lunes, 2 de agosto de 2010

LOS TERCIOS DE OMAR CANDELA. 9ª Entrega


XI – Coraje

El martes, día que el Cañita no programaba que su pupilo entrenase por aquello de que "en martes, ni te cases ni te embarques", tuvieron novillero y apoderado una crisis a cuenta de los vestidos. Quería Omar que la sastra encontrara algún medio que impidiera que las taleguillas señalasen tan notablemente los empinamientos casi permanentes que tenía durante las corridas.
Manolo el Cañita dijo con tono doctoral:
-Niño, ¿no sabes de sobra que la taleguilla tiene que quedar tan apretá como una segunda piel, pa que los cuernos resbalen y no peligren las joyas de la corona? ¿Qué quieres, que te pongan cualquier cosa que haga que los pitones se enganchen?
-Pero es que paso mucha vergüenza, don Manuel.
-¿Vergüenza, tú? ¡Si tú no tienes vergüenza!
-Don Manuel, no diga usted eso...
-No me interpretes mal, Omarito. No he querido decir que no tengas educación, pero, niño, es que en lo relativo al sexo, no te cortas ni mijita. ¡Si estoy harto de tener que hacerte de biombo cá vez que, para aflojártela, te haces una paja en el callejón, delante de miles de personas! Yo no veo qué tiene de particular a estas alturas que la gente se dé cuenta de cómo te las gastas; eso no tiene importancia. Acuérdate de Ordóñez, que yo creo que te ganaba. Y el hijo del Litri, que por ahí anda.
-Pero es que el sábado toreo en Palencia...
El Cañita cayó en la cuenta de lo que inquietaba al novillero.
-¡Ah, claro está! Te preocupa que la vallisoletana vea cubierto de tela lo que de todas maneras ya vio al natural en el tren. Pues no te preocupes, porque la niña no va a estar en la plaza, sólo la tía. Hay días, Omar, que no te comprendo.
-¡Me ha llamao usted sinvergüenza!
-¡Que no, niño, que yo no he querido decir eso! Tienes menos luces que un camino forestal.
-¡Ahora me llama usted tonto!
-Me cago en la leche, Omarito. ¿Qué coño te pasa hoy?
-Que usted me está hartando.
El Cañita se mordió los labios. Omar Candela era como todos los mocitos de su edad. En cuanto tenían dos aciertos seguidos, ya se creían el ombligo del mundo y se convencían de que no necesitaban a nadie. Sólo dos novilladas consecutivas con triunfos razonables, y empezaban a subírsele al niño los humos a la cabeza, con tantos bureles suyos que habían devuelto a los corrales.
-Escucha, Omar, no permito que me digas que te estoy hartando. ¿Tú sabes lo que me has costao hasta ahora?
-Ajuste usted las cuentas y en dos meses se lo pago.
-¡Vete a que te den por el culo!
Furioso, Manuel Rodríguez el Cañita se apresuró hacia el coche. Vio que el muchacho corría en su busca, pero metió la primera y aceleró.
Sentado ante el televisor en el salón de su piso del paseo marítimo, el Cañita no conseguía prestar atención a lo que sucedía en la pantalla, donde un fulano señalaba a una cursi el color de las flores en una película en blanco y negro. Era demasiado mayor para aguantarle esos desplantes a un mocoso, que en lo único que tenía arte verdadero era en el afán de emular a don Juan Tenorio, porque dudaba que poseyera mucho más que cierta elegancia para mover los trastes.
Pero, dejando de llevar a Omar Candela ¿qué haría a partir de ahora? Apoderar al muchacho le había dado nuevos bríos el último año, había reencontrado una razón para vivir tras el tedio que arrastrara durante ocho años de viudez. Hasta comenzaba a sentir de nuevo atracción por las mujeres, gracias a esa solterona vallisoletana tan cachonda; desde la muerte de la parienta, y salvo la obsesión que le hacía gastar a manos llenas su dinero en busca de una figura torera, no había tenido ganas de nada, y ahora volvía a tenerlas. La ruptura con Omarito iba a sumirle de nuevo en el pozo. Pero, naturalmente, quedaba completamente descartado tolerarle esas cosas al novillero, un cagón que había corrido más delante de los toros que en su busca.
