sábado, 2 de marzo de 2013

La hora de 3.000 años MÁLAGA


La hora de 3.000 años

Luis Melero

Llamadla Reina 2


I
Aquél era un tiempo tan proceloso como un torbellino en el mar. Los hombres se veían obligados a procurar dureza de roca para sus cuerpos y templaza sobrenatural para sus espíritus. Aunque bendecidos por la diosa Naturaleza con todos los placeres que pudieran ambicionar sus sentidos, vivir era un escalofrío perpetuo a causa la sempiterna acechanza del enjambre de ojos encendidos que difícilmente conseguían entrever al otro lado del Río de la Ciudad, chisporroteando tras las marañas negras de la jungla.
Cada voz llegada del bosque representaba una amenaza y cada mirada entrevista a través de las brumas arbóreas, una tétrica acechanza, porque las voces aullaban restallando con estridencias de tormenta y las miradas centelleaban como maldiciones demoníacas.
Mas cuando el dios Sol consentía en desterrar el peligro y el rebalaje se vestía de resol de plata, los hombres y mujeres que habitaban la ciudad enclavada entre el bosque, el Monte Ojo y el esplendor de la playa, olvidaban el terror y dejaban de vigilar en derredor como si el dolor y la muerte fuesen fatalidades inminentes. El gozo era tan intenso bajo la luz, que nadie sentía necesidad de soñar gloria más plena, y durante buena parte del paseo cotidiano del dios Sol llegaban a olvidar, descuidándolo, el alerta exigido por la vecindad del horror, que sólo retornaba cuando el dios Sol se zambullía en las profundidades escarlatas donde dormía. Tras el último reflejo rojizo, comenzaba la tensa vigilia en la que toda la ciudad participaba por turnos, que eran los mismos asignados por familias generación tras generación.
Cuenta la leyenda que cuando faltaban aún varios siglos para que los fenicios se apoderasen de su playa a causa de la abundancia de búzanos, con los que elaboraban el más extravagante de sus lujos, vestir de púrpura, reinaba en la ciudad el más grande de los reyes bástulos que hubieran conquistado a lo largo de los siglos el Monte Ojo. Se llamaba Zerain, y al contrario que todos sus súbditos, tenía solamente un hijo, un único y amantísimo heredero llamado Calain. Estaban a punto de cumplirse dos lunas desde que Calain se internara en las selvas del Río de la Ciudad, las mismas dos lunas que el rey Zerain lloraba todas las noches su desconsuelo en la torre vigía, construida con troncos de pinsapos y enramados de quejigos encima de los muros de roca negra. La torre había servido durante las últimas dos mil lunas para vigilar la esquina noroeste de la fortificación del reino, el único punto por donde los mastienos ululantes podían intentar el asalto secularmente repelido. Todos los atardeceres subía Zerain a la torre, a otear a través de sus lágrimas la neblinosa selva que era una pared verdinegra a sólo trescientos pasos de la muralla. Escudriñaba en busca de un rastro de la sangre joven de su propia sangre, suspirando para que no hubiera sido vertida por los mastienos, anhelando entre crujidos de su corazón herido poder ver al fin que Calain regresaba vivo e indemne de su rito de iniciación. Agitaba el collar mágico de conchas de búzanos y, alzándolo hacia el cielo, repetía el nombre de Calain.
-Vuelve, hijo mío -lloraba con la garganta rajada.
Detrás del rey, abajo, en el extenso llano intramuros, los súbditos, tendidos boca abajo en el suelo de tierra apisonada, derramaban también lágrimas entre salmodias que rugían por encima del crepitar de las hogueras y los alaridos de las mujeres, ocultas tras las celosías de junco trenzados que cubrían las ventanas de las cabañas. Los destellos del fuego parecían acompañar los gemidos.
-¡Vuelve, Calain! -gritaban todos al unísono, en un clamor audible aun en las distantes colinas de Entrerríos, donde residía el terror.
-¡Que el dios del Tormento permita que Calain sea mucho más poderoso que los crueles mastienos y vuelva sano y entero! -conjuraba el sumo sacerdote, erguido orgulloso en medio de los orantes tendidos a su alrededor, con la piel teñida de azul por los incontables tatuajes de su rango y la cabeza adornada con una toca gigantesca de plumas blancas y caracolas de nácar.
-Que la diosa del bosque confunda a los mastienos y haga que Calain sea invulnerable -clamaban los bástulos a coro.
Todos se agitaban estremecidos por el temor, espantados por los designios temibles de las fuerzas oscuras, porque si Calain no volvía, no tendrían rey cuando Zerain muriese, ya que el soberano había jurado sobre la piedra del dios Nunca no volver a tomar mujer tras la desaparición de Cálape, la diosa que había parido a Calain. Sin el amparo del “Supremo que habla con los dioses”, los bástulos serían masacrados y barridos por los mastienos.

