miércoles, 26 de marzo de 2014

SE L'ANTOJAO UNA ESTRELLA

CUENTO DE MI COLECCIÓN "LA HORA DE 3.000 AÑOS", DONDE TRATO DE COMPONER UN REPASO DE LOS MITOS HISTÓRICOS DE MÁLAGA.

Ciriaco hablaba con ellos siempre que salía a la mar. Con su padre, que nunca pudo ser rescatado del naufragio, y con su hermano Pedro, secuestrado por una ola enamorada mientras faenaba por los lejanos vientos de Canarias. Y, sobre todo, con Paula, desterrada de la vida para que la niña que atesoraba su vientre pudiera vivir.

Ellos le indicaban el rumbo cuando la marejada quería tragarse la barca y también cuando la calma chicha expulsaba la pesca hacia el abismo de Alborán. Aunque no oía sus voces, escuchaba sus consejos en el vuelo de las nubes, en el roce húmedo de la brisa, en el juego de las gaviotas y en la luz que le vestía de sal. Tras escucharles, y sólo entonces, enrumbaba la proa por el derrotero que ellos le marcaban, sonriendo oyéndoles discutir:

-El levante trae chanquetes –decía el padre con el baile de una nube.

-Pero la barca es muy chica –señalaba Pedro con los dedos de la brisa-. Tiene que ir a poniente y rolar al sur.

-Que no vaya tan adentro –suplicaba Paula con el vals de las gaviotas-. Que se quede en la playa y coja coquinas. Mi niña está sola.

-Bueno, vale –concedía el padre con la caricia del sol-; aunque se quede casi en la orilla y sólo bordee el rebalaje hacia poniente, llenará las artes si faena como le enseñé.

Entonces, amparado y guiado por ellos y confiando ciegamente en su juicio, remaba mar adentro tarareando un verdial, siempre el mismo.

Se l’antojao una estrella

a la niña que yo adoro.

Se l’antojao una estrella.

Tengo que coger un globo

y subí’ al cielo por ella.

Si no me la dan, la robo.

Viky, la niña, contaba ya cinco años y no había quien consiguiera impedirle esperar en la playa el retorno de la barca. Con los terrales de agosto y con el relente de noviembre, corría al atardecer a brincar de alegría sobre la estela luminosa del agua mientras su padre apresuraba las paletadas de los remos que le llevaban a su encuentro. Ciriaco la contemplaba desde el bamboleo de las olas, ansioso de poner a sus pies las estrellas de plata que bullían prisioneras en la red.

 

Faltaban seis días para Navidad y Viky no mejoraba.

“Neumonía”, había dicho el médico con expresión macabra y tez cenicienta. Una semana en su cabecera cuidándola noche y día, sin salir a faenar ni poder, por consiguiente, pregonar el boliche en el mercado con los ojos como focos para poder huir de la guardia urbana si llegaba a requisárselo. Siete días y siete noches atento a los cambios de la cara que ardía bajo el rocío de la nube posada en la frente de porcelana.

Ese día, Ciriaco había comido el último pedazo de mojaba, nada más; ni siquiera había podido comprar un bollo de pan para ensoparlo en aceite. Si no salía a la mar la próxima madrugada, mañana no tendría qué comer y no le importaba, lo peor sería no poder comprar las golosinas que ayudaban a Viky a soportar la fiebre. La niña abrió los ojos y Ciriaco desvió los suyos para que ella no descubriese el manantial de lágrimas.

-¿Van a traerme los reyes la casa de muñecas?

La habían visto en un escaparate durante un paseo por las calles del centro, hacía casi un mes y, en el mismo instante, Viky le rogó que escribiera su carta a los Reyes Magos, para cuya fiesta faltaba mes y medio.

-Es que siempre llego tarde y luego me dices que los reyes no pudieron traerme lo que yo quería, porque lo habían pedido demasiados niños.

Los días que llevaba calenturienta en la cama no había parado de nombrar la casa de muñecas en su delirio.

-¿Me traerán la casa de muñecas? –repitió Viky.

El juguete estaba tan lejos del alcance de Ciriaco como subir al cielo a robar una estrella. Tenía que salir a la mar inmediatamente, por si todavía ocurrían milagros. Tocó la frente de nácar y puesto que la fiebre no era demasiado alta, suplicó a la mujer del pescador que vivía al lado que velara a Viky.

 

Empujó la barca por el rebalaje.

-No salgas –le dijo el padre con el escalofrío de la niebla-. Nunca encontrarás el rumbo del regreso a la playa.

-Déjate de locuras –le aconsejó Pedro con el peso de la bruma azabache.

-¿Qué será de mi niña si no vuelves? –gimió Paula con el cuchillo helado del aire.

-Dejadme, sombras, dejadme que conquiste la mar –suplicó Ciriaco a la noche mientras entonaba el verdial entre el castañeo de sus dientes: “Se l’antojao una estrella a la niña que yo adoro...

Tres horas más tarde, había perdido el norte. La niebla era una esfera sólida que le ocultaba el brillo del firmamento y las luces familiares de la costa, un muro impenetrable que le forzaba a remar en círculos sin advertirlo, y la red permanecía vacía, sin lastrar el avance de la barca la prodigiosa cosecha de cardumen que anhelaba y por la que rezaba a todos los dioses cuyos nombresconocía. No había milagros en la mar, los monstruos submarinos pugnaban ya por él antes de devorarlo y Viky tendría que aprender a escuchar a los ausentes.

La noche era eterna, jamás amanecería, nunca brillaría ante la proa la derrota del retorno. Estaba prisionero en una cárcel líquida con cadena perpetua de espumas y caracolas de hielo.

Lloró mientras murmuraba una jabera:

Cuántos suspiros me debes

vereíta de la mar,

cuántos suspiros me debes.

Que se levante la niebla

y que se llenen las redes,

porque mi niña me espera.

No había camino de regreso. Las manos le sangraron por el esfuerzo afanoso de recuperar el derecho a besar la carita de lirio y jazmín. Y llegó la hora en que ya no le quedaban fuerzas para seguir buscando el rumbo. Tenía fiebre. La mar quería llevárselo con su padre, con su hermano y con Paula. Ellos le esperaban y nunca le permitirían volver junto a Viky con la red preñada de estrellas.

Sintió que lo material se esfumaba mientras su cabeza colgaba sin fuerzas sobre la borda.

 

-Te lo advertí –le amonestó el padre en los torbellinos del delirio.

-Fuiste un loco –reprochó Pedro en los latidos que se espaciaban debilitándose.

-Mi niña llora –suspiró Paula en el vértigo de la profundidad que iba a engullirle.

La niebla se había convertido en una piedra negra, dentro de la cual no había movimiento ni besos de la brisa. Inmóvil, condenado al silencio eterno de un limbo silencioso.

Pero... ¡algo traspasaba la piedra! Ya no era un cuchillo helado, sino la caricia suavemente punzante de un alfiler que le retornaba a la realidad; las gotas estallaban en sus mejillas, en su frente y en sus párpados, y no era lluvia porque venían de abajo, de la negrura del mar a pocos centímetros de su cabeza abatida.

Abrió los ojos cuando creía que permanecerían cerrados para siempre. Llena a reventar, la red contenía un universo de estrellas. Apresados, los boquerones eran tan numerosos, que saltaban en el agua armando una algarabía de burbujas luminosas convertidas en proyectiles de agua salada.

