lunes, 31 de enero de 2011

UN CUENTO PARA UNA PRINCESA



XANA DE TARDE EN TARDE

Cuento dedicado a Doña Letizia Ortiz, recordando Asturias. Me respondió con una tarjeta de agradecimiento, pero en relidad no sé si lo leyó

En la revista Integral , una mujer solicitaba "un ayudante para ciertas tareas campesinas, que no fume, que tenga coche o furgoneta y esté dispuesto a acompañarme a vender productos naturales en mercadillos. A cambio, ofrezco vivienda, comida y pequeña ayuda económica". Incluía un número de teléfono con el prefijo 985, pero no indicaba más señas. Había otros reclamos interesantes, pero ése atrajo su mirada de manera casi subyugante, haciendo que los demás parecieran borrosos.
Damián dejó abierta la revista por la página de anuncios, sujeta con el cenicero, en medio del desorden monumental de la habitación donde vivía de prestado. ¿A qué zona correspondería el 985? No disponía de mapas ni de una agenda donde figurasen los prefijos. Más tarde, se acercaría al locutorio de Telefónica para averiguarlo; antes, trataría de imaginar cómo podía ser la mujer que buscaba un ayudante, a quien ofrecía "vivienda, comida y pequeña ayuda económica". ¿Joven?; no demasiado, de otro modo no necesitaría esa clase de anuncio. ¿Vieja?; tampoco, temería a los desconocidos. Debía de tener sobre cuarenta, probablemente una viuda cuyos hijos habían emigrado del campo a la ciudad, en busca de nuevos horizontes.
Antes de llamarla, debía meditar si iba a ser capaz de dejar de fumar. De todos modos fumaba cada día menos, obligado por las circunstancias, ya que sólo le quedaban noventa euros y no vislumbraba en el futuro inmediato la posibilidad ni siquiera remota de conseguir empleo. Podía dejar de fumar, naturalmente que sí.
Damián Sanz tenía treinta y nueve años, y era cuanto podía afirmar que tenía, aparte del coche, porque lo había perdido todo hacía diecisiete meses. Todo. Siete de años de trabajo en un bar donde, a los treinta, sepultó todos sus ahorros; siete años había resistido, trabajando hasta veinte horas diarias, y nunca había conseguido más que sobrevivir acosado por las deudas. Un desahucio por orden del banco le había quitado ese precario medio de supervivencia a los treinta y siete, tras lo que descubrió con desolación e ira que la Seguridad Social no le reconocía el derecho a subsidio de paro aunque había cotizado escrupulosamente, como autónomo, todos los meses de esos siete años. Y no había nadie dispuesto a dar empleo a un hombre casi cuarentón; los anuncios lo dejaban claro: "máximo 30 años", exigían casi todos y los que no, situaban el límite a los veinticinco o veintiséis. Con treinta y nueve, a efectos laborales era un muerto civil. Nadie le iba a emplear y las instituciones le sugerían por activa y por pasiva que debía convertirse en un mendigo o disolverse en la nada.
Diecisiete meses había sobrevivido malvendiendo sus pertenencias. Ahora, el coche era lo único que tenía. Y treinta y nueve años. Y una habitación cedida por un amigo... "pero sólo un par de meses, ¿eh?", y habían pasado tres ya.

Le gustó la voz de la mujer. Igual que un torrente fresco de montaña, como un surtidor de estrellas. Consideró una descortesía preguntarle la edad, pero estaba claro que no era vieja. La voz sonaba argentina, sin falsetes ni resoplidos. Tirando por lo alto, podía tener unos cuarenta y cinco.
Le citó en una gasolinera de carretera cercana a Pola de Lena "porque si te digo que vengas en el coche hasta la aldea, te resultaría muy complicado encontrar el camino, te liarías y te podrías perder". Ella iba a viajar en autobús hasta Pola y luego tomaría un taxi hasta la gasolinera. Sólo le había dicho que vestiría una zamarra roja y que se llamaba Lina; a su vez, Damián le había descrito su ropa, una pelliza azul oscuro y un pantalón vaquero.
Era la hora del café de sobremesa cuando llegó al restaurante de la gasolinera y el mostrador estaba lleno. A lo largo de la barra sólo vio una zamarra roja. Examinada de perfil, la mujer tenía una apariencia desagradable; caduca, algo gorda y muy fofa, el pelo desgreñado y doble papada. ¿La abordaba?, ¿qué otra salida tenía? Había gastado en gasolina la mitad de su capital tras devolver la llave de la habitación a su amigo. Se acercaría, qué remedio.
La mujer volvió la cabeza hacia él y, al reconocerlo, le sonrió. Damián había debido de sufrir alguna clase de ilusión óptica; enfocando mejor la vista, la mujer no sólo no era gorda, sino que poseía una estilizada figura cercana a lo escultural, una bellísima sonrisa, hermoso pelo castaño muy claro y ojos vivísimos, chispeantes de luz, de color verde mar. Su edad no superaba los treinta años. El corazón de Damián se aceleró.
-¿Has tenido buen viaje?
La voz sonó algo rasposa, diferente de la musicalidad oída en el auricular del teléfono.
-Los últimos kilómetros han sido difíciles. El pavimento está helado y no traigo cadenas.
-Ahora compraremos un juego.
Esta vez, la voz sí era la misma del teléfono. ¿Qué distorsión extraña arrebataba sus sentidos? En menos de dos minutos, había sufrido una alucinación visual y otra auditiva. Estaría más cansado de lo que suponía, a causa del viaje... y el ayuno.

Tras comprar el juego de cadenas y ajustarlo a las ruedas, Damián condujo según le fue indicando Lina.
-Mi casa está al borde de un parque natural protegido -afirmó- Se llama Somiedu, pero no da miedo sino muchísima alegría. Serás feliz.
Conforme ascendían por el estrecho camino, Damián descubrió que cruzaban incesantemente el umbral de un paraíso que sólo se desvelaba según iba rebasándolo el coche. Valles y montañas completamente verdes, umbríos en unas laderas y reverberantes en otras. ¡Cuánta belleza encerraba esa tierra! Había creído exagerado lo que le decían sobre el paisaje asturiano, y la realidad superaba las descripciones aunque de una manera incomprensible; frente al parabrisas, los brezales parecían mustios, amarronados, como arrasados por el fuego, lo mismo que los extensos matorrales de tojo, en los que sólo apreciaba espinas, pero en cuanto los alcanzaba el coche, descubría que su vista padecía alguna clase de desenfoque, ya que por las ventanillas laterales le deslumbraba un fresco verdor salpicado aquí y allá de hayedos, con brotes de primavera, y robledales cargados de bellotas pero con las hojas verdes de junio. Para un mediterráneo como él, el panorama, que comprendía todos los matices imaginables del verde, parecía sobrenatural, impresión acentuada por los jirones de niebla que ascendían de un riachuelo oculto por los sotos. Se repitió a sí mismo que ingresaba en el paraíso, un mundo prodigioso donde cualquier sueño se podía materializar. ¿Había acabado el sufrimiento de diecisiete meses?
Procuraba mantener la mirada fija al frente para no resultar descortés observando a Lina con descaro. Su cansancio era, evidentemente, muy agudo a causa de lo mal que se había alimentado las últimas semanas, y no paraba de sufrir alucinaciones. Ya que, en ocasiones, miraba de reojo las piernas de la mujer sentada a su lado y eran unos cilindros gruesos, informes, repulsivos, pero cuando fijaba la mirada para constatar la exactitud de la observación, resultaban ser unas piernas maravillosamente torneadas, como si viajase Marlene Dietrich en el asiento del copiloto, una diosa con las luces y todas las sugestiones de una fantasía cinematográfica.
-Ahí es -señaló Lina hacia una construcción de piedra, alzada junto a media docena más de pequeños edificios.
Se trataba de una casa minúscula pero de aspecto muy acogedor. Tenía las ventanas pintadas de verde y había muchos tiestos en los alféizares. Aunque no presentaban la sensualidad multicolor de las macetas mediterráneas, proporcionaban a la vivienda una pincelada de mimo, revelando que su dueña era una persona primorosa y de buen carácter. La contemplación de la casita redobló la esperanza que no había parado de crecer en el pecho de Damián durante el viaje. Una vez estacionado el coche, cuando él fue a trasladar su equipaje, Lina tomó la maleta más pesada.
-No, por favor -protestó Damián, escandalizado-. Ésa la llevo yo. En realidad, no tienes que cargar ninguna.
-¿Qué te has creído, que soy una damisela raquítica? -la expresión de Lina no tenía nada de humorística aunque la frase lo fuera. Parecía enojada de un modo que no sólo zanjaba la cuestión, sino que descartaba la discrepancia de manera desdeñosa e imperativa.
Sin explicarse por qué, Damián presintió que no convenía contradecirle. Idea que no le produjo enojo, sino que le hizo sentir feliz.

El piso superior de la casa era diáfano y sólo un biombo separaba el espacio que serviría de dormitorio a Damián del perteneciente a Lina. La situación resultaba extraña, puesto que esa hermosa y apetecible señora parecía no temer su proximidad, ya que no oponía verdaderas barreras a un desconocido a quien ni siquiera le había pedido fotocopia del carné de identidad como medida de precaución. Damián decidió no romperse la cabeza con las conjeturas; si ella no le temía, él tenía aún menos que temer. Una vez deshecho el equipaje, Lina llamó desde abajo:
-¡Damián! la cena está preparada.
Cuando inició el descenso por la escalera de madera y sin pasamanos, Damián llegó, definitivamente, a la conclusión de que sufría agotamiento muy grave, ya que le pareció que todo el piso inferior estaba envuelto en brumas; los perfiles era imprecisos, dibujando un paisaje gélido bajo el crepúsculo polar, con árboles fantasmagóricos que llevaban siglos petrificados. Mas la neblinosa mirada se despejó al bajar el último peldaño; de repente, la gran sala-cocina estaba iluminada muy cálidamente por la luz eléctrica y el fogón, y la mesa de maciza madera presentaba un banquete principesco, que Lina había preparado y dispuesto en sólo los veinticinco minutos que Damián había tardado en ordenar su ropa y enseres. El conjunto parecía un cuadro, un barroco lienzo donde el pintor se hubiera empeñado en reproducir con primor las más apetitosas exquisiteces del mundo, una sinfonía de colores y aromas que saciaba con sólo contemplarla.

Despertó por el ruido que Lina producía trajinando en la cocina. Antes de salir de la cama, Damián halló sorprendente su estado, tanto físico como mental. No le habían asaltado durante la noche las pesadillas angustiosas que perturbaran sus noches los últimos diecisiete meses, sino todo lo contrario; había protagonizado un sueño maravilloso; sí, tenía que ser un sueño, porque tales cosas nunca ocurren en la vida real: el ascenso a la gloria, la plenitud de sus facultades viriles ejercitadas hasta el vértigo, el recorrido por senderos orillados de colores y perfumes arrebatadores, el viaje de retorno a la adolescencia que revelaba la humedad de su calzoncillo. Sentíase vigoroso, pleno y colmado de posibilidades. Miró el reloj; sí, debía de continuar soñando, porque de estar de veras despierto había dormido profundamente y sin interrupciones más de ocho horas, algo que había olvidado que fuera posible. Debía prepararse para el trabajo; se puso la ropa apropiada y bajó. Otra vez tuvo la impresión, desde lo alto de la escalera, de que el piso inferior estuviera envuelto en brumas grises, una opacidad lechosa que lo desdibujaba todo, pero cuando su pie derecho tocó el suelo de grandes losas de piedra, descubrió que no había bruma, que todo estaba lleno de color, la madera pintada de azul, el mantel rojo, las flores silvestres y las ristras de embutidos caseros que colgaban de la chimenea del llar. Lo único que continuaba siendo impreciso era la silueta de Lina, vuelta de espaldas a él. Mas, cuando ella giró la cabeza para saludarle, brilló más que toda la estancia. Una presencia refulgente que retumbó en su pecho como una buenaventura.
-Buenos días, Damián. El desayuno estará listo en un par de minutos.
-Me alcanza con un café.
Lina rió como si sonaran campanas de cristal, caramillos y ocarinas.
-Los del sur no sabéis comer para un clima como el asturiano. Necesitas más sustancia que por allí abajo, muchas calorías para enfrentarte al clima de las montañas cantábricas.
-,Qué trabajo hago esta mañana?
-¿Tienes que preguntármelo? Tú, sal al terruño, y que te lo dicte la intuición.
Damián halló harto sorprendente la respuesta. Después de todo, se trataba de una mujer que hacía frente a la vida en soledad, y quién sabe cuáles serían sus rarezas. Lina colocó en la mesa, ante él, un plato muy grande sobre el que le ofrecía el desayuno más opíparo que había tenido en diecisiete meses: dos huevos, chorizos, una morcilla, panceta y patatas fritas con cebolla, un tomate asado y una remolacha pelada. Al lado, un trozo de pan que, por sí solo, representaba una golosina, de tan crujiente y bien dorado. Mientras comía con un voracísimo apetito que ignoraba sentir, Damián volvió a preguntar:
-¿No has pensado qué quieres exactamente que haga?
-Mira el campo y decide tú.

Lo que Lina había llamado “campo” era un retazo de huerto que parecía impreso en un envase de herbolario; los caballones, trazados con tiralíneas, dibujaban rectángulos perfectos llenos de yerbaluisa, menta, lavanda, hierbabuena, sésamo, romero, tomillo y otras muchas plantas imposibles, tomando en consideración que se encontraba en la Cordillera Cantábrica, que el otoño estaba a punto de acabar y que el paisaje que ascendía por la ladera de la montaña aparecía cubierto de escarcha. Curado de asombro, Damián supuso que alguna clase de prodigio creaba un microclima en el terreno cercado de aulagas doradas de tan floridas, adelfas salpicadas de rojo púrpura, zarzamoras a punto de abatirse por el peso de los frutos y endrinos rebosantes de bayas, aunque un poco más lejos podía distinguir con nitidez el marrón mustio de los brezales. Sin la menor extrañeza, recolectó con cuidado lo que le pareció que estaba maduro como para ser vendido en el mercadillo, hizo manojos pequeños, lo dispuso todo en un poyete de piedra adosado a la casa y llamó a Lina.
-¡Maravilloso! -alabó ésta-. Mereces tu suerte.
Damián la observó, tratando de encontrar sentido a la frase de significado inextricable. ¿Suerte?, sí, era una suerte inmensa sentirse como se sentía tras diecisiete meses de zozobra. ¿Merecimiento?, sí, merecía esa suerte porque había anhelado hasta la extenuación una salida y, una vez que la había encontrado, estaba dispuesto a cualquier sacrificio por conservarla.
-Pues nada hará que la pierdas -dijo Lina, y Damián se preguntó si, en lugar de meditar, habría estado hablando en voz alta.

Sólo tuvieron que permanecer tres horas y media en el mercadillo, porque la mercancía se agotó. Antes de poner el coche en marcha, Damián extendió el dinero, ordenado sobre el salpicadero.
-¿Qué estás haciendo? -preguntó Lina.
-Presentarte cuentas.
-Las pesetes no me interesan y ni siquiera tengo idea de su valor. Guarda eso, me ofende mirarlo.
-No comprendo.
-Tú manejarás el dinero y te ocuparás de que todo funcione.
Damián seguía sin comprender. Tal vez se trataba de una prueba; sí, eso tenía que ser: Lina le tentaba para comprobar su grado de honradez. Pues bien, no necesitaría realizar ningún esfuerzo, porque se sentía tan portentosamente bien que en modo alguno tomaría una moneda que ella no le hubiera autorizado ni haría nada que la ofendiera, ni siquiera que pudiera enojarla. Jamás rozaría ni por asomo el territorio abstracto donde vivieran los enfados y los desagrados de Lina. Ella le miraba con íntima complacencia y Damián sintió la mirada como un flujo que recorría escrutadoramente su alma, un escrutinio que calibraba uno a uno todos sus resortes y que, al final, resultaba satisfactorio para la apreciativa luz azul que refulgía en el fondo de sus pupilas.
-Toma -dijo Lina, ofreciéndole una manzana que sacó del bolsillo como si se hubiera materializado de la nada, convertido un rayo de sol en jugosa pulpa.
Sin dejar de observar el camino por donde transitaban ni soltar el volante, Damián miró de reojo la fruta; de forma perfecta y muy lustrosa, su color iba del amarillo al granate. Una manzana recortada de un cuadro holandés o traída a través del tiempo desde el árbol del bien y del mal del edén.
La mordió distraídamente, porque la vía era muy estrecha y sinuosa, y temía que las ruedas patinasen sobre el terreno helado. En el momento que el trozo de manzana entró en contacto con su paladar fue como un estallido de pirotecnia levantina, como si cada uno de los átomos de su boca hubiera sido alcanzado por un estruendo de sabor visible como luces mágicas. Una singladura por los mares más amenos y lujuriantes de cualquiera de los trópicos. Una travesía por todas las alegrías y todos los placeres. Un viaje a través de la Galaxia. Comió con avidez la totalidad del fruto, como si parar de comer significase el vacío y la soledad. Después de experimentar un placer palatial de intensidad tan extraordinaria, nunca sería capaz de saborear una manzana que no le hubiera entregado Lina.
Ella sonreía con placidez, de un modo que le hizo sentir que conocía al detalle y aprobaba cada una de sus sensaciones.
Damián sonrió también con gratitud, con amor, con arrebato. El tormento de diecisiete meses de incertidumbre y desesperación había terminado. Miró de reojo las hermosísimas piernas de Lina. Quería tocar, pero jamás lo haría sin su consentimiento. La deseaba, pero sólo se atrevería a mirarla reveladoramente cuando ella se mostrase dispuesta. ¡Qué feliz podía ser a su lado! Tanto, que haría esfuerzos sobrehumanos para merecerla. Nada le apetecía que no fuese una vida eterna compartida con Lina.

