sábado, 23 de noviembre de 2019

TICO, PADRE AMANTÍSIMO


Luis Melero. Cuentos del Amor Viril
TICO, PADRE AMANTÍSIMO

Para los solitarios involuntarios como yo, los llamados “chat” de internet son un recurso con el que conseguir “hablar” de vez en cuando y hallar cierto consuelo, aunque sea con desconocido con pretensiones distintas a las mías. .
Un día que me encontraba un poco desesperanzado y triste, me topé con un ”chateador” llamado Tico, que pedía conversar con alguien mayor que él porque necesitaba consejos. Aunque no creo que sirva de nada aconsejar a nadie, vi el cielo abierto, porque no hay mejor modo de sacudirse la depre que fingirse sabio para asesorar y recomponer las vidas de los demás.
REFLEXIONÉ UNOS INSTANTERS, LO JUSTO PARA EVITAR FRUSTRAR ELCONTACTO. ME HABÍA TOPADO ULTIMAMENTE CON VICISITUDES INESPERADAS Y ALGUNAS DESAGRADABLES, CIRCUNSTANCIAS QUE NO PODÍA CONTROLAR DEL TODO Y QUE ESTABAN PERTURBANDO MÁS DE LA CUENTA EL CURSO DE MIS DÍAS. ASÍ QUE ELEGÍ UNA CONTERASEÑA Y ME INTRODUJE EN EL CHAT, PIDIÉNDOLE CONTACTO AL DENOMINADO TICO.
-¿De dónde eres? .me preguntó.
Tras identificarme y mencionar mi origen, le pregunté de qué nombre era Tico el diminutivo.
-No es mi nombre. No seas maje. Yo soy de Costa rica a cuyos naturales nos llaman ticos por estos países..´
.¿Qué quiere decir maje?
-Estúpido o imbécil, ya sabes. Llámame Tico, así nos entenderemos
Ante la aclaración, le pregunté cómo debía llamarle.
-No te preocupes. Insisto. Llámame Tico nomás, porque me siento muy orgulloso de mi país. .
En aquel momento, me sorprendió que no quisiera decirme su nombre verdadero, puesto que yo le había dicho el mío. Sólo mucho más adelante de la conversación comprendí por qué podía desear el anonimato.
-Tengo una duda muy arrecha –se lamentó Tico.
-Cuántos años tienes?
-Treinta y siete. Con cinco carajillos, el mayor de los cuales, Efrain, va a cumplir catorce años ya, carajo.
-¿Y qué consejos necesitas?
-Tú… ¿tienes hijos?
-Uno, de tu misma edad.
-¿Tan maduro eres?
-No, Tico. Yo no soy maduro… sino viejo ya. Estuve casado un par de años cuando tenía cerca de treinta, y cuando ella se quedó embarazada entré en pánico, pánico que se aminoró cuando el parto.
-¿Y tienes buena relación con tu hijo?
-Creo que sí, aunque no lo veo mucho. En realidad, casi nunca. Ha resultado ser un hombre con demasiado criterio que se cree el más sabio del mundo. Antes, le señalaba sus equivocaciones, pero ya no lo hago porque siempre teníamos discusiones muy fuertes si le reprochaba cualquier nimiedad.
Tico permaneció “en silencio” unos minutos. Aunque sólo leía lo que decía, me parecía oír su voz de hispanoamericano, dulce, cadencosa y algo enrevesada, pero ahora, callado, me representaba los engranajes de su sesera sonando como una locomotora de vapor, que se prolongaba demasiado para un vehículo tan dinámico como el que estábamos utilizando para conversar.
-Yo tengo ocho hermanos –dijo Tico por fin-, Y soy el penúltimo, por lo que varios de ellos son sesentones ya. Imagínate vos. Aquel día, los dos que van delante de mí me advirtieron y me explicaron lo que debía hacer, pero yo era tan carajillo, que no pensé más hasta que llegó el momento.
¿Qué momento?
-Pronto te explico, imagínate.
Yo no sabía qué tendría que imaginar del hecho de que mi interlocutor tuviera tantos hermanos y fuera uno de los pequeños. No pregunté, porque había descubierto ya que Tico eludía muchas respuestas. Sin embargo, me acordé de los comentarios de un amigo nicaragüense, que se refería a los costarricenses como “maricos”. Vacilé unos segundos, porque suponía que hablar de esa creencia de sus vecinos podía molestarle.
-No, hombre, todos en San José sabemos que los paisas nicaragüenses y los panameños dicen que somos maricos. Pero los panameños deberían callar porque tienen todos sus closets llenos de cadáveres y los nicaragüenses son los más brutos, machistas, atrasados, mojigatos y falsos que yo conozco. Son como monjitas rancheras
-¿Sabes una cosa, Tico? Por experiencia sé que no se debe generalizar sobre los pobladores de un país. Mi amigo nicaragüense es sapientísimo… una maravilla.
-Será la excepción. Y si es como dices, te apuesto mil colones a que muy posiblemente sea marico también.
-¿Qué son mil colones?
-Colón es la moneda de Costa Rica.
-Mil colores… ¿es mucho dinero?
-No creas. Es más bien una miseria. Suponte tú, cada dólar nos cuesta más de quinientos colones. Yo tengo alquilado un apartamento con seis amigos, que nos cuesta ciento veinte mil colones al mes.
-.Así que eres soltero. Te creía casado porque me has hablado de tus cinco hijos y de que tienes un problema con el mayor.
-Estoy casado, por favor. Tengo la bruja en mi casa. Lo que pasa es que yo y mis amigos necesitamos un sitio para nuestras cosas, las cosas que nos gusta hacer a los hombres muy hombres, porque si no varias ni haces lo que te gusta, te mueres.
--¿Poner cuernos?
-No se trata de eso. Un hombre tiene sus necesidades, que nadie conoce mejor que otros hombres. Las brujas ni se enteran, no saben. Así pensamos aquí. Con mi carajillo no tengo problemas, el problema es mi indecisión.
-Con carajillo ¿te refieres a tu hijo? Oye, Tico. Con catorce años, ya es un adolescente y todos los adolescentes dan muchos problemas, así que no te hagas mala sangre. El mío fue un caso filipino.
¿Qué es mala sangre?
-En realidad, es una frase hecha de cuyo sentido no tengo ni idea. Insisto en que no te calientes mucho la cabeza por las cosas de tu hijo adolescente. Siempre son problemáticos.
-Efraín no me da problemas, el problema está en mi cabeza.
-No te comprendo.
-Es que él ya tiene edad… Es que no quiero +que vayan a hacer por ahí y sin cuidado lo que me corresponde hacer a mí.
