jueves, 30 de junio de 2011

LA DRUIDESA Y EL CABALLO



Desde el espacio, cuanto más se elevaba más negro parecía el bosque Negro. Debía de ocupar toda la Tierra, pues por vertiginosa que fuera la distancia etérea de la observación, no parecía tener fin. Los más aventurados y audaces cazadores del poblado decían haber visto grandes extensiones de tierra desnuda, de color marrón claro, donde sólo crecían pastos y algunos matorrales, pero hasta donde alcanzaba la vista de Taranis no conseguía ver más que la masa verdinegra, misteriosa e inextricable del bosque Negro. Lo único diferente eran las altísimas y lejanas fumarolas que brotaban por el este, cerca del gran lago Kimbergsee ahora invisible, donde decían que moraba la madre Dana, además del monte Feldberg cubierto en ese momento por una pátina violácea por la húmeda lejanía
Cuando montaba a Cabull no podía determinar si soñaba o vivía la realidad. Sobre el bellísimo y prodigioso caballo blanco, casi todo lo material pasaba para sus sentidos a un estado cuya proporción de materialidad nunca era capaz de determinar; tal vez el lago y las montañas estaban tan sólo en su imaginación soñadora, como la extensión verdinegra que, abajo, no parecía tener fin. Su melena rubia se expandía y flotaba como si se sumergiera en las aguas termales de la gruta de los dioses menores, desaparecía el cansancio si lo padecía, su espíritu alcanzaba un estado de placidez infinita y llegaban a su olfato aromas tan placenteros que no podían existir.
Por todo ello, volar no era tan sólo una facultad. Era, sobre todo, una necesidad, cuando las circunstancias ponían demasiado en evidencia el destino que le esperaba si no lograba el medio de librarse de la más agorera de las acechanzas y malquerencias de su vida. Cabull le había sido ofrecido por su padre cuando cumplió los diez años; al principio, notó que el caballo saltaba sobre cualquier obstáculo que hubiera en los caminos, sin que necesitase una orden; más tarde, probó a obligarlo a saltar sobre los arbustos y los matorrales; un día que se encontró a punto de refrenarlo frente a un corpulento roble que se interponía en la dirección por donde deseaba transitar para observar unas piedras humeantes que le habían descrito; el caballo saltó como si jugara pero en seguida sobrevoló el gigantesco árbol sin ninguna dificultad. Pocas semanas más tarde, descubrió que Cabull se lanzaba hacia las nubes más altas cuando alguna pena ensombrecía el ánimo de la muchacha.
Taramis no era capaz de responder con odio al odio ni de maquinar defensas contra los sutiles ataques de la rival enloquecida, problema cuya búsqueda de solución ocupaba últimamente la mayoría de sus vuelos.
Todo había comenzado cuando cumplió los quince soles y se extendió a lo largo de los bosques y por todos los clanes la fama de su belleza. Los ojos azules que superaban la profundidad y el misterio del más hermoso lago, la luz irradiada por toda su piel de pétalos de flor, el pelo pajizo que volaba como el pensamiento, el cuerpo enjuto y vigoroso a un tiempo, la sensualidad de la diosa metida en una frágil gacela, capaz de conmover hasta los más pétreos corazones.

Pensaba una tarde en la extraña enemistad de la druidesa del clan más cercano al suyo, enemistad insólita en los bosques que habitaban los celtas, mientras miraba por la ventana el oscilante ramaje de un roble centenario, cuando la voz de su madre sonó a sus espaldas:
-Taranis; el bardo te ordena que acudas a su presencia cuando el sol comience a dormir.
Sin volverse, a Taranis se le ensombreció el ceño. Nunca había hablado personalmente con el bardo, que ni siquiera le había dedicado jamás un saludo personal.
Penó toda la tarde, porque temía haber cometido sin darse cuenta una mala acción. En realidad, vivía en un estado de tensión latente desde que cumpliera los nueve soles, cuando comenzaron a manifestarse síntomas que podían revelar el toque de la diosa. Fueron sus compañeras de juegos las que le obligaron a observarlo: cuando jugaban en zonas muy intrincadas del bosque, los animales grandes y las fieras eludían acercarse; se apartaban a un lado frente a ella o, sencillamente, daban vuelta sobre sí mismos y corrían en la dirección contraria. En cuanto las otras niñas divulgaron en el poblado la posibilidad de que la diosa la hubiera favorecido, empezó a sentir un vago temor que la acompañó siempre, sobre todo cuando un adulto la miraba fijamente a los ojos. Su mayor preocupación era que pudieran acusarla de alguna clase de impostura, idea que reforzaba su rubor casi continuo. Ahora, la llamada del bardo podía ser para recriminarle algún acto de presunción del cual no hubiera sido consciente, porque la verdad era que discutía con bravura con sus amigas, tratando de quitarles de la cabeza la idea de que la diosa hubiera pasado la mano por su frente.
El bardo permanecía todos sus días en una magnífica cabaña construida al lado del nementone, proximidad que se debía a su obligación de mantener limpio y despejado el impresionante círculo de piedras donde celebraban las ceremonias, bajo las mayores afloraciones de muérdago de todo el bosque.
Tras cerciorarse de que los rayos del sol no acariciaban ya ni las ramas más altas de los árboles, pidió permiso para entrar en la cabaña. No recibió respuesta. Apartó el cortinaje de piel de oso y adelantó un poco el rostro hacia el iluminado interior, comprobando que el bardo Taliesin se encontraba tan enfrascado en lo que estaba haciendo, que seguramente no la había oído.
Tuvo que superar la timidez para alzar la voz un poco más:
-Bardo Taliesin, ¿puedo entrar en vuestro aposento?
Notó que el anciano estiraba un poco el cuello, aunque no llegó a volver la cabeza.
-¿Eres Taranis?
-Sí.
-Entra y acomódate sobre ese haz de ramas.
En cuanto obedeció, el bardo reanudó su labor. Maceraba en un matraz yerbas o frutos que Taranis no pudo identificar desde donde se encontraba. Taliesin se concentraba siempre en los ritos hasta casi el trance, pero ahora no sólo parecía en trance sino arrebatado por alguna clase de encantamiento. Visto de perfil, debido a la abstracción de su rostro, parecía poseído por la suspensión vital de la muerte, por lo que la muchacha sufrió un escalofrío muy intenso.
-No me distraigas con emociones tan fuertes, Taranis –reprochó el bardo-; debo terminar este elixir antes de que la diosa Luna riegue el bosque.
Con objeto de ser capaz de obedecer, Taranis dejó de mirarlo y volvió los ojos hacia la tierra apisonada del suelo. Todas las cabañas del poblado eran circulares, pero no todas tenían dentro el reborde de piedras que circundaba la estancia de Taliesin, donde el lecho sólo podía intuirse tras un pesado cortinaje de bejucos trenzados. La mesa no era tosca como las de todas las familias, sino que había sido construida con tablas desbastadas y pulidas, presentando ahora encima un desordenado batiburrillo de probetas, velones encendidos, tarros llenos de líquidos de muchos colores, matraces, haces de yerbas y montoncitos de frutos. Aunque no hubiera demasiado metal a la vista, y todo fuera casi igual que en las demás viviendas, la de Taliesin resultaba mucho más suntuosa. Por tal razón, coligió que la estancia del Druida, situada al otro lado del nementone, debía de ser inimaginablemente rica.
-Vas a cumplir diecisiete soles, Taranis -murmuró Taliesin sin mover los labios.
La muchacha asintió, en silencio. Todos sabían en el bosque los soles que cada uno cargaba en su costal de la vida, por lo que no tenía nada que añadir.
-Es la edad en que debes comenzar a dar la cara a tus responsabilidades.
Esa frase le pareció amenazante. Nunca le había comunicado su madre que tuviera que afrontar cualquier clase de responsabilidades en el futuro. ¿Qué quería decir el bardo?
-Lo que quiero decir –añadió Taliesin-, es que voy a empezar a formarte como futura druidesa.
Taranis sintió que caía una roca gigantesca sobre su cabeza.
-¿Recordáis, señor, que soy Taranis? –el bardo no la había mirado todavía.
-Sé muy bien que eres Taranisi, y tú también sabes que este día había de llegar. A menos que quieras ofender a la diosa mostrándole tu ingratitud.
-No… -Taranis balbuceó.
-Iniciarás tu formación junto con Taunis y Fergus, pero siempre he sostenido ante nuestro querido Druida que tú eres la mejor dotada para ser la próxima druidesa. Tu luz sólo tiene un punto de oscuridad: el odio que te profesa la druidesa Dagda, nuestra vecina. Y como bien sabes, para tu consagración final a los veinticinco soles, necesitamos la concurrencia de otros dos druidas aparte del nuestro. Tienes que reunir luz en tu espíritu suficiente para vencer las tinieblas que Dagda riega sobre ti desde hace más de un sol.
-¿Sabéis por qué?
-¿Nadie te lo ha dicho?
Taranis agachó la cabeza. Sentía vergüenza de su ignorancia, pero era verdad que nadie le había aclarado las razones del odio de Dagda, a pesar de que hacía varias lunas que sentía la sombra de ese odio. Nunca había visto el rostro de Dagda y, sin embargo, sus rasgos aparecían con mucha frecuencia en sus pesadillas.
-Desde hace diez soles, Dagda considera que es la mujer más hermosa del mundo –añadió Taliesin con voz gutural-. Ahora tenemos que encontrar el modo de que todos olvidemos tu belleza deslumbrante para que asumamos que figuras en el trío de aspirantes a druida, junto a esos dos jóvenes.
Taunis y Fergus eran dos fuertes muchachos por los que suspiraban casi todas las adolescentes del bosque. Hacía varios soles que ambos eran señalados como probables sustitutos del Druida. Taranis no creía que nadie hubiera hablado nunca de que ella también pudiera ser candidata. Aunque le causara tanta desazón, la malquerencia de Dagda tal vez pudiera librarla de ese peso tan tremendo. Se consideraba una adolescente corriente y nunca había tenido más anhelo que ser amada por aquél al que amase, que podía muy bien ser uno de los dos futuros aprendices de druida. La fama de su belleza se había convertido en un fardo en sus espaldas, como el mismo Taliesen acababa de señalar explícitamente.
-¿Imaginas cuál es la raíz más profunda del odio de Dagda? –preguntó Taliesin volviendo por primera vez el rostro hacia ella y mirándola muy fijamente.
Taranis cerró los ojos, bajó la cabeza y negó suavemente.
-Una característica –continuó Taliesin- que, desde mi punto de vista, la descalifica para su misión de druida: La inseguridad. Una debilidad que ella demuestra con celos y suspicacia. A lo mejor has oído mencionar lo que pasó con su primer esposo…
Aún con los ojos bajos, Taranis negó con la cabeza.
-También era un hombre extremadamente bello –continuó Taliasin-. A lo mejor lo has visto alguna vez, o seguramente lo has oído nombrar, porque lleva el nombre de nuestro padre Lugh.
Taranis sintió un estremecimiento. Claro que había visto a Lugh, a cuyos padres habían tildado muchos de blasfemos por llamarlo con el nombre del dios supremo. A despecho de que Taliesin afirmase que era bello, el que ella recordaba era un hombre que producía espanto. Vagaba por los bosques completamente desnudo, y ocioso a causa de su cojera; la barba hirsuta le colgaba libre hasta más abajo de la cintura y su poblada melena de color ala de cuervo caía desordenada por su espalda, formando una cascada que llegaba a tocarle los muslos. Era un loco pacífico, que no agredía a nadie pero a todos asustaba. Topaba con él de vez en cuando, ya que cuando no jugaba con sus amigas, recorría el bosque en busca de yerbas raras, por mandato de su madre. Una de las veces, él la miró muy fijamente y pareció que intentaba sonreír, pero Taranis no tuvo tiempo de ver si lo hizo porque echó a correr.
Taliesin continuó:
-Lugh era no sólo bello como una gema, ya que poseía muchas virtudes. De niño, lo habían designado para formar parte de la tríada a educar para druida, pero no llegó a serlo. Mas sus dotes y habilidades, así como su capacidad de sanar a los heridos, le granjearon muchas simpatías y llegó a tener mucho poder y ascendencia sobre la mayoría de los jóvenes de su clan. Fue enriquecido por la fortuna y llegó a poseer casi tanta ascendencia como un bardo; la suya era una de las mejores cabañas, poseía un uro macho y dos hembras, más un rebaño grande de ciervos. Sin ostentar ningún cargo en el clan, era determinante su influencia, ya que los hombres lo eligieron libremente como general para cuando hubieran de pelear batallas. Por todos esos motivos, Lugh era deseado como esposo por las mejores muchachas del clan y, por supuesto, también por Dagda, que acababa de ser consagrada como druidesa. Celebraron esponsales cuando ambos contaban veinticinco soles, pero muy pronto corrió por el bosque el rumor de que a Lugh no le bastaba con un solo amor. Ser druidesa dotaba a Dagda de muchas facultades, y una era la de tener servidores dispuestos a hacer lo que ordenase. Torturada por los celos, mandó a uno de ellos que vigilase a su esposo noche y día. No hicieron falta muchos, ya que pasado un cuarto de luna llegó el sirviente con la noticia de que Lugh retozaba a escondidas, a la vera del lago Kimbergsee, con una muchacha romana. El sirviente describió a ésta como el cúmulo de la voluptuosidad. Dagda le mandó describir con los detalles más meticulosos el lugar donde los amantes acostumbraban a retozar. Un día que Lugh se marchó temprano “a pastorear”, según dijo, Dagda aguardó a que el sol comenzara a descender para tomar el caballo y marchar con dirección al lago. Tras la larga cabalgada, se aproximó sigilosamente al punto descrito por el sirviente y los vio. Impúdicos, se revolcaban sobre la hierba al aire libre. Arrebatada por una ceguera insoportable, Dagda espoleó al caballo hacia la pareja y lo refrenó cuando estaba sobre ellos, de modo que una de las pezuñas coceó aplastando el pie derecho de Lugh. La cojera fue su primera desgracia, porque ya sabes que no es buena cosa ser un lisiado entre los celtas. Perdió el favor popular que disfrutaba y poco a poco perdió su fortuna también, e inclusive su casa. Un sol después de aquel suceso, inició esa peregrinación por todos los Bosques Negros que aún prosigue. Mientras, el poder de Dagda no sufrió menoscabo, porque su bardo consiguió presentar la agresión como un accidente. Pero sigue desde entonces soñando con los brazos fuertes y viriles de Lugh, de modo que él se cree libre y mendicante, pero permanece vigilado a todas horas por los sirvientes de Dagda. Y resulta que hace ya más de un sol que se alaba tu belleza en todos los clanes de los Bosques Negros, y para colmo de males, Lugh anda propalando por todos lados que se ha cruzado contigo, se ha cegado por tu resplandor y que eres encarnación viva de la madre Dana.
Taranis sentía las lágrimas a punto de brotar de sus ojos, que trataba de que el bardo no viera. De modo que aquel pobre loco cojo le profesaba adoración. Si no hubieran sido tan graves las implicaciones del caso, se habría echado a reír.
Las lecciones comenzaron para el trío una semana más tarde. Sentados en las piedras del nementone, el druida y su bardo recitaron una y otra vez las fórmulas de los veintiún elixires, las invocaciones de cada uno de los dioses y los instruyeron en el uso de los instrumentos simbólicos, sobre todo la cruz-árbol de Karnun, que era el más pesado y difícil. Tres años después, los tres muchachos habían avanzado bien en su formación, pero el problema de Taranis continuaba irresuelto.

