanas fumarolas que brotaban por el este, cerca del gran lago
Kimbergsee ahora invisible, donde decían que moraba la madre Dana, además del
monte Feldberg cubierto en ese momento por una pátina violácea por la húmeda
lejanía
Cuando montaba a Cabull
no podía determinar si soñaba o vivía la realidad. Sobre el bellísimo y
prodigioso caballo blanco, casi todo lo material pasaba para sus sentidos a un
estado cuya proporción de materialidad nunca era capaz de determinar; tal vez
el lago y las montañas estaban tan sólo en su imaginación soñadora, como la
extensión verdinegra que, abajo, no parecía tener fin. Su melena rubia se
expandía y flotaba como si se sumergiera en las aguas termales de la gruta de
los dioses menores, desaparecía el cansancio si lo padecía, su espíritu
alcanzaba un estado de placidez infinita y llegaban a su olfato aromas tan
placenteros que no podían existir.
Por todo ello, volar no
era tan sólo una facultad. Era, sobre todo, una necesidad, cuando las
circunstancias ponían demasiado en evidencia el destino que le esperaba si no
lograba el medio de librarse de la más agorera de las acechanzas y
malquerencias de su vida. Cabull le había sido ofrecido por su padre cuando
cumplió los diez años; al principio, notó que el caballo saltaba sobre
cualquier obstáculo que hubiera en los caminos, sin que necesitase una orden;
más tarde, probó a obligarlo a saltar sobre los arbustos y los matorrales; un
día que se encontró a punto de refrenarlo frente a un corpulento roble que se
interponía en la dirección por donde deseaba transitar para observar unas
piedras humeantes que le habían descrito; el caballo saltó como si jugara pero
en seguida sobrevoló el gigantesco árbol sin ninguna dificultad. Pocas semanas
más tarde, descubrió que Cabull se lanzaba hacia las nubes más altas cuando
alguna pena ensombrecía el ánimo de la muchacha.
Taramis no era capaz de
responder con odio al odio ni de maquinar defensas contra los sutiles ataques
de la rival enloquecida, problema cuya búsqueda de solución ocupaba últimamente
la mayoría de sus vuelos.
Todo había comenzado
cuando cumplió los quince soles y se extendió a lo largo de los bosques y por
todos los clanes la fama de su belleza. Los ojos azules que superaban la
profundidad y el misterio del más hermoso lago, la luz irradiada por toda su
piel de pétalos de flor, el pelo pajizo que volaba como el pensamiento, el
cuerpo enjuto y vigoroso a un tiempo, la sensualidad de la diosa metida en una
frágil gacela, capaz de conmover hasta los más pétreos corazones.
Pensaba una tarde en la
extraña enemistad de la druidesa del clan más cercano al suyo, enemistad
insólita en los bosques que habitaban los celtas, mientras miraba por la
ventana el oscilante ramaje de un roble centenario, cuando la voz de su madre
sonó a sus espaldas:
-Taranis; el bardo te
ordena que acudas a su presencia cuando el sol comience a dormir.
Sin volverse, a Taranis
se le ensombreció el ceño. Nunca había hablado personalmente con el bardo, que
ni siquiera le había dedicado jamás un saludo personal.
Penó toda la tarde,
porque temía haber cometido sin darse cuenta una mala acción. En realidad,
vivía en un estado de tensión latente desde que cumpliera los nueve soles,
cuando comenzaron a manifestarse síntomas que podían revelar el toque de la
diosa. Fueron sus compañeras de juegos las que le obligaron a observarlo:
cuando jugaban en zonas muy intrincadas del bosque, los animales grandes y las
fieras eludían acercarse; se apartaban a un lado frente a ella o,
sencillamente, daban vuelta sobre sí mismos y corrían en la dirección
contraria. En cuanto las otras niñas divulgaron en el poblado la posibilidad de
que la diosa la hubiera favorecido, empezó a sentir un vago temor que la
acompañó siempre, sobre todo cuando un adulto la miraba fijamente a los ojos.
Su mayor preocupación era que pudieran acusarla de alguna clase de impostura,
idea que reforzaba su rubor casi continuo. Ahora, la llamada del bardo podía
ser para recriminarle algún acto de presunción del cual no hubiera sido
consciente, porque la verdad era que discutía con bravura con sus amigas,
tratando de quitarles de la cabeza la idea de que la diosa hubiera pasado la
mano por su frente.