-¿Y qué es?
-Vamos a ver….. A ti, ¿quién te inició?
-¿En qué?
-Ya sabes vos, en las cosas de los hombre… eso.
-¿Quieres decir el sexo?
-Exactamente.
-Te recuerdo, Tico, que soy viejo. Ya no tengo ni idea… En realidad, no tengo recuerdos claros de cuándo ni con quién empecé a practicar el sexo. Supongo que lo primero serían pajas medio infantiles.
-Pues eso. Que mi Efraín se mata a pajas, yo me he dado cuenta porque no paro de vigilarlo cuando se esconde para hacérselas, y tal como funcionan las cosas en San José, presiento que el día menos pensado alguien me lo va a perforar a lo bruto, sin el cariño que habría que tener y que yo tendría, porque lo amo muchísimo….
-No comprendo, Tico. No conozco Costa Rica y no puedo hacerme idea de cómo funciona nada en san José.
--A mí me inició mi abuelo.
-¿En serio?, ¿Cómo?
-De la manera más curiosa. Dos de mis hermanos levaban meses diciéndome que me cuidara la colita, que me introdujera todos los dedos que pudiera y cosas así, hasta me dieron cosas para tenerlas ahí dentro. Un día,. estábamos en una parada… una tremenda fiestorra familiar con barbacoa, en el jardín, y yo, con doce años, estaba sentado en sus piernas…
-¿Encima de tu abuelo? Eras un poco mayor para eso.
-Pero él era muy cariñoso con todos mis hermanos y conmigo… Siempre estaba acariciándonos besándonos y abrazándonos. Siempre tenía que comer alguno de nosotros en sus piernas, incluidos mis dos hermanos Nico y Esti, que ya tenían quince y dieciséis años…
-¡Increíble!
--Así son las cosas por aquí. Los ticos somos super cariñosos; mis amigos y yo siempre nos besamos si hace un par de días que no nos vemos. A veces, y según dónde estemos, nos besamos en los labios.
-¿Y qué pasó con tu abuelo en aquella fiesta, Tico?
-Entre los asados, la bebedera, la comida, la música y las canciones, había un ruido extraordinario. Al sentarme encima de él, me dio el garrobo para jugar con él y distraerme…
-¿Qué es un garrobo, Tico?
-Una iguana que era como la varita mágica de mi familia, y que no nos permitían a los carajillos jugar mucho con ella, para no molestarla.
Te distrajo con el bicho… ¿Y entonces qué paso?
-En algún momento, me di cuenta de que mi abuelo me estaba besando y mordiendo la nuca, y me estaban dando muchos escalofríos. Yo solo tenía puesta una trusa de baño, sin camiseta. Tenía tantos escalofríos, que temblaba, y me afané en concentrarme para jugar con el garrobo creyendo que así podía disimular. En medio de los besos y mordiscos, de pronto me di cuenta de que me estaba bajando un poco la trusa por la parte del culo; por las bromas de mis hermanos Esti y Nico adiviné lo que seguiría. Miré alrededor con miedo de que alguien se diera cuenta, pero nadie estaba pendiente nada más de la fiesta y la bebedera. Noté que mi abuelo me acariciaba muy fuerte el ano, como tanteando con dos o tres dedos, que los giraba dentro de mí y los movía adentro y afuera y, de repente, y sin esperarlo, me metió el gorro…
.Te encajó la visera de la gorra?
-No, hombre, no me entiendes. Lo que ocurrió fue que me penetró de repente todo el gorro, la picha.
Sentí una convulsión. Tel vez estaba siendo víctima de una broma pesada del costarricense, lo que me dio mal cuerpo.
-¿No estarás burlándote de mí?
.No, amigo. Fue lo que sucedió, y menos mal. Porque podía haberme tocado que me iniciara cualquier bruto con un gorro de caballo.
Tuve que tragar saliva, impresionado, antes de poder decir:
¿Y nadie, tu madre, tu padre o tus hermanos,, no se dieron cuenta de que tu abuelo te estaba violando?
-Nadie se dio cuenta, no me estaba violando- Bueno, esas cosas son tan naturales, que si alguien se dio cuenta nadie dijo nada, porque es normal que eso ocurra. ¨Con mi edad, ya tenía que pasar. Me lo habían contado mis hermanos Nico y Esti, que me decían que me preparase metiéndome piedrecitas y yendo siempre muy lavado, sin explicarme exactamente por qué.… Sólo me explicaban que “cuando el abuelo o el papá te coja encima, prepárate”.
-¡No me lo puede creer! Tenías doce años…
-La edad justa. Más adelante habría sido muy malo, con cualquiera que no me tuviera tanto cariño. Y mi Efrain tiene casi catorce ya…
-¿Qué quieres decir?
-Bueno, yo… No sé. Yo quiero a mi hijo Efraín muchísimo, lo adoro.
-Pero tu amor de padre tiene limitaciones.
Eso será en tu país. Aquí, lo que tenemos son obligaciones. Mira, uno de mis hermanos, Esti, y yo, con otros cinco amigos, tenemos alquilado un apartamento donde nos reunimos los martes para hacer las cosas que nuestras brujas no saben o no quieren hacer. En cuanto llegamos, cada uno con algunas botellas o cervezas, nos desnudamos y ya nos ponemos a voluntad, hartándonos de bailar y tocarnos desnudos y ya sabes…. Los martes son los días que podemos ser nosotros mismos de verdad…
-¿Y vuestras familias no se dan cuenta?
-No lo demuestran. Aunque se dieran cuenta, tienen que respetarnos. Somos padres de familia, llevamos a rajatabla nuestras responsabilidades. Yo ahora, tengo infinitas ganas de poder llevar a mi Efraín los martes a nuestros encuentros… pero, mientras no…
-¿Quieres llevar a tu hijo a tus orgias de hombres?
-No son orgías. Somos machos y como nos conocemos bien, hacemos todo lo tienen que hacer los machos… lo que sabemos que nuestros compañeros necesitan, porque también lo necesitamos nosotros… y son las cosas que nuestras brujas no quieren hacernos.
-Disculpa, Tico. Tengo una cita dentro de media hora y creo que llego tarde. ¿Nos hablamos otro día?
-Pero yo… esperaba que pudieras darme algún conejo.
-¿Sobre tu hijo Efraín? Yo no sabría ni sería capaz de darte ningún consejo sobre esta cuestión. Vale, nos hablamos dentro de poco. Adiós.

