miércoles, 30 de enero de 2013

Cuento de mi serie "CUENTOS DE INSOMNIO"


EL COCHE DEL ITALIANO 
por Luis Melero 


El italiano acudía a intervalos irregulares a la taquilla del parking de la estación, donde generalmente pagaba alrededor de cien euros y siempre dejaba una propina de diez. Su coche tenía algo especial, distinto a todos los que Pablo había visto antes del mismo modelo, aunque por mucho que se esforzaba no conseguía precisar en qué consistía la diferencia. Se trataba más de un pálpito que de una certeza, porque lo que contemplaba era verdaderamente un Ferrari 612 Scaglietti, cuya trompa evocaba un mero azul lustroso que estuviera a punto de engullir un hipocampo. Pero cuando lo veía pasar la barrera de entrada, reflejando las hileras de luces en el capó como un espejo, se decía que algo en la carrocería no era como tenía que ser.
También el italiano era especial, no porque dejara el coche cinco o seis días inmóvil, permaneciendo el lustroso Ferrari casi siempre en el mismo lugar, al otro lado de la caseta de los cuadros eléctricos, oculto del todo o asomando la trompa apenas unos centímetros. Lo que a Pablo le desconcertaba no eran las reapariciones inesperadas ni su generosidad, tan insólita, sino sus maneras y sus compañías. Era amable y educado, pero de un modo turbador porque sus gestos ligeramente afectados daban la impresión de enmascarar un autoritarismo implacable. Le daba las propinas con sonrisas cómplices, pero Pablo veía displicencia tras las sonrisas, que disimulaban en realidad el desdén que sentía por el trabajador obligado a permanecer confinado nueve horas en la cabina. Y también los acompañantes le inspiraban preguntas: Culturistas que parecían clonados, anchos y demasiado seriamente vestidos, mientras que el italiano usaba ropa informal y un poco extravagante. Los pasajeros de trenes de largo recorrido tenían derecho a uno o dos días de parking gratis si habían viajado en cualquier categoría superior a “preferente”, y sin embargo el italiano nunca presentaba un billete para reclamar ese derecho. Pablo caviló que si de veras viajaba en tren durante sus ausencias, tal vez no podía permitirse pagar billetes de preferente para cuatro o cinco, y viajaría él también en clase turista porque prefería permanecer con los titanes clónicos. 

La primera vez que vio al grupo consideró que se trataba de un capo mafioso con sus guardaespaldas, pero conforme pasaban las semanas iba desechando la idea, porque los jóvenes –tres o cuatro, pero siempre sospechosamente iguales-, mientras los veía acercarse a la cabina recibían de su jefe un trato campechano y cordial, lo que no podía encajar con la imagen que difundían las películas de esa clase de jefes siniestros y despiadados; sobre todo, la última de su idolatrada Palmira, donde la bellísima cantante de sus ensoñaciones permanecía secuestrada por la mafia la mayor parte del metraje, recibiendo un trato cruel que a Pablo le provocaba saltar de la butaca hacia la pantalla para castigar a los maltratadores.
Dotado de buen oído, conseguía aprender frases sueltas en muchos de los idiomas de quienes se acercaban a la ventanilla. El día que saludó “buona sera” al italiano, éste sonrió con júbilo, agitó la mano como si quisiera estrechársela a través del cristal y dejó veinte euros de propina en vez de diez. A partir de entonces, Pablo aprendió más frases: “tutto bene?”, “arrivederci”, “piacere di rivederlo”, no por la propina –aunque también-, sino porque su inquietud no se desvanecía, y aumentaba  su convicción de que le convenía caer simpático a ese italiano temible. Le torturaba imaginar que un día descubriera un arañazo o un abollamiento en la siempre reluciente carrocería del Ferrari; ¿cuál podía ser su reacción? Aunque el sitio donde lo dejaba no resultara visible desde la cabina, ¿no culparía en primera instancia al empleado, no le responsabilizaría a él de lo que le haría tronar de indignación?

 El misterio aumentó de súbito cuando a Pablo le tocó el turno de noche por primera vez desde que tenía ese empleo, turnos que eran rotatorios y distintos para cada empleado todos los meses en secuencias que se completaban cada cuatro.
Llevaba casi desde el principio examinando con prevención el Ferrari azul, mientras hacía esfuerzos obsesivos por descubrir qué era lo que tenía de diferente. No identificaba nada en la carrocería ni en los anagramas, ni en las lunas, que lo distinguiera de los demás Ferraris 612 Scaglietti. Nada. Sólo un halo enigmático que no conseguía descifrar, mientras se preguntaba si estaría derivando hacia el coche la honda inquietud que el propietario le inspiraba. Por controles que exigía la policía, había que anotar de madrugada las matrículas, modelos y colores de los vehículos que pernoctaban en el parking, anotación que debía enviar por fax a primera hora de la mañana. La primera noche, pasó mucho miedo –tal como sus compañeros más veteranos le habían predicho-, recorriendo el extenso parking, desierto pero con vecindades muy peligrosas y donde no era raro que los empleados sufrieran insultos y agresiones. Ese miedo se combinaba con una expectación inexplicable ante la idea de que tendría que acercarse al coche del italiano; trató de mitigar su inquietud encajándose los auriculares del compact, donde la voz de Palmira era como un bálsamo. Cuando estaba a punto de llegar al Ferrari, reflexionó para tranquilizarse: Puesto que ese coche pernoctaba con tanta frecuencia en el parking y su matrícula había sido enviada innumerables veces a la policía, el italiano debía estar dentro de las leyes; no podía ser delincuente ni jefe de la mafia .
Ya de vuelta a la cabina, tuvo un estremecimiento cuando revivió el momento en que había pasado junto al brillante coche azul, porque sólo conseguía evocarlo con vaguedad. Recordaba nítidamente el recorrido a través del parking, con la carpeta en una mano y el bolígrafo en la otra; hasta podía rememorar ciertas secuencias: Había anotado un Honda CRV vino tinto después de un Mercedes CL65 plateado, un Citroen Xsara Picasso rojo tras un Toyota Highlander negro y un Mazda RX8 a continuación de un Jaguar XK gris. Pero no recordaba el coche anterior al Ferrari ni el posterior y la imagen del coche del italiano aparecía en su recuerdo confusa y evanescente, igual a lo que vio con pavor que estaba ocurriendo con la anotación: Las veces que miró el número de matrícula, el orden de las cuatro cifras variaba, lo mismo que el de las tres letras. La cuarta vez, decidió anotarlos en dos papeles distintos. Volvió a examinarlos unos minutos más tarde, pero las dos anotaciones coincidían. Sin embargo, tenía la ácida convicción de haber leído y escrito frente al coche una secuencia que no era la misma que ahora veía escrita en los dos papeles.