Contempló en trance el chisporroteo, igual que la más bella constelación de estrellas, preguntándose cuál era la luz que hacía refulgir los boquerones.

Rescatado del naufragio de fiebre y desesperación, descubrió incrédulo que el haz luminoso de la Farola del puerto de Málaga rompía a ráfagas la neblinosa piedra negra y le señalaba la estela que le conduciría junto al lecho de Viky.

Había pesca suficiente para pagar la casa de muñecas.

miércoles, 19 de marzo de 2014

miércoles, 12 de marzo de 2014

CHARNEGO MALAGUEÑO

Un primo suyo llamado José Luis Vergara, que llevaba varios años instalado en Barcelona, le envió un recorte de anuncios del periódico “La Vanguardia”, con la indicación manuscrita de que “me parece que buscabas algo como esto”. Una agencia de publicidad muy veterana pedía “auxiliares de redacción publicitaria; no es indispensable experiencia”. Escribió de inmediato. Tras cruzar cuatro cartas, el jefe de personal de la agencia le citó: “Si pudiera usted venir para un examen y concretar, nos interesaría mucho”. Aunque Pedro debió gastar una parte sustancial de sus ahorros, acudió a la cita, pero se encontró con que no era el único convocado; tuvo que esperar varias horas y fue uno de los últimos que hicieron pasar ante el examinador. Volvió a Málaga, donde vivía, con gran decepción y muy enfadado por el gasto inútil, pero recibió diez días después una carta urgente comunicándole que había sido elegido para ocupar el puesto, dándole un plazo de dos semanas para la mudanza.
El empleo le atraía y estaba dispuesto a progresar en él, así que lo dispuso todo dentro del plazo fijado, pese a las protestas y súplicas de sus padres. Se hizo cargo del empleo con la determinación de triunfar le costase lo que pudiera costarle. Notó pronto que valoraban mucho su trabajo y que uno de los eslóganes que había inventado tan sólo dos meses después de comenzar, lo eligieron para parte de una campaña de helados.
Los primeros seis meses permaneció tan enfrascado en cumplir satisfactoriamente su trabajo y progresar, que no se fijó demasiado en lo demás. Vivía hospedado por uno de sus tíos, casado ya mayor con una barcelonesa, que vivía en uno de los barrios más tradicionales de la ciudad; se trataba de un barrio modesto, seguramente obrero, y no detectó que viviera cerca nadie originario de otras regiones. En el barrio se hablaba muy preferentemente catalán, notando Pedro que los demás tenían que hacer algún esfuerzo cuando, en una tertulia de vecinos jóvenes, alguien alertaba de que él hablaba castellano tan sólo.
De manera que tardó en darse cuenta de que empezaba a comprender el catalán y de que muchos comentarios le perturbaban. Esos vecinos exclamaban demasiado frecuentemente frases como “De Valencia, ni el arroz” o “Murciano y hombre de bien, no puede ser”, o “Como los malagueños son tan vagos…”
Tardó en comprender el sentido profundo de esas frases después de haberlas escuchado durante algún tiempo. No eran las únicas expresiones despectivas hacia otras regiones, pero fueron esas tres las que más se grabaron en su memoria
Era tan joven, veintitrés años tan sólo, que nunca había oído hablar de xenofobia ni racismo, ni de sentimientos de rechazo de ningún pueblo hacia otro. De modo, que sólo cayó en la cuenta del significado malvado de esas frases cuando le alertó un directivo de la “Peña de Málaga” que le comentó: “Nos reprochan haber venido aquí a quitarles algo”.
Pedro no consideraba que le hubiera quitado nada a nadie. Había sido elegido en un examen, en el que seguramente habrían participado muchachos de muchas más procedencias, incluida la barcelonesa. Pero el aviso del directivo de la peña se inoculó en su conciencia de manera molesta. Cuando llevaba ya varios meses viviendo en el lugar, comenzó a sentir desasosiego cada vez que los vecinos expresaban aquellas ideas; y no sólo desasosiego, sino fuerte enfado. Estados que subyacían en su ánimo a pesar de que disfrutaba de mucha popularidad en el barrio; lo que podía resultar paradójico. Los vecinos jóvenes no sólo le hacían partícipe de sus juegos, tertulias y conversaciones, sino que iban a llamarlo al atardecer casi a diario.
Pedro se debatía en el desconcierto. Hasta ahora, no le había desconcertado esa popularidad, porque ya en Málaga era popular, pero cada día aumentaba su incomodidad cuando escuchaba despectivas frases de carácter xenófobo, que muchas le englobaban a él mismo y sus paisanos, aunque los vecinos del grupo no parecían darse cuenta de que lo estaban aludiendo de modo insultante.
Carme Cuadranch era una de las que más pronunciaban esas frases pero, al mismo tiempo, era la que más insistentemente buscaba a Pedro, lo que a este llegaba a producirle hasta vértigo, porque fue comprendiendo que Carme hablaba de su región como si no llevara ya más de dos milenios formando parte sustancial de España y Tarragona no hubiera sido capital de Hispania-España durante el Imperio Romano. ¿Cómo era posible esa contradicción? Si Carme recelaba del pueblo originario de Pedro, y lo culpaba de algo por extensión, ¿por qué se mostraba tan amistosa con él y lo acosaba tanto?
Carme no era precisamente un bellezón. Tampoco era demasiado amena ni graciosa, pero era la que mejor hablaba el castellano; su familia no parecía un bastión de su aversión contra los demás españoles, porque su padre trabajaba en la “Sociedad Española de Automóviles de Turismo” y su hermano era policía nacional. Pero Carme contaba ya veintidós años, edad suficiente como para tener ideas propias, que a tales edades era muy frecuente que contradijeran las de sus padres. En algunas ocasiones, Pedro se sintió tan cercado por sus atenciones e insinuaciones, que se citaba con ella para ir al cine o a un “boite” un poco a la fuerza, pero sin afearle los insultos; vivía preso de una contradicción cada día más incómoda; le gustaba en principio estar con ella, pero le causaban enorme consternación sus reproches xenófobos.
La primera vez que la escuchó llamar “charnego” a otro malagueño en su presencia, no le dio importancia. Pero averiguó en la agencia de publicidad el sentido peyorativo de la palabra, y entonces comenzó a serle muy difícil satisfacer los insistentes requerimientos de Carme, a la que veía cada vez más alejada y extraña. Pero, asombrosamente, ella persistía aunque las expresiones con que Pedro la acogía estaban convirtiéndose en notoriamente forzadas. Todas las tardes era, entre los vecinos, la primera en acudir en su busca, y frecuentemente era la única.
Y además, comenzó a ocurrir algo inquietante. El hermano policía de Carme tenía un aspecto severo e intimidante. En aquellos tiempos, llamaban “grises” a los policías por el traje que vestían, un uniforme gris cuyas hombreras ensanchaban amenazadoramente la figura. Jorge Cuadranch resultaba impresionante cuando salía uniformado. Aunque lo asombraba, Pedro no le prestó mucha atención hasta que se dio cuenta la primera vez:
Él y Carme, así como los demás vecinos jóvenes, solían formar tertulias en la acera situada frente a la vivienda del tío de Pedro, junto a un muro de piedra construido para sostener un talud de más de un metro, porque el empinado barrio ocupaba la falda de una de los numerosas colinas que rodean Barcelona, tan parecidas a las de Málaga. La familia Cuadranch residía justo enfrente, en el edificio contiguo a la casa del tío de Pedro. A veces, cuando no había nadie más y permanecían charlando solos Carme y Pedro en ese lugar, con frecuencia sorprendía a Jorge mirándolos fijamente por la ventana, como si los vigilara. Cuando se daba cuenta, Pedro sufría siempre un sobresalto, porque el cuadrado policía Jorge Cuadranch tenía una apariencia formidable, su rostro rebosaba severidad y sus ojos miraban como seguramente sólo podían mirar los policías que, además, eran investigadores.
La relación con Carme fue resultándole cada vez más incómoda, no sólo por sus sentencias xenófobas y desconsideradas, sino, también, por las miradas de su hermano y por un hecho que fue produciéndose progresivamente con mayor frecuencia; no era raro toparse con él, generalmente de paisano, cuando la pareja iba a un bar o a una “boite”. Después de ocurrir muchas veces, Pedro se convenció de que no eran encuentros casuales.
Las citas con Carme fueron espaciándose. Sin capacidad de ser cínico ni embustero, se buscó una actividad que lo retuviera cerca de la agencia al terminar sus jornadas, para llegar a casa de su tío pasadas las horas de las tertulias callejeras. A veces, hasta después de la hora de la cena. Pedro se matriculó en un curso nocturno de diseño industrial y se sumó a un grupo de teatro que ensayaba en la Casa de Málaga. Por uno u otro motivo, se quedaba en el centro de la ciudad hasta dos o tres horas después de haber terminado su jornada laboral. Conforme la fue disuadiendo sus ausencias, Carme fue volviéndose menos insistente, aunque sin llegar a desmayar.
Pero Pedro ya estaba escaldado. Sus oídos habían perdido la “virginidad” frente a los comentarios xenófobos, y ya los detectaba en diferentes lugares, no sólo en boca de Carme, lo que tal vez había ocurrido antes sin tomar conciencia de ello; los oía no en el centro ni en la agencia; los sorprendía de soslayo en cafeterías cercanas a su barrio, en una piscina cubierta que frecuentaba y en el mercado del Guinardó. Asombrosamente, cayó en la cuenta de que tales comentarios tan adversos y hostiles los dedicaban sólo a españoles de otras regiones, no a los residentes franceses, italianos o hispanoamericanos. Comenzó a cuestionarse la idoneidad de decidir cambiarse de ciudad e iba alumbrándose en su ánimo la idea de que, tal vez, no sería capaz de continuar viviendo en Barcelona. Una noche, se encontró con Jorge Cuadranch en el bar de la Casa de Málaga, lo que le asombró.
-Coño, ¿qué hace usted aquí? –preguntó Pedro.
-Tenemos una investigación cerca y me ha dado por entrar a tomarme un vinillo de tu tierra. No me hables de usted, hombre, tengo veintisiete años.
Pedro no conocía el dato, pero advirtió que había creído, inconscientemente, que Jorge tendría mucho más de treinta.
-Si le… si te gusta el vino de Málaga, prueba a tomarlo mientras meriendas una tapa de lomo con manteca colorá.
-¿Qué?
-Muy poca gente sabe que la gastronomía malagueña es muy rica y tenemos muchísimo más que pescado. Málaga es al mismo tiempo marina y montuna. Orográficamente, se parece mucho a Barcelona; pegadas a la ciudad, hay montañas muy altas y muchos bosques, por lo que tenemos platos de caza y otros muchos que tienen que ver con el bandolerismo o las travesías muy largas de pesca en altamar. A pesar de lo dulce que suelen ser la mayor parte de los vinos de Málaga, acompañan perfectamente un lomo de cerdo que allí adoban y conservan en orzas de barro.
Pedro se interrumpió para pedir al camarero una tapa de “lomo con manteca colorá”, que pagó para que la invitación resultase patente.
-Adelante, Jorge; te va a encantar.
Notó que el policía daba un primer mordisco con prevención, pero en seguida engulló la tapa con fruición y pidió otra.
-Está buenísimo esto. ¿Sabes cómo se hace?
-Fríen el lomo en manteca también de cerdo, pero adobado con muchas especias, que no sé cuáles son pero puedo pedir la receta a mi madre.
-Si no te importa, me gustaría que lo hagas. Podríamos cocinarlo juntos.
Pedro fue incapaz de imaginarse en una cocina guisando en la abrumadora compañía del uniformado, aunque no llevase uniforme. Decidió pedir la receta, pero no tenía claro qué haría cuando su madre le respondiera. Dos noches más tarde, Carme llamó a la puerta del piso del tío mientras estaban cenando. En cuanto la atendió Pedro, le preguntó:
-¿Ha llegado ya la receta de tu madre?
-No comprendo.
-Me ha dicho mi hermano Jordi que vas a enseñarle a cocinar una conserva de cerdo magnífica. Insiste tanto, que he tenido que venir a preguntarte.
-¡Ah…! Ya he pedido a mi madre la receta. No creo que me llegue la respuesta antes de una semana. ¿Cómo estás?
-Bien. Un poco… no sé. Oye, me he enterado de tantas cosas que haces, además de trabajar. Te esfuerzas tanto, que no pareces malagueño.
Esta observación molestó a Pedro muy profundamente, pero consiguió disimular.
-Si no estuviera tan cansado, te invitaría a dar una vuelta, pero necesito que me disculpes, Carme; he tenido un día duro. Mañana no tengo clase; trataré de llegar lo antes posible, para que podamos dar un paseíto.
-Espero que cumplas tu palabra –sentenció Carme.
Cerca de su domicilio, había un pequeño jardín público cuya arquitectura había realizado Antonio Gaudí. Como a la tarde siguiente Pedro olvidó la cita y llegó muy tarde, se propuso disculparse proponiendo a Carme ir el sábado a ese hermoso lugar, llamado “Parque Güell”. Como no la vio esa noche, escribió una nota de disculpa con la cita, nota que pasó bajo su puerta a la mañana siguiente. Era jueves. Le pareció que el sábado llegaba demasiado rápido.
Cuando llamó a su puerta a la hora fijada en la nota, Carme abrió ya dispuesta.
El Parque Güell era un lugar sorprendente, lleno de una arquitectura con pretensión de imitar la naturaleza; bello, pero a Pedro le pareció al pronto un parque de atracciones de los que salían en las películas estadounidense; no era que le disgustaba, pero se sentía impulsado a tocar casi todo para convencerse que nada era de cartón piedra. Las columnatas, asientos, fuentes, escalinatas y demás trataban de reproducir volúmenes orgánicos. Todo resultaba vagamente barroco, según lo que Pedro estaba aprendiendo en la escuela de diseño, pero la otra famosa obra de Gaudí, la Sagrada Familia, más bien parecía gótica.