El bardo permanecía
todos sus días en una magnífica cabaña construida al lado del nementone,
proximidad que se debía a su obligación de mantener limpio y despejado el
impresionante círculo de piedras donde celebraban las ceremonias, bajo las
mayores afloraciones de muérdago de todo el bosque.
Tras cerciorarse de que
los rayos del sol no acariciaban ya ni las ramas más altas de los árboles,
pidió permiso para entrar en la cabaña. No recibió respuesta. Apartó el
cortinaje de piel de oso y adelantó un poco el rostro hacia el iluminado
interior, comprobando que el bardo Taliesin se encontraba tan enfrascado en lo
que estaba haciendo, que seguramente no la había oído.
Tuvo que superar la
timidez para alzar la voz un poco más:
-Bardo Taliesin, ¿puedo
entrar en vuestro aposento?
Notó que el anciano
estiraba un poco el cuello, aunque no llegó a volver la cabeza.
-¿Eres Taranis?
-Sí.
-Entra y acomódate
sobre ese haz de ramas.
En cuanto obedeció, el
bardo reanudó su labor. Maceraba en un matraz yerbas o frutos que Taranis no
pudo identificar desde donde se encontraba. Taliesin se concentraba siempre en
los ritos hasta casi el trance, pero ahora no sólo parecía en trance sino
arrebatado por alguna clase de encantamiento. Visto de perfil, debido a la abstracción
de su rostro, parecía poseído por la suspensión vital de la muerte, por lo que
la muchacha sufrió un escalofrío muy intenso.
-No me distraigas con
emociones tan fuertes, Taranis –reprochó el bardo-; debo terminar este elixir
antes de que la diosa Luna riegue el bosque.
Con objeto de ser capaz
de obedecer, Taranis dejó de mirarlo y volvió los ojos hacia la tierra
apisonada del suelo. Todas las cabañas del poblado eran circulares, pero no
todas tenían dentro el reborde de piedras que circundaba la estancia de
Taliesin, donde el lecho sólo podía intuirse tras un pesado cortinaje de
bejucos trenzados. La mesa no era tosca como las de todas las familias, sino
que había sido construida con tablas desbastadas y pulidas, presentando ahora
encima un desordenado batiburrillo de probetas, velones encendidos, tarros
llenos de líquidos de muchos colores, matraces, haces de yerbas y montoncitos
de frutos. Aunque no hubiera demasiado metal a la vista, y todo fuera casi
igual que en las demás viviendas, la de Taliesin resultaba mucho más suntuosa.
Por tal razón, coligió que la estancia del Druida, situada al otro lado del
nementone, debía de ser inimaginablemente rica.
-Vas a cumplir
diecisiete soles, Taranis -murmuró Taliesin sin mover los labios.
La muchacha asintió, en
silencio. Todos sabían en el bosque los soles que cada uno cargaba en su costal
de la vida, por lo que no tenía nada que añadir.
-Es la edad en que
debes comenzar a dar la cara a tus responsabilidades.
Esa frase le pareció
amenazante. Nunca le había comunicado su madre que tuviera que afrontar
cualquier clase de responsabilidades en el futuro. ¿Qué quería decir el bardo?
-Lo que quiero decir
–añadió Taliesin-, es que voy a empezar a formarte como futura druidesa.
Taranis sintió que caía
una roca gigantesca sobre su cabeza.
-¿Recordáis, señor, que
soy Taranis? –el bardo no la había mirado todavía.
-Sé muy bien que eres
Taranisi, y tú también sabes que este día había de llegar. A menos que quieras
ofender a la diosa mostrándole tu ingratitud.
-No… -Taranis
balbuceó.
-Iniciarás tu formación
junto con Taunis y Fergus, pero siempre he sostenido ante nuestro querido
Druida que tú eres la mejor dotada para ser la próxima druidesa. Tu luz sólo
tiene un punto de oscuridad: el odio que te profesa la druidesa Dagda, nuestra
vecina. Y como bien sabes, para tu consagración final a los veinticinco soles,
necesitamos la concurrencia de otros dos druidas aparte del nuestro. Tienes que
reunir luz en tu espíritu suficiente para vencer las tinieblas que Dagda riega sobre
ti desde hace más de un sol.