II
Los bástulos fundaban familias numerosísimas, formadas por tantas mujeres como cada hombre fuera capaz de alimentar, de modo que en algunos casos llegaban a contar centenares de hijos. Lo imponía el afán de supervivencia, porque vivían desde el comienzo del tiempo en guerra permanente con el salvaje pueblo de mastienos que habitaba junto  al Rio Mayor. Los soldados de un codicioso rey del oriente, llamado Salomón, que ansiaba apoderarse de las riquezas marinas de sus playas, del puerto y el Monte Ojo que lo protegía, ayudaban a los mastienos con lanzas que no se rompían y carros capaces de volar, para reforzar sus encarnizados ataques al pueblo de Zerain.
Eran tantos los jóvenes sacrificados en las batallas, y habían pasado tantas lunas desde que la guerra comenzara, que tenían que procrear hijos innumerables para no extinguirse como pueblo. Un pueblo orgulloso que, según afirmaban los “sabios conocedores de las cosas” y el oráculo de la Montaña de la Fuente, había dominado antaño todas las tierras que bañaba el mar y ahora parecía abocado a hundirse en el olvido. Creían firmemente que su destino era reconquistar ese poder, librar a los pueblos marineros de la crueldad salvaje de los mastienos. Multiplicarse y perpetuarse en los hijos era la única vía de poder mirar con esperanza el futuro.
Zerain sólo había conseguido amar una vez. Como rey, tenía la potestad de tomar para sí a cualquier mujer de su pueblo, estuviese soltera o casada y fuese niña, adolescente o adulta, pero el día que, acabado de ingresar en la edad núbil, vio a Cálape sobre el madero que las olas habían entregado a la playa, supo que nunca podría amar a otra. Acababa de lancear un cazón que medía más de cuatro palmos, una maravilla que abandonó coleteando en el rebalaje, para acudir a contemplar la plateada esfinge mágica que le entregaba el mar.
Al primer instante, creyó que Cálape era una estatua o un cadáver, pues carecía de temperatura. Luego comprendió que la gelidez se debía a haber pasado, tal vez, muchos días flotando sobre los restos de un barco naufragado; cuanto palpó su cuello, descubrió que aún le quedaba vida, pero, entonces, Cálape abrió los ojos y Zerain, tembloroso y agitado por un escalofrío, se arrodilló ante ella, convencido de que era una diosa, porque aquellos ojos no eran como los de la gente sino que tenían el color del mar.
Cálape emitía unos sonidos muy extraños que Zerain no comprendió, pero consiguió tranquilizarla con gestos y la llevó en brazos a la Morada de los Dioses, donde el sumo sacerdote le administró una pócima que, poco a poco, fue devolviéndole el movimiento..
El pueblo bástulo no la aceptó jamás. Eran incapaces de mirarla a los ojos y temblaban aterrorizados por el color dorado de su pelo. Todas las noches, Zerain se arrodillaba ante ella y la adoraba largamente antes de amarla con gran ternura y cuidado, contrariando los brutales y precipitados usos de su comunidad, que su propio padre había pasado seis meses enseñándole. La penetraba despaciosamente  y conseguía que ella dejase de debatirse unos instantes, que para él eran sublimes, aunque jamás consiguió que pronunciase una frase inteligible ni le devolviese una caricia. El día que nació Calain, cuando todavía debía de sentir dolor, y mientras todos festejaban con júbilo la llegada del heredero, Cálape desapareció, probablemente engullida por el mismo mar que la había depositado en la playa, y Zerain no fue capaz de volver a amar a otra.
Entregó, por consiguiente, cada uno de los latidos de su corazón al hijo emergido de las entrañas de Cálape. Tenía, como ella, el cabello dorado, aunque más oscuro, pero, por fortuna para su futuro real, sus ojos podían ser mirados sin espanto por sus conciudadanos. Aunque era el rey, Zerain sentía en ocasiones el impulso de arrodillarse ante su hijo y adorarle por su belleza sobrenatural, tal como había hecho con su madre todas las noches durante diez lunas.