Tenía prisa por interrumpir la conversación, porque me sentía anonadado. Se me estaban descomponiendo las tripas, una mezcla agria de vómitos y estupor. El relato de Tico rebasaba cualquier norma o sentido de lo que yo conocía. No soy mojigato, pero me exacerban los abusos de menores o de mujeres, o de ancianos y además, me incomoda la mala educación y, mucho más, la perversión de las costumbres; entiendo que a mi edad uno he tenido tiempo de ver el mundo cambiar, pero lo que Tico me describía no eran cambios de mi mundo, sino otro mundo. otra arquitectura de valores tan diferente, que me sentía incapaz de abarcarla.
No se me podían ocurrir consejos que dar a Tico, sino admoniciones, reproches. Así que aunque seguí entrando al “chat”, durante varios días eludí permanecer cuando descubría que también Tico estaba conectado.

Pero un par de semanas más tarde, alguien jamado Jefrey me abordó.
-¡Vaya, finalmente consigo hablar contigo!
-¿Quién eres, no te reconozco?
-Soy Tico. He elegido otro alias para conseguir que me hables.
-La última vez que conversamos me quedé muy desconcertado.
-¿Por lo de mi hijo Efraín?
-Eso es.
-No te imaginas como lo amo. Estoy loco por él.
-Es normal querer a los hijos.
-Sí, yo quiero mucho a todos mis hijos, pero ahora efrain es muy especial.
Callé un momento, porque no quería preguntar lo que me quemaba en la boca.
-Finalmente ocurrió…
-¿Violaste a tu hijo!.
-¡Que exagerado eres! ¿Quién habla de violación. Yo le expliqué a mi Efrain que nadie, nadie en todo San José, iba a ser más cariñoso ni más cuidadoso haciéndolo, porque nadie lo quiere tanto como yo. Ten en cuenta las enfermedades que andan por ahí y los miserables que tanto hay. Y , además, hay en San José hombres con gorros gigantescos. Yo tuve un encuentro casual con uno que le mide más de treinta centímetros, y nunca quise citarme con él de nuevo. Yo no podía dejar a mí hijo que nadie le hiciera daño. Me costó mucho convencerlo, porque yo no quería que pasara de improviso, inesperadamente, como me ocurrió a mí con mi abuelo, y él se mostró muy indeciso. Quería que él aceptara y estuviera consciente para disfrutarlo desde el primer momento, que no sintiera tanto miedo y dolor como sentí yo la primera vez con mi abuelo..
-Así que lo violaste.-..
-No digas eso, hombre. Yo no lo violé, sino que lo amé profundamente. Y ya hace tres martes que lo llevo al apartamento donde nos reunimos los siete y ahora ocho con él..
-¿Has llevado allí a tu hijo de catorce años!
-Claro, así sabe todo lo que tiene que saber y nadie me lo va a malcriar.
-¿Y no se ha traumatizado?
-¡Qué dices! Está feliz de la vida, ha madurado. Ya es todo un hombre.
-Y los que se reúnen contigo, tu hermano Esti y tus cinco amigos, ¿no se escandalizaron?
-No hombre. Nosotros sabemos muy bien lo que hay que esperar de la vida y lo que hace todo el mundo. Todos se volvieron locos viendo a un niño tan bonito del que podían disfrutar. Ahora, se pelean para meterle el gorro y para ponerlo de rodillas, porque aseguran que mi Efrain hace las mejores mamadas de San José… Se va a poner muy fuerte, con las proteínas de tanto semen como se come. Estoy más orgulloso… Date cuenta que mi hermano y los otros cinco ya han comentado por todo San Juan lo especial y habilidoso que es mi Efrain. Como mi hermano Esti no tiene ningún hijo macho, me lo anda consintiendo a todas horas, lo lleva a la cancha, a la playa, a todos lados; mi Efrain dice que mi hermano tiene el gorro más largo que el mío y el doble de gordo, pero que el mío es más bonito. Yo ya sabía cómo es el gorro de mi hermano Esti, lo veo todos los martes y lo tuve adentro muchas veces, desde que era chico, por lo que comprendí que mi carajillo quería consentirme con una lisonja. Todos están enloquecidos con mi carajillo. Imagina; hay dos vecinos que han venido a ofrecerme muchos colones para que les preste a mi Efrain, pero yo los he mandado a la mierda por cobardes; a mi hijo hay que ganárselo y no está en venta. Pero esas visitas y los comentarios que andan por San José y demás me dan tanto orgullo…
Tuve que tomarme un respiro. Inspiré hondo. O ese individuo me estaba tomando el pelo o pertenecía a otra dimensión del universo. No quise plantearme a mí mismo cuestiones religiosas ni morales; sé que cada país es un universo diferente y he leído que países con regiones donde los hombres tuvieron que vivir solos mucho tiempo sin mujeres, usualmente se dan comportamientos amorosos con otros hombres y que eso ocurre en los cuarteles y hasta en los seminarios católicos, sin que ninguno se pregunte siquiera sobre la homosexualidad ni dude de su masculinidad. Sé que Australia y Alaska, como las pampas del surde Argentina, son tierras con esas costumbres. Cuando me sentí capaz de seguir la conversación, pregunté.
:-¿Y no te preocupa haber convertido a tu hijo en homosexual?
-¿Pero qué estás diciendo? Tú estás completamente mongolo y no sabes de lo que hablas. Mi Efrain no es marico. Es macho muy macho. El niño más macho de todo San José. Imagina. Ya ha culiado con once vecinas y una cuñada mía y les ha metido el gorro a todos sus amigos…

