miércoles, 27 de abril de 2011

ADRIÁN Y ANTONIO


La ausencia era dolorosa.
El rastro de Kepa latía en todos los objetos del piso. En el sofá de cuero blanco donde había pasado horas y horas hablando por teléfono, en la silla donde se sentaba a comer, en la consola donde le aguardaban todavía cinco cartas del banco, en los cacharros de la cocina que tanto había usado para alardear de su talento culinario y, sobre todo, en la cama, en el lado derecho de la cama del que le había desplazado "porque aquí se ve mejor la televisión".
Cinco años. La relación más larga y más arrebatadora que registraban los cuarenta y seis años de edad que contaba Adrián.
Cinco años que habían representado la serenidad tras una juventud loca. Antes de conocer a Kepa, había jadeado en millares de camas, en la mayoría de las saunas y en casi todos los cuartos oscuros, donde su sexualidad impetuosa le permitía descargar las tensiones acumuladas en el estudio de televisión. Un día, descubrió a Kepa en un plano congelado del monitor de la cámara número tres, mientras grababa uno de los últimos capítulos del programa que le había llevado a la cresta de la ola; al principio lo miró igual que a todos los bailarines, con el ojo crítico de un realizador apremiado todos los días por la necesidad de superarse; terminada la grabación, sin embargo, aquel plano congelado continuaba en su memoria y tuvo que indagar, y luego recurrir a artimañas, hasta conseguir hablar a solas con Kepa, que entendió sin dificultad y sin aspavientos lo que Adrián deseaba, y sin pretenderlo y sin exigírselo, con él había llegado la estabilidad. Adrián abandonó la promiscuidad sin añorarla, porque la compulsión erótica del bilbaíno era tan vehemente como la suya y entre sus brazos encontró gas suficiente para alimentar el fuego sin necesidad de buscar a diario más combustible.
Y ahora, tras cinco años de éxtasis permanente, hacía dos semanas de su abandono. Kepa se lo explicó con naturalidad:
-Cumplo treinta y un años el mes que viene. Es hora de casarme y formar una familia. No se puede vivir esta locura para siempre.
-¿Casarte?
-Tengo novia desde antes de conocerte, Adrián. Nunca me he atrevido a decírtelo, sabía que te iba a sentar mal. Yo la quiero y ahora que he ahorrado lo suficiente, ya podemos casarnos. La boda es el catorce de junio. Me gustaría que vinieras a Bilbao.
Tenía grabado el diálogo en la memoria como si fuera un sketch del programa, como si debiera desmenuzarlo para ir indicando los planos a los cámaras. De haber estado dirigiendo a Kepa en el plató, le hubiera pedido que se mostrase menos tranquilo, más preocupado, en lugar de la indiferencia monocorde con que hablaba; le hubiera ordenado que su tono reflejase el sinsentido de hacer tal anuncio a quien había obligado dos veces a llegar al orgasmo la noche anterior.
Contemplaba la fotografía de Kepa con la misma mezcla de nostalgia y estupor de las últimas dos semanas, cuando sonó el teléfono.
-¿Adrián? -era la voz de Joaquín-. ¿Qué haces encerrado en tu piso un sábado a estas horas? Me estás cabreando. Siendo las doce y media de la noche, pensaba dejarte un recado en el contestador para invitarte a comer mañana, y resulta que te encuentro ahí. Seguro que estás solo y pensando en Kepa como una Penélope enlutada.
La impaciencia de su ayudante de realización había ido creciendo los últimos días, porque notaba su indiferencia y desinterés en el estudio de grabación. Le había bastado preguntarle dos veces por Kepa para descubrir en sus respuestas lo que pasaba.
-Mira, Adrián. Comprendo que te duela tanto. Si mi mujer me dejara así, de repente, sé que me pasaría lo mismo que a ti. Pero, hombre, tú eres mucho más experto y maduro que yo; me parece que deberías ponerle remedio a esta situación. Hay muchos comentarios en la emisora; todos preguntan qué te pasa. Si Kepa te ha abandonado, no puedes arruinar tu carrera por eso. Búscate otro, métete en orgías, contrata a un chapero, lo que sea. Pero no te jodas más, hombre. ¿Quieres venir mañana al chalet?
-¿Mañana?. Estarán tus suegros.
-Creo que sí, pero no son malas personas.
-No me apetece, Joaquín. Cenamos cualquier noche de la semana que viene.
-Como quieras. Pero hazme caso. Sal ahora mismo a echar un polvo, hombre, y no te jodas más.
Colgó el auricular dejando la mano encima. Joaquín tenía razón, debía reaccionar. Kepa no iba a volver, la invitación de boda llegada en el correo del viernes retrataba todos los tintes de la situación convencionalmente burguesa en la que se había dejado atrapar. El tono indiferente del diálogo tantas veces reproducido en su memoria, significaba que se sentía a gusto en tal proyecto de vida y que no iba a echarse atrás. Le convenía hacer caso de Joaquín, salir a correrse una juerga, como en los viejos tiempos.
Pero los cinco años de convivencia le habían deshabituado. Apenas conocía el funcionamiento de la vida nocturna actual y no le atraía la cita a ciegas que representaba contratar a un chulo de las páginas del periódico. Tenía que salir.
Puso el coche en marcha y condujo sin rumbo entre la animación primaveral de la noche sabatina madrileña. En todos los coches que se paraban a su lado en los semáforos había gente eufórica, acudiendo a su cita con la diversión del fin de semana sin preocupaciones, personas alegres que no compartían su sensación de vacío.
La calle Almirante era la solución. Sabía reconocer a los drogadictos y llevaba una caja de condones en la guantera, así que no había problema. Pararse junto a un chapero en la calle tenía la ventaja de que le vería la cara, observaría sus gestos y podría calibrarle sin haber realizado previamente un pacto telefónico.
-¿Paseando? -le preguntó el chico.
No era el moreno por el que había parado, a quien vio por el espejo retrovisor, medio encogido junto a un coche estacionado, mirándole de reojo con expresión de timidez. El que había acudido era portugués, un exuberante campesino rubio con aspecto de camionero y la desenvoltura de la experiencia.
-No -respondió Adrián, mientras ponía el freno de mano y abría la portezuela.
-Tudos os panaleiros sao iguais -dijo el portugués, viendo que Adrián se acercaba al muchacho moreno.
-¿Esperas a alguien? -le preguntó.
-No. Yo...
Parecía asustado.
-¿Quieres tomar algo?
-¿No será usted policía?
Adrián sonrió.
-No, qué va. Ven, no tengas miedo.
-Yo cobro.
-¿Quién lo duda?
-¿Cuánto me va a pagar usted?
Hablaba con prevención y con un acento que parecía valenciano. Muy joven, unos diecinueve años, sin embargo su figura hacía suponer que había trabajado muy duro. De cerca, resultaba extremadamente guapo, cosa que no era tan notable visto desde dentro del coche, probablemente a causa de su expresión de miedo o reserva; algo velludo para su edad, la barba ensombrecía un mentón firme y enjuto, enmarcando los labios magníficamente dibujados y que debían de sonreír muy bien, si es que alguna vez reunía ánimos para hacerlo; la nariz era el ideal de un cliente de cirujano plástico y los ojos, dos enormes luminarias negras rodeadas de pestañas abundantes y largas, como si fueran producto de la cosmética femenina; pocas veces había contemplado pómulos mejor esculpidos ni más fotogénicos. Adrián se encontró lamentando que no fuese un poco más alto que el metro setenta y cinco que debía medir, porque podía tener algún futuro en la televisión dada su prodigiosa fotogenia. Supuso que debía tener defectuosa la dentadura, puesto que apenas entreabría los labios tensados por el rictus defensivo.
-¿Cuánto quieres que te pague?
-Yo no voy con nadie por menos de... cinco mil.
-De acuerdo. ¿Cómo te llamas?
-Antonio.
Una vez dentro del coche, Antonio preguntó sin alzar el mentón del pecho:
-¿Podría comerme un bocadillo?
-¿Tienes hambre?
-Desde que salí... no he comido desde ayer.
Esta información le produjo a Adrián un estremecimiento.
-¿Hablas en serio?.
Antonio se encogió de hombros. Parecía embozar un sollozo. Mientras lo miraba de reojo, Adrián se dijo que con la ropa sucia que vestía no podía invitarle a comer en un Vips, no le permitirían entrar. Tampoco quería llevarlo al piso todavía. Antes, tenía que conocerlo un poco, al menos, y calcular si correría algún riesgo; por otro lado, temía que el recuerdo de Kepa le inhibiera. Aparcó a la puerta de una tienda china y le dio un billete de mil.
-Toma, Antonio, cómprate algo ahí.
-¿Cuánto puedo gastar?
-¿Qué? ¡Ah! Puedes gastarte las mil pesetas, si quieres.
Volvió cinco minutos más tarde, con tres sandwiches envasados y una lata de refresco de naranja.
-¿Quieres un bocadillo?
-No. Come tranquilo -respondió Adrián mientras emprendía la marcha.
Estaba convencido de que Antonio no consumía drogas, por lo que resultaba difícil entender su desaseo propio de toxicómano. Olía mal, aunque a un nivel soportable. Necesitaba urgentemente un baño , pero aún no encontraba el ánimo ni la confianza para llevarlo al piso.
-¿Quieres ir a una sauna?
-¿Eso qué es?
-Un sitio donde podrías... disculpa que te lo diga. Podrías tomar un baño.
-Ah, estupendo.
-Vamos en seguida, antes de que empieces a hacer la digestión.
En el vestuario, Adrián notó la vergüenza con que se desnudaba. Primero creyó que era por el hecho mismo de mostrarse desnudo, pero en seguida comprendió el motivo: los calcetines renegros estaban llenos de agujeros, lo mismo que los calzoncillos. Al aflojarse el pantalón sin correa, advirtió que era varias tallas mayor que su cintura, y que la cremallera estaba rota.
-Espérame aquí, Antonio. Siéntate en ese taburete y no te muevas ni hagas caso de quien trate de darte conversación. Volveré en un momento.
Se puso de nuevo el pantalón y la camisa y se dirigió a la recepción. El chico que atendía la taquilla debía de tener una talla muy parecida a la de Antonio.
-¿Tienes por casualidad una muda de ropa?
-¿Qué?
-Te la pagaría muy bien.
-Sólo tengo la ropa que me pondré para ir a mi casa.
-¿Cuánto te costó?
-Los pantalones, cinco mil. La camiseta, dos mil. Los zapatos...
-Los zapatos no los necesito. Te compro los calzoncillos, los calcetines, los pantalones y la camiseta por treinta mil.
-¿Treinta mil? -la expresión del joven demostraba los cálculos mentales que estaba haciendo-. Necesitaría que me traigan otra ropa. Tendría que llamar a mi pareja...
-Hazlo. Aquí tienes -dijo Adrián, exhibiendo los seis billetes de cinco mil.
-Bueno, vale -asintió sin poder contener su expresión de júbilo-. Tómala. Pero es sólo por hacerte un favor...
Adrián volvió al vestuario. Cubierto por la toalla y con la cabeza y los hombros hundidos, Antonio parecía aterrorizado bajo la mirada de los cuatro hombres que trataban de darle conversación.
-Toma. Tira toda tu ropa a la basura.
Los cuatro hombres se apartaron precipitadamente. Antonio se alzó y Adrián examinó con disimulo sus brazos, en busca de una señal que pudiera contradecir su convicción de que no se drogaba. No encontró ninguna y, tras constatarlo, su pensamiento quedó dispuesto para la contemplación. No se había preparado para el descubrimiento: el cuerpo de Antonio complementaba admirablemente el rostro, un cuerpo tallado por Fidias en el más idealizado de sus sueños creadores. La piel ligeramente morena no tenía ni una mancha; el vello, menos abundante de lo que había previsto, parecía dispuesto para resaltar el dibujo perfecto de los pectorales y los abdominales, así como el profundo y nítido canal de las caderas. Notó el rubor del muchacho y dejó de examinarle, sobre todo porque supuso que le alarmaría notar lo repentinamente que había aparecido su erección. Intuyó que tenía que contenerse y esperar a que estuviese preparado.
-Cierra la taquilla. Date un baño y córtate las uñas de los pies y las manos. Toma mi cortauñas. No hagas caso de los que se te acerquen. Te espero allí, ¿ves?, aquella puertecilla pequeña es la de la sauna.
Cuando Antonio abrió esa puerta quince minutos más tarde, sonreía, razón por la cual a Adrián le costó reconocerle. Se trataba de la sonrisa más atractiva que había visto en su vida, y los dientes eran perfectos. El baño le había quitado el miedo o cualquiera que fuese el sentimiento que le oprimía. Con el pelo mojado y las gotas que brillaban en sus hombros, se había convertido en modelo publicitario de un perfume de lujo.
-Hace mucho calor aquí.
-Tienes razón. Creo que no es conveniente para ti, media hora después de haber comido. Vamos a la sala de reposo. Quiero que me cuentes algo.
Ya sentados en el incómodo banco de madera, le preguntó:
-¿Cuál es exactamente tu situación? No consigo encajarte.
-No comprendo.
-Me has hablado como un chapero, pero no te comportas como tal. Tu aspecto es el de una persona con... bueno, sí, con clase, pero me dijiste hace un rato que no comías desde ayer.
-Yo... -volvía a bajar la mirada.
-¿Consumes drogas?
-Ya no.
-Pero has consumido.
-Unos porros en la...
-¿Dónde?
-Si te lo digo, ya no vas a querer nada conmigo.
-Inténtalo.
-Estaba en... prisión. Seis meses. Me soltaron ayer.
Adrián se mordió los labios. El recuerdo de Kepa y su estado de ánimo de antes de salir le habían reducido la capacidad de observación.
-¿Por qué no te fuiste con tus padres al quedar libre?
-No tengo.
-¿No tienes padres? ¿Desde cuando?
-Desde siempre. Me he pasado la vida en orfelinatos -los ojos de Antonio brillaban por el amago de llanto-. Como nadie quiso adoptarme, me escapé a los trece años. Trabajé cinco años en un barco de pesca, en Castellón, pero el año pasado mi patrón se arruinó. Me vine a Madrid en busca de trabajo y...
-Y te pusiste a robar.
-Sí. Bueno, no. Un colega me convenció para que fuera con él a robar a un chalet que según él estaba vacío, pero nos pillaron con las manos en la masa. ¿Cómo te llamas?
-Adrián.
-Te juro, Adrián, que eso es todo lo que pasó. He estado más de seis meses en la cárcel porque no había nadie que pagara la fianza. Me han soltado y ni siquiera tengo que ir a juicio ni nada por el estilo. Yo no hice nada. Lo pasé muy mal allí dentro... me pasó de todo. Un compañero, me dijo que podía buscarme la vida en ese sitio donde me has encontrado, pero he pasado más de veinticuatro horas sin atreverme.
Sorprendido de lo fácil y rápidamente que había cedido su propia reticencia, Adrián le propuso ir al piso. Cuando al abrir la puerta vio en la consola el retrato de Kepa, descubrió que no había pensado en él las últimas dos horas.