III
El día que Zerain descubrió que el pubis de Calain comenzaba a cubrirse de vello amarillo, lloró toda la noche. Sabía lo que el acontecimiento representaba. Aunque fuese el príncipe heredero, su hijo no podía sustraerse a los milenarios ritos de su pueblo, que exigían exponerse a la aventura de iniciación en cuanto asomase el primer signo de virilidad. Al amanecer, llevó a su hijo a la orilla del mar  y le pidió que le probase que era capaz de fecundar a una mujer. Cuando Calain le obedeció, Zerain volvió a llorar, pero escamoteó sus ojos húmedos a la mirada de su hijo.
-¿Ya sabes lo que tienes que hacer? -le preguntó.
-Sí, padre. Debo vivir una luna en la montaña, alimentarme todo ese tiempo de lo que pueda cazar sin llevar armas y, luego, cuando la luna vuelva a morir en el cielo, tendré que bajar a las tierras de Entrerríos y matar a un mastieno evitando que él me hiera, y traer como prueba su oreja izquierda para que nadie dude de mi valentía.
Nueve días más tarde, cuando la luna se hallaba desterrada del cielo, en una oscuridad completa rota sólo por una hoguera en el centro de plaza de los Vítores, se congregó toda la ciudad en la enorme explanada, para ser testigo del inicio de la aventura y para testimoniar que Calain la afrontaba completamente desarmado. Durante esos nueve días, el sumo sacerdote le había tatuado casi toda la piel con los símbolos mágicos propios de los hombres, más los correspondientes a su condición de iniciado en las ciencias ocultas y futuro rey. El príncipe había soportado los lacerantes pinchazos sin un gemido, asombrando a todos con su entereza y causando por ello el orgullo enternecido de su padre. Esa noche de Luna muerta, con los reflejos de la hoguera su cuerpo parecía teñido de azul, ya que apenas podía vérsele algún retazo de piel sonrosada. El sumo sacerdote tomó con la mano izquierda su miembro viril y, con la derecha, retrajo fuertemente el prepucio hacia arriba, para que todos pudiesen comprobar la madurez de sus atributos. Siguió el canto que despertaba a los dioses, entonado a coro por todo el pueblo y Zerain, alzado sobre su tarima real, rompió el arco y la lanza que habían pertenecido a su hijo desde que sus brazos fueron capaces de usarlos.  Nadie osó mirar descaradamente el llanto copioso que fluía de los ojos del rey, todos desviaron la mirada para contemplar al debutante con una mezcla de amor y miedo por su suerte.
Una vez cumplida la parte pública del rito, la puerta de la muralla se abrió lo justo para dejarle salir y Calain corrió a ocultarse en la densa arboleda en la parte que escalaba el Monte Ojo, eludiendo la proximidad del río, cuya orilla de poniente vigilaban los mastienos.
Zerain emitió un último suspiro, contuvo en llanto que se agolpaba en su garganta y afrontó las miradas lastimeras del pueblo bástulo.