¿Has visto qué buen mozo acompañaba hoy a Lina? -comentó la cacharrera a su marido, mientras recogían el tenderete situado junto al espacio que ocupara el de Damián.
-¿Cómo lo habrá pescado, a sus años?
-¡Quién sabe! El chico parecía muy feliz.
-Pero no tendrá ni cuarenta años...
-Lina es Lina.
-Por Somiedu dicen que es la última de una estirpe muy antigua de xanas.
-Pues será xana de tarde en tarde, Arturo, porque, si no, no habría sufrido aquel accidente que la tuvo a punto de morir en el hospital hace nada más que cinco meses.
-Sí, pero con los casi noventa años que tiene, cualquiera que no fuese xana habría muerto y ¿qué vemos ahora? A una mujer con tantas ganas de vivir como una muchacha. ¿No te has dado cuenta de cómo lo miraba?
-Era amor correspondido, Arturo. Él la miraba igual.

domingo, 30 de enero de 2011

UN CUENTO TRHILLER ESPANTOSO


LOLO

Era enloquecedoramente hermoso. Ojos grises envueltos en pestañas abundantes y densas como un cañaveral, cejas pobladas, largas y arqueadas, nariz patricia, labios casi femeninos de tan bien perfilados, risa de sátiro ingenuo cuando exhibía la luminosa y regular dentadura, mentón cuadrado pero ajustado al canon clásico, orejas dibujadas como en un boceto de Leonardo, pelo castaño claro ensortijado como el de una estatua de Alejandro Magno. El bozo de Lolo apenas comenzaba a ensombrecerle la barbilla y el bigote, pero transmitía ya el ciclón de su masculinidad acentuada por la anchura de sus muñecas campesinas, el moreno tostado de sus mejillas, el poder de sus hombros cuadrados y la estrechez de los pantalones que apenas abarcaban sus muslos.
Sin embargo, sólo tenía quince años.
Uno de esos muslos comprimidos y firmes, el izquierdo, se apoyaba con insistencia, como al azar, en el muslo derecho de Emilio. Cada vez que lo notaba, éste iba apartándose disimuladamente, intentando embozar su turbación, pero llegó el momento en que la pequeña mesa redonda donde estaba comiendo con la familia de su amigo Tomás no daba para mayor recorrido. Sentía como algo material el aura de las hormonas alborotadas del chico, que abrasaban al tacto a través del dril de los pantalones vaqueros. A los pocos momentos de apartarse, el muslo de Lolo forzaba el ángulo de apertura un poco más hasta volver a tropezar con el suyo, de modo que le obligaba a una nueva retirada. Había llegado al límite, ya no podía apartarse más sin levantarse bruscamente del asiento y cambiar de sitio, lo que representaría desvelar su incomodidad a las cuatro personas sentadas a la mesa. Se sentía rígido, tan tenso que se creyó a punto de vomitar lo que había comido, incluido el postre que apenas acababa de tragar. Tomás acudió en su auxilio.
-Ven, voy a enseñarte el certificado.
Dedujo que ese certificado, que ya había examinado, era sólo un pretexto. El informe médico aseguraba que Lolo no consumía cocaína ni heroína y que no estaba enfermo; de otro modo, no se hubiera comprometido. Tomás quería hacerle alguna advertencia última sobre Lolo.
-¿Qué te parece mi hermano? -le susurró en la estrecha terraza.
-Bien. Me había hecho una idea distinta con tu descripción.
-¿En qué sentido?
-Hombre, Tomás; si llegas y me dices que tu hermano tiene problemas con las drogas, lo lógico era que me representara mentalmente a un chico flaco y macilento, ensimismado, indiferente. Tu hermano parece sano y se comporta con normalidad.
-Pero es verdad que tiene problemas. Mi madre cree que no puede enderezarlo, por eso le ha obligado a venir conmigo. No parece que esté muy enganchado, y por eso me he comprometido con mi madre, que desde que se quedó viuda se siente tan desorientada, que supone que no es capaz de solucionar este problema. De todos modos, si tienes reparos, no te preocupes; buscaré a otra persona que quiera tenerlo en su casa. Este piso es demasiado chico para alojar a otro, porque ya nos viene estrecho a mi hijo, mi mujer y yo.
-No te preocupes, Tomás. Siempre cumplo mi palabra.
-¿Vas a llevártelo ahora?
-Sí. Pero voy a tener que dejarlo muchas horas solo en casa esta semana hasta que no acabe la grabación de este capítulo, y eso me preocupa un poco. Preferiría pasar más horas con él, al menos al principio.
-A la primera vez que meta la pata, me lo dices inmediatamente y lo facturamos de vuelta al pueblo.

-¿De qué conoces a mi hermano? -le preguntó Lolo una vez que emprendieron la marcha en el coche.
Emilio comprendió que la pregunta contenía extrañeza y, tal vez, segundas intenciones. Era doce años mayor que Tomás, que sólo tenía treinta y dos, diferencia lo bastante importante como para que una amistad tan estrecha entre ambos resultase llamativa.
-¿No te lo ha contado?
Lolo negó con la cabeza.
-Participamos en un montaje escénico antes de casarse. Él cantaba flamenco y yo recitaba monólogos alternativamente, acompañados por dos guitarras y un violín. Tuvimos bastante éxito y estuvimos a punto de hacernos famosos. Fue tu cuñada la que lo convenció de que el trabajo farandulero era demasiado inseguro y le obligó a conseguir el empleo fijo en el banco, con la amenaza de no casarse con él si no lo hacía. El grupo tuvo que disolverse, porque no encontramos otro cantaor con las características de tu hermano.
-¡Qué putada!
-Lo importantes es que vivan a gusto.
-Pero tú sí has triunfado.
-Hombre, Lolo, no se puede llamar triunfo a actuar de secundario en una serie de televisión.
-Claro que sí. Ojalá yo pudiera conseguir una cosa igual.
-Condiciones naturales no te faltan. Otra cuestión es que te interese lo suficiente como para aceptar sacrificarte con la preparación, que es una tarea muy ardua que obliga a renunciar a muchas cosas.
Pronunció esta última frase mirándole a la cara, sin dejar de atender la conducción del coche, con objeto de que captara la indirecta.

El lunes de grabación había sido agotador y demasiado largo; el reloj marcaba las nueve cuarenta y cinco de la noche cuando abrió la puerta del piso.
Oyó el sonido de la ducha. A Emilio le sorprendió que Lolo estuviera bañándose a esas horas. La puerta del baño estaba abierta, por lo que le saludó desde el dintel.
-¿Lolo? Buenas noches.
El chico asomó la cabeza entre las dos piezas de la cortina de plástico.
-Hola. He estado casi toda la tarde haciendo gimnasia en la terraza. No te importa que me duche más de una vez, ¿verdad?
-No, qué va. ¿Comiste lo que te dejé preparado?
-Era demasiado. Sobró mucho.
-¿Qué quieres cenar?
-Da igual. Me puedo comer lo que sobró a mediodía.
-¡Qué tontería! ¿Te preparo un bistec con patatas y huevos?
-Vale.
Se encontraba terminando de pelar y cortar las patatas, cuando Lolo se asomó a la puerta de la cocina completamente desnudo; el estallido de la pubertad no había borrado del todo la suavidad infantil; era ya un hombre total, íntegramente desarrollado en sus miembros, en su musculatura y, desde luego, en las dimensiones de sus órganos sexuales, pero conservaba la delicadeza casi femenina de un adolescente amado por un pintor renacentista. Era la versión animada de una de las esculturas de Antinoo que Adriano mandó erigir en todos los rincones del imperio. Blandía un pequeño slip con las dos manos. Viéndole, Emilio estuvo a punto de causarse una herida con el cuchillo.
-Todos los calzoncillos se me han quedado chicos y me aprietan una barbaridad -dijo Lolo-. ¿Puedes prestarme uno?
-Cógelo de mi armario; el segundo cajón del gavetero izquierdo.
Continuó preparando la comida con una pregunta angustiosa: ¿podría mantener la serenidad conviviendo con alguien tan arrebatadoramente atractivo y tan desinhibido? Debía mantenerse alerta. Era el hermano de Tomás, a quien le debía lealtad y, además, se trataba de un menor.

La semana discurrió entre frecuentes escenas semejantes. Lolo recorría desnudo el pasillo para ir de su habitación al baño y no se cubría con la toalla al volver, jamás cerraba la puerta del cuarto mientras se cambiaba de ropa, iba en slip al salón o a la cocina, a veces con notorias erecciones. Actuaba con naturalidad, pero Emilio descubría cierto propósito de provocación, dado que se tocaba los genitales frente a él con descaro o se introducía las manos en el calzoncillo por los glúteos, ahuecando el tejido como si se rascara aunque en realidad sólo se acariciaba.
En tales momentos, Emilio rehuía mirarle. Fingía abstraerse en lo que estuviera haciendo, pero temía que su nerviosismo fuese perceptible.
El viernes, la grabación terminó antes de lo previsto. Volvió al piso a las cinco y media de la tarde. Lolo se encontraba en la sala, mirando la televisión, de nuevo desnudo del todo; al verle llegar, se acarició el pecho y el escroto. Emilio notó el olor a porro. Sintió descomposición.
-Has incumplido las órdenes de Tomás -le dijo.
Lolo sonrió de un modo ligeramente extraviado.
-Es un resto que me he encontrado en el bolsillo de la cazadora. Te prometo que ya no lo haré más. No se lo digas a mi hermano, por favor.

El sábado por la mañana, cuando regresó de llevar a Lolo a pasar el fin de semana con Tomás, revisó a fondo su habitación, procurando dejar cada cosa exactamente en el mismo sitio donde la encontraba, para que el espionaje no fuese advertido. Examinó todos los recovecos del armario y la estantería llena de libros, los bolsillos de la ropa, bajo la funda del colchón, la maleta y la bolsa de mano, el espacio entre los cristales y la persiana, tranquilizándole no descubrir marihuana ni nada parecido.
Pasó la noche de sábado más loca desde hacía más de diez años. Sus costumbres solían ser ordenadas y no era frecuente que cometiera excesos, pero esa noche estuvo primero en dos bares de striptease masculino, luego en una discoteca y amaneció en una sauna, donde se dejó conquistar por primera vez en un lugar de esa clase, encuentro que no disfrutó porque el sujeto con el que se encerró en la cabina tenía mal aliento.
Después de comer con un actor de reparto de la serie y desahogarse sexualmente durante toda la tarde del domingo en su compañía, se sintió lo bastante calmado para acudir a casa de Tomás en busca de Lolo.
A mitad del trayecto de vuelta, el chico le dijo:
-No aguanto más. ¿Por qué no vamos a conseguir un poco de hachís?
-¿Te has vuelto loco?
-Sólo un poco, Emilio, por favor. Llevo sin fumar desde el viernes. Estas cosas no se pueden dejar de golpe. Hay que ir poco a poco. Te prometo que será la última vez.
-Ni pensarlo. Si quieres, doy la vuelta y te llevo de nuevo a casa de tu hermano.
-¡No, por favor! Vale, vamos para tu piso. Ya no te molestaré más.
Al acostarse, Emilio escuchó que Lolo se agitaba en la cama. Daba vueltas y más vueltas, notablemente inquieto, y suspiraba con frecuencia. Se puso la bata y se acercó a la puerta de su cuarto, que, al contrario que los demás días, estaba cerrada. Llamó.
-¿Necesitas algo, Lolo?
-No me encuentro bien.
Abrió. La luz estaba encendida. Notó que sudaba.
-¿Qué te pasa?
-No me puedo dormir. Me hace falta un poco de yerba.
Pocos días antes, Emilio había asistido a la grabación de un coloquio entre especialistas de desintoxicación. Todos remacharon con insistencia sobre la necesidad de afecto que sentían los drogadictos en tratamiento de desenganche.
-Asunto cerrado, Lolo. Proponme otra opción -dijo.
-Siéntate aquí conmigo y háblame.
Tomó asiento a los pies de la estrecha cama y le habló de sus posibilidades actorales, sobre todo por su aspecto físico. Le contó anécdotas de trabajo y chismes sobre los actos famosos. Pasaron tres horas; Lolo continuaba agitándose, sin trazas de sueño. Emilio tenía que levantarse a las siete, porque la grabación empezaba a las ocho.
-¿Quieres venir a mi cama?
Lolo sonrió con la satisfacción de quien gana una carrera.
-Sí.
En cuanto se acostaron, Lolo intentó abrazarse a él. Emilio le rechazó.
-Trata de imaginar -dijo- que soy tu hermano o tu tío. Veo que necesitas estar acompañado y que te consuele por esta noche, pero eso es todo.
-Pero tú... mi hermano...
-¿Qué?
-Nada.
Cuando a Emilio le pareció que Lolo se adormilaba, se abandonó por fin al sueño. Despertó poco después. Percibió el abrazo desnudo y ereccionado de Lolo, que movía las caderas con golpes afanosos Tenía los ojos cerrados; Emilio no supo discernir si estaba dormido o fingía estarlo. Se apartó con cuidado, salió del dormitorio y pasó el resto de la noche durmiendo en el cuarto de Lolo.

Como temía dejarle solo tras una noche tan agitada, decidió llevarlo consigo al estudio de grabación el lunes.
Pese a que no tenía buena cara a causa de su estado, la rotundidad de su belleza recibió la atención esperable entre la experta y desacomplejada gente de la televisión. Desde el set donde actuaba, Emilio lo vio rodeado todo el tiempo de chicas y actores de mediana edad, que le obsequiaban refrescos, bombones o cigarrillos, mientras calibraba cada uno las posibilidades de llevárselo a la cama. Hacia el final de la mañana, incluso lo vio hablar con el director de la serie, cincuentón casado y con tres hijos mayores, a quien Emilio no le atribuía ninguna clase de veleidades eróticas.
Durante la pausa del bocadillo, preguntó a Lolo:
-¿De qué has hablado con Carlos Parrondo?
-Me preguntó si tú y yo somos familia.
-¿Qué le has dicho?
-Que soy mucho más que un amigo tuyo.
-Y... ¿eso qué significa, exactamente?
-No sé, fue lo que se me ocurrió. Se lo he dicho, porque estaba metiéndome mucho los dedos. No sé lo que pensaba.
Emilio comprendió. Nunca había negado su orientación sexual, le parecía una incomodidad superflua. Parrondo se habría asombrado de verle con alguien tan joven; su barrunto unidireccional debía de parecerle lógico.
-A partir de ahora, a quien te pregunte esas cosas le dices que eres mi sobrino.
-¿Por qué?
-Es lo más conveniente. Y es lo que más se aproxima a la realidad. Tomás y yo éramos como hermanos hace diez años y él tiene edad casi para ser tu padre.
Cuando volvían en el coche, en una parada ante un semáforo, Lolo le pasó los brazos por el cuello y le dio un beso en la mejilla.
-¿Qué haces?
-¿No eres mi tío? Los tíos se besan con los sobrinos.
-Nosotros no. No vuelvas a hacerlo.

Transcurrieron dos semanas más, durante las que Lolo pareció olvidar la droga. Algunos días, Emilio lo llevó al plató, causando siempre un efecto semejante al primero, y los moscones fueron haciéndose más numerosos, con lo que si algún día aspiraba a trabajar en televisión, encontraría allanada buena parte del camino. Al regreso, se mostraba sereno, feliz, pero cada vez permanecía más tiempo exhibiéndose desnudo por todo el piso. Con frecuencia, se echaba contra Emilio cuando miraban la televisión, lo que forzaba al actor a separarse o levantarse del sofá. Siempre que le rehuía, el chico fruncía los labios con expresión de rabieta infantil. Emilio tenía los nervios desatados, porque había empezado a tener erecciones cuando lo veía desnudo y manoseándose, erecciones que eran instantáneas cuando se le echaba encima en el sofá.
Se acercaba la fiesta de san José cuando Emilio decidió hablar francamente con él. Le impondría condiciones para la convivencia, para lo que necesitaba más tiempo que las escasas horas de las veladas o los viajes de ida y vuelta a casa de su hermano cada fin de semana.
-¿Conoces las fallas de Valencia? -le preguntó.
-Qué va.
-Llama a tu hermano y dile que este fin de semana no vas a ir a su casa. Pasaremos cuatro días en Valencia.

