miércoles, 29 de mayo de 2013

LA DAMA FINGIDA

Esta es una de las novelas más redondas que guardo todavía en el congelador. 
INÉDITA aunque editable de inmediato -porque está muy acabada y revisada-, se trata de una divertida especulación sobre cómo pudo ser la sociedad ibérica levantina del siglo V antes de Cristo.
Subo aquí las primeras 11 páginas del original.

LA DAMA FINGIDA

PARTE I

I
Comenzaba la primavera y lo percibían mejor los sentidos que el pensamiento de Adín, uno de los jóvenes varones más destacados de la matriarcal sociedad ilicitana. La sangre le hervía como un volcán, lo que se manifestaba con impulsos muy desconcertantes y sueños sensuales deliciosamente placenteros, pero tenía la mente demasiado ocupada con los malhumores como para disfrutarlos.
Había acudido al taller en busca de solidaridad y consuelo, por lo que le impacientaba que Istolacio se mostrara atento a su trabajo y no a lo que le estaba diciendo, como si no le oyera o creyese que no existía. El artista esculpía un exvoto para el enterramiento de la dama Sanibelser, muerta  e incinerada hacía un mes, y arrancaba a la piedra las formas creadas en su mente con un golpeteo rítmico del escoplo, el cincel y el martillo, mostrando mucha concentración y sin apenas dedicarle a él una mirada. Para desahogar la rabia aunque tan sólo fuese un poco, necesitaba que Istolacio no se limitase a oírle como quien oyese el viento soplar.
-… y le dije a la Madre Mayor Nespaiser que no soy un apestoso extranjero de pelo amarillo ni un salvaje profanador cartaginés raptor de damas. Que soy natural de Ilici y ello me enorgullece. Aunque me enorgullecería muchísimo más si no tuviera que estar a todas horas pidiendo permiso hasta para darme pedos.
Istolacio sonrió, pero permaneció en silencio. Comprendía los enojos y la impaciencia de Adín, porque él también había pasado por eso antes de lograr que le consintieran demostrar lo bien que podía esculpir. Pero tal cosa había ocurrido hacía una eternidad, lo menos tres o cuatro años, y ahora ya era un adulto con muchas responsabilidades, que había ganado cierto respeto del Gran Consejo de Madres que gobernaba el reino. Miró de reojo hacia Adín. Su inmadurez le incapacitaba para disimular el malhumor, pero ya podía pasar por adulto, puesto que era un muchacho más fornido de lo común, con brazos muy bien torneados y piernas enérgicas que asomaban del todo bajo la breve túnica. Si las Madres no fuesen tan estrictas con sus prioridades de trabajo, le gustaría retratar a Adín en piedra. En realidad, lo mismo que a otras muchas personas de Ilici, pero no se lo permitían.
Para el Consejo de Madres, lo primero era siempre lo primero, y lo primero era lo que ellas decidían que debía estar en primer lugar, sin discusión posible. Y mucho menos, una discusión con hombres, pues las damas en general y la Madres del Consejo en particular consideraban una indignidad discutir con cualquiera de ellos, porque involucrarse en un debate con varones significaría rebajarse.
También Istolacio tenía motivos de quejas contra el Consejo de Madres, pero hacía tiempo que había conseguido que nadie se lo notara. El arte del disimulo y la sonrisa bobalicona eran en Ilici recursos muy útiles en el acervo masculino, lo que siempre debía acompañarse con el realce de los atractivos viriles hasta la exageración; aunque hubiera que recurrir a artificios, en lo que algunos se pasaban pues transitaban con clámides abultadas en la entrepierna como si hubieran robado una cabra. Así eran las cosas, así habían sido siempre y así había que aceptarlas. La igualdad de sexos que era, en el fondo, por lo que Adín suspiraba, era una pretensión imposible; un sueño tan quimérico como parar el Sol.
Adín volvió la cabeza hacia el refulgente mar que se presentía más que se veía a lo lejos, tras los numerosos pinos que coronaban la colina. La Gran Dama Reina, haciendo uso de una de sus limitadas preogativas directas, había asignado personalmente al escultor ese lugar tan excepcional, en el extrarradio de Ilici, con objeto de que las chácharas de las damas jóvenes, que aspiraban a ser retratadas a pesar de la prohibición, no distrajeran demasiado a Istolacio. Aún quedaban tres enterramientos de damas del año anterior sin exornar como merecieron en vida, según la alta consideración en que las había tenido el clan.
La colina era un lugar demasiado privilegiado para ser destinado en exclusiva a un hombre, que además no estaba casado con ua noble ni tenía relación familiar con ninguna dama de postín, pero las Madres habían hecho una excepción por tratarse de un escultor que, aunque joven, había dado muestras de talento y además, porque necesitaban con urgencia sus esculturas.
-Con tantos aspavientos y rabietas, pones cara de loco, Adín –bromeó Istolacio-. Espero que no sea más que la cara.
-Tú no puedes comprenderme. Como para ti todo es tan fácil…
-¿De veras lo crees? ¿Has olvidado los ríos de sudor que tuve que verter hasta conseguir que me permitieran esculpir?
-Pero es que ellas me dicen a mí cosas que me sacan de quicio, amigo. El plan de traída de agua para el riego, del que te hablé la semana pasada, hizo que me llamasen “tonto pretencioso y alocado, que vive en el delirio de los sueños imposibles”. Y luego, de modo un poco menos insultante, aunque ya me había insultado de sobra, va y me dice Neispaser, en el aparte que le pedí, que el Consejo no puede ni considerar el plan porque es demasiado original y no conocemos ni hemos oído de ningún pueblo que se le haya ocurrido el desatino de experimentar algo parecido. ¿Te das cuenta, Istolacio? Tenemos que ser monos de repetición. ¡Nos prohíben hasta el derecho a la originalidad! Nos paraliza la mediocridad.
Istolacio frunció un poco los labios. Trataba con ello de contener el asentimiento que había estado a punto de escapársele, puesto que las damas del Consejo le rechazaban todos los bocetos donde dejaba libre su capacidad creadora, libre de los rígidos cánones de más de quinientos años de tradición. Concordaba en muchas furias con Adín, pero no quería alentar las rabietas ni los cómicos mohines de su joven amigo.
-¿Has hablado con Irsecel últimamente? –preguntó, porque sabía que la mención de la hermosa muchacha haría que Adín desechara los demás pensamientos.
-¡A todas horas, Istolacio! Cuando ella está y cuando no, porque hasta en sueños le hablo. Pero como es hija de quien es…
Istolacio asintió. Adín había ido a poner los ojos precisamente en quien menos le convenía. Acabaría siendo objeto de burlas. Y no sólo por parte de las damas, sino también de los hombres, porque el peor enemigo de un hombre era en Ilici cualquier otro hombre.
-Cuanto más te impacientes con Madre Mayor Nespaiser, más difícil vas a tenerlo con su hija. Debes elegir.
-¿Elegir, Istolacio? ¡El qué! ¿Renunciar por amor a todo lo demás? ¿Aceptar ser un muñeco sin criterio ni inventiva, a cambio de que Irsecel me ame?
-No es discutiendo con Nespaiser como podrás conquistar a Irsecel. ¿No te das cuenta?
-¿Y qué hago? –preguntó Adín con un sollozo en la garganta.
-Afilar tu ingenio, Adín. Recuerda que la paciencia y la docilidad son en Ilici virtudes indispensables para la supervivencia de los hombres. Tienes que mostrarte apetecible, domeñado, realzar tus atractivos viriles de modo exageradísimo para que les pique la curiosidad y hacer circular el bulo de que resistes cinco acometidas sexuales todos los días. Así, no dudes que prosperarás y encontrarás pronto una dama que decida protegerte y cuidarte.
-¡O sea, que debo resignarme a ser un zángano y un objeto sexual toda la vida!
-No necesariamente…
-No te comprendo.
-Piensa, piensa, amigo. Y habla con tu abuela sin perder los nervios; ella es más sabia que nadie y tiene más experiencia que todo Ilici en conjunto. Fíjate en cuántas damas jóvenes hacen cola ante su casa todos los atardeceres, para oír esas charlas suyas que son como las lecciones de Platón. No hay una dama joven en Ilici que considere que pueda alcanzar ninguna meta ni alcanzar una alta alcurnia si no ha digerido las enseñanzas de tu abuela. Si te apearas de tus rabietas infantiles y decidieras pedir consejo a Bastugitas, podrías sacar conclusiones útiles, y actuar en tu provecho en vez de patalear y encorajinarte como lo haces. Piensa. Eres muy joven. Conseguirás tus metas con el tiempo si afilas tu ingenio y aprovechas las enseñanzas de tu abuela, ya lo verás.


II
Bastugitas creía que había vivido más de lo conveniente. Hacía dieciséis años que a la madre de Adín, su hija Umarbeles, que tenía una hija de diez años ya, se le había ocurrido la idea peregrina de quedarse embarazada de nuevo, con la mala suerte de que llegó un varón. Umarbeles murió al nacer Adín y el zángano atolondrado del padre (un macho tan bien dotado de todo, que hubiera podido ejercer de prostituto en el lupanar de la playa) desapareció cuando el chico tenía sólo cinco años, metiéndose en la aventura absurda de viajar a África en un barco de esos cartagineses salvajes que llevaban más de una generación causando problemas en los reinos de Iberia. ¡Tontas ideas de hombre! El barco naufragó y ella, que había sido Madre Mayor la mitad de su vida, y que había vigilado con suma exquisitez la educación de su nieta Agirnesser, porque esperaba que fuese algún día su heredera, se encontró rebajada al papel de cuidadora de un niño. ¡De un varón!, como si tuviera la capacidad imposible de entender el pensamiento abstruso e insondable de los hombres.
Había servido al reino cerca de veinte años. Tiempo en el que vio pasar por el trono a dos Grandes Damas Reinas. La actual hubiera sido la tercera de no haber abandonado voluntariamente el cargo de Madre Mayor antes de que a ella la coronasen, uno de los hechos más sorprendentes que recordaban las damas encargadas de registrar las crónicas políticas de la ciudad. Según demostraba la historia y según, también, los proverbios favoritos de las damas ancianas, nadie que ostentase el poder lo abandonaba por su voluntad. Todo lo contrario. Se sabía de madres mayores que habían recurrido a toda clase de engaños y artimañas para conseguir el nombramiento. Por el poder se mentía siempre y había habido una vice-Madre Mayor durante la generación anterior, que era llamada “la cabra loca”, por el penacho de pelo que lucía habitualmente, semejante a un mechón de chivo loco, y gustaba de mujeres en vez de hombres, cuyas mentiras llegaron a ser tan clamorosas, que hasta los miserables hombres que no habían conseguido ser protegidos por ninguna dama se reían de ella. Se decía que “la cabra loca”, además de mentirosa y fabuladora sin imaginación, mandaba habitualmente incendiar las casas de damas que destacaban e, inclusive, mandaba matar a alguna que le pareciera que ambicionaba el poder o amenazase el de la Madre Mayor a quien servía. En razón de la norma no escrita, obtenía el cargo del poder efectivo, el de Madre Mayor, una dama cuyo clan fuese en ese momento el de mayor influencia en el Consejo y en el reino, pero en ocasiones las fuerzas estaban tan igualadas, que se recurría a tretas que muchas veces superaban lo lícito y hasta llegaban a caer en monstruosidades, de perversidad inconcebible para la gente común, aunque en tales casos siempre miraban todas para otro lado. Porque el poder, sobre todo el poder de pisotear y aniquilar a las enemigas, revestía a la Madre Mayor recién proclamada de un halo de dignidad e impunidad que velaba hasta los actos más innobles. Conspirar, asesinar, mentir y robar eran cosas que todas sabían que las poderosas hacían habitualmente, y se consideraba natural.
Las murmuradoras más cotillas contaban de una Madre Mayor de un siglo antes, apodada “la sandalera” porque su madre tenía una industria de fabricación de sandalias, que para conseguir el cargo, cuando se aproximaba el momento en que el Consejo debía adoptar su decisión hizo incendiar el granero colectivo de la ciudad, dejando por todos lados pistas que hacían sospechar del clan al que pertenecía la Madre Mayor cesante. A continuación, manipulando el boca a boca, consiguió exaltar los ánimos para que las damas más poderosas acudieran en manifestación ante el salón del Consejo de Madres, donde fueron proferidos toda clase de insultos contra la Madre Mayor saliente y contra su heredera, que se daba por seguro que iba a resultar elegida.
El incendio y la manifestación trastocaron las previsiones más clarividentes y, por primera vez en la historia del reino, fue designada una Madre Mayor que no estaba respaldada por el clan más influyente; para ello, firmaron una alianza tres clanes minoritarios, muy antagónicos entre sí, y de ese modo alcanzó el cargo supremo de gobierno quien de veras había prendido el incendio.
Bastugitas hizo una mueca, ya que le repugnaba pensar en ese caso, cuya autenticidad había confirmado gracias a una exhaustiva investigación que ordenó poco después de ser investida. La sandalera había infringido todas las normas, pero había sabido mentir muy bien haciendo creer al pueblo que quienes mentían eran sus oponentes. Que Bastugitas abandonase el cargo sin que nadie la forzara había originado toda clase de murmuraciones, y algunas comidillas adversas acompañaron los últimos recorridos que hizo entre su casa y el salón del Consejo.
Nadie sabía ni a nadie reveló el motivo. El corazón era en Ilici un órgano acorazado para toda dama que se preciase. Y ella, después de veinte años de gobierno honrado, justo y pragmático, había caído en el desvarío de sentir amor ¡por un hombre! Jamás se había enterado nadie, ni siquiera Beles, su criado mayor, que también era el principal de sus confidentes. Tristemente, el hombre, cuyo nombre se negaba a representarse siquiera mentalmente, había muerto tres años más tarde.
Liberada a los cuarenta y cinco años de las responsabilidades de gobierno del reino, sólo había disfrutado tres del amor y ahora contaba cerca de sesenta. Demasiado para una sola vida, y once de esos años perdidos en la educación sin utilidad ni porvenir de un varón, que últimamente había comenzado a crear muchos problemas. Adín era excepcional, pero también era excepcionalmente incordio. A todas horas llegaban a sus oídos rumores sobre las ideas demenciales de su nieto y también de sus rabietas maleducadas, pero ya estaba demasiado torpe para darle las palizas que merecía. Adín era un prodigio físico, poseía una belleza poco frecuente, casi sobrenatural, y ella sabía muy bien a quién se parecía y de quién había heredado tantos dones. También su cuerpo era un prodigio desusado, que generaba peligrosas envidias entre los muchachos de su edad, porque todos reconocían que nadie podría competir con él si decidía seducir a la dama más poderosa del reino. Porque, además, ella lo había bañado algunas veces de niño y sabía que habría de llegar el momento en que se le pidieran moldes de su virilidad para mejor representar los exvotos de las tumbas.
Le habían aedvertido de sobra y enviado toda clase de señales de advertencia, mediante personas interpuestas por su buen criado mayor Beles.
¿Iba a verse obligada a adoptar medidas más drásticas?