IV
Además de tenebrosa, la selva exuberante que cubría los montes que rodeaban la ciudad estaba llena de espíritus en las abundantes cascadas y pozas, de un río que fluía perpetuo y fresco, aunque harto proceloso. Proliferaban los rincones umbríos y la floresta era tan densa, que llegaba a parecer tan negra como para causar espanto. Las oquedades de las quebradas boscosas albergaban dioses o demonios, rincones llenos de rumores espeluznantes, aves hermosamente emplumadas, parajes prolíficos de sugestiones, espejismos y alucinaciones.
Los primeros dos días, Calain fue incapaz de cazar nada. Todos los animales pequeños eran más rápidos que él; los grandes, como los feroces jabalíes, los ciervos gigantes, los onagros encabritados y chillones y las capras de enorme cornamenta, parecían demasiado peligrosos para un joven que sólo disponía de sus manos.
Pese a que comía sin parar moras, fresas, manzanas, endrinas, raíces de palmito y hongos, era imposible satisfacer los apremios de su estómago, de modo que comenzó a sentirse vulnerable.
La cuarta noche, una diosa blanca como las estrellas y centellante como el sol brotó de la estrecha raja de la Luna creciente y le dijo en sueños que fabricase una lanza de caña. Al despertar, Calain contradijo a su propio sueño, pues sabía que las cañas verdes no sirven como arma, porque son flexibles y frágiles. Pero algo le obligaba a una y otra vez a pensar en el consejo de la diosa blanca. Miraba las frías y quietas aguas de un remanso, y brillaban los ojos de la diosa. Contemplaba el movimiento de las ramas de los árboles contra el firmamento, y era el vuelo etéreo de la diosa. “Haz una lanza de caña”, le decía el rumor de la brisa al besar las hojas; “haz una lanza de caña”, le susurraba el canto del agua; “haz una lanza de caña”, gritaban las nubes en el cielo. Tuvo que taparse los oídos, porque, juntas, todas las voces formaban un estruendo insoportable.

De cualquier modo, se hallaba tan impresionado por la diosa, que aceptó probar. Restregó dos piedras durante horas, hasta conseguir que una tuviese un canto suficientemente filoso, y cortó varias cañas, que desolló y afiló. Consiguió trenzar un carcaj con fibra de palmito, en el que aseguró las siete lanzas que consiguió fabricar, número inspirado por el que figuraba en todos los ornamentos sagrados del sacerdote.
Las lanzas eran tan altas, que tenía dificultad para avanzar a través de la empinada y tupida selva.
El Río de la Ciudad, rumoroso en la lejanía, desprendía jirones de vapor que velaban los contornos de cuanto le rodeaba, pero aun así pudo Calain distinguir la silueta de un onagro que parecía retarle en la distancia. Se lanzó hacia él con tan buena fortuna, que la bestia quedó acorralada porque tenía detrás un repecho de roca imposible de escalar. Le lanzó uno de los venablos, que se dobló como si fuese de arcilla fresca. Impulsado por el hambre y la rabia, tomó la lanza que, entre las seis restantes, le pareció más sólida, y corrió con ella en ristre hacia el onagro; lo atravesó de parte a parte a través del costillar y el équido cayó fulminado, boca arriba.
Comió hasta satisfacerse, arrancando tasajos del sangrante animal. Una vez saciado, lo despiezó con un esfuerzo agotador, ya que sólo disponía de sus manos y la piedra afilada; luego, colgó los miembros, costillares y lomo atándolos con fibra de palmito de las ramas más altas de un quejigo; esparció las entrañas en una zona muy alejada de su árbol, para que las carroñeras no fuesen capaces de localizar su despensa. Con suerte, tendría suficiente para toda la luna que debía permanecer en la selva.