El viaje fue razonablemente rápido, porque Emilio tomó la precaución de salir a las cuatro de la mañana un día antes de la esperable desbandada de tráfico en dirección a las fallas. Lolo dormitó casi todo el trayecto, de modo que no hubo ocasión de empezar a cumplir el propósito.
Tomaron la habitación que tenían reservada en el hotel Sidi Saler. El día era espléndido; desde la ventana, el mar parecía un terso manto de satén azul resplandeciente bajo el sol de la mañana.
-Vamos a nadar un poco -propuso Lolo.
-El agua estará muy fría.
-No lo creo. De todos modos, podemos tomar el sol.
Efectivamente, el agua no invitaba al chapoteo. Se recostaron en un lugar resguardado del viento. Aunque Emilio sentía sueño, como Lolo parecía muy despejado tras dormir todo el viaje, consideró que había llegado la oportunidad de hablar.
-Escucha, Lolo. Tú sabes que soy homosexual, ¿verdad?
-¿Eres homosexual?
-Oye, aunque sólo tienes quince años, se nota que no acabas de salir del cascarón. No te hagas el sorprendido.
-Sí, lo sé.
-Entonces, deberías saber también que algunas cosas tuyas me causan... desasosiego. Quiero que no andes a todas horas desnudo por la casa y que no me provoques más. No hace falta que hagas nada de eso para que yo quiera ayudarte. Tu hermano es muy importante para mí.
-Ya lo sé.
-Entonces, ¿está todo claro?
Con alarma, Emilio notó que Lolo se ahuecaba la cintura elástica del bañador para que contemplase sin trabas su erección.
-¿Ves, Lolo? Esas cosas me... No hagas esas cosas, por favor.
-¿A qué te refieres?
Evidentemente, aunque menor, había crecido lo suficiente para ser cínico.
-Me estás enseñando la polla dura.
-No, sólo me estaba rascando.
-Pues hazlo cuando yo no te mire.
-Pero tú y mi hermano...
-¿Qué?
-Algo habréis hecho.
-Estás loco.
-El me dijo que tú eres maricón para que estuviera preparado. Si lo sabe, será porque habéis tenido algo que ver.
-Lo sabe porque yo jamás lo oculto. Y no te lo dijo para que estuvieras preparado, para protegerte de mí ni para que me sedujeras. Te lo habrá dicho para que nada en mi vida te coja de sorpresa.
-Pero pareces un hombre.
-Claro que soy un hombre. ¿Ves? ¿Quieres ver una polla? Esta es una polla de hombre. ¿O qué te crees?
-Es una polla estupenda, muy bonita -Lolo sonrió con picardía-, pero ya te la había visto cuando te bañas.
A Emilio le costó digerir la confidencia de que había estado observándole a hurtadillas.
-Ah, ¿sí? Bueno, pues ya sabes que soy un hombre normal.
-Pues mi hermano se entiende con ese concejal con el que sale tanto.
Emilio sintió estupor. El concejal de fiestas era natural de un pueblo vecino al de Tomás; solían confraternizar en una peña regional a donde acudían también sus respectivas esposas.
-¿Con Antonio? ¡Qué equivocado estás!
-Él mismo me lo contó hace ya la tira. Si se acuesta con el concejal, también se acostaría contigo.
-¿Tomás te contó que se acuesta con Antonio?
-Sí. Bueno, no ahora; lo hicieron muchas veces antes de casarse.
-Aunque me cuesta mucho creerte, si eso es verdad te aseguro que conmigo no ocurrió nada parecido. Tu hermano es para mí un artista importante que frustró voluntariamente su carrera; siempre lo quise mucho, pero principalmente porque lo admiro como artista.
Durante la comida, Emilio, que se había sentado frente a Lolo en lugar de a su lado, para que no le rozara la pierna, permaneció todo el tiempo absorto, tratando de digerir el dato sobre Tomás y el concejal. Dudaba que fuera cierto.
A lo largo de dos días, Lolo no dio muestras de respetar el pacto. En la habitación, estaba todo el tiempo desnudo, cuando salían por la noche se pegaba a él como una lapa, y en la playa, procuraba con toda clase de pretextos que viera sus erecciones reforzadas por el sol.
La tarde del día que se produciría la cremá de las fallas, Emilio dispuso que durmieran la siesta, dado que iban a pasar toda la noche de fiesta. Recién subidos a la habitación tras la comida, Emilio entró en el baño para lavarse los dientes. Cuando volvió a la habitación, se paró en seco porque encontró a Lolo despatarrado en su cama, completamente desnudo, acariciándose el pene erecto. Era la primera vez que lo veía desde ese ángulo y parecía descomunal.
-Ayúdame, Emilio, por favor.
-¡Qué estás diciendo!
-Sólo un poco. Mira mi polla, ¿no te gusta? Estoy que reviento.
Emilio se vistió precipitadamente para salir al pasillo. Pasó toda la tarde mirando la televisión en la cafetería.
Salieron a recorrer las fallas al anochecer, ambos con el ceño adusto. Ante cada uno de los efímeros monumentos, Emilio tuvo que explicarle el significado humorístico, dado que Lolo no parecía haber recibido en su pueblo mucha información sobre la actualidad. Pasadas las once de la noche, cuando contemplaban la falla oficial ante el ayuntamiento, Lolo le dijo:
-No te muevas de aquí. Voy a mear.
Tardó casi una hora en volver. La multitud envolvía a Emilio y la falla estaba a punto de ser incendiada. Sintió alguien fuertemente pegado a su espalda; fue a retirarse y como el sujeto forzó más la presión haciéndole notar su erección, que trataba de encajarle entre los glúteos, giró la cabeza. Era Lolo. Se volvió hacia él, notando en seguida el brillo de sus ojos dilatados.
-¿Por qué has tardado tanto?
-No te encontraba.
-No me he movido de aquí.
-Pero yo no estaba seguro de qué sitio era donde te dejé.
-Estás mintiendo.
Lolo reía con extravío, lo que maculaba su belleza con un velo desagradable.
-¡Has fumado un porro!
-Habla más bajo.
-Esto no es lo que habíamos acordado. Creo que ya no podré soportar más esta situación.
Asistieron a la cremá en silencio. Constantemente, Lolo le pasaba el brazo por la cintura o se pegaba fuertemente a él con toda clase de simulaciones aunque nadie le empujase.
-En vez de irnos mañana -dijo Emilio cuando de la falla oficial sólo quedaban rescoldos-, será mejor que nos vayamos ahora mismo, para no tener problemas de tráfico. Vamos al hotel a coger el equipaje y pagar.
-No, Emilio, por favor. Descansemos esta noche y pasemos mañana el día en la playa, como habías previsto. Estoy pasándolo muy bien todo el tiempo contigo. En Madrid nunca estás conmigo más de dos horas, con tanto como trabajas.
-Esto se va a acabar, Lolo. No has cumplido el pacto. Yo no quiero ser responsable ante tu hermano de que te conviertas en un drogadicto a mi lado.
-Te juro que no lo voy a hacer más.
-No te creo.
-Haré todo lo que tú me digas. Ya no me verás desnudo ni intentaré más que me quieras. Pero no le digas nada a Tomás, por favor. Déjame estar contigo.
Emilio pasó el viaje dudando y cavilando. Lamentaba su propia decisión de acabar el asunto, pero era demasiado angustioso lo que estaba pasándole. La atracción que Lolo ejercía sobre él acabaría obligándole a rendirse casi sin darse cuenta; ello representaría una ofensa a Tomás y, en esencia, un acto repugnante, porque Lolo sólo tenía quince años y él iba a cumplir cuarenta y cuatro. Tenía que acabar.
Como lucía el sol cuando entraron en Madrid, en vez de conducir hacia su piso, se dirigió a la casa de Tomás.
-Bájate, Lolo.
-Por favor.
-No. El asunto ha terminado. Esta noche te traeré el equipaje que tienes en mi casa.

Tomás le llamó a las cuatro de la tarde. Debía de hacer muy poco tiempo que había salido del trabajo.
-Eres un sinvergüenza -dijo como respuesta al saludo.
-¿Qué significa esto, Tomás?
-Te entregué a mi hermano, confiando que lo respetarías. Me había equivocado contigo, toda mi confianza era una estupidez, porque has llegado al colmo de llevártelo a tu cama y enseñarle tu polla de pervertido. Al final, resulta que eres una maricona asquerosa, que no se para ante un niño.
-¿De qué estás hablando, Tomás?
-Sabes muy bien de lo que estoy hablando, Emilio. Mira, esta noche voy a pasar a recoger su equipaje, pero como no quiero ni verte la cara, déjalo a mi nombre en el bar que hay bajo tu piso. Y no quiero volver a verte.

El primer día de rodaje tras la pausa del puente de san José, Emilio notó por la tarde cierta tensión en su entorno. Finalizada la grabación, Parrondo lo llevó aparte.
-Oye, Emilio, vamos a eliminar tu personaje de la serie.
-No comprendo. La semana pasada, me diste guiones para siete capítulos y me dijiste que los estudiara.
-Sí, pero las circunstancias han cambiado.
-¿Cuáles circunstancias?
-Mira, con sinceridad, Emilio: no puedo permitirme escándalos en este rodaje. El guión ya es lo bastante audaz como para exponerme a que los periódicos caigan sobre mí como fieras.
-Sigo sin comprender, Carlos. ¿De qué clase de escándalo estás hablando?
-Joder, Emilio, ¿no te parece suficiente escándalo que hayas tratado de montártelo con un niño?
-¡Eso es una calumnia!
-¿Calumnia? El chico ha venido esta mañana con su cuñada a hablar conmigo, llorando los dos a lágrima viva. La verdad, Emilio, te tenía en mejor consideración. Ahora veo que eres un sujeto indigno de confianza. Sube a administración. Tienes la liquidación preparada.

Durante cuatro días, Emilio trató de salir del estupor no parando de hablar por teléfono con todas las productoras. En realidad, carecía de urgencia, pues disponía de ahorros para aguantar, pero necesitaba retomar inmediatamente la rutina de su vida para que el absurdo de la situación no le rompiera los nervios.
Mas descubrió con alarma que el rumor había circulado profusamente en el medio. Gente con la que había trabajado en el pasado con resultados excelentes, se excusaba con argumentos poco creíbles y, al final, todos aludían a la dificultad de trabajar "con alguien así".
¿Qué hacer? La bola de nieve había crecido hasta un volumen avasallador en sólo cuatro días. Ir a hablar con Tomás no le serviría de nada. Mucho menos, intentarlo con Lolo. Ni siquiera le permitirían acercarse a él.
Sonó el timbre del intercomunicador.
-¿Quién es? -preguntó.
-¿Es usted don Emilio Bélmez?
-Sí, ¿quién es usted?
-Somos policías. Tenemos que hablar con usted.
Tras un interrogatorio breve, durante el que le explicaron que había sido denunciado por intento de violación y por corrupción de menores, fue empujado hasta el coche celular, esposado.
Pasó la noche entre pesadillas en el camastro que le proporcionaron después de tomarle las huellas dactilares, fotografiarle y obligarle a entregar el contenido de los bolsillos. Por la mañana, le llevaron a una sala que parecía una enfermería.
-Bájese los pantalones y los calzoncillos -le ordenó el hombre de la bata.
Una vez que lo hizo, y tras examinar atentamente sus genitales, afirmó:
-Sí, coincide con la descripción.
A continuación, entró un policía con una cámara polaroid. Fotografió sus genitales desde tres ángulos.

La primera que vez que despertó en la cárcel, le costó identificar dónde se encontraba. Le anestesiaba el pasmo, la incomprensión de por qué había llegado a ese lugar, a esa situación, a ese infierno.
Notó en los pasillos por donde se dirigía hacia el comedor que algunos de los internos y todos los funcionarios le miraban con atención y volvían la cabeza para observarle cuando se cruzaba con ellos o le adelantaban, como si todos conocieran su cara.
Todo actor sueña con que eso le ocurra algún día, que los desconocidos se fijen en él con curiosidad, que reconozcan su rostro, sentirse acosado por las miradas de admiración. Pero las miradas que ahora le dedicaban no reflejaban admiración, sino chispazos de expectativa alerta, desdén y odio. En todas las expresiones resultaba patente la repugnancia.
Comprendió el motivo con la primera ojeada que dio al televisor. El telediario repetía la que, al parecer, constituía la noticia bomba del día y que seguramente era la enésima vez que transmitían esa mañana. Su cara, en primer plano a foto fija, presentaba en el ángulo inferior izquierdo de la pantalla un rótulo que rezaba: "Acusado de corrupción de menores". También el periódico que leía el funcionario de la garita de control publicaba su rostro en primera plana. Pudo leer el título al pasar: "El actor Emilio Bélmez, detenido por violación".
Se había materializado en mala hora el sueño de aparecer en todas las noticias del día. Ahora alcanzaba una celebridad que veinte años de trabajo no habían conseguido; repentinamente, era el actor del que más se hablaba. Para su desgracia, la riada de celebridad no le conducía al estrellato del teatro ni de la televisión, sino que cavaba una fosa sin fondo a sus pies.
Estaba hundido para siempre. Jamás conseguiría rehabilitarse de la calumnia que todos creían y seguirían creyendo aunque algún día la justicia le declarase inocente. El resto de su vida tendría que cargar con la culpa de un pecado no cometido. Si el juez, como parecía lógico y justo, no llegaba a reunir las pruebas necesarias para condenarle, ello carecería de virtualidad; conservaría para siempre jamás el sambenito.
Terminado el desayuno, mientras andaba por el pasillo por donde le habían mandado circular, alguien le aferró el brazo y le empujó hacia el interior de lo que parecían un taller de mecánica, al tiempo que otros cuatro o cinco presos le cercaban propinándole golpes y tarascadas. Dentro, siguieron más golpes, rodillazos, puñetazos que le hicieron sangrar la nariz y los labios al instante. "Violador asqueroso", decían. "Maricón degenerado" mascullaba uno que, situado tras él, le bajó el pantalón. Entre patadas e insultos, fue sodomizado sin tregua durante cerca de dos horas por los hombres que habían formado una fila impaciente y exaltada, donde todos pugnaban disputándose el turno.

Siete meses en la cárcel, siete meses de comer bazofia, de asistir al espectáculo alucinante que componían los condenados, picándose en las duchas, realizando públicamente sus masturbaciones y sus encuentros sexuales, y él teniendo que defecar entre ellos, duchándose entre ellos, degradándose en medio de una caterva de seres desahuciados en su mayoría del género humano.
Un día, reconoció, con un estallido de rabia y desesperación, a Lolo en la pantalla del televisor. Protagonizaba una serie cuyo personaje principal parecía que hubiera sido inventado a su medida, un chico perverso que capitaneaba un grupo de casi delincuentes juveniles a quienes un sacerdote trataba de rescatar del fango. La proximidad de la cámara le dotaba de un atractivo diabólico; el maquillador había hecho un trabajo excelente, reforzando el dibujo inquietante de sus pómulos y su mentón y ensombreciendo sus párpados para que resaltase el gris mefistofélico de sus ojos. La productora era la misma para la que Emilio había trabajado por última vez. El director, Carlos Parrondo.
Se le escapó una lágrima de rabia y, sintiéndose incapaz de resistir más, pidió que le permitieran telefonear a su abogado.
Para pagar la fianza, tuvo que vaciar la libreta de ahorros.
El día que, finalmente, le dieron la libertad condicional, le quedaban sólo unos miles de pesetas.
En cuanto llegó a su casa, y luego de revisar los estadillos del banco acumulados en el buzón, calculó que los próximos recibos domiciliados del alquiler, la luz, el agua, el gas y el teléfono serían devueltos el mes siguiente. Llamó ansiosamente a todas las productoras y a todos los amigos que creía tener en el medio. Los proyectos se encontraban en marcha, la próxima temporada quedaba lejos, nadie le dio esperanzas, todos murmuraron disculpas que no disimulaban la prisa por cortar la comunicación.
Malcomiendo a base de enlatados caducados que habían permanecido en la cocina y la nevera cuando la detención, siguió obsesivamente durante tres semanas los capítulos de la serie protagonizada por Lolo. Parrondo sabía sacar partido de su ambigüedad, de la pervesidad sugestiva de su mirada, de su ingenuidad malvada, del atractivo machoinfantiloide de su exuberante cuerpo. Iba a arrasar. Estaba arrasando ya, porque varias revistas de chismes y de televisión lo habían sacada en la portada.
Tenía que hablar con él, comprobar de cerca que tanta perfidia existía verdaderamente en una mente tan joven, que no había actuado bajo la influencia de su cuñada o de su hermano, a quien tanto había querido.
Se contempló en el espejo colgado sobre la consola junto a la puerta de salida del piso. Tenía mal aspecto. Volvió sobre sus pasos para darse un masaje balsámico en la cara y echarse una gota de colirio en los ojos.
Mientras ponía el coche en marcha, se preguntó cuánto le darían por él si decidía venderlo, aunque esa era la manera más directa de quedar imposibilitado de recorrer las localizaciones de extrarradio donde funcionaban las televisoras. Sin coche, tendría que renunciar a seguir buscando trabajo. Pero, ¿qué otra opción tenía?
¿Qué iba a decirle a Lolo que él no supiera de sobra? Indudablemente, siendo el actor principal de su drama, sabría de su detención y de los siete meses pasados entre cochambre humana, y tenía por fuerza que imaginar el boicot laboral, el cerco social. ¿Tan insensible y cruel era en realidad? Tenía que obligarle a afrontar la mirada de sus ojos, ver si eran capaces de sostener la suya sin cerrarse de vergüenza, ver si era capaz de afirmar en su presencia lo mismo que le había dicho a su hermano, primero, y después al juez instructor.
El portero del plató le saludó cordialmente y le abrió la puerta con una sonrisa. El hombre ignoraba su desgracia y creía que volvía al trabajo.
Presenció más de una hora de grabación. Lolo era un actor natural formidable; Parrondo apenas tenía que corregirle los movimientos de las manos; la voz, en cambio, exteriorizaba a la perfección la malignidad del personaje, lo mismo que sus expresiones y la mirada con que traspasaba la cámara.
Dada por buena una escena, Parrondo anunció un receso de media hora.
Hubo el clásico trasiego de cámaras, eléctricos, decoradores, maquilladoras y scripts. Emilio notó que Lolo le había descubierto.
Se alzó de su asiento y acudió presuroso hacia él, seguido por la mirada de Parrondo, severa y muy dura cuando comprobó a dónde se dirigía.
-Emilio, qué alegría verte.
Su cinismo rayaba en lo vomitivo.
-¿Estás bien? -preguntó Lolo con tono de inocencia-. He oído que no tienes trabajo. Si quieres ayudarme con los ensayos, puedo pagarte bien. Dame un beso, tenía muchas ganas de verte.
Se echó con los brazos extendidos hacia el cuello de Emilio. Antes de completar el abrazo, cayó al suelo con el corazón partido.
Emilio contempló en trance el cuchillo ensangrentado que aferraba su mano.

sábado, 29 de enero de 2011

viernes, 28 de enero de 2011

PIGMALION DEL PLATA



PIGMALIÓN DEL PLATA

Joserra Albaya desvió los ojos para que el arquitecto sentado enfrente no sorprendiera el brillo de ironía. Sonaba el tanguillo "La lotera", cantado por Lola Flores, "y en er metro me dan siempre coba palante y patrá, palante y patrá..." , y el arquitecto gordinflón de pelo grasiento seguía el ritmo con los hombros, sin parar de mirar a Joserra con la intensidad escrutadora con que había venido haciéndolo desde que llegara de España.
Como tantas innovaciones operadas en el estudio durante el último mes, la instalación del compact había sido iniciativa de Joserra.
Navarro, cazurrón, bromista y arquitecto recién graduado, que le ofrecieran en Madrid un training de un año en Buenos Aires le pareció tan insólito como que alguien le propusiera aprender ruso en Marruecos. La empresa madrileña había ganado la licitación internacional para construir una central hidroeléctrica en Argentina y, según sospechó Joserra, necesitaban sobre el terreno arquitectos e ingenieros propios, que impusieran a los empleados locales los puntos de vista defendidos por los directivos españoles.
A los tres o cuatro días de ocupar la mesa de dibujo, Joserra se rebeló.
El silencio, la circunspección y el ensimismamiento de sus compañeros de trabajo eran tan completos, que podía escuchar el sonido del lápiz que alguien posaba sobre el papel, la goma de borrar que corregía un error o el rotring que trazaba una recta. Un silencio opresivo que le punzaba los nervios y le hacía sentirse atrapado en un mausoleo. Comenzó por tararear jotas navarras mientras dibujaba, siguió poniéndose a contar chistes a todas horas mientras los otros miraban de reojo por si se hundía el universo, continuó escenificando a ratos cómo driblar a los toros en los encierros de san Fermín y acabó solicitando a la dirección que le permitieran llevar el compact, solicitud que fue aceptada. Además de las canciones de Bruce, Cher y Elton que más le gustaban, recolectó toda la música española que encontró en las tiendas bonaerenses de discos, que en su mayor parte era andaluza y pasada de moda. Los tanguillos de la lotera que cantaba Lola Flores fueron el descubrimiento que más le alegró, y los hacía sonar con frecuencia.
Los compañeros continuaban comportándose con la misma solemnidad, pero todos le decían lo mismo en las pausas del café:
-Che, Joserra; con vos, el estudio se volvió más divertido. Trajiste un soplo de aire fresco de la madre patria.