Este recuerdo le dificultó conciliar el sueño cuando se acostó a las nueve y media de la mañana. Su madre trajinaba por la cocina con su obstinada manía de orden y limpieza, y en la calle había niños jugando entre risas y gritos, porque era sábado, pero fue la idea de que los números habían danzado por el papel lo que le desveló varias horas, hasta que la voz de Palmira en los auriculares fue serenándole y conduciéndolo a un paraíso donde ella era placer y consuelo.
Abordó su segunda noche en el parking somnoliento y con talante lóbrego. Cuando oyó la alarma la primera vez, tuvo un sobresalto que le hizo suponer que había dado una cabezada –lo que estaba rigurosamente prohibido-, porque rebotó en el asiento y el compact con el disco de Palmira cayó al suelo. Corrió hacia donde sonaba la alarma y resultó ser la del Ferrari; aminoró la carrera al acercarse; no apreció nada extraño ni merodeaba nadie, al menos que él pudiera ver; extrañamente, el estridente pitido cesó mientras se aproximaba. Confuso, regresó hacia la cabina preguntándose si la alarma había sonado de veras o lo habría soñado. Pero en seguida volvió dispararse; corrió hacia el Ferrari y de nuevo se extinguió el sonido cuando iba a tocar el metal pintado de azul. Se encerró en la cabina con el ánimo cada vez más sombrío; si habían tratado de robar el coche y quedaban marcas del intento, el italiano iba a tronar de indignación. La tercera vez que aulló la alarma no corrió; decidió acercarse sigilosamente y dando un rodeo por detrás de los coches aparcados al otro lado de la caseta del cuadro eléctrico. Lo que descubrió acabó de conmocionarle: Las dos portezuelas estaban abiertas. Despavorido, corrió sin resuello hasta la cabina y llamó a la policía. Tenía que consignar el incidente en el parte donde se registraban los sucesos de la noche y comenzó a hacerlo con nerviosismo, de tal modo que apenas era capaz de leer su propia letra; por ello, postergó la anotación hasta ver qué decían los policías. Cuando éstos se marcharon con expresión de fastidio, tras comprobar que las puertas del Ferrari estaban correctamente cerradas y no había rastros de violencia, se preguntó qué iba a anotar en el parte; no podía soslayar el suceso, porque los agentes también escribirían un parte cuya copia enviarían a la dirección de la empresa. ¿Pero iba a tener que reconocer que había sufrido una alucinación?

Tenía ojeras oscuras cuando abordó su tercera noche de servicio, ya que durante el día apenas había pegado ojo. Era domingo, por lo que a partir de medianoche sólo ocasionalmente se acercaba alguien a la taquilla; escuchó una y otra vez las canciones del nuevo disco de Palmira para no amodorrarse. A las tres de la mañana, emprendió la anotación de matrículas con los auriculares encajados, el volumen del compact al máximo y ánimo macabro. Pero no sintió la angustia de las dos primeras noches al acercarse al Ferrari y supuso que se debía a que el cansancio le había relajado. Anotó la matrícula como cualquier otra y continuó hacia el fondo del parking, mas con la sensación de que no estaba solo; según avanzaba parking adelante, aumentaba el convencimiento de que había alguien más. Llegó a sentir la presencia con tanta fuerza aunque no consiguiera ver ni una sombra, que volvió a la cabina apresuradamente y se encerró. Meditó sobre si podía dejar a medias el control de matrículas; sólo llevaba un poco más de tres meses en ese empleo y aún debían de estar evaluándole, por lo que no le convenía cometer un fallo tan garrafal. Reunió coraje para terminar el recorrido tras dos horas y media de argumentación contra sus propios impulsos, escuchando ya por enésima vez el disco de Palmira hasta el punto de tararear los estribillos sin darse cuenta y, por fin, avanzó resueltamente parking adelante, resolución que se desmoronó como si le hubieran dado un mazazo en la cabeza: El Ferrari se encontraba estacionado dos puestos más allá de donde estuviera hacia menos de tres horas. Con pánico, pasó los dedos por el capó para descubrir que estaba caliente; el motor había estado en marcha hacía unos instantes. Se encerró en la cabina temblando y, tras muchas dudas, resolvió no llamar a la policía; anotó en el parte que una indisposición le impedía completar el control de las matrículas. Cruzó los dedos para que el incumplimiento no le acarrease una reprimenda.

La cuarta era la última noche antes de disfrutar sus dos jornadas de descanso. Llegó a la cabina como quien es conducido a la horca. Sentía el impulso de mandarlo todo al cuerno, abandonar la guardia sin avisar al encargado y dar por perdido el empleo, porque el enigma del coche del italiano se había convertido en un problema que ya no se sentía capaz de resolver. Dedicó la primera hora de vela a la busca de argumentos con que reprimir ese impulso, porque no estaba la situación en su casa como para quedarse sin empleo. Mas cuando llegó la hora del control de matrículas todos los resortes de su cuerpo estaban exigiéndole huir, negarse a seguir sufriendo esa tortura durante tantas noches que aún le quedaban de guardia durante el resto del mes.
A las tres de la madrugada, emprendió la anotación de las matrículas con el sueño ilusorio de que iba a ser la última vez; un prodigio estaba a punto de ocurrir que le redimiría de esa zozobra inaguantable. Hasta podía suceder que Palmira pasara por la estación en el momento más inesperado, porque había leído en una revista que le faltaba poco para terminar la película que estaba interpretando en unos estudios de la ciudad. Las luces fluorescentes componían alineamientos que parecían prolongarse hasta el infinito, como si estuviera obligado a recorrer distancias que superaban todas las capacidades humanas, y aunque era primavera, un escalofrío le recorría la espalda mezclado con hilillos de sudor helado.
Se acercó al Ferrari con humor tétrico; una calima de angustia nublaba sus ojos y le costó gran esfuerzo anotar los números que siempre parecían ser diferentes y que, por ello, aún no era capaz de recordar, contrariamente a la mayoría de los coches que pernoctaban con asiduidad en el parking, cuyas matrículas anotaba ya de memoria. El escalofrío se multiplicó por mil cuando escuchó la voz. Un rumor ininteligible provenía del interior del coche; con el pulso acelerado y voz rota, preguntó:
-¿Hay alguien ahí dentro?
El murmullo cesó. Sobrecogido, rozó el maletero con la yema de los dedos, instante en que el murmullo recomenzó. Sus temores estaban justificados; el italiano era un mafioso cruel que había raptado a alguien escondiéndolo en el maletero amordazado, maniatado y seguramente drogado; tal vez llevaba prisionero los tres o cuatro días transcurridos desde la última vez que usaron el Ferrari; lo habrían abandonado creyendo que estaba muerto, a la espera de encontrar el medio más idóneo de deshacerse del cadáver. Mientras llamaba a la policía su voz era casi un estertor. Tras las comprobaciones, y en el momento de despedirse, el mayor de los dos agentes le dijo con expresión hosca y tono muy desagradable:
-En ese maletero no hay ningún secuestrado ni niño muerto, joder, que estás paranoico perdido. Lo de anteanoche, pase. Pero que hayas vuelto a fastidiarnos esta noche, ya pasa de castaño oscuro. Ni se te ocurra volver a llamarnos como no sea con unos cuantos cadáveres sangrando en medio del parking, ¡coño!