domingo, 17 de noviembre de 2019

UNA Y MIL NOCHES Cuentos del amor viril- Luis Melero

UNA Y MIL NOCHES

Cuentos del amor viril- Luis Melero

El recorrido entre el trabajo del campo en Extremadura y el éxito actual del restaurante, en un bello puerto turístico, había durado poco tiempo.
Román acababa de materializar el sueño con que escapaba, sobre el tractor, de la grisitud de su vida de tres años antes, porque casado a los veinte y con dos hijos, uno de nueve y otro de seis años, a los treinta. Nela le aburría, jugar con los niños sólo mitigaba un poco el aburrimiento, tedio que se hacía insoportable en cada uno de los minutos que transcurrían desde la siembra a la cosecha. Allí, parado encima del tractor junto a la dehesa, miraba con desazón y envidia hacia los jóvenes que acudían a retozar en el chaparral, sentimientos que jamás logró descifrar, porque le dominaba un deseo vehemente de descubrir otras cosas, otros panoramas, huir hacia aventuras y venturas que tenían que ser posibles en otros sitios, lugares donde ocurriesen los prodigios de "Las mil y una noches", y suponía que jamás reuniría el valor de buscarlos.
Aunque la muerte de su padre le entristeció, pasadas cinco semanas se sintió libre de exponerse a los riesgos que él no le había permitido correr. Abrumado y a punto de caer muchas veces en el desánimo por las advertencias de su madre, su hermana y su cuñado, y sobre todo por las airadas protestas de Nela, vendió el tractor, la finca y la casa, y compró el local en Puerto Marina.
Tenía treinta años cuando empezó la obra del restaurante, treinta y uno cuando descubrió lo buen cocinero que era, treinta y dos cuando tuvo que convencer a su madre, hermana y cuñado de que se mudasen con él para ayudarle, y ahora, a los treinta y tres, el dominical del periódico más importante de Madrid acababa de publicar en la sección turística un artículo donde elogiaba y recomendaba el "sorprendente Restaurante Monfragüe, la más sofisticada y deliciosa cocina familiar de caza".
Había llegado a la meta.
Tenía treinta y tres años y nadie le calculaba más de veinticinco. El tono cetrino de su bronceado campero se había vuelto tan rosado y resplandeciente como el de los turistas ricos de Puerto Banús. Comía opíparamente, pero como trabajaba hasta dieciséis horas en el restaurante y aprovechaba todas las pausas para nadar, su fornido cuerpo de trabajador rural mantenía el vientre plano como el de un adolescente y, de hecho, podía vestir con naturalidad como los adolescentes, porque nadie le observaba con ironía al usar la moderna y juvenil ropa que componía su armario; al contrario, descubría al pasar por la calle que le miraba golosamente gente mucho más joven que él. A su lado, cuando iban a misa los domingos agarrados del brazo, Nela comenzaba a parecer su madre y él parecía, cada vez más, el hermano mayor de sus hijos.
El aburrimiento renacía. La alegría por el comentario del periódico fue muy efímera, y otra vez sentía impulsos de correr en busca de un prodigio que debía de esperarle en un quimérico país de "Las mil y una noches".
Tenía que plantearse otras metas, como aventurarse a convertir el Monfragüe en el primero de una cadena de restaurantes con sucursales en las principales capitales de España y el extranjero. Algo así tenía que abordar, a ver si no iba a acabar como parecía muchas veces a punto de terminar en Extremadura, liándose la manta a la cabeza y escapando de Nela, sus parientes y sus hijos para buscar no sabía el qué.