Con frecuencia, había alguien en la emisora que preguntaba lo mismo:
-Oye Adrián, ese amigo tuyo ¿no estaría interesado en hacer un pequeño papel en la serie que voy a empezar a grabar la semana que viene?
-¿Qué personaje interpretaría?
-El novio de la hija.
-Tendré que preguntárselo. No creo que quiera.
-Coño, Adrián, no lo protejas tanto. Nadie va a violarlo.
-No se trata de mí, Rafa; Antonio se niega siempre que le propongo una cosa así, de veras. Pero voy a intentarlo.
-Convéncelo, por favor. Tiene un físico espectacular. Con esa cara, lo haríamos famoso en tres o cuatro capítulos.
-Estoy de acuerdo, pero... él se emperra en su negativa.
-¿Pasa algo raro con él?
-No, de veras que no.
Adrián lanzó una mirada hacia el lugar donde Antonio le esperaba. Resplandecía. Todos los que pasaban a su lado, hombres y mujeres, no conseguían evitar contemplarle, algunos de soslayo y otros, descaradamente. A veces, le divertía el efecto que Antonio causaba entres quienes le miraban; cualquiera que pasaba cerca de él, aunque transitase absorto en los asuntos siempre urgentes de la televisión, acababa parándose en seco, a ver si efectivamente se trataba de un ser humano y no del más perfecto y realista de los maniquíes, realizado por un artesano que hubiera decidido aunar en una figura todas las idealizaciones de todos los escultores clásicos.
Lo sorprendente era que un dechado de belleza tan conmovedora estuviese complementado con tanta sensibilidad y una inteligencia tan viva. Antonio había sabido adaptarse en seguida a la vida que él le ofrecía y, con naturalidad pasmosa, se había acostumbrado en pocos meses a las claves de su círculo profesional y el de sus amigos más íntimos. Y lo más inesperado, se había ganado la confianza de todos en un plazo increíblemente corto.
Porque todo en él era verdad. Sus entusiasmos y sus agradecimientos, sus elogios y sus críticas, tan juicioso, que obligaba a los demás a olvidar su juventud.
Bendita fuera la hora en que se le ocurrió pasar por la calle Almirante.

Los exámenes del primer curso universitario los superó todos con una nota media aceptable, pero Antonio no estaba conforme.
Adrián merecía mejores resultados.
Abrumado por tal convicción, decidió sentarse un rato en un banco de la Plaza de España, a ver si reunía valor para presentarse ante Adrián con calificaciones tan mediocres.
-¿Eres de por aquí? -le preguntó un hombre en la treintena.
Antonio lo observó. Muy delgado y con gafas, resultaba difícil de encajar en la clase de hombres que compraban favores callejeros. Pero, a fin de cuentas, ¿no era así como había conocido a Adrián? Tampoco él tenía aspecto de pagador de prostitutos.
-No -respondió secamente.
El de las gafas no se desalentó.
-Pero eres español.
-Sí.
-En el primer momento, creí que podías ser griego.
-¿Qué quiere usted?
-No me hables de usted, hombre, que no soy ningún carca. ¿No te apetece tomar una copa?
-No.
-Joder, tu carácter no se corresponde con tu físico.
-¡Qué!
-Eres la cosa más hermosa que he visto nunca, pero eres un cardo. ¡Mierda!.
Mientras se alejaba, Antonio sonrió. Sólo con haber sido un poco más cordial con ese fulano, hubiera sentido que traicionaba a Adrián.
Le desagradaba que elogiasen tanto su físico y Adrián había sabido comprenderlo a tiempo; ya no le venía casi nunca con propuestas de trabajar en la televisión y no había vuelto a ensalzar una belleza que Antonio consideraba una pesada carga, porque impedía que la gente le tomase tan en serio como él creía merecer, puesto que, embobados y embobadas, tendían todos a calcular las posibilidades de llevárselo a la cama en vez de considerar el posible interés de su conversación. Por ahora, sólo algunos de los amigos más íntimos de Adrián le resultaban soportables, dado que le trataban como a una persona y no como un objeto de exposición.
¿Iba a enfadarse Adrián por las notas?
Por fin, se dijo que el asunto no tenía arreglo y decidió volver al piso. Sabedor de que iba a llegar con la papeleta de calificaciones, Adrián aguardaba, evidentemente comido por los nervios. Estaba sentado en el sofá del salón y se alzó como impulsado por un resorte. El ánimo de Antonio se volvió más sombrío.
-¿Qué tal?
-Regular.
Antonio notó eclipsarse el brillo de sus ojos por la veladura de la decepción. Extendió la papeleta con mano temblorosa y un escalofrío en la espalda. Los intantes que Adrián tardó en darle una ojeada parecieron siglos. Finalmente, exclamó mientras lo abrazaba con los ojos húmedos.
-¡Esto es maravilloso!
-¿Te parece suficiente?
-¿Suficiente? ¡Las has aprobado todas y tienes tres notables. Estaba convencido de que lo conseguirías. Vamos a celebrarlo.
Antonio se cambió de ropa con un extraño estado anímico. Le quedaban rastros del miedo a decepcionar a Adrián en medio del júbilo por su reacción.
En el restaurante, le dijo Adrián:
-Quieren que interpretes un papel en una serie.
-¿Otra vez con eso?
-Antes, tenía miedo de que la interpretación te distrajera de los estudios. Ahora veo que puedes compaginar las dos cosas.
-Pero no me interesa.
-¿Sabes cuánto van a pagarte?
-Aunque fueran mil millones. ¿Tú necesitas ese dinero? Porque, si lo necesitas, haré ese papel.
-No, hombre, ¿cómo voy a necesitar ese dinero? Lo digo por ti, por tu futuro.
-Mi futuro está a tu lado y en la universidad. Yo no necesito dinero ninguno.

Antonio se preguntó si debía llamar a Adrián a la emisora. Sólo en casos muy graves podía telefonearle, según sus órdenes, y sólo había tenido que hacerlo en dos ocasiones, ambas por llamadas urgentes de la madre en relación con la salud del padre. ¿Era el de ahora un caso suficientemente grave?.
Se recostó en el sofá y encendió la televisión. El programa en directo que dirigía Adrián no había terminado todavía. Como de costumbre, sintió el orgullo que le producía saber que cada uno de aquellos cambios de plano, cada uno de los movimientos de las personas y las cámaras, eran consecuencia de una orden de Adrián. La mano de Adrián era para él lo más omnipresente aunque nunca apareciera en pantalla.
Los cuatro años que llevaba a su lado eran lo mejor que había ocurrido en su vida. Él había sido la madre que le abandonó y el padre que desconocía; un padre-madre afectuoso, compresivo y generoso que predominaba sobre el amante que nunca le apremiaba; en realidad, era generalmente Antonio quien tenía que recordarle el sexo y, a veces, cuando Adrián estaba preocupado por los preparativos de un programa nuevo, casi forzarle. Antonio había escenificado en ocasiones verdaderas violaciones para liberarle de la preocupación y que se diera cuenta de que estaba a su lado. Amaba a Adrián sobre todas las cosas y ya no era capaz de imaginar la vida sin él. Él le había proporcionado objetivos, metas, y los medios para conseguirlos. Dentro de tres años, acabaría la carrera. Podía ser una persona que antes de conocer a Adrián ni siquiera era capaz de imaginar. Y ahora, resultaba que todo era imposible.
A Adrián no le gustaba que fumase. "Cuídate los dientes", le decía. Quería a toda costa que trabajase en la televisión, auque a él no le entusiasmaba la idea, porque había estado muchas veces en el plató observando a Adrián y le parecía que estar bajo sus órdenes, bajo la tensión densa de las luces y las cámaras, ocasionaría roces y malentendidos. El amor podía resentirse. Se negaba a arriesgarlo. Se incorporó en el sofá y cambió de postura; sentado, encendió un cigarrillo, apoyó los codos en las rodillas y se cubrió los ojos con las manos. Estaba llorando.
¿Por qué había tenido que ocurrir?.
Tenía veintitrés años y Adrián cincuenta, que habían celebrado hacía un mes con una cena en Justo, tras la que Antonio le entregó el producto de seis meses de ahorro, un colgante de diamantes con forma de corazón. Ambicionaba fervientemente cumplir también él los cincuenta a su lado y que Adrián le diera, asimismo, simbólicamente el corazón.
Había dejado de tener pesadillas a los cuatro o cinco días de dormir abrazado a él. Las violaciones tuvieron lugar la primera y la segunda noche que pasó en la cárcel. Fueron cinco fulanos la primera y seis o siete la segunda; la mayoría, extranjeros. Golpeado, con los labios rotos a puñetazos e inmovilizado por cuatro, le forzaron por turno. Le costó más de un mes conseguir sentirse limpio bajo la ducha y casi tres consumar la venganza. A todos ellos había conseguido causarles algún perjuicio importante, sin descubrirse. Pero las pesadillas protagonizaron todas las noches que pasó entre rejas. Cuando creía que ese tormento nocturno duraría toda la vida, en sólo cuatro noches consiguió Adrián que se desvaneciera.
Adrián era un emperador. Imperaba en el plató, donde su poder era ilimitado, y también imperaba en su vida, y no tenía el menor deseo de rebelarse. Se entregaba del todo, sin reservas. Sabía que había madurado en esos cuatro años, se reconocía más experto e incomparablemente más sabio que cuando le conociera, pero el tiempo no había reducido la altura donde le había colocado desde el momento de conocerlo. Todo lo contrario. El sitial se hacía cada día más alto, más resplandeciente, en esa gloria desde donde le prodigaba no sólo el amor, sino todo lo que pudiera ambicionar.
Cuando Adrián abrió la puerta, todavía estaba en el sofá. Al no alzarse para correr a su encuentro en busca del beso impaciente de costumbre, al no poder embozar el llanto, Adrián supo que algo grave ocurría.
Le costó varias horas reunir coraje para contárselo.
-¿Estás seguro? -preguntó Adrián.
-Me he hecho dos veces el análisis. No hay duda.
-¿Por qué fuiste al médico? ¿Qué sentías?
-No tengo ningún síntoma. Estoy bien de salud, igual que de costumbre. Pero... siempre he estado preocupado por una cosa que me pasó en prisión...
-¿Qué?
-No quiero contártelo. Me siento muy mal cuando me acuerdo. La cuestión es que, el mes pasado, hubo una charla en la universidad sobre el tema y me dio por hacerme la prueba. Ahora, ya es un hecho.
-Bueno, qué le vamos a hacer. Con esos tratamientos de ahora, el sida ya no es más que una enfermedad crónica. No te preocupes, podemos vivir con eso.
-¿Podemos?
-Por supuesto. Seguramente, yo lo tendré también. Y aunque no lo tuviera, esto es cosa de los dos.
-¿No quieres que me vaya?
-¿Estás loco?
-Yo creo que debo irme.
-Tú no estás bien de la cabeza. Venga, vamos a hablar de otra cosa.
Permanecieron abrazados y en silencio hasta la hora de acostarse. Mientras miraban la televisión, Antonio percibió en varias ocasiones, en la agitación de su pecho, que Adrián reprimía los gemidos. También a lo largo del pasillo que conducía al dormitorio notó sus esfuerzos por controlarse.
Antes de apagar la luz, Antonio abrió los envases de dos condones, que preparó sobre la mesilla.
-¿Qué haces?
-Tienes que protegerte, Adrián. A lo mejor ha habido suerte y no te he contagiado.
Adrián le contempló con expresión severa.
-Escucha, Antonio. Tengo veintisiete años más que tú. ¿Crees que a estas alturas yo sería capaz de vivir sin ti? No vamos a cambiar nuestras costumbres, no vamos a cambiar nada, ¿te enteras? Ya no vamos a hablar más del asunto si no es para tomar las medidas oportunas para preservar tu salud. Seguramente yo lo tengo también: son cuatro años los que llevamos haciéndolo sin protección, así que lo más probable es que sea portador del virus. Pero si no lo tengo, lo más sensato sería tratar de contagiarme y que recorramos juntos el camino que nos falte.
Antonio fue a contradecirle, pero Adrián le obligó a callar mordiéndole los labios. Sin embargo, y a pesar de que Adrián le impidió usar los condones todas las veces que lo intentó, procuró a lo largo de la noche ajustarse a lo que habían explicado en la universidad sobre sexo seguro.
Apenas hablaron de ello durante el fin de semana. En vez de quedarse en casa e invitar a algunos amigos a comer como de costumbre, pasaron el domingo visitando Pedraza. Adrián consiguió obligarle casi todo el tiempo a pensar en otras cosas, pero, a veces, Antonio caía en la melancolía, mientras recorrían el museo de Zuloaga o contemplaban desde la muralla medieval el paisaje esplendoroso que renacía con la primavera. En tales momentos, sentía la mano de Adrián en su cintura o en su brazo, comunicándole una promesa eterna.
El lunes por la mañana, mientras desayunaban, dijo:
-Quiero que te hagas también el análisis.
-No, Antonio. No hay ninguna necesidad. Caso cerrado.
-Entonces, en cuanto te vayas, haré las maletas.
Adrián lo observó con los dientes apretados.
-Pero, vamos a ver, Antonio. ¿Qué coño vamos a sacar de esos análisis?. No cambiarían nada. Lo único que quiero es que muramos juntos; pondremos todos los medios necesarios para que eso no sea hasta dentro de muchos años.
-Pero has cumplido cincuenta años, Adrián. Si no lo tienes, estupendo. Pero, si lo tienes, tendrás que andar con mucho más cuidado que yo, que estoy fuerte y soy joven. Es necesario que lo sepamos, no hay más remedio.
-No quiero hacerlo, Antonio. Si todavía no me he contagiado, no sería bueno que te sintieras culpable por el miedo a que ocurra, y si ya tengo el virus, tampoco quiero que te sientas culpable de haberme contagiado. Punto final.
-Tengo trescientas setenta y cinco mil pesetas en el banco; puedo vivir cuatro o cinco meses en una pensión. Si no me prometes que esta tarde vamos a ir a que te hagan el análisis, haré las maletas en cuanto salgas por esa puerta y desapareceré.
Adrián reflexionó largos minutos, parado en el dintel con el hombro apoyado en la jamba. Antonio había dejado de ser un muchacho hacía mucho tiempo. Le asombró la madurez que había en la resolución de su cara.
-Está bien. Ven a buscarme a la emisora e iremos juntos.
Cuando la puerta se cerró, Antonio se cambió de ropa. No iría a la universidad, ¿para qué?. Permanecería lo más cerca posible del rastro de Adrián, la huella de calor que había dejado en la silla o el olor que conservaba la toalla. Necesitaba respirar el aire que contenía el aliento de Adrián ahora que dejar de respirar era una posibilidad no demasiado lejana. Tomó de la vitrina el libro que ya había querido leer otras veces, "Memorias de Adriano"; ahora le sobraba tiempo.
Supieron el resultado el miércoles por la tarde.
Milagrosamente, Adrián estaba limpio.
Antonio se mostró entusiasmado toda la tarde, durante la cena y cuando se disponían a acostarse, mientras que Adrián parecía ausente. Cuando se apagó la luz, éste escuchó el sonido del plástico al ser rasgado.
-¿Otra vez con eso, Antonio?
-Ahora más que nunca. Ya nunca haremos el amor sin condón.
-Mira, Antonio; no me has contagiado en cuatro años y no hay ninguna razón para creer que a partir de hoy va a ser diferente.
-Pero ahora lo sabemos. Tengo la obligación de protegerte.
-Tú no tienes que protegerme de lo que yo no me quiero proteger, Antonio. He leído que hay gente que no se contagia aunque se exponga, gente que los médicos están estudiando para ver si está ahí la clave de la solución para el sida. Es posible que yo sea uno de esos. Si es así, no tenemos que preocuparnos.
-Pero, si te contagias...
-Sería lo mejor, Antonio. Ojalá ocurriera.
-Me da pánico escucharte.
-Y a mí me da pánico perderte.
-Si me muriera pronto, todavía podrías enamorarte de otro y seguir creando esos programas maravillosos de televisión.
-No creo que tengas que morir pronto. Cada día se te ve más fuerte y más sano. Pero si te murieras, todo acabaría para mí. Así que, Antonio, no pongas una barrera de látex entre nosotros.
Adrián se torció en la cama para alcanzar con la boca el preservativo que Antonio se había enfundado ya. A mordiscos, lo arrancó a jirones.