III
Bastugitas vio llegar a su nieto Adín desde la ventana. Pobre tonto. Con el cuerpo fastuoso que estaba desarrollando, sus movimientos ágiles y sensuales, lo que abultaba su túnica y la belleza casi femenina de su rostro, podría conseguir de inmediato el favor hasta de las damas de mayor alcurnia, aunque tuvieran consortes… si el muchacho no tuviera la enojosa osadía de pensar en cosas que no estaban a la altura de una mente masculina. Su pretensión de usurpar iniciativas que no le correspondían a ningún hombre iba a malograr lo que pudiera, de otro modo, ser una regalada vida de consorte de cualquiera de las damas más poderosas de Ilici. Debía tratar de corregir a ese díscolo muchacho antes de que se torciera como el árbol mal plantado que nunca su tronco endereza.
-Abuela…
Antes de poder continuar, Adín recibió una fuerte bofetada en los labios.
-¡Insolente! ¿Es que ya has olvidado las buenas maneras que te enseñé?
Adín tragó saliva. Se inclinó ante su abuela en profunda reverencia y mantuvo al enderezarse la cabeza gacha, en silencio, a la espera de que ella le hablase. Bastugitas lo hizo como si la escena previa no hubiera tenido lugar:
-Adín, hijo de mi hija Umarbeles, ¿vienes a honrar a la madre de tu madre?
Adín volvió a inclinarse mientras respondía:
-A la madre de mi madre y a todas sus antepasadas, honor.
La anciana sonrió con aprobación. Todavía no se había vuelto del todo un salvaje, aún recordaba sus lecciones, aunque le hubiera obligado a abandonar la casa al cumplir quince años. Ignoraba dónde dormía, cuestión que no debía preocuparla puesto que su aspecto era aceptable. ¿Sería capaz todavía de gobernarlo y dirigirlo de lejos, por su bien, aunque ya era un adulto?
-Últimamente, hemos oído cosas muy desagradables de ti –dijo Bastugitas, afectando en su tono severidad extrema-. ¿Tienes algo que alegar en tu descargo?
-Quien malas palabras os diga, madre de mi madre, mal os quiere. No es por maldad sino por amor a Ilici por lo que trato de contribuir con mis ideas. Vos me ensañasteis que el afán de superación es buena cosa.
Bastugitas asintió en su pensamiento, pero no permitió que el asentimiento se reflejase en su cara. En realidad, en el fondo el muchacho tenía razón y ella era culpable de haberle inspirado ideas inapropiadas para un hombre. Adín había crecido a la sombra de una dama acostumbrada a cavilar y a tomar grandes decisiones pero ya jubilada del gobierno y, por ello, proclive a sacralizar las cosas más nimias de la vida cotidiana. Sin darse cuenta, había educado a su nieto, en muchos sentidos, como si hubiera de ser una dama de gran alcurnia. Sentía por ello cierto remordimiento. Aunque fuese un varón y hubiera decepcionado al nacer todas sus expectativas, era su deber ayudarle a corregirse para adaptarse a la realidad de los hombres de Ilici.
-Acerca aquella esterilla y siéntate junto a mis pies, hijo de mi hija.
Adín obedeció. Bastugitas era el ser más venerable que podía imaginar y no le importaba sentarse a su pies. Podría, si se lo pidiera, arrodillarse y postrarse ante ella hasta tocar con su frente el suelo.
-Escucha… Adín. Cometí el error de enseñarte a pensar más de lo que te conviene, y temo que esa facultad no puedo extirpártela a estas alturas. Eres un hombre de dieciséis años ya, y deberías estar a punto de asegurar tu porvenir junto a una dama que te proteja, vista y alimente. En vez de ello, me dicen que recorres Ilici y sus campos como un errático y alucinado espíritu maligno, en busca de modos de incordiar hasta al mismísimo Consejo de Madres. Puesto que piensas, tendremos que intentar que pienses bien y de acuerdo con tus conveniencias. ¿Estás conforme?
Adín bajó los ojos para asentir. Trataba de evitar que su abuela descubriera en su mirada la hipocresía del sí.
-Lo primero es buscarte un buen partido, para que tu porvenir se aclare. ¿Ninguna te ha requerido yacijas? –Adín negó-. ¿Y alguna que te guste?
Adín asintió, rojo de rubor.
-¿Quién es ella?
-Irsecel, la hija de Madre Mayor Nespaiser, vuestra sucesora.
-¡Oh, no!
Involuntariamente, Bastugitas apretó los labios, pero volvió la cabeza hacia el espléndido paisaje que recortaba el cuadrado de la ventana. No deseaba que su nieto notase su turbación. Adín había ido a poner los ojos en la Luna. ¿Por qué tenía que ser todo tan complicado con ese muchacho?
Evocó el día del relevo de su sucesora al frente del gobierno de Ilici, sólo un peldaño por debajo del rango de la Gran Dama Reina y con mucho más poder efectivo que nadie en el reino. Recordaba con claridad la indisimulada sonrisa de triunfo de Nespaiser, entonces una joven dama insolente que llevaba tres años intrigando en su contra en todas las reuniones del Consejo de Madres. La había odiado con incontenibles impulsos asesinos, y estaba segura de que ella lo sabía, e intuiría aún que llevaba quince años odiándola con igual encono. Aunque fingía no oírlos y contenía la risa para que nadie pudiese murmurar que animaba las lenguas de la perfidia, sabía que circulaban por Ilici toda clase de chascarrillos sobre ambas, en los que Nespaiser era descrita habitualmente como la Medusa que, en vez de petrificar, podía ser petrificada por la mirada de Bastugitas. La vieja dama sonrió; en efecto, los grandes rodetes enjoyados del aparatoso peinado de Nespaiser le habían parecido siempre una evocación exacta de las serpientes que formaban el pelo de Medusa.
Tenía que pensar rápido, o podía verse involucrada en un conflicto cuyo alcance no estaba en estos momentos en condiciones de calcular.
-Escucha, Adín –dijo, apeándose de los formulismos-. Estás metiéndote en un lío de consecuencias tremendas y posiblemente muy peligrosas. Puesto que ya no puedo evitar que pienses, debo, al menos, protegerte de ti mismo. Haremos algo que será muy criticado en Ilici, pero no hay otra salida. Volverás a dormir aquí durante esta temporada y me consultarás todos los días, antes de tomar a tontas y a locas iniciativas tan perjudiciales para ti. Y olvida el plan de riego y todas esas zarandajas. 


IV   
Había barrido la plaza ante su casa. Se había bañado desnudo cuatro veces en el estanque masculino de un rincón del llano, donde oficialmente ninguna dama iba pero todas espiaban disimuladamente; para tal ocasión, Bastugitas le exigió que tratara de pensar en sus amores y las fantasías eróticas más desenfrenadas para que, al quitarse la túnica, todo resaltase más. Había realizado inifinidad de encomiendas y recados muy indiscretos que, más bien, le correspondían a Beles, el criado mayor y, para muchos, el amante más o menos oficial de la ex gran Dama. Había aceptado que una de las amigas de Bastugitas, impertinente y sobona como una dama sin consorte e insatisfecha, de cuarenta años, maquillase su rostro con afeites egipcios, aunque a él no le agradaba ponerse esas máscaras de pintura en la cara que el noventa por ciento de los hombres lucía. Aunque Bastugitas se empeñara, él no necesitaba enamorar a ninguna ni provocar los deseos de nadie, porque su corazón había optado ya hacía una infinidad de tiempo, desde que tuvo la primera prueba de que su virilidad se había completado. El día que, durmiendo, manchó generosamente el catre por vez primera, estaba completamente seguro de que había soñado con Irsecel toda la noche.  
De todas las cosas extrañas que le había exigido hacer su abuela durante la semana que llevaba viviendo de nuevo en su casa, Adín consideraba que la de hoy era la más rara de todas. Aunque mencionar a la hija de Nespaiser era uno de los asuntos innumerables que le había prohibido, acababa de ordenarle hacía pocos instantes que le pidiera visitarla. Pero debía exigirle acudir a la casa con toda clase de precauciones, disfraces y disimulos, de manera que nadie pudiera tener la ocurrencia de correr ante la Madre Mayor a murmurarle que su hija Irsecel visitaba a Bastugitas.
¿Cómo iba él a atreverse a exigir nada a Irsecel? Para complacer a su abuela no tenía más salida que intentarlo; aunque podía incurrir en osadía que tal vez la muchacha interpretase como ofensa, encontraría el modo de que ella entendiera que debía comportarse con la discreción que Bastugitas ponía como condición.
Le hizo una señal cuando Irsecel salía de la academia de canto y oratoria, suplicándole con la mirada que le siguiera; esa academia era otra barrera que se alzaba un poco más cada día entre los dos, porque en ella únicamente estudiaban las damas de importancia suprema, destinadas a ingresar algún día en el Consejo de Madres.
Irsacel compuso una mueca de extrañeza, pero cayó en seguida en la cuenta de que él debía tener razones muy poderosas para un acto tan grave de insolencia, que en determinadas circunstancias podía ser castigado con azotes, públicamente, en la Plaza del Sol abarrotada de gente.
Adín se puso en marcha sin mirar en ningún momento hacia atrás. Doblada la primera esquina, se permitió una mirada de reojo, para comprobar que, en efecto, Irsecel seguía sus pasos. Las pocas veces que habían hablado siempre lo hacían en la primera revuelta del íber y no lejos de la orilla, donde el bosque de encinas y zarzas era tan denso que pocos se atrevían a recorrerlo. Pero Adín lo conocía hasta en los menores detalles, porque ese territorio era uno de los fundamentales para su proyecto de acometida de riego. Eran ya siete las veces que había conseguido que Irsecel aceptara hablarle en ese lugar, a salvo de las miradas fisgonas de las correveidiles, porque en Ilici eran los murmuradores como arietes capaces de derribar muros de piedra. Supo que ella había comprendido a dónde se dirigía y por lo tanto ya no volvió a mirar atrás. En realidad, se apresuró con objeto de ganar la máxima distancia posible de la muchacha, para que nadie con quien se cruzara pudiera relacionarlo con ella.
La esperó agachado tras una adelfa cargada de capullos y flores fucsias a medio abrir. Cuando ella llegó, tuvo que sobreponerse a su turbación. El corazón se le había desbocado, sudaba con profusión y tenía la garganta seca. Se estiró la túnica para tratar de disimular lo que ocurría. De acuerdo con las reglas y los convencionalismos, se alzó, pero con la cabeza agachada, esperando que ella hablase primero.
-Te saludo, hijo de Umarbeles. ¿Qué me pides?
La voz de Adín se rompía en falsetes a causa de la sequedad que le producía en la garganta la cercanía de Irsecel. Trató de sumergirse en su mirada, a ver si en el fondo del mar de sus pupilas lograba descubrir un mínimo de correspondencia a lo que él sentía por ella despierto y dormido, de día y de noche, cerca y lejos. Pero la muchacha estaba siendo educada con rigor en todas las disciplinas que debía dominar una gran dama ilicitana, y la primera, el arte del hieratismo. No resultaba de buen tono que una dama de alcurnia dejase traslucir sus emociones. Por lo tanto, Adín notó con desolación que no había en el fondo de ese mar un fulgor que iluminase las sombras de su ánimo.
Con exquisito cuidado, y usando todos los recursos retóricos que había aprendido de su abuela, le contó el requerimiento de Bastugitas y la exigencia de embozos y disimulos. Empleó todos los detalles que consiguió recordar, resaltándolos a fin de conseguir convencerla, pero no habló de la razón que, con toda lógica, debía de motivar la petición.