Según iba ascendiendo en el aire, más libre se sentía de la carga tan pesada depositada sobre sus frágiles hombros. Desde la conversación con el bardo había sido así, y mucho antes también; cuando fue tocada por la diosa, y desde el mismo instante en que se hizo evidente para todos en el poblado esa preferencia divina, su sentimiento más profundo había sido de miedo, que provenía de su convencimiento de que ella no podía estar a la altura de las responsabilidades de una druidesa, pues ser druida era la consecuencia ineludible del toque divino.
Pero después de tres años de aprendizaje, había superado la mayoría de los miedos y por muchos motivos comenzaba a sentir inclinación por llegar a ser la jefa suprema del clan. Había detectado gestos de vanidad y frivolidad tanto en Taunis como en Fergus. Notaba también que en tales momentos, el druida o su bardo fruncían levemente los labios, de modo que no se trataba de una impresión falsa ya que los dos hombres más sabios del clan reprochaban tales perversiones. Comenzó a desear que ninguno de los dos muchachos pudiese llegar a druida, de modo que como sólo quedaba un tercero y ese tercero era ella, fue reforzándose su determinación de conseguir ser la elegida aunque le pesase tanto.
Pero tales pensamientos se ensombrecían siempre por el recuerdo de la malquerencia de Dagda. En principio, era indispensable que Dagda la amase para poder ser consagrada, pero, últimamente, Lugh rondaba casi siempre por el territorio de su clan, y todos hablaban del caso. Mencionaban el deslumbramiento por Taranis como la más probable causa de las rondas del loco antaño tan poderoso. Taramis suponía que estos rumores harían enfurecer más aun a Dagda y la predispondrían contra ella con mayor fuerza.
Siempre que volaba, Cabull trotaba sobre las nubes con suavidad y sin ninguna clase de sobresaltos, pero en el momento que Taranis aventuraba para su propio pensamiento que Dagda continuaría odiándola para siempre, se encabritó.
-Calma- rogó Taramis mientras le acariciaba la crin-. ¿Crees que no tengo razón?

El caballo se aquietó instantáneamente, por lo que Taramis determinó que un equino tan prodigioso y tan viejo debía de conocer un medio de disolver la malquerencia de Dagda y que trataba de comunicárselo. Espoleó hacia abajo, con dirección al bosque, y refrenó bajo un bosquete de alisos junto a un rumoroso arroyo. Se apeó y, encarándose con Cabull, lo miró a los ojos. Notó un reflejo extraño en las grandes pupilas, por lo que giró el cuello. Lugh se encontraba a sus espaldas, con una exagerada expresión de alucinación en el rostro. Aunque él bajó un poco los ojos en señal de respeto, descubrió por primera vez su apostura embozada en la abundante y desordenada pilosidad. En el instante en que pudo imaginarlo tal como había sido, notó que el caballo cabeceaba como si asintiera. De manera impremeditada, ordenó a Lugh:
-Sígueme hasta el poblado.
La llegada del trío al centro de la aldea produjo una conmoción tan fuerte, que el clan en pleno salió a observarlos en silencio. La muchacha advirtió pronto el miedo en muchas de las miradas, sobre todo las femeninas, por lo que se apresuró a decir:
-Que nadie se inquiete.
Todos permanecieron en silencio, pero inmóviles como estatuas. Taramis giró sobre sí misma al tiempo que forzaba su imaginación, preguntándose cómo obrar.
La llegada apresurada de sus padres interrumpió sus cavilaciones:
-¿Qué te propones, hija? –preguntó su madre.
-No lo sé –confesó Taramis.
Cabull cabeceó de nuevo, ahora con mucha energía. La muchacha notó que trataba de hacerle mirar hacia el bardo, que había salido al umbral de su puerta y se encontraba aupado a una de las piedras del nementone. El cruce de miradas entre la alumna y uno de sus maestros produjo un efecto que se repetiría muchas veces a lo largo de la vida de la futura druidesa; comprendió que podía oír la voz del bardo aunque nadie más lo hiciera. Escuchó que Taliesin decía en silencio:
-Ordena a Lugh que se arrodille y acuda hacia mí sin alzarse.
Se aproximó al desafortunado paria, que bajó de nuevo los ojos. No tuvo que ordenarle que se pusiera de rodillas, porque él lo hizo para besar el borde de su túnica. Nadie pareció extrañarse por la respetuosa postración, pero ella sintió que su rostro se cubría de rubor.
Se aclaró la garganta para ordenar:
-No te alces y, caminando sobre tus rodillas, acude ante nuestro bardo Taliesin.
Taramis vio por primera vez sonreír a Lugh. No era la risa boba de un enajenado ni la mueca imperfecta de la maldad. La boca masculina, casi oculta tras la abundante y sucia barba, se abrió como una madreperla, mostrando la resplandeciente blancura de la inteligencia gestual. La futura druidesa se preguntó cuál sería el verdadero Lugh, el apestado que todos eludían o ese ser excepcional que acababa de intuir a través de su sonrisa.
Arrodillado y desplazándose por tanto muy lentamente, su barba y su melena se arrastraban por la tierra. Parecía una especie rara de alimaña. Ante Taliesin, se alzó un poco pero sin ponerse de pie. El bardo le tocó la cabeza mientras señalaba adentro de su cabaña.
Cayó el pesado cortinaje de piel de oso tras los dos, en tanto que el clan en pleno permanecía en silencio y tan inmóvil como piedras. Taramis había elaborado ya completamente el plan, mientras el caballo cabeceaba alegremente, expresando su aprobación.

Pasada media tarde, el bardo Taliesin reapareció en la puerta junto a un desconocido. Mejor dicho, todos reconocieron de inmediato al hombre poderoso y triunfador del que la druidesa Dagda se había enamorado. Cortadas la barba y la melena, bañado y cubierto de ungüentos perfumados, Lugh vestía una rica túnica ceremonial de Taliesin. Erguido, limpio y con mirada serena, volvía a ser el mismo hombre que había sido, adorado por todas las mujeres de todos los clanes del bosque y muchas de las enemigas romanas. Sin embargo, no había recuperado la expresión despectiva ni la vanidad. Su expresión era firme, serena y confiable. Irradiaba honradez y lealtad. Resultaría inimaginable que un hombre como él pudiera incurrir de nuevo en adulterio.
Al principio fue un rumor, pero poco a poco fue convirtiéndose en clamor. Todos conocían el condicionante que Dagda podía representar con vistas a la consagración de la futura druidesa Taramis, de modo que el clamor pasó a ser una letanía:
-Taramis, llévaselo a Dagda.
Cabull parecía decir también lo mismo, balanceando su tronco sobre las patas. La muchacha lo montó de un salto y pidió a su padre:
-Danos tu caballo, pues el caminar renqueante de Lugh sería muy lento.
El padre asintió. Un instante más tarde, Lugh fue aupado por dos hombres y, una vez en su montura, volvió a ser definitivamente el triunfador de antaño, pero madurado por la desgracia que había durado todo un curso solar.
Cabalgaron rumbo al clan de Dagda.
Durante la no muy dilatada cabalgada, Taramis no paró de conjeturar que la druidesa enviaría sus lanceros a recibirles. Seguramente, les esperarían antes de la entrada al poblado, para detenerlos o, tal vez, para matarlos. Cada vez que su mente se llenaba de malos presagios, notaba que Cabull agitaba el cuello, como si sacudiera la crin aunque en realidad sabía ella que estaba diciendo que no. Que no temiera. Que no se torturase.
La proximidad del poblado fue poniéndose de manifiesto por la abundancia de rebaños de unas reses extraordinarias que sólo criaban en ese lugar.
Taramis aguzó la vista, tratando de descubrir dónde podían esperarles apostados los lanceros.
Pero en lugar de lanceros, vio que varios criados saltaban de rama en rama en dirección al poblado –probables espías y se apresuraban a informar- y, un poco más adelante, escuchó la lira del bardo y una prodigiosa voz que daba la bienvenida a “la niña favorita de la diosa”.
El corazón de Taramis se sobresaltó. ¿Qué podía significar esa especie de saludo? ¿Qué consecuencias podía tener en el ánimo de la druidesa? Halló en parte la respuesta al notar que un cortejo se dirigía hacia ellos. Llevada en andas, Dagda era portada en su dirección. ¿Acudía a recibirlos?
Bastaron unos pasos de los caballos para encontrarse frente a ella. A Taramis le impresionó el fulgor de la mirada, el fuego volcánico e insondable que había en los ojos de Dagda..
-¿Cuál es tu cometido, aprendiza? –preguntó la druidesa.
Taramis introdujo la mano en su pecho para extraer la cruz-árbol de Karnun. La levantó lo más alto que le permitió el brazo mientras decía:
-Vengo a pedir el amor de la druidesa más hermosa que ha conocido el bosque Negro. Y porto el amor mismo, para ofrecértelo.
Señaló a Lugh. Notó al instante que los ojos de la druidesa se nublaban, desapareciendo como por ensalmo todo el fuego y el peso de su odio.
-Tú merecerás el título de hermosa druidesa, Taramis. Ahora, en prueba de mi amor por ti y tu clan, acepta este obsequio.
Mandó a un criado hacia ella, para ofrecerle un pectoral y un torques de oro, cubiertos ambos, abundantemente, de coloridas gemas.
Su camino hacia la consagración había quedado expedito.