Trató de enterarse de lo que decía el actor, pero no lo consiguió. Inquieto, decepcionado e inesperadamente triste, salió a la terraza, a ver si la brisa del mar lo despejaba.
Comenzaba a oler a un anticipo de verano. A la orilla del mar de Alborán, la primavera comenzaba en realidad a finales de enero, cuando los almendros fingían estar cubiertos de nieve, en una floración que era la primera de toda Europa. Ahora, aunque todavía no arrancaba mayo y ya habían dado las diez de la noche, había gente paseando por la vera de la playa, junto al arco arenoso de tres kilómetros y medio que se extendía desde la Farola hasta más allá del Limonar. La brisa salobre era tonificante; a Isabel Gámez, enclaustrada en medio de la solemne y amarronada Castilla, tendría que gustarle este paisaje, estos colores, este olor, este bamboleo del aire como si se meciera con las notas del piano de Albéniz.
Estaba sonando el teléfono. ¿Lo atendía? No, no tenía ganas de hablar con nadie, quienquiera que fuese iba a notarle en el tono la amargura que sentía.
¡Digo, si hasta le había hecho de alcahuete al niño, a sus años! Por supuesto que los apoderados de toreros en sus comienzos tenían que pasar por eso a la fuerza, pero nunca se había quejado, nunca se negaba cuando el niño parecía que le iba a dar una alferecía, cuando parecía que se lanzaría a violar a la primera que tuviera delante. Nunca había tenido con él un mal tono, jamás le había reprochado nada, había tenido paciencia y lo consolaba cuando le devolvían los toros al corral a pesar del dinero que esas historias le costaban. Que, total, no era un potentado, sólo un modesto rentista con unos cuartos en el banco, cuartos que estaba a punto de quedarse a cero a causa del empeño de meter a Omarito en los carteles. Era un desagradecido.
Inhaló de nuevo la brisa yodada. Y ahora, ¿qué? ¿Cómo afrontar un día tras otro, todos igual de aburridos, sin nada que hacer, más que ir a hablar con los amigos de la peña taurina?
Volvía a sonar el teléfono. Lo atendería, pero si se trataba de Omarito, cortaría la comunicación.
-¿Don Manuel?
La madre de Omar Candela. Hablaba muy bajo y muy cerca del auricular, como si no quisiera que la oyesen las demás personas que hubiera en la casa.
-Oiga usted, don Manuel ¿ha tenío un disgusto mi niño?
-¿Por qué lo pregunta usted?
-Es que desde que llegó, está de un mal genio...
-Hemos discutido y ya no lo apodero.
-¿Le ha hecho a usted alguna cosa mala?
El Cañita tardó en responder. ¿Era verdaderamente tan malo lo ocurrido?
-No, no mucho, doña Carmen. Es que su hijo ha tenido dos buenas tardes y se cree que con eso toca ya la gloria. No tiene idea de lo que le falta penar si de verdad quiere llegar a mataó. ¡Lo que tendrá que aguantar!
-Ahora mismo le doy un sermón.
-No, doña Carmen. Sería peor. Déjelo que se tranquilice.
-Pero... ¿de verdad va a dejar usted de apoderarlo?
-Ahora, lo que tengo ganas es de darle un par de guantazos.
-Pues déselos usted. Le vendrá bien que alguien le baje los humos, porque el padre, como casi nunca pasa la noche en casa, ni se da cuenta de que el niño necesita autoridad.
-No, doña Carmen. ¿Cómo voy a ponerle la mano encima a su hijo?
-Po ¿sabe usted lo que le digo, don Manuel? Que si lo hiciera usted, a mí me daría una alegría, porque cuando a mí me parecía que mi niño se iba a malear, llegó usted y lo metió en esto de los toros y que me parece a mí que usted lo libró de cosas mu malas, don Manuel. Y que como lo deje usted suelto, pues eso, que volverá al vagabudeo de Torremolinos y esas porquerías. Sea usted bueno, hombre, y mire a ver si la cosa tiene arreglo.
Tras colgar el teléfono, el Cañito halló que no valía la pena intentar dormir tan temprano, con la punzada en el corazón y el calor de la primera noche casi veraniega del año. Recompuso su aspecto y salió a ver si todavía quedaban tertulianos en el Club Taurino.

No hay comentarios:

Publicar un comentario