Tras desepedirse de Adrián en el ascensor con un beso, Antonio salió con los libros, como siempre que iba a la universidad. Pero no fue.
La mañana era soleada; bajo el júbilo primaveral que estallaba en retoños por doquier, en los árboles de la plaza de España, en los setos de la plaza de Oriente, en los rosales de los jardines de Sabatini, resultaba increíble que un miserable bicho lo estuviera devorando. Un bicho que, por su maldición, también devoraría a Adrián, a cambio de un amor que no tenía por qué ser el último de su vida. Adrián era un cincuentón muy juvenil, podía vivir todavía treinta o cuarenta años creando maravillosa televisión, escribiendo magníficos guiones, derrochando sabiduría. Era bueno, deseable, gentil y generoso; el amante perfecto que soñaran durante generaciones seres desamparados como él. Muchos podían amarle y, de hecho, se había sentido celoso con frecuencia porque observaba que algunos, tan jóvenes como él, trataban de seducirlo. Merecía volver a amar, corresponder el amor de alguien que no constituyera un peligro para él, una sentencia de muerte.
Sonriendo, cruzó ante la catedral de la Almudena. Se representó mentalmente el día que la visitó por primera vez; Adrián apoyaba la mano en su hombro. En aquel momento, anheló con toda su alma que pudieran entrar abrazados al templo y que su unión fuera bendecida y consagrada para siempre.
Sobre la sonrisa, una lágrima recorrió su mejilla izquierda.
Saltó sobre el pretil del viaducto. Sus labios conservaron la sonrisa durante el vuelo de veinte metros.

sábado, 23 de abril de 2011

Historia de Málaga


La ciudad fue fundada por los fenicios, que se desplazaron hasta Málaga por la abundancia de metales (plata y cobre, sobre todo) que necesitaban par sus intercambios comerciales.
El nombre primitivo de este asentamiento fue "Mlk" que significa factoría (de pescado, se supone). De ahí viene uno de los nombres antiguos que se dio a Málaga: Malaka. El periodo fenicio tuvo una duración del 770 al 550 antes de Cristo.
Nabucodonosor conquista los territorios fenicios, con lo que Málaga pasa a ser sobre el 570 a.c. dominada por los cartagineses, que pretendían quedarse con el comercio fenicio.
Pero en el año 218 a.c. son los romanos quienes, esta vez, derrotan a los cartagineses en las guerras púnicas, conquistando la península ibérica. Los romanos comienzan la construcción de obras importantes. La dinastía Flavia comienza el Puerto de Málaga y con Augusto se construye el Teatro Romano. Es el emperador Tito, de la familia Flavia, quien concederá a Málaga los privilegios de municipio.
Los patrones de Málaga, San Ciriaco y Santa Paula, sufrieron martirio en el lecho del río Guadalmedina donde fueron lapidados a comienzos del siglo IV (18 de junio). Otra versión existente cuenta que fueron aprisionados y trasladados a Cartago, donde murieron.
La decadencia romana da paso a la dominación de los pueblos germanos, que sobre el año 411 arrasaron las costas malagueñas.
Con la intención de reconstruir el imperio romano, el emperador bizantino Justiniano (527-565) conquista Málaga, que será abandonada sobre el año 623 debido a presiones visigodas.
En el año 711 la península comienza un largo período de dominación musulmana.
Es el año 1089 cuando los almarávides son llamados por los Reinos de Taifas para solucionar problemas rivales, quedándose en Andalucía y arrebatando el domino a los regentes musulmanes.
Hasta 1.143 no son expulsados de Málaga, donde, años más tarde gobernaría Ibn Hud (hasta 1.238) ferviente antialmohade. A la muerte de Hud, se ofrece la ciudad al rey de Granada Muhamad I.
En 1.348 la peste negra asola Europa, siendo esta la fecha en que Alcazaba y Castillo de Gibralfaro toman su forma definitiva. La ciudad dispone de varias puertas que permiten el paso a través del recinto amurallado, cuyos nombre siguen perdurando hoy: Puerta Oscura, Puerta del Mar...
Fernando el Católico arrebata la ciudad a los moros en 1487, pero no fue una tarea fácil, más de 15.000 guerreros africanos aguardaban acuartelados y bien armados en el Castillo de Gibralfaro. Entre las tropas conquistadoras de la ciudad se encontraba el poeta Garcilaso de la Vega.
La batalla tuvo tal dureza y la resistencia se alargó tanto que las represalias de los vencedores fue brutal. Sólo dejaron a 40 familias, los demás habitantes fueron deportados o vendidos como esclavos.
Entre 5.000 y 6.000 "cristianos" repoblaron la provincia (1.000 la capital). En un primer momento se levantaron cuatro parroquias en la capital: las iglesias del Sagrario -dedicada a San Pedro, fundada en 1488 y reconstruida en el siglo XVIII-, San Juan, Santiago y Santos Mártires -fundada en 1.490, renovada entre 1758 y 1777-.
Uno de los primeros conventos fue de los frailes franciscanos, actual Santuario de la Victoria.
Cuentan los escritos que estando acampado el rey Fernando esperando la toma de la ciudad se le apareció la Virgen que traía consigo un regalo del emperador Maximiliano de Austria, anunciándole la victoria sobre los musulmanes.
En este mismo lugar de acampada se levanta una capilla, actual Santuario de la Victoria, que más tarde, en 1518, se convertiría en convento franciscano.
A finales del siglo XVII el conde de Buenavista costeó la remodelación del convento al que añadió dos panteones, uno para el eterno descanso de su familia.
La Catedral se comienza en 1528 y en 1541 se paran las obras por algunos errores. En 1549 se trajo como nuevo maestro mayor a Diego de Vergara, que trabajó hasta su muerte, sucediéndoles su hijo, fallecido en 1598.
En 1588, cuando estaba la obra a medias, se inaugura la Catedral. Su sillería está considerada como una de las obras de arte más importantes de los templos españoles, obra de Pedro de Mena.
Durante la edad moderna Málaga tuvo gran importancia por su situación estratégica, cercana al estrecho de Gibraltar y al Norte de Africa, siendo el Puerto punto de abasto para las plazas africanas.
El sistema defensivo cristiano no fue cambiado, sino que se aprovechó el construido por los árabes.
De los siglos XVI al XVIII a pesar de las epidemias, terremotos, inundaciones, explosiones de molinos de pólvora y las levas de soldados (alistamientos forzosos) la población aumentó de 3.616 familias a 4.296.
Durante el siglo XVIII se da una gran expansión urbana por lo que la muralla defensiva que rodeaba la ciudad desaparece. Destacar que a finales de este siglo el 10 por ciento de la población era extranjera, signo del cosmopolitismo que siempre ha tenido esta ciudad abierta a propios y extraños.
La pesca ha sido desde siempre una actividad de mucha importancia -por desgracia hoy no- aunque la ganadería y la agricultura -basada en el trigo, la vid y el olivo- fue aumentando.
En 1585 Felipe II ordena un nuevo estudio del Puerto, construyéndose un nuevo dique en 1588, en la zona de levante, junto a La Coracha. En los dos siglos siguientes el Puerto se fue prolongando tanto a poniente como a levante.
El edificio de la Aduana comenzó a construirse en 1.791, y las obras no concluyeron hasta 1.842.
El más recordado de los obispos malagueños fue José de Molina Lario (1.776-1-783) gracias al cual consiguió con sus esfuerzos y sus aportaciones económicas la construcción del Camino de Antequera y el acueducto de San Telmo (que abastecía de agua a la ciudad).
Ya en la época contemporánea, la dominación francesa (invasión de las tropas napoleónicas) de Málaga duró dos años (enero 1810 hasta agosto 1812). Después de aprobar en Cádiz "La Pepa" o la Constitución de 1812, se constituye en Málaga el primer Ayuntamiento constitucional compuesto por dos alcaldes.
En 1.831 José María Torrijos parte de Gibraltar acompañado de 50 liberales con la intención de levantar a los malagueños en contra de Fernando VII, "El Deseado", que gobernó España tras la retirada francesa. En la plaza de La Merced hay un obelisco dedicado a estos defensores de la libertad en cuya cripta descansan sus restos.
Málaga fue cuna de varios levantamientos en el agitado siglo XIX en pro de un régimen más liberal. En 1835, muerto Fernando VII, se organiza una revuelta por la ineficacia del gobierno del conde de Toreno. Un año después son asesinados en Málaga los gobernadores civil y militar. En 1843 comienza otra insurrección en la capital.
Tanta actividad "revolucionaria" le vale el título a la ciudad "siempre denodada" y la leyenda "la primera en el peligro de la libertad".
1862 es un año importante en la ciudad, dada la visita de la reina Isabel II y todo lo que conlleva este hecho.
Con la renuncia al trono de Amadeo de Saboya se proclama la Primera República Española el 11 de febrero de 1873. Se producen grandes disturbios y la Aduana es asaltada, quemándose numerosos expedientes y legajos completos.
El malagueño Antonio Cánovas del Castillo juega un papel fundamental en la instauración de la monarquía con Alfonso XII al frente. Destacar el periódico de esta época "El país de la Olla".
En 1877 visita Málaga Alfonso XII.
A partir de 1826 se produce un auge industrial en la ciudad, liderado por Manuel Agustín Heredia, dueño de varias fundiciones. Málaga se convierte en la primera productora de hierro a nivel nacional durante décadas. En los 60 se crean barrios obreros como El Bulto o Huelin para albergar a los trabajadores cerca de las fábricas. A partir de 1880 la crisis hace cerrar las fundiciones malagueñas, uniéndose a esta desgracia la plaga de la filoxera.
En 1856 se crea el Banco de Málaga, con la capacidad de emitir billetes, pero en 1874 es absorbido por el recién creado Banco de España.
La Cámara de Comercio de Málaga fue creada en 1886, pero cuenta con los antecedentes de los consulados marítimos y terrestres.
En este siglo hubo tres exposiciones provinciales donde se mostraron productos de agriculturas e industriales, la más importante fue la de 1862, que visitó Isabel II.
De 1.860 a 1.865 se construyó el ferrocarril Málaga-Córdoba y es a finales de siglo cuando se pone en marcha el tranvía.
En 1891 se abre la calle Marqués de Larios, la más conocida de Málaga y arteria principal del Centro Histórico.
Debido a la penuria económica se piensa en explotar el turismo nacional y extranjero. A finales del siglo XIX se crea la "Sociedad Propagandística del Clima y Embellecimiento de Málaga".
El teatro Cervantes se construye en 1869, sobre las ruinas del teatro Príncipe Alonso, que fue acondicionado para representar obras en 1862 con motivo de la visita de Isabel II, ya que era donde se hallaba el circo.
En 1880 se inaugura el Real Conservatorio de Música María Cristina.

viernes, 22 de abril de 2011

EL PROFESOR DE INGLÉS


José Almeida era chapero de Sol.
No lo ocultaba. Le enorgullecía el título, porque jamás había tenido otro, ninguna profesión que le caracterizara. Sabía que procedía del más subterráneo de los niveles de la pirámide social.
Ser chapero representaba un progreso meteórico en su vida.
Porque siendo chapero visitaba casas muy elegantes, de un tipo que ni siquiera suponía que pudieran existir en Portugal. Porque siendo chapero, recibía como regalos ropa que sólo había visto usar a la gente en televisión. Porque siendo chapero, le invitaban a comer de vez en cuando en restaurantes donde cobraban por persona mucho más de lo que él necesitaba para pagar la pensión a diario.
Claro que era importante ser chapero.
Porque desde que lo era, había viajado ya cinco veces a la aldea cercana a Goveia donde vivía su familia, y siempre asombraba a sus hermanos y a sus antiguos vecinos con su ropa, sus expresiones y el dinero que podía gastar.