sábado, 25 de junio de 2011

MON AMI


Sentado en el coqueto restaurante, Paco Muñoz trataba de prestar atención a la cháchara de su sobrino sin conseguirlo más que a ratos. El chico le había llamado un mes antes, recordándole una promesa que Paco había olvidado:
-Tío, ¿recuerdas que cuando era niño me dijiste que me llevarías a conducir miles de kilómetros para que hiciera prácticas, dando una vuelta por Europa, cuando consiguiera el permiso de conducir a los dieciocho años? Pues acabo de recoger el carné.
Le asombró el hecho mismo de que ya hubiese cumplido dieciocho años más que su memoria insolente, porque la edad del hijo de su hermana le hizo recordar que se acercaba a galope hacia la madurez. Aceptó cumplir ese compromiso que no recordaba y, a la primera ocasión que el trabajo del periódico se lo permitió, le mandó el billete de avión del chico a su hermana, que había pasado todo un mes llamándole para repetirle una y otra vez: "Paco, mi hijo empieza a decir que su tío es un informal. Los niños como Oscar sufren decepciones muy fuertes cuando un familiar les engaña"
El recorrido en coche había incluído Barcelona, Marsella, Génova, Roma, Florencia, Milán, Ginebra, Munich, Bonn, Amsterdam, La Haya, Bruselas, Luxemburgo, París y Burdeos. Ahora bordeaban los Pirineos por el norte, para cruzar Andorra y volver por fin a Madrid. Oscar era lo que era, un adolescente, pero, a los dieciocho años, Paco se deslomaba trabajando y estudiaba por las noches como un adulto, y su sobrino se comportaba a esa edad como un niño irresponsable, caprichoso e indiferente a los problemas y dificultadesde los adultos. Estaba ansioso por reintegrarse a su vida madrileña habitual, libre del compromiso y del inclemente intolerante que era el muchacho.
Oscar había agotado la canastilla de patés que la astuta mesonera pusiera sobre la mesa, como si fuese un aperitivo gratis, aunque Paco sabía que tendría que pagarla a precio de caviar. A continuación, el chico eligió solomillo, que era el plato más caro de la carta. Menos mal que tenía que conducir y pidió coca cola en vez de una botella de la "Viuve de Clicot". Tras las peras maceradas en vino, reemprendieron la marcha por carreteras sinuosas entre bosques que a Paco, que no conducía, le parecían amenazadores. Temía que pudiera surgir tras un árbol un terrorista que les asaltara para apoderarse del coche con matrícula española. A los pocos kilómetros de marcha, sus temores se confirmaron. Un coche bloqueaba la carretera y su conductor, un hombre entre treinta y cuarenta años, les pedía por señas que se detuvieran. Paco se puso en tensión. El hombre se acercó a la ventanilla del conductor y habló en francés:
-Se me ha averiado el coche; fundido total. ¿Pueden llevarme a Pau, para contratar una grúa?
Paco supuso que si le permitía entrar en el coche, en el mismo instante sacaría una pistola y les expulsaría, apropiándoselo. Pero era imposible transmitirle mentalmente a su sobrino, sentado al volante, lo que él haría en esa circunstancia: arrollar al intruso, virar en redondo y acelerar en la dirección contraria. Hacia el frente, el coche supuestamente averiado no les permitiría avanzar. Bajó la cabeza, tratando de examinar la cara del sujeto. Éste, notándolo, se agachó un poco más y sonrió ampliamente:
-Por favor -le rogó-. Por esta carretera no pasan ni jabalíes.
Su acento francés era demasiado genuíno para tratarse de alguien cuya lengua fuera otra. La cara le recordaba a Paco la de Jean Marchais, aunque las profundas arrugas que marcaba la risa en las mejillas hundidas resultaban mucho más masculinas. Estaban atrapados, no tenían más salida que jugársela. Le señaló con una inclinación de cabeza que sí, que iban a ayudarle.
-¿Pueden empujar mi coche para echarlo a un lado? La policía me va a multar si lo dejo ahí.
Tras salir, Paco volvió a examinar al sujeto. Visto erguido, tenía un tranquilizador aspecto campesino y no parecía peligroso. Sacaron el coche averiado de la carretera entre los tres y reemprendieron la marcha con el francés, al que Paco le cedió el asiento de copiloto, porque consideró más seguro ir sentado atrás, por si las moscas.
-Me llamo René.
-Mi nombre es Paco y mi sobrino se llama Oscar.
-Gracias, muchas gracias por ayudarme. Tengo que volver a mi granja antes de que anochezca, y resolver este problema me va a tomar lo menos tres o cuatro horas. ¿Viajan de turistas?
-Sí -respondió Oscar, sorprendiendo a su tío, que ignoraba que entendiera el francés.
-¿Les gusta Francia? -Paco asintió- Nunca estuve en España, pero me muero de ganas.
-¿Vive usted en esta zona?
-Sí. Tengo una granja ahí arriba, en la montaña. Vivo solo y los animales dan mucho trabajo. Me quedé viudo hace cinco años y no me dieron ganas de volver a casarme. Tampoco tengo hijos y ahora la gente joven le huye al campo. ¿No les gustaría ser mis invitados allá arriba?
Era una posibilidad. Sólo el deseo de librarse cuanto antes de su sobrino impidió que Paco aceptara la invitación.
Ninguno de sus temores se confirmaron. Dejaron a René a la entrada de Pau, donde, por la insistencia del francés, intercambiaron las direcciones y los números telefónicos, y siguieron el camino por la autopista, en vez de por los caminos bucólicos que Paco había estado eligiendo por ser más propicios para que el muchacho hiciera prácticas de conducción. Por la autopista, llegarían pronto a Andorra y se terminaría por fin el viaje.

A la semana de regresar, Paco recibió un paquete conteniendo seis pequeños quesos de elaboración artesanal y apariencia deliciosa, acompañados de una tarjeta que decía: "Fuiste muy gentil. Aquí tienes lo mejor de mi granja. Con amor, tu amigo francés. René". Esa noche, sonó el teléfono a las once.
-Soy René. ¿Cómo estás?
-¿René? ¡Ah! Qué sorpresa. Gracias por el regalo, pero es excesivo.
-Los fue excesiva fue tu amabilidad. ¿Tuvieron buen viaje?
-Sí.
-Sentí que no aceptaras ser... mi invitado. Habrías visto mi bodega de quesos y cómo los hago. Además, yo... Bueno... aquí en la montaña, tan solo, uno siente... mucha necesidad de hablar con la gente, en vez de con las vacas.
Paco sonrió. Estaba organizando un reportaje que tenía que escribir para el periódico, por lo que no tuvo pensamiento para la extrañeza por el párrafo lleno de pausas y sobreentendidos.
-¿Sigues con el chico? -el tono de la pregunta le sorprendió.
-¿Mi sobrino? No, ya está en su tierra, con sus padres.
-¿Es de verdad tu sobrino? Había imaginado que...
Con dificultad, Paco dedujo que el francés había sospechado que formaban una pareja de amantes. Sonrió de nuevo.
-¿Por qué no vienes a pasar unos días en la granja? Me gustaría tanto...
-A lo mejor más adelante. Acabo de volver de unas vacaciones.

Dos semanas más tarde, el teléfono volvió a sonar a la misma hora.
-Soy René. ¿Cuándo vas a venir?
-Es muy difícil que vaya este año, René. Ya no puedo pensar en vacaciones hasta el año que viene.
-Podrías pasar un fin de semana. Este sitio es muy bonito. El viaje no te llevaría más de cinco horas.
-Bueno, lo pensaré.
-Pero... tengo que advertirte que mi casa, aunque muy hermosa y muy cómoda, es muy pequeña. Sólo dispongo de una cama.
-Entonces, problema resuelto. Iré cuando amplíes la casa.

Pasadas dos semanas, sonó el teléfono de nuevo.
-¿Paco? Soy René. Quería decirte que he comprado una cama plegable, por si el problema era que no querías dormir en mi cama.
-Tienes que admitir que encuentre extraña tu insistencia. Apenas nos hemos tratado durante una hora, no somos amigos, casi ni nos conocemos. Me resulta incómodo decirte estas cosas, pero no puedo evitarlo. ¿Podrías explicarme con claridad la razón de tu interés porque te visite?
-Me caiste muy simpático y yo... vivo solo aquí, tan lejos de la gente...
-Todo eso lo comprendo, René. Es natural que una persona joven como tú se sienta oprimido por la soledad, pero ese es un problema que no está en mi mano resolver. Yo vivo y trabajo en Madrid; si te visitara alguna vez, estaría ahí sólo un par de días, lo que no palía en modo alguno tu soledad de manera definitiva.
-Un par de días, estaría muy bien.
-Pero, por el momento, no es posible.
-Te asombraría lo bello que es este lugar.
-No lo pongo en duda.
-Quisiera que sepas... que mi polla mide veintisiete centímetros.
Sin poder contenerse, Paco soltó una carcajada. Escuchó el chasquido del teléfono; René, amoscado, había colgado.

A las dos semanas, cuando sonó el teléfono a las once, Paco intuyó que se trataba de René. Descolgó el auricular y saludó, pero nadie respondió.
-¿René?.
Se oía la respiración al otro extremo del hilo.
-¿Eres tú, René?
Escuchó el carraspeo. El otro parecía intentar reunir coraje para hablar, sin acabar de decidirse.
-Coño, René, habla; estoy seguro de eres tú.
Nuevos esfuerzos de aclararse la garganta y una tos.
-Bueno, voy a colgar.
-No... espera.
-Eres el sujeto más extraño que jamás haya conocido.
-Me insultaste. Te reiste de mi problema.
-¿Tu problema? No sé de qué me hablas.
-Del tamaño de mi pene.
-¿Ese es tu problema? Hay millones de hombres en el mundo que quisieran tener esa clase de problema.
-Lo dices porque no es tu caso. A lo largo de mi vida, quien no se ha reído de mí, me ha mostrado miedo por esta cosa tan exagerada.
-Pero... oye... ¿Es verdad que mide veintisiete centímetros?
-Sí.
-No lo puedo creer.
-Ven a comprobarlo.

Durante las dos semanas siguientes, Paco sintió crecer la curiosidad. Si era verdad que tal cosa existía, su espíritu indagador de periodista, funcionando al margen de su voluntad, le inclinaba por ir a certificarlo. Pero le parecía una mostruosidad viajar seiscientos kilómetros para ver un pene, cuyas medidas, muy probablemente, habían sido exageradas por su poseedor para incentivar su interés por el viaje. No, no podía realizar tal desplazamiento por una cuestión de tal carácter aunque resultara cierta la afirmación; lo más probable es que fuese mentira y podía llevarse un cabreo muy serio al comprobarlo.
Involuntariamente, permaneció alerta a las once, cuando debía producirse la llamada de René.
Pasaron las horas, el reloj marcó la una de la madrugada y Paco se acostó, furioso consigo mismo por haber esperado una llamada que no se había producido y que, en realidad, no deseaba que se produjese.
Al día siguiente, sin embargo, fue a hablar con la sexóloga Marta Abellán, que dirigía el consultorio del semanario del periódico.
-¿Es posible que exista un pene de veintisiete centímetros?
-Ya lo creo que sí. ¿Has oído hablar de John Holmes? -pago negó-.Ya ha muerto. Era una estrella del cine pornográfico, que calzaba un treinta y cuatro.
-¿Qué quieres decir?
-Que su pene medía, en erección, treinta y cuatro centímetros.
-Pues no le serviría para nada.
-Parece que sí, según cuentan sus compañeros de las películas.
-¿Compañeros? ¿Era homosexual?
-Más bien parece que fuera bisexual. Protagonizó películas hetero y homosexuales. Creo que tengo un vídeo suyo, ¿quieres que te lo traiga?
-No, gracias.

Una nueva semana y René continuaba sin llamar. Intuía aproximadamente la elaboración mental que el amigo francés había realizado. Le habló del tamaño de su dotación sexual para favorecer la estrategia de seducción y, al ver su reacción, dedujo que el asunto le divertía más que atraerle. Ahora, estaría mascullando la probable mezcolanza de sentimientos opuestos que su rareza le producía: por un lado, la jactancia por ser un superdotado y por otro, el complejo de quien se sabe diferente. Una diferencia que a Paco le causaba también un conflicto de actitudes: la curiosidad de quien se pasa la vida investigando, la atracción morbosa por algo tan desusado y el escepticismo, porque tenía que ser una exageración.
Con el paso de los días, comprobó que el asunto ocupaba en su pensamiento más tiempo del conveniente.