-¿Sabéis por qué?
-¿Nadie te lo ha dicho?
Taranis agachó la
cabeza. Sentía vergüenza de su ignorancia, pero era verdad que nadie le había
aclarado las razones del odio de Dagda, a pesar de que hacía varias lunas que
sentía la sombra de ese odio. Nunca había visto el rostro de Dagda y, sin
embargo, sus rasgos aparecían con mucha frecuencia en sus pesadillas.
-Desde hace diez soles,
Dagda considera que es la mujer más
hermosa del mundo –añadió Taliesin con voz gutural-. Ahora tenemos que
encontrar el modo de que todos olvidemos tu belleza deslumbrante para que
asumamos que figuras en el trío de aspirantes a druida, junto a esos dos
jóvenes.
Taunis y Fergus eran
dos fuertes muchachos por los que suspiraban casi todas las adolescentes del
bosque. Hacía varios soles que ambos eran señalados como probables sustitutos
del Druida. Taranis no creía que nadie hubiera hablado nunca de que ella
también pudiera ser candidata. Aunque le causara tanta desazón, la malquerencia
de Dagda tal vez pudiera librarla de ese peso tan tremendo. Se consideraba una
adolescente corriente y nunca había tenido más anhelo que ser amada por aquél
al que amase, que podía muy bien ser uno de los dos futuros aprendices de
druida. La fama de su belleza se había convertido en un fardo en sus espaldas,
como el mismo Taliesen acababa de señalar explícitamente.
-¿Imaginas cuál es la
raíz más profunda del odio de Dagda? –preguntó Taliesin volviendo por primera
vez el rostro hacia ella y mirándola muy fijamente.
Taranis cerró los ojos,
bajó la cabeza y negó suavemente.
-Una característica
–continuó Taliesin- que, desde mi punto de vista, la descalifica para su misión
de druida: La inseguridad. Una debilidad que ella demuestra con celos y
suspicacia. A lo mejor has oído mencionar lo que pasó con su primer esposo…
Aún con los ojos bajos,
Taranis negó con la cabeza.
-También era un hombre
extremadamente bello –continuó Taliasin-. A lo mejor lo has visto alguna vez, o
seguramente lo has oído nombrar, porque lleva el nombre de nuestro padre Lugh.
Taranis sintió un
estremecimiento. Claro que había visto a Lugh, a cuyos padres habían tildado
muchos de blasfemos por llamarlo con el nombre del dios supremo. A despecho de
que Taliesin afirmase que era bello, el que ella recordaba era un hombre que
producía espanto. Vagaba por los bosques completamente desnudo, y ocioso a
causa de su cojera; la barba hirsuta le colgaba libre hasta más abajo de la
cintura y su poblada melena de color ala de cuervo caía desordenada por su
espalda, formando una cascada que llegaba a tocarle los muslos. Era un loco
pacífico, que no agredía a nadie pero a todos asustaba. Topaba con él de vez en
cuando, ya que cuando no jugaba con sus amigas, recorría el bosque en busca de
yerbas raras, por mandato de su madre. Una de las veces, él la miró muy
fijamente y pareció que intentaba sonreír, pero Taranis no tuvo tiempo de ver
si lo hizo porque echó a correr.
Taliesin continuó:
-Lugh era no sólo bello
como una gema, ya que poseía muchas virtudes. De niño, lo habían designado para
formar parte de la tríada a educar para druida, pero no llegó a serlo. Mas sus
dotes y habilidades, así como su capacidad de sanar a los heridos, le
granjearon muchas simpatías y llegó a tener mucho poder y ascendencia sobre la
mayoría de los jóvenes de su clan. Fue enriquecido por la fortuna y llegó a
poseer casi tanta ascendencia como un bardo; la suya era una de las mejores
cabañas, poseía un uro macho y dos hembras, más un rebaño grande de ciervos.