Con desasosiego, Pedro notó que, aunque había bastantes turistas extranjeros, paseaban muchos vecinos conocidos del barrio. Se preguntó por qué, ya que era un lugar tan próximo a sus viviendas, que ya debían conocer de sobra. Empezó a preguntarse si muchas de las cosas que contemplaba no tendrían una finalidad política o reivindicativa de no sabía el qué o, tal vez, algún sentido religioso. Creía advertir por doquier referencias mitológicas griegas, aunque no sabía mucho de mitología. Hasta le pareció identificar símbolos masónicos, pero se abstuvo de comentarlo, sobre todo porque, a causa de las advertencias de los políticos, ese grupo mistérico le daba miedo y presentía que también se lo causaría a Carme. Otras cosas le parecían demasiado enigmáticas y proyectó visitar el lugar otro día a solas, y leer antes todo lo que pudiera sobre el lugar, a fin de tratar de comprender mejor lo que estaba mirando.
Como todo el parque era muy abrupto, lleno de escaleras y caminos muy empinados, y sintiéndose cansados, se sentaron en uno de los bancos corridos, decorados con trozos de azulejos formando una especie de mosaico modernista.
Como Pedro no disfrutaba ya gran cosa la compañía de Carme, no le prestaba mucha atención aunque fingía mirar hacia ella. Dos mujeres hablaban alto y sin tapujos, despreocupadamente, sentadas detrás de ellos a poca distancia. Lo hacían en catalán y Pedro entendía ya bien el idioma local, aunque no se sentía capaz de hablarlo a pesar de haber leído poemas interesantes de Salvador Espriu.
En esencia, la conversación consistía en denostar a una conocida de ambas mujeres, al parecer cordobesa. Esa “charnega” era impresentable, no atendía adecuadamente a su familia, era perezosa, mala madre, mala esposa y “vete tú a saber si no le pondrá los cuernos al marido, con la poca moralidad que tiene esa gente”.
Oír tales expresiones en un lugar tan bello, desentonaba. Quiso observar disimuladamente a las conversadoras, a ver qué impresión le causaban. Creyó que lo conseguía sin que Carme notase la dirección de su mirada. No tenían nada de particular, pero lo que más sobresalió para sus ojos fue que la descripción crítica que hacían de la amiga cordobesa les cuadraba a ellas estupendamente.
Algo le hizo desviar los ojos. Mientras miraba en esa dirección, vio llegar a Jorge, el policía hermano de Carme. Sintió una convulsión. Vestía de paisano y así y todo le causaba demasiada impresión, y ahora verlo le causó enojo.
-Mira quien viene ahí.
-¿Mi hermano Jordi? –dijo Carme sin volver la cabeza- Yo le dije que íbamos a estar por aquí.
Fue a preguntar el motivo, pero Jorge había llegado ya junto a ellos.
-Vaya, pareja, vosotros por aquí… ¿qué, tomando el sol?
Pedro comprendió que trataba de hacerle creer que el encuentro era casual. En cambio, Carme había reconocido la confidencia. Se sintió tan escamado y enojado, que tuvo ganas casi irresistibles de despedirse y echar a correr. Se contuvo por no ocurrírsele un pretexto que le pareciera creíble. Siguieron el recorrido unos minutos los tres, pero Pedro tenía ganas de orinar. Preguntó dónde había un aseo y cuando se lo indicaron, aseguró:
-Vuelvo en cinco minutos. Esperadme por aquí o me perderé.
Encontró los aseos en un rincón discreto. Como no estaba del todo seguro de haber acertado y antes de entrar sin más, se detuvo y un instante, mirando a diestro y siniestro para asegurarse. Sin volver la cabeza, se dio cuenta por el rabillo del ojo de que Jorge llegaba también, con cierta prisa. ¿Hasta ese punto alcanzaba su decisión de vigilarle? ¿Qué podía Pedro hacer de particular en los aseos, aparte de mear? Se colocó en uno de los orinales, que formaban un conjunto de más de media docena; siempre tardaba un poco en comenzar cuando tenía que hacerlo en un local público, aunque no hubiera nadie más, pero peor fue que Jorge se situara justamente en el orinal inmediato de su derecha. Como el policía era más alto que él, pudo darse cuenta, de reojo, de que se desabrochaba el pantalón de modo ampuloso, para extraer un pene más voluminoso que el suyo, que parecía medio estimulado. Jorge se manoseó como si quisiera resaltar y exhibir el órgano; tal vez trataba de advertirle “Ten cuidado conmigo, o puede caerte una gorda”.
Evidentemente, Jorge quería ser visto sin dificultad, porque empujaba las caderas hacia delante y balanceaba los glúteos tratando de reforzar la exhibición. Poseía gran conocimiento y un sentido algo perverso de la provocación. Mostraba el pene mientras hacía todo lo posible por resaltarlo, un pene bastante oscuro para un europeo, que no ocultaba lo más mínimo puesto que lo sujetaba con la mano contraria a la dirección de las miradas de Pedro. Más que sujetarlo, lo sostenía algo empinado para reforzar el espectáculo.
En tensión sin llegar a concretar los motivos, notó que ponía mucha atención por si hubiera gente detrás, observándoles. Había un silencio pesado. Comprendió que si existiera la menor posibilidad de ser sorprendido, Jorge, aparentemente tan profesional, se habría dado cuenta y no actuaría como lo estaba haciendo, porque aun visto de soslayo, el pene de Jorge se había endurecido del todo en una erección muy notable y engrandecida, que seguramente sería detectada por ambos lados para alguien que tuviera alguna curiosidad.
Pedro deseaba mirarlo con franqueza, porque los genitales del temible Jorge le parecían especiales, aunque nunca había visto ninguno más que los suyos, y le producían curiosidad, pero estaba tan abrumado que además de sus dificultades para orinar, las tenía para permanecer sereno. Las preguntas comenzaban a torturarle. ¿Qué clase de acechanza podría el policía haber sospechado de él para inspeccionarlo tan a fondo? La suspicacia comenzó a inspirarle otras preguntas: ¿El policía podría ser un gran simulador, y compartiría la xenofobia y el racismo de su hermana, por lo que su trabajo en la policía representaría una coartada? ¿Proyectaba expulsar a Pedro de la vera de Carme, porque no lo consideraba digno a causa de su procedencia?
Desistió de orinar; no iba a conseguirlo. Pero la necesidad persistía. Se detuvo a la salida, intentando tomar la decisión más práctica, porque, si continuaba el paseo, sus ganas iban a redoblarse.
Como era sábado, abundaban los visitantes. El numeroso público pasaba por delante, indiferente, enfrascado en sus asuntos y en la diversión, pero Pedro se sentía como si tratara de esconder algo.
-¿Algún problema? –preguntó Jorge desde detrás, muy bajo, casi rozando su oreja con los labios, causándole un leve sobresalto.
-¡Qué! No. Es que no he podido orinar. Siempre tengo problemas en los aseos públicos.
-¿Te ha gustado mi polla?
-¡Qué! No la he visto –mintió.
-Pues si no la has visto bien, te la enseño cuando quieras. Tengo una polla bonita. Si quieres que entremos otra vez, pasaríamos a un reservado y me animaría, porque seguramente la admirarías. Es muy bonita y algo grande.
El desconcierto le pesaba a Pedro en los hombros.
-Si tienes reparos en orinar en público –aconsejó Jorge-, vuelve adentro y métete en una cabina de inodoro. Con la puerta cerrada te sentirás sólo y mearás con mayor comodidad, sin que temas que te vea nadie.
