CUENTOS DEL AMOR
VIRIL. LUIS MELERO
MILAGRO
EN TEOTIHUACAN
-Los mexicanos tenemos un
apreciable porcentaje de sangre india -afirmó Javier Robledo.
Protegido por el embozo que le
proporcionaba el gigantesco sombrero que el fotógrafo de turistas le había
obligado a ponerse, Jenaro Senmenat examinó de reojo el rostro de Javier. Que
el mexicano prestase atención a la ranchera que cantaba muy desafinadamente el
grupo de mariachis, junto con la algarabía del local, le ayudaba a disimular la
intensidad y el hambre de su mirada.
Javier no era guapo en el sentido
clásico, pero su exuberante virilidad agreste, y la pastosidad de su voz, le
dotaban de un atractivo sexual arrebatador y sí, el trazado de sus cejas y sus
ojos vagamente achinados, que le proporcionaban cierto parecido con Antony Quinn,
revelaban un toque de sangre indígena, no mayor que el de Jorge Negret. Sin
embargo, su oscuro y poblado vello desmentía ese origen, dado que los
amerindios suelen ser lampiños.
Y por mucho que se esforzaba, no
conseguía dejar de mirar su bragueta. Lanzaba miradas de soslayo que se cosían
al empinadísimo abultamiento del pantalón y tenía que realizar esfuerzos
heroicos para que sus ojos no desvelaran sus pensamientos. Se preguntaba qué
podía haber ocasionado la erección de Javier, pero la razón le aconsejaba
suponer que se trataba sólo del efecto del alcohol y la divertida placidez del
momento. No se le ocurría plantearse otra posibilidad bien distinta.
Desviando la mirada hacia la
esplendorosa y ancha sonrisa de Javier, Jenaro se preguntó si la visita a
Ciudad de México iba a servirle para conquistar, por fin, lo que llevaba quitándole
el sueño cerca de un año.
El traslado a Nueva York, un año
antes, no pudo ser más incierto. Jenaro disponía sólo de cinco millones de pesetas
ahorrados con mucho esfuerzo, y necesitaba aprender inglés, culminar el curso
de actuación y vivir la experiencia de desenvolverse durante un año en la Babilonia
norteamericana, para seguir creyendo en sí mismo como actor y darse gas para
continuar en una profesión que en España era una extenuante carrera de
obstáculos. La austeridad que debía imponerse para resistir un año y volver a
Madrid con medios suficientes para reiniciar la carrera, vedaba toda
posibilidad de alquilar un apartamento privado. Gracias a un anuncio en uno de
los periódicos en español, encontró habitación en el Bronx, en un piso de la
avenida Melrose, compartido con dos hispanos.
Roberto, el uruguayo, era
hematólogo; preparaba un master que lo convertiría en una autoridad médica de
su país. Javier, el mexicano, era un simple oficinista de la legación mexicana
ante las Naciones Unidas. Juntos, pudieron permitirse un apartamento de tres
dormitorios, que según los parámetros neoyorkinos habría sido un lujo asiático
para cualquiera de los tres. A Jenaro le asignaron la habitación que daba a la
calle, puesto que era el que tenía menores obligaciones laborales con horario y
no importaba si el ruido turbaba su sueño, cosa que ocurría con demasiada
frecuencia.
Se trataba de una habitación sin
puerta, comunicada con el salón por un arco de medio punto, que había sido el
despacho del propietario. El español carecía de la privacidad que disfrutaban el
mexicano y el uruguayo, por lo que le fue concedida una participación menor en
los gastos. Mientras cerraban el acuerdo, Roberto, el uruguayo, aludió en
varios momentos a la falta de aislamiento… “que te obligará a encerrarte en el
baño cada vez que te pique la entrepierna”. Tanto Javier como Jenaro ponían
cara de circunstancias ante tales alusiones, que a Roberto le hacían sonreír
con mucha ironía.
La falta de aislamiento fue el
origen de todo.