-¡No me digas que eres un hiperdotado! -exclamó el médico que dirigía la sección de salud del periódico.
-No se trata de mí. Es un... amigo, que afirma tener veintisiete centímetros, pero no me lo creo. Marta dice que sí, que existen penes así, pero su información procede de la publicidad de películas pornográficas, que todos suponemos que deben de exagerar.
-Pero no es imposible, Paco. Veintisiete centímetros es una medida que, aunque enorme, se encuentra dentro de lo razonable. Sé de un sujeto de raza africana que sobrepasaba el medio metro; claro que no se le levantaba, era imposible. Esto sí es completamente insólito, una verdadera deformidad, pero entre los veinte centímetros, que es cuando un pene comienza a resultar excesivo, y los treinta, la estadística aporta casos, pocos, pero lo suficientemente frecuentes como para encuadrarlos dentro de la normalidad, entendiendo la palabra "normalidad" con todas las reservas.
-¿Y son funcionales?
-Funcionales sí pueden ser, pero difícilmente presentan erecciones verdaderas, lo que dificulta la penetración más que el tamaño; y además, es corriente que los penes tan grandes presenten deformaciones, torcimientos y curvaturas. En todo caso, la funcionalidad depende del estado mental, el físico y la relación pene/corpulencia de cada individuo. Lo que sí parece muy común es que estos superdotados sientan complejos, casi más que los pitofláuticos.
-Es posible que esa característica condicione el carácter.
-Sí, es muy posible. Sin embargo, la mayoría de los hombres, incluso algunos muy bien dotados, sueñan con tener un pene mayor.
-Yo no.
-Porque lo tendrás grande.
-Normalito.
-¿Qué entiendes por "normalito"?
-Nunca se me ha ocurrido medírmelo, pero, cuando estaba en la mili, en las duchas no me pareció que lo mío fuera extraordinario en ningún sentido.
-Entonces, medirás entre quince y dieciocho centímetros en erección. Los que más sienten la necesidad de medirse son los que están por debajo y por encima de esos estándares. En fin, Paco, que en cuestión de pollas, vino un barco lleno de modelos y volvió vacío.
-Tengo una curiosidad tremenda por ver si este amigo no miente.
-Ten cuidado, a ver si a tu edad te acomplejas y te da por aspirar a más.

Paco esperó en vano una nueva llamada de René, y la curiosidad crecía entre tanto. De modo que un mes después de la última llamada del francés, fue él quien marcó el número de teléfono.
-¿René?
-¡Paco, qué alegría!
-¿Estás enfadado?
-¿Contigo? No. Estaba triste, porque vi que no te interesaba.
-Oye, creo que podría ir por ahí este fin de semana
-¡Es magnífico! ¿Qué día llegarás?
-Antes de acabar de decidirlo, tienes que...
-¿Qué?
-Tienes que darme tu palabra de que es verdad lo del tamaño de tu pene.
-Te gustan las pollas grandes.
-No se trata de eso, René. Mi interés es periodístico.
-¿Vas a hacer un reportaje sobre mi polla? No es necesario que vengas.
Sonó el chasquido del teléfono. Había vuelto a colgar.

A la noche siguiente, el timbre del teléfono despertó a Paco a las dos.
-Soy René. Disculpa por llamarte tan tarde. Llevo toda la noche dudando si hacerlo o no. No estoy enfadado contigo, pero debes comprender que este problema me acompleje.
-No veo por qué. Si un pene del tamaño del tuyo es funcional, incluso podrías vivir de él haciendo cine pornográfico.
-¿Funcional, qué quieres decir con eso?
-Funcional quiere decir que funciona, que tienes erecciones, que puedes penetrar a una mujer o... a quien desees penetrar.
-¡Oh, sí, claro que es funcional! ¡Demasiado funcional! Pero no me gustaría que eso me convirtiera en un bicho raro en un periódico.
-No quise decir anoche que pretenda hacer un reportaje sobre tu polla, René. Te hablé de mi interés periodístico para describir una circunstancia, una actitud producto de la deformación profesional, no porque piense escribir un reportaje.
-En ese caso, ¿vendrás el fin de semana?
-Sí.

La última etapa del viaje fue más complicada de lo esperado.
La vertiente norte de los Pirineos era hermosísima, llena de valles cubiertos de verde abiertos entre cumbres boscosas que parecían pintadas, pero el estado del camino, a pesar de estar en Francia, resultaba sorprendentemente malo, lo que se agravaba por la sinuosidad del trazado y las frecuentes bifurcaciones, que le desorientaban.
Por fin, descifró a duras penas las indicaciones de René y encontró la granja, que se alzaba muy cerca del camino; tras el edificio, muy antiguo pero bellamente pintado y decorado con flores, el terreno descendía suavemente hacia un torrente.
René acudió presuroso desde la parte trasera.
-¡Paco!
Su alegría resultaba engorrosa, porque era verdadera.
-¿Cuánto te vas a quedar?
-Ya veremos. No lo tengo claro del todo.
-¿Qué te parece el paisaje?
-Extraordinario.
-¿Ves como te decía la verdad?
-¿En todo?
René bajó la cabeza rojo de rubor, lo que asombró a Paco. El francés era tosco, sí, pero poseía un físico envidiable, fuerte y armónico, y su cara era más que atractiva. Y, sobre todo, se trataba de un hombre en la treintena, demasiado viejo para rubores.
-He hecho un plan para tu estancia aquí. Esta tarde, para que desacanses del viaje, no saldremos de la granja; te enseñaré cómo trabajo con el ganado y la elaboración de los quesos. Si te aburres, puedes ver la televisión. Mañana, me levantaré muy temprano, haré las tareas y luego subiremos aquella montaña, ¿ves? Desde allí se ve España.
-A España la tengo muy vista.
-Pero el paisaje te gustará. Además, encontraremos animales por el camino y podrás coger endrinas silvestres. Siempre que me visita gente de la ciudad, se entusiasma con esas cosas.
Paco no podía evitar que su mirada se deslizara hacia la entrepierna de René, a ver si el pantalón permitía apreciar el contenido, aunque se trataba de un rígido y ampuloso pantalón de dril que le cubría como un saco. No le pareció que contuviese nada excepcional, pero lo que sí le parecía excepcional era que René, ante cada una de las miradas, volviera a enrojecer. Y , por encima del rubor, la delicadeza y el afán con que trataba de comportarse como un buen anfitrión, actitud inesperada en alguien que, por su modo de vida, tendría que ser un gañán.
La sorpresa aumentó durante la cena y no por la comida, aunque era deliciosa, sino por cómo arregló la mesa. Los platos, vasos, cubiertos y servilletas estaban dispuestos como los de un hotel del lujo; había un centro de flores silvestres hermosísimas y dos velas rojas encendidas. Todo ello desentonaba de la apariencia de quien lo había preparado, cuyas manos duplicaban casi el tamaño de las de Paco y presentaban los rasguños y callos propios de quien trabaja en el campo.
-¿Sabes por qué he venido?
René bajó la mirada a su plato y volvió a enrojecer.
-Es una tontería que eludamos el asunto, René. De veras que te agradezzco tu hospitalidad, compruebo que eres un anfitrión muy gentil y generoso, pero todo eso no justificaría este viaje. Has tentado mi curiosidad, lo sabes muy bien. Ahora, tengo que ver tu pene.
-Yo...
-Coño, René. Te prometo que si me has mentido, no me voy a enfadar. De todos modos, ver los paisajes que he visto merece la pena. Si te da vergüenza bajarte los pantalones, reconoce que exageraste y me daré por satisfecho.
-¡No exageré!
-Entonces, demuéstramelo.
-Mañana.
-¿Por qué mañana?
-Es que... yo... No quiero que eches a correr.
-Coño, René. Tengo treinta y nueve años, llevo quince en el periodismo, he sido corresponsal de guerra en Irak y en Bosnia... ¿Crees que hay algo que me pueda espantar?
-Mi pene lo haría.
-Estás equivocado.
-Pero yo quería...
-¿Qué?

Sin responder, René se alzó de la silla y corrió a encerrarse en el dormitorio.
Esto acabó de desconcertar a Paco. ¿Cómo podía comportarse igual que una doncella un hombre de sus características? Comprendía que alguien que llevaba una vida tan solitaria, tan apartada del mundo civilizado, poseyera inhibiciones y desconexiones con el desparpajo de la gentre urbana, pero el pudor y los remilgos de René eran desconcertantes. Subió la pequeña escalera, que apenas salvaba un desnivel, y llamó a la puerta.
-He preparado tu cama en la sala -informó René por respuesta.
-Quiero hablar contigo.
-No puedo.
-¿Por qué?
-No me gustaría que conviertas mi granja en un zoológico.
-No te comprendo.
-Cuando veas mi pene, lo contarás a tus lectores y vendrán a estudiarlo como se estudian las cosas raras.
-No, René. Yo no voy a hacer eso. Sal, por favor. Esperaré que me lo enseñes mañana si así lo quieres. Y si no, pues dará igual.
La puerta se abrió suavemente. René se había quitado la camisa. A pecho descubierto, calculó Paco que un publicitario lo contrataría inmediatamente para un anuncio de Marlboro. Había visto pocos cuerpos más macizos y agrestemente varoniles, por lo que resultaba muy desentonante la expresión de adolescente contrariado y cabizbajo.
-Quería que fueras mi amigo -murmuró René, de nuevo ruborizado.
-Bueno, hombre, ¿por qué no? Eres una persona muy agradable y si tú quieres ser mi amigo, yo también. Pero deja de comportarte como si yo fuese el enemigo.
-¿Quieres tomar un whisky?
-No me gusta el whisky. ¿Tienes coñá?
-Claro.
En la sala, conteniendo los bostezos, René encendió el televisor, cuyo volumen redujo al mínimo. Sirvió las copas y, mientras bebían, pronunció un inconexo y largo discurso sobre la vida en la montaña, sus ventajas e inconvenientes, la soledad helada de una cama no compartida, la falta de caricias de una piel que las anhelaba y el despertar en ausencia de voces humanas, hasta que el crepúsculo se esfumó del todo tras la ventana, la noche se cerró, la luz de la luna le bañó de plata la mitad del perfil y René comenzó a bostezar ya continuamente.
-Tengo que levantarme a las cinco, para ordeñar las vacas antes de que subamos al bosque. ¿Podrás dormir en este camastro tan pequeño, no preferirías dormir en mi cama, que es mucho más cómoda?
Paco fingió no captar la súplica implícita. Respondió.
-Esta noche, me quedaré aquí. Mañana, ya veremos; quiero conocerte mejor.
René le miró fijamente a los ojos mientras se desperezaba con los brazos flexionados y las manos en la nuca. Había en su mirada tristeza y decepción.
-Yo no resisto más -explicó-. Es muy raro que me acueste tan tarde.
-De acuerdo, no te preocupes por mí, acuéstate. Si no te incomoda, miraré la televisión todavía un rato. No conseguiría dormir tan temprano; en Madrid, nadie se va a la cama antes de la una.
A solas, Paco meditó durante horas. Se estaba produciendo un cambio imprevisto de su interés Había viajado más de seiscientos kilómetros movido por la curiosidad, sin valorar que la persona que le aguardaba era un ser humano, con su carácter, sus emociones y sus expectativas. René se había revelado esa tarde muy sensible, gentil, afanoso de agradar y, sobre todo, muy necesitado de amor; estaba muy por encima de su rareza física. Había sido injusto.
Cuando comenzaba a vencerle el sueño, escuchó un gruñido. "Bueno -se dijo-, estoy en una granja; lo normal es que haya animales que gruñan por la noche". Pero el gruñido, mugido o berreo sonaba dentro de la casa, estaba seguro; no venía del exterior. Extrañado, se desveló. Gracias al estado de alerta, su oído se volvió más agudo y escuchó el murmullo animal alternado con jadeos y el crujido de una cama agitada. Su desconcierto aumentó. ¿Qué significado tenían tales sonidos?. Ahora, despejado del todo, percibía con claridad que procedían de la parte alta, del dormitorio de René. ¿Tendría problemas? ¿Podía tratarse de una crisis de llanto contenido? Lo que le faltaba, tener que consolar ahora a ese hombretón que podía partirle la cara de un guantazo.
Decidió no encender la luz. Con los pies descalzos, su aproximación no sería advertida y podría volver sobre sus pasos si estaba equivocado.
Escaló lenta y cuidadosamente los siete peldaños para acercarse a la puerta. Se encontraba abierta. Atisbó con cautela para que no le descubriese. En el trayecto, sus ojos se habían acomodado a la luz difusa que derramaban la luna y las estrellas a través de las ventanas, bañando con una claridad azul los muebles y las paredes. En posición cuadrúpeda sobre la cama, y completamente desnudo, René actuaba como si estuviera poseyendo a alguien. No, no se trataba de alguien; lo que René soñaba poseer no era una persona sino un animal, de ahí sus gruñidos impacientes, los golpes que parecía dar sobre ancas inmateriales, las tarascadas brutales que propinaba a la cubierta de la cama y las contracciones violentísimas de sus caderas. Mientras escenificaba el coito sonámbulo en posición de retro y de rodillas, René reproducía en murmullos los sonidos propios del animal con el que creía estar copulando. Visto desde atrás, despatarrado y con sus movimientos impacientes y apresurados, penduleaba entre sus muslos algo que parecía una botella de Valdepeñas colgada entre dos monstruosas hamburguesas oscuras.
Estupefacto, Paco reculó y volvió silenciosamente al catre. Lo asombroso no era confirmar que René no había mentido, sino descubrir que las leyendas sobre el bestialismo de los pastores montañeses eran reales.