Encontró una válvula de escape con el equipo de fútbol.
A Romy, su hijo mayor, de doce años, le gustaba jugar fútbol y lo hacía durante el verano a todas horas en la playa situada junto al puerto. Un día, pasó por allí el concejal de deportes y les propuso a los chicos formar parte de un equipo infantil representativo del municipio. Romy corrió a contárselo a su padre y éste tuvo que ir a hablar con el concejal, que a los quince minutos de conversación le ofreció la presidencia del equipo.
-Usted se ocuparía de todo, de elegir al entrenador, los ayudantes, la equipación y demás, así como de organizar los viajes. Porque vamos a entrar en una competición provincial.
Román aceptó sin tener claro si disponía de tiempo para ello. Los domingos, los días de partidos, era cuando el restaurante solía estar más lleno y, aunque su madre y su hermana habían aprendido ya a preparar sus platos, todas las manos eran pocas para atender a la clientela los fines de semana. Calculó que tendría que contratar a alguien más, pero iba a organizar el equipo porque el encargo le podía sacar de la rutina.
Y así fue.
Romy conocía a todos los chicos que jugaban al fútbol en la playa. Román se sorprendió por lo numerosas que eran sus amistades. En dos semanas, visitó guiado por su hijo las casas de treinta y cinco muchachos, veintiocho padres de los cuales aceptaron que también sus hijos formasen parte del equipo, a pesar de que tenía que abonar cada uno quince mil pesetas para la ropa. Una vez completada la plantilla de jugadores, necesitaba un cuadro técnico.
-Hay un morito que juega muy bien -le dijo Romy-. Viene siempre por las tardes, a la siete o así, y organiza partidos con sus amigos. Hammou marca siempre más de diez goles. Tienes que verlo. ¡Es un crack! Él puede ser el entrenador.
Antes de empezar a preparar las cosas en la cocina, esa tarde decidió echar una ojeada. Bajó a la playa con Romy, que le indicó:
-Míralo. Ése es Hammou.
Para ser marroquí, era demasiado moreno. Más bien tenía aspecto de egipcio del sur y sus facciones reforzaban la impresión, porque eran muy semejantes a las de Ramsés tercero que había visto reproducidas en las fotos del tempo de Abu Simbel. Debía de medir entre un metro setenta y cinco y un metro ochenta. Muy robusto, su cintura era sin embargo fina y su agilidad, extraordinaria. Corría sin descanso de un lado a otro, como si no le agotasen las carreras a través del campo de mullida arena. Durante los veinte minutos de que disponía Román, marcó cuatro goles, en los que parecía entregar el alma.
-Dile que venga al restaurante cuando termine el partido -le ordenó a Romy.
No pudo atenderle hasta que el trabajo aflojó. Lo había olvidado. Su hermana le recordó que "ese moro sigue esperándote en la barra". Miró el reloj; la una y media de la madrugada. Se sintió avergonzado.
-¿Ha comido algo? -le preguntó a su hermana.
-¡Qué va! No creo que tenga un duro. Cuando vino, le ofrecí una cerveza, pero no la quiso; sólo quería agua. Se ha bebido tres o cuatro jarras y ha acabado con todos los frutos secos que había en la bandeja de la barra. Lo menos medio kilo. Vaya caradura.
Se acercó al marroquí. Se sintió incapaz de calcular su edad y tampoco hubiera podido reconocerle de no saber que era él, porque mientras que jugando en la playa vestía más o menos como los demás futbolistas, ahora su ropa le hacía parecer casi un mendigo.
-Hola. ¿Te ha contado mi hijo de lo que se trata?
-No le entendí.
Hablaba español razonablemente bien.
-El ayuntamiento quiere formar un equipo de fútbol infantil. Necesitamos un entrenador.
-Yo busco trabajo.
-Pero... en el equipo sólo cobrarías dietas. ¿No trabajas?
-No.
-Como hablas español, creía que ya llevabas mucho tiempo en España.
-No. Hace cuatro meses, nada más.
-¿Y ya has aprendido el idioma?
-Lo hablaba antes de venir. Mi casa está muy cerca de Melilla. He estado más tiempo en Melilla que en Marruecos, ya sabes, buscándome la vida.
Román se dijo que había problemas. Seguramente, Hammou era un inmigrante ilegal. El ayuntamiento no lo aceptaría. Pero jugaba muy bien y era muy popular entre los chicos, según lo que había observado con Romy y sus amigos. Podía liderar el equipo. ¿Cómo lo resolvería? Decidió preguntar a bocajarro:
-¿No tienes papeles, verdad?
Hammou bajó los ojos.
-¿Has hecho alguna gestión?
-El consulado está en Algeciras. Antes de nada, necesito el pasaporte y no tengo... cómo ir.
-¿Cuántos años tienes?
-Veintidós.
-¿Crees que puedes entrenar el equipo? ¿Te gustaría?
-Sí.
-Voy a ver cómo lo puedo arreglar. ¿Dónde vives?
Hammou negó con la cabeza.
-¿Quieres decir que no tienes casa?
-Duermo en la playa.

Hammou terminó de pintar la fachada del restaurante en tres días. El chalé lo pintó de arriba abajo, por dentro y por fuera, en dos semanas, sin ayuda de nadie para mover muebles o encaramarse en los andamios entre dos escaleras de tijeras. Reparar la valla y pintarla le tomó dos días.
Román no sabía qué otro encargo hacerle. Preguntó a sus vecinos, la mayoría vacacionistas ocasionales, y ninguno buscaba quien le pintara la casa. Todavía estaban en plena temporada y no disponía de tiempo para acompañarle a Algeciras, a averiguar qué tenía que hacer para legalizar la situación. Era imposible emplearle en el restaurante sin papeles, expuesto a que un inspector de trabajo le multase, lo que era muy frecuente en verano a lo largo de la costa.
Le contó el problema al concejal de cultura que, viendo su interés por el marroquí, aceptó que fuese preparando provisionalmente el equipo antes de darlo por organizado, a cambio de alguna propina ocasional y la promesa de ayudar en las gestiones de legalización cuando llegase el momento.
-Escucha, Hammou, no puedo darte trabajo, pero podemos poner una tienda de campaña en el jardín de mi casa, para que duermas allí, porque lo que va a darte el ayuntamiento no te alcanzará para la pensión. Comerás en el Monfragüe. ¿Te parece bien?
Hammou asintió, sin levantar los ojos del suelo.
El equipo empezó a funcionar. Trasunto de Jeckyll y mister Hyde, Hammou era dos personas diferentes; una, en las cosas cotidianas y otra muy distinta cuando estaba en el campo de fútbol. Habitualmente taciturno, se volvía exuberante y alegre cuando aleccionaba a los niños y, sobre todo, cuando demostraba en la práctica cómo hacer pases, regates y fintas.