-¿No te ha dicho qué me quiere?

lunes, 27 de mayo de 2013

MIRAR EL UNIVERSO DESDE LA PALMA

Telescopio
William Herschel 
Instalado en la isla de La Palma, su espejo es de 4,2 metros. Puede observar desde las longitudes de onda ópticas hasta el infrarrojo cercano. Con él se identificaron moléculas de antraceno en la región de Perseo; estas moléculas sugieren que componentes esenciales en la química prebiótica terrestre podrían encontrarse en el material interestelar.

sábado, 25 de mayo de 2013

CUENTOS DE MI BIOGBRAFÍA

Escribo nuevos episodios de mi vida.

De momento, podéis leer unos cuantos a continuación

jueves, 23 de mayo de 2013

CUENTOS DE MI BIOGRAFÍA números 6 al 9


CUENTOS DE MI BIOGRAFÍA por Luis Melero   

6- ANHANGABAU - VALLE DEL DIABLO



Por suerte, había tomado la precaución de buscarme dónde vivir antes del viaje a São Paulo.  La dirección de la pensión me la proporcionó el hermano de mi compañero Raúl, el fotógrafo de la agencia, que residía en São Paulo hacía varios años. Una dirección tan fácil, que la aprendí de memoria mucho antes de salir de Buenos Aires, de modo que se la dejé escrita a los muchos amigos que descubrí tener en aquella mágica ciudad. Una fortuna inesperada. Suponía que al menos dos o tres mantendrían correspondencia conmigo, porque no quería olvidarme de lo maravillosa que había sido mi vida en Buenos Aires.

Menos mal que había tomado esa precaución, porque ya desde la llegada del autobús al laberinto infinito de sus calles descubrí que era la ciudad más caótica que había conocido. Y fea. Me pareció que ya era muy tarde para telefonear al hermano de Raúl y me dispuse a tomar un taxi. No había ningún vehículo y sí una cola de ocho o diez personas tratando de conseguir uno.

-No puedo dejarte ir solo -me dijo Wilson, mi compañero del autobús, del que ya me había despedido minutos antes.

Ante mi expresión perpleja, continuó.

-Eres demasiado ingenuo para coger solo un taxi en São Paulo, a estas horas y sin hablar portugués. Te estafarían de un modo feroz. ¿Tienes algún sitio donde ir?

-Sí, el hermano del fotógrafo de la agencia donde trabajaba me indicó una pensión barata.

-¿Dónde?

-Avenida São João.

-Ah, perfecto. Está junto a Anhangabaú, la plaza más céntrica de São Paulo, por donde yo tendría que pasar por fuerza para ir a mi hotel. Así que vendrás conmigo y el viaje te saldrá gratis.

Tardamos mucho en acercarnos a ese lugar, aunque parecíamos estar siempre en el centro.

-Ya vamos a llegar –dijo Wilson.

-Para la hora que es, hay mucho tráfico –señalé.

-Aquí siempre lo hay. Ya verás de día. Es un sitio con un tráfico infernal. El nombre de Anhangabaú le va muy bien, porque dicen que significa “valle del diablo” en la lengua de los indios que habitaban aquí. Imagina si el tráfico es insufrible, que muchos empresarios se desplazan en helicóptero, por lo que la mayoría de esos rascacielos tienen helipuertos en las azoteas.

El taxi se acercó a la acera junto a una esquina.

-La dirección de tu pensión está a un par de manzanas –dijo Wilson-. ¿Quieres que te acerquemos o podrás ir andando? Es que sería muy complicado dar la vuelta para volver aquí, a fin de seguir hasta mi  hotel.

-Por supuesto que puedo caminar. No te molestes más. Y “muito obrigado”.

Wilson sonrió al ver que al menos ya sabía decir “gracias” La pensión se encontraba casi a la entrada de la avenida de São João, lo suficientemente cerca del hervidero de Anhangabú como para que yo tardara en pegar ojo. Ambulancias, trifulcas de noctámbulos borrachos, patrullas de la policía…, un ruido constante que en mi duermevela llegó a ser monótono, de modo que no supe recordar al día siguiente si había soñado o imaginado. Pero sé que aquella imagen de Pepe apesadumbrado, empequeñeciéndose mientras el autobús se alejaba, estuvo ante mis ojos la mayor parte de la noche.

La lejana imagen de Pepe se enmarcaba en un pequeño rectángulo colgado de una nube. Evidentemente, había vivido en una nube todo mi tiempo en Buenos Aires; estimulado por mi recién descubierta valía personal, había gastado demasiado esfuerzo en mirarme sin contemplar nada más. Ni siquiera mis propias necesidades de amor. Me complacía tanto la cantidad ingente de amistades, muy superior a las que había tenido toda mi vida en Málaga, Barcelona y Milán, que no eché de menos el placer auténtico, el sexual. Las insinuaciones constantes me parecían claras ahora, en São Paulo, al recordarlas, pero nunca las había tenido en cuenta en la realidad material de mi extraño paraíso porteño.

Había llegado a Buenos Aires sangrando por incontables heridas del alma, que cicatrizaron del todo; ante mi sorpresa, Buenos Aires me había reconstruido, de modo que la opinión sobre mí mismo se elevó hasta la gloria. Una gloria donde sólo tenía ojos para mi propia humanidad reconstituida. Pero el adiós de Pepe me había dejado una herida en el corazón. Él había sido cauto, reservado, tal vez miedoso, porque era padre de familia, gozaba de una posición estupenda en una sociedad más bien formalista, era judío y debía de estar sometido a jueces muy severos. Pero yo había sido un estúpido colosal al no comprender en tantos meses lo que él sentía.

No es que mis entenderas carecieran de referencias. De mi triunfo social en Buenos Aires, buena parte de los entusiastas habían sido hombres, que velada o claramente me habían hecho propuestas inteligibles inclusive para alguien tan obnubilado como yo. A veces, también algunas chicas me habían invitado a un trío con sus novios. Pero aunque había aprendido a respetarme y amarme, persistía un bloque de circunspección, fruto más o menos de mi educación religiosa, que me impedía toda transgresión; ni siquiera imaginarla. En varias ocasiones, algunos de esos hombres y mujeres me habían encandilado como para entregarme a ellos, pero ese bloque, inmaterial pero duro como el mármol, me había frenado siempre. De haber sabido a tiempo lo que Pepe anhelaba, seguro que me habría ofrecido a él sin demasiada vacilación.

O sea, que sin darme cuenta del todo, yo había estado no enamorado, pero sí encandilado por Pepe. El último sueño de esa noche, breve como los demás, me situó ante un Pepe ingrávido, luminoso, etéreo; sonreía sin ocultar su llanto y yo le besaba para consolarlo.

Pero en el instante del beso, me despertaron golpes en la puerta. Como el pestillo no estaba echado, me levante presuroso para no dar tiempo a quien fuera para que entrase. Abrí y era la casera, con quien prácticamente no había cruzado ni una palabra la noche anterior, por lo cansado que llegué tras acarrear a lo largo de dos manzanas la pesada maleta con todas mis posesiones materiales.

-Esta mañana, llegó esta carta para usted –me dijo.

No reconocí la letra, por lo que miré el remite muy extrañado. Era Pepe quien me escribía. Di las gracias y cerré la puerta apresuradamente.

“Caro Luis:

Cuando llegué esta mañana a la agencia después de despedirte, todo me pareció gris y mustio. Y no por la falta de sueño. Las oficinas se habían convertido en una especie de funeraria por la actitud de todo el mundo. Las secretarias, tus compañeros del estudio, la gente de tráfico, los directores y ejecutivos de cuenta. Nadie te nombraba pero daba la impresión de que estabas en la mente de todos.

Sentado en mi despacho, traté de concentrar mi atención en los asuntos pendientes. Ya sabes, las campañas de la marca de ropa y los caramelos. Preguntándome quién podría materializar esas campañas, sólo se me ocurría pensar en vos. Imaginá lo que habría dicho Rossi.

No sentía apetito. Graciela me llamó dos veces para preguntarme si iría a comer a casa, y al final le dije que no. No quería comparecer ante mis hijos con el pensamiento lleno de vos. Ellos, más que Graciela, habrían descubierto de inmediato que algo me pasa, así que preferí seguir añorando el latido de tu mano en la mía a solas. Telefoneé a la churrasquería de la esquina y pedí que me subieran un bife de chorizo, una ensalada y una botella de vino.

La falta de sueño sumada al vino, hizo que me quedase dormido en el sofá. Cuando desperté, ya eran las cuatro y media de la tarde. Tardé mucho en recobrarme. Extrañé despertar en un sitio que no reconocí al pronto. Al enderezarme, la primera imagen que me vino al pensamiento fuiste vos, encerrado en el cristal de la ventanilla del autobús. ¡Cuánto debimos decirnos y no nos dijimos! ¡Qué necio fui al no hablar sinceramente con vos! Lo más grave que habría podido pasarme era que me dijeses que no, pero no lo creo. Mi corazón no me engaña.

Me asomé a la ventana y contemplé largo rato la Casa Rosada.  Aunque la vista es bastante esquinada, daba para darme cuenta de cuánto movimiento había a pesar de lo avanzado de la tarde. Cuando dejé mi despacho ya era casi la hora de salida. Me dirigí al estudio, donde había un silencio letal. Ya no se escuchaba tu voz cantando a dúo con Rossi ni tus monólogos sobre la maravilla que es España. Todo el mundo estaba callado y ensimismado.

Pero mi entrada produjo un efecto curioso. Rossi, Fabricio y Gustavo comenzaron a hablar los tres a la vez. Como no entendí qué decían, pedí silencio y le pregunté a Rossi.

-¿Qué decías?

-Que nos repatea la pija que Luis se haya ido.

Fue como si Rossi abriera la veda. Todo el mundo en la agencia se puso a lamentar casi a la vez que te hayas ido.

¡Cuánto voy a echarte de menos!

Pepe”

Tuve que leer la carta cinco o seis veces hasta digerirla del todo.

¿Había sido una equivocación irme de Buenos Aires? ¿Tan importante era de verdad volver a España?

Siempre había sido sumamente infeliz en Málaga y tampoco Barcelona era para celebrarla.

¿Merecía España mi fidelidad? ¿No debería volver a Buenos Aires para quedarme?





















CUENTOS DE MI BIOGRAFÍA, Luis Melero  7

MACHADO NO ERA UN POETA

La avenida Paulista, donde tenían sus sedes la mayoría de las agencias brasileñas de publicidad, parecía no estar demasiado lejos según el plano de bolsillo. Decidió ir caminando para no meterse en la complicación de encontrar un autobús, a causa del tráfico indescifrable que el mismo plano sugería.

Cruzó Anhangabau y enfiló la avenida Brigadeiro Luis Antonio sin dejar de palpar en su bolsillo la carta de Pepe. Era una calle peatonal a donde se abría la “praça da Sé”, una placita con palmeras delante de la catedral católica; aunque llevaba varios años sin practicar el catolicismo, le gustaba contemplar los templos por dentro.

La catedral “de la Asunción” de São Paulo era un templo grandísimo y exuberante, de estilo neogótico con su toque de efervescencia tropical. Precisamente por su grandilocuencia, no invitaba al recogimiento, pero Luis halló que podría meditar un rato; sentado en un banco, leyó de nuevo la carta de Pepe entre estremecimientos y arrebatado por las dudas. ¿Debería volver de inmediato a Buenos Aires? ¿Encontraría abiertos los brazos de Pepe? ¿No lo miraría todo con un cristal menos favorecedor, una vez decidido a vivir para siempre fuera de España?

Sacudió la cabeza como si así pudiera librarse del fragor de los engranajes de su cerebro. No era ése el ánimo más favorable para intentar forjarse un camino en Brasil.

A partir de la catedral, tuvo que parar varias veces calle arriba para releer la carta como un amante atormentado, apoyando un hombro en las fachadas. Su ánimo se agitaba por la duda de haber cometido o no un disparate abandonando Buenos Aires, donde no sólo había conseguido, por primera vez en su vida, un amplio círculo de amistades, sino que había renunciado a un empleo en el que estaba muy bien considerado. Y ahora se topaba ante la tarea imposible de encontrar trabajo sin hablar portugués.

La Brigadeiro Luis Antonio desembocaba en la avenida Paulista. Por las direcciones que había recolectado en el listín telefónico, la primera agencia que iba a encontrar al doblar la esquina sería “Alcántara Machado Publicidade”. Por tanto, sería la primera donde entraría a preguntar. La avenida, no muy ancha, tenía cierta prestancia, pero a base de altos edificios de estilo estadounidense. Parecía ser muy larga, con un cielo de muy diversas tonalidades hasta el del crepúsculo del amanecer hacia el fondo, brillando entre edificios muy grandes. El de Alcántara Machado era una torre de altura considerable. Sin la menor esperanza, subió a la tercera planta, en la que encontraría la recepción según informaba un panel de la conserjería.

La recepcionista se encontraba justo enfrente del ascensor. Trataba de encontrar alguna palabra en portugués para preguntar por el jefe de personal, cuando le interrumpió un hombre de mediana edad que pasaba en ese momento cerca.