Veinticinco días más tarde, se sentía como si hubiera crecido diez años. Sus piernas y brazos se habían vuelto mucho más robustos y su pecho parecía invulnerable. Con sorpresa, notó que la voz con que gritaba a las bestias que debía espantar se había vuelto más ronca y grave.
"Ha llegado la hora de enfrentarme a un mastieno", se dijo mientras saboreaba con delectación el último muslo del onagro, que, casi seco, acababa de asar en una hoguera. Consiguió comer casi toda la carne y, aunque el sol estaba todavía alto, se echó a dormir con objeto de acumular fuerzas para la caminata de regreso y la pelea a muerte que representaría su salvoconducto para volver a la ciudad con la cabeza erguida.
Durmió quince horas.
La diosa de la luna le había estado visitando todas las noches para darle consejos tan útiles como la primera vez, cuando le ordenó fabricar lanzas de caña. Le indicaba las fuentes más saludables y los frutos más refrescantes. Le exigía sumergirse en las pozas como si retozara en el mar y  que no olvidara untarse fango en el cabello y las ingles para que no se le poblasen de parásitos.
En esta ocasión, la diosa de la luna sólo sonrió y le acarició la nuca toda la noche.
Al despertar, Calain se sintió poderoso como el uro castaño que su padre montaba todos los solsticios de verano para afirmar su autoridad. Descendió las laderas hacia la corriente rumorosa y se sumergió en el Río de la Ciudad para cruzarlo y adentrarse en el territorio de Entrerríos, donde encontraría mastienos tarde o temprano.
Eran estos seres balbucientes y crueles que no parecían capaces de hablar, al menos no parecían capaces de hablar tal como su pueblo lo hacía. Gritaban sonidos guturales como los cerdos y estridentes como las grullas, ininteligibles y, a veces, estremecedores.
El pelo de los mastienos era del mismo color que el de Calain, pero él no era consciente de este detalle, puesto que jamás se había visto a sí mismo reflejado en parte alguna y, por otro lado, casi siempre llevaba la melena endurecida y oscurecida por la arcilla.
El baño en el río le resultó tan tonificante y placentero, que Calain permaneció largo rato nadando. Ocurrió que el baño disolvió la arcilla de su melena, cuyo color dorado brilló en todo su esplendor de mediodía.
Cuando echó a andar por el territorio de Entrerríos, su larga cabellera ondeaba al viento.

Se acercaba el atardecer y no conseguía dar con un mastieno.
Luego de caminar toda la jornada, sólo tenía una vaga idea de la dirección donde se alzaba su ciudad, que presentía en el otro extremo de la planicie que se extendía más abajo de las colinas por donde transitaba. Habían transcurrido tantas horas, que descuidó el alerta y cuando las brumas del atardecer comenzaron a fusionarse con las que se elevaban del Rio Mayor, se encontró de repente en un extenso claro de la selva, rodeado por una vociferante turba de mastienos que surgían incontables de detrás de todos los árboles.
Nunca había visto ninguno tan cerca.
No tenían hocico, tal como afirmaban las consejas que circulaban en su ciudad; tampoco lucían cornamenta ni pezuñas. A diferencia de los marinos rojos que a veces visitaban la playa para comprarles a los bástulos búzanos y maderas de olor, marinos cuyas narices eran agudas y colgantes y cuyo pelo era ensortijado y oscuro, los mastienos parecían físicamente idénticos a los de su pueblo, con sólo el cabello de color amarillo en lugar de marrón.
Era verdad lo relativo a sus voces, completamente ininteligibles. Calain no entendió lo que decían, pero notó que examinaban sus tatuajes con mucho interés y que parecieron reconocer el que le distinguía como hijo del rey de los bástulos.
Le ataron fuertemente los brazos y piernas, envolviendo con la fibra al mismo tiempo dos grandes trancas, que usaron como parihuelas para conducirle cargado entre cuatro al poblado mastieno, mucho menos refinado y más tosco que su ciudad, aunque cuatro o cinco veces mayor, y situado en una colina desde la que se veía claramente el Río Mayor, que rodeaba el promontorio por tres de sus lados.
Fijaron las trancas a las ramas de un quejigo seco que se alzaba en el centro del poblado, frente a la puerta de una choza, más grande que las otras, que parecía ser la del rey. Sus captores entonaron una especie de letanía ante esa puerta y al cabo de un largo rato salió un hombre cuya carne colgaba como pingajos, pero cuya cara no pudo contemplar Calain, ya que la llevaba cubierta por la cabeza seca y vaciada de un uro. Parecía tener dificultad para soportar su peso y por ello, y por su piel fláccida, comprendió el príncipe que debía de ser un hombre muy viejo. Agitó frente a él un fruto seco y hueco que sonó rítmicamente, por lo que Calain entendió que contenía pequeños guijarros en su interior. Sin parar de hacerlo sonar, el rey-brujo-uro bailó mucho tiempo a su alrededor, palpando reiteradamente los tatuajes reales, aunque los demás parecían temer tocarle. Cuando llegó la noche, todos se encerraron a dormir y lo dejaron atado a su armazón hasta el amanecer, cuando el brujo de la cabeza de uro salió de nuevo de su cabaña y volvió a bailar en torno suyo.