-¿Comés por acá cerca? -le preguntó el arquitecto gordo.
-Sí, pero no ahora -respóndió Joserra-. Antes, voy a dar una vuelta por Florida. Necesito comprar ropa.
-¿Te importa que vaya con vos?.
Joserra notó el esfuerzo que hacía para vencer su timidez. Se preguntó por qué era tan descuidado con su aspecto alguien tan joven; debía de arrastrar alguna clase de complejos, porque no era natural que se comportase con tanto abatimiento, siendo como era, según había comprobado, un buen profesional. En los ojos entristecidos por algún dolor interior, había una súplica.
Aceptó que le acompañase, pero no sabía de qué hablar con él.
-Me llamo Sandro -dijo el gordito-. Nunca antes escuché tu nombre.
-Joserra es la contracción de José y Ramón.
-¡Oh!. Entiendo.

No volvió a abrir la boca. Mientras andaban, Joserrá observó de reojo que a veces movía levemente la cabeza, como si se desalentara a sí mismo de decir algo que había ensayado mentalmente. Le compadeció; su languidez debía de ser el síntoma de un ánimo torturado por problemas más hondos que la simple deformidad física. En la tienda, mientras se probaba ropa, notó a través del espejo que Sandro se turbaba cuando él se cambiaba de camisa o de pantalones, mostrando con despreocupación la sensualidad de una desnudez de la que estaba muy orgulloso. Habitualmente deshinibido, Joserra sintió que se contagiaba de la incomodidad de Sandro.
-¿No piensas comprar nada? -le preguntó para aflojar la tensión.
-No. La ropa de esta tienda es inadecuada para mí.
-¿Por qué?. Tienes... ¿qué edad?; más o menos la misma que yo.
-Veintiocho, pero mis medidas no lucen la ropa como las tuyas. Vos podés ponerte lo que quieras, que todo te queda bien. Yo...
-¡Qué tontería, hombre, por Dios!. Aquí hay ropa de tu talla.
-Los michelines me hacen sentir ridículo...
-¿Por qué no adelgazas?.
Sandro apretó los labios, por lo que Joserra entendió que había sido inoportuno preguntarlo. Sandro había enrojecido al tiempo que le cubría un velo de tristeza. Para rectificar, se acercó a él y le empujó hacia el espejo.
-Este peinado no te favorece, Sandro. ¿Te parece que en vez de emplear el tiempo en el restaurante, compremos una hamburguesa y vayamos a una peluquería?.
-¿Vos creés?.
-Por supuesto.
Mientras el peluquero hacía su trabajo según las indicaciones de Joserra, éste meditó sobre el reflejo de Sandro. Tenía los ojos muy grandes, de color miel, pero el abultamiento de sus mejillas los empequeñecía: su nariz resultaría muy proporcionada en una cara más magra; la boca sería hermosa y sensual si no estuviera apretada permanentemente por un rictus.
A la media hora, el pelo empegostado y largo dio paso a un corte que mantenía de punta su abundancia, de color dorado ceniciento, en la parte superior y quedaba rapado en los laterales y la nuca. El propio Joserra se admiró del cambio.
-Me siento diferente -comentó Sandro.
-Te has quitado diez años y varios kilos -bromeó Joserra.
-¿Vos creés?.

Pasaron varias semanas. Sandro mantenía su retraimiento, pero Joserra notó que el cambio de corte de pelo era advertido y celebrado por las compañeras de trabajo. Sintió que había hecho una buena obra, lamentando, sin embargo, que los cambios se hubieran limitado al pelo.
Pero un día le pareció que la oronda figura de Sandro se estaba estilizando.
-¿Estás a dieta? -le preguntó.
-¡Lo notaste!.
-Por supuesto. Estás más delgado, sin duda.
Sandro sonrió gozosamente. Era la primera vez que le veía reír enseñando los dientes, una regular y blanquísima dentadura que no comprendía por qué ocultaba con tanto celo.
-Deberías ir al gimnasio.
-¿Vos creés?.
-Por supuesto. Si adelgazas muy rápido, te vas a quedar fofo. Un poco de pesas te vendría muy bien. Yo voy todas las noches.
-¿Puedo...
-¿Qué?.
-¿Puedo ir con vos?.
-¿Por qué no?.
La primera vez que fueron, notó en los vestuarios que Sandro era de los poquísimos que se encerraban para cambiarse de ropa en una cabina, en vez de hacerlo en la zona común. Supuso que su pudor no se debía al exceso de grasa, sino al temor a mostrar ante él los genitales, que en los cuerpos gruesos solían aparecer minimizados y hasta ocultos entre los pliegues de piel adiposa. Sonrió. Minimizados o no, los genitales de Sandro le importaban tan poco como su dueño, un hombre cuya conducta social discurría entre rubores, abatimiento de la cabeza y titubeos, a pesar de sobrarle el talento profesional que debería enorgullecerle y permitirle andar con la cabeza erguida.

A los seis meses de gimnasio, Sandro salió de la ducha y, sin apenas enjugarse, se despojó frente a Joserra de la toalla anudada a su cintura.
-¡Joder, Sandro!.
-¿Qué?.
-Con ese pollón, volverás locas a las tías.
-¿Vos creés?
-Por supuesto. Bueno... creo yo.
-Yo... quería saber qué opinás; ¿pensás que adelgacé lo suficiente?.
Joserra llevaba muchas semanas con el asombro en aumento. Mostrando una tenacidad que contradecía su conducta dubitativa, Sandro respetaba el régimen escrupulosamente, lo que, junto con las martirizantes sesiones de gimnasia, había cambiado su cuerpo hasta hacerle parecer otro. No se había convertido en un Hércules, pero ya no le colgaban morcillas de la cintura, los hombros se le habían cuadrado y los pectorales y abdominales comenzaban a marcársele.
-Me parece que sí, pero no debería decírtelo, no sea que te dé por abandonar la dieta. Todavía necesitas afirmar los músculos un poco más y reducir la cintura.
-Junto a vos, me siento una porquería.
-¡Qué estupidez!.
-¡La concha de la lora, Joserra!. Es que tu cuerpo me da una envidia...
-Yo... -Joserra se sintió violento-. Joder, Sandro, que no soy ningún Adonis. Sólo que, como jugué bastante al tenis antes de ir a la universidad...
-Pues tenés cuerpo de atleta. Y yo..., mirame, parezco un tarugo...
-No, joder, Sandro. Estás progresando con una rapidez increíble y, según los resultados de estos seis meses, antes de que vuelva a España me habrás superado. Estarás mucho más buenorro que yo.
-¿Vos creés?.
-Por supuesto.
-¿Cuando volvés a España?.
-Dentro de cuatro meses.
Sandro apretó los labios. A Joserra le pareció que había una resolución nueva en ellos.

-¿Querés ayudarme a elegir ropa mañana? -preguntó Sandro una noche en la ducha, después de la gimnasia.
Joserra le estaba observando desde que comenzaran a ducharse. Los nueve meses de pesas habían operado un milagro asombroso. No sólo en el cuerpo, que había evolucionado desde la gordura a lo escultural, sino en el rostro: los pómulos de Sandro emergían altos y tallados sobre las mejillas firmes y hundidas, que resaltaban el sólido mentón de italiano del norte, que sin duda era el origen de su familia; encima de los pómulos, brillaban ahora los ojos con todo su poderío bajo las perfectamente dibujadas cejas de patricio romano. Sandro se había convertido en un hombre atractivo en exceso y, a pesar de ello, no abandonaba su actitud de apocamiento.
-Por supuesto. ¿A la hora del almuerzo, como el día que me acompañaste?.
Al salir del estudio, compraron dos hamburguesas para no perder tiempo. En estado hipnótico, Joserra asistió a la metamorfosis que se operaba en su presencia, conforme Sandro iba probándose la ropa que le aconsejaba y desechaba los ampulosos pantalones como sacos y la camisa de aspecto carcelario. No se trataba sólo del cambio de aspecto; también notaba un cambio de actitud.
Cuando salieron de la tienda, Sandro tiró a la papelera la bolsa que contenía la ropa que usaba antes de entrar. Joserra se paró con los brazos en jarras, para mirarle de arriba abajo.
-Si alguien comparase tu imagen de ahora con el fulano que conocí hace once meses, pensaría que eres otro.
-¿Vos creés?.
-Por supuesto, Sandro. ¿No lo notas en el trato de la gente, sobre todo las mujeres?.
-Yo...
-¿Qué?.
-Apenas salgo por ahí. Sólo me interesa el trabajo, porque vos...
-¿Qué?.
Joserra notó que las mejillas de Sandro enrojecían por el rubor.
-Pues si no te veo ligar a manta antes de volver a España, te cortaré la polla con mis manos.
Sandro volvió a apretar los labios y sus hermosos ojos se entristecieron.
Los compañeros le organizaron un asado de despedida que duró toda la noche previa a la partida. Pero sólo Sandro le acompañó al aeropuerto.
Según avanzaban entre la gente, Joserra notaba las miradas codiciosas que las mujeres les dirigían a los dos, pero, sobre todo, a Sandro. Sonrió. En cierto modo, había ejercido de Pigmalión con él, lo que le enorgullecía. Sandro tendría mucho más éxito en lo sucesivo, no sólo en la vida social; también su fortuna profesional aumentaría, puesto que ya era perceptible en las reuniones el cambio de actitud de sus jefes.
-No sé qué haré ahora...
-No te comprendo, Sandro.
-Vos...
-¿Qué?.
-Significás mucho para mí.
-Ah, ¿sí?.
-Tanto, que... temo que, ahora que te marchás, volveré a ser el que era antes de conocerte.
-Te mato a larga distancia si me entero de que vuelves a engordar y te descuidas de nuevo.
-Sin vos...
-¿Qué?.
-Ya nada será igual.
Algo en el tono de su voz hizo que Joserra mirase a los ojos de Sandro. Estaban húmedos. El descubrimento le estremeció.
-Joder, Sandro, que yo sólo soy un cachondo mental sin importancia. No te pongas triste... Ni soy Ulises ni tú eres... Penélope.
-Sí.
-¿Qué?.
-Voy a esperarte como Penélope.
Joserra se sintió tremendamente incómodo.
-Cambiaste mi vida, Joserra. Debes saberlo.
-Yo no he hecho más que darte consejos.
-Hiciste mucho más.
-¿De veras?
-Me convertiste en otra persona.
-Si es así, estoy seguro de que el cambio es definitivo y maravilloso.
-¿Vos creés?
-Por supuesto.

Madrid no le gustaba tanto como antes. Lo había descubierto en sólo una semana. En Argentina, como en toda Hispanoamérica, la gente hablaba con mayor sinceridad y los sentimientos se expresaban sin tapujos. Con tanto esforzarse por ello, España se iba pareciendo demasiado a Europa; la frialdad insolidaria con el vecino representaba el síntoma más detestable. Ignoraba por qué esta constatación le desagradaba, por qué se sentía de repente melancólico, hasta que recibió la carta:
"Querido Joserra:
"Desde que tu avión partió, estuvimos toda la mañana callados. De nuevo se podía escuchar el rumor de los lápices, las gomas de borrar y los rotrings.
"Todos guardaban silencio.
"Cuando salimos a comer, tu ausencia era como si se hubiera helado el aire.
"Al regresar, había algo pesado que se abatía sobre el estudio.
"A las cuatro de la tarde, estallé. No pude evitar gritar que tu marcha me repateaba el hígado, que sin vos no quiero continuar aquí, que me meteré a misionero en El Chaco o a lacero en la Patagonia. No puedo soportar que no estés, me hace sentir pelotudo que cuando estabas... yo no te dijera...
"Cambié, sí, por tus consejos. Pero seguí tus consejos para vos, ¿entendés?. La nueva persona en que me convestiste nació sólo por el afán de agradarte. Esto que siento duele tanto, que creo que moriré. ¿Nunca volveré a verte?.
"¡Jamás volverés a verte!.
"Son las doce de la noche. Sin la esperanza de encontrarte mañana al llegar al trabajo, de escucharte cantar jotas navarras, de reír con tus chistes, de meditar tus consejos, ¿cómo podré sobrevivir a la pesadilla que me espera?.
"No sobreviviré".

"Dentro de cinco minutos tomaremos tierra en el aeropuerto de Ezeiza. Apaguen los cigarrillos y pongan sus asientos en posición vertical. Gracias por volar con nosotros"
Joserra miró por la ventanilla. El paisaje ilimitado de Buenos Aires ocupaba todo el panorama cortado por el Río de la Plata en el nordeste, un paisaje de casas entre jacarandás, rosales y azaleas que formaban cuadrículas organizadas como un tablero de ajedrez. Solamente una pieza del damero le interesaba.
Había permanecido dos meses en Madrid y le parecía que hubiera transcurrido un año. La empresa aceptó encantada su solicitud de traslado definitivo a la sucursal de Buenos Aires; habían ganado dos nuevas licitaciones y preparaban trabajo para varios años. Era muy conveniente tener en Argentina a un arquitecto joven y ambicioso que pudiera dirigir muy pronto los intereses españoles de la sucursal.

En cuanto retiró el equipaje, Joserra corrió impaciente hacia la salida.
Sandro no le dio tiempo a pensárselo. La fuerza de su abrazo le hizo soltar las maletas. Sonrió a la gente que les miraba al pasar, sorprendida y escandalizada porque dos hombres se besaran en los labios.

jueves, 27 de enero de 2011

miércoles, 26 de enero de 2011

Hermoso cuento NASDRAVE



Nasdrave, 127 noches.