-¿Es usted español? –le preguntó en inglés. Tenía aspecto español, tal vez valenciano o murciano. Algo rechoncho de cuerpo, tenía sin embargo las mejillas hundidas y manos muy alargadas, como de alguien que fuera más delgado.

Tampoco hablaba Luis gran cosa de inglés, pero entendió la pregunta y respondió asintiendo con la cabeza.

-¿Busca empleo? –ante la afirmación gestual, prosiguió- ¿En qué departamento?

-En el estudio –respondió en español.

-Venga conmigo para una prueba –ahora hablaba en portugués.

Asombrado, Luis fue tras él y fueron a parar en una especie de nave fabril. Separadas las mesas por divisiones de madera de mediana altura, había no menos de treinta dibujantes. El hombre lo condujo hasta una mesa desocupada y se la señaló.

-Diseñe un anuncio para píldoras de caramelo.

Casualmente, uno de los últimos trabajos que había emprendido en Buenos Aires, sin completarlo, era una campaña de caramelos. Recordaba fielmente la que, sólo ocho días atrás, le había parecido su mejor idea. La reprodujo en un bosquejo exactamente igual, con el título en español y el texto simulado a base trazos grises. Levantó la cabeza en busca del hombre, que se hallaba al fondo de la sala hablando con otro dibujante. Tardó unos minutos en descubrir la mirada de Luis; en cuanto lo hizo, acudió presuroso.

-¿Qué problema tienes? –había pasado repentinamente al tuteo.

-Ya he terminado –respondió Luis, señalando el boceto.

El hombre compuso un gesto de gran sorpresa, que aumentó tras examinar el anuncio durante varios minutos. Sin más preguntas, le dijo el monto del sueldo que tendría y ordenó de modo terminante:

-Empiezas mañana, a las ocho.

No le ofreció un papel que firmar ni alguna otra cosa. Al ir a tomar el ascensor para salir, la recepcionista le advirtió:

-Tiene usted que subir al quinto piso y preguntar por dona Almerinda.

Asintió sin comentar nada, porque no quería que se notase mucho su ignorancia del portugués. Hizo lo indicado. La tal Almerinda parecía ser la jefe de administración o de personal. Se limitó a tomar sus datos copiándolos del pasaporte y le despidió con un “te vejo amanhã”. Tampoco le ofreció documento alguno. Luis tomó una tarjeta de un expositor que había en la mesa y se despidió con un tímido adiós. En el ascensor, miró la tarjeta contemplándola despacio.
Machado había sido el poeta más importante de su adolescencia, los dos hermanos, pero Antonio preferentemente, porque le entusiasmaban sus proverbios. Había citado mucho uno en particular: “Moneda que está en la mano quizá se deba guardar. La monedita del alma se pierde si no se da”. Ahora iba a trabajar para un Machado que tal vez nunca conocería, dada la dimensión que la agencia aparentaba. En la tarjeta, rezaba: “Alcántara Machado Emprendimentos” en letra pequeña bajo la razón social de la agencia. Así que posiblemente se trataba de un grupo financiero importante. Tenía que esmerarse.

Luis pasó todo el día intentando entender los titulares de los periódicos expuestos en los quioscos y viendo televisión en la pensión, para tratar de que su oído se acostumbrase a los sonidos y no le recriminasen mucho al día siguiente su desconocimiento del idioma.  

Pidió en la pensión que le llamasen a las seis y media de la mañana; así, pudo dedicar mucho rato al baño y a acicalarse todo lo posible. Cuando llegó a la conserjería del gran edificio, sentía un desánimo tal como no recordaba igual de hacía varios años, tal vez desde su charla con su amigo policía de Barcelona, cuando se le comenzó a pintar un futuro peligroso a causa de un malentendido monstruoso.

¿Cómo iba a conseguir que le valorasen profesionalmente, si cada vez que le ordenasen un trabajo tendría que repreguntar una y otra vez hasta convencerse de haber entendido del todo?

Afortunadamente, el hombre con quien había hablado el día anterior resultó ser el jefe del estudio. Al parecer, Luis había tenido la fortuna de llegar en el momento preciso, porque el hombre estaba completamente desbordado de trabajo y buscaba dos dibujantes más. Preguntó su nombre al compañero de la mesa más cercana.

-Edison Barreto –respondió el muchacho.

-Oh, es tu nombre, claro. Gracias, yo me llamo Luis Melero. Pero te preguntaba por el de aquel tipo, el jefe.

-Ah. Se llama Jordi Lapuyade.

Luis dedujo que sería catalán. Pero el tal Jordi no le había hablado en ningún momento en español, aunque era evidente que le entendía muy bien. Además, la tarde anterior le habían dicho en la pensión que no se preocupase tanto por no hablar portugués, “porque aquí, en Brasil, toda la gente culta sabe español muy bien”. Le pareció muy extraño el comportamiento de ese hombre que, sin duda, debía de haberse dado cuenta de su apuro por no conocer el idioma.

Decidió no comunicarse con nadie de habla española, para obligarse a aprender portugués cuanto antes. A los dos meses, se entendía estupendamente y a los tres, muchos comenzaron a tardar en darse cuenta de que era extranjero. Sólo entonces decidió buscar centros de inmigrantes españoles.  

Salvo en el consulado, no encontró ningún sitio que luciera una bandera española. Sólo muchas semanas más tarde, cuando le advirtieron de que debía buscar la bandera republicana, comprendió lo que pasaba. Encontró pronto un centro que pretendía ser el “consulado del gobierno republicano en el exilio”. En realidad, era una legación del partido comunista español radicado en el sur de Francia. Él era un proscrito en la España de Franco, pero le pareció que todas las personas de ese centro hablaban imitando consignas e ignoraban todo sobre la realidad española que él conociera bien hasta pocos años antes.

No le agradó esa gente, y de todos modos le pareció que nadie hablaba allí español verdadero, sino una mezcla bastante indigesta que llamaban “portuñol”. En realidad, prácticamente todos los españoles que vivían en Brasil hablaban la misma jerigonza. Decidió entonces que él llegaría a hablar un portugués aceptable, completamente diferenciado del español. No pasó mucho tiempo antes de que casi todos en la agencia elogiaran su aprendizaje del idioma.

Un día, el tal Jordi le pidió a la hora de la salida que esperase un rato. Extrañado, temió durante casi un cuarto de hora que le fuera a despedir. Cuando lo vio acercarse a su mesa, sintió un pellizco en el corazón.

-Necesito que hagas esta noche un “freelance”

Así llamaban en publicidad a los encargos realizados a deshoras, que pagaban como sobresueldos. Sintió gran alegría, porque hacía tiempo que cavilaba cómo aumentar sus ingresos.

-Tienes que hacerme cuatro “chats”. ¿Crees que podrás? ¿Tienes materiales?
Si necesitas algo, puedes tomarlo de aquí.

-No es necesario. Tengo materiales suficientes.

-Estupendo. ¿Cuánto vas a cobrarme?

-No tengo ni idea. Ponga usted el precio.

-Muy bien. Cuando llegues mañana hablaremos.

Todo el diálogo se había desarrollado en portugués. Jordi hablaba portugués verdadero, no el portuñol de los demás españoles. Su inglés era bastante defectuoso, más que el de Luis.

Luis tuvo que trabajar hasta las dos de la mañana y de modo muy incómodo, en la mesilla plana de su habitación de la pensión. Temió que los cuatro cartelones no fueran muy del agrado de Jordi, preocupación por la que le costó un poco dormir.

A la mañana siguiente, los dispuso sobre su mesa, a la espera de que Jordi acudiera. De inmediato, se acercaron dos de los compañeros. Uno de ellos, de rostro achinado y fuerte musculatura, escudriñó los cuatro trabajos por un rato y dijo al fin:

-Não é precisso que capriche tanto.

Un  compañero le recriminaba que se hubiera esmerado demasiado. El reproche le alegró y le asustó a un tiempo. Le alegró porque supuso que Jordi también iba a encontrar bueno su trabajo y le asustó porque el que había hablado parecía muy enojado. De modo que los elogios de Jordi cuando llegó y el precio que ajustó, que suponía más de un tercio del sueldo mensual, casi no le impresionaron. Cuando Jordi se retiró llevándose los cuatro cartelones, Edison Barreto le dijo:

-Ten cuidado. A la hora de salida, no vayas solo; saldremos los dos juntos.

La advertencia le mantuvo inquieto todo el día, lo que sumado al cansancio de su sueño escaso, produjo el efecto de mantenerle en un desagradable estado de alerta que le hacía doler las entrañas.

Poco después del almuerzo, se acercó Jordi y se sentó junto a la mesa vecina.

-Rubén y todos estos tíos son unos vagos de cullons–le dijo en español.

Rubén era el muchacho de rasgos achinados, pero Luis, acostumbrado a oír a Jordi hablarle en portugués, tardó en entenderle sin darse cuenta al pronto de que había hablado en español.

-Ninguno de estos tíos tienen tus agallas ni las mías –prosiguió Jordi.

Ahora, Luis comprendió que le hablaba en español para que no le entendieran los demás. Era sorprendente lo bien que discriminaba las dos lenguas, y más, que jamás le hubiera hablado antes en español. No comentó nada, a la espera de comprender algún día la conducta de Jordi.

-Pasado mañana, apenas vamos a trabajar porque pasará por la Paulista la reina de Inglaterra, que está visitando el Brasil.

Nunca prodigó Jordi a hablarle en español. Todas las órdenes se las daba en portugués y conforme Luis fue perfeccionando el suyo, se percató de que Jordi lo pronunciaba de un modo muy relamido, lo que generaba algo de antipatía entre los demás dibujantes del estudio, que lo denominaban “la inquisición española”.

Los preparativos para celebrar el paso de la reina Elisabeth por delante del edificio fueron muy meticulosos. Las mujeres fueron aleccionadas para que gritasen muchos “vivas” y loores. Los dibujantes recibieron la orden de representar las banderas de Brasil y el Reino Unido combinándolas, cada uno a su modo, en una cartulina de tamaño de medio pliego. A la hora prevista, todos los empleados de la agencia fueron acomodados en los despachos y salas que disponían de ventanas sobre la avenida Paulista, en cuyos bajos se habían colgado los dibujos dee las banderas.

El jefe supremo de la agencia se llamaba Alex; no era el dueño, sino un cargo usado en publicidad en todo el mundo con la denominación de “presidente”, que sólo preside los aspectos creativos y que suele ser un publicitario de prestigio internacional. El tal Alex era un italiano casi cuarentón, muy alto, esbelto y atractivo, por el que todas las empleadas suspiraban. A Luis le tocó un espacio junto a la ventana de ese “presidente”; una ojeada le reveló que además de él y del jefe, sólo había en ese despacho personas algo relevantes en la agencia, incluido Jordi Lapuyade; fue la primera ocasión en que Luis sospechó que su cotización había alcanzado buen nivel.

La aproximación del cortejo fue anunciada por las sirenas de la policía. No era nutrido; sólo estaba formado por el coche descubierto de la reina, de pie junto al presidente de Brasil, y la numerosa escolta. El público que agolpado en ambas aceras de la calle no mostraba demasiado entusiasmo, por lo que los vítores de las compañeras de Luis sonaban estentóreos. Un buen porcentaje del público estaba más pendiente de las ventanas de Alcántara Machado que del cortejo, donde la reina saludaba cansinamente con el brazo, mientras que el presidente miraba rígidamente al frente como para ocultar a la invitada su decepción.

Avanzaban muy despacio, a fin de que la gente tuviera tiempo de verles y vitorearles, pero el ardid no estaba funcionando, pues la gente parecía más ocupada en inventarse pareados de chistes algo antibritánicos y cantaba versos aislados de coplas de carnaval. Durante una breve pausa del jolgorio, sonó pastosa, fuerte y muy bien modulada la voz de Alex:

-¡God shave the Queen!

Hubo una risotada mayúscula, más dentro del despacho que en la calle, pero también en la calle, ya que en vez del clásico “Dios salve a la reina”, Alex había gritado “Dios afeite a la reina”.























8-CUENTOS DE MI BIOGRAFÍA Luis Melero  

TRES NO ERAN MULTITUD

Durante varios meses, apenas tuve tiempo de pensar en mi vida, mi pasado ni lo que había ido dejando atrás, desperdiciándolo. Estaba descubriendo en mí una pétrea capacidad de concentración; me aislaba con facilidad del ambiente “fabril” del enorme estudio de Alcántara Machado, a fin de reflexionar con intensidad en los anuncios que trataba de crear, que cada día me los celebraban más. Mis compañeros del estudio recibían los encargos mediante órdenes orales de los directores de arte o del jefe del estudio Jordi Lapuyade, pero a mí me entregaban con frecuencia creciente los briefings, sobres que contenían toda la documentación de referencia, sobre que únicamente solían recibir los directores de arte, asignados por el departamento de tráfico. 

Ya el día del desfile de la reina de Inglaterra ante la fachada de la agencia, había intuido que mi cotización estaba escalando posiciones, porque me habían acomodado entre empleados relevantes en el despacho presidencial. Algo, algún trabajo concreto o un comentario de Lapuyade, lo que me habría parecido muy raro, había hecho que la altas instancias se fijasen en mí. Tanto el achinado Rubén como los demás compañeros del estudio, parecían haberse resignado a la idea de que yo iba a sobrepasarles pronto, porque ya no me dedicaban los agrios reproches del principio, como si temieran que pudiera tomarme revancha.