A las nueve y media de la mañana, Pablo comprendió que no conseguiría dormir.
El italiano llevaba más de cuatro días sin sacar el coche, así que según sus cuentas era probable que lo retirase ese martes. Improvisó una excusa para visitar el parking en jornada de descanso: Deseaba acabar de aprender a reparar los cajeros automáticos, cosa que aún no dominaba del todo, pues le resultaría muy útil si cualquiera de las noches de guardia uno de los cajeros dejaba de funcionar. El compañero que permanecía de turno no mostró extrañeza y el encargado le gastó una broma sarcástica sobre la llamada a la policía. Pablo revisó con parsimonia los automatismos, hasta que el italiano llegó con su escolta habitual. Antes de que ellos tuvieran tiempo de irse, se puso al volante de su anticuado Seat Panda y lo mantuvo a ralentí hasta que vio salir el resplandeciente vehículo azul. Afortunadamente, el tráfico discurría a esa hora con lentitud, porque de otro modo no habría tenido ninguna oportunidad persiguiendo a un Ferrari con su agónica y abollada tartana. Conducía el italiano, no un clónico, y sorprendentemente entró en otro parking, uno muy céntrico ubicado junto a los hoteles más lujosos de la ciudad. Pablo siguió tras ellos con cautela. Aparcaron el coche y salieron del parking por la escalera peatonal, que Pablo subió a la carrera tratando de no perderlos de vista; saltó en el último tramo con precipitación torpe, lo que estuvo a punto de hacerle tropezar con uno de los hércules. Pudo recomponerse y seguir adelante aparentando naturalidad, mientras se preguntaba si el personaje se habría separado del grupo justamente porque habían detectado la persecución. Pero el sujeto no le miró a él en particular, sino que parecía querer abarcar cuanto ocurría en los alrededores, mientras los demás se dirigían hacia uno de los hoteles.     
Yendo tras ellos, Pablo examinó al portero uniformado; a continuación dio una ojeada a su atuendo: Un chándal, cuyo pantalón presentaba una mancha junto a la rodilla izquierda. El remilgado empleado vestido de librea no le permitiría entrar en el lujoso hall del hotel. No había cerca ninguna cafetería desde donde acechar la reaparición del italiano y su corte, de manera que se apostó en una esquina sin perder de vista la pomposa entrada. Durante las tres horas siguientes el grupo no volvió a salir. Estaba seguro de ello. El cansancio, tras la noche de vela, comenzó a producir efecto y apenas podía mantener los ojos abiertos, por lo que decidió terminar por ese día el espionaje e irse a dormir. Volvió al parking y se preguntó por el forzudo que permaneciera de guardia, a quien no había visto acercarse al hotel. Una vez que pagó el tique y fue en busca del Seat Panda, descubrió con enojo que el Ferrari había desaparecido. Se dio una palmada en la frente. Había sido un estúpido. La clave no era el italiano, sino su coche. Debería haber vigilado el Ferrari y no al conductor, porque era el coche el objeto del trapicheo que se trajeran. Al día siguiente, ni siquiera iría al parking de la estación. Se apostaría en éste, acecharía la llegada del grupo y permanecería junto al Ferrari para ver quién lo retiraba, porque parecía obvio que serían otras personas quienes lo hicieran. Las mafias de altos vuelos funcionaban con intrincadas claves propias.

En cuanto despertó, se dirigió al parking del centro provisto de su indispensable compact con los cinco discos y una bolsa de plástico con dos bocadillos y un refresco, porque suponía que tendría que esperar mucho. Había dormido mal, lo que hacía que fuese inaplazable librarse de esa inquietud que ya duraba demasiado tiempo. Se acomodó en un rincón cerca del espacio ocupado por el Ferrari la tarde anterior, donde espiar sin ser visto. Sentado con las piernas flexionadas y con la espalda apoyada en un pilar de áspero cemento, aguardó las horas suficientes como para sentir calambres en las nalgas, hastío y un fuerte impulso de abandonar. Comenzaba a dar cabezadas, distraído con las canciones en los auriculares, cuando advirtió que el Ferrari azul había sido aparcado ya; fue el movimiento de pasos lo que le sacó del ensimismamiento. Bajo la carrocería del Jeep Grand Cherokee tras el que se ocultaba, contó tres pares de piernas con los trajes oscuros de mafiosos y las del italiano, embutidas en un carísimo vaquero de apariencia raída, bajo el que asomaban botas de cocodrilo con medio tacón. Pero dejó de prestar atención al grupo a causa de lo que estaba ocurriendo en los bajos  del Ferrari; vista de perfil, la chapa de la matrícula se había recogido hacia arriba, apareciendo en seguida de nuevo. Distraído con la pregunta de qué podía significar ese movimiento, no advirtió al instante que otro par de pantalones mafiosos descendían del coche y se aproximaba hacia el punto donde se encontraba. En tensión, forzó las piernas y se encogió más aún de lo que estaba. Pareció que el sujeto no le había descubierto, sino que estaba, simplemente, dando una ojeada; esto acrecentó la ansiedad de Pablo. Si trataba de descubrir la presencia de intrusos sería porque –de acuerdo con sus peores intuiciones- el grupo tenía mucho que ocultar. Iba a ser muy poco bienvenido si le descubrían. Fue echándose a un lado hasta quedar tendido en el suelo y, a continuación, se arrastró hasta quedar bajo el Jeep. Por el sonido de sus pasos, comprobó que el sujeto se marchaba también, intuyó que para apostarse junto a la entrada de peatones. Con cuidado por si quedaba alguien vigilando, cambió de puesto de observación; donde estaba, había podido ver sólo pies más el extraño movimiento de la matrícula; necesitaba comprobar quién retiraba el Ferrari.
No tuvo que esperar mucho. Unos veinte minutos más tarde, tres hombres vestidos como los que acompañaban al italiano, o tal vez los mismos –era incapaz de diferenciarlos, tan semejantes parecían-, se aproximaron al Ferrari, precediendo a una mujer alta con zapatos de tacones vertiginosos. Desde el primer instante, percibió que ella poseía algo reconocible tras sus grandes gafas de sol, un aire que le resultaba familiar. Pablo miró de nuevo con fascinación el movimiento ascendente y descendente de la matrícula, que cambió a una nueva combinación de letras y números; obviamente, la trompa tenía que haber sido modificada para albergar ese mecanismo. Absorto en la pregunta del porqué de los números mutantes, no advirtió que le habían cazado. Uno de los guardaespaldas clónicos le agarró por la espalda y le obligó a alzarse. Pablo no intentó siquiera escabullirse.
-¿Lleva cámaras? –preguntó otro de los clones.
-Creo que no.
-Mételo en el coche, para que lo cacheemos. A lo mejor lleva una de esas miniaturas que usan en la televisión para los programas de cámara oculta.
Mientras era obligado a embutirse en el asiento trasero entre las dos moles encorbatadas que le palparon todo el cuerpo, la mujer se puso al volante. El que le había descubierto ocupó el asiento del copiloto y, volviéndose hacia él, le dijo con severidad:
-Estoy seguro de que te he visto antes. ¿Para quién trabajas?
Pablo se encogió de hombros. No comprendía la pregunta; si le reconocía, sería porque le habría visto numerosas veces en su cabina. No quiso darle pistas, porque un traspiés podía perder que perdiera el empleo. Su situación era muy negra, porque la mujer había puesto el coche en marcha. El hermoso y delicado medio perfil visto desde atrás reforzaba su sensación de reconocerla, pero parecía muy contrariada. ¿Qué pensarían hacerle? De improviso, al salir el coche a la luz diurna, el copiloto exclamó:
-¡Es el cobrador del parking de la estación!
-¿Este chico es el mismo que nos obligó tantas veces, la semana pasada, a echar a correr para que no nos descubriera? –preguntó la mujer
-¡Claro que sí! –afirmó el copiloto, dándose una palmada en la frente-. Todas las carreras que nos ha obligado a dar de madrugada este cabrón, cada vez que te apetecía conducir e ir a tomar algo, y tratábamos de sacar el Ferrari por la salida del fondo, sin que se diera cuenta de quién eres, para que no avisara a los periodistas... Y la comedia que teníamos que montar para distraerle uno de nosotros, fingiendo pagar el tique de otro coche... Mamonazo...
-No le insultes, Dany..-la voz de la mujer tenía una musicalidad que aceleró el pulso de Pablo- ¿Por qué me espiabas? –lo miró a través del retrovisor. -¿Alguien te...
Le interrumpió una voz metálica que emergía del salpicadero: “El camino más despejado hacia el estudio de grabación... primer cruce a la derecha...”
Pablo reconoció en la voz robótica del GPS el murmullo que le había hecho creer que había un secuestrado en el maletero, puesta en funcionamiento accidentalmente por su acercamiento al Ferrari.
-¿Lleva cámara, micrófonos o algo... como para una exclusiva de revista? –preguntó ella
-No. Solamente es un fan tuyo bastante maniático. Lo que lleva es un compact y tus cinco discos... Siempre que vamos a pagar con tu manager, Giorgio, y se quita los auriculares, notamos que suenan tus canciones en el compact...
Con el corazón a punto de paralizársele, Pablo comprendió que quien conducía el Ferrari, y quien había tratado varias veces de conducirlo de madrugada sin ser descubierta, era su adorada Palmira. Perdió el miedo y se dejó arrebatar por el júbilo.
Para mal o para bien, estaba a medio metro de ella y a lo mejor hasta conseguía estrecharle la mano.

lunes, 28 de enero de 2013

CUENTO DE MI COLECCIÓN "EL AMOR BAJO LA MALDICIÓN DEL SIDA"


Toco hace años esta colección de la que sólo escribí dos cuentos, que he ido modificando con el paso de los años.