A través del pequeño mostrador, durante cuatro horas alcanzaban a Miguel ramalazos de exotismo que le inspiraban sueños embrujados, llenos de magia y misterio, que borraban la nostalgia de los olivares y los azulejos de Arjonilla. Y lo más consolador era que las ensoñaciones saturadas de colores, música, sabores y olores eran como pomadas balsámicas, salidas de un taller de alquimia para aliviar el dolor terrible que llevaba dos meses instalado en su pecho.
Como si les envolviera un sortilegio, como si les acompañaran las hadas, duendes, elfos, magos y hechiceras de todos los bosques encantados de Europa, las oleadas de conjuros llegaban con ellos entre los atuendos ajados y pasados de moda que normalmente les cubrían y a través de las miradas humilladas con que acudían a implorar ayuda.
Seducido por lo que ellos no podían explicarle bien del todo con su español chapurreado, Miguel flotaba en los sueños sin poder evitarlo: música de acordeón, venida de Rumania en los ruegos de un eslavo rubio casi albino que aseguraba ser gitano y que suplicaba llorando que alguien le diera trabajo en una orquesta para mandar dinero a sus hijos, que se morían de hambre en Ploiesti; sabrosas especias que condimentaban los platos que un turco originario de Esmirna aspiraba a cocinar en Madrid; jadeos ciclistas de un polaco que había ganado la vuelta a Cracovia y le rogaba, con impaciencia poco pertinente, que le pusiera en contacto con el entrenador de la Once; primor de los bordados de punto de cruz que un moldavo de Bälti quería que le permitieran vender en un puesto del Rastro.
Rouslan se acercó al mostrador envuelto y precedido por una nube de aromas, cuyo origen no supo Miguel precisar en el primer instante, porque su memoria olfativa le remitía preferentemente a la arcilla que sus paisanos sabían convertir en maravillosa cerámica y a la hierba que orlaba en primavera los arroyos de su pueblo jienense. La fuerte mezcla de perfumes emanaba de un sujeto de tipo caucásico, cuya ropa de buena calidad le distinguía de la gente que solía atender y, al contrario que la mayoría, se aproximó con seguridad, sin pesadumbre, con aires de triunfador y un balanceo jactancioso de los brazos y los hombros, como si esperase que una gran orquesta acompañase su desfile con la marcha triunfal de Aida.
Comentarista cultural de un famoso programa matinal de radio, Miguel llevaba dos meses colaborando desinteresadamente con la ONG de acogida de inmigrantes indocumentados, en un intento de olvidar el último tropiezo sentimental, cosa que creía que ya podía estar comenzando a conseguir.
Al ofrecerse a la ONG, había revelado para evitar malentendidos sus preferencias sexuales, a lo que los responsables de la institución no dieron importancia alguna. Reconociendo su sociabilidad y su gusto y habilidad en el trato con la gente llena de problemas que socorría, así como los buenos resultados que obtenía con su gracejo andaluz, le encargaron atender el mostrador de cinco a nueve las tardes de los lunes, miércoles y viernes. El acuerdo resultó muy útil para ambas partes; Miguel llenó tres de las tardes libres que le dejaba su trabajo en la emisora de radio, que habían venido resultándole insoportables tras el abandono del maldito traidor, y la ONG descubrió a un colaborador misericordioso, lleno de recursos, serio y eficacísimo. Miguel poseía una infrecuente capacidad natural de envolver con simpatía su compasión y de mostrarse siempre respetuoso fuese cual fuera el aspecto y la condición de quienes acudían en demanda de auxilio.
La tarde que Rouslan llegó al mostrador, estaba siendo muy complicada y agotadora. Una dominicana le pidió consejo y auxilio, porque el español que le había ofrecido matrimonio la abandonó nada más llegar con él a Madrid, desapareciendo con el equipaje de los dos. Un musulmán había querido liarle, afirmando sucesivamente que era palestino, argelino y libio, aunque todas las evidencias indicaban que era marroquí y que ya había tenido encontronazos con la policía. Una ecuatoriana de diecisiete años se acababa de fugar de un burdel de carretera de la provincia de Salamanca, adonde había llegado engañada para trabajar de prostituta en régimen de esclavitud. De acuerdo con las normas, no tuvo más remedio que llamar a la policía, ante la que debió hacer de intermediario, porque la muchacha, aterrorizada, se negó a contar a los uniformados cómo había llegado a España y quién le había quitado el pasaporte. Toda la tarde en ese plan y, cuando ya sólo faltaba media hora para que le relevasen, vio llegar al búlgaro que parecía desfilar en la escena de de los “toreadores” de Carmen, como si acudiese entre clamores y olés esperando que Miguel le hiciera una reverencia.
Rouslan, alto, bello y rubio como la cerveza, igual que en la letra de “Tatuaje”, apoyó sonriente el codo izquierdo en el mostrador, inmerso en la extraña aureola de intenso perfume que Miguel comprendió por fin que era de rosas. Le miró fijamente, como si intentara traspasarle con sus hermosos ojos azules, hermosura de la que sin duda era consciente y de la que se sentía ufano. Sonrió de nuevo tras una pausa en la que pareció ir a hablar, mirándole con intensidad cómplice como si fuese portador de un mensaje que Miguel hubiera estado esperando ansiosamente y, por último, sacó un papel doblado del bolsillo derecho del pantalón y se lo entregó.
Asombrado por lo insólito de su actitud, Miguel sentía ganas de soltar cualquier exabrupto y mandarlo a freír espárragos de aquéllos tan gordos que se criaban en los matorrales de los alrededores de Arjonilla; en lugar de ello, realizó el que consideraba el último esfuerzo de autocontrol de la tarde y desplegó el papel. Leyó: "Me llamo Rouslan, llegado Bulgaria tres días hace, nada habla español, mi amigo Bassili trabaja cafetería aquí cerca, habla bueno español, yo quiere venir tú". Le costó entender lo que se le pedía; una vez que lo tuvo claro, le dijo al búlgaro:
-Imposible. Sólo puedo atenderte aquí.
Rouslan sonrió y le indicó con un movimiento del cuello y la mano que le siguiese. Miguel negó con la cabeza y repitió:
-Imposible.
De nuevo, la expresión de cordialidad confiada. El búlgaro gesticuló con las manos, como si quisiera indicar su incapacidad de entenderle, y dijo:
-Yo no habla español. Yo espera tú.
Su autoconfianza resultaba tan inusual en ese lugar como celebrar una orgía en una maternidad. Solían llegar tristes, llorosos, desesperados, hambrientos, pero nadie acudía como si esperase recibir pleitesía. Y menos, con una altanería tan petulante y enojosa. Miguel alzó las palmas de las manos, las agitó en el aire con ademán de "hasta aquí hemos llegado", movió otra vez la cabeza para negar y volvió a repetir:
-Imposible. Nada que hacer.

Veinte minutos más tarde, cuando llegó la modelo en paro que le sustituía en el mostrador, Miguel había olvidado al búlgaro. Recogió sus papeles, se ajustó la corbata en el minúsculo espejo del baño, preguntando a su reflejo qué haría esa noche para que no volvieran a dolerle los recuerdos del maldito traidor, y se dispuso a afrontar el cambio de humor que le transfiguraba cada noche de los lunes, miércoles y viernes, cuando pasaba de la animación embrujadora del mostrador al limbo de silencio y frialdad que era su tiempo libre desde hacía dos meses. Tenía que ir a un cine para no pensar, para anestesiar el dolor; comería una hamburguesa primero y esperaría la sesión de las diez y media.
Al salir del edificio, simultáneamente con la bocanada de aire frío sintió que le agarraban el brazo con fuerza. Al girarse alarmado, se topó con la sonrisa autosuficiente del búlgaro, que volvió a ladear el cuello indicándole que le siguiera. Miguel movió la cabeza en un nuevo gesto de negativa, con mucho enfado. La mano que aferraba su brazo aumentó la presión y, por un momento, el gesto pasó a ser de confiado a suplicante. La mirada era tan directa, tan carente de sombras y, por qué no, tan sugestiva, que Miguel cedió.
Sin soltarle el brazo, Rouslan casi lo empujó para entrar en una cafetería situada dos travesías más adelante. Lo condujo a lo largo de la barra hasta donde se encontraba un camarero que parecía turco; pelo negro muy rizado, enormes ojos oscuros envueltos en pestañas propias de mujer maquillada, barba cerrada que aunque muy rasurada le ensombrecía el mentón y labios muy sensuales. El único fallo eran los dos dientes cariados, cosa que él parecía tratar de disimular torciendo un poco la boca al sonreír. Guapísimo pero con un aire innegable de chulo que convertía su empleo en incomprensible.
-Bassili -dijo Rouslan.
-Dígale a su amigo que yo no puedo hacer esto. Los reglamentos de la ONG prohíben el trato con los acogidos fuera de la oficina.
-Mi turno terminar cinco minutos -dijo Bassili, que hablaba tan mal como había escrito en el papel-. Espera mí.
Aguardó con Rouslan, sentados ambos junto una mesa y sin consumir, mientras Miguel trataba de sacudirse el tedio examinando al rubio con curiosidad. Ya no se mostraba altanero ni confiado, más bien había súplica en su mirada; Miguel se dijo que el miedo desbarata el carácter de la gente, puesto que la verdadera personalidad del joven intensamente perfumado de rosas era, evidentemente, la que había exhibido en los primeros momentos. Lo que ahora dejaban traslucir sus ojos era humillación. Miguel no se alegró del cambio de actitud. No le complacía que los hombres tuvieran que dejarse abatir ni que se apesadumbraran a causa de problemas que escapaban a su control. Sufrió por él hasta que Bassili acudió tras quitarse el espantoso chaleco de camarero, confeccionado con brocado amarillo.
-Disculpa -dijo-. Rouslan quería que fuese con él a tu oficina porque no habla una palabra de español, pero tengo un horario muy hijoputa. Ahora dispongo sólo de media hora para el bocadillo y luego trabajaré hasta las dos y media en otro sitio. Mi amigo necesita ayuda.
-¿También usted es búlgaro?
-Sí, pero hace tres años y medio que vine y estoy casado con una española. Ya tengo todo resuelto.
-Su amigo me ha obligado a venir, a pesar de que le he dicho un montón de veces que no podía.
Bassili soltó una carcajada que enfureció a Miguel.
-¿Te has negado con la cabeza?
-Sí, ¿por qué?
-En Bulgaria, se mueve la cabeza de un lado a otro para decir sí, y de arriba abajo para decir que no. O sea, al contrario que en España. Roouslan ha entendido que le decías que sí.
Miguel sintió ganas de soltar también una carcajada. Cuando más firmemente se había negado, más había creído Rouslan que estaba de acuerdo en acompañarle.
-La cuestión es que no puedo servirle de ayuda fuera de la oficina. Allí tenemos papeles, datos e informes para orientarle. Es todo lo que podemos hacer por él, de momento. Si tuviera problemas, como una orden de expulsión o algo así, entonces le daríamos asistencia.
-Mira -dijo Bassili hablando muy deprisa, por lo que su deficiente español dificultaba a veces entenderle- Mi amigo llegó por sorpresa, yo no tenía ni idea; ha venido en una excursión de dos días, imagina. Así vienen muchos búlgaros y la mayoría se quedan aquí, sin papeles. Ha estado dos noches en el hostal que había pagado ya en Sofia, anoche no durmió porque no tenía dónde, y ahora no le queda un euro y yo no puedo meterlo en mi estudio de una sola cama, con mi mujer allí, que es funcionaria. Tiene cuarenta y dos años, es muy celosa y muy desconfiada porque soy quince años menor que ella; le molesta hasta que tenga amigos hombres. Esta mañana, me armó una bronca sólo porque le dije que tenía que guardar el equipaje de mi amigo, que es de mi mismo pueblo y nos conocemos desde niños Lo más que le puedo dar a Rouslan son veinte euros. Pero ha traído muchos frascos de aceite de rosas, que valen montones y montones dinero. Si encontrara alguien que le ayude a conocer a la gente indicada, le darían más de diez mil euros por lo que trae, tirando por lo bajo. Tú...
-¿Qué? -preguntó Miguel, viendo que vacilaba.
-Tú eres gay, ¿verdad?
Miguel enrojeció.
-¿Qué tiene eso que ver?
-Casi todos los búlgaros jóvenes que vienen, llegan dispuestos a acostarse con hombres. Algunos, hasta se convierten en chaperos profesionales. Yo también lo hice al principio de estar en Madrid, hasta que tuve la suerte de que Marisa se casara conmigo. Rouslan sabe ya de qué va el rollo y está de acuerdo, no hay problema.
-¿Qué estás sugiriendo?
A Miguel se le escapó hablarle de tú, aunque había llegado resuelto mantener las distancias.
-Mira a Rouslan. ¿No te parece un tío muy guapo? Tiene un cuerpo impresionante, porque fue campeón de lucha grecorromana en Bulgaria. Además, está muy bien dotado... Él dejaría que... bueno, ya sabes. No te cabrees, somos adultos, ¿no?, para qué andar con rodeos. ¿Por qué no le ayudas, hombre? Sólo se trata de que lo dejes dormir unos días en tu casa y le presentes a gente que le pueda comprar el aceite de rosas. Si dices que no, piensa que va a tener que dormir en la calle o en el metro, porque mi parienta me mata si lo llevo a dormir aunque sea en el suelo, porque tendría que estar pegado a nuestra cama. Llévatelo, hombre, y disfruta lo que te ofrece. ¿Por qué dejarlo tirado y privarte de un buen polvete y de pasar unos días a gusto?
Miguel reflexionó. Lo que le estaban pidiendo representaba una irregularidad que se había prometido a sí mismo no cometer jamás, pero tenía que afrontar una noche más de ausencia y, al día siguiente, cuando saliera de la emisora, como no le tocaba acudir a la ONG tendría de nuevo toda una tarde libre para seguir sintiendo ausencias, para continuar acogotado por el frío de Madrid que tanto le hacía añorar la tibieza del campo andaluz. Disponía del cuarto que el maldito traidor, cuyo nombre trataba de olvidar, había abandonado hacía dos meses. ¿Qué perdía con cedérsela al búlgaro?
-Escucha, Bassili. Yo no debería hacer esto, pero voy a aceptar con dos condiciones. Puede dormir en mi casa digamos que... bueno, unos diez días, pero no le digas que soy gay, para que no haga proyectos que no me interesan, y que tenga muy claro que debe dejarme libre la habitación dentro de diez días.
Bassili sonrió como si le hubiera quitado un peso de encima.
-Estupendo. ¿Quieres ir por el equipaje a mi casa? Es un poco lejos.
-¿El equipaje? -Miguel no había pensado en ello-. ¿Dónde está tu casa?
-En Aluche.
-No, es muy tarde para ir tan lejos y, además, ahora quiero ir al cine. ¿Por qué no traes tú la maleta mañana aquí, a la cafetería, y viene Rouslan a recogerla?
-No es una maleta, son tres. Pero está bien. Tiene que venir por ellas a las tres y media en punto, porque me van a regañar por traerlas aquí. Además, dos maletas están llenas de frascos de aceite de rosas y tengo miedo de que alguien les dé un golpe ahí dentro, en el almacén de las bebidas.
Cruzó varias frases en búlgaro con Rouslan. Cuando a Miguel le pareció que ya se habían puesto de acuerdo, pidió:
-Dile que ahora vamos a comer una hamburguesa y, después, al cine. Por favor, que no se le ocurra pensar en... bueno, en eso que decías. Lo dejo dormir diez días en mi casa y ya está; luego, que se busque la vida.

Sentado frente a él en el Mc Donalds, Miguel examinó a Rouslan, tratando de sacudirse la impresión de estar con un maniquí de cartón piedra. Su abundante pelo de color panocha y muy recio estaba bastante mal cortado, lleno de trasquilones que no había creado un estilista sino que le había causado involuntariamente un pésimo peluquero. La mirada azul, por directa, le obligaba a retirar los ojos y tenía que esforzarse para no hacerlo, porque detestaba toda posibilidad de que el maniquí de cartón creyera que le intimidaba. El rostro carecía de disimetrías, como si los mitológicos dioses tracios hubieran combinado todos los cánones clásicos de belleza, y sin embargo le desagradaba su serenidad estática y su seguridad, que había vuelto a instalarse en su rostro tras el paréntesis abrumado, temeroso y dubitativo de la cafetería. No había tenido la ocurrencia de preguntarle a Bassili su edad; debía de tener unos veintiocho años. Rouslan alzó el vaso de cerveza y dijo:
-¡Nasdrave!
-¿Qué? -comprendió por el movimiento y la expresión- ¡Ah! Salud.
-¡Nasdrave! -repitió Rouslan.
-¡Nasdrave! -correspondió Miguel.
Al oírle pronunciar el voto en búlgaro, Rouslan rió gozosamente. En efecto, tal como decía Bassili, Rouslan era inmensamente guapo, y más ahora, con esa risa que iluminaba toda su cara, no sólo los labios y los ojos; la risa resplandecía en las cejas, las sienes, los pómulos y las mejillas. Su cutis no era terso del todo, como si hubiera padecido un acné muy abundante en la adolescencia, pero también esa ligera imperfección sumaba belleza donde no parecía posible que cupiera más, pues proporcionaba al rostro los visos de una escultura clásica de mármol. Seguro que Fidias no podría haberlo hecho mejor.
Miguel anticipó que iba a tener que hacer muchos esfuerzos para no caer en la tentación, porque rendirse representaría en su opinión una inmoralidad, dado que no era por eso por lo que participaba en las actividades de la ONG. Debía permanecer en guardia y dejar que su corazón latiera por otros derroteros, puesto que le sobraban oportunidades. Aún no había cumplido los treinta, su cuerpo era esbelto a pesar de haber heredado la macicez campesina de su padre, todos le decían que las entradas le proporcionaban algo de morbo y, aunque exageradas, sabía que en ciertos lugares de Chueca circulaban leyendas sobre su dotación sexual.
Habiendo acabado de comer, Miguel dijo:
-Bueno, vamos al cine.
Rouslan le miraba muy fijamente a los labios.
-¿Cinema? -preguntó.
-Sí -respondió Miguel y movió la cabeza a izquierda y derecha, según lo que le había dicho Bassili que era la costumbre búlgara.
Rouslan volvió a reír, al parecer entusiasmado con la idea.
La película era "Armagedón". Durante la primera media hora, el búlgaro permaneció muy atento a la pantalla, pero dando muestras claras de no entender de qué iba el argumento; comenzó a rebullirse en el asiento, lo que hizo durante unos diez minutos y luego se alzó y le dijo a Miguel por señas que iba a orinar. Cuando regresó, las imágenes se habían vuelto más anticipadoras de lo que sucedería en el espacio y, ahora sí, Rouslan pareció abstraerse. Al sentarse, había apoyado el brazo pesadamente encima del brazo de Miguel, que se retiró, apartándose lo más que le permitía la butaca; fingiendo atender la pantalla, unos minutos más tarde Rouslan pasó el brazo por encima del asiento de Miguel, dejando escapar una vaharada de perfume a rosas, y le obligó a arrimarse a él; a continuación, le tomó la mano, que le forzó a posar sobre su entrepierna inflamada.
-Basta -dijo Miguel.
Más enfadado que recatado, algo furioso porque le disgustaba profundamente que quisieran forzarle a cualquier cosa que él se resistiera a hacer, se alzó de la butaca para sentarse en la de al lado, dejando una vacía entre él y el búlgaro.
Cuando salieron del cine, bajo la luz de la calle Miguel notó que la expresión de Rouslan había dejado de nuevo de ser tan molesta e inoportunamente confiada. Ahora sí parecía preocupado, tal como correspondía a su situación. Resultaba claro que su estrategia, seguramente establecida por el tal Bassili, dependía de que él se rindiera a unos encantos que los dos amigos debían de considerar irresistibles; ahora, tras haber fallado el ataque en el cine y observando la forzada indiferencia de Miguel, Rouslan debía de sentir que se había quedado sin armas.
Caminaron por calle Fuencarral arriba, ambos en silencio, pero Rouslan lo miraba todo con ojos llenos de asombro, los escaparates de ropa que probablemente deseaba ponerse, los chicos “fashion” con los que se cruzaban, los culturistas con la respiración contenida para disimular las panzas y las parejas de hombres que circulaban cogidos de la mano. Daba la impresión de que se forzaba a sí mismo a no mirar más que de reojo a las mujeres atractivas, pues mantenía la cara rígidamente orientada hacia el frente en los momentos que alguna pasaba a su lado.
Miguel abrió la puerta del piso y le invitó a pasar primero, le explicó por señas el funcionamiento del baño y le señaló su habitación dándole un juego de toallas y otro de sábanas. Consideró inútil desearle buenas noches, puesto que no lo iba a entender. Cerró la puerta de su dormitorio y se acostó, ocupado en un balance mental de los asuntos que trataría en la radio a la mañana siguiente, para no pensar en el maldito traidor infame que le había abandonado, dejándolo en unas circunstancias que habían propiciado que hiciera algo tan insólito, y también tan peligroso, como llevar a su casa a un desconocido con quien ni siquiera podía comunicarse.
El infame traidor ocupó inmediatamente el sueño, como había ocurrido todas las noches de los dos meses transcurridos desde el abandono. En ese territorio no era todavía un infame, sino el amante que obligó a Miguel a realizar planes de pareja para toda la vida. Un amante veleidoso y frívolo, sí, pero encantador, chispeante, alguien erótico y muy pasional que consiguió que se convirtiera en monógamo tras la etapa de picaflor promiscuo que viviera entre los veinte y los veinticinco años, cuando el anonimato de la gran capital le hiciera sentir que había roto las cadenas represoras del pueblo de Arjonilla.