Sólo había un aparato telefónico,
que estaba en el salón. Sólo había un baño, cuya puerta daba también al salón,
en línea con el cabec ero de la cama de Jenaro. Tanto Roberto como Javier,
acudían siempre en calzoncillos a las llamadas del teléfono; los dos entraban
en el baño frecuentemente desnudos o, a
lo sumo, cubiertos parcialmente por una toalla. Roberto, con su aspecto
centroeuropeo, poseía una belleza escultural espléndida aunque fría: piel celta
ebúrnea, cuerpo meticulosamente trabajado en el gimnasio, demasiado armónico y
simétrico como para parecer de carne, pelo castaño muy claro, probablemente
tratado frecuentemente con camomila, vello depilado hasta en los rincones más
íntimos; el hecho de tener una novia fija y frecuentes aventuras con
norteamericanas, que metía sin tapujos en su habitación, le desterraba de las
expectativas y ensoñaciones de Jenaro.
Javier, en cambio, no era mujeriego
militante y su aspecto de macho tópico, ancho, robusto y fibroso como un
labrador, y piel atezada como cuero, como un estibador, le dotaban de un
atractivo apremiante que ocasionaba frecuentes erecciones a Jenaro mientras lo
veía hablar por teléfono, despatarrado, acariciándose distraídamente la
abundante pelambrera oscura del voluminoso escroto que asomaba, impúdico, por
la pernera del calzoncillo o pasándose la palma de la mano por los prominentes
pectorales cubiertos de vello.
Era una belleza imperfecta. El hombro
izquierdo era algo más redondo que el derecho, los muslos eran demasiado
descomunales y tan densamente velludos que apenas se veía la piel. Sus gemelos abultaban tanto, que sus piernas
parecían torneadas patas de sillón barroco. El vello del vientre formaba una
ristra tan abundante y compacta, y sobresalía tanto de perfil, que Jenaro
estaba siempre a punto de pedirle que le permitiera recortárselo un poco.
Fingiendo dormitar o sin necesidad
de ello, puesto que Javier se comportaba con desinhibición algo exhibicionista,
Jenaro contemplaba el bulto desmesurado y palpitante de los genitales del
mexicano a placer, obligándose a esfuerzos heroicos para sacudirse la tentación
de saltar a acariciarlo, a pesar de que nunca antes le había atraído esa clase
de desproporciones. Antes del deslumbramiento por Javier, ni siquiera recordaba
haberse fijado en hombres muy velludos ni en el tamaño del pene de nadie.
Hasta recordaba haber eludido mirar
a ese tipo de hombres en las saunas de Valencia. Aunque un pene penduleante que
alcanzara el medio muslo resultaba sumamente atractivo para los gays, a él le
causaba algo de repulsión, y cuando se cruzaba con algún tipo muy velludo solía
pensar que tal vez oliera mal.
Aunque veía a Javier desnudo con
frecuencia, nunca había dado la casualidad de que tuviera una media erección al
entrar o salir del baño, sólo había visto ese órgano completamente fláccido, de
modo que Jenaro se preguntaba la dimensión que podría alcanzar al endurecerse
un pene que era el mayor que jamás había imaginado que pudiera existir. ¿Crecería
mucho al llenarse de sangre con una erección? ¿Conseguiría levantarse hasta la
vertical algo tan enorme? Tamaña barbaridad, anchísima y desmesurada, ¿alcanzaría
la dureza majestuosa y casi metálica que obtenía el suyo? Si fláccido parecía pasar
de veinte centímetros, ¿se aproximaría a los cuarenta erguido? Había oído
comentar a sus amigos de Valencia que los penes demasiado grandes no conseguían
endurecerse del todo jamás. ¿era el de Javier uno de esos miembros medio
inútiles?
Era la primera vez en su vida que
se hacía esta clase de preguntas, puesto que, antes, lo único que percibía
cuando alguien le interesaba era la magia que irradiase. Sus ojos, su boca, su
sonrisa, su expresión corporal. Todavía no había sufrido la clase de
enamoramiento enfermizo que observaba en mucho de sus conocidos, aunque sí
había amado con algo de tibieza, amor que siempre era producto de la magia que
derramase el otro. Javier emitía magia, un intenso poder de seducción de
apariencia hechicera, pero era, al mismo tiempo, un prodigio de erotismo animal
que desprendía ondas urentes que convulsionaban la entrepierna de Jenaro y excedían
a cualquier ser humano que recordara haber contemplado. Sin duda tenía que ser
el prodigio de una combinación tan infrecuente; el resultado fatal de alearse
el oro con los rayos del sol.
Soñaba con él y siempre tenía orgasmos.