Siempre quiero terminarla, pero parece que primero terminaré yo.

Espero que les guste.



ADRIÁN Y ANTONIO      


La ausencia era insoportable de tan dolorosa; no había llegado a resolver el enigma y ya sería imposible resolverlo, no lograría desentrañar las motivaciones profudas de un amor tan definitivo e incondicional. Jamás podría saber por qué había merecido un amor así, a sus años, cuando el abandono de Kepa le había hecho creer que ya se habían agotado sus posibilidades.

El rastro de Kepa latía en todos los objetos del piso; en el sofá de cuero blanco donde el bilbaíno pasaba horas hablando por teléfono, en la silla donde se sentaba a comer, en la consola donde le aguardaban todavía cinco cartas del banco, en los cacharros de la cocina que tanto había usado para alardear de su portentoso talento culinario y, sobre todo, en la cama, en el lado derecho de la cama del que le había desplazado "porque aquí se ve mejor la televisión".
Cinco años. La relación más larga y más arrebatadora que registraban los cuarenta y seis años de edad que contaba Adrián.
Cinco años que habían representado la serenidad tras una juventud loca. Antes de conocer a Kepa, había jadeado en millares de camas, en las saunas y en casi todos los cuartos oscuros, donde su sexualidad impetuosa descargaba las tensiones acumuladas en el plató de televisión. Un día, descubrió a Kepa en un plano congelado del monitor de la cámara número tres, mientras grababa uno de los últimos capítulos del programa que, a los cuarenta y un años, le había aupado a la cresta de la ola; al principio, lo miró igual que a todos los bailarines, con el ojo crítico de un realizador apremiado todos los días por la necesidad de superarse; terminada la grabación, sin embargo, aquel plano congelado continuaba en su memoria y tuvo que indagar, y luego recurrir a artimañas, hasta conseguir hablar a solas con Kepa, que entendió sin dificultad y sin aspavientos lo que Adrián deseaba, y sin pretenderlo ni exigírselo, con él había llegado la estabilidad. Adrián abandonó la promiscuidad sin añorarla, porque la compulsión erótica del bilbaíno era tan vehemente como la suya y entre sus brazos encontró gas suficiente para alimentar el fuego sin necesidad de buscar otro combustible. Con el entendimiento de las miradas, se habían amado de lejos entre comilonas en el txoko del padre de Kepa y en el chalé de la hermana de Adrián, comprendido el amor y amparados por sus parientes.
Y ahora, tras cinco años de éxtasis, se cumplían dos semanas de su abandono. Kepa se lo había explicado con naturalidad:
-Tendré treinta y un años el mes que viene. De casarme y formar una familia es hora, pues... No se puede vivir esta locura para siempre.
-¿Casarte?
-Tengo novia desde antes de conocerte, Adrián. Nunca me he atrevido a decírtelo, sabía que mal te sentaría. Yo la quiero y ahora que lo suficiente he ahorrado, casarnos podemos ya, pues... La boda es el catorce de junio. Me gustaría mucho que vinieras a Bilbao, de verdad.
Conservaba grabado el diálogo en la memoria como si fuera un sketch del programa, como si debiera desmenuzarlo para ir indicando los planos a los cámaras. De haber estado dirigiendo a Kepa en el plató, le hubiera pedido que se mostrase menos sereno, más preocupado, y abandonara la indiferencia monocorde con que hablaba; le hubiera ordenado que su tono reflejase el sinsentido de hacer tal anuncio a quien había obligado dos veces a levitar de gozo la noche anterior.
Contemplaba la fotografía de Kepa con la misma mezcla de nostalgia y estupor de las últimas dos semanas, cuando sonó el teléfono.
-¿Adrián? -era la voz de Joaquín, su segundo del programa de televisión-. ¿Qué haces encerrado en tu piso un sábado a estas horas? Me estás cabreando. Siendo las doce y media de la noche, pensaba dejarte un recado en el contestador para invitarte a comer mañana, y resulta que te encuentro ahí. Seguro que estarás solo y pensando en Kepa como una Penélope enlutada.
La impaciencia de su ayudante de realización había ido creciendo los últimos días, porque notaba su indiferencia y desinterés en el estudio de grabación y en la sala de edición. Le había bastado preguntarle dos veces por Kepa para intuir en sus respuestas lo que ocurría.
-Mira, Adrián. Comprendo que te duela tanto. Si mi mujer me dejara así, de repente, sé que me pasaría lo mismo que a ti. Pero, hombre, tú eres mucho más experto y maduro que yo; deberías ponerle remedio a esta situación. Hay muchos comentarios en la emisora; todos preguntan qué te pasa y corren bulos muy, muy desagradables. Si Kepa te ha abandonado, no puedes arruinar tu carrera por eso. Búscate otro, métete en orgías, contrata a un chapero, lo que sea, pero no te jodas más, hombre. ¿Quieres venir mañana al chalé?
-¿Mañana? Estarán tus suegros.
-Creo que sí, pero no son malas personas... y te admiran.
-No me apetece, Joaquín. Cenamos cualquier noche de la semana que viene.
-Como quieras. Pero hazme caso. Sal ahora mismo a echar un polvo, hombre, y no te jodas más.
Adrián colgó el auricular dejando la mano encima. Joaquín tenía razón, debía reaccionar. Kepa no iba a volver, la invitación de boda, llena de dorados, volutas y con un lenguaje casi decimonónico, que había llegado en el correo del viernes, retrataba todas las claves de la situación convencionalmente burguesa en la que se había dejado atrapar. El tono indiferente del diálogo tantas veces reproducido en su memoria, significaba que se sentía a gusto en tal proyecto de vida y que no iba a echarse atrás. Le convenía hacer caso de Joaquín, salir a correrse una juerga, como en los viejos tiempos.
Pero los cinco años de convivencia le habían deshabituado. ¡Cuánto le había hecho cambiar la vida compartida con Kepa! ¿Era el de ahora el mismo Adrián de los treinta y cinco o los cuarenta años, aquel despendolado cínico, capaz de los mayores desórdenes? Actualmente, apenas conocía el funcionamiento de la vida nocturna y no le atraía la cita a ciegas que representaría contratar a un gigoló de las páginas del periódico. Tenía que salir.
Puso el coche en marcha y condujo sin rumbo entre la animación primaveral de la noche sabatina madrileña. En todos los coches que se paraban a su lado en los semáforos, había gente eufórica que acudía a su cita con la diversión del fin de semana sin preocupaciones, personas alegres, exentas de su sensación de vacío. La calle Almirante era la solución. Sabía reconocer a los drogadictos para descartarlos y llevaba una caja de condones en la guantera, así que no había problema. Pararse junto a un chapero en la calle tenía la ventaja de que le vería la cara, observaría sus gestos y podría calibrarle sin haber cerrado previamente un pacto telefónico.
-¿Paseando? -le preguntó el chico.
No era el moreno por el que había parado, a quien veía ahora por el espejo retrovisor, medio encogido junto a un coche estacionado, mirándole de reojo con expresión de timidez. El que había acudido era portugués, un exuberante campesino rubio con aspecto de camionero y experta desenvoltura.
-No -respondió Adrián, mientras ponía el freno de mano y abría la portezuela.
-Tudos os panaleiros sao iguais -dijo con acritud el portugués, viendo que Adrián se acercaba al muchacho moreno.
-¿Esperas a alguien? -le preguntó.
-No. Yo...
Parecía muy asustado. ¿Era normal que un chapero sintiera tanto miedo?
-¿Quieres tomar algo?
-¿No será usted policía?
Adrián sonrió. Ésa debía de ser la razón de la suspicacia.
-No, qué va. Ven, no tengas miedo.
-Yo cobro.
-¿Quién lo duda?
-¿Cuánto me va a pagar usted?