Sin ostentar ningún cargo en el clan, era determinante su influencia, ya que
los hombres lo eligieron libremente como general para cuando hubieran de pelear
batallas. Por todos esos motivos, Lugh era deseado como esposo por las mejores
muchachas del clan y, por supuesto, también por Dagda, que acababa de ser
consagrada como druidesa. Celebraron esponsales cuando ambos contaban
veinticinco soles, pero muy pronto corrió por el bosque el rumor de que a Lugh
no le bastaba con un solo amor. Ser druidesa dotaba a Dagda de muchas
facultades, y una era la de tener servidores dispuestos a hacer lo que
ordenase. Torturada por los celos, mandó a uno de ellos que vigilase a su
esposo noche y día. No hicieron falta muchos, ya que pasado un cuarto de luna
llegó el sirviente con la noticia de que Lugh retozaba a escondidas, a la vera
del lago Kimbergsee, con una muchacha romana. El sirviente describió a ésta
como el cúmulo de la voluptuosidad. Dagda le mandó describir con los detalles
más meticulosos el lugar donde los amantes acostumbraban a retozar. Un día que
Lugh se marchó temprano “a pastorear”, según dijo, Dagda aguardó a que el sol
comenzara a descender para tomar el caballo y marchar con dirección al lago.
Tras la larga cabalgada, se aproximó sigilosamente al punto descrito por el
sirviente y los vio. Impúdicos, se revolcaban sobre la hierba al aire libre.
Arrebatada por una ceguera insoportable, Dagda espoleó al caballo hacia la
pareja y lo refrenó cuando estaba sobre ellos, de modo que una de las pezuñas
coceó aplastando el pie derecho de Lugh. La cojera fue su primera desgracia,
porque ya sabes que no es buena cosa ser un lisiado entre los celtas. Perdió el
favor popular que disfrutaba y poco a poco perdió su fortuna también, e
inclusive su casa. Un sol después de aquel suceso, inició esa peregrinación por
todos los Bosques Negros que aún prosigue. Mientras, el poder de Dagda no
sufrió menoscabo, porque su bardo consiguió presentar la agresión como un
accidente. Pero sigue desde entonces soñando con los brazos fuertes y viriles
de Lugh, de modo que él se cree libre y mendicante, pero permanece vigilado a
todas horas por los sirvientes de Dagda. Y resulta que hace ya más de un sol
que se alaba tu belleza en todos los clanes de los Bosques Negros, y para colmo
de males, Lugh anda propalando por todos lados que se ha cruzado contigo, se ha
cegado por tu resplandor y que eres encarnación viva de la madre Dana.
Taranis sentía las
lágrimas a punto de brotar de sus ojos, que trataba de que el bardo no viera.
De modo que aquel pobre loco cojo le profesaba adoración. Si no hubieran sido
tan graves las implicaciones del caso, se habría echado a reír.
Las lecciones
comenzaron para el trío una semana más tarde. Sentados en las piedras del
nementone, el druida y su bardo recitaron una y otra vez las fórmulas de los
veintiún elixires, las invocaciones de cada uno de los dioses y los instruyeron
en el uso de los instrumentos simbólicos, sobre todo la cruz-árbol de Karnun,
que era el más pesado y difícil. Tres años después, los tres muchachos habían
avanzado bien en su formación, pero el problema de Taranis continuaba
irresuelto.
Según iba ascendiendo
en el aire, más libre se sentía de la carga tan pesada depositada sobre sus
frágiles hombros. Desde la conversación con el bardo había sido así, y mucho
antes también; cuando fue tocada por la diosa, y desde el mismo instante en que
se hizo evidente para todos en el poblado esa preferencia divina, su
sentimiento más profundo había sido de miedo, que provenía de su convencimiento
de que ella no podía estar a la altura de las responsabilidades de una
druidesa, pues ser druida era la consecuencia ineludible del toque divino.
Pero después de tres
años de aprendizaje, había superado la mayoría de los miedos y por muchos
motivos comenzaba a sentir inclinación por llegar a ser la jefa suprema del
clan. Había detectado gestos de vanidad y frivolidad tanto en Taunis como en
Fergus. Notaba también que en tales momentos, el druida o su bardo fruncían
levemente los labios, de modo que no se trataba de una impresión falsa ya que
los dos hombres más sabios del clan reprochaban tales perversiones. Comenzó a
desear que ninguno de los dos muchachos pudiese llegar a druida, de modo que
como sólo quedaba un tercero y ese tercero era ella, fue reforzándose su
determinación de conseguir ser la elegida aunque le pesase tanto.