Pedro aceptó el consejo. Consiguió aliviarse en menos de cinco minutos; cuando volvió fuera, Jorge le esperaba.
-¿Te avergüenza tu polla? –preguntó.
-¡Qué va!
Fueron hacia donde esperaba Carme. Antes de llegar junto a ella, Jorge se inclinó un poco para murmurarle al oído:
-Tienes que enseñarme tu polla en cuanto puedas, porque ahí dentro te has tapado como una monjita. Comprobaremos si está todo bien.
Pedro enrojeció. Cualquier conjetura resultaba estrambótica. ¿Deseaba Jorge certificar que Carme no tenía que temer nada de él en lo sexual? ¿Trataba de que se sintiera apocado? ¿Pretendía acomplejarlo, y por eso había hecho lo posible por mostrarse superior en ese aspecto? Cada día, Jorge Cuadranch resultaba más temible y le causaba mayor angustia. Carme pagaría el pato en lo sucesivo, porque iba a eludirla todo lo posible.
Pasaron cuatro días sin cruzarse con ella ni su hermano. Al anochecer del miércoles, salió de la agencia pensando tan solo en el ensayo teatral al que tenía que asistir en la Casa de Málaga. No se acordaba del policía ni de su hermana, por lo que sintió un estremecimiento al llegar al portal de la peña. Vestido con su uniforme, Jorge lo esperaba en el portal.
-¿Ocurre algo? –preguntó Pedro, alarmado.
-No, Me han dado muchas ganas de comerme un bocadillo de aquel lomo que me hiciste probar. Por cierto, no cumpliste tu palabra de enseñarme a hacerlo.
-Ah, disculpa. Le pedí la receta a mi madre, pero ella tampoco la sabe. Está esperando que se la mande una prima de un pueblo que se llama Ardales. Te avisaré en cuanto llegue.
-¿Te importa que suba contigo?
-¿Así? Se van a impresionar muchísimo al ver entrar un policía de uniforme.
-¿Tú crees? ¿Es que hacen cosas raras en esta peña?
-No, qué va. Impresionas mucho, ¿es que no te das cuenta?
-Menos a ti.
-¿Qué quieres decir?
Jorge sonrió de modo un poco malicioso.
-El sábado te enseñé mi polla en el Parque Güell, y tú, ni caso.
-Pero… ¿Qué tendría que haber hecho?
-Acariciármela.
Pedro estuvo a punto de lanzar un exabrupto. Se contuvo, pero dijo:
-Estaba acojonadísimo tratando de mear contigo al lado, y ni siquiera pude hacerlo. ¿En qué cabeza cabe que me diera por acariciarte el pene, con el miedo que me das?
-¿Te doy miedo?
-Una pechá, que decimos en Málaga.
-Pues no deberías. Mira, mientras me preparan el bocadillo de lomo, voy al servicio. Espera un par de minutos, y ve también.
Sin esperar asentimiento, Jorge hizo lo anunciado. Pedro permaneció mucho más de dos minutos dudando. No había mucha gente, pero si entraba en la zona de los baños antes de haber regresado Jorge, sin duda alguien lo encontraría extraño. ¿Qué se propondría el policía? Como no volvía, entendió que le esperaría sin desistir, y fue a su encuentro. En cuanto entró, situado junto al orinal, Jorge volvió un poco el cuello para decirle en voz muy baja:
-Estoy de uniforme, lo que me obliga a ser discreto. Voy a entrar en el excusado, pero no correré el pestillo. Asegúrate de que nadie pueda darse cuenta, y entra también.
Pedro sintió que iba a obedecer. ¿Había sido hipnotizado? Tras encerrarse Jorge, empujó temerosamente la puerta para encontrarse con que el policía, encima del inodoro, se había bajado el pantalón hasta medio muslo; el pene asomaba casi erecto bajo la chaqueta gris.
-Bájate un poco el pantalón, pero no tanto que puedan darse cuenta por la parte descubierta bajo la puerta. Tengo que revisar tu polla.
Mientras lo decía, se puso en cuclillas. Pedro había empezado a aflojarse el cinturón con timidez, pero Jorge apartó su mano y lo aflojó él, decididamente; le apretó reiteradamente el pene todavía dentro del slip, tratando de estimularlo. Pedro sentía mucha vergüenza. Por último, Jorge le bajó poco a poco el calzoncillo, hasta descubrir completamente el pene encogido de temor.
-No tienes nada malo, Pedro. Tu polla también es bonita, pero… ¿por qué tienes tanto miedo? Estás muy achicado.
-¿Cómo no voy a tener miedo?
Jorge sonrió. La sonrisa modificaba su rostro de modo sustancial. Tanto, que Pedro se apaciguó.
-Mira, no hagas nada –pidió Jorge con tono profundo y muy bajo-. Tenemos que conseguir que tu polla deje de sentir pánico y se muestre en todo su esplendor. Somos adultos y machos… ¿no?
-Sí… -murmuró Pedro estupefacto.
Jorge acariciaba su pene enérgicamente, pero con suavidad. Dentro de la mente de Pedro había un extenso panorama de miedo y resquemores, panorama que se estaba desmoronando de golpe, como arrastrado por un tornado. Jorge le acarició suave y cálidamente el mentón. Con paciencia e inesperada sabiduría, estimuló y estimuló, y el pene de Pedro consiguió una inesperada y sorprendente erección. Jorge acercó la boca a su oreja izquierda:
-Me enamoré de ti en cuanto llegaste al barrio.
Pedro trató de disimular su pasmo. Había sentido miedo durante meses, mientras Jorge buscaba una puerta que ignoraba que existiera.
-¿Te enamoraste?
-Sí, Pedro. Y estaba celoso de mi hermana; como ella te provocaba porque yo se lo pedí para llegar a ti, creí que me mentía cuando me decía que tú no le metías mano, y veo que lo que pasa es que estás en las nubes. Mira, pienses lo que pienses, tu polla me desafía… así que déjate hacer. Tiesa, es maravillosa. Me muero por comértela y hacerte volar. Lo que pase mañana, será otra cantar. Abandónate.
Pedro cerró los ojos. Lo que estaba ocurriendo no estaba escrito en ningún catálogo que conociera ni en los libros de texto. Descubría resortes en su cuerpo que ignoraba que existieran. Seguramente, desconocía todavía mucho porque era joven, pero nada ni nadie la había hecho sospechar que se pudiera levitar de placer. Ninguna lección, ninguna conversación de los amigos ni las lecturas le habían preparado para lo que sentía. Jorge lo manejaba como si fuera un muñeco y no tenía ninguna gana de rebelarse; ni siquiera se preguntó de dónde sacaba Jorge tanta experiencia.
En algún momento, Jorge se apeó del inodoro y lo alzó hacia él. Pedro cerró los ojos, convencido de que estaba muy mareado y podía perder el equilibrio. Advirtió que Jorge lo forzaba a darse la vuelta y agachar el torso; lo que ocurrió a continuación no podía haberlo imaginado ni aunque poseyese la imaginación de cien cuentistas clásicos; algo húmedo y muy cálido fue avanzando entre sus glúteos, agitándose y demoliendo cualquier idea que tuviera sobre su propio cuerpo. Comenzó a sentir oleadas de calor y escalofríos. No adivinaba lo que ocurriría a continuación, mas anhelaba que eso no acabara. Pero oyó:
-Cómo puedo amarte tanto… -murmuró Jorge.
En seguida, recomenzó la extraña intromisión.
Arrebatado por el enigma placentero en que se sumergía, Pedro no se dio cuenta de que una ironía bullía en su mente: ¿Amaba Jorge a un charnego malagueño? Su temperamento natural tal vez le habría impulsado a expresar esa pregunta de viva voz, pero en lugar de eso dijo:
-No sé lo que me has hecho, Jorge, pero yo también te amo.