Aunque nunca hubiera dado importancia al tamaño de los penes, la dimensión
alucinante del de Javier le obsesionaba; con frecuencia, lo imaginaba cárdeno y
enhiesto, con el tamaño, la sinuosidad y los relieves venosos del brazo de un
culturista, cuyo puño sería semejante al glande. Era un cilindro oscuro y
punzante que le hacía sentir deseos que nunca había experimentado. En el frondoso
bosque púbico de Javier, emergía primero –en sus sueños- como una anaconda que
iba convirtiéndose en un obelisco oscuro y granítico que ansiaba que estuviese
dentro de sí. Aunque nunca lo habían penetrado con algo ni remotamente tan
grande, imaginaba de modo muy vivo el dolor y el éxtasis de tal intrusión, junto
al calor del terciopelo de la piel de Javier contra la suya.
Con el paso, primero, de las
semanas y, luego, de los meses, el descubrimiento de la personalidad de Javier
multiplicó por ciento el embrujo y el atractivo para los ojos y el corazón de
Jenaro.
Porque Javier, aparte de su pene
increíble, poseía otras peculiaridades.
El primer atisbo lo tuvo Jenaro un
viernes por la tarde, cuando sólo llevaba dos meses conviviendo con sus dos compañeros.
-¿No piensas salir? -preguntó
Javier con la música de su acento, mientras se sobaba la bamboleante prominencia
del calzoncillo con distraído abandono.
-Más tarde -respondió Jenaro,
desperezándose en la cama e intentando disimular la mirada elusiva del voluminoso bulto-. Hay un montaje off Broadway
que necesito ver y después me han invitado a una fiesta en el Village. Por eso
trato de echarme una siestecita.
-Siento perturbarte el sueño; es
que espero que me llame mi madre.
El calzoncillo era corto y suelto,
sin botones, de modo que no le cubría suficientemente. Por encima del elástico
y bajo los perniles el vello se escapaba frondoso y perfumado, junto con un
escroto demasiado voluminoso y pesado como para ser contenido por tan escueta
prenda.
-¿Te ha dicho que va a llamarte?
–preguntó Jenaro, mientras apretaba los muslos para ocultar su erección.
-No. Necesito hacerle un encargo, y
estoy transmitiéndole mentalmente el mensaje de que me llame ella. Si la
llamara yo, tendríamos cuentas de teléfono astronómicas.
Su expresión era la de alguien
seguro de su lógica, como si estuviese hablando de acontecimientos vulgares y
cotidianos. Jenaro sintió que sus pupilas se cerraban como si contemplase una
luz cegadora. Muy abiertos, los ojos de Javier miraban infinitamente más allá
de la pared que tenía enfrente. Sentado con abandono indiferente a pesar de la
exaltadora inmovilidad de su cabeza, los testículos, como grandes madejas de
hilo negro, y parte del glande, como una gran ciruela cárdena, asomaban por el pernil izquierdo del
blanquísimo calzoncillo.
-A ver, Javier. ¿Quieres decir que
crees que puedes influir telepáticamente en tu madre y obligarla a llamarte?
-Naturalmente –respondió Javier con
algo de jactancia y sin disminuir la alucinación de su mirada, mientras se
ajustaba el pene para que no se rebelara del todo escapando del calzoncillo-.
Lo hago casi todas las semanas.
Sin acabar de pronunciar esta
frase, sonó el timbre del teléfono. Javier alzó el auricular al instante.
-¿Mami? -preguntó antes de haber
tenido tiempo de escuchar ningún sonido al otro lado del hilo. Dio la impresión
de que -al hablar con su madre- sus genitales se encogieran pudorosos.
Luego de sentir un escalofrío
porque había inundado la habitación un hálito que olía a otro mundo, Jenaro asistió
estupefacto al monólogo que siguió:
-Esta vez tardaste en llamarme más que
otras veces, mami. Llevo desde esta mañana pidiendo que me llames... No, no
puedo viajar a Ciudad de México por mi cumpleaños, mami... por eso necesitaba
que me llamases... Haré una pequeña fiesta en casa. Mándame la receta de tu
guacamole y tu enchilada, pues las de aquí apestan.
Cortada la comunicación, preguntó
Jenaro:
-¿Lo consigues siempre que quieres
o sólo de vez en cuando?
