martes, 3 de agosto de 2010

LOS TERCIOS DE OMAR CANDELA. 11ª entrega


TERCIO DE DESPERTARES

XIV – Dehesas y cuernos

En el hotel de Palencia, por primera vez desde que Omar empezara a visitar hoteles por el toreo, los recibieron con reverencias el viernes por la tarde. No era demasiado frecuente que lidiaran toros en la ciudad, y tener a tres novilleros hospedados a la vez representaba, al parecer, un inmenso honor para el establecimiento.
-¿Ha hablao usted con ellas? -preguntó Omar a su apoderado, cuando terminó de ducharse y comenzaba a vestirse.
-Sí. Parece que la niña sí que tiene interés. Su tía me dice que ha suspendío una excusión que tenía mañana, pa visitar las cuevas de Altamira, sólo por verte torear.
-¿Vendrán temprano?
-No. Me ha dicho Isabel que ella trabaja por la mañana y que sólo podrán coger el autobús después del almuerzo. Llegarán justo a la hora de la novillá. Ya he pedío que les reserven las entradas.
-Me hubiera gustao dar un paseo con ella...
-A mí también... con la tía -el Cañita carraspeó-. Pero creo que habrá ocasión después de la corría, no te preocupes. Ahora, hay que organizar las cosas pa que te acuestes temprano. He han dicho que hay un horno-asador aquí cerca, y que es mu bueno. ¿Tienes hambre ya?
-¡Una pechá! A ver.
Cuando descendían, el ascensor paró en el piso situado una planta más abajo y se abrió la puerta para dar paso a un matrimonio en la treintena, ambos muy elegantes. Él tenía aspecto algo fofo, con un cuerpo cilíndrico al que el magnífico traje de Armani no conseguía dar forma, un papafrita total a pesar del dinero que gastaba en vestirse, a juicio del novillero. Ella... Omarito no consiguió reprimir la mirada con que la desnudaba. En su figura de sofisticada modelo de pasarela pero con curvas, los pechos, ni demasiado grandes ni exiguos, apuntaban casi al techo; las caderas incitaban irresistiblemente a envolverlas entre los muslos; cintura breve para su edad aparente. Y la cara... ¡Joé! Unos ojos negros como carbones capaces de incendiar un témpano; la nariz fina y recta como para acariciarla a perpetuidad; los labios estaban pidiendo mordiscos a gritos y las fresas que escondía su boca más allá del rosario de perlas refulgientes exigían ser degustadas de inmediato. Ella leyó irremediablamente lo que la mirada del joven estaba transmitiéndole. Sonrió girando un poco la cabeza hacia el muchacho, como si tratara de que su acompañante no pudiera sosprender el gesto; se encendió en sus ojos lo que parecía una pista de aterrizaje para los deseos evanescentes que volaban por la mirada de Omar y frunció un poco los labios como si quisiera contener una frase inconveniente.
-¿Eres uno de los toreros? -preguntó al fin.
-S...sí.
-Mañana pensamos ir a la corrida -informó el marido.
-¿Qué hay que hacer -preguntó la mujer- para que a una le brinden un toro?
-A usted le brindaría yo media docena sin necesidad de que haga ná.
Ambos sonrieron, pero ella acompañó la sonrisa con una mirada escrutadora y un coqueto alzamiento de hombros. Estaba realizando alguna clase de inventario que el joven no fue capaz de determinar.
La pareja se despidió al salir a recepción.
Pero volvieron a verlos en el restaurán. Omar se situó en el asiento orientado hacia ellos, porque notó al vuelo que la mujer le miraba muy fijamente, tanto, que a veces se veía obligado a desviar los ojos, porque llegaba a sentir apuro, convencido de que el hombre no tenía más remedio que darse cuenta. El sujeto tenía una pinta repulsiva, porque su carne parecía blanda y traslúcida.
De espaldas a ellos, el Cañita comentó:
-No veo el hambre canina que decías que tenías; cómete esa carne de una vez, niño. ¿Qué miras tanto?
-A la gachí del ascensor. Me parece que quiere algo.
-Déjate de líos, niño, que mañana toreas... y ya sabes.
-Es simple curiosidad.
A la mitad de la cena, cuando tenían la mujer y Omar la mirada fija uno en el otro, ella hizo con los ojos una levísima señal en dirección al rincón donde estaban los aseos; una señal casi imperceptible, pero el novillero la interpretó con tanta claridad como si fuera un anuncio de neón. Un instante después, la mujer se alzó y se dirigió hacia los aseos con un contoneo que puso a hervir todos los fluídos del joven.
-Voy a mear -informó precipitadamente al Cañita, y trató de no correr mientras se lanzaba en la misma dirección.