viernes, 24 de junio de 2011

EL MASAJISTA


-Es el mal de los ejecutivos, Javi. El estrés que padecen todos los profesionales que pasan más horas de la cuenta en tensión, inclinados sobre la mesa del despacho; nada más que eso, el fruto de las malas costumbres.
Javier Rodríguez observó de reojo la sonrisa irónicamente afectuosa de Paulino Ugarte, el único médico que le inspiraba confianza porque era amigo suyo desde la niñez y, por lo tanto, el único a quien le permitía que hurgara en sus malestares. Se encontraba sentado en la camilla, con el torso desnudo, y Paulino le examinaba la espalda y el cuello.
-Pues aunque sea el mal de los ejecutivos, es una cabronada de mal.
-Lo que te pasa no es esencialmente físico, Javi, lo sabes de sobra.
-¿Estás seguro?
-Mira, Javi; casi todos los días llegan a la consulta recién divorciados. Me refiero a hombres, porque las mujeres viven esas cosas con otro talante. Todos los hombres recién separados se quejan de molestias, a veces tremendas, y te puedo asegurar que lo que les pasa al noventa por ciento es que están deprimidos. Presentan síntomas de ansiedad y, sobre todo, de estupor, porque los hombres sobrellevamos la soledad peor que las mujeres.
-¿No estarás intentando convecerme de ir a un psiquiatra?
-Bastaría con que tomaras un ansiolítico suave durante unos días. Estás demasiado tenso. Tienes los músculos de la espalda como piedras.
-Sabes que no me gusta tomar drogas.
Paulino Ugarte carraspeó. Su amigo Javier había sido igual desde la niñez, demasido rígido, demasiado ajustado a las normas y excesivamente reacio a experimentar con nada. Cualquier joven lo consideraría un "carca", a pesar del éxito de su empresa financiera, que tan moderna parecía. Sonrió, tratando de que su amigo no lo advirtiese.
-También podrías darte unos masajes -aconsejó.
-¡No faltaba más! Como si me sobrara el tiempo.
-Esa es otra cuestión, Javi. ¿Te has preguntado si el abandono de Leticia no se deberá a lo mucho que trabajas? A ninguna mujer le gusta que su marido vuelva de la oficina a las doce de la noche, casi siempre.
-Leticia no es un dechado de romanticismo.
-Sí, bueno, ya se sabe que, según el tópico, las norteamericanas no son tan apasionadas como las españolas. Pero la realidad es que vives demasiado absorbido por tu empresa, Javi. Necesitas divertirte, ahora más que nunca.
-Yo me divierto con mi trabajo.
-Pero tu cuerpo te lo reclama y acabará pasándote factura. Tienes, como yo, cuarenta y ocho años, ya no somos niños, y con tanto deporte como hiciste en el pasado, ahora da la impresión de que también eso lo consideras una pérdida de tiempo. Trata de relajarte, chico, comprobarás que retomas el trabajo con mejor disposición. Unos masajes te sentarían muy bien.
-¿Puedes recomendarme alguna masajista?
-Ten la tarjeta de este gabinete de fisioteapia. No los conozco, pero me han dicho que son buenos.


Despertó con el cuello agarrotado por la tortícolis y lo primero que recordó fue el consejo de Paulino. Maldijo el dolor que sentía. Al abandonar la consulta, como era viernes, había proyectado dedicar el fin de semana al deporte, pero la tirantez y el dolor de los deltoides iban a impedirle también ese desahogo.
Contempló la habitación, enorme ahora que Leticia no andaba trajinando entre el cuarto de baño y el vestidor, dubitativa como siempre a la hora de elegir la ropa, y más enorme aún porque no sonaban en la planta baja ni en el jardín las risas de los niños. ¿Por qué habían tenido que abandonarle ahora, cuando estaba a punto de cerrar la operación de Brasil, que representaría el primer paso de la implantación internacional de su empresa? Cuando estaba a punto de materializar el sueño que tan afanosamente persiguiera, Leticia había cumplido su reiterada amenaza de irse con la niña y el niño a fin de tomarse los dos años de reflexión en los Estados Unidos, que hacía tres años que decía necesitar. Ahora, el éxito empresarial perdía justificación porque había perdido a las personas por las que lo buscaba. Solo en el chalé, sentía que se quedaba sin fuelle y la casa resultaba gigantesca, inhóspita.
Marcó el número de la clínica fisioterapéutica. Respondió un contestador.
Tomó una prolongada ducha caliente, a ver si el dolor se aliviaba. Se afeitó desganadamente, observando con desagrado al sujeto de cara avinagrada que reflejaba el espejo. Sí, como decía Paulino, a los cuarenta y ocho años uno ya no es un niño, por muy sólida que pareciera su carne y aunque todavía usara la talla cuarenta y dos de pantalones. Era un hombre maduro, tenía que reconocerlo, un solitario y abúlico personaje cuyas ilusiones se estaban desmoronando. Y, para colmo, con un dolor que le impedía girar la cabeza.
Dado que había pasado una hora desde el primer intento, volvió a marcar el número de la clínica. De nuevo el contestador automático. Era lógico; en sábado no trabajarían, aunque también era lógico suponer que la gente recurriría a los masajistas preferentemente los fines de semana, cuando se disponía de tiempo para cosas tan superfluas.
Miró por la ventana a ver si ya le habían dejado los periódicos. Viendo que sí, bajó a recogerlos y les dio una ojeada mientras preparaba café.
Bueno, si la clínica estaba cerrada en sábado, podía recurrir a los anuncios del periódico. Todos los de mujeres sugerían que, en vez de masajes, estaban ofreciendo otra cosa. Encontró uno que le pareció serio: "Masajista rumano, experto profesional, Fisioterapeuta titulado. Masajes relajantes y sensitivos. Preguntar por Marian". La persona que contestó al teléfono debía de ser la dueña de una pensión, pues le respondió "voy a ver si el rumano está en su habitación". Una voz muy grave, con fortísimo acento extranjero, respondió unos minutos después:
-¿Quién es?
-Llamo por el anuncio.
-¿Cuál?
-El de los masajes.
-Disculpe, estaba durmiendo. Sí, por supuesto, masajes... ¿Qué clase de masaje desea usted?
-Me duele la espalda.
-Ah, ¿sólo quiere usted un tratamiento fisioterapéutico?
-Creo que sí.
-¿Nada más?
-Tengo una tortícolis muy dolorosa.
-Ah, comprendo. Serán... cinco mil pesetas.
-Está bien.
-Deme la dirección.
Tras dictársela, el rumano preguntó:
-¿Qué línea de metro pasa cerca de su casa?
-No, aquí no llega el metro. ¿No tiene usted coche?
-No.
-Entonces, debe tomar un taxi. Esta urbanización está fuera de Madrid.
-En ese caso, serán cinco mil más el taxi. Pero... hay un problema. En estos momentos, no tengo suficiente dinero. Tendría que esperarme en la puerta, para pagar el taxi.
-De acuerdo.
-Dígame el número de teléfono, para que pueda llamarle yo y comprobar.
Luego de dictárselo, Javier colgó según le indicó el masajista. El teléfono sonó un minuto más tarde.
-¿Javier Rodríguez?
-Sí.
-Soy yo, el masajista. Estaré ahí dentro de una hora.

Mientras aguardaba tomando el sol en el jardín en la zona más próxima al portalón de la verja, trató de imaginar qué clase de persona sería el rumano. El mismo Paulino Ugarte le había hablado unos meses atrás de los excelentes profesionales de Europa oriental que llegaban a España y no podían ejercer sus carreras, siendo en algunos casos incluso médicos muy buenos. Claro que Paulino no era del todo imparcial, porque llevaba tres años conviviendo con un muchacho que, si no le fallaba la memoria, era búlgaro. Su amigo de la infancia había decidido desde muy joven franquearse con los camaradas, a quienes les habló sinceramente de su homosexualidad y, desde entonces, se le habían conocido tres parejas, con quienes observaba la conducta leal de un marido fiel, obligando en consecuencia a sus amigos a respetarles como si de esposas se tratase. El búlgaro, sin embargo, le parecía a Javier demasiado guapo, joven y frívolo como para mantener con él la misma actitud que con sus dos antecesores.
El masajista rumano podía ser un gran profesional obligado a buscarse la vida en España con lo que encontraba. Por su voz profunda, podía tener cuarenta años y ser un antiguo campeón olímpico o a lo mejor, quién sabe, se trataba de un médico estupendo, obligado a ejercer de masajista.
Hora y media después de hablar con él, oyó llegar el taxi.
Pagó al taxista mientras el masajista se apeaba, de modo que sólo cuando el coche arrancó le dedicó una mirada. Si el taxi no se hubiera distanciado ya, lo llamaría para que se lo llevara de vuelta. Era un joven de unos veinticinco años con figura de bailarín, no el robusto masajista que había imaginado.
-¿Seguro que es usted profesional del masaje?
Como respuesta, el joven sacó del bolsillo una abultada cartera, de la que extrajo una especie de carnés muy toscos. Javier los examinó, sin entender nada.
-Este es mi título de masajista. Y éste, el de jardinero. ¿Quiere usted que le dé una pasada al jardín después del masaje?
-¿Qué necesita para darme el masaje?
-Yo traigo el aceite y la crema. No tengo camilla portátil, porque me la robaron hace un mes. ¿Su cama es dura?
-Normal.
-Entonces, será mejor hacerlo en una alfombra. Traiga dos toallas grandes para que la alfombra no se manche con el aceite.
Cuado Javier volvió con las dos toallas de baño, se detuvo asombrado y receleso porque el joven se había despojado de la ropa, ahora cubierto sólo por un calzoncillo tipo boxer. Efectivamente, parecía un bailarín clásico por su musculatura suave y fibrosa, las fuertes y nervudas piernas carentes de grasa y la cintura exageradamente fina.
-¿Puedo ducharme antes? -le preguntó, mientras acababa de extender las toallas bajo el sol que entraba por la ventana.
-Sí. Use un cuarto de baño que encontrará por ese pasillo, la segunda puerta a la izquierda.
-Ponga música suave, mejor clásica. Desnúdese y tiéndase boca abajo sobre la toalla mientras vuelvo, estire los brazos hacia arriba de su cabeza y trate de relajarse. El sol le ayudará a aflojar los músculos.
Javier obedeció. Resultaba curiosa la autoridad de profesional experto que empleaba el rumano y le divertía someterse a las órdenes de otro, él que pasaba el día dictando órdenes que todos acataban sin discusión. Sorprendentemente, el simple hecho de abandonarse a la dureza del suelo con la caricia del sol en la espalda, atemperó el dolor al instante. Casi había dejado de necesitar el masaje, estaba sintiéndose más relajado de lo que recordaba a pesar de haber un extraño en casa. Bueno, tal vez a eso se debía el relax repentino, el hecho de que hubiera alguien en la casa, fuera quien fuese. Paulino siempre tenía razón, por mucho que constantemente sintiera la necesidad de contradecirle, sobre todo porque las preferencias eróticas de su amigo le inclinaban, a su pesar, hacia esa clase de reserva que la sociedad adoptaba ante quienes transgredían las normas. No escuchó los pasos de aproximación del rumano; sintió las manos, que ahuecaban el elástico y tiraban de su calzoncillo y se los bajaban, obligándole a alzar un poco las caderas para facilitar la salida del slip. A continuación, notó que el joven se sentaba a horcajadas sobre sus muslos dando comienzo al masaje.
Durante veinte minutos, las manos, más enérgicas de lo que correspondía a alguien tan estilizado, pellizcaron la piel de su espalda arriba y abajo, presionaron su cintura, sus omoplatos y sus hombros y acariciaron una y otra vez su columna vertebral. Inesperadamente, tales presiones y pellizcos resultaban muy placenteros, aunque todavía temía girar el cuello para no resentirse de la punzada. Abandonado, notaba todos sus sentidos pendientes de esas manos, cuya actuación deseaba de repente que no cesara, por lo que se le desbloqueó la memoria, abatiendo la muralla con que había confinado aquel recuerdo de treinta años atrás. Paulino había acudido al vestuario tras el partido de tenis que Javier acababa de ganar; le preguntó si le dolían las piernas y la cintura; como le respondió que sí, Paulino, que ya cursaba el primer año de medicina, le ofreció un masaje, que se convirtió a los pocos minutos en verdaderas caricias y que, ante la incontenible erección de Javier, pasó a ser un encuentro sexual que escenificaron como un ataque de locura. Ambos tenían poco más de dieciocho años, por lo que la casi total abstinencia sexual que la moral de su ambiente familiar les imponía estalló igual que un géiser. Durante meses, Javier tuvo dificultades para mirar frente a frente a su amigo; cuando, poco a poco, la relación de amistad fue recomponiéndose, Javier se cerró para siempre al recuerdo de lo ocurrido en el vestuario y Paulino jamás lo mencionó.
Ahora, la rememoración de la dulzura inquietante de aquel día, sumada a las evoluciones de las manos en su espalda, había operado el mismo efecto. Tenía una erección, que se reforzó cuando el rumano le masajeaba los muslos, las pantorrillas y los glúteos, una erección durísima cuya rigidez llegaba a ser dolorosa, oprimida entre su peso y la toalla, por lo que cuando el joven le indicó que se diese la vuelta, se resistió. Le daba vergüenza que viera su estado.
-Date la vuelta -repitió de nuevo el masajista, que con el tuteo hablaba español con mayor fluidez.