Pero tales pensamientos
se ensombrecían siempre por el recuerdo de la malquerencia de Dagda. En
principio, era indispensable que Dagda la amase para poder ser consagrada,
pero, últimamente, Lugh rondaba casi siempre por el territorio de su clan, y
todos hablaban del caso. Mencionaban el deslumbramiento por Taranis como la más
probable causa de las rondas del loco antaño tan poderoso. Taramis suponía que
estos rumores harían enfurecer más aun a Dagda y la predispondrían contra ella
con mayor fuerza.
Siempre que volaba,
Cabull trotaba sobre las nubes con suavidad y sin ninguna clase de sobresaltos,
pero en el momento que Taranis aventuraba para su propio pensamiento que Dagda
continuaría odiándola para siempre, se encabritó.
-Calma- rogó Taramis
mientras le acariciaba la crin-. ¿Crees que no tengo razón?
El caballo se aquietó
instantáneamente, por lo que Taramis determinó que un equino tan prodigioso y
tan viejo debía de conocer un medio de disolver la malquerencia de Dagda y que
trataba de comunicárselo. Espoleó hacia abajo, con dirección al bosque, y
refrenó bajo un bosquete de alisos junto a un rumoroso arroyo. Se apeó y,
encarándose con Cabull, lo miró a los ojos. Notó un reflejo extraño en las
grandes pupilas, por lo que giró el cuello. Lugh se encontraba a sus espaldas,
con una exagerada expresión de alucinación en el rostro. Aunque él bajó un poco
los ojos en señal de respeto, descubrió por primera vez su apostura embozada en
la abundante y desordenada pilosidad. En el instante en que pudo imaginarlo tal
como había sido, notó que el caballo cabeceaba como si asintiera. De manera
impremeditada, ordenó a Lugh:
-Sígueme hasta el
poblado.
La llegada del trío al
centro de la aldea produjo una conmoción tan fuerte, que el clan en pleno salió
a observarlos en silencio. La muchacha advirtió pronto el miedo en muchas de
las miradas, sobre todo las femeninas, por lo que se apresuró a decir:
-Que nadie se inquiete.
Todos permanecieron en
silencio, pero inmóviles como estatuas. Taramis giró sobre sí misma al tiempo
que forzaba su imaginación, preguntándose cómo obrar.
La llegada apresurada
de sus padres interrumpió sus cavilaciones:
-¿Qué te propones,
hija? –preguntó su madre.
-No lo sé –confesó
Taramis.
Cabull cabeceó de
nuevo, ahora con mucha energía. La muchacha notó que trataba de hacerle mirar
hacia el bardo, que había salido al umbral de su puerta y se encontraba aupado
a una de las piedras del nementone. El cruce de miradas entre la alumna y uno
de sus maestros produjo un efecto que se repetiría muchas veces a lo largo de la vida de la futura druidesa;
comprendió que podía oír la voz del bardo aunque nadie más lo hiciera. Escuchó
que Taliesin decía en silencio:
-Ordena a Lugh que se
arrodille y acuda hacia mí sin alzarse.
Se aproximó al
desafortunado paria, que bajó de nuevo los ojos. No tuvo que ordenarle que se
pusiera de rodillas, porque él lo hizo para besar el borde de su túnica. Nadie
pareció extrañarse por la respetuosa postración, pero ella sintió que su rostro
se cubría de rubor.
Se aclaró la garganta
para ordenar:
-No te alces y,
caminando sobre tus rodillas, acude ante nuestro bardo Taliesin.
Taramis vio por primera
vez sonreír a Lugh. No era la risa boba de un enajenado ni la mueca imperfecta
de la maldad. La boca masculina, casi oculta tras la abundante y sucia barba,
se abrió como una madreperla, mostrando la resplandeciente blancura de la
inteligencia gestual. La futura druidesa se preguntó cuál sería el verdadero
Lugh, el apestado que todos eludían o ese ser excepcional que acababa de intuir
a través de su sonrisa.
Arrodillado y
desplazándose por tanto muy lentamente, su barba y su melena se arrastraban por
la tierra. Parecía una especie rara de alimaña. Ante Taliesin, se alzó un poco
pero sin ponerse de pie. El bardo le tocó la cabeza mientras señalaba adentro
de su cabaña.