-Muy pocas veces falla. Cuando no
le pongo toda la fuerza, porque tengo otra preocupación
Alrededor del rostro del mexicano relucía
un nimbo de inocencia angelical que hacía brillar su cutis y chisporrotear sus
pupilas. Vueltos a su tamaño natural, sus genitales asomaban, de nuevo, en su
totalidad y orgullosos sobre el dibujo oscuro del vello del muslo izquierdo.
Lo contempló mientras se alejaba
hacia su cuarto. Las proporciones de su espalda eran como las de un luchador de
grecorromana y parecía ser la única parte de su cuerpo libre de vello. El trasero,
prominente pero estrecho, hizo que Jenaro suspirase.
La víspera del cumpleaños, Jenaro
se ofreció a ayudar a Javier con la esperanza de aumentar la camaradería. Los
tres convecinos pasaron casi todo el día preparando platos mexicanos y canapés
apátridas.
-Cuidado -le dijo el mexicano, de
espaldas a la mesa donde Jenaro picaba finamente la cebolla, y sin volver la
cabeza -. Ese cuchillo puede hacerte mucho daño.
Aparte del que estaba usando, había
otros tres cuchillos sobre la mesa inestable en la que Jenaro trabajaba,
arrimada a la cocina por la excepcionalidad de la ocasión. Uno de ellos, el más
pesado, se hallaba muy cerca del borde. El actor vio que iba a caer al suelo,
de modo que soltó el que empleaba con objeto de intentar detener la caída del
otro, que podía herirle el pie. Al sujetarlo, se hizo un corte en la segunda
falange del dedo corazón de la mano derecha. Gimió. Javier acudió presuroso.
-¿Ves? -le reprendió-. Lo había
visto venir.
No podía haberlo visto; estaba de
espaldas.
Mientras Javier le chupaba el dedo
pudo desmayarse; a continuación lo envolvió con papel de cocina y le empujó
hacia el cuarto de baño para curarle, en tanto que Jenaro estaba más asombrado
que preocupado por la sangre, porque tenía en la memoria una imagen fotográfica
del instante en que sujetara el cuchillo; cuando movía la mano para evitar la
caída, había sentido una fuerza extraña que trataba de paralizar su mano.
Durante la fiesta, en la que casi
todos eran mexicanos, Javier pasó mucho rato hablando con una muchacha
semejante a una María Félix rejuvenecida. Jenaro asistió con desconsuelo a sus
gestos de intimidad; la familiaridad con que él apoyaba la mano en el hombro de
ella y el abandono con que ella se echaba contra Javier no podía significar más
que una cosa. Creyó que el pantalón de Javier se había abultado con una
erección, aunque con sus esfuerzos por desviar la mirada no podía constatarlo
completamente. Pero la lógica le insuflaba la certeza de que la erección se
había producido. Sintió una tormenta de celos que brotó en sus ojos.
El humor de Jenaro fue agriándose a
lo largo de las cuatro horas que duró la celebración. Trataba de pensar en el
texto que debía aprenderse para la próxima evaluación en el estudio teatral,
con el propósito de rescatarse a sí mismo de los celos que se infiltraban en su
corazón; también se esforzó por revisar su biografía, desde el grupo aficionado
que había formado, seis años atrás, junto con otros doce muchachos vecinos
suyos de la
Malvarrosa. Cómo una aparición en un concurso de televisión
le había valido para conseguir un pequeño papel en una comedia y cómo saltó a
la miniserie que protagonizó, reclamado desde Madrid. Lo que al principio
pareció un éxito fulgurante, se quedó en nada y, a los veinticinco años, se
encontró desahuciado de la profesión. "Jenaro Senmenat es demasiado guapo
para la farándula española -había escrito un crítico-; su tipo físico cuadraría
más en Hollywood". Esta opinión fue la que le inspiró la idea de huir
hacia adelante formándose en Nueva York, lo que le dotaría de las herramientas
para convertirse en actor internacional, si la suerte le acompañaba.
El tipo físico de Irasema, la María Félix que se
echaba sobre Javier, también podía permitirle triunfar en el cine. No lo podía
evitar. Jenaro sufría un temporal en el alma; les miraba reprobadoramente a los
dos sin apenas conseguir disimularlo, y se preguntó cuántas veces habrían
follado.