Había descubierto su poder cuando más asustado se sentía. Llegado a Madrid sin un escudo ni un duro, encontró a dos jóvenes portugueses en una tasca de Atocha. Viendo que hablaban en portugués, se acercó a pedirles ayuda.
-¿Estás sin dinero? -le preguntó el que parecía más desenvuelto.
-No tengo ni para comer. Tampoco sé dónde voy a dormir.
-Pues tienes fácil la salida.
-¿Qué tengo que hacer?
-Ven con nosotros. Hay una sauna donde van los hombres en busca de muchachos como nosotros. Pagan mucho dinero y sólo tienes que quedarte quieto mientras te tocan.
-A mí sólo me gusta que me toquen las mujeres.
-Si cierras los ojos y piensas en mujeres, verás que difrutas igual. Y además, te pagan.
-¿Cuánto?
-Unas cinco mil pesetas.
Cinco mil pesetas era lo que podía ganar en la aldea en una semana. Tenía que intentarlo.
La sauna, sin embargo, le cohibió. No podía creer que aquellos hombres, con aspecto de verdaderos hombres, quisieran mantener sexo con él. Todos eran muy elegantes a pesar de estar desnudos. Las gafas que usaban algunos y las cadenas que casi todos llevaban al cuello, revelaban un poder económico que, desde la perspectiva de su aldea, parecía estratosférico.
Se mantuvo mucho tiempo aparte, casi oculto, observando amedrentado a la gente que circulaba constantemente de una planta a otra, del baño turco a la sauna, de las duchas a la sala de proyección, del bar al cuarto oscuro.
Finalmente, decidió que no tenía nada que hacer en ese lugar. No sabía hablar español, era demasiado tosco en comparación con toda aquella gente, era demasiado inculto para esperar que le entendieran. Se daría una ducha y saldría a ver qué podía hacer en el exterior.
La sala de duchas tenía ocho alcachofas y un pequeño jacuzzi.
José Almeida se despojó del paño que le cubría la cintura, abrió el chorro de agua, tomó abundante gel del dispensador, se enjabonó el pelo, el rostro y todo el cuerpo y gozó la primera ducha verdadera de su vida, puesto que en la vieja casa de piedra de la aldea tenía que asearse echándose por encima baldes de agua fría, que sumaban a la tiritona la idea de estar siendo sometido a un suplicio medieval. Entre el jabón que le cubría la cara y el placer que le producía el agua tibia, permaneció mucho rato con los ojos cerrados. Cuando los abrió, vio que había siete hombres formando un corro a su alrededor; le miraban con expresión radiante y dos de ellos estaban manoseándose.
José bajó la cabeza, tratando de descubrir qué asombraba tanto a aquellas siete personas. Examinó su torso blanco, donde casi no había vello, pero donde se distinguían claramente sus músculos tallados por el duro trabajo del campo; ese pecho duro como la piedra no podía resultar atractivo para nadie. Se preguntó si serían las piernas, tan robustas que parecían las de un animal; no, tampoco eran atractivos sus muslos tan masivos ni las pantorillas que parecían dos bolas de billar juntas en cada pierna. Mucho menos podía atraerles el pingajo fláccido y cubierto por un laberinto de venas, y muy oscuro en comparación con el resto de su piel, que le colgaba hasta más abajo de medio muslo. Tal vez aquellos hombres le miraban por ser un bicho raro.
El que estaba más cerca, le dijo con un tono que evidenciaba tensión interior:
-¿Puedo invitarte a tomar algo?
José entendió a medias la pregunta, pero asintió. Siguió al hombre hasta la sala del bar, sintiendo que le temblaban las piernas. Tomó con fruición el refresco de naranja y luego aceptó la señal del hombre, que le condujo hasta una habitación tan pequeña que parecía un armario, con toda la superficie ocupada por una colchoneta.
Cuarenta minutos más tarde, salió de la sauna admirado por dos motivos: Había disfrutado con lo que el hombre le hab ía hecho y llevaba cuatro mil pesetasen el bolsillo.
Aunque nunca consiguió hablar bien español, un año más tarde reflexionaba sobre lo estupendo que había sido descubrir la vida de chapero, puesto que disponía de una agenda de bolsillo con varias decenas de números de teléfono. No sabía leer los nombres, pero recordaba a las personas por el trazo de las letras. Era muy raro que le dijeran que no cuando preguntaba si podía ir a sus casas, cada vez que se quedaba sin dinero y tenía que buscarlo con urgencia para pagar la pensión.

El profesor de inglés representó un paso adelante en su carrera.
Robert Kent tenía cuarenta y dos años, un cuerpo del que la musculatura universitaria comenzaba a descolgarse, un pisito en el Puente de Vallecas y dos pasiones: los toros y los jóvenes que tenían cuerpos de torero.
Conoció a José Almeida en un bar de la calle Espoz y Mina. Robert era capaz de desnudar a la gente con la mirada, por lo que radiografió las posesiones de José de una sola ojeada.
Siguieron dos meses durante los que José fue el sábado, sabadete del profesor. Con el tiempo, los sábados se extendieron a todo el fin de semana y, poco más tarde, el profesor era el recurso cuando José no encontraba un cliente. Dado que Robert rellenaba muchos de los altibajos que la economía de José había venido teniendo, éste llegó a la situación de holgura que le incitaba, periódicamente, a viajar para pavonearse en su aldea.

-Me gustaría irme a Madrid contigo -le dijo a José su hermano Paulo.
El ruego estremeció a José. La posibilidad de que un miembro de su familia llegase a saber cómo se ganaba la vida, escapaba a sus previsiones. Se trataba de un asunto demasiado oscuro como para ser revelado. Trató de disuadir a su hermano, dos años menor que él.
-Las cosas no son fáciles allí.
-¡No pueden ir peor que aquí! Mira, José, aunque tenga que dormir en la calle, quiero irme a Madrid. No soporto pasar más días con las cabras.
-Aquí no te falta nada.
-¿Que no me falta nada? ¿Es que no te das cuenta de la diferencia que hay entre como vistes tú y cómo visto y el dinero que gastas y el que gasto yo?
La conversación se repitió cuatro días consecutivos, en los mismo términos. José llegó a sentirse muy nervioso. Carecía de argumentos que pudieran desalentar a Paulo, porque él mismo había viajado a Madrid la primera vez en circunstancias mucho más inciertas, sin un hermano que pudiera ayudarle. El último día, vio que, desde el punto de vista de Paulo, la decisión estaba tomada. ¿Qué hacer?
Decidió ir a Gobeia y telefonear a Robert.
-¿José? ¿Cuándo vuelves?
-Mañana. Tengo un problema y necesito que me ayudes.
-¿Qué has hecho?
-Nada malo. Es mi hermano, que quiere venirse a Madrid conmigo.
-Estupendo. Tráelo.
-Es que...
-¿Qué?
-No quiero que sepa a lo que me dedico.
-¿Tu hermano es ciego? Mira, José; peor es ser camello o maleante. Tú no le haces daño a nadie,¿verdad?
-Yo quisiera... ¿No puedes tenerlo en tu casa, para que te limpie y te haga la comida... o algo así? Pero sin tocarlo, ¿eh?, sin pasarte. Sólo sería hasta que yo pueda decirle la verdad.
-Sí, hombre, no te preocupes. Tú, tráelo. Ya veremos cómo lo resolvemos.

La primera noche, Robert instaló a Paulo en una pequeña habitación y José fue acomodado en el sofá del salón. A la mañana siguiente, José salió con su equipaje en busca de una pensión.
-No dejes que mi hermano se dé cuenta de lo que hay entre nosotros, ¿eh? -pidió a Robert.
-Sí, hombre, no te preocupes. Tú, tranquilo.
Durante la comida, al estar largo rato a su lado, Robert descubrió que Paulo olía muy mal.
-¿No te has bañado?
-Me toca dentro de dos días.
-¿Qué? Estás loco. Uno se baña cada vez que lo necesita, que es todo los días; no a plazo fijo.
-Ya me bañé el sábado, en la aldea.
-Aquí tienes que bañarte todos los días. No hay cabras cerca que enmascaren los malos olores de la gente.
Casi a la fuerza, Robert empujó al joven hasta el cuarto de baño. Pocos minutos después, extrañado por no oír el chorro de agua, entreabrió la puerta.
-¿Algún problema?
-No sé cómo funciona esto -respondió Paulo, que estaba desnudo, ante la bañera, como quien se encontrase inesperadamente al mando de un Airbus.
Robert le explicó en la práctica cómo funcionaba el grifo mezclador y las diferentes posiciones de la alcachofa. Sólo contempló el cuerpo del muchacho cuando éste ya había comprendido el funcionamiento y se disponía a situarse bajo la ducha. Era una reproducción casi exacta del agreste atractivo escultural de José, con tres salvedades: Su rostro era mucho más hermoso, su pene era más grueso y sufría fimosis. No supo reprimir a tiempo el impulso de tocar.
El chico sonrió mientras se ruborizaba.
-Tu prepucio necesita una operación, ¿no lo sabías?
-No. No sé de lo que hablas.
-Esto, ¿ves? Esta piel tiene que retraerse y descubrir el glande. ¿Nunca has hecho sexo?
-No... yo...
-¿Te duele?
-Sí. No puedo...
-Me lo imagino. Esta tarde vamos a arreglar este problema.

El doctor Álvaro Martín, el amigo más íntimo de Robert en Madrid, aficionado como él a los toros y, en realidad, quien había originado la afición de norteamericano, rebanó el prepucio de Paulo entre risas.
-Hay piel suficiente para hacerle un sombrero -le comentó a Robert.
El profesor de inglés pidió a su amigo por señas que no hurgara en la evidente cortedad del muchacho.
Viendo que casi no le entendía, el médico tuvo que repetir varias veces a Paulo los cuidados que habría de tener y las precauciones que debía adoptar mientras se producía la cicatrización. No paró de reír mientras lo hacía. Al despedirles, susurró al profesor de inglés:
-Bien, Robert. Ya me contarás cómo funciona dentro de quince días... y si te produce algún desgarro, no te dé vergüenza venir a que te cosa.
-Eres un degenerado, Álvaro. Este chico es hermano de José. No tiene nada que ver conmigo.
-Bueno, si tú lo dices... Pero a partir de ahora, cuando se le cicatrice, tendrás ahí un fenónmeno de la naturaleza; ¿por qué desaprovecharlo?

José acudía casi a diario a casa de Robert. La convalecendia de su hermano era un buen pretexto, que le permitía ahorrarse el gasto de la comida sin tener que acostarse con el profesor, lo que le dejaba con energías para un par de chapas cada tarde, de modo que, durante dos semanas, aumentó su prosperidad.
Paulo no quiso contarle cómo había descubierto Robert que necesitaba operarse de fimosis.
-Fue que yo se lo comenté.
-¿Y cómo te entendió tan rápido?
-No sé. Yo se lo dije, simplemente. En seguida me ofreció ir al médico.
-Bueno. Pero él... ¿no ha tratado de tocarte?
-No, qué va.
José escrutó a su hermano y, por primera vez en su vida, intuyó que le mentía.

Durante el mes y medio que siguió, las emociones de José se volvieron tan contradictorias, que no era capaz de discernir qué le ocurría.
Primero fue la sospecha de que el profesor de inglés había descubierto la fimosis de Paulo durante un encuentro sexual, sospecha que se convirtió muy pronto en certidumbre. Tenía dos motivos para sentir rabia: que le hubiera revelado tan de inmediato a su hermano lo que él no quería que supiera y que le hubiera metido mano, en contra de sus ruegos.
Más adelante, halló sospechosas las evasivas de su hermano. Que no quisiera decirle que se había acostado con el profesor no podía significar más que una cosa: quería desplazarle a él de la posición privilegiada que había ocupado en esa casa cerca de un año, aprovecharse de un trabajo que le había costado muchos esfuerzos, porque el profesor de inglés era demasiado varonil para sentirse a gusto en la cama con él. Cuando no sólo había conseguido superar la aversión por el fornido y excesivamente viril cuerpo del norteamericano, sino que había llegado a sentirse plenamente a gusto con él, y cuando del recién estrenado placer compartido había comenzado a extraer mayores beneficios económicos que nunca, llegaba un pazguato a tomar posesión de una conquista que sólo a él le pertenecía..
Con el paso de las semanas, el asunto se convirtió en obsesión.
Los dos le habían traicionado: Robert era doblemente culpable, pero su hermano lo era más por eso mismo, por ser su hermano. El profesor no iba a disfrutar del joven y tierno Paulo por las buenas, sin que él recibiera algo a cambio ni cayera sobre el norteamericano el castigo merecido por no cumplir su promesa. Y, por otro lado, aunque a su hermano no pudiera castigarle sin incurrir en un pecado grave, Paulo tenía también que pagar por haberle desplazado, entregándole una parte de sus beneficios semanales, una renta que añadir a lo que ganaba en tantas camas donde entraba conteniendo la náusea. Menudo chollo había conseguido el piojoso pastor de cabras nada más llegar a Madrid, con los apuros que él había tenido que pasar los primeros meses. La cosa no iba a quedar así.
Maquinó toda la noche anterior al día que el profesor le había invitado a comer de un modo algo más formal de lo acostumbrado. José no consiguió dormir, arrebatado por el rencor y la necesidad de revancha.