Calain se sentía cansado e incómodo por la posición forzada que las trancas le obligaban a mantener pero, sobre todo, se sentía muy hambriento. Y furioso. Si no deseaban matarle, a qué venía tanta incomodidad. Había pasado la noche forzando los brazos y piernas, a ver si era capaz de soltarse, pero las ligaduras eran abundantes y fuertes.
A mediodía, el brujo-uro-rey alzó ante él una de las lanzas que le proporcionaba el rey Salomón, una de las armas irrompibles que tanto ambicionaban todos los de su pueblo y él más que los demás. El gesto pareció ser una señal. Cuatro hombres se acercaron al mismo tiempo y cortaron las ligaduras con tajos muy certeros, todo ello sin rozarle siquiera. Cuando se encontró libre, y mientras estiraba los miembros tratando de relajarlos, Calain advirtió que estaba rodeado por un denso y cerrado círculo de lanzas, mientras el uro-brujo-rey le indicaba con un gesto que le siguiera.
Obedeció.
Fue conducido al centro de la explanada, que mientras permaneciera atado quedaba fuera de su vista. Habían realizado un extraño decorado circular de flores, esteras de juncos trenzados y ramas de pinsapo, con una hoguera enmedio. El rey le señaló una de las esteras, la más profusamente decorada, y por señas le ordenó recostarse en ella. Se tendió boca abajo y el rey negó con la cabeza, haciéndole comprender que debía permanecer echado de lado, con un codo apoyado en la estera y la cabeza sujeta con la mano. Cuando compuso la figura que, al parecer, era la corecta, sintió que un brazo cálido y delgado se apoyaba en el suyo; casi sin mover la cabeza, descubrió que una adolescente no demasiado hermosa había sido obligada a recostarse en la misma posición que él, pero en sentido inverso, de modo que sus codos quedaron juntos.
Permanecieron hasta el anochecer en la misma postura, inmóviles, durante una larga, tediosa y agotadora ceremonia, al final de la cual recibieron una abundantísima lluvia de pétalos de flores. Calain sintió que la muchacha se movía al fin y le tomaba de la mano, invitándole a alzarse.
Precedidos por el brujo-rey y rodeados por la multitud, fueron conducidos al interior de una cabaña.
En ese momento, comprendió Calain que acababa de casarse y que estaba obligado a consumar la unión, pero no sentía deseo alguno de la muchacha y sólo le agitaba un hambre estremecedor que parecía corroerle las entrañas. Por suerte, descubrió dentro de la cabaña un abundante banquete dispuesto para la pareja. Fue a precipitarse sobre el aromático muslo de jabalí asado, pero la muchacha le contuvo y le hizo entender por señas que la consumación debía ser antes. De una ojeada, vio Calain que el poblado en pleno rodeaba la cabaña, materialmente pegado a ella y atento a los ruidos que los dos produjesen. Comprendió que no tenía escapatoria. Todavía no había sido instruido por los adultos en los ritos sexuales, enseñanza que sólo era impartida por los más viejos una vez cumplimentado el rito de iniciación, pero había visto cómo lo hacían sus amigos mayores y aunque carecía del conocimiento preciso de los resortes y métodos, se echó torpemente sobre la muchacha y la penetró al instante.
Más que gemir, ella emitió un alarido prolongado, que enfrió la sangre de su invasor.
Mas el grito era, al parecer, la señal que los demás esperaban, ya que fue audible a continuación el tumulto de la retirada. Calain escuchó distanciarse el ruido rítmico de la calabaza hueca del rey.
Una vez que la muchacha dejó de gritar, le sonrió y le pidió por señas que volviera a penetrarla. Sentía Calain tanta hambre, que la satisfizo en unos segundos para poder lanzarse al fin sobre el jamón de jabalí, que devoró en las horas siguientes. Comió durante buena parte de la noche. Las mandíbulas le dolían de tanto masticar, pero la carne era tan deliciosa, estaba tan bien asada y salada, que no quiso parar de comer hasta roer completamente los huesos y dejarlos limpios y pulimentados.