Pocos segundos después de hacerse
esta pregunta, notó que el mexicano retiraba la mirada de su acompañante y le
clavaba los ojos con la intensidad de un disparo de revólver, como si quisiera
decirle algo inaplazable. A continuación, se aproximó hacia él con la copa
vacía, puesto que Jenaro se hallaba junto al mueble sobre el que estaban las bebidas.
Mientras se preparaba un margarita, el mexicano dijo en un susurro:
-Jamás me he acostado con ella.
Somos primos.
El asombro impidió que Jenaro
saboreara su júbilo.
Durante los meses siguientes,
Jenaro aprendió a adivinar cuándo iba a sonar el teléfono por una llamada de la
madre de Javier. Éste se sentaba junto al aparato con la misma expresión espacial
y telúrica; invariablemente, se producía la llamada poco después.
Ya no sentía el corazón de tanto
que sangraba. Javier era insólito, irregular, desconcertante, y por todo ello
fascinante. Jenaro lo amaba locamente, pero igual que se ama la belleza de una
montaña nevada, consciente de que se trata de veneración por una majestuosa
imposibilidad.
Se repitieron muchas veces sucesos
parecidos al del cuchillo: Javier comentaba o hacía observaciones sobre cosas
que ocurrían a sus espaldas y que no podía haber visto. Con frecuencia, le
decía a Jenaro algo que parecía una respuesta o una aclaración de lo que el
actor se había preguntado mentalmente. Eran tan cotidianos estos hechos, que Jenaro
dejó de asombrarse, aunque nunca pudo acostumbrarse ni dejar de ponérsele carne
de gallina a su pesar.
Pero un día, cuando ya llevaba ocho
meses viviendo en el Bronx, ocurrió un prodigio.
Esa mañana, había fingido dormir
cuando Javier salió del baño completamente desnudo. Notó que le miraba
fijamente, como si intentara asegurarse de que estaba durmiendo. Esa mirada le
había pesado toda la mañana en el ánimo, porque no paraba de preguntarse qué
podía haber ocurrido si le devolvía la mirada a Javier y le hacía notar su
erección. Las preguntas y su propia desazón acentuaron la impresión del
prodigio.
Volvía en metro desde el sur de
Manhattan, tras las charlas en el estudio. Eran las dos de la tarde. Javier
debía de estar todavía en el edificio de la ONU , de donde salía a las cinco. De pie en el
vagón, Jenaro observaba a un grupo de jóvenes hispanos, que armaban mucho
escándalo y estaban incomodando a los demás pasajeros. Uno de ellos guardaba
cierto parecido con Javier, detalle éste al que el actor se aferraría después
para tratar de encontrar una explicación a lo que ocurrió a continuación;
mientras le miraba, Jenaro sintió la necesidad indeclinable de volver atrás, al
tiempo que resonaba en su mente una especie de salmodia antigua, un murmullo
procedente de algún momento de la historia que nada tenía que ver con el
presente. Cerró los ojos un momento y vio tras sus párpados una empinada
escalera a cuyo pie brillaba la sangre de una inmolación reciente; la escalera
estaba llena de gente semidesnuda que le esperaba a él. El clamor sonaba a cantos
pero estaba seguro de que eran jaculatorias de respuesta a los salmos que
gritaba desde lo alto de la pirámide un chamán adornado con gigantescos tocados
de plumas de muchos colores, aunque su cuerpo estaba completamente desnudo.
Tenía una bella serpiente viva enroscada en el pene y un enjoyado colgante
pendía de sus testículos. En el pecho y el vientre brillaban dibujos encarnados
que alguien debía haber trazado con la sangre que refulgía por todos lados. Se
dio palmadas impacientes sobre los párpados apretados, intentando que la
horrorosa visión se desvaneciera
En estado cercano al trance, se
apeó en la siguiente estación, tomó un tren que circulaba en la dirección
contraria y, sin saber por qué, se le ocurrió salir a la superficie en Times
Square. Un resplandeciente Javier le sonreía desde arriba, junto al último
peldaño de la salida del metro, emitiendo un vendaval magnético que hizo tiritar
al actor. Le envolvió una salva de fuegos artificiales que recorrieron su piel
entre escalofríos preorgásmicos. Sin poder evitarlo, miró con descaro la salvaje
y rotunda prominencia del muslo del mexicano, que resultaba espléndidamente
descomunal vista desde abajo.