Dos días más tarde, el profesor de inglés le dejó un recado en el bar de la calle Espoz y Mina donde José solía encontrarse con sus amigos. Le urgía para que se presentase sin demora en el piso del Puente de Vallecas.
José acudió, dispuesto a negarlo todo y resistir el interrogatorio. Total, con un maricón no había peligro ninguno; jamás le denunciaría a la policía.
-¿Por cuánto lo has vendido? -preguntó Robert en cuanto abrió la puerta-. Seguro que por una misera. Ladrón de mierda, ¿no sabes que el anillo que me has robado tiene un diamante que vale casi trescientasmil pesetas?
La cantidad escapaba a la capacidad de cálculo de José. Se lo había vendido por diez mil pesetas a uno de sus clientes, un locutor de televisión jubilado a quien le gustaban los tríos eróticos y que obligaba a José a llevarle a todos los portugueses recién llegados que encontrabay ameterse en la cama con ambos; un viejo baboso, casi ciego por las cataratas, que debía de tener sida hasta en el DNI, que hablaba como si supiera más que nadie y que protestaba por todas las cosas que ocurrían en la calle, negándose a dar propina a los camareros porque, según su parecer, todos eran antipáticos y negligentes y siempre le estafaban al cobrarle. Y precisamente alguien tan puntilloso, le había estafado dándole una miseria por un anillo que valía treinta veces más. La rabia por haber sido víctima de tal estafa le descompuso tanto, que su determinación de negar el robo se vino abajo.
-¡Eres un mentiroso! -gritó José-. Esa mierda de anillo valía sólo diez o doce mil pesetas.
-No grites, José -rogó su hermano.
-Grito lo que me sale de los cojones. Tu maricón es una histérica y un embustero.
-Ya sabes lo que te espera -le advirtió Robert-. Ahora mismo voy a llamar a la policía. Te van a caer lo menos cuatro años de cárcel.
José vio con más sorpresa que miedo que Robert se dirigía hacia la mesita donde reposaba el aparato telefónico. Sin poder contenerse, corrió hacia el profesor, se interpuso entre él y el teléfono y le lanzó el puño contra la nariz, de la que manó la sangre al instante.
El manantial rojo actuó como un banderín de salida. En vez de contenerse, José continuó golpeando. Robert era una persona corpulenta, que conservaba, aunque reblandecida, su musculatura de jugador de béisbol universitario, por lo que logró machacar con el puño el pómulo izquierdo de José que, aturdido momentáneamente, fue alcanzado también en el hombro y en el hígado. José amagó un puntapié contra el estómago de Robert que, viéndolo venir, aferró la pierna que se le lanzaba, propinándole al mismo tiempo un golpe en el muslo; la pérdida de equilibrio del portugués propició que el norteamericano atinara a darle nuevos golpes hasta turmbarle en el suelo. En el momento que Robert iba a echarse sobre él, José rodó sobre la alfombra, despojándose de la pátina complaciente de chapero con que había logrado revestirse durante el último año para recuperar sus dotes naturales de escalador peñas donde se refugiaban las cabras. Se alzó de un salto y, enloquecido por la mezcla de rabia, rencor y dolor, se lanzó contra el profesor como un torbellino que arrasa todo a su paso. Puñetazos, tarascadas, patadas en los genitales y, ya abatido el cuerpo en el suelo, saltos sobre su espalda y sus caderas, hasta que Paulo murmuró quedamente, como si tratara de no exaltarle más aún:
-Para, José. Le has hecho mucho daño. ¡Lo vas a matar!
Robert estaba inmóvil en el suelo. Toda su cara se había convertido en un amasijo sanguinolento. Sus ojos estaban abiertos, pero estáticos. Aterrorizados, los dos hermanos buscaron afanosamente su pulso.
-Lo has matado -dijo Paulo-. Estás loco.
-Tenemos que evitar que nos acusen de nada. Vamos a simular que se ha suicidado.
-¿Suicidado, así como está?
Sin prestar oídos a los razonamientos de su hermano, José le obligó a arrastrar el cuerpo hasta el cuarto de baño. Llenaron la bañera de agua caliente e introdujeron a Robert, mientras José pedía a Paulo:
-Busca un alambre grande.
Paulo volvió con un rollo de alambre del dos, localizado en el cuartillo donde Robert guardaba la caja de herramientas. José rodeó el cuello del profesor de inglés con varias vueltas y luego enredó el hilo metálico en el grifo.
-Así, la policía pensará que se ha suicidado.
-Tú no estás bien de la cabeza -dijo Paulo.
-¡Ahora llamas loco a tu hermano!. Hijo de puta, me quitaste el maricón con el que más ganaba, pero ahora te jodes, porque tú eres tan culpable como yo. ¿Dónde están las llaves del coche?
-No sé. Las tendrá en el bolsillo.
-Cógelas.
-Yo no...
-¡Si no quieres que te haga lo mismo que a él, coge ahora mismo las llaves!

Ninguno de los dos poseía carné de conducir. José apenas tenía una idea muy vaga de cómo había que manejar un coche.
-Tenemos que ir despacio, no vaya a pararnos la policía -se justificó José ante su hermano, para embozar su impericia.
Enfilaban la autopista de La Coruña, con idea de atravesar las provincias de Ávila y Salamanca, en busca del paso fronterizo que les llevaría a Guarda, en Portugal, donde José suponía que estaría a salvo si alguien le acusaba de asesinato.
-¿Por qué tuviste que acostarte con ese panaleiro de mierda? -reprochó José.
-¿Qué dices?
-Que lo jodiste todo. No respetaste que soy tu hermano.
-¿De qué estás hablando, José?
-De que me quitaste el maricón que más dinero me daba.
-Yo no te he quitado nada. ¿Robert es maricón?
-¡Claro!.
-Pues a mí no me ha tocado en estos dos meses.
-¡Mentira!
-Ten cuidado, José, que nos vamos a matar. ¿Por qué dices que Robert es maricón?
-¡Porque lo sé! Me he acostado con él cientos de veces.
-¿Tú también eres maricón?
José lanzó el puño hacia su hermano.
-¡Sin insultar!
-¿Entonces, qué significa que te hayas acostado con él?
-Lo hacía por dinero.
-¿Te acostabas con Robert por dinero?
-Sí, mierda, que pareces que te has caido del árbol. Sabes muy bien de lo que estoy hablando.
-Tú no estás bien de la cabeza. Si es verdad que te acostabas con Robert, igual de verdad es que yo no lo he hecho.
-¡Embustero!.
-Mira, Jose. Ya tengo bastante. Me dejas en la aldea y no quiero que vuelvas a hablarme en la vida.
José miró a su hermano de reojo. No podía ser que se hubiera metido en el lío en que estaba por una equivocación.

Faltaban sólo unos veinte kilómetros para llegar a la divisoria entre España y Portugal. Dentro de veinte kilómetros, serían libres.
Inesperadamente, como si hubieran brotado como hongos del campo, tenían un coche policial delante y otro detrás. Su aparición fue casi simultánea con el inicio del estruendo de las sirenas. En el instante que el coche se detuvo, José sintió la gelidez de una pistola apoyada en su sien.
-Sal con las manos en alto -dijo el policía.
-Nosotros no le hemos hecho nada -dijo José.
-Vosotros, no. Robert Kent te acusa sólo a ti, y exculpa a tu hermano. Le has roto cuatro costillas, la clavícula derecha y la nariz. Quedas detenido por intento de asesinato.
-¿No ha muerto?
El policía no respondió. Le recitó sus derechos mientras le esposaba y, a continuación, le dijo a Paulo:
-No estás detenido, pero tienes que quedarte en España para prestar declaración. Una vez que lo hagas, tú no tienes problema.

-Espero que no me guardes rencor -murmuró Robert mientras abrazaba a Paulo en el ascensor.
Volvían de la Audiencia, tras el juicio en el que José había sido condenado a catorce años de prisión.
-Lo único que me importa es el disgusto de mi madre. Por mí, que a mi hermano se lo follen o lo maten en la cárcel. Es un loco irrecuperable. Lo hubiera matado por lo que te hizo.
-Ahora ya pasó. De todos modos, tenemos que agradecerle que nos uniera.

martes, 19 de abril de 2011

NIÑOS AZULES

De nuevo sentía necesidad de huir y, como tantas otras veces, sus piernas se encaminaron hacia la colina sin que mediara su voluntad.
Aunque la altura del monte era más bien modesta, la escalada de la ladera resultaba ardua, por lo escarpada y porque el terreno suelto hacía que cada paso fuese más fatigoso que el anterior, ya que esta vez el golpe más fuerte, el que le había propinado su padre con la rodilla, le había alcanzado el muslo derecho cerca de la cadera; un dolor muy agudo que le obligaba a cojear.
No se preguntaba por qué elegía ese sitio después de cada uno de los arrebatos de su padre, cuya razón desconocía, como ignoraba lo que le atraía con tanta fuerza hacia la cima, que alcanzaría en sólo diez o doce minutos más.
Los jaramagos crecían sin orden entre matorrales de chumberas y, más arriba, algunos algarrobos rompían la línea casi perfecta del cono que formaba el monte coronado de riscos. Mirando las orgullosas rocas casi negras, Dany anheló que los niños azules salieran esta vez de su morada de amatistas y rubíes. Eran las cuatro de la tarde, y ellos se retiraban siempre antes del ocaso. Si salían, alegarían muy pronto la proximidad de la noche y se marcharían, pero Dany necesitaba que hoy se quedasen más tiempo con él, al menos hasta que el dolor de la cadera se atemperase lo suficiente para olvidarlo. Sólo contaba once años, una edad en que se alivia pronto el dolor físico.

La piedra sobre la que solía sentarse estaba muy próxima a un tajo que caía en vertical hacia el lecho de un arroyo, ahora seco. Desde ella, miraba el lejano mar durante muchas horas antes de que los niños azules aparecieran, por lo que temía que esta tarde de primavera no vinieran, puesto que sólo quedaban unas cuatro horas de sol. Sobre la aglomeración de edificios, arboledas y torres de la ciudad, la extensión marina refulgía a la derecha del panorama, donde el sol había iniciado ya el descenso. La temperatura era fresca, no podría desnudarse como otras veces para sentir el abrazo amable y reconfortante de la brisa; solía hacerlo no sólo cuando recibía una paliza, también cuando percibía el rechazo de los vecinos de su edad. Si los niños azules no acudían, ¿quién iba a consolarlo? El llanto no le producía hipidos ni ahogos, sólo fluía el manantial de lágrimas tan saladas como el mar añil que contemplaba.
-Hola -dijo el niño azul.
Dany sonrió. Había acudido antes que las demás veces, y solo.
-¿No viene la niña?
-Pronto vendrá. ¿Por qué lloras?
Dany desvió la mirada.
-¿Otra vez tu padre?
Dany asintió con los ojos bajos.
-¿Sabes por qué lo hace?
Dany negó. Se trataba de un misterio para el que no tenía explicación ni conjeturas.
-¿Has sido malo?
-No lo sé. Seguramente sí, pero es que, sea lo que sea lo que molesta a mi padre, nunca me lo dice. Debo de ser muy malo, tan malo como el peor, porque, si no, mi padre no me pegaría tan fuerte y tantas veces, pero nunca me dice lo que hago mal para que yo pueda dejar de hacerlo.
-¿Quieres jugar?
La propuesta paró el torrente que brotaba de los ojos de Dany.
-¿A las adivinazas?
-Todavía no; jugaremos a las adivinanzas cuando venga Celeste. Ahora podemos jugar al juego de la verdad.
-¿Cómo es?
-Yo te pregunto y tú me preguntas. El primero que adivine la verdad del otro, gana. Pero no está permitido mentir en las respuestas.
-¡Qué bien! -celebró Dany-. ¿Quién pregunta primero?
-Empieza tú.
-¿Es tu piel de cristal, como parece?
-No. Ahora pregunto yo. ¿Has faltado al respeto a tu madre?
-No. ¿Sólo hay ese líquido azul en tu interior?
-Hay mucho más. ¿Has faltado al colegio?
-Esta tarde, sí, porque me da vergüenza ir cuando cojeo o tengo moretones en la cara por las palizas de mi padre, porque no sé qué explicación dar; pero nunca he faltado en las últimas dos semanas, desde la última vez que me pegó. ¿Qué más hay dentro de ti, además del líquido azul?
-Pensamientos y sentimientos. ¿Te has quedado jugando con tus amigos del barrio más tarde de la hora que tus padres te marcan para volver?
-No tengo amigos en el barrio. Me rechazan también y no comprendo por qué. ¿Tú rechazas a otros niños?
-Carezco de la facultad de rechazar nada. ¿Has cogido dinero del bolso de tu madre?
-No, qué va; ¿para qué voy a querer dinero? ¿De qué está hecha tu piel?
-De ilusiones de niños como tú. ¿Estudias poco en el colegio?
-El maestro me da muchos premios; dice que soy el más listo de la clase, pero dirá eso porque nunca ha hablado con mi padre, que asegura que yo soy un monstruo. ¿Las ilusiones de tu piel se pueden tocar?
-Mi piel, como la de Celeste, se rompe al menor contacto; desaparecería si me tocaras. ¿Te abraza y te besa tu padre cuando te dan esos premios en el colegio?
-No. Los padres de otros niños de mi calle les compran regalos cuando llevan buenas notas, pero el mío pone una cara muy rara, como si algo oliera mal. ¿Que quieres decir con "desaparecería"?
-No volverías a verme. ¿Crees que molesta a tu padre que seas tan listo?
-No lo sé. Bueno, a veces, a lo mejor. Un día, estábamos en casa de mi abuelo, comiendo, y él dijo que se podía respirar en la Luna; como yo le dije delante del abuelo que es imposible, porque allí no hay oxígeno, luego, cuando íbamos para mi casa, fue todo el camino dándome bofetadas, tirones de pelo y golpes con las rodillas. ¿Por qué no volvería a verte si te tocara?
-Porque soy una realidad intangible. ¿Te golpea tu padre un día o dos después de haber conseguido muy buenas notas en el colegio?
-No me acuerdo; me dan buenas notas casi todos los días. ¿Qué significa "realidad intangible"?
-Que no se puede tocar; una realidad que proviene de la metafísica. Aunque te den buenas notas con tanta frecuencia, ¿no puede ser que ciertos días tus notas sean mucho mejores?
-Claro. A mi maestro le gusta organizar la clase como si fuera un ejército, y anteayer me nombró general. ¿Qué es la metafísica?
-Las causas primeras del ser. ¿No te llama la atención que tu padre te haya pegado a los dos días de ser nombrado general en la escuela?
-No lo sé, ahora no puedo responderte; tendré que pensarlo muchos días. ¿De qué ser eres tú las causas primeras, del mío?
-¡Has ganado!
Dany había olvidado que alguien podría ganar el juego. Lamentó que hubiera terminado, pues Azul le obligaba a pensar en cosas y posibilidades que, de otro modo, nunca se plantearía. Por suerte, acudió Celeste.
-Hola, Dany.
Como siempre, Dany halló sorprendente lo mucho que la niña se parecía a una foto de cuando su madre tenía doce años, sólo que era aún más bella y poseía un resplandor que no había en aquella fotografía.
-¿Jugamos a las adivinanzas? -le preguntó Dany.
-¿No juegas con tus amigos?
-No tengo amigos. Los niños de mi barrio dicen que soy un sabelotodo.
-Azul dice que le has ganado en el juego de la verdad. No sé si hoy necesitas jugar a las adivinanzas.
Dany no recordaba que Azul hubiera comentado nada. Se preguntó cómo se lo habría dicho a Celeste.
-Todavía me duele mucho el muslo. Por favor.
-Bueno, está bien -concedió Azul-. Vamos a sentarnos en la entrada de la cueva.
Caminaron en la dirección del sol, para encontrar un punto abierto en la corona de riscos. Dany se preguntó por qué esa entrada estaba cada vez en un lugar diferente, siempre el más expuesto a la luz solar. Azul y Celeste le indicaron con un gesto que se sentara mientras ellos lo hacían dando la espalda a la cueva y de cara al sol, todavía cálido. Nunca había pasado Dany del umbral de la gruta, cuyo fulgor interior contemplaba ahora; un fulgor que centelleaba a la luz de media tarde en una gama infinita de azules; hermosos cristales de cuarzo, zafiros y amatistas cubrían el suelo, las paredes y el techo abovedado.
-¿Quién empieza? -preguntó Celeste.
-Primero tú, por favor -rogó Dany.
-¿Qué es el odio a lo desconocido, cuando lo desconocido nos parece conocido?
Dany trató, primero, de decidir si había lógica en la pregunta. ¿Cómo podía ser desconocido lo conocido? Cuando el maestro explicaba algo, sólo era desconocido mientras hablaba pero, al final, se convertía en conocido. Antes de la explicación, ni siquiera sospechaba que eso tan desconocido existiera.
-Lo desconocido deja de serlo cuando se lo conoce -afirmó Dany.
-Es una reflexión muy juiciosa, Dany -alabó Azul-, pero aún no has resuelto la adivinanza.
-¿Mi padre me conoce pero no me conoce?
-Estupendo -sonrió Celeste-. Vas por buen camino.
-¿El odio a lo desconocido es lo mismo que miedo? -preguntó.
-¡Has ganado! -exclamó Celeste-. Te toca, Azul.
-¿Qué es un reloj que destruye los relojitos? -la expresión de Azul era muy, muy pícara, y miraba fijamente a los ojos de Dany.
-El reloj es una cosa -afirmó Day-. No tiene voluntad para destruir nada.
-Piensa un poco más -sugirió Celeste-. Recuerda lo que os explicó el maestro en la clase del jueves de la semana pasada.
-¿Lo de los vasos comunicantes?
-No, Dany -respondió Azul-. Eso fue el miércoles. Piensa un poco más.
-El jueves... -Dany dudó-, creo que habló de Grecia.
-Exacto -concordó Celeste.
-¿Cronos no es una palabra que significa lo mismo que reloj?
-No, Dany -contradijo Azul-. "Cronos" significa tiempo y el reloj sirve para medir el tiempo.
-Pero el jueves, el maestro nos contó las canalladas que hacía el dios Cronos con sus hijos. ¿Relojes y relojitos no sería lo mismo que Cronos y "cronitos"?
-¡Otra vez has acertado! -alabó Celeste.
-¿Yo soy un relojito? -preguntó Dany con un ligero desfallecimiento en la voz.
-A veces -respondió Celeste.
-Cuando pareces un reloj más grande que tu hora -comentó Azul.
Al pronto, Dany no entendió qué significaba eso de parecer más grande que una hora, pero un sentimiento pesaroso le asaltó mientras meditaba. Por el peso de este sentimiento, comprendió el consejo que contenía el comentario de Azul.
-¿Sería mejor que mi padre creyera que soy un poco tonto? -preguntó Dany.
-Eres tú mismo quien debe contestar esa pregunta, Dany -respondió Azul.
-Ahora tú, Celeste. Di una adivinanza
-Ya has acertado dos -protestó la niña azul-. Di tú una.
Dany reflexionó un buen rato, subyugado por el fulgor de azules, violetas y celestes que brotaba de la cueva. ¿Qué podía preguntarles que sonara tan inteligente y tan misterioso como lo que preguntaban ellos? Sus referencias estaban limitadas al ámbito de su familia, la escuela y la calle donde vivía. Lo mismo que el trato de su padre, el de sus vecinos niños también era extraño, inexplicable; nunca le invitaban a jugar con ellos y parecían rehuirle. Desde el balcón de su casa, los había escuchado muchas veces jugar a las adivinanzas en los atardeceres de verano, pero sólo había conseguido memorizar algunas, que le parecían demasiado pueriles. Estrujó lo que pudo su imaginación, hasta que se le ocurrió:
-¿Qué es azul, metafísico e intanjable?
-Intangible -rectificó Azul.
-Eso. ¿Qué es azul, metafísico e intangible?
-¿Un sueño? -preguntó Celeste.
-No vale -protestó Dany-. Vosotros sabéis mucho más que yo.
-Alégrate -aconsejó Celeste-. Tu adivinanza estaba muy bien formulada, y no era obvia. Pero es muy fácil para un sueño adivinar que lo es.
-¿Vosotros sois mi sueño?
-Algo parecido -respondió Azul.
-Ya me duele menos el muslo. ¿Me dejaréis visitar esta vez vuestra... casa?
-Nuestra casa también es metafísica -se excusó Celeste.
-Nos tenemos que ir -anunció Azul, para desolación de Dany.
-Pero todavía me duele un poco.
-Nunca fuiste un quejica, Dany -reconvino Celeste-. No lo seas ahora.
-¿Vendréis mañana?
-Depende de ti -dijeron los dos, retirándose hacia el interior de la cueva.
Al instante, Dany palpó la oscura roca, a ver si podía encontrar la puerta que se había cerrado. La búsqueda fue inútil. Volvió renqueante a su casa y pasó junto a los niños que jugaban en la calle sin mirarlos, para que no advirtieran su ansia de participar.