Hablaba con prevención y con acento que parecía valenciano. Muy joven, unos diecinueve años, sin embargo su figura hacía suponer que había trabajado mucho tiempo en una actividad muy dura. De cerca, resultaba muy guapo, lo que no era tan notable visto desde dentro del coche, probablemente a causa de su insólita expresión de miedo; algo velludo para su edad, la barba ensombrecía un mentón firme y enjuto, enmarcando los labios magníficamente dibujados y que debían de sonreír muy bien, si es que alguna vez reunía el chico ánimos para hacerlo; la nariz era el ideal de un cliente de cirujano plástico y los ojos, dos enormes luminarias negras rodeadas de pestañas abundantes y largas, como si fueran producto de cosmética femenina; pocas veces había contemplado pómulos mejor esculpidos ni más fotogénicos. Adrián se encontró lamentando que no fuese un poco más alto que el metro setenta y cinco que debía medir, porque podía tener futuro en la televisión dada su prodigiosa fotogenia. Supuso que debía de tener defectuosa la dentadura, puesto que apenas entreabría los labios comprimidos por el rictus de recelo defensivo.
-¿Cuánto quieres que te pague?
-Yo no voy con nadie por menos de... cinco mil.
-De acuerdo. ¿Cómo te llamas?
-Antonio.
Una vez dentro del coche, Antonio preguntó sin alzar el mentón del pecho:
-¿Podría comerme un bocadillo?
-¿Tienes hambre?
-Desde que salí... no he comido desde ayer.
Esta información le produjo a Adrián un estremecimiento.
-¿Hablas en serio?.
Antonio se encogió de hombros. Parecía embozar un sollozo. Mientras lo miraba de reojo, Adrián observó que con la ropa sucia que vestía no podía invitarle a comer en un Vips, no le permitirían entrar. Tampoco quería llevarlo al piso todavía. Antes, tenía que conocerlo un poco, al menos, y calcular si correría algún riesgo; por otro lado, temía que el recuerdo y las huellas de Kepa le inhibieran. Aparcó a la puerta de una tienda china y le dio un billete de mil.
-Toma, Antonio, cómprate algo ahí.
-¿Cuánto puedo gastar?
-¿Qué? ¡Ah! Puedes gastarte las mil pesetas, si quieres.
Regresó, cinco minutos más tarde, con tres sandwiches envasados, una lata de refresco de naranja y cuatro monedas de cien pesetas, que le devolvió.
-¿Quieres un bocadillo? -preguntó el joven con ademán de encontrarse ante un festín que no tenía más remedio que compartir.
-No. Come tranquilo -respondió Adrián mientras emprendía la marcha.
Estaba convencido de que Antonio no consumía drogas, por lo que resultaba difícil entender su desaseo propio de toxicómano. Olía mal, aunque a un nivel soportable; necesitaba con urgencia un baño, pero aún no encontraba el ánimo ni la confianza para llevarlo al piso.
-¿Quieres ir a una sauna?
-¿Eso qué es?
-Un sitio donde podrías... disculpa que te lo diga. Podrías tomar un baño.
-Ah, estupendo.
-Vamos en seguida, antes de que empieces a hacer la digestión.
En el vestuario, Adrián notó la vergüenza con que se desnudaba. Primero creyó que era por el hecho mismo de mostrarse desnudo, pero en seguida comprendió el motivo: los calcetines renegros estaban llenos de agujeros, lo mismo que los calzoncillos. Antes, al aflojarse el pantalón sin correa, advirtió que era varias tallas mayor que su cintura, y que la cremallera estaba rota.
-Espérame aquí, Antonio. Siéntate en ese taburete y no te muevas ni hagas caso de quien trate de darte conversación. Volveré en un momento.
Se puso de nuevo el pantalón y la camisa y se dirigió a la recepción. El chico que atendía la taquilla debía de tener una talla muy parecida a la de Antonio.
-¿Tienes por casualidad una muda de ropa?
-¿Qué?
-Te la pagaría muy bien.
-Sólo tengo la ropa que me pondré para ir a mi casa.
-¿Cuánto te costó?
-Los pantalones, cinco mil. La camiseta, dos mil. Los zapatos...
-Los zapatos no los necesito. Te compro los calzoncillos, los calcetines, los pantalones y la camiseta por treinta mil.
-¿Treinta mil? -la expresión del joven demostraba los cálculos mentales que estaba haciendo-. Necesitaría que me traigan otra ropa. Tendría que llamar a mi pareja...
-Hazlo. Aquí tienes -dijo Adrián, exhibiendo los seis billetes de cinco mil.
-Bueno, vale -asintió sin poder contener su expresión de júbilo-. Tómala. Pero es sólo por hacerte un favor...
Adrián volvió al vestuario. Cubierto por la toalla y con la cabeza y los hombros hundidos, Antonio se mostraba tembloroso, aterrorizado bajo la mirada de los cuatro hombres que trataban de darle conversación. ¿A qué se debía tanto pánico, la actitud de quien se encuentra ante un gravísimo peligro?
-Toma. Tira toda tu ropa a la basura.
Los cuatro hombres se apartaron precipitadamente. Antonio se alzó y Adrián examinó con disimulo sus brazos, en busca de una señal que revelase que se drogaba. No encontró ninguna y, tras constatarlo, su pensamiento quedó dispuesto para la contemplación. No se había preparado para el descubrimiento: el cuerpo de Antonio complementaba admirablemente el rostro, un cuerpo tallado por Fidias en el más idealizado de sus sueños creadores. La piel ligeramente morena no tenía ni una mancha; el vello, menos abundante de lo que había previsto, parecía dispuesto para resaltar el dibujo perfecto de los pectorales y los abdominales, así como el profundo y nítido canal de las caderas. Notó el rubor del muchacho y dejó de examinarlo, porque algo tremendo pasaba por su mente; aunque menos que con los cuatro mirones de antes, continuaba aterrorizado; volvió a preguntarse a qué se debería, por qué alguien que salía a prostituirse en la calle sentía alarma tan extrema ante el deseo de quien lo contemplase. Decidió controlarse y esperar.
-Cierra la taquilla. Date un baño y córtate las uñas de los pies y las manos. Toma mi cortauñas. No hagas caso ni temas a los que se te acerquen, nadie te va a poner la mano encima si tú no te muestras de acuerdo, ¿comprendes? Te espero allí, ¿ves?, aquella puertecilla pequeña es la de la sauna.
Cuando Antonio abrió esa puerta quince minutos más tarde, sonreía relajado, razón por la cual a Adrián le costó reconocerlo. Se trataba de la sonrisa más atractiva que había visto en su vida, y los dientes eran perfectos. El baño le había quitado el miedo o cualquiera que fuese el abatimiento que le oprimía. Con el pelo mojado y las gotas que brillaban en sus hombros, se había convertido en modelo publicitario de un perfume de lujo.
-Hace mucho calor aquí -dijo el muchacho con agobio.
-Tienes razón. Creo que no es conveniente para ti, media hora después de haber comido. Vamos a la sala de reposo. Quiero que me cuentes algo.
Ya sentados en el incómodo banco de madera, le preguntó:
-¿Cuál es exactamente tu situación? No consigo encajarte.
-No comprendo.
-Me has hablado como un chapero, pero no te comportas como tal. Tienes miedo, un miedo que, además de ilógico, encuentro fuera de lugar y, por otro lado, tu aspecto es el de una persona con... bueno, sí, con cierta clase, pero me dijiste hace un rato que no comías desde ayer.
-Yo... -volvía a bajar la mirada.
-¿Consumes drogas?
-Ya no.
-Pero has consumido.
-Unos porros en la...
-¿Dónde?
-Si te lo digo, ya no vas a querer nada conmigo.
-Inténtalo.
-Estaba en... prisión. Seis meses. Me soltaron ayer.
Adrián se mordió los labios. El recuerdo de Kepa y su estado de ánimo de antes de salir le habían reducido la capacidad deductiva.
-¿Por qué no te fuiste con tus padres al quedar libre?
-No tengo.
-¿No tienes padres? ¿Desde cuándo?
-Desde siempre. Me he pasado la vida en orfelinatos -los ojos de Antonio brillaban por el amago de llanto-. Como nadie quiso adoptarme, me escapé a los trece años. Trabajé cinco años en un barco de pesca, en Castellón, pero el año pasado mi patrón se arruinó. Me vine a Madrid en busca de trabajo y...
-Y te pusiste a robar.
-Sí. Bueno, no. Un colega me convenció para que fuera con él a robar a un chalé que según él estaba vacío, pero nos pillaron con las manos en la masa. ¿Cómo te llamas?
-Adrián.
-Te juro, Adrián, que eso es todo lo que pasó. He estado más de seis meses en prisión preventiva porque no había nadie que pagara la fianza. Me han soltado y ni siquiera tengo que ir a juicio ni nada por el estilo. Yo no hice nada. Lo pasé muy mal allí dentro... -parecía sopesar la confidencia, que reprimió-...me pasó de todo. Un compañero, me dijo que podía buscarme la vida en ese sitio donde me has encontrado, pero he esperado más de veinticuatro horas sin atreverme.
Sorprendido de lo fácil y rápidamente que cedía su propia reticencia, Adrián le propuso ir al piso. Al abrir la puerta, cuando vio en la consola el retrato de Kepa, descubrió que no había pensado en él las últimas dos horas.