-Menos mal que viniste -dijo Javier
con naturalidad-. Compré una colección de veinte archivadores antiguos, que no
puedo cargar solo.
-¿Qué quieres decir con eso de
"menos mal que viniste"? Yo no acostumbro a venir a Times Square a
estas horas.
-Ya lo sé. Llevo una hora tratando
de transmitirte la idea de acudir aquí. Ya habías salido del estudio cuando te
llamé.
A pesar del volumen de los cinco
paquetes que cargaban, Jenaro sintió en su vientre la tibieza próxima del
vientre de Javier durante todo el trayecto, hasta el Bronx. La carga les
desequilibraba un poco a los dos y el traqueteo de los anticuados trenes del
metro de Nueva York ocasionaba que se rozaran levemente, uno frente al otro,
mientras Jenaro hacia tensos esfuerzos por echarse hacia atrás.
Los meses escasos que restaban para
abandonar Nueva York, Jenaro intentó que un mensaje circulase en la dirección
opuesta. Dado que él recibía con frecuencia creciente mensajes que Javier le
transmitía, debía resultar igualmente fácil que el mexicano recibiera los suyos
y comprendiera la pasión que le estrujaba el ánimo.
Pero no ocurría. El corazón y las
entrañas de Jenaro se convulsionaban sin que llegara el consentimiento o una
señal de asentimiento. Encima de las fulgurantes nubes perfumadas de viejos
encantos, Javier seguía con su vida de siempre, con sus amistades de siempre y
con su conducta de siempre hacia Jenaro, amable, atenta, pero sin el ansiado
derribo de la muralla, sin ningún atisbo de complicidad al margen de los
momentos en que parecía adueñarse de su voluntad.
No obstante, una semana antes de la
fecha en que Jenaro debía maqrcharse a Madrid, le dijo:
-No puedes volver a España sin
visitar México.
-Eso está fuera de mis
posibilidades.
-No lo creo. Puedo arreglarlo para
que el pasaje Nueva York-México-Madrid te cueste sólo unos dólares más y en
México no necesitas gastar ni un peso. Dispones de la casa de mi madre y, como
es natural, yo no permitiría que un invitado mío tuviera ningún gasto.
-¿Es una proposición, Javier?
-Claro que sí, mano. Un actor que
va a ser famoso, como tú, tiene que conocer México, para pensar en el futuro.
México es el mayor pueblo de lengua española del mundo. Seguro que puedes
aprovechar una visita a mi país para hacer buenos contactos. Mi madre y yo te
los facilitaremos
Lo primero que había conocido de
México era la plaza del Zócalo; lo segundo, la plaza de Garibaldi y sus bares
con mariachis, un lugar demasiado tópico, demasiado comercializado para
agradarle.
Desde que bajara del avión, Jenaro
no había podido pensar en otra cosa que en el abrazo con el que necesitaba
envolver la exuberante anatomía de Javier. Ahora, bajo el pesado sombrero
mexicano, tenía un sollozo en la garganta, porque Javier era el más amable y
dulce de los anfitriones, pero, lejos de la camaradería que proporciona
compartir un piso, resultaba de pronto distante, como si hubiera decidido
someterse a las reglas de un país tan machista como el suyo o como si las
piedras aztecas de la plaza del Zócalo se interpusieran entre los dos.
Trató de hacerse oír sobre las
rancheras desafinadas:
-Javier, estoy cansado de esto. ¿No
podemos ir a otro lugar?
-Sí, vamos, pero no a otro local,
sino a casa. Mañana nos levantaremos temprano para ir a Teotihuacan.
Estaban sentados juntos en una
especie de banco adosado a la pared; la rodilla de Jenaro ardía por la presión
de la de Javier. Al ponerse éste de pie, Jenaro observó el abultamiento de una
erección estratosférica y sintió los ojos del mexicano siguiendo la dirección
de su mirada. El alucinante macho sonrió triunfante.
La casa del barrio de San Ángel era
mucho más lujosa de lo que Jenaro había supuesto que era la situación mexicana
de Javier. A mediodía, recién llegado del aeropuerto, la madre le enseñó la
casa como la guía de un museo, mostrándole con orgullo la espléndida colección
de flores que iluminaba el jardín, antes de precederle hacia la habitación que
le había asignado, situada en una especie de torreón, demasiado lejos del que
le había dicho que era el cuarto de Javier.