Hubo que esperar a septiembre.
El primer lunes del mes, a las cinco de la mañana, Román abrió la cremallera de la tienda de campaña instalada en el jardín, para despertar a Hammou. El muchacho dormía completamente desnudo y presentaba la lógica erección de un joven durmiente sano. Román sintió una turbación incomprensible, contemplándole mientras dudaba si hablarle, porque sus ojos fascinados se habían cosido al cuerpo relajado cuyas proporciones nunca se había parado a calibrar cuando corría en el campo de fútbol; dormía ladeado hacia la derecha, con una pierna flexionada y un brazo tras la nuca, flexiones que resaltaban la sinuosidad lustrosa de todos sus miembros. Los muslos eran gigantescos, pero estriados como si estuvieran tallados en ébano. Volvía a sentir la antigua necesidad de experimentar el vértigo de lo desconocido. Agitó la cabeza, como si quisiera negarse ante un demonio que le tentaba.
-Levántate, Hammou. Nos vamos a Algeciras.
Tal como estaba, desnudo, el marroquí corrió y se lanzó a la piscina. Román ignoraba que su aseo matinal consistiera en eso, aunque Nela ya le había dicho alguna madrugada que le parecía que hubiera alguien nadando. Todavía con la desconcertante turbación de antes, lo vio emerger por el borde, alzándose con la habilidad de un gimnasta; poseía un cuerpo que por fuerza debía atraer poderosamente a las mujeres, turgente, satinado y resplandecientemente tachonado con las gotas que brillaban en su piel.
-Vístete deprisa, mientras saco el coche del garaje. Desayunaremos por el camino.
Sólo había dormido tres horas; para vencer el sueño que aún le producía bostezos, Román inició la conversación en cuanto arrancó el coche.
-¿Cómo conseguiste entrar en la península?.
-En un camión.
-¿Te escondiste en un camión?
-Sí, pero no dentro. Debajo, entre los ejes.
-¿En serio?
-Traía una ropa muy bonita que me compró la mujer de mi hermano, pero se me llenó toda de grasa. En cuanto el camión llegó al barco, salí a tratar de lavarme, pero fue muy mala idea porque noté que los marineros me miraban y se habían dado cuenta de que era un polizón. Me escondí en los servicios. Un paisa que estaba meando, me preguntó en árabe qué me pasaba. Yo no hablo bien el árabe, porque soy bereber, así que él me preguntó en español si tenía problemas. Primero tuve miedo, porque hay musulmanes en Melilla que son más policías que los policías, pero él se dio cuenta y me contó que trabajaba en Bélgica y que viajaba de regreso con su mujer y su hija. Como no sabía qué hacer, le dije lo que pasaba. Me mandó que tirara la camisa llena de grasa y me dio la camiseta que él llevaba debajo de la suya, y me dijo que me encerrara en el retrete hasta que volviera. Volvió a los diez minutos, pasándome por debajo de la puertecilla una cazadora de cuero. Luego, me llevó a cubierta con su familia. Su hija se agarró de mi brazo, haciendo como que era mi novia. Así pasamos la aduana de Málaga.
-¿Por qué viniste?
-Tengo nueve hermanos y mi padre se fue hace dos años con otra madre; ahora ya no le da dinero a la mía. Tenemos muchos problemas y los cuatro hermanos que son mayores que yo ya están casados. Tengo que ayudar. Las dos veces que me ha dado dinero el concejal se lo mandé a ella.
Admirado, Román notó que resbalaba una lágrima por la mejilla de Hammou.
-Sientes nostalgia de tu familia, ¿no?
-No -respondio Hammou con firmeza-. Tengo que ser importante en España antes de volver allí. Mi madre consultó con la bruja, que dijo que yo iba a encontrar a un hombre en España que me haría famoso.
Desayunaron en el primer café que encontraron abierto, en Estepona. Román observó que la melancolía que le causara una lágrima había sido sustituida, sin transición, por una alegría expansiva; Hammou reía sin parar, casi sin venir a cuento. Cuando reiniciaron la marcha, el joven dijo:
-Yo pienso que tú eres ese hombre.
-¿Quién?
-El que dijo la bruja.
-¿El que va a hacerte famoso? Creo que no.
-¿Me vas a echar?
-No, hombre, qué va. Lo que quiero decir es que no creo que yo pueda hacerte famoso de ninguna manera.
-Sí, con el fútbol. Todos decían en mi pueblo que soy mejor que Ben Barek. Sé que un día encontrarás a alguien que me abrirá la puerta de un club importante.
Román apretó los labios. Hammou se estaba haciendo demasiadas ilusiones.
-Hace calor -dijo el marroquí.
-Sí. Empieza a hacer calor. Menos mal que tenemos el sol de espaldas.
-Voy a ponerme el pantalón corto.
-Sólo faltan cincuenta kilómetros.
-Me cambiaré otra vez al llegar.
Hammou sacó el short de la bolsa de mano, se quitó los tenis y se bajó el pantalón. Antes de quitarse el calzoncillo, Román notó que se acariciaba la entrepierna; cuando se lo bajó, tenía una erección. Román fijó la mirada al frente, con las manos crispadas en el volante; no quería que volviera el desconcierto, se negaba a mirar de reojo siquiera.
-Éste es un rebelde -dijo Hammou agitándose el pene-. Si no me corro por las mañanas, sigue revoltoso hasta mediodía. Quiere su ración.
-Vamos, Hammou, ponte el short, no sea que pasemos un autobús y la gente se dé cuenta de que vas en cueros.
-¿No quieres tocar un poco? Esta mañana te quedaste mucho rato mirándome.
El muy zorro se había hecho el dormido. La vaga e inexplicable inquietud de Román fue desplazada por el enojo.
-¡Cúbrete de una vez, Hammou!
Alarmado por su tono, el joven obedeció.