sábado, 8 de marzo de 2014

LA HORA DE 3.000 AÑOS. Cuento III

LA HORA DE 3.000 AÑOS. Una historia mítica de Máñaga

III - La cabeza del dios
El chamán no era compasivo ni había tratado jamás de parecer cordial. Tampoco había disimulado nunca su intención de ser tenido por cruel o extremadamente cruel. Meng miró de reojo a su compañero de condena; aunque consideraba que era un poco más viejo, parecía más joven que él, y ni siquiera giró el cuello mientras se adelantaba, por no verlo quedarse atrás y sentarse a dudar sobre un tronco abatido por un rayo; tenía miedo. Ah tenía miedo, una novedad demasiado inesperada. ¿Era el chamán el que conseguía ese efecto? Tenía que ser eso; A Ah le atemorizaba la indiferencia con que el chamán perforaba el pecho de los sacrificados y bebía su sangre. Nunca antes había visto flaquear la determinación de su compañero. Debía alegrarse, pero tenía que fijarse bien en lo que el chamán hacía y decía.
Ah tenía que haber conocido más de quince soles, pero exhibía jactanciosamente una fuerza y un poderío que Meng envidiaba desde que tenía memoria. No sabía poner nombre a ningún sentimiento, ni la envidia ni el placer, pero deseaba poseer el poder de Ah, que siempre fuera tan imbatible, y ahora, ante el chamán, flaqueaba tan ostensiblemente.
Meng nunca estaba del todo seguro de en qué mundo vivía, el placentero y luminoso que recorría después de dormirse en el fondo de la cueva o el sudoroso donde pasaba la mayor parte del tiempo buscando comida, siempre con Ah, nunca sin él. Después del cansancio, al rendirlo los demonios de lo oscuro, hablaba reposadamente con seres refulgentes, tan bellos como la luna llena. Uno de esos seres, acudía con frecuencia a recibirlo en su jardín; sólo tenía pelo en la cabeza, una larga fronda amarilla que le llegaba a las pantorrillas; el resto de ese ser era sonrosado como una flor al estallar, a diferencia del suyo y el de Ah, que eran como mantos de yerba seca. No recordaba haber tocado nunca a ese ser, sólo tenía constancia del apremio de su deseo, que nunca era capaz de dilucidar si consistía en hambre o embrujo; tal vez quería comérsela porque debía ser deliciosa de paladear o tal vez deseaba adorarla como una diosa, pero el chamán no hablaba jamás de diosas en femenino. Ahora, el único mundo era el de las penalidades, y le tocaba penar junto a Ah. Con él. Temiendo quedarse sin él.
De reojo, vio que Ah continuaba sentado en el tronco, resistiéndose a obedecer la orden del chamán. Meng, en cambio, se arrodilló de inmediato, esperando lo que se le asignarse; podía ser un gigantesco pedrusco que le partiera la cabeza, un afilado pedernal que abriera su pecho o una antorcha ardiente que cauterizara sus ojos.
La condena se la habían ganado, tanto él como Ah, por disputarse violentamente los favores de una hembra, la más casquivana de la tribu. Ambos sabían de sobra que Tarna regalaba sin límites sus mieles a todos los machos en edad de hacerle sentir placer; lo único que Meng y Ah habían hecho mal era tratar de matarse mutuamente, por unos favores que ambos podían haber conseguido sin ninguna clase de dificultad, si no hubiesen pretendido gozar de Tarna el mismo día y a la misma hora, puesto que nunca se separaban.
El chamán actuaría tan expeditivamente como siempre. Los dos condenados sabían que los chamanes de otras tribus se comportaban de manera diferente; convocaban a los más ancianos de la tribu, se reunía una especie de asamblea y aunque el poder de resolución de los chamanes fuera siempre igual de indiscutible, al menos los demás hacían participes a sus respectivas tribus de la clase de condenas que dictaban. El chamán de su tribu, no. Arrodillado, Meng miró el reguero de su sangre que se mezclaba con la tierra; sentado en su tronco, Ah también continuaba sangrando, pero sin compadecerse de sus heridas, el chamán se alzó ante ellos en actitud altiva, indicó con el índice derecho hacia el norte, mientras señalaba cinco con la otra mano.
Meng notó que Ah, con los ojos cerrados, trataba de no enterarse de la orden. Por ello, y como la condena ya había sido dictada, abandonó la postración y, acercándose a él, le tendió la mano para obligarlo o ayudarle a alzarse. Tenían que caminar cinco noches completas, siempre en pos de aquel misterioso lucero que todos ellos adoraban, porque así lo habían ordenado los dioses. Al quinto día, tales dioses les dirían qué debían hacer. Era la palabra del chamán que nadie podía discutir.
Durante cuatro noches, siguieron a través de la selva un sendero ascendente. Tan empinado, que no paraban de jadear. Tuvieron que enfrentarse a feroces animales que nunca habían visto, sobre todo los onagros chillones cuyos aspavientos alertaban a todo el bosque. Eran otra clase de seres. Gruñían, relinchaban o rugían, pero ninguno era capaz de decir su nombre ni decirles cualquier otra cosa, sólo querían matarlos. En muchos momentos, Meng cubrió con su cuerpo el de Ah para protegerlo mientras se libraban de los rugidos; en otros momentos, era Ah quien protegía a Meng. Sorprendentemente, ambos se protegieron, porque sería más fácil sobrevivir los dos que uno solo y, sin saberlo, ninguno de los dos creía que pudiera vivir sin el otro.
Nunca llegaban a saciar el hambre del todo. Como habían tenido que emprender desarmados la condena, no podían cazar más que seres pequeños que sabían de antemano que no podían comunicarse, pero eran castañas y otros frutos lo que más comían. Siempre al borde del desfallecimiento, no les aliviaba el baño en las pozas ni devorar raíces o legiones de insectos. El hambre era un agujero sin fondo en su cuerpo. Una tronera por donde se les escapaba el orgullo, el odio, la rivalidad y el rencor. Sin acordarlo, dormían las tardes completas, por turnos; uno soñaba misterios mientras el otro velaba y constantemente se protegieron como si jamás hubiesen querido matarse. Pero, ahora, nunca volvía Meng a entrar en el jardín del ser sonrosado de melena dorada. Algo estaba ocurriendo. El poder de la condena del chamán les alcanzaba allí donde estuvieran, aunque les separasen de él montañas monstruosas. La condena abarcaba toda su vida, sólo podían liberarlos los dioses cuando cumplieran sus órdenes.
Cada vez que se hundía el sol, los ruidos de la selva transportaban demonios terribles. Cuando los dioses permitían que volviera, los demonios sólo se escondían tras las rocas o entre las raíces de los árboles, al acecho. Ya no tenía que temer las miradas o las acometidas de Ah, ahora era su aliado, como lo había sido siempre hasta la irrupción en sus cuerpos de aquella clase nueva de placer.
Vieron el cuarto amanecer desde un promontorio, desde donde divisaron una extensa llanura. La temperatura era muy inferior a la de las piedras calientes junto al gran paisaje de agua que habían abandonado allí abajo. Ahora sentían frío. Habían ultrapasado, a su izquierda, una muralla divina hecha de piedras cortadas por desconocidos titanes, una especie de espinazo gris de animal imaginario, a cuyo lado pasaron sigilosamente, por temor a despertarlo.