Sin mediar mi voluntad ni realizar esfuerzos especiales, al menos conscientemente, fui ganando prestigio y recibiendo encargos cada día más comprometidos profesionalmente. Story boards que debía casi inventar, campañas gráficas completas partiendo sólo de titulares proporcionados por los redactores, logotipos, hasta tiras de humor donde disimuladamente entraba la marca Volkswagen, que en Brasil era como la Seat en España. Creé un personaje para tales tiras (que se hacían pasar por verdaderas humoradas de los periódicos) que se llamaba el “Caidinho”. Cuando hubo que producir los artes finales, Volkswagen ordenó que los hiciera el mismo dibujante que los había diseñado, por lo que según los acuerdos sindicales de los publicitarios brasileños, los más avanzados del mundo, tuve que hacerlos como “freelance”, porque como diseñador me estaba prohibido realizar artes finales dentro de la agencia.

Durante los diez meses siguientes, esas tiras de humor que yo dibujaba libremente, partiendo de guiones muy imprecisos, me hicieron ganar más del doble de mi sueldo. Sin darme cuenta, mi cuenta corriente se puso a crecer de un modo desmesurado. 

 Jordi Lapuyade me trataba de modo casi deferente y me invitaba con frecuencia a reuniones creativas a las que sólo asistían directores de arte y él mismo, el jefe de estudio. Cuando me atrevía a decir algo, todos me escuchaban y yo creía que su silencio era solamente una manifestación de buena educación,  y no debido a verdadero interés por lo que yo dijese. En ocasiones, al darme cuenta de que todos en torno a la gran mesa me miraban y valoraban mis palabras, comenzaba a titubear a causa de un residual sentido de poquedad. Pero este molesto sentimiento fue atenuándose con el paso del tiempo.

Comenzaba a tomar consciencia de una diferencia esencial entre las costumbres americanas en general y las europeas, o las españolas en particular. Allí se concedía muchísima importancia al talento, sin concurrencia de otras cuestiones, como recomendaciones o llamadas de “amigos”. En España, el talento era un verdadero obstáculo para medrar en cualquier actividad, por los celos que causaba a las mentes mediocres de la mayoría de las personas “instaladas”. Sólo mi primer empleo en España lo había conseguido por mis capacidades, pues había competido con ciento cuarenta y nueve muchachos en una convocatoria, mediante un anuncio en La Vanguardia, de Oeste Publicidad, la decana de la publicidad española. Tuve otros dos empleos efímeros en la publicidad de España, pero en ambos casos primaron recomendaciones, que en los países americanos nunca hubieran sido necesarias. Nadie acostumbraba a hacer o pedir tales intervenciones.

Siempre a lo largo de mi corta vida, había intentado planificarlo todo, para dejar poco espacio a la casualidad o los imprevistos. Por esta razón, mi salida imprevista e intempestiva de España me había causado tanto desconcierto. Pero durante los meses de mi ascenso profesional en la agencia brasileña estaba confiando a ciegas en la benevolencia de mi ser natural y la propia Naturaleza, a la que sólo le pedía una tregua del desconsuelo que siempre me había acompañado en mi vida antes de Buenos Aires. Tenía que hacer arduos esfuerzos por no dejar hundirse en el olvido la gloria y el éxtasis de mi experiencia bonaerense. Meses después de la “aventura” del viaje entre Argentina y Brasil, Pepe había alcanzado el estatus de espina que, a causa de la permanencia del dolor, acaba por ser casi olvidada. No es que olvidara a Pepe, de modo alguno, pero ya no me dolía tanto recordarlo.

Hacía varias semanas que los compañeros del estudio hablaban mucho del carnaval. Tanto, que no me fijaba en que ya apenas me hacían preguntas ni reproches sobre mi evidente promoción profesional, que sólo para mí no era del todo obvia. Resultaba llamativa la anticipación y el tiempo que dedicaban a hablar de carnaval; hasta Edison Barreto, el primero que me había tratado como amigo, hablaba constantemente con mis primeros “enemigos”, incluido aquel antipático Rubén, para poder conversar de carnaval, del cual yo no sabía nada.

Al mes de comenzar a trabajar en Alcántara Machado, Edison Barreto me había dicho un viernes por la tarde:

-Luis, ¿te gustaría salir mañana, conmigo y con mi novia, a recorrer un poco São Paulo?

Me vinieron a la cabeza un montón de dichos españoles sobre ir de non con una pareja. Durante mi adolescencia en Málaga, uno de mis mejores amigos se llamaba Chencho y era hijo de un moro marroquí y una murciana. Como todos los jóvenes musulmanes, era claramente bisexual a causa de las restricciones del Islam contra el sexo prematrimonial con mujeres, de modo que a diario, mediante gestos o claramente con palabras, Chencho me invitaba a compartir la cama con él. Como siempre lo rechazaba, mediante invocaciones a la “perennidad” de nuestra amistad me forzaba a salir con él y una chica llamada Pilar, que estaba enamorada de él sin ser correspondida. En tales ocasiones, les acompañaba a medias, ruborizado, situándome unos pasos tras ellos cuando íbamos por la calle. 

Objeté a Edison:

-¿Salir con vosotros dos? ¿Contigo y con tu novia, en medio de los dos?

-¿Qué tiene de extraño?

-¿Qué quieres decir? -intervino otro compañero con el que empezaba a intimar, un barbudo suizo llamado Max Shetti.

Callé un momento. Las costumbres brasileñas se me estaban revelando muy distintas de las españolas, mucho más que las bonaerenses, que en esencia eran un reflejo aproximado de las malagueñas. ¿Salir con una pareja? Hasta ese momento, creía que Edison se interesaba sentimentalmente por mí, porque me tocaba mucho. Pero empezaba a darme cuenta de que los brasileños poseían una sensualidad exagerada, muy a flor de piel y muy desprejuiciada, sin disimulos y sin punto de comparación con ningún país europeo. Sensualidad fácilmente derivada hacia apasionamientos que no discriminaban a hombres y mujeres, al parecer. Muchas mujeres argentinas decían que sus hombres eran todos bisexuales; ¿qué opinarían las brasileñas al respecto?

-Algún día –insistió Max-, también te invitaré a salir con Desiree, mi novia, y yo. Lo pasaremos de escándalo, ya verás.

-¿Qué has visto ya de São Paulo? –me preguntó Edison. Esperaba mi respuesta con verdadero interés.

Hice un inventario bastante pormenorizado, porque había visto muy poco en realidad.

-¿Has oído hablar del ofidiario?

-Muy bien, Edison –volvió a intervenir Max-. Según su personalidad e intereses, a Luis le entusiasmará.

-No –respopndí a Edison-, ¿qué es?

-El instituto ofídico de São Paulo es el mayor y mejor del mundo. Y el más prestigioso. Elaboran antídotos para los venenos de todas las serpientes del mundo y vienen con frecuencia científicos estadounidenses, ingleses, alemanes y suizos a copiar los métodos y las fórmulas.

Acababa de entender. Edison me proponía ver serpientes. En Málaga, no nos gustaban y las llamábamos bichas. Recordaba con espanto una excursión con el colegio; nos llevaron a un barrio del noroeste de Málaga llamado Campanillas, donde pervivían grandes extensiones de campo virgen. Yo llevaba alpargatas con suela de esparto. Durante el descanso para la siesta, me senté a leer a la sombra de un algarrobo. Como solía, absorto en la lectura perdí del todo el contacto con la realidad, hasta que noté algo sobre mi pie izquierdo. Al mirar, vi con terror que una culebra estaba pasando por encima del pie y sentía su tacto frío a través de la tela de la alpargata. Paralizado por el miedo, no me atreví a moverme para no provocar a la bicha. Pasó lentamente, en lo que me parecieron larguísimos minutos, y cuando abandonó mi pie eché a correr sin resuello, hasta donde esperaba el autobús, sin atender las llamadas de los maestros.

Edison y Max se pusieron a hablar casi al unísono sobre las maravillas del Instituto Ofídico, tan rápido que no podía seguirles del todo. Llegó la hora de salida sin que yo me hubiera pronunciado, pero a la mañana siguiente Edison se presentó con su novia en la pensión donde yo vivía.  

La novia de Edison era una chica guapísima, casi mulata, curvilínea, sensual y de voz profunda, con toda la exuberancia que dictaba el prejuicio sobre las brasileñas, que me trató con una deferencia que me pasmó. En seguida tomó mi brazo y, poco después, me pasó la mano por la cintura mientras caminábamos, lo que agravó mi desconcierto. Si no estuviéramos en Brasil, habría podido creer que se me estaba insinuando en las propias narices de su novio. Pero no. Los dos derrocharon cordialidad y caricias durante toda la mañana. También Edison me cogía de la cintura; en ocasiones, tras intercambiar un beso con su novia, le decía:

-Dale también un beso a Luis.

El desconcierto acabó por despejarse y, pasado un par de horas, me sentí entusiasmado con los dos. Y amparado por su cariño más que exhibido. Menos mal, porque cuando llegamos a la entrada del instituto ofídico, me invadió tal desazón, que pensé decirles que no iba a entrar. Por suerte, no lo hice, porque meses más tarde descubrí lo muy a pecho que se toman los brasileños los desaires. Pero se me instaló en las entrañas un miedo atávico que me nublaba el raciocinio; recordé el suspense de la escena de la gran serpiente en la película “Conan”.
Pensar en el tiempo que habíamos tardado en llegar y el costo de las entradas, me hizo recordar que habían realizado un esfuerzo considerable en mi honor. Pero negar el sentimiento no lo hizo desaparecer. Mientras nos adentrábamos en el recinto, noté sudor frío, escalofríos en la espalda y alguna vacilación de las piernas. Entré un poco detrás de ellos y, al pronto, el lugar parecía un parque cualquiera, con palmeras como las que abundaban en Santos y, en general, con la vegetación achaparrada del Mato Grosso. Sólo el sonido lejano de crótalos de las serpientes de cascabel obligaba a darse cuenta de dónde estaba uno.

Aparte de muchos terrarios de cristal y jaulas muy tupidas,  había grandes pozas circulares con paredes muy lisas, donde sesteaban multitudes de enormes serpientes. Me producía desasosiego asomarme a cada una de ella, atendiendo las amables y pormenorizadas explicaciones de la pareja a dúo. Llegamos a un punto donde había una especie de médico, con bata blanca, haciendo demostraciones; cogía una serpiente coral muy cerca de la cabeza y la obligaba a hincar los colmillos en la tela que tapaba unos vasitos pequeños; de tal modo, vaciaban todo el veneno. A continuación, el médico ofrecía la serpiente para que alguno de los presentes la cogiera, porque según él ya no era peligrosa. A pesar de mi desasosiego, durante la mañana yo había pasado del recelo a un estado de euforia por el trato que me prodigaban los dos, de manera que sin atender mis miedos atávicos, dije en seguida:

-Yo, yo.

El médico me enseñó por señas cómo cogerla y la puso en mi mano. Tomé consciencia del disparate que había cometido cuando vi la lengua bífida que parecía querer lamer mi muñeca. Sin avisarme, la novia de Edison disparó su cámara fotográfica.

El lunes siguiente, Edison me trajo una copia de esa foto. Yo aparecía con el brazo extendido hacia fuera tanto como me era posible, casi desencajado del hombro; tenía los labios apretados en un rictus indescriptible. Comparándome con el resto de personas que aparecían en la foto, se notaba la lividez de mi cara.

Edison lo había advertido y debió de comentarlo con su novia, porque los siguientes dos o tres días me prodigó abrazos y besos sin venir a cuento. Sin embargo, al aproximarse la gran fiesta multicolor de disfraces, casi había dejado de hablar conmigo y, en cambio, conversaba constantemente con Rubén y otros compañeros. Aunque la razón me decía que era lógica tal actitud por mi ignorancia carnavalesca, sentí cierta desazón porque creí estar a punto de perder un amigo. El primero de Brasil.

Max y Edison no paraban de dialogar sobre “escolas de samba” y “fantasías” en lo que parecían argumentos para que yo los escuchase. En sus palabras, el carnaval era la cosa más linda del mundo y su música, lo más fantástico. Hablaban de disfraces entrando en detalles como si fueran mujeres; es decir, el tipo de comentarios que en España hubieran sido mal interpretados en bocas de hombres: “Llevaba los muslos tan apretados que parecía llevar el pene desnudo”; “Iba como una reina”; “Al garoto se le señalaba el culo tan apretado que parecía una garota”. Etc.

El lunes anterior al carnaval llamé a Wilson, aquel profesor de español carioca que había conocido en el autobús que me trajo desde Buenos Aires.

-Sí, el carnaval más importante de Brasil es el de Río –respondió mi pregunta-, pero yo creo que el más atractivo es el de Bahía.

-Pero Bahía está demasiado lejos.

-Recuerda que venir a Río te costaría una noche de viaje en autobús.

-De todos modos, si a pesar de todo viajara, ¿podría dormir en tu apartamento, aunque fuese en una alfombra?