Cayó el pesado
cortinaje de piel de oso tras los dos, en tanto que el clan en pleno permanecía
en silencio y tan inmóvil como piedras. Taramis había elaborado ya
completamente el plan, mientras el caballo cabeceaba alegremente, expresando su
aprobación.
Pasada media tarde, el
bardo Taliesin reapareció en la puerta junto a un desconocido. Mejor dicho,
todos reconocieron de inmediato al hombre poderoso y triunfador del que la
druidesa Dagda se había enamorado. Cortadas la barba y la melena, bañado y
cubierto de ungüentos perfumados, Lugh vestía una rica túnica ceremonial de
Taliesin. Erguido, limpio y con mirada serena, volvía a ser el mismo hombre que
había sido, adorado por todas las mujeres de todos los clanes del bosque y
muchas de las enemigas romanas. Sin embargo, no había recuperado la expresión
despectiva ni la vanidad. Su expresión era firme, serena y confiable. Irradiaba
honradez y lealtad. Resultaría inimaginable que un hombre como él pudiera
incurrir de nuevo en adulterio.
Al principio fue un
rumor, pero poco a poco fue convirtiéndose en clamor. Todos conocían el condicionante que Dagda
podía representar con vistas a la consagración de la futura druidesa Taramis,
de modo que el clamor pasó a ser una letanía:
-Taramis, llévaselo a
Dagda.
Cabull parecía decir
también lo mismo, balanceando su tronco sobre las patas. La muchacha lo montó
de un salto y pidió a su padre:
-Danos tu caballo, pues
el caminar renqueante de Lugh sería muy lento.
El padre asintió. Un
instante más tarde, Lugh fue aupado por dos hombres y, una vez en su montura,
volvió a ser definitivamente el triunfador de antaño, pero madurado por la
desgracia que había durado todo un curso solar.
Cabalgaron rumbo al
clan de Dagda.
Durante la no muy
dilatada cabalgada, Taramis no paró de conjeturar que la druidesa enviaría sus
lanceros a recibirles. Seguramente, les esperarían antes de la entrada al poblado,
para detenerlos o, tal vez, para matarlos. Cada vez que su mente se llenaba de
malos presagios, notaba que Cabull agitaba el cuello, como si sacudiera la crin
aunque en realidad sabía ella que estaba diciendo que no. Que no temiera. Que
no se torturase.
La proximidad del
poblado fue poniéndose de manifiesto por la abundancia de rebaños de unas reses
extraordinarias que sólo criaban en ese lugar.
Taramis aguzó la vista,
tratando de descubrir dónde podían esperarles apostados los lanceros.
Pero en lugar de
lanceros, vio que varios criados saltaban de rama en rama en dirección al
poblado –probables espías y se apresuraban a informar- y, un poco más adelante,
escuchó la lira del bardo y una prodigiosa voz que daba la bienvenida a “la
niña favorita de la diosa”.
El corazón de Taramis
se sobresaltó. ¿Qué podía significar esa especie de saludo? ¿Qué consecuencias
podía tener en el ánimo de la druidesa? Halló en parte la respuesta al notar
que un cortejo se dirigía hacia ellos. Llevada en andas, Dagda era portada en
su dirección. ¿Acudía a recibirlos?
Bastaron unos pasos de
los caballos para encontrarse frente a ella. A Taramis le impresionó el fulgor
de la mirada, el fuego volcánico e insondable que había en los ojos de Dagda..
-¿Cuál es tu cometido,
aprendiza? –preguntó la druidesa.
Taramis introdujo la
mano en su pecho para extraer la cruz-árbol de Karnun. La levantó lo más alto
que le permitió el brazo mientras decía:
-Vengo a pedir el amor
de la druidesa más hermosa que ha conocido el bosque Negro. Y porto el amor
mismo, para ofrecértelo.
Señaló a Lugh. Notó al
instante que los ojos de la druidesa se nublaban, desapareciendo como por
ensalmo todo el fuego y el peso de su odio.
-Tú merecerás el título
de hermosa druidesa, Taramis. Ahora, en prueba de mi amor por ti y tu clan,
acepta este obsequio.
Mandó a un criado hacia
ella, para ofrecerle un pectoral y un torques de oro, cubiertos ambos,
abundantemente, de coloridas gemas.
Su camino hacia la
consagración había quedado expedito.