La vez siguiente que subió a la colina, apenas podía ver con el ojo izquierdo, cuyo párpado estaba sumamente inflamado por el golpe. La aureola oscura hacía que la rendija entrecerrada de ese párpado pareciera el ojo de una bestia. Dany se palpó el labio, también inflamado, para anticipar si perdería o no el diente aflojado por el puñetazo. No fue capaz de llegar a ninguna conclusión. Para distinguir con claridad el sendero que conducía a la cima, tenía que llevar la cabeza un poco girada hacia la izquierda, a fin de enfocar mejor la imagen con el ojo derecho, el único útil en esos momentos. No lloraba. Sentía más rabia que dolor. Celeste le aguardaba ya junto a la entrada de la gruta, que, como era mediodía, se hallaba abierta mucho más hacia el este que la vez anterior, casi al lado de la piedra desde donde acostumbraba a contemplar el mar.
-Tu nariz es hoy un hermoso pimiento morrón -bromeó la niña azul, mientras sonaba una deliciosa melodía de caramillos y ocarinas que nunca antes había escuchado Dany.
-¿No viene el niño?
-Está recorriendo tu pasado de las últimas horas. Volverá en seguida. ¿Has sido demasiado listo esta vez?
-La causa es otra.
-¿Cuál?
-Ayer le pedí a mi abuelo que me comprara los libros para estudiar el curso que viene, porque mi padre me había dicho que no.
-¿Y tu abuelo se lo comunicó a tu padre?
-Sí. ¿Jugamos?
-¿Crees que puedes? Sólo ves por el ojo derecho.
-¿Y qué?
-Te falta percepción. ¿No prefieres descansar?
-Descanso cuando juego con vosotros.
-Siendo así, jugaremos al juego de la verdad. Ya lo conoces, ¿no?
Dany asintió y dijo:
-¿Empiezo yo?
-Sí, pero no hagas preguntas que sepas que no puedo responder.
-El otro día, dijisteis que sois algo parecido a mis sueños. ¿Significa eso que os invento yo y no existís?
-Existimos. ¿Tu abuelo te dio el dinero?
-No; dijo que se lo pensaría. Si existís más allá de mis sueños, ¿sois el sueño de todos los niños?
-Somos algo más. Muchísimo más. ¿Tu madre no protesta cuando tu padre te golpea?
-Creo que tiene miedo. ¿Sois ángeles?
-Tenemos una existencia más material que ellos. ¿Ves mi sombra?
-Sí; es azul.
-Pero ésa no era mi pregunta. ¿Sabes ya por qué te castiga tu padre?
-Vosotros me hicisteis pensar que no le gusta que yo sea... listo.
-¿No tienes pregunta?
-Creo que existís aquí y ahora porque yo lo deseo.
-Eso no es una pregunta, sino una afirmación. Siempre aciertas el juego. Pero no seas presuntuoso... Nosotros no sólo existimos por ti.
-Tengo una pregunta. ¿Me dejaréis algún día visitar la cueva?
-Si pudieras entrar, sería una malísima señal.
-¿Como que yo habría muerto?
-Es normal que tu padre odie tu inteligencia, lo mismo que los niños de tu barrio. Yo también la odio un poco en ciertos momentos.
-Mientes.
-Sí.
-Cuando os hago esa clase de preguntas, nunca me engañáis. ¿Tenéis prohibido mentir de verdad, o sea, hacer que uno se convenza de lo contrario de lo que es real?
-Existimos para ayudarte a encontrar la verdad y, por lo tanto, no podemos ayudar a engañarte. Ahí llega Azul.
Éste surgió de la sombra de un algarrobo, en la dirección señalada por Celeste. Como no solía verlos de lejos, nunca había prestado Dany atención al modo de desplazarse de los dos niños, teniendo en cuenta la transparencia azul de su cuerpo. Azul caminaba como todos los niños que no eran azules, aunque sus movimientos parecían más gráciles que los de cualquier otro.
-Necesitas ocho libros y una colección de apuntes que te dan en fotocopias -dijo el recién llegado-. Nosotros podríamos ayudarte a conseguirlos, pero deberías estar dispuesto a correr un riesgo gravísimo.
-¿Como saltar este tajo?
-Mayor aún. ¿Tienes coraje?
-¿Ahora?
-¿No te sientes capaz?
-¿Podré ver con los dos ojos?
-Verás con todos los ojos.
-Vamos.
-En ningún momento trates de tocarnos. Promete que, sean cuales sean las circunstancias, no lo vas a intentar.
-Lo prometo.
Dany advirtió que no tenía peso y su sombra se había vuelto azul.
-Abuelo, ¿por qué tuviste que decírselo a mi padre?
El abuelo no respondió. Ni siquiera lo miró.
-Mamá, ¿por qué no me defiendes cuando mi padre... se enfada?
La madre continuó con su tarea, como si no oyese. Pero Dany descubrió con extrañeza que rodaba una lágrima por su mejilla.
-Buenas tardes, doña Piedad.
La vecina del piso de al lado, en el mismo descansillo donde estaba su vivienda, no lo miró. Continuó hablando con doña Carmen, la vecina del piso de abajo: "De hoy no puede pasar. Tenemos que presentar la denuncia".
-Papá, ¿me odias?
El padre pestañeó, al tiempo que se sacudía la frente con la mano, como si intentase espantar una mosca o una idea desagradable. Dany notó que, aunque veía bien su cara, lo miraba un poco desde arriba, como si su estatura se hubiera vuelto superior a la de él. Recordó a Azul y Celeste y los buscó con la mirada. Se encontraban a cierta distancia, a su izquierda y su derecha y, entonces, comprendió que estaba suspendido en el aire. Sintió pavor, pero reprimió el vehemente deseo de agarrarse a uno de ellos, o a los dos. Creyó que su padre sí podía verlo.
-Papá... no te enfades conmigo. ¿Me odias?
El padre volvió a agitar la mano ante su frente.
-¿Qué supones que le pasa? -preguntó Celeste.
-Algo le molesta en la cabeza.
-Sí -concordó Azul-, pero no por fuera. Algo le molesta en la cabeza... pero por dentro.
-¿Cómo lo sabes?
-Supones que tu padre es un mineral o un ser monstruoso -afirmó Celeste.
-No. Yo lo quiero.
-Repítelo -exigió Azul.
-Yo lo quiero.
-¿Aunque te torture? -preguntó Celeste-. ¿No es superior tu rencor?
-Todos los niños juegan y ríen con sus padres. A mí me gustaría también jugar y reír con el mío. Lo necesito.
-Lo que le molesta a tu padre en la cabeza -afirmó Azul- es la conciencia.
-¿Se arrepiente cuando me pega?
De repente, ya no estaba suspendido en el aire y su abuelo, su madre, doña Piedad, doña Carmen y su padre se habían esfumado. La colina era azul, las rocas eran azules y el panorama de la ciudad era azul, mientras que el mar resplandecía como plata bruñida y los niños azules se habían vuelto de luz.
-¿Me escucháis? -preguntó Dany.
-Sólo si dices lo que debes decir -respondió Celeste.
-Mi padre se arrepiente cuando me pega.
-Repítelo -pidió Azul.
-He comprendido que mi padre se arrepiente siempre que me pega.
Los niños azules desaparecieron, la colina volvía a ser de color pardo, los árboles verdes, la ciudad gris y el mar, azul.

Dany recorrió con dificultad el camino de vuelta a casa. Le dolía mucho el labio y la molestia del ojo izquierdo era insoportable. Había dos hombres golpeando la puerta de su casa, dos hombres azules, azul muy oscuro. Eran policías.
Sintió temor, un miedo cuya naturaleza ignoraba, y por ello se escondió en un recodo de la escalera. Oyó:
-¿Está su marido, señora?
-¡Juan! -llamó su madre, sin moverse de la puerta.
-¿Sí? -preguntó su padre.
-Tenemos que hacerle unas preguntas. Hay una queja muy seria de los vecinos contra usted. En realidad, se trata de una denuncia por malos tratos a un menor.
-Yo...
-¿Qué tiene usted que alegar?
-La denuncia es cierta -dijo su madre con tono vacilante y una especie de quejido aterrorizado en la voz.
-¡Marta!
-Sí, Juan. Esto no puede continuar. Vas a convertir a nuestro hijo en un animalillo asustado, lo mismo en que me has convertido a mí.
-¿Desea usted denunciar a su marido, señora?
-¡Marta!
-Si lo convencen ustedes de que no vuelva a ponerle la mano encima al niño, no la presentaré. Pero si, a pesar de la promesa, vuelve a pegarle, los vecinos no tendrán que denunciarlo. Seré yo quien lo haga.
-Mire usted, señor Juan Jara; si sus vecinos no retiran la denuncia, el juez va a privarle de la patria potestad de su hijo y tal vez lo encierre durante algunos años, como usted se merece. Personalmente, me alegraría mucho verlo en la cárcel, porque es una cobardía asquerosa pegar a un niño que no le llegará ni a la cintura. ¿Qué tiene usted que decir?
-Les juro por Dios y por mis muertos que nunca volveré a ponerle a mi hijo la mano encima.
-Informaremos de que nos ha dicho usted eso. Pero tendrá que convencer a sus vecinos para que retiren la denuncia; si no, lo va a tener usted muy crudo. Si de mí dependiera, yo les aconsejaría que no la retiren. Es que no hay derecho, oiga. ¿Podemos hablar con su hijo?