Una sola puerta separaba de la sala el pequeño vestíbulo de los baños. Más allá de la puerta, el espacio medía sólo dos metros por uno y medio, con un espejo a un lado y, enfrente, las puertas de los reservados de caballeros y de señoras. La mujer estaba encerrada dentro de este último. Omar, que no tenía ganas de orinar, permaneció en el vestíbulo. Ella tardó un par de minutos en salir.
-Oh, qué casualidad -exclamó con un cinismo innegablemente gracioso-. De nuevo nos encontramos.
Omar no se anduvo por las ramas:
-¿Qué posibilidades hay de que la vea a usted a solas?
-Muchas. ¿Qué vas a hacer esta noche?
-¿Yo? Lo que usted quiera. A ver.
-Bien. Pues verás; ahora, después de la cena, tenemos mi marido y yo una partida de póker en casa de unos amigos. Pero me va a dar una jaqueca insoportable y mi marido no abandona una partida ni por un terremoto, así que voy a volver sola al hotel, digamos que... -miró el reloj de diamantes- ¿dentro de hora y media?
Omar asintió.
-Espera en el hall. Cuando me veas entrar, aguarda unos cinco minutos y, entonces, sube a mi habitación. Es la trescientos dieciocho.
Comió con la avidez de siempre, pero sin darse cuenta de lo que engullía ni saborearlo. Notaba la mirada alerta y suspicaz de su apoderado, por lo que evitó tanto como pudo dirigir la mirada hacia el matrimonio. El camino de regreso y el acto de desnudarse los realizó sintiéndose escrutado por Manolo el Cañita, de quien comenzaba a sospechar que tenía el don de la clarividencia.
Había pasado ya la hora y media, y el Cañita no acababa de dormirse. Sabía por experiencia que el apoderado tenía leve el sueño, por lo que había organizado, con muchísimo disimulo, la ropa y los zapatos de manera que pudiera deslizarse fuera de la habitación sin armar barullo. Pero no se dormía y ya la gachí habría pasado por el vestíbulo; bueno, de todas maneras, podía ir a llamar directamente a la habitación, pero... ¿y si ella se desengañaba al no verlo y daba la media vuelta? No, no lo haría, no tendría justificación volver junto a su marido tras haber pretextado un malestar tan fuerte, porque eso de una "jaqueca" tenía que ser una efermedad tremenda. Vaya, el Cañita comenzaba a roncar. Sacó las piernas de bajo la cubierta y puso los pies en el suelo; acechó a ver si el viejo lo había notado. Continuaba roncando. Se alzó muy suavemente, tratando de que no sonara el somier; antes de dar un paso y agacharse para coger los zapatos a tientas, volvió a aguardar. El sueño se estaba profundizando. Se movió con levedad, recogió los zapatos y la ropa; abrir la puerta le tomó más de dos minutos, pero consiguió que no crujiese el resbalón; cerrar le costó otro tanto. Se vistió precipitadamente en el pasillo y echó a correr. Permanecería unos minutos en el vestíbulo, por si ella se había retrasado y, si no aparecía, iría directamente a la habitación trescientos dieciocho.
El conserje le sonrió con untuosidad.
-Buenas noches. ¿Necesita usted algo?
-Yo...
La llave de la trescientos dieciocho estaba en el casillero. No había llegado todavía.
-... me apetece una cerveza.
-El bar está abierto todavía, no cierran hasta las tres. Por ahí, al fondo a la derecha -señaló el conserje.
Omar simuló seguir la indicación, observó de reojo que el hombre no le miraba y volvió sobre sus pasos. Se situó en un asiento que quedaba fuera de su campo visual.
Mientras acechaba la llegada, meditó: Éstas sí eran cosas como las de don Juan Tenorio, una aventura con todos los ingredientes de la función, mujer de alta alcurnia, marido burlado y encuentro en circunstancias arriesgadas. Ahora no se trataba de dos tías cachondas que lo único que pretendían era medirle el pene para dilucidar una apuesta, sino de una gachí muy elegante, el equivalente de una duquesa en los tiempos de don Juan, una gachí que iba a entregársele en el mismo cuarto donde dormiría su marido más tarde. Estaba arrebatado de expectación; sólo un instante pensando nada más que en el cuarto, y ya tenía el arsenal preparado. Ahora sí que podía sentirse en camino de ser como el personaje del teatro. Veinticinco minutos más tarde, cuando ya desesperaba que ella pudiera librarse del compromiso, le pareció que llegaba.

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