Como estaba inmóvil y en silencio, el joven debió de creer que se había dormido, porque, empleando una fuerza inesperada, le pasó los brazos por el viente y le forzó a girarse. Sólo en este momento descubrió Javier que Marian estaba también completamente desnudo. Cerró los ojos, alarmado, porque la mirada se le escapaba hacia los genitales del joven.
Arrodillado junto a su costado, le masajeó el cuello y los deltoides, luego el pecho y el vientre, sin dar importancia al miembro erecto que tenía que apartar para hacer su trabajo. Los vaivenes fueron convirtiendo el órgano en un pistón lanzado hacia el estallido. Por suerte, el masajista dedicaba ahora sus esfuerzos a los costados, pellizcando la cintura y los dorsales hasta las axilas, y siguió por los brazos. Javier estaba haciendo esfuerzos mentales a fin de contraer los músculos de la pelvis para impedir el orgasmo.
-Estás muy tenso otra vez -dijo el rumano-. ¿Te hago daño?
-No... no. Está bien.
Quería pedirle que por favor saliera de la habitación, para descargar de una vez, pues le resultaba insoportable la idea de que ocurriese en su presencia. Mas, después de traccionar ambos brazos y estirarle los dedos, Marian se sentó a horcajadas de nuevo sobre sus muslos. Ahora, con los jos entrecerrados, y al mirar en dirección a su propio pene para comprobar que manaba líquido preseminal, Javier se concedió observar el del rumano. También estaba casi erecto, aunque no erguido; descubrió algo extraño, una protuberancia cerca del glande en el lado derecho y otra un poco más arriba, en el izquierdo. Por suerte, el pensamiento de que tales anomalías podían deberse a una enfermedad le produjo mucha alarma; su órgano comenzó a aflojarse.
Por consiguiente, la reducción de su tensión mental aminoró la de su cuerpo y de nuevo volvió a sentirse relajado. Desde su posición de rodillas con ambas piernas abarcando las suyas, el joven le estaba masajeando de nuevo el cuello y los pectorales, lo que le obligaba a reclinarse sobre él; cada vez que lo hacía, los penes se rozaban. Javier no recordaba ninguna sensación parecida, sentíase incapaz de discernir si sentía repulsión o placer con tales roces, pero ahora comenzó el rumano a masajearle los pezones con las palmas de las manos extendidas en movimientos circulares. De nuevo volvió la erección y ahora sabía que el problema no tenía solución.
Iba a ocurrir sin remedio cuando el rumano se alzó, sonriente, poniéndose de pie.
-¿Quieres algo más que el masaje? -preguntó.
-Yo...
-Tendrás que pagarme doce mil.
La comprensión de la frase le produjo a Javier profundo enojo. Así que se trataba de eso, el chico embozaba la prostitución con el masaje. Se alzó con expresión adusta y se cubrió con una de las toallas.
-El masaje ha terminado -dijo.
-Faltaban los pies -murmuró Marian.
-Da igual. Vístete. Hemos terminado.
El joven estaba desconcertado, la perplejidad era visible en su expresión. Agachó la cabeza con aire abstraído mientras se vestía, operación durante la cual no consiguió Javier eludir contemplarle. Sin duda, tenía que haber sido bailarín, no sólo por las características de sus músculos, sino porque se movía con la elegancia ágil y alada de un profesional del ballet clásico. Sintió ganas de preguntarle por ello, pero el enojo prevalecía en su ánimo y se contuvo.
-Toma las cinco mil, más el importe del taxi de vuelta, más una propina.
Cerró la puerta a sus espaldas sin decirle adiós.

La mañana del lunes fue muy ajetreada a causa de los trámites que faltaban para organizar la reunión definitiva con los brasileños, que habría de celebrarse el jueves próximo. Por la tarde, sin embargo, comprobó que el afán con que se había dado a la tarea por la mañana le había dejado sin asuntos pendientes. Volvía a dolerle el cuello y acarició el auricular del teléfono varias veces, con el número de teléfono del rumano en la otra mano.
Recordó lo ocurrido la noche anterior, cuando a duras penas consiguió dormir y, una vez que lo logró, despertó poco después a causa del sueño: Tenía dieciocho años, entraba en el vestuario después de jugar un partido de tenis y Paulino acudía a ofrecerle un masaje; pero Paulino tenía la apariencia exacta de Marian, que sin esperar su respuesta se entregaba a las caricias arrebatadoras que les arrastraban a la locura a los dos. El sentimiento de atracción-repulsión le hizo emerger del sueño, para notar que la erección volvía a ser tan incontenible como la mañana del sábado. Hizo lo que no había hecho a lo largo de los últimos veinte años, masturbarse.

Ahora se odiaba por ello. Se alzó del sillón giratorio y fue al baño privado para echarse agua en la cara. Se examinó en el espejo. De no ser por la expresión de marido burlado, conservaba gran parte de su atractivo; no tenía por qué recurrir a la masturbación, todos los días surgían oportunidades en la propia empresa, posibilidad a la que siempre se había negado, y también en los lugares de ocio que frecuentaba, posibilidad ésta que sí se había permitido algunas veces mientras permaneció casado con Leticia. ¿Por qué se había masturbado anoche, en vez de, simplemente, llamar a alguna amiga o, por qué no, a una profesional?
"Joder -pensó-, me duele el cuello, y si Paulino está en lo cierto, es que de nuevo me domina la tensión. ¿Por qué coño he permitido que volviera aquel recuerdo?"
-Otra vez tengo tortícolis -dijo al auricular con cierta sensación de desdoblamiento, porque no recordaba haber tomado la decisión de llamar.
-¿Sólo quieres masaje, nada más? -preguntó Marian.
-Sí.
-Tu casa está muy lejos. El sábado podía haber dado dos masajes en el tiempo que gasté en la ida y en la vuelta.
-Está bien. Te pagaré diez mil, más el taxi.
Abandonó la oficina para dirigirse apresuradamente al chalé.

Esperó anhelante la llegada del taxi. Como la noche se había cerrado ya, el taxista debía de tener mayores dificultades para encontrar la dirección, esa sería la razón del retraso. No, aún no marcaba el reloj la hora acordada. ¿Qué le pasaba, por qué esa impaciencia? Al fin y al cabo, se trataba de un simple prostituto, un ser despreciable dispuesto a venderse a cualquiera.
Mas, cuando vio detenerse el coche, salió con premura a pagar.
El rumano le sonrió muy afectuosamente, incluso con una alegría que Javier halló fuera de lugar.
Se repitió la escena del sábado sobre la alfombra del salón, aunque, como no entraba sol por la ventana, Marian le pidió que pusiera una lámpara de infrarrojos cerca de la toalla. Cuando, aliviado el dolor del cuello, llegó la ereción, Javier no hizo ningún esfuerzo y permitió que el orgasmo se produjera. Tras ello, Marian se alzó sonriente, contemplándole desde arriba.
-¿Qué son esos bultos que tiene tu... órgano?
-¿Esto? -preguntó Marian mientras señalaba las dos protuberancias-. Muchos rumanos lo hacen también.
-¿Hacer qué?
-Es una operación muy sencilla. Nos metemos bolitas de vidrio, para que las mujeres gocen más.
Javier cerró los ojos, escandalizado. Ahora se sentía sucio, culpable. Se puso de pie, anudándose la toalla a la cintura. Sacó tres billetes de cinco mil de la cartera y fue a entregárselos.
-¿Tienes prisa porque me vaya?
Javier detuvo el gesto, asombrado. En realidad, no tenía prisa.
-¿No es tarde para ti?
-Es demasiado tarde para salir a buscar un taxi.
-Lo llamaré por teléfono.
-¿Te importaría...
-¿Qué?
-¿Puedo dormir aquí?
Durante un instante, pasó un ciclón de recelo, temores y desconfianzas por la imaginación de Javier. Por otro lado, notaba que el hecho de que hubiera alguien en la casa le relajaba. ¿Qué podía perder?
-¿Tendré que pagarte más?
-Si tú...
-¿Qué?
-No. No tendrías que pagarme más. Incluso puedes ahorrarte el dinero del taxi si por la mañana me llevas con tu coche hasta una estación de metro, cuando vayas a tu oficina.
-¿Has cenado?
-¿Quiere eso decir que puedo quedarme?
-Sí.
Marian sonrió de un modo que extrañó a Javier.
Calentó en el microondas la comida que la asistenta le había dejado precocinada; preparó una ensalada y, cuando iba a aliñarla, Marian detuvo su mano.
-Deja que lo haga yo.
El rumano cogió varios frascos del estante de las especias, mezcló distintas dosis de cada uno, añadió aceite y zumo de limón, rociando a continuación las hortalizas. Cuando Javier se llevó un trozo de lechuga a la boca, le pareció que algo mágico cosquilleaba su paladar.
-Está deliciosa.
Marián volvió a sonreir del mismo modo indescifrable.
En el momento de acostarse, Marian rehusó hacerlo en el dormitorio que Javier le ofreció.
-Deja que duerma contigo, por favor.
Resultaba desasosegante encontrarse con otra persona en la habitación, como si Leticia hubiera dejado instalada una cámara de vídeo para vigilarle. Y, mucho más extraño, que esa persona fuese un hombre. Viéndolo desnudarse, de nuevo pensó en la elegante levedad de un danzarín.
-¿Has sido bailarín?
-Algo parecido. ¿Te apetece hacer el amor?
-En este momento, no.
-Mejor. Tengo sueño. Vamos a dormir, anda -dijo Marian palmeando la sábana en el lugar que Javier debía ocupar.
En cuanto Javier obedeció, Marian se enroscó a su cuerpo como si fuera un niño en busca de protección. Se quedó dormido al instante.
A Javier le costó dormir por la falta de costumbre de sentir otro cuerpo abrazado al suyo, ya que a los dos meses de abandono de Leticia había que sumar los remilgos que su mujer había mantenido los últimos años; sin embargo, se sentía relajado a pesar del estado de estupor. Estupor que se debía no tanto a lo que le estaba pasando, sino al sorprendente hecho de no sentir remordimientos. Despertó en algún momento, pero prefirió creer que era un sueño; estaban haciendo el amor y la gloria que recorrió sólo podía recorrerse en los sueños. Una vez que despertó de veras, con el sol entrando a raudales por la ventana, Marian no estaba en la cama.
"Ya está -se dijo-. Quiso quedarse para robar lo que pudiera. Bueno, qué más da. Sea lo que sea lo que se ha llevado, será poco en relación con lo que he sentido esta noche. No tiene importancia".
Mientras se duchaba, escuchó lo que parecía una voz que le llamaba desde abajo. Creyó que tenía alucinaciones, porque había sentido por un momento que no habían pasado dos meses desde la huída de Leticia y que, como siempre que se duchaba, sonaban las voces de los niños en el jardín. Mas, en el momento de secarse tras cesar el ruído del agua, volvió a oír la llamada.
-¡Javier! El desayuno está preparado.
Sintió un salto del corazón. Marian no se había ido. Bajó presuroso, para encontrar una mesa preparada con el desayuno mejor dispuesto que jamás hubiera visto en el ofice de su casa.
Hizo el trayecto de vuelta al centro de Madrid canturreando. Llegados a la estación de metro que Marian le había indicado, éste le preguntó:
-¿Volveré a verte?
-Yo... creo que sí.