De regreso de la visita a la plaza
de Garibaldi, la madre no se encontraba en casa, lo que alentó las expectativas
de Jenaro. Algo tenía que ocurrir, tan frecuentes intuiciones no podían carecer
de base. A pesar de que Javier no acortaba la distancia, era notable que se
había apoderado conscientemente de su voluntad, que le complacía notar las miradas
apreciativas hacia el abultamiento de sus genitales y que su interés porque
visitara México era genuino. Detrás de todo ello tenía que existir alguna clase
de sentimiento, aunque no correspondiera del todo la pasión demente que a
Jenaro lo estaba volviendo loco.
Sin embargo, le deseó buenas noches
y lo dejó solo en la lejanía del dormitorio del torreón, tras advertirle que
iba a despertarlo a las seis y media de la mañana. Pero, en el momento de
marcharse, Jenaro advirtió con júbilo que Javier volvía a tener una durísima e
inocultable erección.
A pesar de los cuatro tequilas que
había tomado, apenas durmió a causa del apremio de su propia virilidad.
A las seis y cuarto, entró en la
ducha, dispuesto a borrarse las ojeras. No quería presentar mal aspecto cuando
Javier acudiese a llamarlo. Llevaba mucho rato bajo el chorro de agua cuando el
mexicano apartó la cortina:
-Vaya, mano, tienes piel de chamaca
-dijo Javier, en cuyos ojos brillaba una apreciativa luz, mientras se sobaba descaradamente
la entrepierna.
El actor notó que se humedecía los
labios con la lengua, sin ningún disimulo, lo que hizo que el pene de Jenaro se
irguiera de inmediato, macizo y recto como un asta de madera.
-Buenos días -saludó Jenaro,
tratando de que no se le notara el desagrado por el comentario, pero forzando
un poco las caderas hacia delante, como si tratase inconscientemente de
magnificar su erección.
-Es la primera vez que te veo completamente
desnudo –Javier contempló franca y largamente el endurecido pene de Jenaro, y
sonrió-. Ahora comprendo por qué en el Bronx andabas siempre cubierto con la
piyama. Te da vergüenza que vean un cuerpo tan delicado.
-No fotis, Javier. ¿Estás
sugiriendo que mi cuerpo es feminoide?
-He dicho "delicado", no
"feminoide".
-¿No es lo mismo?
-Claro que no. Tu cuerpo es de
hombre, un hombre completamente masculino, bello y maravilloso, pero tu piel es
como nácar... no este duro cuero de maleta barata que es la mía…
Jenaro no encontró valor para decidir si había
sido piropeado o no. De repente se sintió incapaz de contemplar la prominencia del
pantalón de Javier, porque notó progresar por sus riñones las oleadas de un
orgasmo que no estaba seguro de desear que ocurriera. El agua caliente corría
por su pecho y rebotaba en su erección reforzando la sensación de que podía
explotar inesperadamente. Se preguntó si le avergonzaría tener un orgasmo
frente a Javier y se respondió que no; más bien, deseaba que ocurriera, que
algo tan desusado sirviera para derrumbar lo que todavía se interponía entre
los dos. Pero veintiséis años de prejuicioso condicionamiento llenaron su mente
de contradicciones. La voz de Javier le hizo volver a la realidad:
-Termina rápido. Quiero que
lleguemos a Teotihuacan antes de que el calor apriete.
La ciudad sagrada de los aztecas era
una especie de Ciudad del Vaticano, pero mucho mayor. Recintos enormes
circundados por gradas de piedra, canchas de pelota, pequeñas pirámides
escalonadas, barrocamente adornadas con esculturas aztecas; viales
monumentales, anchísimos, como la
Roma de cartón piedra que Hollywood recreaba, sólo que esta
Roma precolombina era real, palpable; pirámides inmensas que debían de haber
requerido muchos más obreros que el total de habitantes que los guías
turísticos decían que había tenido el lugar.
-Mira, Jenaro, quiero que subas a
la pirámide de la Luna ,
mientras yo subo a aquella, que es la del Sol.
-¿Por qué?
-Ya lo verás.