Dany corrió escaleras abajo para no tener que contestar preguntas de los policías en presencia de su padre y, sobre todo, para que no vieran el aspecto que presentaba su cara, y volvió a la calle. ¿Qué consecuencias podían derivarse de la visita? ¿No empeoraría su situación? Todavía no había oscurecido del todo, podía entretenerse una hora o dos en la calle y volvería a su casa justo a la hora de la cena, que era lo que ellos le exigían.
-¿Te has caído? -le preguntó un niño llamado Pepe Luis, el más voluminoso de los muchachos de su edad entre los vecinos de la calle y el que más huraño solía mostrarse con él cuando intentaba participar en los juegos.
-Sí, por la escalera -respondió Dany sin vacilar.
-Pues te pareces a Frankestein.
Dany sonrió. Intuía que era una broma amable, no un sarcasmo.
-Tengo el ojo a la virulé. No veo ni tres un burro.
Pepe Luis soltó una carcajada, como si el comentario le hubiera parecido divertidísimo.
-¿Quieres jugar? -preguntó el chico grandón.
-¿A qué?
-Al chiquirindongui. Sólo somos tres: nos falta el cuarto.
-Con este ojo ciego, me las vais a comer todas.
-Por eso te invito -ironizó Pepe Luis-. Me darás ventaja.
Dany volvió a intuir que era una broma amable.
Jugó cuatro partidas de parchís, de las que ganó tres. En la cuarta, le pareció que sería mejor dejarse ganar, para no provocar la inquina de quienes se mostraban repentinamente dispuestos a permitirle ser su camarada.
Subió las escaleras de su casa con prevención porque se había pasado unos minutos de la hora, pero, sobre todo, por la visita de los policías. Su madre le sonrió esplendorosamente al abrirle la puerta y se giró hacia la mesita de la sala, al lado de la cual se encontraba su padre sentado. Encima de la mesa, nuevos y relucientes, estaban los ocho libros. Corrió a abrazar a su padre, que le dio un beso.
-Perdóname hijo -murmuró en su oído.
Absorto en los libros y en el recuerdo de lo grata que había sido la partida de parchís, Dany olvidó a los niños azules.

domingo, 17 de abril de 2011

MON AMI

Sentado en el coqueto restaurante, Paco Muñoz trataba de prestar atención a la cháchara de su sobrino sin conseguirlo más que a ratos. El chico le había llamado un mes antes, recordándole una promesa que Paco había olvidado:
-Tío, ¿recuerdas que cuando era niño me dijiste que me llevarías a conducir miles de kilómetros para que hiciera prácticas, dando una vuelta por Europa, cuando consiguiera el permiso de conducir a los dieciocho años? Pues acabo de recoger el carné.
Le asombró el hecho mismo de que ya hubiese cumplido dieciocho años más que su memoria insolente, porque la edad del hijo de su hermana le hizo recordar que se acercaba a galope hacia la madurez. Aceptó cumplir ese compromiso que no recordaba y, a la primera ocasión que el trabajo en el periódico se lo permitió, le mandó el billete de avión del chico a su hermana, que había pasado todo un mes llamándole para repetirle una y otra vez: "Paco, mi hijo empieza a decir que su tío es un informal. Los niños como Oscar sufren decepciones muy fuertes cuando un familiar les engaña".
El recorrido en coche había incluido Barcelona, Marsella, Génova, Roma, Florencia, Milán, Ginebra, Munich, Bonn, Amsterdam, La Haya, Bruselas, Luxemburgo, París y Burdeos. Ahora bordeaban los Pirineos por el norte, para cruzar Andorra y volver por fin a Madrid. Oscar era lo que era, un adolescente, pero, a los dieciocho años, Paco se deslomaba trabajando y estudiaba por las noches como un adulto, y su sobrino se comportaba a esa edad como un niño irresponsable, caprichoso e indiferente a los problemas y dificultades de los adultos.
Estaba ansioso por reintegrarse a su vida madrileña habitual, libre del compromiso y del inclemente intolerante que era el muchacho.
Oscar había agotado la canastilla de patés que la astuta mesonera pusiera sobre la mesa, como si fuese un aperitivo gratis, aunque Paco sabía que tendría que pagarla a precio de caviar. A continuación, el chico eligió solomillo, que era el plato más caro de la carta. Menos mal que tenía que conducir y pidió coca cola en vez de una botella de la "Viuve de Clicot". Tras las peras maceradas en vino, reemprendieron la marcha por carreteras sinuosas entre bosques que a Paco, que no conducía, le parecían amenazadores. Temía que pudiera surgir tras un árbol un terrorista que les asaltara para apoderarse del coche con matrícula española.
A los pocos kilómetros de marcha, sus temores se confirmaron. Un coche bloqueaba la carretera y su conductor, un hombre entre treinta y cuarenta años, les pedía por señas que se detuvieran. Paco se puso en tensión. El hombre se acercó a la ventanilla del conductor y habló en francés:
-Se me ha averiado el coche; fundido total. ¿Pueden llevarme a Pau, para contratar una grúa?
Paco supuso que si le permitía entrar en el coche, en el mismo instante sacaría una pistola y les expulsaría, apropiándoselo. Pero era imposible transmitirle mentalmente a su sobrino, sentado al volante, lo que él haría en esa circunstancia: arrollar al intruso, virar en redondo y acelerar en la dirección contraria. Hacia el frente, el coche supuestamente averiado no les permitiría avanzar. Bajó la cabeza, tratando de examinar la cara del sujeto. Éste, notándolo, se agachó un poco más y sonrió ampliamente:
-Por favor -le rogó-. Por esta carretera no pasan ni jabalíes.
Su acento francés era demasiado genuíno para tratarse de alguien cuya lengua fuera otra. La cara le recordaba a Paco la de Jean Marchais, aunque las profundas arrugas que marcaba la risa en las mejillas hundidas resultaban mucho más masculinas. Estaban atrapados, no tenían más salida que jugársela. Le señaló con una inclinación de cabeza que sí, que iban a ayudarle.
-¿Pueden empujar mi coche para echarlo a un lado?. La policía me va a multar si lo dejo ahí.
Tras salir, Paco volvió a examinar al sujeto. Visto erguido, tenía un tranquilizador aspecto campesino y no parecía peligroso. Sacaron el coche averiado de la carretera entre los tres y reemprendieron la marcha con el francés, al que Paco le cedió el asiento de copiloto, porque consideró más seguro ir sentado atrás, por si las moscas.
-Me llamo René.
-Mi nombre es Paco y mi sobrino se llama Oscar.
-Gracias, muchas gracias por ayudarme. Tengo que volver a mi granja antes de que anochezca, y resolver este problema me va a tomar lo menos tres o cuatro horas. ¿Viajan de turistas?.
-Sí -respondió Oscar, sorprendiendo a su tío, que ignoraba que entendiera el francés.
-¿Les gusta Francia?.
-Mucho -dijo Paco.
-Nunca estuve en España, pero me muero de ganas.
-¿Vive usted en esta zona?.
-Sí. Tengo una granja ahí arriba, en la montaña. Vivo solo y los animales dan mucho trabajo.
-¿Solo?
-Me quedé viudo hace cinco años y no me dieron ganas de volver a casarme. Tampoco tengo hijos y ahora la gente joven le huye al campo. ¿No les gustaría ser mis invitados allá arriba?.
Era una posibilidad. Sólo el deseo de librarse cuanto antes de su sobrino impidió que Paco aceptara la invitación.
Ninguno de sus temores se confirmaron. Dejaron a René a la entrada de Pau, donde, por la insistencia del francés, intercambiaron las direcciones y los números telefónicos, y siguieron el camino por la autopista, en vez de por los caminos bucólicos que Paco había estado eligiendo por ser más propicios para que el muchacho hiciera prácticas de conducción. Por la autopista, llegarían pronto a Andorra y se terminaría por fin el viaje.


A la semana de regresar, Paco recibió un paquete conteniendo seis pequeños quesos de elaboración artesanal y apariencia deliciosa, acompañados de una tarjeta que decía: Fuiste muy gentil. Aquí tienes lo mejor de mi granja. Con amor, tu amigo francés. René". Esa noche, sonó el teléfono a las once.
-Soy René. ¿Cómo estás?
-¿René? ¡Ah!. Qué sorpresa. Gracias por el regalo, pero es excesivo.
-¿Tuvieron buen viaje?
-Sí.
-Sentí que no aceptaras ser... mi invitado, Habrías visto mi bodega de quesos y cómo los hago. Además, yo... Bueno... aquí en la montaña, tan solo, uno siente... mucha necesidad de hablar con la gente, en vez de con las vacas.
Paco sonrió. Estaba organizando un reportaje que tenía que escribir para el periódico, por lo que no tuvo pensamiento para la extrañeza por el párrafo lleno de pausas y sobreentendidos.
-¿Sigues con el chico? -el tono de la pregunta le sorprendió.
-¿Mi sobrino? No, ya está en su tierra, con sus padres.
-¿Es de verdad tu sobrino?.
-¿Qué quieres decir?.
-Había imaginado que...
Con dificultad, Paco dedujo que el francés había sospechado que formaban una pareja de amantes. Sonrió de nuevo.
-¿Por qué no vienes a pasar unos días en la granja?. Me gustaría tanto...
-A lo mejor más adelante. Acabo de volver de unas vacaciones.


Dos semanas más tarde, el teléfono volvió a sonar a la misma hora.
-Soy René.
-Hola.
-¿Cuándo vas a venir?.
-Es muy difícil que vaya este año, René. Ya no puedo pensar en vacaciones hasta el año que viene.
-Podrías pasar un fin de semana. Este sitio es muy bonito. El viaje no te llevaría más de cinco horas.
-Bueno, lo pensaré.
-Pero...
-¿Qué?.
-Tengo que advertirte que mi casa, aunque muy hermosa y muy cómoda, es muy pequeña. Sólo dispongo de una cama.
-Entonces, problema resuelto. Iré cuando amplíes la casa.


Pasadas dos semanas, sonó el teléfono de nuevo.
-¿Paco?. Soy René.
-¿Qué quieres?.
-Decirte que he comprado una cama plegable, por si el problema era que no querías dormir en mi cama.
-Tienes que admitir que encuentre extraña tu insistencia. Apenas nos hemos tratado durante una hora, no somos amigos, casi ni nos conocemos. Me resulta incómodo decirte estas cosas, pero no puedo evitarlo. ¿Podrías explicarme con claridad la razón de tu interés porque te visite?
-Me caiste muy simpático y yo... vivo solo aquí, tan lejos de la gente...
-Todo eso lo comprendo, René. Es natural que una persona joven como tú se sienta oprimido por la soledad, pero ese es un problema que no está en mi mano resolver. Yo vivo y trabajo en Madrid; si te visitara alguna vez, estaría ahí sólo un par de días, lo que no palía en modo alguno tu soledad de manera definitiva.
-Un par de días, estaría muy bien.
-Pero, por el momento, no es posible.
-Te asombraría lo bello que es este lugar.
-No lo pongo en duda.
-Quisiera que sepas...
-¿Qué?.
-Mi polla mide veintisiete centímetros.
Sin poder contenerse, Paco soltó una carcajada. Escuchó el chasquido del teléfono; René, amoscado, había colgado.


A las dos semanas, cuando sonó el teléfono a las once, Paco intuyó que se trataba de René. Descolgó el auricular y saludó, pero nadie respondió.
-¿René?.
Se oía la respiración al otro extremo del hilo.
-¿Eres tú, René?.
Escuchó el carraspeo. El otro parecía intentar reunir coraje para hablar, sin acabar de decidirse.
-Coño, René, habla; estoy seguro de eres tú.
Nuevos esfuerzos de aclararse la garganta y una tos.
-Bueno, voy a colgar.
-No... espera.
-Eres el sujeto más extraño que jamás haya conocido.
-Me insultaste.
-¿Qué?.
-Te reiste de mi problema.
-¿Tu problema?. No sé de qué me hablas.
-Del tamaño de mi pene.
-¿Ese es tu problema? Hay millones de hombres en el mundo que quisieran tener esa clase de problema.
-Lo dices porque no es tu caso. A lo largo de mi vida, quien no se ha reído de mí, me ha mostrado miedo por esta cosa tan exagerada.
-Pero... oye...
-¿Qué?.
-¿Es verdad que mide veintisiete centímetros?.
-Sí.
-No lo puedo creer.
-Ven a comprobarlo.


Durante las dos semanas siguientes, Paco sintió crecer la curiosidad. Si era verdad que tal cosa existía, su espíritu indagador de periodista, funcionando al margen de su voluntad, le inclinaba por ir a certificarlo. Pero le parecía una mostruosidad viajar seiscientos kilómetros para ver un pene, cuyas medidas, muy probablemente, habían sido exageradas por su poseedor para incentivar su interés por el viaje. No, no podía realizar tal desplazamiento por una cuestión de tal carácter aunque resultara cierta la afirmación; lo más probable es que fuese mentira y podía llevarse un cabreo muy serio al comprobarlo.
Involuntariamente, permaneció alerta a las once, cuando debía producirse la llamada de René.
Pasaron las horas, el reloj marcó la una de la madrugada y Paco se acostó, furioso consigo mismo por haber esperado una llamada que no se había producido y que, en realidad, no deseaba que se produjese.
Al día siguiente, sin embargo, fue a hablar con la sexóloga Marta Abellán, que dirigía el consultorio del semanario del periódico.
-¿Es posible que exista un pene de veintisiete centímetros?
-Ya lo creo que sí. ¿Has oído hablar de John Holmes?.
-No.
-Ya ha muerto. Era una estrella del cine pornográfico, que calzaba un treinta y cuatro.
-¿Qué quieres decir?.
-Que su pene medía, en erección, treinta y cuatro centímetros.
-Pues no le serviría para nada.
-Parece que sí, según cuentan sus compañeros de las películas.
-¿Compañeros?. ¿Era homosexual?.
-Más bien parece que fuera bisexual. Protagonizó películas hetero y homosexuales. Creo que tengo un vídeo suyo, ¿quieres que te lo traiga?.
-No, gracias.


