jueves, 19 de agosto de 2010

LOS TERCIOS DE OMAR CANDELA.. XXIV Oropel


XXIV – Oropel

Era un manojo de nervios lo que ocupaba el traje de luces tabaco y oro. Todavía en el patio, antes del paseíllo, Omar Candela no paraba de rezar avemarías y santiguarse. No sólo devolverían el novillo vivo a los corrales, sino que él iba a salir de la plaza con los pies por delante. ¿Cómo podía torear con el ánimo más negro que un grajo? Si no fuera porque saldría de la plaza entre entre dos policías, se negaría a hacer el paseíllo.
Cuando dieron la señal de que el alguacil estaba preparado, formó con los otros dos novilleros a la cabeza de las cuadrillas con temblores en las piernas y andares vacilantes. Tras el primer paso sobre el albero, le pareció que la plaza era tan grande como el mundo. Había media entrada, pero para sus sentidos era como si los ojos de toda la Humanidad estuvieran observándolo, severos e inquisidores. Sentía el impulso de bajarse la montera, de manera que le embozara el llanto. Entonces, cuatro brazos femeninos alzados, agitándose con vigorosos aspavientos, llamaron su atención. Se enjugó las lágrimas con el dorso de la mano, se sorbió los mocos y trató de enfocar la vista distorsionada por las gotas saladas. ¡Eran Marisa y su tía! ¡¡Y al lado, el Cañita!! Recrudeció el llanto, pero el negro de su ánimo se había vuelto luz.

Esa mañana, durante el sorteo, había tenido suerte. El novillo que le tocaba en primer lugar era noblote y podía tener buena lidia si no lo malograba con su falta de experiencia. Mientras lo miraba siete horas antes, pensaba sólo en la pena que iba a ser que se desaprovechara. Ahora, decidió empeñar los cinco sentidos en que fuese el mejor toro de su vida. Lo recibió a porta gayola con una larga cambiada de rodillas que puso inmediatamente a la plaza en pie, con un alarido más angustiado que apreciativo. Los tres capotazos que dio a continuación bastaron para que las aclamaciones se escucharan en Cártama. Permitió que sus compañeros disfrutaran sus quites, porque el toro era una perita en dulce, pero clavó en el mismísimo centro del cerviguillo los tres pares de banderillas.
Cuando sonó el clarín, se quitó la montera. Sabía que la tradición obligaba a un debutante a brindar al público, pero eso podía hacerlo también en el segundo. Montera en mano y con la cabeza gacha, se acercó al tendido donde el Cañita acompañaba a las vallisoletanas. Se subió al estribo y adoptó una postura muy humilde para decir en dirección a Manuel Rodríguez:
-Yo era un niño, y llegó usted pa convertirme en hombre. Yo era una mierda, y llegó usted pa que sirviera pa algo. Yo no sabía ni donde tenía la jeta, y llegó usted y tuvo la paciencia de bregar con el pedazo de penco que yo soy. Le juro por mi sangre que usted es mi padre y mi dios. Va por usted, don Manuel.
Cuando el Cañita recogió la montera al vuelo, la besó.
Dos orejas y rabo, el primero de su vida. Y tres vueltas al ruedo. Ensordecedores aplausos y, de nuevo, un empinamiento mientras corría ante los tendidos. Y el Cañita que bajó al callejón a abrazarle sin para de exclamar elogios, aunque le dijo sin soltar el abrazo:
-Te cortaré la polla si lo vuelves a hacer.
-Le juro...
-No jures, chiquillo; tú haz las cosas como un hombre. Y ahora, tienes que componer el patinazo que acabas de cometer.
-¿Qué quiere usted decir?
-Esas dos mujeres han venido de Valladolid expresamente a verte, y ni las has mirado.
-¡Coño! No me acordaba. Ni las vi.
El Cañita sonrió. Sabía cuál había sido la razón de la ceguera.
-Pues bríndales tu segundo.
-¿No tengo que brindarlo al público?
-Sí. Pero, primero, vas y se lo brindas a las dos sin darles la montera y, luego, lo brindas al público en el centro de la plaza, y ten cuidado de que la montera caiga bien, pa abajo, que no puedes meterle el malbajío a la tarde que has empezao tan bien. ¿Has estao en ayunas de coño las últimas cuarenta y ocho horas?
-¿Cuarenta y ocho horas? ¡Desde el lunes de la semana pasá, doce días! Y, sabe usted, tenía tanto cabreo, que ni me he acordao.
El Cañita reprimió su impulso de entrar también en confidencias; no podía corresponder el relato con el de su visita a la clínica y los consejos del médico. Sonrió, amagando un puñetazo en la barbilla del joven.
-Pues acuérdate de agradecer a esas muchachas el esfuerzo -tras una pausa, añadió: -¿Sabes una cosa, niño? Venir aquí ha sido una prueba. Si llegas a rajarte y no apareces, jamás en la vida habrías vuelto a verme el poquillo de pelo que me queda.

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