-Hum… yo… -noté que Wilson titubeaba haciendo cálculos mentales durante un rato; finalmente, continuó: -Bien, Luis, vente, pero van a ser lo menos dieciocho amigos en mi apartamento.

Los periódicos y noticiarios de televisión hablaban todos los días de los millones de turistas que esperaba recibir Río.

-Bueno, no importa, Wilson. Ya me las arreglaré.

-¿Y dejar pasar la oportunidad de conocer el Carnaval de Río? No, garoto, tú ven, que ya lo solucionaré. Solamente, avísame de tu llegada un día antes. ¿Cuándo crees que podrás venir?

-Yo tengo que trabajar el viernes hasta última hora.

-Eso significa que te perderás la primera noche; en ese caso, llegarías a Río el sábado de madrugada. Ni pensar en que yo pueda ir a la rodoviaria, a recibirte. Anota mi dirección. Para que el taxista no te tome por un turista ignorante, recuerda que mi apartamento está en Copacabana, recién ultrapasado el Túnel Novo. Tendréis que pasar por el Aterro da Gloria y Botafogo. Aprende estos nombres, para que el taxista crea que no puede estafarte. Es mejor que ya lo consideremos definitivo. Te espero el sábado. No llames a mi puerta antes de las 9 de la mañana.

Toda la semana me dominó un estado de expectación nuevo para mí. Una clase de intuición desconocida me hizo creer que toda mi vida futura estaría determinada por ese fin de semana en Río de Janeiro. Se trataba no de un pálpito ni una premonición, sino de algo más indefinido; un color del ánimo, un agarrotamiento eufórico del cuello con el corazón momentáneamente paralizado, un manto de armiño echado sobre mis hombros por una gloria ni siquiera presentida conscientemente. Un duende, un hada, una diosa antigua esperaba mi visita en Rio y yo recibiría su luz…

Pero sería tarea muy ardua disfrutar el carnaval y conocer la ciudad, al menos panorámicamente, disponiendo sólo de dos días y una noche, porque debía llegar de nuevo a la agencia el lunes a primera hora. Río de Janeiro, según las postales, era una ciudad entre el mar y la montaña, como Málaga, pero asomada a una bahía mucho mayor que la malagueña. La bahía de Guanabara parecía en los mapas un mar interior bastante grande, y la mayor parte de su extensión la abrazaba Rio. Si se trataba de condicionar el resto de toda mi vida, parecía inverosímil.

Por otro lado, ¿qué podía resultar de esa breve estancia en Río de Janeiro? Por mucha gente que conociera a través de Wilson, a nadie podría tratarlo más de unas horas, sin trascendencia ninguna.













CUENTOS DE MI BIOGRAFÍA 9, Luis Melero

BAILE DAS BONECAS   

El estado de expectación de Luis no se correspondía con lo que anticipaba que podía resultar de una visita a Rio de Janeiro que no llegaría a cuarenta y ocho horas. Llevaba más de una semana sintiendo una clase extraña de tensión que le agarrotaba las clavículas y parte del cuello, como si una mano sobrenatural intentara comunicarse con él obligándolo a sentir la angustia de las preguntas sin respuesta. Con lo que su mente le inspiraría cualquier clase de desvarío.

Por mucho que le dijera la razón que iba a ser un fin de semana algo más agitado de lo común, pero sin más, los intersticios de su cuerpo no paraban de generar alguna hormona que le ponía en tensión extrema, como si escalase la ladera de un volcán sabiendo que está a punto de estallar. Recordaba vagamente que las tradiciones familiares hablaban de algún familiar que había emigrado a Brasil, a Río, pero no recordaba de quién se trataba ni, por tanto, tenía su dirección. No había posibilidad alguna de contactar con alguien que pudiera revelarle cualquier cosa especial o prodigiosa ni tendría tiempo de visitar algo más que el centro de Río y, si acaso, el Corcovado. Mientras que su razón se negaba a esperar, los ahogos y sacudidas del cuello le inspiraban deseos inconcretos e imposibles.

Aunque en la primera conversación telefónica con Wilson había quedado acordado que se presentaría ante su puerta el sábado después de las 9 de la mañana, el profesor carioca le había llamado dos veces a lo largo de la semana, para aconsejarle llevar ropa de baño o con pretextos semejantes, cuando lo que Luis sospechaba era que Wilson trataba de confirmar la visita. Después de cada una de estas llamadas su tensión emocional se había exacerbado hasta el punto de no permitirle dormir. Al despertar, sabía vagamente que había soñado quimeras, pero no le dejaban el menor recuerdo. Daba vueltas en la cama humedecida por el sudor, mientras el duermevela le inspiraba nombres que nunca habían pronunciado en su presencia. Nombres o palabras en un idioma primitivo, tal vez en desuso o, quizá, que nunca había existido.

Los compañeros de la agencia no paraban de hablar del carnaval; las “fantasías” cubiertas de pedrería y oropeles; los desnudos casi integrales, tanto de mujeres como de hombres; los bailes acompasados de millares de personas, mientras desfilaban con una disciplina difícil de entender en un pueblo tan indisciplinado como el brasileño;  las trifulcas y voceríos por tocamientos no consentidos; los enfrentamientos a navajazos con resultado de sangre o cosas peores; la facilidad de las relaciones sexuales y también la participación en grandes grupos orgiásticos; pero prefería no meterse en las conversaciones para no agravar el agarrotamiento de sus miembros.

De tal modo, que aunque antes de emprender el viaje se tomó un somnífero que su colega suizo Max Shety le regaló, no conseguía dormir en el autobús que lo conducía a Río. Tras los primeros kilómetros de avisos y recomendaciones del conductor por la megafonía, las luces se apagaron y todo quedó en silencio. Las respiraciones acompasadas y algunos ronquidos demostraban que casi todos dormían, pero Luis notó que su compañero de asiento, un flaco adolescente mulato, se le arrimaba más de la cuenta, con mucho disimulo; a cada giro del autocar, fingía una inercia que lo obligaba a echársele encima.

Luis se encogió todo lo que pudo en su lado del asiento, con las piernas torcidas hacia el lado contrario de su vecino, porque la pastilla comenzó a hacer efecto. Tras vislumbrar algunos bellos edificios neoclásicos, tan inesperados que creyó soñar, fue durmiéndose muy poco a poco, entre llamaradas de consciencia que, en vez de tranquilizarlo, renovaban la tensión de toda la semana, porque volvían las palabras incomprensibles.

La inmersión en el sueño fue como sumergirse de niño en una ola de las playas de Málaga. Se dejó llevar por el vértigo amoroso e irresistible de la marea, y entre azules y verdes surgió una figura que sólo podía ser un hada o una diosa. Vestía de escamas de nácar, su pelo era de coral y espuma, las manos se transparentaban mientras las agitaba hacia él y su rostro relucía de luna llena. Parecía querer comunicarle algo, una cosa inaplazable, pero  la voz era vencida por el fragor del rebalaje. En los ojos de la diosa asomaron lágrimas de impotencia que el agua revuelta no arrastraba; se movieron los labios de un modo singular; lentamente y como si vocalizara en una escuela de arte dramático y Luis la entendió: Encontraría en Río una pista inesperada, que debía seguir hasta el final, sin miedo ni reservas de ninguna clase.

La inercia de un giro muy pronunciado del autobús le hizo despertar.

Estupefacto, descubrió que le habían desabrochado el cinturón y corrido el pantalón hasta más abajo de las ingles. Trataban de penetrarle. No supo si había despertado del todo, porque le pareció que lo que lo intentaba era algo grande como una caliente berenjena gigantesca, que pellizcó con saña y toda su fuerza aunque sus dedos patinaban por su turgencia. Apenas oyó el grito contenido, porque mientras el ariete se retiraba se precipitó de nuevo en el sueño de inmediato.

Le despertó la megafonía de la estación de autobuses, cuando el autocar daba el último frenazo. El pantalón desajustado y el cinturón suelto revelaron que no había soñado el intento de violación. Volvió la cabeza hacia su vecino, el oscuro adolescente delgado como la mojama de pintarroja. Al notar el giro de cuello de Luis, el mulato volvió la cabeza bruscamente en la dirección contraria y Luis ya no consiguió ni verle la cara mientras iban abandonando el autobús.

Eran las seis y media de la mañana. Le asombró ver desde la ventanilla del taxi muchos grupos de alicaída gente disfrazada, que caminaba acompasadamente aunque no sonara música. Los grupos eran particularmente numerosos en Botafogo, donde las aceras estaban cubiertas de grandes montones de confetis y serpentinas. También vio muchos hombres caídos en el suelo; supuso que serían borrachos echados a dormir en cualquier parte, aunque uno en particular le pareció que derramaba un riachuelo de sangre. Dejó de mirar, porque sintió que su ánimo pasaba de la curiosidad al horror y no quería desalentarse ante la expectativa de su primer carnaval de Río de Janeiro.

Llegó ante el portal de Wilson a las siete y veinticinco de la mañana. ¿Qué hacer durante hora y media? Miró hacia atrás y descubrió que la playa relucía con el amanecer a unos cien metros de distancia. Cruzó una avenida llamada “Nossa Senhora de Copacabana” antes de llegar a la vía que ceñía la famosa playa. Le pareció muy difícil describir la playa de Copacabana con una ingeniosa frase corta. El arco de edificios de altura bastante pareja mediría unos cuantos kilómetros, orlando un arenal dorado, demasiado lleno a esa hora de la madrugada. Celebrantes carnavalistas que no habían encontrado todavía el fin de la noche y continuaban el baile ahora con cierto aire tribal, excursionistas carentes de albergue, turistas de medio pelo dormidos sobre sus mochilas, borrachos derrengados por doquier y algunas parejas haciendo sexo sin inquietarse por la luz que iba abriendo el paisaje con una pátina de oro. Luis se preguntó si esa playa aparecería tan llena durante las horas de sol, aunque notó que había instaladas unas estructuras que parecían porterías de fútbol, lo que indicaba que, de día, habría también partidos con sus veintidós jugadores en cada caso.

Daba igual. No tendría tiempo de echarse a nadar un rato ni tomar sol en aquella arena incitadora. Las treinta y nueve horas que iba a pasar en Río de Janeiro serían insuficientes para ver todo lo que quería ver.

Después de desayunar un batido de papaya y un café con un bollo cubierto de fruta confitada, vio que ya había sonado la hora de ir a casa de Wilson. Para su sorpresa, el profesor de español lo esperaba ante el portal de su casa y le sonrió ampliamente bajo una mirada adormecida.

-Hola, Luis. Benvindo. Te estoy esperando aquí, para que no llames a la puerta, porque hay más de veinte personas durmiendo en las alfombras de mi apartamento y no puedes despertarlas, puesto que nos hemos dormido hará unas dos horas.

-Entonces… -fue a decir Luis.

-No te preocupes –repuso Wilson adivinándole el pensamiento-. La próxima noche no serán tantos, y encontrarás un hueco para ti.

Luis contuvo más comentarios. La escalera se parecía a las de las casas de la clase media de Málaga,  pero eran mucho más anchas. La puerta del apartamento tenía empaque casi de lujo. Wilson la abrió con mucho sigilo; poco más allá del dintel, las cabezas de dos hombres se le mostraron antes que la totalidad de sus cuerpos semidesnudos. Estaban abrazados; un abrazo no casual, sino muy libidinoso y como de sexo interrumpido. Wilson no apartaba un dedo de su boca indicándole silencio. Tuvieron que saltar por encima de muchos cuerpos, algunas de cuyas caras le resultaron familiares a Luis. Deseaba preguntar quiénes eran, pero Wilson reforzó su petición muda de silencio.

El profesor carioca abrió despacio la puerta del que debía de ser su dormitorio. Había dos mujeres y un hombre en la cama, y otros dos hombres dormidos sobre una de las alfombrillas. Wilson indicó seguir hasta el otro lado de la cama, donde quedaba libre la otra alfombrilla, donde se sentó con la espalda apoyada hacia la cama, invitando a Luis a imitarle.

-Ve haciéndote a la idea –susurró Wilson en el oído de Luis- de que después del baile de esta noche tendrás que dormir más o menos así.

-No te preocupes. Si estorbo, iré en busca de una pensión.

-¿Estás “doido”? No encontrarías una habitación libre en cien kilómetros a la redonda de Río. Algunas de estas personas, tienen bastante fama en la tv y ya ves.

-Sí, algunas caras me han parecido conocidas.

-Está Geraldo Vandré.

Luis sintió una convulsión. Una de las caras que le habían resultado familiares, era el famoso cantante, antaño perseguido con enorme saña por los fascistas de Brasil, exiliado constante y la persona que más admiraba en el país. No sólo iba a saludarlo dentro de algunas horas, sino que estaba durmiendo en el suelo del apartamento de su amigo, y quizá durmiera la noche siguiente cerca de él.

-Lo admiro sinceramente –musitó al oído de Wilson- ¿Debería prepararme para alguna sorpresa más?

-Probablemente –murmuró Wilson tras una sonrisa enigmática, al tiempo que hacía ademán de reclinar la cabeza para dormirse.

A Luis no le costó demasiado conciliar el sueño. El mulato con su batata-remolacha y los frenazos y sacudidas del autobús le habían impedido descansar del todo. Ahora, aunque ardía de impaciencia por conocer a los durmientes, cayó en un sueño absorbente, como si se precipitase por un pozo encantado.