Desde aquel mismo día, Adrián se vio obligado a preguntarse por qué a todas horas. ¿Qué le había hecho merecer que le entregara un amor tan definitivo alguien a quien le habría bastado chasquear los dedos para que medio país cayese rendido a sus pies? Como respuesta, sólo se le ocurría una palabra: enigma.
Con frecuencia, había alguien en la emisora que le preguntaba:
-Oye Adrián, ese amigo tuyo ¿no estaría interesado en hacer un pequeño papel en la serie que voy a empezar a grabar la semana que viene?
-¿Qué personaje interpretaría?
-El novio de la hija.
-Tendré que preguntárselo. No creo que quiera.
-Coño, Adrián, no lo protejas tanto. Nadie va a violarlo.
-No se trata de mí, Rafa, porque quiero que lo haga, pero Antonio se niega siempre que le propongo una cosa así, de veras. Pero voy a intentarlo.
-Convéncelo, por favor. Tiene un físico espectacular. Con esa cara, lo haríamos famoso en tres o cuatro capítulos.
-Estoy de acuerdo, pero... él se emperra en su negativa.
-¿Pasa algo raro con él?
-No, de veras que no, aunque no comprendo por qué se niega.
Adrián lanzó una mirada hacia el lugar donde Antonio le esperaba. Resplandecía. Todos los que pasaban a su lado, hombres y mujeres, no conseguían evitar contemplarlo, algunos de soslayo y otros, descaradamente. A veces, le divertía el efecto que causaba a quienes lo miraban; cualquiera que pasara cerca de él, aunque transitase absorto en los asuntos siempre urgentes de la televisión, acababa parándose en seco, a ver si efectivamente se trataba de un ser humano y no del más perfecto y realista de los maniquíes, modelado por un artesano que hubiera decidido aunar en una figura todas las idealizaciones de todos los escultores clásicos.
Lo sorprendente era que un dechado de belleza tan conmovedora estuviese complementado con tanta sensibilidad y una inteligencia tan viva. Antonio había sabido adaptarse en seguida a la vida que él le ofrecía y, con naturalidad pasmosa, se había acostumbrado en pocos meses a las complicadas claves de su círculo profesional y el de sus amigos más íntimos. Y lo más inesperado, se había ganado la confianza de todos en un plazo increíblemente corto.
Porque todo en él era verdad. Sus entusiasmos y sus agradecimientos, sus elogios y sus críticas; tan juicioso, que obligaba a los demás a olvidar su juventud... y sus circunstancias.
Bendita fuera la hora en que se le ocurrió pasar por la calle Almirante.

Los exámenes del primer curso universitario los superó todos con una nota media aceptable, pero Antonio no estaba satisfecho.
Adrián merecía mejores resultados. Abrumado por esta convicción, decidió sentarse un rato en un banco de la Plaza de España, a ver si reunía valor para presentarse ante Adrián con calificaciones tan mediocres.
-¿Eres de por aquí? -le preguntó un hombre en la treintena.
Antonio lo observó. Muy delgado y con gafas, resultaba difícil de encajar en la clase de hombres que compraban favores callejeros. Pero, a fin de cuentas, ¿no era así como había conocido a Adrián? Tampoco tenía Adrían aspecto de pagador de prostitutos.
-No -respondió secamente.
El de las gafas no se desalentó.
-Pero eres español.
-Sí.
-En el primer momento, creí que podías ser griego.
-¿Qué quiere usted?
-No me hables de usted, hombre, que no soy ningún carca. ¿No te apetece tomar una copa?
-Pruebe en otro banco. A cualquiera de ésos le encantará que lo invite.
-Joder, tu carácter no se corresponde con tu físico. Eres la cosa más hermosa que he visto nunca, pero eres un cardo. ¡Mierda!
Mientras se alejaba, Antonio sonrió. Simplemente con haber sido un poco más cordial con ese fulano, hubiera sentido que traicionaba a Adrián.
Le desagradaba que elogiasen tanto su físico y Adrián había sabido comprenderlo a tiempo; ya no le venía casi nunca con propuestas de trabajar en la televisión y no había vuelto a ensalzar una belleza que Antonio consideraba una pesada carga, porque impedía que la gente le tomase tan en serio como él creía merecer, puesto que, embobados y embobadas, tendían todos a calcular las posibilidades de llevárselo a la cama en vez de considerar el posible interés de su conversación. Por ahora, sólo algunos de los amigos más íntimos de Adrián le resultaban soportables, porque lo trataban como a una persona y no como a un objeto de exposición.
¿Iba a enfadarse Adrián por las notas? Como el asunto no tenía arreglo, decidió volver al piso. Sabedor de que iba a llegar con la papeleta de calificaciones, Adrián aguardaba, evidentemente comido por los nervios; estaba sentado en el sofá del salón y se alzó como impulsado por un resorte. El ánimo de Antonio se volvió más sombrío.
-¿Qué tal?
-Regular.
Antonio notó eclipsarse el brillo de los ojos de Adrián por la veladura de la decepción. Extendió la papeleta con mano temblorosa y un escalofrío en la espalda. Los instantes que Adrián tardó en darle una ojeada parecieron siglos, pero éste, finalmente, exclamó mientras lo abrazaba con los ojos húmedos.
-¡Esto es maravilloso!
-¿Te parece suficiente?
-¿Suficiente? ¡Las has aprobado todas y tienes tres notables! Estaba convencido de que lo conseguirías. Vamos a celebrarlo.
Antonio se cambió de ropa con un extraño estado anímico. Le quedaban rastros del miedo a decepcionar a Adrián en medio del júbilo por su reacción.
En el restaurante, le dijo Adrián:
-Quieren que interpretes un papel en una serie.
-¿Otra vez con eso?
-Antes, tenía miedo de que la interpretación te distrajera de los estudios. Ahora veo que podrías compaginar las dos cosas.
-Pero no me interesa.
-¿Sabes cuánto van a pagarte?
-Aunque fueran mil millones. ¿Tú necesitas ese dinero? Porque, si lo necesitas, haré ese papel.
-No, hombre, ¿cómo voy a necesitar ese dinero? Lo digo por ti, por tu futuro.
-Mi futuro está a tu lado y en la universidad -afirmó Antonio, en lugar de confesar sus temores-. Yo no necesito dinero ninguno.