La necesidad retornó esa misma tarde. Habían surgido pegas con los contratos que tenía que hacer firmar a los brasileños porque los abogados de la otra parte trataban de anudar más de lo cuenta, de modo que la tensión volvió a acumulársele en los deltoides. De nuevo la tortícolis. A última hora, marcó el número de la pensión de Marian.
-El rumano ya no vive aquí -dijo de modo agrio la hospedera.
Colgó el teléfono en estado de incomprensión alucinada.
Toda la semana trascurrió con el mismo desdoblamiento; por un lado, el ejecutivo firme y agresivo que iniciaba el desarrollo internacional de su empresa para conquistar la más importante de sus metas; por el otro, el muchacho de dieciocho años al que habían dejado anhelante de más caricias en el vestuario de una cancha de tenis. ¿A qué podía deberse la desaparición de Marian? Curiosamente, lo que sentía no era deseo de sexo, sino añoranza del efecto que la presencia del rumano en su casa había causado a su ánimo.
El sábado, amaneció con la tortícolis agravada. Todavía extrañado por el desvanecimiento de Marian, inicó en el periódico la búsqueda de otro masajista. Ninguno le inspiraba confianza; en realidad, la nostalgia le impedia decidirse.

Se preguntaba qué hacer, cuando sonó el teléfono:
-¿Javier?
Un galope del corazón. Era la voz de Marian.
-Te llamé el martes y te habías marchado. ¿Qué has hecho todos estos días?
-Estoy en la cárcel.
Javier calló durante un largo minuto.
-¿Javier, estás ahí?
-Sí.
-Yo no he hecho nada, Javier. Es un error. Necesito que vengas a verme mañana.
-Creo... eso es imposible, Marian,
-¡Por favor!
-Me lo pensaré.
-Dime tu nombre completo y el número de carné, para que pueda dárselo al funcionario. Mi nombre verdadero es Viorel Mirika, no preguntes por Marian.
Javier le dictó los datos que le había pedido.
-Voy a estar muy nervioso hasta que vengas mañana -comentó Marian-. Esto es muy malo, malo.
-No puedo prometerte que vaya. Yo... ¡esto me parece tan raro!

Le costó tres horas localizar a su abogado. Le explicó el caso eludiendo entrar en detalles, aunque tenía consciencia de que el magistrado podía sacar las conclusiones correctas.
-Veo difícil poder averiguarlo hoy, Javi, pero lo voy a intentar.
Le llamó a las cuatro y media de la tarde.
-Está acusado de robo, Javi. Es un pájaro de cuidado. Dos amigos suyos se ligaron a un... a un viejo mariquita en la Puerta del Sol; mientras, este Viorel y otro les vigilaban, porque los cuatro estaban compinchados. Viorel y el otro amigo siguieron al viejo y los otros dos en un taxi. El resto, te lo puedes imaginar. Irrumpieron en el piso, amarraron al pobre hombre y lo desvalijaron. Ya sabes, televisor, equipo de música, objetos de decoración, talonarios de cheque, tarjetas de crédito y dinero. Total, unos dos millones de peseta. Le va a caer una buena.
-¿Cuándo ocurrió todo eso?
-Lo detuvieron el martes por la mañana.
-Pero ¿cuándo fue el robo?
-La noche del lunes.
Javier oyó el dato con alegría.
-No puede ser, esa noche...
-¿Qué tratas de decir?
-Esa noche la pasó en mi casa. Él no participó en ese robo.
-Escucha, Javi, no te metas en complicaciones. Tendrías que ir a declarar a favor de un delincuente que, además, es un inmigrante ilegal.
-¿Es indispensable? ¿No hay otro medio de sacarlo de allí?
-Supongo que lo dejarían libre pagando una fiaza, pero eso no le libraría del juicio.
-¿Cuándo se puede resolver?
-Habrá que esperar al lunes, Javi. Estamos en pleno fin de semana.
-Ocúpate de ello y me avisas el lunes a la oficina.
El domingo, a mediodía, la impaciencia ineludible le obligó a guardar turno en una cola compuesta por familiares de presos, gente que en su mayoría tenía aspecto marginal y que miraban con extrañeza su camisa de seda natural de Armani, el pantalón de Calvin Klein, los zapatos de Lotus y el Rolex de oro. A través del cristal de la cabina, vio acercarse a Marian con la cabeza gacha, pero con una alegría inmensa en los ojos.
-Yo no he hecho nada, Javier. Es un error.
-Ya lo sé. ¿Por qué te relaciona la policía con ellos, Marian, por qué tienes esa clase de amigos?
-Soy rumano. Mis amigos son rumanos, que no imaginas lo mal que lo están pasando; tienen que comer. Ninguno es gente mala, pero de algo tienen que comer.
-¿Robando?
-Cada uno hace lo que puede. A mí no me gusta robar.
-¿Por qué viniste a España?
-Por lo que vienen todos mis paisanos, a buscar trabajo.
-¿Y tu familia?
-No tengo.
-¿Cómo es eso?
-Mi madre murió cuando yo tenía diez años. Mi padre está casado con otra y yo no le intereso. Nunca le interesé.
-¿Cómo has vivido?
-¿Recuerdas lo a gusto que estaba el lunes abrazado a ti en la cama? Me sentía como si estuviera con mi padre; Javier, túeras mi padre el lunes. A los once años, cuando llevaba un año entero durmiendo en las calles de Bucarest, me recogió un hombre, un bailarín muy famoso de mi país, que fue mi padre desde entonces. Él cuidó de mí hasta los veinte años, aunque no consiguió que fuese bailarín como él, porque yo no valgo para eso; él fue quien quiso que me pusiera las bolitas de vidrio en el pene, porque... él... bueno, me da vergüenza. Murió hace cuatro años, Javier, y desde entonces todo me salió mal. Llevo cuatro años dando saltos de un lado a otro, hablo alemán, francés, inglés, turco, griego, italiano y portugués y ¿crees que me sirve para algo? Pura mierda. Todo es una mierda. Ya sabes cómo tengo que ganarme la vida.
-¿De verdad hablas todos esos idiomas?
-Sí.
-¿Igual de bien que hablas el español?
-Sí
-¿Qué harías si consigo sacarte de aquí?
-Tengo que encontrar trabajo. Lo del anuncio del periódico es una porquería, me cuesta más de lo que gano con una o dos llamadas que me hacen a la semana. Necesito un contrato para ver si me dan el permiso. ¿Tú...?; perdona, no quiero molestarte. Bastante te he molestado ya.
-Termina lo que ibas a preguntar.
-Tu jardín no está bien cuidado. Contrátame aunque no me pagues nada, sólo por la comida y la cama; te llevarías una sorpresa con lo que puedo hacer en tu jardín.

La expansión internacional de la empresa de Javier se había acelerado durante los dos últimos años. Sorprendentemente, entre las diferentes iniciativas inversoras, el negocio que mejor estaba funcionando, el que se había convertido en la punta de lanza de la financiera y en su mejor baza, era el de paisajismo y jardinería.
-Le llama don Viorel por la línea dos -le dijo la secretaria.
Pulsó la tecla.
-¿Marian?
-¿Dónde estuviste ayer toda la tarde? No conseguí hablar contigo en ninguna de las cuatro llamadas que hice.
Javier sonrió. No había manera de que Marian desistiera de los celos.
-Tuve dos reuniones fuera de la oficina. ¿Cómo va eso?
-Terminando. Tres días más, y estará listo el jardín del hotel de Estambul. Pero queda el otro hotel, el de Esmirna.
-Diles que esperen un poco y vente un par de días a Madrid.
-¿Estás seguro, Javi?
-De lo único que estoy seguro es de que tres semanas sin verte es suficiente. Yo no puedo viajar a Turquía en estos momentos, así que vente el fin de semana, por lo menos.
-Llegaré el viernes. Espérame en el aeropuerto.

martes, 21 de junio de 2011

Lilith, la sombra de Eva


POR Paloma de Miguel

Lilith, aquella que surgió al mismo tiempo que Adán de las manos del Creador es, según el mito, una criatura espontánea y libre, de fascinante belleza, que posteriormente se convirtió en un ente maléfico, en un ser de la oscuridad pero que, en todo caso, guarda en sí, como símbolo, un sentido que la emparenta con la Gran Madre de las civilizaciones antiguas, sobre todo en su aspecto tenebroso.
Los símbolos y el lenguaje simbólico
Se ha dicho que el lenguaje simbólico es el verdadero lenguaje de la Humanidad, característico del mundo interior humano. Lengua olvidada, sin embargo, que emerge en nuestro ámbito onírico, en nuestra imaginación, nuestra fantasía y también a través de la creación artística, cuando podemos dejar a un lado la mente que analiza, divide y parcela; nos habla, igualmente, desde los mitos y los cuentos y leyendas.
Una particularidad del lenguaje simbólico es la condensación de elementos. Así, un símbolo recoge, contiene, sintetiza, integra y alude a varias abstracciones, ideas o conceptos, a menudo estados de ánimo y muchas veces actos; y se conecta con los mismos y puede enlazar con otros símbolos mediante relaciones de semejanza, contigüidad, analogía, etc…
El símbolo es polivalente y polisemántico, esto es, admite diferentes valoraciones y diversas lecturas, poseyendo varios niveles, significados y sentidos de interpretación diferentes. Con tales premisas nos enfrentamos a Lilith y a nuestros primeros padres.
No sabemos casi nada de Lilith. Salvo una brevísima mención en el libro de Isaías, La Biblia cristiana no dice nada más sobre la mítica primera dama de la historia de la Humanidad y a la que, por tanto, le cupo el honor de ser también la primera pareja de Adán, antes que Eva se oficializara para la posteridad recogiendo para sí tal papel. No existen apenas datos originales de esta figura que ha llegado hasta nosotros procedente, sobre todo, de la vieja tradición talmúdica; aunque no es exclusivamente oriunda de tal contexto, ya que, comparaciones, equivalencias y similitudes aparte, nos encontramos claramente identificada a nuestra protagonista en la vieja simbología súmera y babilónica integrando, incluso, ciertas versiones del ciclo de Gilgamesh. Con lo cual, nuestra dama goza de una antigüedad considerable.
Parece que, siguiendo con su propio mito, que nos la muestra como una guapa fémina muy enigmática y bastante siniestra, fatídica y perversa, indómita e impetuosa, celosa de su independencia, rotundamente atrayente, de ardientes deseos y de contundente seguridad en sí misma, que se rebela contra el rol asignado para las de su sexo, capaz de plantarle cara al mismísimo Creador si es preciso (como así hace) y de marcharse incluso del Paraíso para refugiarse finalmente en los abismos más profundos y sentar allí sus reales, también se ha ocultado para nosotros en el fondo de los siglos portando con ella su secreto.
Mas no por ello ha dejado de ser popular, pues a Lilith se han referido, entre otros interesados, feministas de pro entre las que algunas no han dudado en declararla su heroína favorita, sagaces psicoanalistas tal vez fascinados por su catálogo de cualidades y, cómo no, todo tipo de estudiosos de la Mitología y de la Simbología.
¿Será tan seductora Lilith como para merecer tanto esfuerzo?
Vamos a emprender nuestra tarea a través del estudio del simbolismo de nuestra elegida, apoyándonos en la lectura del contenido del símbolo de Lilith, así como el de Eva y Adán, tal como nos lo muestran el capítulo III del Génesis al describir la creación humana y el posterior pecado que ocasionó el despido definitivo del Edén decretado por Yavhé-Dios para la primera pareja y para sus numerosísimos descendientes. Un estudio simbólico que considerará como una unidad el mito cristiano de la Creación del hombre y que abarcará aspectos antropológicos, psicológicos y sociales. Para ello, conviene precisar algunos puntos sobre el lenguaje simbólico antes de introducirnos en nuestro tema:
Presentando a nuestra protagonista
* Lilith pertenece a la tradición judaica aunque, según algunos, haya sido "tomada prestada" de la mesopotámica, dentro de la cual es posible hallarla morando entre las ramas de un árbol que la mismísima Inanna plantó en un jardín sagrado de la ciudad de Uruk después de haberlo rescatado de las aguas del Éufrates, para hacerse de él un trono y un lecho, una vez crecido.
* El nombre de Lilith deriva del hebreo Lil, que significa noche, por lo que Lilith vendría a significar la nocturna, término que nos transmite la idea de oscuridad, de ausencia de luz, y que se relaciona con sus características personales y su ámbito de acción: la otra faz del día y los hechos que en tal momento acontecen. Una de sus representaciones y uno de sus animales asociados, la lechuza, refuerza esta consideración al tratarse de un ser que se desenvuelve en las tinieblas.
* Se han hecho muchas traducciones, equivalencias y comparaciones del término "Lilith", y ninguna de ellas demasiado agradable, pues se la conoce como Ave de noche (ahora sin especificar), ser monstruoso, ente espectral, fantasma nocturno, diablesa, etc.; se la ha llegado a emparentar con las tentadoras, sensuales y libidinosas súcubos, tan famosas en el Medioevo, erigiéndose nada menos que en Reina de las mismas.
* Lilith ha sido vinculada también con unos seres parecidos a los demonios del mediodía griegos (esta vez diurnos), ninfas de los campos de tersos cuerpos etéreos relucientes de sol; criaturas indomables, inocentes, ardientes y salvajes, que fascinan y enloquecen a los campesinos enamorándolos sin remisión. Algunas tradiciones cuentan, a este respecto, que entre el cabello de Lilith se encuentran, enredados, los corazones de los jóvenes que sucumbieron a su hechizo
* Se ha comparado a Lilith con las terribles lamias de la tradición grecorromana (recordemos a la reina Lamia que por su crueldad fue transformada en fiera y que devoró luego a sus hijos) y con las lamias de las creencias medievales, tanto seres de rostro de mujer y cuerpo de dragón como maléficas féminas que se alimentan de niños, que conviven con dragones acumuladores de tesoros en cuevas, y que tienen como distintivo un peine de oro, estando muchas veces provistas de unas patas (en lugar de pies) que terminan en pezuña hendida; guardan cierto parecido con algunas representaciones de las regentes y protectoras de fuentes y manantiales gallegas y cántabras, herederas de la tradición celta, y con algunos personajes femeninos de cuentos y leyendas que, a veces, aparecen con uno de sus pies correspondiendo al de un macho cabrío o al de una oca, siempre aludiendo a la presencia de un componente animal todavía activo, algo arcaico aún no del todo eliminado de ellas.