La muchacha dormía. Calain se recostó y arrimó el oído al suelo; para su sorpresa, no había ningún movimiento y nadie permanecía en las proximidades de la cabaña. Aun así, salió sigilosamente, y reptó a lo largo de los millares de pasos que le separaban del bosque. Acechó los sonidos al lado de la última cabaña. Pudo distinguir tres respiraciones; supuso que podría darles muerte a los tres antes de que reaccionaran. Tanteó desde fuera y localizó a tientas una de las lanzas irrompibles; con ella en la mano, introdujo la cabeza por la baja abertura, a fin de no errar los golpes. Mató a dos sin dificultad, pero el tercero gritó antes de rebanarle el cuello. Mientras les cortaba las orejas izquierdas, que serían ante su padre, el rey, y ante sus conciudadanos la prueba de su hazaña, notó que los demás corrían hacia él. Abandonó presuroso la cabaña y se dirigió a saltos hacia la densa y enmarañada penumbra de la selva.
Corrió colina arriba sin desmayo durante largas horas. Cada vez que se detenía a recuperar el aliento, oía el rumor de la persecución nunca lo bastante lejana, siempre demasiado cerca. Cuando creía haber coronado la más alta de las montañas del hemiciclo distante que se veía desde su ciudad, descubría que tras un corto descenso tenía que volver a ascender. El amanecer le encontró en plena carrera, una afanosa escapada que prosiguió hasta que el sol se encontraba casi en el punto más alto del cielo.
En el momento que Calain se concedió un corto respiro, descubrió que los huesos de sus pies asomaban a través de la carne y que las piernas y brazos le sangraban por múltiples heridas. Comprendió que no podía seguir huyendo del mismo modo, que no se salvaría si no cambiaba de táctica.
Acechó el ruido de sus persecutores. Una vez que hubo identificado sin lugar a dudas la ruta que seguían, impregnó con su sangre varias ramitas, que esparció en círculo, hacia todas las direcciones del sol y de todos los vientos. Luego, eligió la más escarpada de las laderas descendentes y se dejó rodar por ella: cada vez que le detenía el tronco de un árbol, volvía a ponerse en posición de rodada y así, tras un prolongado descenso, logró llegar a un arroyo fresco y limpio, cuyas aguas le sirvieron de bálsamo para sus lacerados pies.
Sabía que no podía detenerse mucho más.
El olor de su sangre debía de ser muy intenso, pues sus persecutores habían seguido su rastro fielmente hasta la cima del monte. Aunque les hubiera despistado, no tardarían en localizar de nuevo el rastro, de modo que, ayudado por la corriente del arroyo, fue arrastrándose por el lecho muchos centenares de palmos para que el agua embozara su olor, hasta alcanzar un remanso muy grande y profundo, donde nadó largo rato, para ahorrarse el terrible dolor de caminar sobre sus pies deshechos. Una de las esquinas del remanso estaba cubierta por un denso matorral de zarzamora. Se encontraba en la margen del río opuesta a donde se movían los mastienos, así que Calain decidió que podía permitirse buscar un refugio y esperar. Arrastrándose, salió del agua y reptó alrededor de la zarzamora: descubrió una oquedad bajo un pequeño acantilado, que le pareció lo bastante seguro. Permaneció unos instantes atento a los rumores que llegasen de la orilla opuesta, pero le venció el agotamiento.