Antonio se preguntó si debía llamar a Adrián a la emisora. Esta temporada, dirigía un programa en directo y sólo en casos muy graves podía telefonearle, según sus órdenes, y sólo había tenido que hacerlo en dos ocasiones los últimos meses, ambas por llamadas urgentes de la madre en relación con la salud del padre. ¿Era el de ahora un caso suficientemente grave?
Se recostó en el sofá y encendió la televisión. El programa que dirigía Adrián no había terminado todavía. Como de costumbre, sintió el orgullo que le causaba saber que cada uno de aquellos cambios de plano, cada uno de los movimientos de las personas y las cámaras, eran consecuencia de una orden de Adrián. La mano de Adrián era para él lo más omnipresente aunque nunca apareciera en pantalla. 
Los cuatro años que llevaba a su lado eran lo mejor que había ocurrido en su vida. Él había sido la madre que le abandonó y el padre que desconocía; un padre-madre afectuoso, compresivo y generoso que predominaba sobre el amante que nunca le apremiaba; en realidad, era generalmente Antonio quien tenía que recordarle el sexo y, a veces, cuando Adrián estaba preocupado por los preparativos de un programa nuevo, casi forzarlo. Antonio había escenificado en ocasiones verdaderas violaciones para liberarle de la preocupación y que se diera cuenta de que estaba a su lado. Amaba a Adrián sobre todas las cosas y ya no era capaz de imaginar la vida sin él. Le había proporcionado objetivos, metas y los medios para conseguirlos; dentro de dos años, acabaría la carrera, podía haber sido una persona que, antes de conocer a Adrián, ni siquiera hubiera sido capaz de imaginar; y ahora, resultaba que todo era imposible.
A Adrián no le gustaba que fumase. "Cuídate los dientes", le decía. Quería a toda costa que trabajase en la televisión, pero a él le producía pánico la idea, porque había estado muchas veces en el plató observando a Adrián y sabía que estar bajo sus órdenes, bajo la tensión densa de las luces y las cámaras, ocasionaría roces y malentendidos. La armonía entre ambos podía resentirse y se negaba a arriesgarla. Se incorporó en el sofá y cambió de postura; sentado, encendió un cigarrillo, apoyó los codos en las rodillas y se cubrió los ojos con las manos. Estaba llorando. ¿Por qué había tenido que ocurrir?.
Tenía veintitrés años y Adrián cincuenta, que habían celebrado hacía un mes con una cena en Justo, tras la que Antonio le entregó el producto de seis meses de ahorro, un colgante de diamantes minúsculos con forma de corazón. Ambicionaba fervientemente cumplir también él los cincuenta a su lado y que Adrián le diera, asimismo, simbólicamente el corazón.
Había dejado de tener pesadillas a los cuatro o cinco días de dormir abrazado a él. Las violaciones tuvieron lugar la primera y la segunda noche que pasó en la cárcel. Fueron cinco fulanos la primera y  seis o siete la segunda; la mayoría, extranjeros, seres oscuros que hablaban lenguas extrañas. Golpeado, casi ciego por los golpes, con los labios rotos a puñetazos e inmovilizado por cuatro, lo forzaron por turno; únicamente deshicieron la presa esa segunda noche cuando comprendieron que le habían fracturado dos costillas a patadas; abandonado sobre el suelo casi anegado de orines de los baños, gimió durante nueve horas antes de que un vigilante lo descubriera.
Le costó más de dos meses llegar a sentirse limpio bajo la ducha y casi cuatro consumar la venganza. A todos ellos había conseguido causarles daños y perjuicios importantes, sin descubrirse, pero las pesadillas protagonizaron todas las noches que pasó entre rejas, donde el menor rumor, de noche, durante el sueño, hacía que se alzara de pie en la cama con los ojos desorbitados y el sudor corriendo en torrentes por toda su piel. Convencido de que su destino indefectible era la locura, cuando creía que ese tormento nocturno duraría toda la vida, en sólo cinco noches consiguió Adrián que se desvaneciera.
Adrián era como un emperador. Imperaba en el plató, donde su poder era ilimitado, y también imperaba en su vida, y no tenía el menor deseo de rebelarse. Se entregaba del todo, sin reservas. Sabía que había madurado en esos cuatro años, se reconocía más experto e incomparablemente más sabio que cuando le conociera, pero el tiempo no había reducido la altura donde le había colocado desde el momento de conocerlo. Todo lo contrario; el sitial se hacía cada día más alto, más resplandeciente, en esa gloria desde donde le prodigaba no sólo el amor, sino todo lo que pudiera ambicionar.
Cuando Adrián abrió la puerta, todavía estaba en el sofá. Al no alzarse para correr a su encuentro en busca del beso impaciente de costumbre, al no poder embozar el llanto, Adrián supo que algo grave ocurría.
A Antonio le costó varias horas reunir coraje para contárselo.
-¿Estás seguro? -preguntó Adrián.
-Me he hecho dos veces el análisis. No hay duda.
-¿Por qué fuiste al médico? ¿Qué sentías?
-No tengo ningún síntoma. Estoy  bien de salud, igual que de costumbre. Pero... siempre he estado preocupado por una cosa que me pasó en prisión...
-¿Qué?
-No quiero contártelo. Perdona, me descompongo cuando me acuerdo. La cuestión es que, el mes pasado, hubo una charla en la universidad sobre el tema y me dio por hacerme la prueba. Ahora, ya es un hecho.
-Bueno, qué le vamos a hacer. Con esos tratamientos de ahora, el sida ya no es más que una enfermedad crónica. No te preocupes, podemos vivir con eso.
-¿Podemos?
-Por supuesto. Seguramente, yo lo tendré también. Y aunque no lo tuviera, esto es cosa de los dos.
-¿No quieres que me vaya?
-¿Estás loco?
-Yo creo que debo irme.
-Tú no estás bien de la cabeza. Venga, vamos a hablar de otra cosa.
Permanecieron abrazados y en silencio hasta la hora de acostarse. Mientras miraban la televisión, Antonio percibió en varias ocasiones, en la agitación de su pecho, que Adrián reprimía los gemidos. También a lo largo del pasillo que conducía al dormitorio notó sus esfuerzos por controlarlos.
Antes de apagar la luz, Antonio abrió los envases de dos condones, que preparó sobre la mesilla.
-¿Qué haces?
-Tienes que protegerte, Adrián. A lo mejor ha habido suerte y no te he contagiado.
Adrián le contempló con expresión severa.
-Escucha, Antonio. Tengo veintisiete años más que tú. ¿Crees que a estas alturas yo sería capaz de vivir sin ti? No vamos a cambiar nuestras costumbres, no vamos a cambiar nada, ¿te enteras? Ya no hablaremos más del asunto si no es para tomar las medidas oportunas para preservar tu salud. Seguramente yo lo tengo también: son cuatro años los que llevamos haciéndolo sin protección, así que lo más probable es que sea portador del virus. Pero si no lo tengo, lo más sensato sería tratar de contagiarme y que recorramos juntos el camino que nos falte.
Espantado, Antonio fue a contradecirle, pero Adrián lo obligó a callar mordiéndole los labios. Sin embargo, y a pesar de que Adrián le impidió usar los condones todas las veces que lo intentó, procuró a lo largo de la noche ajustarse a lo que habían explicado en la universidad sobre sexo seguro.
Apenas hablaron de ello durante el fin de semana. En vez de quedarse en casa e invitar a algunos amigos a comer como de costumbre, pasaron el domingo visitando Pedraza. Adrián consiguió obligarle casi todo el tiempo a pensar en otras cosas, pero, a veces, Antonio caía en la melancolía mientras recorrían el museo de Zuloaga o contemplaban desde la muralla medieval el paisaje esplendoroso que renacía con la primavera. En tales momentos, sentía la mano de Adrián en su cintura o en su brazo, comunicándole una promesa eterna. El lunes por la mañana, mientras desayunaban, dijo Antonio:
-Quiero que te hagas también el análisis.
-No, Antonio. No hay ninguna necesidad. Caso cerrado.
-Entonces, en cuanto te vayas, haré las maletas.
Adrián lo observó con los labios apretados.
-Pero, vamos a ver, Antonio. ¿Qué coño vamos a sacar de esos análisis? No cambiarían nada. Lo único que quiero es que muramos juntos; pondremos todos los medios necesarios para que eso no sea hasta dentro de muchos años.
-Pero has cumplido cincuenta años, Adrián. Si no lo tienes, estupendo. Pero, si lo tienes, tendrías que andar con mucho más cuidado que yo, que estoy fuerte y soy joven. Es necesario que lo sepamos, no hay más remedio.
-No quiero hacerlo, Antonio. Si todavía no me he contagiado, no sería bueno que te sintieras culpable por el miedo a que ocurra, y si ya tengo el virus, tampoco quiero que te sientas culpable de haberme contagiado. Punto final.
-Tengo trescientas setenta y cinco mil pesetas ahorradas en el banco; puedo vivir cuatro o cinco meses en una pensión. Si no me prometes que esta tarde iremos a que te hagan el análisis, haré las maletas en cuanto salgas por esa puerta y desapareceré.
Adrián reflexionó largos minutos, parado en el dintel con el hombro apoyado en la jamba. Antonio había dejado de ser un muchacho hacía mucho tiempo, era un universitario en el tercer curso de carrera, ya no podía tratarlo con la superioridad de un tutor, sino que debía ponerse a su altura, una altura que el muchacho rebasaría en dos años más de universidad. Le asombró la madurez que había en la resolución de su cara.
-Está bien. Ven a buscarme a la emisora e iremos juntos.
Cuando la puerta se cerró, Antonio se cambió de ropa. No iría a la universidad, ¿para qué? Permanecería lo más cerca posible del rastro de Adrián, la huella de calor que había dejado en la silla o el olor que conservaba la toalla. Necesitaba respirar el aire que contenía el aliento de Adrián, ya que dejar de respirar era una posibilidad no demasiado remota. Tomó de la vitrina el libro que él le había recomendado hacía meses, "Memorias de Adriano"; ahora le sobraba tiempo. Marguerite Yourcenar describía un amor como el suyo, con unos protagonistas cuyos nombres, Adriano y Antinoo, también eran muy semejantes. ¿La maldición vaticinada a Antinoo no era, en esencia, tan fulminante como la que él representaba para Adrián?
Supieron el resultado el miércoles por la tarde. Milagrosamente, Adrián estaba limpio. Antonio se mostró entusiasmado toda la tarde, durante la cena y cuando se disponían a acostarse, mientras que Adrián parecía encontarse en un trance más bien desagradable. Cuando se apagó la luz, éste escuchó el sonido del plástico al ser rasgado.
-¿Otra vez con eso, Antonio?
-Ahora más que nunca. Ya nunca haremos el amor sin condón.
-Mira, Antonio; no me has contagiado en cuatro años y no hay ninguna razón para creer que a partir de hoy tenga que ser diferente.
-Pero ahora lo sabemos. Tengo la obligación de protegerte.
-Tú no tienes que protegerme de lo que yo no me quiero proteger. He leído que hay gente que no se contagia aunque se exponga, gente que los médicos están estudiando para ver si está ahí la clave de la solución para el sida. Puede que yo sea uno de esos. Si es así, no tenemos que preocuparnos.
-Pero, si te contagias...
-Sería lo mejor, Antonio. Ojalá ocurriera.
-Me da pánico escucharte.
-Y a mí me da pánico perderte.
-Si me muriera pronto, todavía podrías enamorarte de otro y seguir creando esos programas maravillosos de televisión.
-No creo que tengas que morir pronto. Cada día se te ve más fuerte y más sano. Pero si te murieras, todo acabaría para mí. Así que no pongas una barrera de látex entre nosotros.
Adrián se torció en la cama para alcanzar el preservativo que Antonio se había enfundado ya. Lo arrancó a jirones.