Tuvieron que hacer cola a la puerta del consulado durante dos horas. El funcionario, un treintañero delgado que parecía sacado de una tópica película de ambiente árabe, les explicó los trámites y adoptó una actitud que a Román le hizo suponer que esperaba un regalo. Le quitó de las manos a Hammou los papeles que aportaba, que según el funcionario no servían para nada, introdujo un billete de cinco mil pesetas entre ellos y volvió a dárselos al diplomático. Al parecer, los papeles se habían vuelto útiles de repente.
El trámite ante las autoridades marroquíes iba por buen camino. A continuación, deberían realizar las restantes gestiones ante las españolas. De regreso, antes de llegar a Estepona, la carretera rozaba la playa.
-¿Podríamos parar a nadar un poco? -preguntó Hammou.
-Hay mucho trabajo en el restaurante.
-Son cinco minutos. Tengo mucho calor.
-Vale. Cinco minutos.
De nuevo se cambió de calzón dentro del coche, sin cubrirse. La erección continuaba. Román no se desnudó. A través del parabrisas, lo vio zambullirse, mientras él luchaba contra la persistente inquietud; Hammou era un animal bello, ágil, vital, gozoso, despreocupado y carente de doblez. Con la misma naturalidad con que le había invitado a tocarle, había pasado la página para comportarse como un muchacho ilusionado por la inminente resolución de todas sus dificultades, las documentales y las demás. Horrorizado, Román descubrió que se reprochaba no haber tocado.
Al reanudar el viaje, tuvo que resistir muchas veces el impulso. La mano derecha se le escapaba hacia el muslo de Hammou cada vez que cambiaba de marcha, y la retiraba como si le diera un calambre. Su humor era tan sombrío, que apenas escuchaba al marroquí:
-En mi pueblo, es imposible follar con una muchacha. Tenemos que bajar a Nador para hacerlo con las putas, pero cuesta demasiado y es muy peligroso; todas están sucias; cuándo íbamos cuatro o cinco, teníamos que hacerlo con la misma para que nos saliera más barato y a la puta ni siquiera le daba tiempo de lavarse antes de pasar el siguiente. Mis dos hermanos cogieron enfermedades; al mayor, que se llama Mimon, lo rechazó el padre de su novia cuando se enteró de que tenía sífilis y mi madre tuvo que hablar con otra, perdiendo los regalos que ya le había dado a la primera. Hay muchos que lo hacen con las cabras, pero a mí me da asco y siempre hay algún muchacho más joven que no protesta porque se lo hagamos y es mucho mejor. A mí nunca me lo hicieron de chico, porque mis hermanos mayores me decían que no lo permitiera y una vez le dieron una paliza a uno que lo intentó cuando yo tenía once años, que lo pillaron cuando ya me había desnudado y vuelto boca abajo en la cama de mi madre; lo majaron a palos aunque era primo de mi padre y ellos le tenían mucho respeto, y me parece que le habían dejado que lo hiciera con ellos cuando eran tan jóvenes como yo, porque el primo de mi padre les hacía muchos regalos; lo que pasa es que cuando eres mayor y llega la hora en que eres tú el que te follas a los más jóvenes, no te gusta recordar que, según qué gente, por asquerosa, te lo haya hecho; porque esos que tienen los dientes negros son los más sucios y casi siempre tienen enfermedades. Mi madre me decía todos los días que tuviera cuidado si yo lo hacía con alguno, pero que no dejara que me lo hicieran a mí. Un amigo mío que ahora está en Francia, y que se llama Nadir, insistía mucho cuando teníamos quince años, a pesar de que esa es la edad que ya comienzas a dejar de ser el que se deja y a querer dar tú; aunque tenía curiosidad, porque todos mis amigos decían que da mucho gusto cuando uno se la menea con una polla dentro del culo, yo no le dejé, porque Nadir tiene una polla que es el doble más grande que la mía, y eso que yo tengo diecinueve centímetros, y me daba miedo. Entonces, como él decía que me quería mucho y aunque insistía yo no quería, porque, además del bicho que tiene, es mi amigo, me llevaba con él cuando iba a follarse a un primo mío, que no protestaba y que me parece que es un poco mariquita. Se lo follaba siempre en el mismo sitio, contra una roca que había al lado de un algarrobo que nos tapaba del camino; le gustaba que yo me subiera a la roca y que me la meneara cerca de su cara mientras él follaba con mi primo, que gritaba igual que una mujer. Siempre le hacía sangre, porque su polla es así, mira, Román, así, como este apoyabrazos. Tendrías que verla. Cuando pase por aquí en las vacaciones camino de Melilla, le diré que venga a enseñártela. Yo creo que es casi tan grande como la del burro que tiene mi madre. Mira si es grande, que cada vez que yo se la metía a mi primo después que él, estaba tan abierto que no sentía nada y no me gustaba. Nadir quiso que yo se la metiera el día antes de irse a Francia, aunque ya no tenía edad de dejarse follar, porque había cumplido los dieciocho; me dijo que ya que no quería que él me follara a mí, le hiciera por lo menos una paja con mi mano mientras yo se la metía. Me costó trabajo, porque, como es mi amigo, me sentía un poco cortado, y además tardó mucho rato en correrse, y yo sin parar de bombear aquello tan asqueroso de tan grande que es, y que me estaba haciendo sudar por la fuerza que tenía que hacer; tardó tanto, que quiso metérmela por cojones; estuvo hasta llorando, pidiéndome por favor que le dejara, y lo que hice fue obligarle a correrse con la boca, para que me dejara tranquilo. El año pasado, vino de vacaciones con su mujer, porque se ha casado con una francesa, y entonces, aunque ya teníamos los dos veintiún años, sí le dejé que me la metiera después de metérsela yo, porque me dio mucha alegría que volviera, y no me dolió porque ya soy un hombre.
Román tragó saliva. La desinhibición del joven era asombrosa, y su carencia de pudor por lo que estaba relatando, increíble, pero él sentía crecer el desconcierto y la turbación. Suspiró aliviado cuando aparcó junto al restaurante.