Ah señaló un punto indeterminado. Meng notó que deseaba ordenarle algo, pero no podía obedecerle y miró hacia el lado contrario. Los dos eran simples exiliados, condenados a no sabían todavía el qué.
La llanura era más verde que el paisaje junto a la gran superficie de agua, pero con menos árboles. No había nada que anunciase tribus; ni humo ni el resplandor madrugador de fuegos dispuestos para los primeros alimentos; los únicos signos de vida eran varias bandadas de aves muy grandes que, a lo lejos, se dirigían al sur. Pese a lo mucho que se odiaban, tanto Ah como Meng se comunicaban sin apenas sonidos, con sólo algún gesto y constantes miradas. No sabían si compartían madre o padre, pero no recordaban haber estado jamás lejos el uno del otro. Lo más sobresaliente eran los retozos alborotados mientras los zarandeaban las ondas líquidas llenas de misterios y maravillas. Siempre permanecían uno al lado del otro, en las disputas por la comida, en las persecuciones de rivales comunes, en las luchas contra seres peludos que les doblaban en altura y podían comerse, y en el recreo del ronroneo al sol. Todos sus recuerdos eran a dúo; las cacerías; las incursiones en la procelosas aguas en busca de aquellos animales tan resbaladizos; los bailes ceremoniales; los juramentos de sangre. Los primeros aprendizajes del placer, que fue lo que les inclinó a odiarse. Pero ignoraban por qué nunca se habían separado.
Los ojos de Ah dijeron “vamos abajo”, Meng asintió tras una corta vacilación y ambos emprendieron el descenso. Cuando la pendiente acabó, comprendieron que todavía les quedaba un largo trecho por recorrer, porque el sol tardaría en hundirse. Pararían una vez que refulgiera del todo el quinto amanecer.
Una vez que dieron por culminada la primera parte de su condena, el camino, se echaron despreocupadamente a dormir. No sabían cuándo ni dónde llegaría el mandato de los dioses; debían aguardar mansa y humildemente. Al menos, Meng lo consideraba así pese a la actitud incomprensible de Ah,que no mostraba la paciente mansedumbre a que les obligaba la condena.
Los dioses no les hablaban. Llevaban acampados tanto tiempo en el mismo lugar, que se comunicaron la intención de fundar un poblado allí mismo, pero no había mujer para comenzar el poblamiento. Y no podían volver atrás ni seguir adelante. El tiempo pasaba sin recibir sonidos en ninguna de las dos vidas, la del día ni la de la noche. Un día, despertaron temblando a causa de un desconocido fuego blanco, que les escocía en la piel y enrojecía sus dedos. Habían asistido a la desaparición de las hojas de todos los árboles, seguramente por el maleficio de algún dios desconocido, pero ese fuego blanco era todavía más extraño y mucho peor.
El fuego blanco les impedía echarse en el suelo, les obligaba a temblar con los miembros descontrolados, y tuvieron que moverse. Siempre dormían entre las zarzas, en procura de que los temblores se calmaran, pero esa tarde no encontraron ninguna, sólo una extensión verde sin ningún abrigo a la vista. La primera parte de la noche no consiguieron dormir, por lo que se afanaron en amontonar las piedras más pesadas que encontraron, para componer un pequeño abrigo, hasta que el agua de su piel empezó a convertirse en humo. Meng se preguntaba a cada paso en qué momento trataría Ah de partirle la cabeza con una de esas rocas, pero dejó de preguntárselo cuando ya no era capaz de ver su cara, envueltos ambos por las tinieblas. Cayeron exhaustos, sin capacidad de recordar preguntas ni miedos.
Al amanecer, Meng despertó sacudido por las patadas que le daba Ah, erguido junto a él. Al incorporarse un poco, entendió el apresuramiento y la emoción de Ah. En la dirección del sol resurgente, se recortaba majestuosa e imponente la cabeza del dios, aureolado el gigantesco perfil por la luz creciente. ¿Estaría dormido? Permanecía recostado, pero el contraluz les impedía comprobar si tenía los ojos cerrados. Estaba echado, inmóvil, majestuoso y grandioso, el mentyóm apuntando hacia el norte. Tan grande como el mundo. La gigantesca cabeza no se movía ni siquiera por el viento que normalmente brotaba del pecho, por lo que probablemente estaba muerto. En tal caso, ellos no podrían cumplir el mandato del chamán. Se explicaron la razón de haber tenido que esperar tanto por un silencio tan prolongado. El dios no les hablaría, lo que añadía incertidumbre a su turbación. Ansiaron fervorosamente que diera señales de vida, que despertara. La luz crecía sin parar y pronto estaría sobre la vertical de la cabeza del dios. Ambos se postraron en dirección al prodigio y lo adoraron con recogimiento.
Entonces, el prodigio se hizo sonoro. No podían ver con claridad, sus ojos estaban velados por su propio miedo y, sobre todo, por la veneración. Pero lo sentían, notaban en la piel y las entrañas el poder que emanaba. Los dos entendieron la orden. Debían volver al amontonamiento de piedras que juntaran la noche anterior para vencer el frío, y esperar.
El fuego blanco había uniformado el paisaje, tanto que resultó difícil encontrar el lugar, pues no abundaban los árboles ni las rocas que sirvieran de referencia, nada que les indicara el lugar, del que no se habían distanciado demasiado. Fue el olfato el que les guió; encontraron el rastro de su propio olor, hasta postrarse ante las piedras con temor y humildad. Ya se iba la luz, no podían hacer más. Tenían que dormir de nuevo.
Despertaron los dos al mismo tiempo, en el instante en que la cabeza del dios empezó a recortarse contra la primera luz. Ahora sí escucharon su voz. Era un trino de pájaros de colores cegadores; el sonido del agua al caer por una cascada espumosa; el rumor de la brisa en primavera. Entendieron la orden, pero no las palabras. Debían buscar más piedras, sin parar, hasta que el dios les ordenara otra cosa.
Obedecieron sin darse cuenta de un prodigio: No necesitaron comer mientras el sol les acarició. El apilamiento de piedras resultante a la hora que el sol mostraba intenciones de esconderse, era mucho mayor que la primera vez, aunque habían conseguido arrastrar peñas de gran tamaño, de peso muy superior a cualquier cosa que hubieran manejado nunca. Meng no se preguntaba sobre sí mismo, sino que se admiraba del brío que Ah derrochaba al sujetar al hombro moles que doblaban su propio peso. No sentir hambre no podía asombrarles, porque cuando cazaban animales muy grandes, llegaban a saciarse tanto que luego sesteaban la digestión más de tres soles.
En el momento de recostar la mejilla sobre la tierra, Meng trató de distinguir el rostro de Ah entre las tinieblas. No recordó por qué deseaba analizar sus ojos, pero en su pecho se agitaba la sombra borrosa de un recuerdo que sólo le advertía de la necesidad de no bajar la guardia. Formaba parte de su naturaleza. No podía distanciarse de Ah, pero debía temerle.