Cuando despertó, sentía agujetas por todas partes, principalmente en el cuello. Tenía la cabeza apoyada en la cadera de Wilson, que roncaba de un modo casi musical. Tenía hambre, pero daba la impresión de que todos seguían durmiendo, porque no se escuchaba el menor ruido, aparte de algún ronquido. Se alzó con todo el sigilo que pudo y fue evitando cuerpos hasta encontrar la cocina, donde también había dos muchachas jóvenes dormidas en las sillas del office, con las cabezas apoyadas en los azulejos de la pared. No era una manera cómoda de dormir, por lo que debían de haber sido vencidas por la borrachera. Las dos estaban disfrazadas, con una especie de sarong ajustado a la cintura y un sujetador pequeño y transparente. En el cuello, frondosos collares de estilo hawaiano, que debían de haber sido la precaria cubierta de sus pechos.

La nevera estaba muy llena. Fruta, postres confitados, leche, huevos. Una papaya más grande que un melón grande le llamó la atención. Wilson podía interpretarlo como un audacia intolerable, pero Luis cortó una tajada muy grande, buscó el depósito de la basura, donde con la ayuda de un tenedor fue echando las abundantes semillas negras, y finalmente comió con una cuchara la mayor ración de papaya que hubiera comido nunca. Con mucha fruición, terminaba con la tajada cuando despertó una de las muchachas.

-Oh. Hay papaya.

-Sí –respondió Luis-. Me llamo Luis, ¿quieres que te corte una tajada?

-Sí, por favor. Me llamo Chus. ¿Eres el español del que tanto habla Wilson?

Sorprendido por el comentario, Luis respondió:

-Ignoro lo que te habrá dicho, pero creo que sí, soy ese español.

-Todo lo que ha dicho Wilson de ti es muy bueno.

Luis calló, algo sonrojado, sonrojo que disimuló bajando la cabeza mientras cortaba otra raja grande de papaya. Había quedado reducida a la mitad.

-Oh, es demasiado –dijo Chus-, pero creo que me lo voy a comer todo. Tengo mucho apetito, porque anoche casi no cené. Me fui a la fiesta cuando volví del templo, sin pasar por casa.

La mención de un templo hizo que Luis se pusiera en guardia. Quizá estaba conversando con una evangelista o testigo de Jehová, que tan molestos contertulios solían ser. Examinó a Chus despacio, mientras ella “devoraba” la papaya. Contrariamente a la mayoría de los brasileños, parecía no tener ni un poco de mulata. Resultaba completamente europea, tal vez del norte de Italia o el Tirol
No era bonita en el estricto sentido académico de la palabra, pero sí era muy sensual y atractiva. Hacía tiempo que las mujeres lo dejaban indiferente, pero se encontró contemplando los pechos casi desnudos con algo de pasión. Sintió deseos de tocarlos, deseos que Chus descubrió en sus ojos.

-Tócame si quieres, Luis. Estoy en ayunas desde ayer.

Luis dedujo de qué clase de ayuno hablaba, por lo que obedeció de inmediato. Eran tocamientos muy placenteros, pero no advirtió que su pene se diera cuenta. De pronto, entró un joven algo menor que Luis, y sin decir palabra, hizo un guiño en dirección a sus ojos y también se puso a tocar, los pechos y más abajo, con evidente experiencia. Ahora, Luis tuvo una erección imperiosa, al tiempo que su mente derivaba del estupor al desconcierto. ¿Qué iría a pasar? Toda la vida se había reprimido de un modo cruel, sin dejarse llevar ni en las ocasiones más obvias. Tal vez no había vivido en realidad. El otro chico era un brasileño algo moreno, muy guapo y atlético. Acercó sus labios al oído de Luis para preguntar:

-¿Quieres metérsela por detrás o por delante?

Luis se encogió de hombros.

-Te dejo lo más fácil. A mí me van mucho los culos. Si quieres, también te la meteré a ti.

Luis negó con la cabeza, mientras el otro giraba a Chus, que se dejaba manipular como una muñeca. Impensadamente, Luis sintió que ella le descorría la cremallera y se introducía el pene de modo imperioso. El desconocido buscó desde atrás la boca de ella y forzó a Luis a unirse en un beso triple, mientras éste era sacudido por un relámpago precoz e inoportuno. Los otros dos lo notaron y, al unísono, apartaron a Luis con cierto desdén, y siguieron sus afanes.

Luis tuvo que sentarse para no caer al suelo. No recordaba nada parecido en su pasado; la intensidad del orgasmo superaba a cualquier otro que hubiera vivido. ¿Cómo tendría que abordar el sexo en lo sucesivo?

Los jadeos de los dos le anunciaron que también habían alcanzado el clímax. El chico llevó en volandas a Chus para sentarla y se acercó a Luis.

-Me llamo Xico. ¿Sabes quién es Pitanguy? –Luis asintió-. Pues Chus es la recepcionista de su clínica, así que ya lo sabes, por si quieres hacerte la estética… Pero no te hace falta; eres muy guapo. Espero que nos veamos más, porque me gustas mucho.

-Oh, gracias. Yo soy Luis. No podremos volver a vernos porque vivo en São Paulo.

-Yo también. Toma mi número de teléfono. ¿Hasta cuándo te quedas?

-Sólo esta noche. Tengo que trabajar el lunes en São Paulo, por lo que no tengo más remedio que irme mañana a las 10 de la noche.

-Yo también debo trabajar el lunes, con mi padre. Pensaba viajar mañana después de comer, en mi coche, pero voy solo y es muy aburrido conducir tantos kilómetros sin compañía. ¿Quieres viajar conmigo?

-Tengo ya el billete de vuelta en autobús.

-Tíralo, no importa. Es mucho más cómodo viajar en mi escarabajo.

Luis apretó un poco los labios. No sabía qué decir. Xico le atemorizaba y no quería comprometerse a un acompañamiento que a lo mejor le hacía arrepentirse.

Los durmientes fueron despertando. De todos modos, persistía en el apartamento un aire de fiesta momentáneamente interrumpida, y a ello contribuía el fuerte olor a alcohol y vómitos. Algunos se marchaban en cuanto despertaban, probablemente a la playa porque salían en bermudas o, directamente, en tanga. Otros, entraban en el baño y, por no aguardar colas, se duchaban en grupo. La cocina estuvo ocupada con las preparaciones de diferentes comidas la mayor parte de la tarde; Luis reconoció entre quienes se prepararon el almuerzo a dos actrices segundonas de televisión, un cantante medianamente conocido en los cafés cantantes de São Paulo y a un actor de teatro con cierta categoría. Cuando empezaba a anochecer, quedaba poca gente en el apartamento. Sesteaban sólo cinco personas, entre las que se encontraban Xico y Wilson. Este preguntó a Luis:

-¿Tienes disfraz?

-No tengo; ni se me ocurrió la idea…

-Yo puedo dejarle el que me puse anoche –dijo Xico a Wilson.

-Buena idea.

-Me sentiré ridículo –objeto  Luis-. Nunca me he disfrazado. ¿Qué representa el disfraz que dices?

-No representa nada –dijo Xico muy sonriente- Ya lo verás. Nunca te habrás sentido tan sexy.

Luis notó que se sonrojaba. Le había pasado varias veces a lo largo de la tarde, por los piropos de Xico quien, además, recibía zalemas, besos, caricias y alabanzas de varias de las mujeres. Una de ellas hizo alusión a los atributos sexuales del joven paulista, que sólo se cubría con un breve pantaloncito de seda blanco. Era un tipo desconcertante.

Antes de las nueve de la noche, Wilson invitó a los cinco que quedaban en el apartamento, todos hombres:

-Hora de disfrazarse.

Los otros cuatro hombres se desnudaron sin ninguna clase de remilgos. Viendo que Luis no les imitaba, lo miraban de soslayo o francamente a la cara, como reconviniéndole. Xico evitó que Luis se ruborizada demasiado dándole el disfraz que debía ponerse. Luis lo examinó con enorme reparo. Se trataba de un ajustadísimo pantalón de lamé de plata, que dejaba expuesta gran parte de los muslos por delante y los dos glúteos completos. Para el pecho, Xico le entregó una pieza también de lamé, pero profusamente cubierta de bisutería muy colorida, parecida a un collar faraónico.

Sintiéndose completamente en evidencia, Luis salió tras los cuatro hombres, sin hacer ningún comentario porque los otros iban mucho más desnudos que él. El coche fue aparcado poco después de Botafogo, y tuvieron que ir caminando un largo trecho. Luis no se fijó en la decoración del local, sino en el hecho de que era un cine, cuyo patio de butacas había sido desmontado del todo. Era un cine de gran tamaño. Todo el patio de butacas era una enorme pista de baile, atestada de danzarines que bailaban siguiendo un círculo que iba sambando alrededor. Todos entraron casi a presión en el baile, y sólo cuando ya se encontraba danzando abrazado por la cintura, entre Xico y otro de los amigos de Wilson, se dio cuenta de que todos los danzarines eran hombres.

-Sólo hay hombres –gritó al oído de Xico.

-Claro. Este es el baile das bonecas. Danza y goza.

Luis fue incapaz de gozar. No podía rescatarse a sí mismo del alerta permanente, porque no paraban de palparle el pene bajo el ajustado “pantalón” y también los glúteos.

Fueron unas tres horas agotadoras, metido en un carrusel inacabable, que le parecieron una pesadilla.









FINAL ¿ES EL FINAL?


TIEMPO PARA UN INVENTARIO: ¿Conseguiría resucitar el Carnaval de Málaga?

Después de largos años como un nómada por todas las Américas, volví a España convencido de que regresaba para reencontrarme a mí mismo. Llevaba demasiado tiempo sintiéndome intruso en todas partes; no acababa de sentirme en casa en ningún lugar; no me ocurría como muchos emigrados españoles que había conocido integrados, felices y con descendencia en países de los dos hemisferios. En cierta ocasión, mientras participaba en la campaña publicitaria de un político (que ganó las elecciones, creo que con una frase mía), uno de sus ayudantes me preguntó por qué no me nacionalizaba: “Imagina, podrías llegar a vicepresidente del país”. Repuse: “¿Sólo a vicepresidente, entonces no me nacionalizo, para ser un ciudadano con derechos limitados”.

Cuando volví para quedarme, había pasado tres años intentando reintegrarme a España, realizando por ello muchos viajes, pero tenía que volver a emigrarme porque tampoco reencontraba las raíces perdidas. Concretamente, recuerdo una navidad que, mientras esperaba la cena de Nochebuena, me puse a ver las noticias de la televisión; el tono del locutor y lo que decía me causaron tal impresión, que no cené de Nochebuena con mi familia, salí y me emborraché (cosa que sólo he hecho tres veces en toda mi vida); a primera hora del 25, corrí con mi equipaje al aeropuerto y salí de estampida maldiciendo mi estampa.

Tras varios cruces fallidos del Atlántico, decidí que tenía que quemar mis naves o jamás lo conseguiría, porque era demasiado golosa mi situación americana, demasiado elevada para alguien que no había estudiado ni el bachillerato español.

Poseía un estatus de clase muy acomodada, un reconocimiento profesional “envidiable” y una cuenta en el First National City Bank de Nueva York con un saldo en dólares muy considerable. Atravesaba en aquellos momentos el más alto nivel que podría conseguir nunca en publicidad, me habían elegido varias revistas especializadas como uno de los mejores “layout-men” de América Española y era invitado habitual en fiestas “aristocráticas” de Venezuela, Brasil, Ecuador e, inclusive, del fastuoso Park Avenue de Nueva York. Regresar para la única vida, sencilla y austera, que podría llevar en España resultaba estrambótico a los ojos de mis parientes e incómodo para mi subconsciente. Quemar las naves sería la única manera de obligarme a readaptarme.

Nunca había ambicionado más meta final para mi vida que la profesión de escritor. Consciente de mi falta de preparación académica, durante todo mi tiempo emigrado devoré libros; investigué hechos históricos que me parecían mal explicados; frecuenté bibliotecas; consulté durante muchos años toda clase de enciclopedias gramaticales, buscando empaparme a fondo no sólo de la lengua, sino de sus posibilidades expresivas; procuré (y conseguí) relacionarme con algunos de los novelistas y poetas hispanoamericanos que más admiraba; finalmente, me acerqué humildemente a varios poetas malagueños, que me trataron como a una puñetera mierda. Siempre me ha asombrado la facilitad con que se vuelven despectivamente egocéntricas personas poseedoras de talentos sólo mediocres.

Como el regreso me lo planteé especialmente para tratar de materializar mi carrera de escritor, alquilé un apartamento en la calle Doctor Fleming de Madrid (en un edificio apodado “la teta de Madrid”), y pasé todo un año encerrado escribiendo, sin dejar de frecuentar la Biblioteca Nacional. Creé una novela (que por cierto se me ha perdido; todavía no eran comunes los ordenadores) y procuré afanosamente encontrar una senda que me condujera a alguien que pudiera introducirme con una editorial. Pero un año más tarde, y ansioso de readaptarme a España (lo que cada día me resultaba más difícil) presté oídos a las reconvenciones de mis parientes: “te vas a gastar todos tus ahorros y te verás en la miseria”. Dadas mis experiencias americanas, nunca me pasó por la mente la idea de que tal cosa fuera posible, pero primó mi necesidad angustiosa de readaptarme a unas raíces que no conseguía encontrar.