El sol comenzaba a apretar. A la
distancia, se veía el hongo amarillento de contaminación, como una explosión
atómica, que pende sobre Ciudad de México. Jenaro alcanzó jadeante y sudoroso
el pináculo de la pirámide de la
Luna y vio que Javier estaba ya sobre la del Sol; aunque no
podía reconocerlo a tanta distancia, era inconfundible su silueta contundente,
que parecía la de un ser de otro mundo, una especie de poderoso dios nórdico.
Estaba con los brazos en jarras, vuelto de cara hacia él.
Jenaro le imitó. También puso los
brazos en jarras.
En ese instante, le envolvió una
oleada magnética que convirtió sus vellos y su pelo en electrificados alambres
enhiestos y multiplicó por ciento la intensidad de sus sentidos táctiles. Un
chisporroteo de luces recorrió su piel de los pies a la cabeza, endureciendo
sus pezones casi dolorosamente, mientras el aire se convertía en perfumados
pétalos de nardos y jazmines. Volvió por un segundo la visión que había tenido
cuando decidiera en el metro de Nueva York regresar hacia Times Square, la
procesión multitudinaria de seres antiguos que recorrían desnudos una escalera
ensangrentada. Escuchaba sus invocaciones y las entendía, a pesar de no
comprender las palabras. Las huellas de sangre se volvieron corpóreas
convirtiéndose a continuación en una serpiente gigantesca que avanzó hacia él,
pero consideró que no le amenazaba. La serpiente colorada cruzó impetuosa a
través de su vientre, pero no le produjo dolor, sino éxtasis. Notó que levitaba
al tiempo que la pirámide de la
Luna se volvía de cristal inmaterial y el poderoso animal lo
traspasaba una y otra vez suspendiéndolo en el aire, derramando en su interior
aliento volcánico, mientras una lluvia de estrellas caía contra su pecho,
incendiándolo para hacerlo renacer convertido en una nube atravesada por un
rayo. Era una especie de torbellino formado por los más intensos placeres
descritos en los libros. Su cuerpo se dividió por la mitad al tiempo que el
poderoso huésped que hurgaba sus entrañas se alzaba en medio de una nebulosa de
estrellas lejanas, lanzándolo hacia un infinito poblado de galaxias
tormentosas. Tuvo el más arrebatador orgasmo que sintiera jamás. Larguísimos
minutos. Oleadas de temblores que subían por sus muslos como un mar embravecido,
estrujaban su cintura, golpeaban su pecho y agitaban sus brazos y cuello. Estremecido,
abrió los ojos y habían desaparecido las dos pirámides y todo Teotihuacan. Sólo
quedaban Javier y él, suspendidos en un vacío donde no había nada más.
No debía volver a España. Eran dos
seres a punto de fundirse en uno para siempre. Juntos, serían amantes
legendarios. Tenía que permanecer a su
lado. No, en Nueva York, no; en México. Javier iba a dejar su puesto de Naciones
Unidas, que sólo había sido un peldaño en la preparación de su carrera
política.
"No, no pienso casarme para
satisfacer los severos prejuicios machistas de la vida política mexicana. Sí,
efectivamente, si no pienso casarme es porque no me interesa ninguna mujer.
Antes de conocerte, tenía dudas. Ahora no. Tú eres la única persona que yo
puedo amar. No quería que lo supieras antes de que yo mismo estuviese seguro,
mano. Adoro tu ingenio, adoro cómo te organizas, adoro tu piel de seda clara,
me enloquecen tu voz y tu aliento de naranjas mediterráneas. Te adoro, Jenaro,
y sé que tú también me adoras. No puedes volver a España. Mi madre lo sabe,
hablamos mucho mientras viajaba en el avión, ¿no te diste cuenta de que estuve
callado más de una hora? Está de acuerdo. Ella sólo quiere que yo sea feliz. No
te detendré si decides continuar viaje a Madrid, pero en esto sí me sale el
macho mexicano: Querré partirte el corazón de un navajazo si no aceptas vivir
conmigo el resto de tu vida"
Durante
la fiesta organizada para celebrar el centésimo capítulo de la telenovela que
Jenaro protagonizaba para Televisa, sonó un mensaje por la megafonía del local:
"El senador Javier Robledo se excusa por no haber acudido a la fiesta. Lo
hará a última hora, cuando acabe la sesión que preside en el parlamento".