Durante la vida de la ensoñación, sintió toda la noche estar rodeado de dioses que se desplazaban ininterrumpidamente muy cerca. Hubo una ocasión en que quiso reprocharles que perturbasen tanto su descanso, pero el cuerpo no le obedeció. Permaneció en ese mundo mudo y quieto. En tales momentos, Ah no le acompañaba; él debía de recorrer un mundo diferente.
Volvieron a despertarle las patadas de Ah, que golpeaba sin mirarlo, vueltos sus ojos hacia algo situado a su izquierda, fuera del campo de visión de Meng, que se alzó al momento, convencido de que la mayor y más fiera bestia peluda caía sobre ellos. Ah podía estar alertándolo a causa de un grave peligro inminente.
Pero lo que Ah miraba no estaba vivo. Sobre los apilamientos de rocas que los dioses le habían ordenado componer, ahora había una montaña. Demasiado pulida, suave como el agua, pero altiva como una nube. ¿Cómo había llegado esa montaña ahí?
Dado que todavía no habían aprendido a especular, no pudieron recrearse más en su asombro. El dios les ordenaba continuar apilando piedras, y su orden se convertía en sus pechos en anhelo insoslayable, en necesidad imperiosa y aterrorizada. Lo hicieron todo el tiempo que el sol se lo permitió, porque la voz del dios había sonado terriblemente amenazadora dentro de sus vientres. De acuerdo con la orden, continuaron el apilamiento en línea hacia el oeste, al lado de la montaña aparecida. Al amanecer siguiente, la mole ya no estaba sola, aislada. Había otra a su lado.
Hicieron lo mismo un número incalculable de soles. No eran capaces de contar el paso del tiempo, pero sus cuerpos sí; sólo advirtieron que sus voces se estaban volviendo muy roncas, y cada vez que llamaban al otro, lo que salía de su garganta se parecía al rugido de un fiero animal. Había otras evoluciones, pero se desdibujaban para su atención en los ríos de sudor y no había hembras a la vista que pudieran hacerles notar los cambios. El agotador esfuerzo cotidiano les hacía olvidar también el odio; sus tripas y sus miembros exigían tanto consuelo, que todo lo demás se difuminaba.
Con el alba, siempre había una mole nueva y ellos dejaron de demostrar asombro, porque en seguida la orden les apremiaba llenándolos de temor: debían afanarse en la búsqueda de más piedras que transportar, aunque tuvieran que arrastrarse y jadear por los esfuerzos supremos. Habían exterminado las piedras de todo su alrededor y cada vez tenía que acarrearlas de más lejos. Cierto sol, hubo una novedad: el dios les volvió a exigir nueva búsqueda de piedras, pero debían apilarlas frente a la primera, a una distancia de dos pasos largos; tras hacerlo, Ah y Meng se mostraron de acuerdo con las miradas; estaban prisioneros, los dioses les obligarían a permanecer en ese lugar hasta el día del sueño total, levantando una tras otra y más filas de montañas hasta cubrir todo el paisaje. Poco a poco, la voluntad dejó de inspirarles otra idea que la de sobrevivir. Cada vez que Ah se alzaba tras haber depositado una piedra, Meng miraba su rostro sudoroso sin acabar de entender si debía volver a odiarlo, tan abatido por el cansancio parecía. Pero Ah había sido siempre el más robusto de los dos, al menos eso era lo que Meng suponía. No se daba cuenta de que Ah realizaba dos recorridos por cada uno de los suyos, como si quisiera pavonearse.
El abatimiento de Ah fue siendo más y más grave. Meng dejó de sentir impulsos de ahogarlo o machacarle la cabeza con una de las piedras que apilaban, y comenzó a sentir necesidad de cuidarlo, a causa de lo espantosa que era la idea de quedarse solo. Cuando el sol se escondía, permanecía vigilando disimuladamente su sueño mucho rato, por si hubiera por qué inquietarse. Tras varias noches de vigilia, una luz se encendió dentro de su cabeza; Ah necesitaba engullir más sangre palpitante. Dormían bajo la protección de la primera montaña alzada por los dioses. Meng se arrastró muy sigilosamente, enderezándose varios pasos más adelante. Sus ojos no le servían con el sol escondido; tenía que bastarle el olfato. Empleó tanto tiempo, que el olor de su propia sangre, resbalando por sus pies, llegó a confundirle, pero consiguió cazar un volumen que le pareció suficiente. Se acercó sigilosamente al abrigo y lo depositó todo junto a Ah, donde él pudiera verlo en cuanto abriera los ojos al renacimiento del sol.
Con la primera claridad, llegó de nuevo la voz del dios. Ya no les asombraban la nueva mole de cada amanecer y por lo tanto no miraban siquiera hasta el conjunto; Meng intentó no sentir el mandato, porque permaneció con los ojos semi cerrados para observar la reacción de Ah ante lo que había cazado. Notó que tuvo que hacer un esfuerzo para no volver el rostro hacia él; lo engulló todo de inmediato.
A partir de entonces, cada vez que le parecía que Ah flaqueaba, repetía la cacería nocturna y la oferta. Ya nunca sentía el impulso de partir la cabeza de Ah; necesitaba que no lo dejase solo. Los dioses les dieron órdenes todas las noches, hasta completar un extraño apilamiento bajo el que se abría un largo pasadizo; en conjunto, todas las piedras amontonadas por Meng y Ah y las colocadas por los propios dioses, formaban una pequeña montaña. Cuando pareció que ya no había donde colocar más piedras, recibieron una orden extraña: antes del siguiente amanecer, debía internarse en el oscuro pasadizo y volverse completamente hacia la entrada, así debían esperar el regreso del sol.
Fue Meng quien despertó primero; sacudió a Ah y corrieron hacia el fondo del pasadizo de piedras erguidas, coronadas por losas inmensas. Hicieron tal como los dioses habían mandado: sin duda, era un prodigo creado por los propios dioses expresamente para ellos. El resurgimiento del sol encima del entrecejo de la cabeza del dios, apareció esplendoroso justo en el centro de la entrada del pasadizo. El primer rayo luminoso les alcanzó de lleno, iluminando la totalidad del recinto. Pareció que los dioses le autorizaban a volver al poblado allí abajo, junto al agua infinita.
A mitad del descenso de los selváticos montes, acordaron sumergirse en una clara poza del rio. Con el baño, se libraron de las miserias acumuladas en sus cuerpos en aquella fría llanura donde habían amontonado tantas piedras. Al abandonar el agua, Meng se giró hacia el centro de la poza, porque deseaba beber abundantemente, antes de emprender la etapa final del regreso. Al asomarse hacia la poza, sintió un estremecimiento: mientras él inclinaba el torso hacia el agua, vio el reflejo del rostro de Ah, pero Ah seguía retozando en medio de la poza. ¿Cómo podía haber dos Ah? ¿Qué embrujamiento les habían causado los dioses?
Espantado, Meng se enderezó y vio que el Ah reflejado se incorporaba también, a la inversa. Gritó al otro Ah, el que nadaba despreocupadamente en medio de la poza, para que contemplase también el prodigio, pero éste se había desvanecido al ponerse de pie.