Establecí en Málaga un negocio de hostelería que denominé “Pepeleshe”. Con ello, mataba dos pájaros de un disparo: Me ponía a trabajar (según mis familiares, enemigos acérrimos de mi pretensión de ser escritor, en “algo útil”) y, además, me procuraba un arma para tratar de revivir el carnaval de Málaga. Lo llevaba intentando desde mediados de los años 70 (desde varias ciudades americanas) escribiendo “cartas al director” que el entonces director de Sur, Sanz Cagigas, (única persona en Málaga que valoró mi capacidad literaria) publicaba en Sur como artículos de colaboración. He perdido muchos de esos artículos, porque pedía a mis familiares que me los enviaran y como ellos los buscaban en “cartas al director”, no se daban cuenta de que habían salido como artículos y ni siquiera conozco las fechas para intentar una búsqueda en hemeroteca. Nadie en unos cinco años había prestado oídos a mi súplica de que se rescatara el carnaval de Málaga. Con el Pepeleshe, supuse que tendría ocasión de fomentar el carnaval.

Abrí dicho local con la idea de que, al no tener experiencia, fracasaría. Pero la publicidad es como montar en bicicleta: no se olvida. Tras varios días de desesperación, mi subconsciente de publicitario me inspiró medios para llevar el local adelante. A los tres o cuatro meses, era el bar-pub más famoso de Málaga. Tenía colas de adolescentes dos o tres horas antes de abrir los domingos. Me vi arrastrado por la propia dinámica del negocio, y perdí por un tiempo la verdadera perspectiva de mí mismo. Entre otras cosas, inventé concursos de flamenco y humor, tertulia poética, recitales, etc. Uno de los certámenes era el “Concurso Pepeleshe de contadores de chistes“, del que se celebraron 7 ediciones.
Tuve mucha suerte, porque no disponía ni de extintores y muchas noches llegaba a entrar la gente literalmente a presión; de tal modo, que el camarero tenía enormes dificultades para servir las copas.

En el segundo concurso de contadores de chistes, quedaron segundo y tercero Manuel Sarria y Juan Rosa Mateos. Había una diferencia de estatura entre ellos de unos 47 cm; al observarlos juntos en el estrado, pensé en el gordo y el flaco, el bueno y el feo y parejas semejantes. Les sugerí unirse para formar un dúo humorístico, lo que llevó meses porque se peleaban mucho y rompían todas las semanas. Uno trabajaba en Los Prados y el otro, en Ciudad Jardín; no puedo calcular la gasolina que gasté en tratar de reconciliarlos. Pero resultaban graciosos y al, final, triunfaron con el nombre que les puse y la parodia que les escribí; Dúo
Sacapunta y “La sorda”, respectivamente.

En plena efervescencia de la fama del Pepeleshe, varios amigos me alertaron de que mis paisanos creían que yo era millonario. Tanto es así, que una periodista vino y me contó que mantenía una relación de trío con otra chica y un prohombre, y sin querer se había quedado embarazada. Me lo contó llorando, afirmando que no era capaz de hablar de su embarazo a su padre. Tras una pausa durante la que pareció reflexionar a fondo, dijo:

-Como se rumorea que tú eres homosexual, podrías casarte conmigo para cubrir las apariencias, sin necesidad de que tengamos sexo ni nada, porque yo estoy enamorada de mi compañera sexual”.

Caí en el enredo, ahora no comprendo por qué; tal vez por compasión ante su desconsuelo. Gasté unos siete millones de pesetas en decorar el piso que ella había comprado, cercano al Pepeleshe. Tuvimos una boda casi fastuosa, aunque el famoso político que era la “tercera” parte del trío se negó a asistir.

La excelentísima señora quiso apropiarse de la participación económica de su padre, como padrino, en el convite que yo había pagado íntegro. Durante un par de semanas, compró en El Corte Inglés vestidos carísimos que me obligaba a pagar. Pocos días más tarde, me dijo que tenía un pufo de casi un millón de pesetas por la hipoteca del piso, y que debía liquidarlo “antes de fin de mes”. Le respondí que yo me había quedado ya sin dinero. Ella repuso: “Qué error, qué error he cometido”.

Un par de semanas después, presentó en el obispado demanda de anulación matrimonial; en su demanda, me acusaba de maltratador y otras barbaridades mucho peores. Para reforzar sus mentiras, se valió del testimonio falso de una compañera suya de trabajo, a la que jamás había visto yo tras la ceremonia. Pero esta mujer inventó cosas terribles contra mí, delitos que “había visto en directo”. Hoy es una famosa y “veraz” comunicadora que “ama a todo el mundo”. Padecí una depresión muy profunda y tuve que volver a América por algún tiempo.

A mi regreso, me afané más que nunca por revivir el carnaval de Málaga, porque creía que estaba a punto de morir (ya hace casi 30 años de eso). Organicé un acto reivindicador, recabando el apoyo de dos conocidas instituciones para lograr que las autoridades me hicieran caso y asistieran. El acto, del que informó el diario SUR a toda página, resultó un éxito. El entonces alcalde prometió: “Apostaremos por el carnaval de Málaga al mismo nivel que por la feria”, promesa que incumplió sonoramente.

Pero mi empeño comenzó a convertirse en obsesión. Tanto insistí, que los pocos carnavalistas de entonces organizaron un acto para tratar de fundar la “asociación de Amigos del Carnaval de Málaga”. El acto tuvo lugar en un antiguo cine llamado “Cayri”. Acordaron organizar la asociación y me eligieron presidente. Presidente de algo que no existía. Tuve que alquilar un local (propiedad del pintor Morenno), realizar la reforma, comprar muebles y complementos, y demás. Tuve muy poca ayuda manual (sólo me ayudó de verdad un señor que ha muerto ya, Manuel Gallego) y ninguna económica. Dispuesto a que el proyecto se hiciera realidad en toda la dimensión necesaria, escribí a la reina doña Sofía pidiendo su patronazgo (que me negó); después le ofrecí la presidencia de honor a la duquesa de
Alba, que la acepto pero advirtiéndome: “yo no tengo dinero”. Al menos, consintió en venir a Málaga para tomar posesión. Yo consideré que un acto casi en homenaje de la duquesa de Alba convocaría a la gran sociedad malagueña, puesto que  consideraba indispensable su aquiescencia para recuperar el carnaval tan brillante de los años 20-30. Pero como mi dinero se había terminado, seguía pagando el alquiler de los Amigos del Carnaval y ningún carnavalista podía colaborar en la financiación de un acto solemne para Alba, Sanz Cagigas me aconsejó que organizara un festival en la Plaza de Toros para recaudar fondos. La diputación aceptó prestarme la Malagueta gratis y algunos artistas, como la Niña de la Puebla, aceptaron actuar. Pero el principal grupo carnavalista consideró más importante para ellos irse de excursión la misma mañana del festival pro carnaval, lo me restó una parte considerable de la ayuda que necesitaba.

La afluencia de público fue insignificante por lo que, parado ante el muro infranqueable levantado ante mí, esa tarde tuve un grave amago de infarto y me vi obligado a dimitir.

Pasado algún tiempo, logré la atención de Roca Editorial, con la que publiqué cuatro novelas. Lamentablemente, esta editorial (y casi todas las catalanas) roba a los autores en español el 67% de los derechos de Propiedad Intelectual, ley que es contraria a la existencia de escritores españoles. He escrito toda mi vida por necesidad vocacional, pero tras escribir afanosamente durante treinta años, al menos creía merecer una vejez honorable y cómoda. Pero Roca editorial se apropió de 125.000 euros míos y Editorial el Cobre, de otros 99.000.

Ahora vivo miserablemente. Me acaban de arreglar los dientes financiado por Cáritas. Almuerzo en un asilo monjil de ancianos. Habito de realquiler con unos caseros impresentables. No consigo comprarme ropa ni zapatos, ni nada. Escribo porque moriría a cada rato si no lo hiciera.

Desgraciadamente, a pesar de haber sacrificado mis ahorros americanos el brillante carnaval de Málaga no ha sido revivido aún. Se celebra un modesto festival que imita los fastos de Cádiz, y poco más.

Han pasado 30 años, mi vida llega a su fin y no veré un brillante Carnaval de Málaga tan fastuoso como el de los años 20.

Por no poder convivir con más de veinte cajas sin abrir en una habitación no demasiado grande, acabo de regalar 450 libros, una importante colección de música clásica y 130 películas DVD.

A diario pienso que necesito morir, pero no tengo huevos para tirarme por la ventana.




CUENTOS DE MI BIOGRAFÍA   10

Regreso a São Paulo


Cuando, acompañando a Xico, abandonaba el portal del edificio donde vivía Wilson, Luis advirtió que esas escasas cuarenta horas en Río le habían cambiado más que muchas experiencias largas e importantes de su vida.

Salvo la curiosa penetración de Chus, no podía decirse que hubiera practicado de verdad sexo con nadie, pero se sentía exhausto porque había perdido la cuenta de cuántos orgasmos había gozado en solitario, y sin tocarse apenas. En el Baile das Bonecas tuvo tres, a causa de que todo el mundo parecía decidido a sobarle; el escotadísimo pantalón de lamé hizo posible que el semen corriera libre de su piel al suelo, sin embadurnar el disfraz de Xico. También durante los demás bailes de esa noche y la siguiente, ocurrieron casos semejantes; pero a pesar de tanto descoque no sintió, en ningún momento, que ocurriese la magia que había presentido toda la semana. Y de todos modos, decidió que no había superado la costumbre de quedarse a las puertas de todo, su dolorosa tendencia a reprimirse como si fuera un monje trapense.

Nada había confirmado el presentimiento. Todo lo que había empezado en Río terminaba con el viaje de regreso a São Paulo, que estaba a punto de iniciar y Xico no le parecía que pudiera significar algo destacado en su vida. Aparentemente, pertenecía a una familia adinerada, era demasiado atractivo y popular,  y resultaba exasperantemente frívolo, sin entrar a considerar lo que parecía petulancia y presunción intolerable. El viaje a su lado sería, probablemente, la última ocasión en que estarían juntos.

-Este es mi coche –dijo Xico, señalando un Volkswagen descapotable amarillo.

Luis conocía bien ese vehículo, porque trabajaba con frecuencia en campañas publicitarias de Volkswagen. Lo llamaban “escarabajo” y daba la impresión de que más de la mitad de los coches de Brasil fueran de esa marca y modelo. El de Xico tenía equipamiento de lujo y relucía lustroso. Debían de haberlo lavado y encerado en el aparcamiento esa misma mañana, cosa que parecía superflua puesto que iban a salir a la polvorienta carretera para un viaje de más de trescientos cincuenta kilómetros.

-¿Tienes licencia internacional? –preguntó Xico.

-Sí, pero hace una eternidad que no he conducido.

-Da igual. Si me canso mucho, me sustituirás al volante y ya veremos.

 A diferencia de São Paulo, cuyos suburbios eran interminables, no tardaron demasiado en salir de Río. Los verdaderos suburbios, llamados favelas, eran barrios abrumadores encaramados en todo los “morros” que alcanzaba a ver, los impresionantes montes que decoran la Bahía de Guanabara. A pie de carretera nada era tan precario y pobre como en las favelas. Abundaban los merenderos de madera, en cuyos porches aparecían tasajos de carnes colgados a secar, las pomposas gasolineras y vistosos tenderetes de fruta.

-Llevas poco tiempo en Brasil, ¿verdad?

-¿Tan mal hablo el portugués?

-No. Lo hablas aceptablemente. Pero lo miras todo como un turista.

-Sí, me siento turista. Además, mi pretensión es escribir; tengo que mirar las cosas muy a fondo, porque pienso describirlas algún día.

-¡Qué interesante! ¿Y de qué escribes?

-Escribo muy poco, apenas voy tomando nota de las soluciones de las dudas gramaticales que tengo. Consulto muchas enciclopedias y diccionarios gramaticales, de manera que cuando decida abordar la redacción de un relato, tenga las herramientas bien afiladas.

Xico sonrió sin dejar de mirar al frente. Luis notó que se estaba sobando la bragueta de manera insistente, lo que le puso en guardia. Agradeció mentalmente que no pudiera apartar las manos del volante.

-¿Conoces Umbanda?

Luis demoró unos instantes en contestar. Sí había escuchado hablar de Umbanda pero no sabía mucho al respecto. La pregunta de Xico contradecía su temor de que estuviese a punto de iniciar un ataque sexual. Pero sintió un leve escalofrío que no supo explicarse.

-Sé muy poco de Umbanda, Xico. ¿Por qué lo preguntas?

-Mi madre es “mãe de santo”, y yo participo siempre de los ritos.

-Pero llevas a cuello una medalla de la Virgen Milagrosa.

-No es la Virgen Milagrosa, sino Imanjá. Son imágenes intercambiables, porque son idénticas.

-¿Quién es Imanjá?

Es nuestra diosa del mar. ¿Has oído hablar de la noche de fin de año en Copacabana?

-He visto algún reportaje.

-Pues esa ceremonia consiste en rogativas y homenajes a Imanjá.