Le había abandonado a los cuatro años de convivencia, reprochándole con mucha acidez y algo de burla lo muy casero y serio que Miguel se había vuelto, pero en el sueño seguía a su lado, dándole sentido a su vida. Sintió su abrazo, la golosina del cuerpo duro y cálido que se pegaba a su espalda mientras le invadía un hipnotizante perfume a rosas, lo que le produjo profunda extrañeza, al tiempo que se preguntaba si el sueño continuaba o estaba despierto. Fue a deshacer el abrazo, para girarse y mirarlo a la cara con objeto de reprocharle la ausencia de dos meses, mas la fuerza del abrazo aumentó, la embriaguez enloquecedora de las rosas le transportó a la gloria y el sueño se volvió delirio, tal luminoso como un amanecer mediterráneo.

A la mañana siguiente cuando, con un empujón brusco y algo desagradable, Miguel obligó a Rouslan a salir de la cama, la suya en vez de la que le había ofrecido, puesto que tenía que marcharse a la emisora y no abrigaba la menor intención de permitirle permanecer en el piso en su ausencia, la expresión del búlgaro volvía a ser confiada. Triunfal en realidad, porque Miguel no había podido evitar viajar tres veces a través de las estrellas después de dos meses de ayunas. El entrenamiento de lucha grecorromana del que Bassili había hablado de pasada, era, evidentemente, un salvoconducto hacia una resistencia asombrosa en la cama. Lo miró de reojo, tratando de que él no se diera cuenta de que lo contemplaba; se movía al vestirse con la agilidad alada de un curtido deportista que acabase de ganar un campeonato. Su mirada tenía de nuevo la franqueza confiada de quien supone que tiene todos los triunfos en la mano. Miguel sentía una extraña mezcla de desagrado y fascinación.
Luego de desayunar juntos en la cafetería, trató de hacerle entender por señas que volvería de la radio a las cuatro de la tarde y que esperase en la puerta una vez que retirase las maletas de la cafetería donde Bassili trabajaba. No tenía claro que le hubiera comprendido, pero Miguel se encogió de hombros y le dejó precipitadamente, porque necesitaba ordenar sus pensamientos y quería obligarse a sentir enfado en vez de felicidad.
Durante la mañana, mientras plasmaba las ideas en un papel que le serviría de guión y, luego, mientras su voz salía al aire, no pensó en ningún momento en el infame fugitivo traidor. Imposible sacudirse el recuerdo de las delirantes contorsiones gimnásticas y el éxtasis encontrado entre los brazos del búlgaro, imposible domeñar el escalofrío que le recorría la espalda y el vientre cuando sus sentidos trepidaban con los ecos del seísmo ocurrido durante la madrugada. Imposible, asimismo, despojarse del sentimiento de culpa, porque no era correcto haber consentido que ocurriese ese milagro enloquecedor aunque estuviera medio dormido, siendo como era Rouslan una persona que había llegado a la ONG en busca de ayuda.
Mas cuando, a las cuatro y cuarto, recorría los últimos metros antes de llegar a su portal, percibió que vibraba como las cuerdas de una guitarra en el toque por tarantos, que las venas de su cuello latían a golpes de yunque como en un martinete, que el cuerpo consumaba la rebelión de su mente y que jadeaba de anticipación como en el zapateado de Sarasate. Un poco antes de llegar al portalón, su olfato se llenó de perfume a rosas.
Rouslan estaba sentado encima de una maleta, sujetando el asa de las otras dos como si temiera que alguien se las robase. Alzó la cabeza hacia Miguel sonriendo con un "hola" mudo que fue, al mismo tiempo, bienvenida y promesa.

Se había vuelto loco.
Había sido arrebatado en un carro de fuego como el de Elías y se hallaba preso en un mundo raro que no era este planeta. La demencia se había apoderado de sus ingles y sus muslos, incansables más allá de lo imposible, y de sus labios, más sedientos cuanto más bebía. El delirio con perfume a rosas no podía ser natural, pero su naturaleza fluctuaba suspendida en un vacío entre escalofríos y temblores de placer. Convivía con un retrato mudo que sustituía con raptos indescriptibles de pasión las palabras que no sabía decirle y que, a la postre, no parecía una persona sino un embrujado objeto de placer, como un robot inventado por un mago del futuro donde lo más desmesurado tendría cabida.
Continuaba sintiéndose culpable de haber caído en algo que contradecía la lógica del desempeño de su labor caritativa y, al mismo tiempo, temía la posibilidad -no muy probable- de que algún compañero de la ONG le afearse su conducta. Por ello, rehusaba toda ocasión de exhibirse con Rouslan ante sus amigos, porque además, para ser del todo sincero consigo mismo, se avergonzaba de la situación que le haría aparecer como un comprador de favores sexuales que se hubiera topado con el prostituto soñado. El círculo vicioso era una prisión sin escapatoria, puesto que su mente deseaba suspender cuanto antes el compromiso y su cuerpo levitaba todas las madrugadas en el delirio, perdido todo poder sobre su libre albedrío.
Para evitar los lugares donde se encontraría con sus amigos, y también para buscar un medio de hacer entender a Rouslan que debía abandonar su casa dentro de tres o cuatro días, el siguiente fin de semana cogió el coche, que nunca usaba los días laborables, y condujo junto al búlgaro rumbo a Jadraque, a ver si mientras comían “cabrito asado al horno abierto” conseguía comunicarse con él, que ya se atrevía con algunas palabras en español.
Durante el viaje, Rouslan, a quien parecía pesarle la mudez forzosa y la imposibilidad de mantener una conversación, colocó la mano izquierda sobre la cabeza de Miguel y la mantuvo allí todo el recorrido, revolviéndole el pelo y acariciándole la nuca. Consecuentemente, la indeterminación de Miguel aumentó.
No se produjo durante la comida la comunicación proyectada. Rouslan miraba atentamente sus labios, con esfuerzos que parecían sinceros por entenderle, pero o no comprendía una palabra o le convenía fingir que no descifraba las insinuaciones de que abandonara la casa cuanto antes. Después de los postres, Miguel decidió visitar Atienza, para retardar el regreso a Madrid y no caer en la tentación de ir con él a uno de los bares que frecuentaba y, sobre todo, para soslayar el impulso que no paraba de rondarle todo el día de regresar al piso y permitirse un nuevo viaje al éxtasis.
El paisaje donde Castilla dejaba de ser meseta para intentar ser cordillera estaba cubierto de escarcha y, a lo lejos, los montes aparecían nevados. Rouslan se mostró muy interesado por el paisaje blanco y, una vez llegados a Atienza, por la arquitectura medieval de la villa, como si reconociera en ella algo mucho más familiar que en las calles de Madrid. Cuando Miguel aparcó el coche, el búlgaro saltó fuera con euforia, risas que sonaban infantiles y aspavientos de agrado.
El sol no había derretido la nieve caída la noche anterior, que era más abundante conforme ascendían la empinada cuesta y, luego de atravesar el arco de Arrebatacapas, la plaza junto a la basílica se les mostró completamente cubierta de una mullida alfombra nevada.
Ante ese espectáculo, la expresión de Rouslan se convirtió en la de un jubiloso niño de doce años. Encantado, repentinamente transfigurado en un travieso adolescente juguetón, echó a correr hacia el centro de la plaza, recogió puñados de nieve, con la que formó pelotas para lanzárselas a Miguel que, contagiado, también apelmazó la nieve y emprendieron una batalla que terminó cuando, en una de las huidas entre risas y resbalones, Rouslan consiguió alcanzarle y derribarlo sobre la nieve, donde le hizo rodar, lo empujó, lo abrazó, lo liberó a medias para volver a prenderlo y se revolcó con él sin ninguna clase de inhibiciones.
En estado de perplejidad, incapaz de creer que estuviese ocurriendo, Miguel comprendió que escenificaban la simulación de un combate de lucha grecorromana. Como en cámara lenta, Rouslan lo alzó atravesado sobre sus hombros para echarlo luego sobre la nieve como si le venciera, y se tumbó encima mientras le aferraba los brazos hacia atrás o le obligaba a torcer las piernas, todo muy suave pero muy enérgicamente. Estos movimientos y contorsiones, férreos y al mismo tiempo cuidadosos de no hacerle daño, se prolongaron durante unos diez minutos; llaves, caídas fingidas, golpes amagados, presas con que las fortísimas piernas lo inmovilizaban y, por fin, Miguel se encontró boca arriba sobre la nieve mientras Rouslan proclamaba su victoria sentado a horcajadas encima de su cintura, riendo a carcajadas mientras le sujetaba con firmeza los hombros y le exigía con ademanes que reconociera su victoria. Miguel sintió su erección, que Rouslan parecía tratar de que fuese notable. Le sonrió asintiendo, haciéndole entender que sí, que reconocía haber sido vencido, y entonces observó en la cara de Rouslan lo que estaba ocurriendo. El dios tracio rubio cerró los ojos sin disimular las convulsiones ni tratar de enmudecer los jadeos del orgasmo más intenso que Miguel había presenciado jamás.

La primavera avanzaba. Habían pasado tres semanas desde que Rouslan regresara a Bulgaria. Tres semanas de destierro en el Limbo.
Diez días antes de la partida, Miguel localizó con la mediación de una compañera de la emisora un laboratorio de perfumería interesado por el aceite de rosas. Lejos de la previsión de Bassili, el pago se redujo a cinco mil quinientos euros, cantidad que Rouslan miró primero con incredulidad y, luego de hacer números en un papel, con júbilo extraordinario. Aunque, tras cuatro meses de permanencia a su lado, el búlgaro pergeñaba algunas frases en español, Miguel no entendió su apresurado discurso y tuvo que recurrir, como otras a veces, a Bassili para que le sirviera de intérprete.
El guapo ex chapero le explicó que en Bulgaria cinco mil quinientos euros eran, prácticamente, una fortuna, y que Rouslan, que había llegado a España sólo en procura de medios para casarse, resolvía con ese dinero el problema. Al día siguiente de la reunión en el bar donde Bassili trabajaba, Rouslan –sin previo aviso- retornaba a Bulgaria, a seguir con el rumbo que había elegido para su vida.
Tres semanas de vacío y anestesia. Tres semanas de anulación. Miguel iba sobreviviendo en coma puramente vegetativo.

El décimo día, salió de la radio deprisa, angustiado y apesadumbrado por la pata que había metido hasta el corvejón, estando en el aire con su espacio sobre la actualidad cultural.
Al final de ese espacio de casi media hora, dos días por semana se abrían los teléfonos y el público podía hacerle preguntas durante diez minutos. Generalmente, los radioyentes se interesaban por alguna obra teatral que estuviera en cartel, una película, un libro, una exposición o un concierto. Este fatídico décimo día desde la salida de Rouslan de su vida, llamó una señora hablando con acento que en seguida se dio cuenta de que era búlgaro. Con su hermosa voz y su español chapurreado, la señora le reprochó que ni ésa ni las demás emisoras hablaran de las costumbres y fiestas de otros países, sobre todo de los países que aportaban gran número de inmigrantes a la colonia extranjera de Madrid.
Cuando Miguel le propuso que ella hablase de alguna costumbre típica o feria, la búlgara relató con dificultad, pero con mucho encanto y cierta magia, el “Festival de las Rosas”. Se trataba de una fiesta que celebraban generalmente el primer domingo de junio, durante la recolección de rosas, en Kazanlak y Karlovo.
Al oír mencionar Karlovo, la ciudad donde Rouslan vivía, Miguel no consiguió reprimir su impulso de decir que conocía y quería muchísimo a una persona en esa ciudad.
-¿Quién? –preguntó la búlgara-. Porque yo soy de Karlovo y las únicas dos personas de mi ciudad que he conocido en Madrid son un muchacho llamado Bassili, que se casó con una española, y un campeón de lucha libre llamado Rouslan, que estuvo liado con un locutor gay. ¿A cuál conoce usted?
Miguel tuvo que tragar saliva con el pulso disparado.
-Bassili –respondió al fin, con un grito atragantado en la garganta-. Trabaja por aquí cerca, en una cafetería.
-Sí –comentó la mujer-. Yo voy mucho a esa cafetería. También Bassili tiene su historia…
Evidentemente, el comentario inacabado significaba que sabía que Bassili había sido chapero. Miguel enrojeció llamándose mentalmente “imbécil”
Ya no pudo concentrarse el resto de la mañana en los preparativos del programa del día siguiente. De manera que la colonia búlgara en pleno conocía la vida y milagros de cada uno de los suyos, como si convivieran en una pequeña aldea imbricada en Madrid. El maldito Rouslan debía de haber difundido no sólo su relación con un locutor del que probablemente había dicho el nombre, sino que, como solían hacer todos sus compatriotas, debía de haberse jactado de lo mucho que se aprovechaba del tal locutor; jactancia con la que todos ellos justificaban la “necesidad” de practicar sexo con un hombre.
Maldito infame cuya huella en la cama no le permitía dormir, cuyo escalofrío permanecía intacto tras diez días de ausencia. Maldito el que le había arrebatado por los siglos de los siglos la facultad de enamorarse de nadie más.
Tomó un taxi y pidió al conductor que le llevase a la embajada de Bulgaria. El taxista tuvo que procurar la dirección por radio. Una vez que lo dejó a la puerta de un chalet grande de Chamartin, Miguel se apostó como un alma en pena, mirando con ojos ávidos a todos los que salían o entraban, buscando alguien que se pareciera a Rouslan para acercarse con descaro e invitarlo con mayor descaro aún. Después de permanecer dos horas ante la verja, se dijo que era un estúpido total, tomó un taxi y volvió al piso, donde se echó en el sofá, en el lado donde Rouslan solía sentarse, y lloró con desconsuelo durante toda la tarde.

Cinco días más tarde, cumplidas dos semanas de la partida de Rouslan, descubrió que tenía ojeras más negras y pronunciadas que las de un bulldog. Llevaba quince días durmiendo muy mal y no creía que hubiera pegado ojo en toda la noche anterior.
Era sábado. No tenía nada que hacer, ni siquiera contaba con el desahogo de su trabajo en la ONG. ¿Cómo iba a afrontar el fin de semana, si tenía toda la piel tatuada de siluetas heladas de las manos de Rouslan? Un tormento formado por cuchillos de hielo que blandían una docena de dioses del Olimpo, para herirle sin proporcionarle, al menos, el consuelo de morir pronto.
Ni la emisora ni la ONG estaban muy lejos de la Puerta del Sol. Sabía que la plaza semicircular de Madrid era uno de los mayores mercados de prostitución masculina. Lo decían todas las publicaciones gays que consultaba y también lo había oído en los pocos bares que frecuentaba en Chueca. Se decía que en ese lugar los extranjeros eran los chaperos más numerosos. Sin duda, habría búlgaros. ¿Tendría la suerte de encontrar a un chapero búlgaro que se pareciera a Rouslan, que fuera, como él, de hierro y seda, de hielo y fuego? A lo mejor hasta daba con uno que oliera a rosas.
Se armó de valor y se encaminó hacia la Puerta del Sol.
Preocupado por la posibilidad de que le descubriese comprando favores algún amigo, un compañero de la emisora o un colega de la ONG, cruzó de prisa por donde más aglomeración había, sin mirar directamente a nadie pero tratando de localizar un cuerpo, unos volúmenes y un pelo que le recordasen a Rouslan. Repitió el cruce apresurado muchas veces durante casi cuatro horas.
Decepcionado y furioso consigo mismo, al oscurecer se metió en un cine, a ver una película de la que no se enteró ni de un diálogo. Permaneció llorando durante toda la proyección. A la salida, ni siquiera recordaba el título de la película