Una nueva semana y René continuaba sin llamar.
Intuía aproximadamente la elaboración mental que el amigo francés había realizado. Le habló del tamaño de su dotación sexual para favorecer la estrategia de seducción y, al ver su reacción, dedujo que el asunto le divertía más que atraerle. Ahora, estaría mascullando la probable mezcolanza de sentimientos opuestos que su rareza le producía: por un lado, la jactancia por ser un superdotado y por otro, el complejo de quien se sabe diferente.
Una diferencia que a Paco le causaba también un conflicto de actitudes: la curiosidad de quien se pasa la vida investigando, la atracción morbosa por algo tan desusado y el escepticismo, porque tenía que ser una exageración.
Con el paso de los días, comprobó que el asunto ocupaba en su pensamiento más tiempo del conveniente.
-¡No me digas que eres un hiperdotado! -exclamó el médico que dirigía la sección de salud del periódico.
-No se trata de mí. Es un... amigo, que afirma tener veintisiete centímetros, pero no me lo creo. Marta dice que sí, que existen penes así, pero su información procede de la publicidad de películas pornográficas, que todos suponemos que deben de exagerar.
-Pero no es imposible, Paco. Veintisiete centímetros es una medida que, aunque enorme, se encuentra dentro de lo razonable. Sé de un sujeto de raza africana que sobrepasaba el medio metro; claro que no se le levantaba, era imposible. Esto sí es completamente insólito, una verdadera deformidad, pero entre los veinte centímetros, que es cuando un pene comienza a resultar excesivo, y los treinta, la estadística aporta casos, pocos, pero lo suficientemente frecuentes como para encuadrarlos dentro de la normalidad, entendiendo la palabra "normalidad" con todas las reservas.
-¿Y son funcionales?
-Funcionales sí pueden ser, pero difícilmente presentan erecciones verdaderas, lo que dificulta la penetración más que el tamaño; y además, es corriente que los penes tan grandes presenten deformaciones, torcimientos y curvaturas. En todo caso, la funcionalidad depende del estado mental, el físico y la relación pene/corpulencia de cada individuo. Lo que sí parece muy común es que estos superdotados sientan complejos, casi más que los pitofláuticos.
-Es posible que esa característica condicione el carácter.
-Sí, es muy posible. Sin embargo, la mayoría de los hombres, incluso algunos muy bien dotados, sueñan con tener un pene mayor.
-Yo no.
-Porque lo tendrás grande.
-Normalito.
-¿Qué entiendes por "normalito"?
-Nunca se me ha ocurrido medírmelo, pero, cuando estaba en la mili, en las duchas no me pareció que lo mío fuera extraordinario en ningún sentido.
-Entonces, medirás entre quince y dieciocho centímetros en erección. Los que más sienten la necesidad de medirse son los que están por debajo y por encima de esos estándares. En fin, Paco, que en cuestión de pollas, vino un barco lleno de modelos y volvió vacío.
-Tengo una curiosidad tremenda por ver si este amigo no miente.
-Ten cuidado, a ver si a tu edad te acomplejas y te da por aspirar a más.


Paco esperó en vano una nueva llamada de René, y la curiosidad crecía entre tanto. De modo que un mes después de la última llamada del francés, fue él quien marcó el número de teléfono.
-¿René?.
-¡Paco, qué alegría!.
-¿Estás enfadado?.
-¿Contigo?. No. Estaba triste, porque vi que no te interesaba.
-Oye, creo que podría ir por ahí este fin de semana
-¡Es magnífico!. ¿Qué día llegarás?.
-Antes de acabar de decidirlo, tienes que...
-¿Qué?.
-Tienes que darme tu palabra de que es verdad lo del tamaño de tu pene.
-Te gustan las pollas grandes.
-No se trata de eso, René. Mi interés es periodístico.
-¿Vas a hacer un reportaje sobre mi polla?. No es necesario que vengas.
Sonó el chasquido del teléfono. Había vuelto a colgar.


A la noche siguiente, el timbre del teléfono despertó a Paco a las dos.
-Soy René. Disculpa por llamarte tan tarde. Llevo toda la noche dudando si hacerlo o no. No estoy enfadado contigo, pero debes comprender que este problema me acompleje.
-No veo por qué. Si un pene del tamaño del tuyo es funcional, incluso podrías vivir de él haciendo cine pornográfico.
-¿Funcional, qué quieres decir con eso?.
-Funcional quiere decir que funciona, que tienes erecciones, que puedes penetrar a una mujer o... a quien desees penetrar.
-¡Oh, sí, claro que es funcional!. ¡Demasiado funcional!. Pero no me gustaría que eso me convirtiera en un bicho raro en un periódico.
-No quise decir anoche que pretenda hacer un reportaje sobre tu polla, René. Te hablé de mi interés periodístico para describir una circunstancia, una actitud producto de la deformación profesional, no porque piense escribir un reportaje.
-En ese caso, ¿vendrás el fin de semana?.
-Sí.


La última etapa del viaje fue más complicada de lo esperado.
La vertiente norte de los Pirineos era hermosísima, llena de valles cubiertos de verde abiertos entre cumbres boscosas que parecían pintadas, pero el estado del camino, a pesar de estar en Francia, resultaba sorprendentemente malo, lo que se agravaba por la sinuosidad del trazado y las frecuentes bifurcaciones, que le desorientaban.
Por fin, descifró a duras penas las indicaciones de René y encontró la granja, que se alzaba muy cerca del camino; tras el edificio, muy antiguo pero bellamente pintado y decorado con flores, el terreno descendía suavemente hacia un torrente.
René acudió presuroso desde la parte trasera.
-¡Paco!.
Su alegría resultaba engorrosa, porque era verdadera.
-¿Cuánto te vas a quedar?.
-Ya veremos. No lo tengo claro del todo.
-¿Qué te parece el paisaje?.
-Extraordinario.
-¿Ves como te decía la verdad?
-¿En todo?.
René bajó la cabeza rojo de rubor, lo que asombró a Paco. El francés era tosco, sí, pero poseía un físico envidiable, fuerte y armónico, y su cara era más que atractiva. Y, sobre todo, se trataba de un hombre en la treintena, demasiado viejo para rubores.
-He hecho un plan para tu estancia aquí. Esta tarde, para que desacanses del viaje, no saldremos de la granja; te enseñaré cómo trabajo con el ganado y la elaboración de los quesos. Si te aburres, puedes ver la televisión. Mañana, me levantaré muy temprano, haré las tareas y luego subiremos aquella montaña, ¿ves?. Desde allí se ve España.
-A España la tengo muy vista.
-Pero el paisaje te gustará. Además, encontraremos animales por el camino y podrás coger endrinas silvestres. Siempre que me visita gente de la ciudad, se entusiasma con esas cosas.
Paco no podía evitar que su mirada se deslizara hacia la entrepierna de René, a ver si el pantalón permitía apreciar el contenido, aunque se trataba de un rígido y ampuloso pantalón de dril que le cubría como un saco. No le pareció que contuviese nada excepcional, pero lo que sí le parecía excepcional era que René, ante cada una de las miradas, volviera a enrojecer. Y , por encima del rubor, la delicadeza y el afán con que trataba de comportarse como un buen anfitrión, actitud inesperada en alguien que, por su modo de vida, tendría que ser un gañán.
La sorpresa aumentó durante la cena y no por la comida, aunque era deliciosa, sino por cómo arregló la mesa. Los platos, vasos, cubiertos y servilletas estaban dispuestos como los de un hotel del lujo; había un centro de flores silvestres hermosísimas y dos velas rojas encendidas. Todo ello desentonaba de la apariencia de quien lo había preparado, cuyas manos duplicaban casi el tamaño de las de Paco y presentaban los rasguños y callos propios de quien trabaja en el campo.
-¿Sabes por qué he venido?.
René bajó la mirada a su plato y volvió a enrojecer.
-Es una tontería que eludamos el asunto, René. De veras que te agradezzco tu hospitalidad, compruebo que eres un anfitrión muy gentil y generoso, pero todo eso no justificaría este viaje. Has tentado mi curiosidad, lo sabes muy bien. Ahora, tengo que ver tu pene.
-Yo...
-Coño, René. Te prometo que si me has mentido, no me voy a enfadar. De todos modos, ver los paisajes que he visto merece la pena. Si te da vergüenza bajarte los pantalones, reconoce que exageraste y me daré por satisfecho.
-¡No exageré!.
-Entonces, demuéstramelo.
-Mañana.
-¿Por qué mañana?.
-Es que... yo... No quiero que eches a correr.
-Coño, René. Tengo treinta y nueve años, llevo quince en el periodismo, he sido corresponsal de guerra en Irak y en Bosnia... ¿Crees que hay algo que me pueda espantar?.
-Mi pene lo haría.
-Estás equivocado.
-Pero yo quería...
-¿Qué?.
Sin responder, René se alzó de la silla y corrió a encerrarse en el dormitorio.
Esto acabó de desconcertar a Paco. ¿Cómo podía comportarse igual que una doncella un hombre de sus características?. Comprendía que alguien que llevaba una vida tan solitaria, tan apartada del mundo civilizado, poseyera inhibiciones y desconexiones con el desparpajo de la gentre urbana, pero el pudor y los remilgos de René eran desconcertantes. Subió la pequeña escalera, que apenas salvaba un desnivel, y llamó a la puerta.
-He preparado tu cama en la sala -informó René por respuesta.
-Quiero hablar contigo.
-No puedo.
-¿Por qué?.
-No me gustaría que conviertas mi granja en un zoológico.
-No te comprendo.
-Cuando veas mi pene, lo contarás a tus lectores y vendrán a estudiarlo como se estudian las cosas raras.
-No, René. Yo no voy a hacer eso. Sal, por favor. Esperaré que me lo enseñes mañana si así lo quieres. Y si no, pues dará igual.
La puerta se abrió suavemente. René se había quitado la camisa. A pecho descubierto, calculó Paco que un publicitario lo contrataría inmediatamente para un anuncio de Marlboro. Había visto pocos cuerpos más macizos y agrestemente varoniles, por lo que resultaba muy desentonante la expresión de adolescente contrariado y cabizbajo.
-Quería que fueras mi amigo -murmuró René, de nuevo ruborizado.
-Bueno, hombre, ¿por qué no?. Eres una persona muy agradable y si tú quieres ser mi amigo, yo también. Pero deja de comportarte como si yo fuese el enemigo.
-¿Quieres tomar un whisky?
-No me gusta el whisky. ¿Tienes coñá?.
-Claro.
En la sala, conteniendo los bostezos, René encendió el televisor, cuyo volumen redujo al mínimo. Sirvió las copas y, mientras bebían, pronunció un inconexo y largo discurso sobre la vida en la montaña, sus ventajas e inconvenientes, la soledad helada de una cama no compartida, la falta de caricias de una piel que las anhelaba y el despertar en ausencia de voces humanas, hasta que el crepúsculo se esfumó del todo tras la ventana, la noche se cerró, la luz de la luna le bañó de plata la mitad del perfil y René comenzó a bostezar ya continuamente.
-Tengo que levantarme a las cinco, para ordeñar las vacas antes de que subamos al bosque. ¿Podrás dormir en este camastro tan pequeño, no preferirías dormir en mi cama, que es mucho más cómoda?.
Paco fingió no captar la súplica implícita. Respondió.
-Esta noche, me quedaré aquí. Mañana, ya veremos; quiero conocerte mejor.
René le miró fijamente a los ojos mientras se desperezaba con los brazos flexionados y las manos en la nuca. Había en su mirada tristeza y decepción.
-Yo no resisto más -explicó-. Es muy raro que me acueste tan tarde.
-De acuerdo, no te preocupes por mí, acuéstate. Si no te incomoda, miraré la televisión todavía un rato. No conseguiría dormir tan temprano, en Madrid, nadie se va a la cama antes de la una.
A solas, Paco meditó durante horas. Se estaba produciendo un cambio imprevisto de su interés Había viajado más de seiscientos kilómetros movido por la curiosidad, sin valorar que la persona que le aguardaba era un ser humano, con su carácter, sus emociones y sus expectativas. René se había revelado esa tarde muy sensible, gentil, afanoso de agradar y, sobre todo, muy necesitado de amor; estaba muy por encima de su rareza física. Había sido injusto.
Cuando comenzaba a vencerle el sueño, escuchó un gruñido. "Bueno -se dijo-, estoy en una granja; lo normal es que haya animales que gruñan por la noche". Pero el gruñido, mugido o berreo sonaba dentro de la casa, estaba seguro; no venía del exterior. Extrañado, se desveló. Gracias al estado de alerta, su oído se volvió más agudo y escuchó el murmullo animal alternado con jadeos y el crujido de una cama agitada. Su desconcierto aumentó. ¿Qué significado tenían tales sonidos?. Ahora, despejado del todo, percibía con claridad que procedían de la parte alta, del dormitorio de René. ¿Tendría problemas?. ¿Podía tratarse de una crisis de llanto contenido?. Lo que le faltaba, tener que consolar ahora a ese hombretón que podía partirle la cara de un guantazo.
Decidió no encender la luz. Con los pies descalzos, su aproximación no sería advertida y podría volver sobre sus pasos si estaba equivocado.
Escaló lenta y cuidadosamente los siete peldaños para acercarse a la puerta. Se encontraba abierta. Atisbó con cautela para que no le descubriese. En el trayecto, sus ojos se habían acomodado a la luz difusa que derramaban la luna y las estrellas a través de las ventanas, bañando con una claridad azul los muebles y las paredes. En posición cuadrúpeda sobre la cama, y completamente desnudo, René actuaba como si estuviera poseyendo a alguien. No, no se trataba de alguien; lo que René soñaba poseer no era una persona sino un animal, de ahí sus gruñidos impacientes, los golpes que parecía dar sobre ancas inmateriales, las tarascadas brutales que propinaba a la cubierta de la cama y las contracciones violentísimas de sus caderas. Mientras escenificaba el coito sonámbulo en posición de retro y de rodillas, René reproducía en murmullos los sonidos propios del animal con el que creía estar copulando. Visto desde atrás, despatarrado y con sus movimientos impacientes y apresurados, penduleaba entre sus muslos algo que parecía una botella de Valdepeñas colgada entre dos monstruosas hamburguesas oscuras.
Estupefacto, Paco reculó y volvió silenciosamente al catre. Lo asombroso no era confirmar que René no había mentido, sino descubrir que las leyendas sobre el bestialismo de los pastores montañeses eran reales.