El equipo marchaba bien. Entusiasmado con su genialidad futbolística y por lo bien que conducía a los muchachos, el concejal comenzó a interesarse por los problemas legales de Hammou, impaciente por formalizar su fichaje para asegurarse de que iba a continuar la labor toda la temporada. Una vez resueltos los trámites del consulado, le prometió a Román que realizaría gestiones para solucionar los españoles en un plazo breve.
-¿Tendría problemas si le diera trabajo en el restaurante? -preguntó Román.
-No creo. Ahora que comienza la temporada baja, la vigilancia afloja mucho. Pero no te preocupes; si apareciera un inspector, dile que es empleado del ayuntamiento, que sus papeles los tengo yo y que venga a hablar conmigo.
Hammou engrosó la plantilla del Monfragüe, en la que, despedidos ya los refuerzos del verano, sólo figuraban dos camareros que no eran parientes de Román. La hermana llevaba la caja y se responsabilizaba del almacén; el cuñado se tomaba muy a pecho su papel de maitre y la madre hacía de pinche en la cocina. Nela realizaba la decoración floral, que renovaba cada dos días, comprando ella misma las flores y negándose a que cualquier otro las eligiera. También los dos hijos se empeñaban en colaborar con frecuencia a la hora de montar las mesas. De modo que lo único que Román podía encargarle a Hammou era de la limpieza matinal, que apenas representaba el retoque y mejora de lo que los camareros habían limpiado de madrugada.
-Eres un loco -le dijo a Román su hermana-, darle la llave a ese moro, para que se hinche de robarte.
-No le llames "moro", por favor, Carmela. Ellos creen que esa palabra es un insulto. Sabes de sobra su nombre.
-Muchas molestias te tomas tú por el moro ése, que un día va a dejarte con el culo al aire. Cualquier día, vendremos a abrir el restaurante y nos encontraremos que se ha llevado la registradora.
-Quítate esas ideas de la cabeza, Carmela. Hammou es incapaz de robar ni un caramelo.
-¿Qué sabrás tú? Todos los atracos que trae el periódico son moros los que los hacen.
A Hammou le intimidaba Carmela; siempre se ponía nervioso cuando se le acercaba o cuando notaba que le estaba acechando; en tales momentos se mostraba torpe y cohibido, deseoso de echar a correr. Un día, cuando ya llevaba un mes trabajando en el Monfragüe, cuyas vitrinas, espejos, botellas y cristalería brillaban como nunca, llegaron al mismo tiempo, a las once, Carmela y Román. Con el suelo, las cristaleras y los espejos ya relucientes, el marroquí se encontraba pulimentando con un paño las copas de vino y las de agua, que iba colocando de nuevo en las mesas. Carmela se detuvo junto a él y le dijo con tono muy ácido:
-Te he explicado un montón de veces que las colocas al revés. Eres un estúpido.
Román observó que palidecía. Sujetando el paño en la mano derecha y la copa que pulimentaba en la izquierda, se paró, mirando con expresión indescifrable a la hermana. Con mano temblorosa, fue a poner la copa junto a la otra, tal como se le acababa de indicar; a causa del temblor, golpeó entre sí las dos copas, que se rompieron a la vez. Mientras contemplaba los fragmentos de cristal esparcidos sobre el mantel de color salmón, la piel del marroquí se había vuelto de cera.
-¡Moro de mierda! -gritó Carmela-. Eres un inútil y un desgraciado.
Como si tuviera ganas de golpear, Hammou tiró violentamente el paño sobre la mesa y corrió a ocultarse en la cocina.
-Carmela, Carmela... -murmuró admonitoriamente Román, y fue tras Hammou, previendo lo que iba a encontrar.
En la cocina, había un cuartillo más allá de las cámaras frigoríficas, donde los camareros disponían de seis taquillas para guardar la ropa. Hammou estaba dentro, con la puerta cerrada. Román intentó abrir, pero el pestillo se encontraba echado. Trató de oír. Sonaban golpes sordos, aunque propinados con mucha fuerza.
-Hammou -dijo muy bajo-. No se lo tomes en cuenta. Abre, vamos a hablar.
Los golpes dejaron de sonar, pero la puerta permaneció cerrada.
-Venga, Hammou, abre.
-No puedo.
-¿Por qué?
-Te vas a cabrear conmigo.
-No.
-Sí.
-Coño, abre, Hammou. Me estás poniendo nervioso.
La puerta se entrebrió.
-Entra -le dijo Hammou, y cerró de nuevo con Román dentro.
Éste descubrió al instante las manchas de sangre en la pared. Comprendió lo que había pasado.
-Enséñame la mano.
Hammou se resistió, pero Román le tomó la muñeca y le obligó a torcerla para examinar las heridas. Los huesos de los nudillos eras visibles a través de la piel hecha jirones y la sangre
-Joder, Hammou. Tengo que llevarte en seguida al hospital. Estás como un cencerro. Venga, vamos.
-Me va a gritar otra vez.
-No le hagas caso a mi hermana. Venga, vamos, antes de que se nos haga tarde para volver a trabajar.
Con la espalda apoyada contra la puerta, Hammou se abrazó a Román
-Perdona por manchar la pared.
Aunque nervioso por lo que el abrazo le hacía sentir, Román consideró que agravaría la situación si le empujaba para rechazarle.
-No te preocupes por eso. Es una tontería. Vamos a que te curen.
-La aguanto porque te quiero.
-Ya lo sé. También a mí me dan ganas de darle una hostia.
-Yo te quiero mucho, Román. Y ella quiere echarme.
-No te preocupes. No lo va a conseguir.
-Si ella te convence para que me eches, me mato.
Román sintió lo que estaba ocurriendo bajo el pantalón de Hammou. Espantado, trató de separarse. El marroquí se lo impidió. Forzó más el abrazo y de modo inesperado le mordió los labios para que no pudiera rechazar el beso.
Román cerró los ojos. ¿Qué le estaba pasando? Su cuerpo estaba respondiendo como el de Hammou y unas ondas deliciosas le recorrían el espinazo mientras un siroco insoportable agitaba su corazón. ¿Qué demonios significaba eso?
-Vámonos al hospital -dijo, mientras apartaba con energía a Hammou.

Cuando terminaba los preparativos del restaurante para afrontar la siguiente temporada de verano, Román miró con orgullo el trofeo que intentaba colocar del mejor modo en la vitrina. Romy, su hijo, había querido que se expusiera allí, ya que su padre no vivía en su casa. El equipo había resultado campeón de la liga provincial infantil; aparte del trofeo grande, entregaron otros más pequeños a cada uno de los chicos. A Romy, por ser el capitán, le habían premiado con uno de tamaño intermedio, que Román cambió varias veces de posición hasta conseguir que el nombre de su hijo fuese legible.
-¿Va a venir Hammou? -preguntó Romy.
-No, hijo. Ya pasó la prueba para que el Málaga lo contrate, pero todavía tienen que hacerle hoy el reconocimiento médico.
-¿Ya no va a entrenarnos más a nosotros?
-Me parece que sí. Aunque consiga ser titular en el Málaga, le permiten venir a entrenaros dos veces por semana.
-¿Cuándo vas a llevarme a vuestra casa?
-Cuando quieras.
-¿El martes, que cierras el restaurante?
-¿No tienes colegio?
-Las vacaciones empiezan mañana, ¿no te acuerdas?
-Disculpa, hijo. No me acordaba. ¿Te han aprobado?
-Claro. Díselo a Hammou, porque me prometió regalarme un balón firmado por los jugadores del Málaga si las aprobaba todas.
-Esta noche se lo diré cuando llegue a casa. No te preocupes.
Esa noche que sería una de mil, entre los miles de noches que habrían de sobrevolar juntos todas las rutas mágicas del oriente y el occidente.

domingo, 10 de noviembre de 2019

sábado, 9 de noviembre de 2019