El día decimoctavo del vacío de Rouslan se dijo al salir de la emisora que tenía que hallar una solución. Aunque habían sido errores menos graves que el de la llamada sobre el Festival de las Rosas, también se le habían desmadrado varias veces las neuronas por caminos de delirio a lo largo de su espacio cultural.
¿Cuál podía ser esa solución? Sin duda, una sesión de sexo completamente disparatada, tan agotadora e intensa como habían sido las ciento veintisiete noches con Rouslan. No necesitaba acudir a un prostituto y jamás lo había hecho; ni su edad, ni su aspecto ni su estado físico se lo exigirían hasta dentro de muchos años. No es que fuera indudable su éxito, pero no le costaba excesivo esfuerzo ligar allí donde podía ligarse. Pero ahora no era cuestión de ligar ni de envolverse en el juego de la seducción. Lo que necesitaba era practicar violenta y apasionadamente el sexo con alguien que pudiera hacerle olvidar durante una hora la ausencia de Rouslan.
Buscó en la guía de relax del periódico a ver si alguno de los anuncios se encabezaba con la palabra “búlgaro”. No encontró ninguno pero de repente sus ojos se cosieron con grapas de esperanza a uno que decía: “Rouslan, guapo del telón de acero, con todo de acero”.
Llamó y cortó varias veces antes de que la llamada al número de móvil hubiera sido respondida. Cuando ya había decidido desistir, su teléfono sonó. Una voz y un acento muy semejantes a los de Rouslan le dijo:
-Tengo cinco llamadas perdidas desde ese número. ¿Querías algo?
Le sonaba extraordinariamente familiar su manera de hablar y el tono. ¿Sería el propio Rouslan, regresado de manera subrepticia a Madrid en busca de un negocio aún mayor que el del aceite de rosas? ¿Podía ser que ni siquiera se hubiese ido a Bulgaria, y que sólo lo hubiera simulado? Tal vez el maldito búlgaro enloquecedor había usado el producto de la venta del aceite de rosas para montar su verdadero gran negocio, el de prostituto de lujo con anuncio en el periódico.
-Soy un hombre –respondió Miguel con voz entrecortada.
-Es que mi anuncio es para hombres –respondió la voz que creía reconocible.
-¿Cuánto cobras?
Después de responderle y replicar Miguel con su conformidad, el prostituto le advirtió de que sólo disponía de una hora libre, las diez de la noche.
Se trataba de un apartamento a muy corta distancia de su domicilio, en un edificio de alquiler de la calle Fuencarral. Todavía estuvo a punto de desistir cuando iba a pulsar el botón del portero automático, pero recordó que el prostituto tenía su número de teléfono y consideró que si le fallaba a lo mejor decidía fastidiarle con llamadas inoportunas o amenazadoras. Por fin pulsó el timbre, subió al tercer piso y le fue abierta la entrada del piso. Ambos se quedaron paralizados como si se hubieran convertido en piedra.
-¡Bassili! –exclamó Miguel.
-Oh, eras tú –dijo el búlgaro-. Ya decía yo que conocía tu voz…
-¿No estabas casado?
-No te quedes ahí fuera. Entra.
Bassili cerró la puerta tras dar una ojeada al rellano, como si temiera que alguien le vigilara. Sólo vestía un boxer blanco muy ajustado y claramente revelador y una camiseta roja de tirantes.
-¡Qué sorpresa! –dijo Miguel para disimular su desánimo, no sólo porque se tratara del que tanto le había servido de intérprete con Rouslan, sino porque su pelo y sus ojos negros y su pecho cubierto de vello oscuro, abundante e hirsuto, eran todo lo contrario de lo que necesitaba en esos momentos.
-¿No estabas casado? –volvió a preguntar.
-Sigo casado, Miguel, pero gano poco en la cafetería. Además, mi mujer no me da siempre todo lo que me gusta. Esto lo hago sólo una vez al día, y de vez en cuando, porque no creas que con esos anuncios consigue nadie hacerse rico. Este apartamento lo tenemos alquilado entre tres paisanos con horarios diferentes. Sólo marco esta hora, las diez, porque así me da tiempo de salir de la cafetería y no me fuerza a llegar demasiado tarde a Aluche.
-¿Y tu mujer no sospecha?
-Claro que no. Me mataría si lo supiera. Verás, Miguel; es que esto me permite ir ahorrando por lo que pueda pasar y…
-¿Qué?
-Es que a mi mujer no le gusta chupármela ni quiere que yo vaya por detrás, ¿comprendes? Y a mí me entusiasman muchísimo esas cosas. Me vuelven loco.
Mientras hablaba, Bassili se había bajado el boxer para exhibir la erección completa e impaciente de un pene oscuro y muy grueso, circuncidado. Sin quitarse la camiseta, trató de desabrochar la camisa de Miguel, que se apartó al instante, tratando sin embargo de no ser brusco.
-No, Bassili. No puedo.
-Carajo. Me vas a hacer perder la noche, y a otros dos he tenido que decirle que no.
-No te preocupes, voy a pagarte lo que acordamos de todos modos.
-Está bien, Miguel, gracias. Pero no es sólo eso. Mira cómo estoy; aprovechemos la oportunidad, porque cuando venías a la cafetería con Rouslan algunas veces me entraron muchas ganas de hacerlo contigo.
-Pero yo no puedo, Bassili. Me estoy muriendo de amor por Rouslan. Me estoy consumiendo.
-¡Qué estúpido ha sido Rouslan! Tú eres mucho mejor que el noventa por ciento de los tíos de España. Si yo te hubiera encontrado en su momento, ni siquiera me habría casado. Tú, con tu trabajo tan importante, me habrías ayudado a conseguir los papeles y hubiéramos sido felices, ¿verdad?
-¿Sabes algo de Rouslan?
-No. Pero a ése le pasará como a tantos paisanos. Estará en Bulgaria unos meses, a lo mejor un año, y luego le entrarán las ganas de venir otra vez… por todo, por el nivel de vida, por las discotecas, por el dinero y también por esta clase de sexo. Ya lo verás. Tú espera y no te amargues, que algún día volverá.

El día veintidós desde la partida fue incapaz de continuar resistiendo la tentación y le escribió una larga carta en español que Rouslan no entendería y, por lo tanto, tenía únicamente la utilidad de permitirle desahogarse. Lo amaba aunque sin esperanza; lo adoraba aunque fuese un amor unidireccional; sería capaz por él de los mayores sacrificios y renuncias aunque la recompensa fuese únicamente la de poder verlo de vez en cuando. Por él estaría dispuesto a todo. ¿No había alguna posibilidad de invitarlo a pasar en España, por ejemplo, las Navidades? ¿No aceptaría que le visitase en Karlovo o, mejor, en Sofia, para que no le pesara el “qué dirán”? Sólo faltaba mes y medio para terminar la temporada en la radio y hacía tiempo que deseaba viajar a Europa central. Era una oportunidad; ¿podrían estar juntos? Nunca había sentido un amor de esa magnitud y nunca sería capaz de volver a sentirlo. Sin él, iba a morir.

Transcurrió un mes más de rabia, melancolía y vacío, y Miguel vio con terror que se aproximaba el fin de la temporada radiofónica. En un par de semanas se encontraría sin nada, absolutamente nada que hacer hasta el reinicio de mediados de agosto, cuando comenzaran a preparar la siguiente temporada. Maquinaba un modo de engañarse a sí mismo, encontrar un medio de liberarse de la nostalgia, cuando sonó el teléfono:
-¿Miguel? -preguntó una voz que parecía la de Rouslan, por lo que su corazón corrió desbocadamente hacia el estallido.
-Sí, ¿Rouslan?
-No. Yo soy Nicolai, su hermano. Hablo español, porque trabajé tres años en un hotel de la Costa Brava. Escucha, Miguel, mi hermano me ha dado tu carta para que se la lea en búlgaro, pero sólo le he leído algunos párrafos. No he querido que comprenda lo que te pasa del todo, porque él está hecho un lío. Ha anulado la boda, aunque ya llevaba seis años de noviazgo, y ahora creo que tiene problemas. Tú...
-¿Qué?
-¿No podrías venir a Bulgaria, como decías en la carta?
-¿Para qué?
-No sé. Mi madre está preocupada. Imagina. Yo acabo de separarme de mi mujer y ahora, Rouslan va y suspende la boda. A lo mejor, si vienes, contigo aquí consigue ver las cosas más claras.
-¿Está trabajando?
-Ha montado un gimnasio con el dinero que trajo de España. En realidad, casi no hace otra cosa que estar en el gimnasio.
Se produjeron tres llamadas más en los diez días siguientes. Progresivamente imperativo, Nicolai le suplicaba que viajase a Bulgaria; su modo de hacerlo resultaba desconcertante, por su vehemencia al hacer de celestino para una relación que de acuerdo con la estrecha moral búlgara y los prejuicios hipócritas de los que Bassili había alardeado, suponía Miguel que debía de resultar reprobable. Había algo muy poco lógico y bastante sospechoso en la insistencia de Nicolai, que la intuición de Miguel le hacía temer pero que su corazón se negaba a considerar.
Nicolai persistió en sus ruegos, de manera que el día que celebraron con una comida el final de la temporada radiofónica, Miguel acariciaba en el bolsillo el billete del vuelo a Sofia que saldría a la mañana siguiente.

Según lo acordado, Nicolai le estaba esperando en el decadente pero encantador hotel de Plovdiv.
Era un Rouslan un poco más maduro, cuya densa pelambrera dorada presentaba unas pequeñas entradas en las sienes, aún más pequeñas que las de Miguel. A pesar de este detalle, era casi exactamente igual, pero evidentemente más experto, con menos inocencia y con bastante mayor anchura en los hombros, y un abultamiento en su ajustado pantalón que a Miguel le pareció sospechosa y deliberadamente resaltado. Se levantó del asiento muy sonriente, dirigiéndose a su encuentro nada más bajar del taxi, sin la menor duda de que él era el español que estaba esperando.
Le ofreció una mano ancha, cálida y muy fuerte, diciéndole:
-Hola, soy Nicolai, ¿has tenido buen viaje?
-Regular. Ayer tuve que pedir ayuda en la embajada de España en Sofia, para poder orientarme con los horarios de transporte y todo lo demás. Vaya idioma difícil que es el de ustedes.
-Eres muy joven. Mucho más de lo que Rouslan me había dicho.
-¿Y?
-No me lo esperaba.
-¿Por qué?
Miguel sintió con pasmo que se ruborizaba. Elaboró la conjetura que le pareció más lógica: Conocedor de que había convivido con Rouslan y que le había ayudado a resolver sus problemas, Nicolai debía de haber imaginado que se trataba de un hombre de edad madura, el tipo más corriente de los que contrataban prostitutos. Observó con incomodidad el examen a que el hermano de Rouslan le sometía; se trataba de un recorrido de la mirada arriba y abajo, muy exhaustivo, como si estuviera buscando algo que no acababa de encontrar.
-No pareces...
-¿Qué? -preguntó Miguel, aunque comprendió a lo que se refería. Nicolai no encontraba los rastros de feminidad que el prejuicio ignorante atribuía a los gays.
Sintió una punzada de enojo.
-Veo que habías llegado a conclusiones precipitadas -dijo Miguel-. Lamento haberte decepcionado.
-No me has decepcionado. Me gustas.
-¿Por qué no ha venido Rouslan?
-No le he dicho que venías.
-¡Qué!
-Es lo mejor. Así, podrás ver por ti mismo cuál es su situación y tomar las decisiones que creas convenientes. Tengo el coche aquí. ¿Nos vamos ya?
-¿Está muy lejos tu pueblo?
-No mucho. Pero quiero que lleguemos a Karlovo con luz de día.
-¿Por qué?
-Ya lo verás -respondió Nicolai enigmáticamente.
-Subo un momento a la habitación, para deshacer las maletas. Tardaré unos quince minutos. ¿Será muy tarde?
-¿No puedo subir contigo?
Algo en la expresión de Nicolai le hizo responder que no, porque Miguel tenía un torbellino de conjeturas en la cabeza, todas las cuales le solicitaban prevención extrema y una fuga urgente de regreso a Sofia.
Veinticinco minutos más tarde, Miguel bajó de nuevo al vestíbulo. Nicolai se alzó del asiento al verle aparecer. Su actitud tenía un lisonjero aire servicial que a Miguel le desconcertó en extremo. Como si quisiera ser cortés con una muchacha, le abrió la portezuela del copiloto del desvencijado y desconchado coche ruso. Dio la vuelta ante el coche sonriéndole desde fuera, pero desplazándose como si anduviese por una pasarela para ser contemplado en toda la dimensión de su poderío físico. Sus piernas eran largas y robustas, porque probablemente había practicado ciclismo o fútbol; el pantalón, que parecía una o dos tallas menor de lo necesario, apretaba un culo muy respingón y unas caderas muy estrechas; las mangas, subidas casi hasta los hombros, le permitían exhibir una musculatura exuberante, que Miguel no estaba seguro de encontrar atractiva. Cuando se situó completamente frente al parabrisas, de perfil, pareció detenerse un instante, como si quisiera que el abultamiento de la bragueta resultase evidente.
Después de todo ese despliegue, Nicolai se acomodó junto al volante, sonrió de nuevo con intimidad y le dijo como si quisiera decirle otra cosa:
-¿Te importa abrocharte el cinturón?
Miguel descubrió que "abrochar" no era el verbo adecuado. El cinturón estaba roto y había que anudarlo a una cuerda amarrada en la aldaba donde había estado prendido el cierre. Miró el perfil de Nicolai y su corazón latió por la expectativa de contemplar pronto el que había ido a ver, tan semejante. Nicolai tenía un aire igual de seguro que el de su hermano, pero matizado por una madurez que Rouslan no poseía. Éste, pese a su flema eslava, era más pasional y Nicolai se mostraba mucho más templado.
Durante el viaje, Nicolai le tocaba constantemente el muslo para llamar su atención hacia los elementos que le iba señalando del hermoso paisaje, donde la primavera era mucho más compulsiva y visible que en Castilla. Miguel supuso que un par de meses antes, ese paisaje debía de ser gris, brumoso, frío, tétrico; ahora, las flores brillaban por doquier hasta colorear el campo intensamente de amarillo, azul, rojo y blanco como si se hubieran abierto todas de repente y al mismo tiempo. La mano se posaba en su muslo con confianza creciente, lo que le estaba poniendo nervioso.
-Ahora vas a ver -dijo Nicolai, mientras daba una suave tarascada a su muslo, demasiado arriba y mucho más cerca de la ingle de lo que parecía conveniente, cuando la carretera estaba a punto de superar un altozano.
En el cambio de rasante, Miguel enmudeció.
Todo el espacio que abarcaba el parabrisas fue ocupado por una alfombra roja, rosa y amarilla. Hasta donde alcanzaba la vista, era un valle cubierto completamente de rosas a medio abrir. Colinas rojas, quebradas amarillas, llanuras rosas, el paraíso existía verdaderamente en la Tierra. Como no tenía parecido con nada que hubiera visto antes, Miguel abrió los labios con asombro.
-Baja el cristal -le pidió Nicolai.
Olía a Rouslan. El perfume de rosas era tan fuerte, que tuvo que cerrar la ventanilla de nuevo.

-Mi ciudad y toda esta zona son las mayores productoras de aceite de rosas del mundo -proclamó Nicolai con orgullo.
El tapiz de flores ascendía una pendiente suavemente escalonada, en cuyo extremo brillaban contra un bosque las cúpulas doradas de una iglesia, emergidas de un pueblo soñado por un paisajista del siglo diecinueve. La belleza de la tarjeta postal era tan conmovedora, que Miguel se preguntó cómo nadie querría abandonar ese lugar. Le parecía que no existía en el mundo ninguna razón lo bastante poderosa para irse de allí. Comprendió que Rouslan hubiese querido volver a su tierra. El viaje era inútil; nadie conseguiría arrancar a Rouslan de ese sitio.
Las prisas de Nicolai se debían a que deseaba que viese el valle de día, para que pudiera calcular la lucha a brazo a partido que tendría que librar si pretendía el regreso, lucha que halló fuera de lugar. Era una batalla perdida.
-¿Podríamos parar un poco? –solicitó Miguel.
Nicolai miró el reloj con expresión preocupada. Pero asintió y acercó el coche al arcén.
Fuera, la brisa se burlaba con todos los rastros de Rouslan que conseguía recordar y que se le escurrían del pensamiento a la espalda convertidos en escalofríos. Sus prolongadas duchas de deportista gozoso, tras las que solía pasearse por todo el piso desvergonzadamente desnudo. Su vuelo presuroso y perfumado cuando llegaba el momento de sentarse a la mesa, como si el apetito voraz de gimnasta no pudiera satisfacerse jamás. Las sonrisas pícaras cuando, despatarrado en el sofá, exhibía jactanciosamente sus erecciones frecuentísimas. Los gestos de intimidad con que enmascaraba la incapacidad de comprender el español del todo.
Nicolai consultaba de nuevo el reloj. ¿A qué se debería su impaciencia? Miguel no tenía nada que hacer ni compromiso alguno que le obligase a respetar un horario. ¿Lo tendría Nicolai?
-¿Tienes prisa por algo que debas hacer?
-No… Miguel. Es que…
Bien, pues si no tenía prisa en realidad, necesitaba disfrutar un poco más de la sensualidad del paisaje, cuyos olores y colores sería muy difícil que volviera a ver en parte alguna. Si ese paisaje era lo que, en el fondo, le separaba de Rouslan, debía impregnarse también de su magia para soportar mejor el fracaso previsible del viaje.
Otra vez consultaba el reloj Nicolai. Le pareció impertinente o sospechosamente hipócrita al ocultar que tenía prisa, lo que por sus gestos parecía muy evidente. ¿Le habrían preparado una sorpresa y estaría Rouslan esperando en un punto acordado, a la entrada del pueblo, con una banda de música o algo así? No, Rouslan no sería capaz de algo tan tierno y delicado. Jamás en cuatro meses había querido besarle en los labios. Las máximas efusiones suyas que recordaba eran sus risas cantarinas y algo infantiles cuando se encontraban tras varias horas sin verse o cuando Miguel le compraba un obsequio.
Nicolai no paraba de mirar el reloj. Ya no cabían dudas de que había algo programado, pero Miguel quiso forzarle a confesárselo y en lugar de entrar en el coche tal como el hombretón rubio parecía ansiar, se metió entre los rosales en busca del mareo que sin duda iba a producirle el olor casi sólido de tan intenso.
-Miguel, por favor… -dijo Nicolai con tono de súplica.
-¿Qué?
-¿Podemos seguir el viaje?
-¿Tienes prisa, Nicolai?
-A lo mejor llegamos muy tarde para…
-¿Para qué, Nicolai?
-Para que veas Karlovo a la luz del día. De noche, no tenemos iluminación tan brillante como en los pueblos de la Costa Brava.