Tras despedirse de Adrián en el ascensor con un beso, Antonio salió con los libros, como siempre que iba a la universidad. Pero no fue.
La mañana era soleada; bajo el júbilo primaveral que estallaba en retoños por doquier, en los árboles de la plaza de España, en los setos de la plaza de Oriente y en los rosales de los jardines de Sabatini, resultaba increíble que un miserable bicho lo estuviera devorando. Un bicho que, por su maldición, también devoraría a Adrián, a cambio de un amor que no tenía por qué ser el último de su vida. Adrián era un cincuentón muy juvenil, podía vivir todavía treinta o cuarenta años creando maravillosa televisión, escribiendo magníficos guiones, derrochando sabiduría. Era bueno, deseable, gentil y generoso; el amante perfecto que soñaran durante milenios seres desamparados como él. Muchos podían amarle y, de hecho, se había sentido celoso con frecuencia porque observaba que algunos, tan jóvenes como él, trataban de seducirlo. Merecía volver a amar, corresponder el amor de alguien que no constituyera un peligro y  una sentencia de muerte.
Sonriendo, cruzó ante la catedral de la Almudena. Se representó mentalmente el día que la visitó por primera vez, recién inaugurada; Adrián apoyaba la mano en su hombro, describiéndole con docto conocimiento los estilos del templo. En aquellos momentos, bajo la luz radiante que cruzaba la nave a través de un vitral, anheló con toda su alma que pudieran llegar abrazados al templo y que su unión fuera bendecida y consagrada para siempre, que la pareja indisoluble fuese reconocida por la sociedad en toda su comovedora honradez y certificada por ella.
Sobre la sonrisa, una lágrima recorrió su mejilla izquierda mientras se santiguaba y murmuraba una plegaria: "Que me olvide pronto, Dios mío, y que no sufra".
Saltó sobre el pretil del viaducto. Sus labios conservaron la sonrisa durante el vuelo de veinte metros.