* Se le ha encontrado cierta semejanza a Lilith con las Xanas (Janas: Dianas) astures y las lamias del folklore vasco, aquellos seres similares a las hadas, a las ninfas y a criaturas de la Naturaleza semejantes, servidoras y a veces representantes de la propia Diosa Mari (la Gran Madre y también la Madre Tierra), que castigan y premian a los humanos (uno de sus regalos favoritos es la posibilidad de transmutar el carbón o paja de sus favorecidos en oro); que habitan en montañas, cavernas, cuevas y oquedades diversas, así como en manantiales y fuentes; y que a menudo aparecen hilando o alisando su largo cabello con unos peines de oro que semejan la media luna, o recorren los cielos, aureolada su cabeza con el blanco resplandor de la luna llena, o bien cruzan el firmamento portando una hoz de oro mientras arrastran consigo las tempestades y se envuelven en unas lenguas de fuego que desdibujan y afilan sus miembros inferiores.
* Además, se ha equiparado a Lilith con seres semejantes a las ondinas o a las nereidas, imaginándosela entonces con la parte inferior de su cuerpo correspondiendo a un animal acuático, tanto un pez como una serpiente marina.
* Se la ha asociado, aun, con serpentinas figuras infernales de torso humano similares a la Equidna griega o a otras habitantes del mundo inferior (la mansión de los muertos, el inframundo y también el inconsciente) como Hécate, por ejemplo, provocadoras de pesadillas, portadoras de terrores nocturnos, generadoras de espanto y relacionadas con los vínculos que se ansían pero que aprisionan, con la fuente del deseo, con la fuerza de las pulsiones, con la intensidad de los motivos humanos íntimos que instan a su satisfacción y que pueden llegar a ser destructivos. (Resaltemos aquí el hecho de que, entre su mucha descendencia monstruosa, como el Can Cerbero, guardián del Hades, Equidna fue la madre del buitre que ha de devorar por toda la eternidad las entrañas de Prometeo encadenado al Cáucaso).
* Hay que señalar que Lilith en algunos aspectos está vinculada con todas las Diosas Madres que conllevan un matiz de oscuridad, que reinan sobre los elementos (riquezas includas) del mundo subterráneo y que se relacionan con el aspecto vida y muerte de las cosas. Son cuna y sepulcro, principio y fin.
* Por último, no olvidemos que Lilith es representada popularmente como una seductora mujer, sin más vestido que su propia piel, provista de abundante pelo rizado (rojo por más señas) que se extiende como un manto a su alrededor; y que tiene por costumbre sentarse sobre la concavidad de la media luna. Se trata de la luna oscura, que aparece visible al tercer día de la luna nueva en el horizonte oeste, mostrando una breve franja de luz arqueada, permitiéndonos contemplar las sombras que envuelven al resto de la esfera.

Lilith en la tradición hebrea
* El Talmud describe a Lilith como una bella y encantadora fémina de opulenta figura y espectacular cabellera ondulada y la cree madre de gigantes y monstruos. Algunas versiones de este texto nos la emparentan con un animal de pelo muy abundante perteneciente a una antigua especie no precisada, ya extinta y problablemente desconocida en la actualidad.
* En la demonología cabalística se la designa como uno de los siete demonios tradicionales, en concreto el adversario del genio de Venus, siendo ambos regentes del viernes. En tal versión, Lilith tiene faz humana, lleva el busto desnudo y su cuerpo termina en una larga cola de serpiente.
* También en la Cábala se la llama la reflexión femenina de Samael o Samael-Lilith. Satanás es el adversario por excelencia y una de las versiones de Samael, y Lilith asumiría características de "doble opuesto" y "doble contrario". Desde aquí se la entiende de nuevo como un ente maligno semianimal o medio humano.
* En el Zohar se la conoce como Hayo Bischat: "la Bestia", y también la "Mala Bestia", y se afirma que de ella descienden nuestros actuales monos. * Finalmente, no podemos olvidar las tradiciones de corte astrológico que relacionan a Lilith con la "luna negra". En este contexto, estaría representada gráficamente por un punto concreto del cielo situado en la parte más alejada de la órbita lunar respecto a la tierra. A nivel psicológico, se supone que operaría sobre los impulsos inconscientes reprimidos que, individualmente, se expresarían según el sector zodiacal (signo y casa particular) activados por su presencia y conforme a los aspectos que presente con otros elementos astrológicos
* S í pues, tenemos que Lilith se nos aparece como seductora mujer, bello animal, ambiguo ser a medio camino entre el humano y la bestia, ente monstruoso, diablesa, fascinante demonio hembra y espectral habitante de las sombras, generadora de seres aberrantes. Pero siempre se muestra impulsada por la pasión y rodeada por un magnético halo de misterio, de transgresión, de oposición, malignidad, peligro, desacato, rebeldía, tentación y deseo.
Y por el contrario, también de frescura, espontaneidad, independencia, libertad y tal vez autenticidad; pues todo simbolismo es ambivalente y polivalente, como ya se ha señalado, cosa que los pocos elementos concretos y muy modificados de su mito a los que podemos acceder nos confirman.
Mas no por dejar de pertenecer al plano físico se privó Lilith de las delicias de la fecundidad, ya que según nos muestra la tradición engendró seres en tales correrías nocturnas. Y lo hizo, para más precisión, durante los 138 años que -dice la Cábala- tardó Adán en engendrar a Seth después de que hubieran nacido Caín y Abel, cifra que nos da una idea de la longevidad (mítica) de nuestro antepasado y de la espaciada capacidad generativa de ambos progenitores.
* Es extraño que en vista de los anteriores avatares Lilith no sea nada grata en la tradición hebrea. Está feo, desde este contexto, tener la osadía de querer asemejarse al varón reclamando paridad con el mismo, discutir el rol a tomar respecto a éste, desobedecer las órdenes del Hacedor con tanto atrevimiento, abandonar el Paraíso… Pero lo más terrible de todo es el hecho de invocar el Nombre de Dios, innombrable en toda la tradición judía, por considerar que el Nombre verdadero de cualquier ser contiene las características de lo nombrado, y por lo tanto es posible conocer su esencia y adquirir poder sobre ello. Pronunciar el nombre de Dios se convierte, pues, en una osadía suprema, un acto de soberbia mucho mayor que el de hacer directamente oídos sordos ante sus mandatos; algo, en fin, demasiado grave.

Un primer análisis del mito nos muestra que Lilith ha abierto las puertas de lo prohibido. Lilith ha roto con lo estipulado por el Creador para la raza humana. Ha quebrantado lo establecido, se ha querellado contra el orden natural de las cosas, ha abandonado el lugar propio de la Humanidad, ha transgredido los límites impuestos a los seres humanos (algo que también hará Eva en su momento) y por ello se ha colocado fuera del mundo de los hombres y se ha convertido a sí misma en apátrida, en exilada, en extraña…
Es por su actitud frente a las normas por lo que se considera a Lilith enemiga del matrimonio, adversaria de los nacimientos, contraria a los hijos, instigadora del deseo proscrito y fomentadora del desacato, en general, frente a las reglas sociales establecidas. Por todo ello, en definitiva, en el contexto judaico se la tiene por un ser nefasto y un ente maligno en general; de ahí su asociación con lo diabólico y su vinculación con la tentación y la transgresión, a evitar, por supuesto, si se pretende mantener un orden sociocultural determinado.
Vemos entonces varios aspectos a considerar en el análisis del mito de Lilith.
a).- Antropológico
Su situación de primera mujer antes del nacimiento de Eva la presenta como un ser previo a la adquisición de la conciencia humana, como un representante de una "humanidad previa"; por decirlo así, un grupo de seres anteriores a la humanidad que todos conocemos y de la cual todos participamos en la actualidad.
b).- Religioso
Ciertas particularidades de las personificaciones de Lilith podrían emparentarla con características, atributos y potencias relacionadas con la Magna Dea, la Diosa en su aspecto oscuro en la plena acepción del término, como por ejemplo su capacidad generativa, su relación con la sabiduría profunda, su vinculación con la vida y la muerte, su asociación con lo abisal, etc.
c).- Psicológico
Lilith contiene en sí elementos suficientes que, sin hacer una valoración moral, sí nos permiten en cambio pensar en un patrón típico de lo femenino caracterizado por rasgos como la independencia, la autonomía, la autopertenencia, la confianza en el propio criterio, el sentido crítico, la vinculación con el propio ser y el propio deseo que desde nuestra mentalidad la hacen conceptualizar como individuo libre. El mismo hecho de su "ocultamiento" en las profundidades nos mostraría que el factor Lilith puede estar en determinadas mujeres reprimido, oculto en su propio interior, mas permanece latente y actúa desde las propias profundidades.
d).- Social
Lilith nos remonta a la tan mitificada, por otra parte, etapa matriarcal de la Humanidad, cuyos restos casi podemos exhumar si hacemos arqueología cultural y, aún ahora, contemplamos implícitos en algunos textos de la Literatura clásica y en el simbolismo de las Diosas lunares.
El simbolismo de Lilith, por tanto, apuntaría a un momento previo al actual orden social patricéntrico que ha prefijado determinadas pautas de relación entre hombres y mujeres. Y por "actual" entendemos vigente, en el sentido de que corresponde a unos códigos todavía en uso en los patrones culturales judeo-cristianos y en las sociedades a ellos adscritas; códigos que se remontan a los orígenes mismos de esta tradición. No hay más que ver cómo ha "desaparecido" Lilith, cómo aparece Eva en el Génesis, la interpretación y la divulgación tan particular que durante siglos se ha hecho de los actos de nuestra primera madre como portadora del mal y fuente del pecado para la Humanidad, además de las consecuencias sociales e individuales provocadas con tales transmisiones.