El pueblo no era tan hermoso de cerca como visto desde el campo. Todos los edificios se encontraban muy ajados, llenos de desconchones y tablas rotas, con un desalentador aire de abandono. A Miguel le angustió que algo esencialmente tan bello resultase tan pobre, tan decadente. Sintió compasión de Rouslan, su hermano y su madre y de todos sus convecinos. Rouslan y Nicolai, bellos y saludables, tenían el mismo aspecto que muchas estrellas del cine norteamericano, y sin embargo vivían muy pobremente, en una decorosa miseria casi medieval. Sintió que tenía que dar un mensaje a través de la radio, y explicarles a los radioyentes que llamaban para quejarse por razones superfluas que en España vivían como privilegiados y era obligatorio ser solidarios. Le parecía muy injusto que la gente de Bulgaria viviera así.
Tras la segunda esquina que traspusieron, Nicolai dijo:
-Voy a llevarte al gimnasio antes de ir a casa. Mi madre te está esperando, pero es sólo un momento.
Aparcó el coche junto a lo que parecía un granero, pero no ante la puerta. Miró hacia los huecos del edificio como si tratara de asegurarse de algo, y a continuación Nicolai le indicó por señas que no hiciera ruido, petición que aumentó la extrañeza de Miguel y comenzó a disparar sus alarmas. Le precedió a través de una sala desnuda, con sólo varias fotografías de culturistas sacadas de revistas y otras, originales, de parejas de jóvenes practicando lucha libre, y luego avanzó por un pasillo, donde había una puerta doble a la derecha y una estrecha y empinada escalera metálica al final. Notó que Nicolai ascendía los peldaños con muchísimo sigilo y, sin saber por qué, imitó su cautela.
La escalera conducía a una cabina acristalada, que Miguel comprendió que era una especie de control de música, como el habitáculo de un disc jockey. Por los aparatos anticuados que ocupaban toda la cabina, dedujo que el gimnasio servía también o había servido alguna vez de discoteca. Abajo, una pista de madera con apariencia de muy antigua, rodeada por tres lados de gradas, también de madera. Sólo había un potro, unas paralelas, una cama elástica y unas anillas; ningún otro aparato de gimnasia. Sólo dos personas, dos jóvenes casi desnudos, dos bellas esculturas sacadas de un friso griego. Una de ellas era Rouslan.
Los dos vestían los calzones elásticos con tirantes propios de la lucha libre. Con su piel lustrosa por el sudor, Rouslan resultaba aún más hermoso de lo que recordaba. El otro era un poco más delgado y más moreno, pero se trataba de alguien que no tendría ninguna dificultad para convertirse en top model en España. Felino, cubierto sin exceso de vello castaño, su cuerpo era igual que el de los anuncios de moda masculina y su cara, aun a la distancia, un prodigio de fotogenia. A pesar de los metros que le separaban de él, resultaban deslumbrantes los ojos clarísimos, que parecían dos focos en contraste con la espesa oscuridad de sus cejas.
Boquiabierto y con un sollozo atragantado, Miguel contempló las evoluciones de los dos gimnastas con progresivo desasosiego. Se trataba de algo que más parecía danza que deporte. Se alzaban el uno al otro, se aferraban para obligar al contrario a abatirse, saltaban de nuevo hacia la vertical para reanudar la presa y caer revolcándose y rodando por la tarima, en unos abrazos agitados por rítmicos y ensayados ademanes de las piernas y los brazos, revueltos y entrelazados como Rouslan se entrelazaba y se agitaba con él las madrugadas de cuatro meses inolvidables. Y como se había agitado en Atienza sobre aquella alfombra de nieve. No hablaban ni gritaban, como si tampoco entre ellos existiese un idioma común. Pese a la rudeza y ocasional brutalidad de sus movimientos, se sonreían. Rouslan era más robusto, pero el otro era más ágil, de manera que el combate le parecía a Miguel muy igualado, lo que atribuyó a su desconocimiento.
El espectáculo duró unos doce minutos y calculó Miguel que debía de haber durado mucho más tiempo antes de llegar con Nicolai, a juzgar por el sudor que encharcaba la tarima. Pero debía de tratarse de una especie de rito que tenía lugar siempre a la misma hora, y de ahí las prisas de Nicolai por llegar a tiempo; ¿por qué razón, para qué presenciara el qué?
El ballet de movimientos y contorsiones gimnásticas le hacía pensar en Nureyev y Nijinski milagrosamente juntos en escena por un prodigio temporal, bailando un viril paso a dos al compás del latido de sus corazones y la música de sus evidentes sentimientos compartidos, que eran más inteligibles para Miguel cuanto más minutos pasaba contemplándolos. Saltaban, caían, se alzaban y se abrazaban, pero nunca crispaban sus rostros embellecidos por la expresión de gozo.
Finalmente, ganó la mayor solidez de Rouslan que, como ocurriera en Atienza, acabó sentado a horcajadas sobre las caderas de su rival. Había una emoción en sus ademanes que sólo podía calificarse de ternura; o, más ajustadamente, amor. Rouslan amaba absolutamente a aquel prodigio de belleza de catálogo, a quien, por lo visto, nadie le había explicado todavía el éxito que podía tener con los mejores fotógrafos de Europa. Ambos casi de perfil vistos desde la cabina, Miguel notó que el tejido elástico del calzón de Rouslan se hallaba abultado como en Atienza; pero se trataba de un abultamiento mucho más deseado, pleno, electrizado y palpitante. Y, como en Atienza, Rouslan sonrió mientras miraba fijamente a los ojos del que tenía aferrado y se convulsionaba por el orgasmo entre jadeos muy sonoros que esta vez, y como no se encontraban en la plaza nevada de aquel pueblo castellano, Rouslan no reprimió.

La madre de Rouslan le acogió con una sonrisa que a Miguel le pareció un tul extendido sobre la tristeza. Era tan bella como sus hijos. Le recordaba a una actriz que había visto en una película antigua: Marina Vladi creía que se llamaba. La señora que le sonreía como si tratase de embozar una pena, era una Marina Vladi madura cuya melancolía parecía producto del pudor que le causaba la modestia de su vivienda, a pesar del intenso perfume a rosas que lo llenaba todo.
El sky de la tapicera presentaba desgarros múltiples y todos los muebles estaban a punto de desarmarse, aunque eran antiguos y macizos. Miguel evocó con una sonrisa una encantadora novela de Eduardo Mendicutti que había leído hacía poco, “Los novios búlgaros”, porque igual que en una de sus escenas, la estantería del pequeño salón exhibía los objetos que probablemente enorgullecían a la propietaria: varios envases de cosmética, cereales y una policromada caja de bombones de Nestlé.
La Marina Vladi rediviva le ofreció té y deliciosas pastas caseras mientras le dirigía una parrafada muy larga.
-Mi madre dice que te agradece mucho la ayuda que le diste a mi hermano -tradujo Nicolai.
-Explícale que apenas hice nada. Lo que trajo lo ganó con el aceite de rosas.
-Sí. Lo sabe. Pero ella te agradece que protegieras a Rouslan.
-¿Proteger? Rouslan no necesita protección.
-Ella tenía miedo de lo que hiciera en España. Mi hermano ha sido siempre muy... revoltoso. Ya te contaré... Mi madre ha tenido muchos problemas con él. Creo que llegará pronto. Dentro de media hora cierra el gimnasio.
Después de lo presenciado desde la cabina, Miguel había perdido el entusiasmo y comprendía que el viaje era una estupidez que todavía no sabía si iba a acabar bien, porque encontraba en la situación y en la conducta del hermano de Rouslan demasiados detalles inquietantes. La untuosidad del trato de Nicolai no era natural, se trataba de una estrategia en procura de algo. Tras haberle convencido, con la escena del gimnasio, de la inutilidad de los sentimientos expresados en aquella carta, seguramente trataba de sacar provecho para sí. Menudo abuso. ¿Por qué, sencillamente, no le había explicado por teléfono que su amor por Rouslan no tenía ninguna posibilidad de ser correspondido? ¿Le había hecho viajar a Bulgaria tan sólo para sacarle un poco de dinero? ¿O se trataría de algo aún peor?
El compañero de lucha de Rouslan era una de las personas más atractivas que había visto jamás, un sujeto al que sentía la tentación de invitar a convertirse en un gigoló de lujo en Madrid, ofreciéndose para financiarle el viaje con objeto de darse el gusto de deshacer la pareja. Debía de medir muy cerca del metro noventa y pesar unos ochenta y dos kilos, todo en las proporciones más equilibradas y justas en un cuerpo y un rostro donde todo era hermoso hasta el desmayo; los pómulos se le marcaban como si estuviese maquillado, sus ojos eran hipnóticos como luceros entre tinieblas, su boca grande y viril parecía capaz de besar hasta hacer morir de placer.
A través del trabajo de gigoló, conseguiría sin ninguna clase de dificultad abrirse camino en la publicidad y la televisión. Y Miguel consumaría así su venganza, pues no sería desdeñable ni desdeñaría una ocasión de llevárselo a la cama, a lo que el sujeto sin duda se prestaría sin reparos, sintiendo, como parecían sentir todos los búlgaros, que con eso le pagaba el favor.
Con toda probabilidad, Rouslan había estado enamorado siempre de él, acaso desde niño. Maldita fuese su estampa. Lo ocurrido en Atienza había sido un remedo, una reconstrucción nostálgica de lo que estaba acostumbrado a hacer con el amor de toda su vida. Le había utilizado como sustituto, como un muñeco inflable, miserable, repugnante y mezquino Rouslan. Seguramente era incapaz de plantear una situación sincera de cama a su bellísimo amigo, por lo que ambos disimulaban lo que sentían y disfrazaban hipócritamente de entrenamiento para la lucha los que eran auténticos e indudables juegos eróticos.
-Estás muy pensativo –dijo Nicolai, sonriéndole con lo que le pareció una expresión algo cínica-. Mi madre cree que te aburrimos.
-No, qué va. Dile que estoy bien, pero que comprenda que vuestro país es muy diferente del mío y siento algo de extrañeza.
-Pronto llegará Rouslan.
Temía el momento en que entrase, puesto que ahora no tenía sentido explicarle por qué había viajado. Él había suspendido la boda probablemente en un arrebato de sinceridad consigo mismo porque amaba a su amigo, no a su novia. Ni, mucho menos, a su hospedero español en quien sólo había visto el medio de resolver sus problemas económicos. Miguel tenía ganas de huir, librarse de la mirada candorosa y sin embargo incisiva de la madre, y de la conversación de Nicolai, que le abrumaba con lo que le hacía sospechar que era un afán de distraerle y hacerle sentir confiado hasta poder obtener lo que pretendiera.
Cuando llegó, Rouslan escenificó una alegría muy poco convincente. Amagó un abrazo que Miguel rehusó. Para colmo, notaba la mirada de Nicolai fija en él con lo que parecía una expresión irónica que le estuviese diciendo: "Para que veas. Y ya verás".
Qué estúpido había sido. Qué gasto inútil. Aceptaría la hospitalidad que se le ofrecía para la cena y para dormir esa noche, porque no tenía cómo regresar, y a la mañana siguiente le ofrecería a Nicolai dinero por que le llevase a Plovdiv, tanto dinero como él estuviese esperando sacar del asunto, con lo que todo habría acabado: el amor, las inquietudes y el miedo que se le estaba acumulando en el ánimo. Viajaría inmediatamente a Sofia y emprendería el viaje por Budapest, Praga y Viena que llevaba tiempo proyectando y que el fugitivo traidor había frustrado ese año con su huida. Tal viaje sería el único medio de enmendar el error y no sentirse al regreso a Madrid estafado y desplumado por un gasto que no había valido la pena.
En su mayor parte, la cena transcurrió en silencio, un silencio que las expresiones distantes de Rouslan reforzaban y que las miradas intencionadas e inquietantes de Nicolai hacían aún más desagradable, aunque la madre y los dos hijos se mostraran amables todo el tiempo y con deseos fingidos de complacerle.

Le asignaron la cama del medio en un cuarto donde había tres.
¡Lo que faltaba!
Nicolai se acostó y se giró contra la pared, de espaldas a los otros dos. En seguida, comenzó a roncar suavemente. Rouslan permaneció mucho rato sentado en su cama, mirando a Miguel con expresión indecisa, mientras que éste, con los ojos entrecerrados, trataba de que no advirtiera que le estaba observando. Pasados los primeros cinco minutos de ronquidos de Nicolai, Rouslan trató de introducirse bajo la manta de Miguel.
-No, Rouslan -dijo.
-¿Por qué?
-No -repitió Miguel y le empujó fuera de la cama.
Rouslan no insistió, como si hubiera cumplimentado un trámite y ello le eximiera de cualquier compromiso de corresponderle y recompensarle por el viaje.
Como no conseguía dormir aunque permaneciera con los ojos cerrados fingiendo hacerlo, Miguel notó unos minutos más tarde que Rouslan se vestía y salía de la habitación. Según imaginaba, iría a rondar la ventana de su amor como un alma en pena. Le imaginaba confuso y doliente, ahora liberado de algunos frenos tras su experiencia española, solicitando a su amigo que le correspondiera sin conseguirlo, sometiéndose los dos a las severas reglas de hipocresía de una población pequeña donde tenían que cuidar las apariencias. Aunque tal vez fuera posible que hubieran acordado para esa noche un encuentro culpable en un bar o en el propio gimnasio.
Había aroma de rosas a pesar de la salida de Rouslan. Flotaba en el ambiente sin ser rancio; se trataba de un perfume fresco, crudo, salvaje, un olor que también abarcaba el de la naturaleza saludable de los dos hermanos.
Pocos segundos después de abandonar Rouslan la habitación, por estar vuelto de espaldas Miguel sintió demasiado tarde que Nicolai entraba en su cama.
-Se ha ido otra vez a hablar con Serguei -murmuró.
-¿Qué estás haciendo, Nicolai?
-Las noches son muy frías en Karlovo y aquí no tenemos aquellos aparatos que tenéis en España. No quiero que pases frío.
-Por favor -rogó Miguel.
-Por favor -repuso Nicolai-. Llevo toda la tarde deseando hacer esto. Abrazarte y besarte.
-No comprendo.
-No te he pedido que vinieras a Bulgaria por mi hermano. Tu voz me gustaba mucho y quise conocerte desde que hablé contigo la primera vez. Bueno, en realidad, en cuanto leí la carta que le escribiste a mi hermano quise conocerte. Esta tarde, cuando te he visto por fin, resultó que eres mucho más y muchísimo mejor de lo que esperaba. ¡Muchísimo más! Eres lo que sueño. Sabía que no tenías nada que hacer con Rouslan y quería que lo comprobases por ti mismo. ¿No te gusto?
-No se trata de eso, Nicolai... ¿no estabas casado?
-Sí, pero... Verás, Miguel. Viví tres años con un hombre en España. Él fue quien me dio trabajo en el hotel de Santa Cristina de Aro. Volví a mi país cuando consideré que había llegado la hora creyendo que aquel hombre no me importaba nada, pero resultó que aquí lo echaba muchísimo de menos. Me costó dos años comprender que me siento mejor con un hombre que con una mujer; es menos complicado y el placer es superior. Cuando traté de volver con mi español, resultó que él ya tenía pareja y se burló de mí. No creerás lo mal que lo pasé... hasta que hablé contigo por teléfono. Tu voz me hacía soñar y ahora... ya no tengo que imaginarte, porque la realidad es mejor. Yo... Miguel, yo... te quiero mucho, mucho. Te lo juro por la cabeza de mi madre.
La sorpresa enmudecía a Miguel, que sintió avanzar a Nicolai a través de una ensoñación que no tenía el arrebato demente y contorsionista del sexo con Rouslan, sino la placentera y confiada paz de lo definitivo. Con suavidad, sin apremio, con una ternura que contrastaba con su poderío físico, Nicolai lo convirtió en ícono para adorarlo, en rosa para embriagarse e hizo de su boca un manantial de licor del que no se sació en toda la noche. Sin llegar a perder la conciencia y el tino como le ocurría con Rouslan, Miguel creyó que la piel de Nicolai era lava que no abrasaba, una extensión de seda blanca donde naufragar para siempre. La lanza que lo atravesaba era un dardo inmenso disparado por Eros desde la cumbre del Olimpo, un dardo que no laceraba ni hería, un obelisco de terciopelo donde se concentraba la calidez de todas las caricias de la historia. Los hilos de oro que surcaban el pecho y el vientre de Nicolai eran un campo de trigo maduro para fabricar pan con que alimentarse para la eternidad. El sudor destilado por la piel tersa, dura y blanca como kefir, era el agua y el vino que desterrarían la sed de sus labios por los siglos de los siglos.
Cuando Rouslan volvió de rondar su penitente amor noctámbulo, sonrió tristemente al encontrarles entrelazados e incapaces de separar los labios.

Rouslan les acompañó a Plovdiv, para llevar el coche de vuelta a Karlovo; se despidió dando un tembloroso y triste apretón de manos a su hermano. A continuación, abrazó frontalmente a Miguel, forzando descaradamente la pelvis para hacerle sentir una media erección, y le dio un beso en los labios, el primero desde el día que entrara a pedir ayuda en la ONG, un beso ácido mientras las lágrimas brotaban de los ojos de Rouslan y humedecían las mejillas de Miguel, al tiempo que le murmuraba al oído:
-Llévame contigo a Madrid, por favor.
Nicolai tenía la mirada fija en los ojos de Miguel; era una mirada aguda, suspicaz, evaluadora. Sonrió muy suavemente, como si tuviera miedo de inspirarle alguna clase indeseada de emoción, y movió la cabeza arriba y abajo. En España hubiera sido una afirmación, pero ahora sabía ya Miguel que le estaba rogando que no hiciera caso de lo que Rouslan le decía.
Luego de un trámite engorroso y muy complicado en la embajada de España en Sofia, que obligó a Miguel a solicitar por teléfono la influencia intercesora del famoso director de su programa de radio, realizó con Nicalai el proyectado viaje a Budapest, Praga y Viena, con destino final en Madrid.