Cuando despertó, era medianoche. Alzó la cabeza al cielo y consiguió entrever un afilado semicírculo de luz. La luna en creciente le indicó que había dormido siete días y siete noches. La diosa plateada le había visitado con frecuencia, pero él no advirtió el paso del tiempo; la diosa le decía siempre que tenía que despertar, pero sus ojos se negaban a abrirse. Una vez que lo consiguió, sentía tanta hambre que algo iluminó su entendimiento y le obligó a bajar la mirada hacia sus pies, que ya no le dolían. Las heridas estaban casi completamente cicatrizadas, pero si caminaba, volverían a ulcerársele en seguida, de modo que permaneció recostado y así pasó otra semana, alimentándose sólo de moras y royendo las raíces que pudo extraer escarbando con el más extraordinario de los trofeos obtenidos, la lanza irrompible.
Las tres orejas de los mastienos ejecutados estaban cubiertas de gusanos. Pensó comérselas, pero le detuvo el pensamiento de que se quedaría sin la prueba que su padre, el rey, aguardaba, de modo que las lavó en el río, extrajo los gusanos con una ramita y las atravesó con otra un poco mayor, de modo que pudiera llevarlas al aire y expuestas al sol, para evitar que siguieran pudriéndose.
Llevaba más de luna y media fuera de su ciudad. Como debía haber regresado al cumplirse una luna, intuyó que el rey estaría muy preocupado y habría mandado exploradores en su busca. Decidió volver en seguida a la ciudad. Pero aunque presentía más que veía el mar allá abajo, a lo lejos, no consiguió encontrar el camino de regreso. Cada vez que elegía una trocha que pudiera conducirle al Río de la Ciudad, que a su vez le llevaría derecho junto a los suyos, encontraba algún obstáculo insalvable que le obligaba a retornar sobre sus pasos. Volvió la noche sobre él varias veces, la luna llegó a su plenitud y un amanecer, cuando la luna había adelgazado hasta casi deparecer, comprendió que estaba desfallecido y enfermo y que nunca encontraría a través de la selva el camino de regreso.


Iban a cumplirse dos lunas. El rey Zerain lloraba cada noche la ausencia del príncipe. Desesperado, roto de dolor por lo que pudiera haberle sucedido a su único hijo, comenzó a ofrecer sacrificios a todos los dioses y demonios que le indicaba el sumo sacerdote. Mandó invocar también al dios del mar con una gigantesca hoguera encendida en su honor. Ya no sólo pasaba las noches en su torre de tronos de pinsapos, sino que permanecía allí arriba a todas horas. Un amanecer, arrebatado por la fiebre y casi incapaz de articular palabras, pues tenía los labios cubiertos de costras, contempló largo rato el monte Ojo que convertía a la ciudad en invulnerable.
Se dijo que si Calain estaba aún con vida, sin duda reconocía ese monte en la distancia. Al mismo tiempo, objetó a su pensamiento que, a lo lejos, desde lo más alto de la selva, el monte podía parecer un promontorio más. Si su hijo vivía, debía indicarle el camino de regreso.
Mandó el rey que ardiera en lo alto del monte Ojo una inmensa hoguera día y noche, sin pausa, con la esperanza de que el humo de día, y la luz de noche, sirvieran a su hijo de guía. La hoguera envolvió toda la cumbre como una corona gigantesca, para que fuese visible desde cualquier claro de las boscosas montañas.


El príncipe se encontraba más hambriento que nunca y por ello, y pese a su extraordinaria vitalidad y su corta edad, consideró que estaba a punto de morir.
Había ensayado mil rutas, sin atinar con la de su destino.
Una noche, justo un poco antes del alba, creyó soñar. Desde el claro de la selva donde se había recostado, dispuesto a prepararse para morir, descubrió de pronto allá abajo lo que parecía una corona de fuego suspendida sobre el mar. Iba a amanecer. El príncipe permaneció con la mirada fija en la corona de luz y humo hasta que el sol comenzó a alzarse sobre el horizonte. Cuando la luz del día se hizo más intensa, el príncipe comprendió que aquella especie de diadema coronaba a su ciudad y, por lo tanto, le señalaba el camino de regreso.
Tomó sus tesoros, la lanza irrompible y las tres orejas ensartadas, y comenzó el descenso. Mediada la tarde, encontró un otero desde donde ya alcanzó a distinguir vagamente la desvaída silueta de la empalizada, en cuya torre más alta debía de esperarle su amado padre.
Con los ojos anegados de llanto, Calain se arrodilló y tendió los brazos hacia Málaga. Inspirado por la corona de fuego, la llamó Reina y así se denominó la ciudad desde entonces. Reina fue para los inquietos navegantes del Mar del Centro de la Tierra y como Reina fue conocida en todos sus puertos y en todos sus idiomas.
Y Reina fue su nombre para siempre.