viernes, 6 de agosto de 2010

LOS TERCIOS DE OMAR CANDELA.. 12ª entrega


XV – Manso y corniveleto

La dama entró precipitadamente en la recepción del hotel, pidió la llave mirando con nerviosismo alrededor, y Omar adelantó la cabeza para que constatase que aún la esperaba. Notó que sonreía sin apenas tensar los labios y se dirigía con prisas al ascensor. Los minutos eran eternos. Sólo aguardó tres más.
Le abrió inmediatamente.
-Disponemos de poco tiempo. No las tengo todas conmigo, porque no había apuestas fuertes en la partida y, a lo mejor, se aburre mi marido y le da por volver. Ni siquiera me atrevo a pedir champán, por si no nos da tiempo a quitarlo todo de enmedio.
-¿Champán? ¿Quién puede pensar en champán ahora?
Ella sonrió.
-Tienes razón. Me llamo Silvia. ¿Cómo te llamas tú?
-Omar.
-Pues a ver si le haces honor al nombre y te portas como el dueño de un harén.
Comenzó a quitarse los zarcillos al tiempo que encendía el hilo musical y movía el mando en busca de la música apropiada. Encontró una suave, cadenciosa, algo así como aquello que llamaban "jazz". Terminó de desprenderse de las joyas y, mirándolo fijamente, fue tirando la ropa entre contoneos, escenificando un strip tease con mucho arte. Omar tardó sólo unos segundos en quedar completamente desnudo.
-Vaya, Omar, eso es lo que se dice mérito.
-¿Mérito?
-Te sobra. Como para un trío de toreros.
-Pues lo suyo no se queda atrás.
-Oye, con lo que vamos a hacer, todavía me hablas de usted. ¿Tan vieja me encuentras?
-¿Vieja? Eres un caramelo de nata.
-Pues apresúrate a dar unos cuantos lamentones al caramelo.
No se hizo de rogar. Todavía de pie, la tomó por la cintura y bajó la boca en busca de los pechos. No tan grandes como los de la noruega, pero eran azuquita en rama. Los dos. Mordió los pezones conteniendo las ganas de devorarlos. Ella gimió.
-¿Te hago daño?
-Sigue, sigue...
Ella tanteaba con la mano, en busca del pene. El se retiró para evitar que lo agarrase, porque iba a funcionar el surtidor al primer toque.
-¿Has traído preservativo? -preguntó Silvia- Mi marido no usa.
-Sí... -murmuró Omar sin soltar el pezón del todo.
Tenía el condón apretado en la mano izquierda. Sin deshacer el abrazo, rasgó a tientas el plástico, tratando de enfundárselo a continuación con sólo la derecha. Nunca lo hiciera. El estallido se produjo antes de que el látex le cubriera siquiera el glande.
-¿Tan pronto? -lamentó Silvia con decepción.
-No te preocupes. Esto es namás que el trailer de la película. Échate en la cama, que va a empezar la función.
Ella adoptó una hermosa pose insinuante, los hombros en la almohada, el tronco de frente y los bajos casi de perfil, el brazo izquierdo extendido en la colcha y la mano derecha apoyada en la cadera. El joven comprendió, por sus maneras, que era una mujer de clase especial, muy por encima de todas las que había tenido antes entre sus brazos. Era incapaz de imaginar cuántos años tendría, porque vestida, en el ascensor, le había parecido que podía andar algo por encima de los treinta, pero, ahora, desnuda, la firmeza del vientre y el dibujo perfecto de las caderas parecían los de una joven de poco más de veinte.
-Pareces... -Omar titubeó.
-¿Qué?
-Una... estatua.
Silvia soltó una risita.
-Hay estatuas espantosas.
-Sí, pero tú eres de las más bonitas.
-¿Crees que... podrás?
-Espera sólo unos minutillos, y verás.
El novillero sacó del bolsillo del pantalón el segundo preservativo, abrió el envase y desenrolló los primeros tres centímetros. Miró con intensidad a la maravilla que le esperaba en la cama y trató de anticipar el terciopelo caliente que sería el interior de su vagina, una gruta con tesoros más fabulosos que el de Alí Babá, dentro tendrían que estar bailando las hadas de todos los cuentos. Ya se alzaba; un minuto más, y estaría dispuesto. Giró la cintura a un lado y otro, para agitar el pene, que saltó pesadamente dibujando un gran círculo.
-Ahora -dijo Omar, sonriente-, allá voy.
Se colocó a horcajadas sobre Silvia, entregándole el condón.
-Pónmelo.
-Chico, esto es un salchichón y no lo que ponen en los bocadillos.
-¿Quieres comer un poco?
-No tenemos mucho tiempo, Omar. Me temo que hemos de darnos algo de prisa.
Sin más preámbulo, entró en ella. Tras unas pocas sacudidas, notó que le cogía la mano derecha y la conducía hacia su vulva, bajo la presión de los dos cuerpos.
-Acaríciame aquí.
-¿No te basta con lo que te he metido?
-¿Te han explicado lo que es un clítoris y su función?
Él no respondió. Nunca había oído esa palabra.
-Este botoncito, ¿lo notas?, es el equivalente femenino del pene. Es lo que nos hace gozar a las mujeres. Si me lo acaricias mientras me penetras, tardaré mucho menos.
-¿No podríamos vernos otro día con más tiempo?
-Ya veremos. Acaríciamelo, así, así...
La respiración anhelante le anunció al joven que ella estaba cerca del clímax, por lo que aceleró las arremetidas.
-¡Qué fuerte eres, muchacho!
-No sabes tú cuánto. ¿Te gusta?
-Me vuelve loca, sigue, no pares, más fuerte, ¡sí!, así... sí.
Se agitó aunque sin excesivas alharacas, sin los aspavientos de la Nancy ni la locura de la noruega, pero, en efecto, estaba gozando repetidamente. Omar apretó un poco más, movió las caderas a izquierda y derecha y, en una última sacudida, encontró su propio placer.
Tras inspirar con fuerza y soltar un suspiro, dijo Silvia:
-No quiero ni soñar lo que sería pasar toda una noche contigo.
-Pues no te lo imagines. Vamos a otra habitación y amanecemos juntos.
Ella sonrió.
-Es imposible, muchacho. ¿Sabes con quién estoy casada?
-Con un tipo medio calvo que debe de ser impotente.
-¡Qué perspicacia! Sí, es verdad que le queda poco fuelle, pero es el marqués de Benaljarafe y no puedo...
-¿Qué?
-Yo era modelo cuando lo conocí, y procedo de una familia de clase media, con unas posibilidades que distan de mucho de la clase de vida que mi marido representa. Salvo que yo tuviera motivos muy claros para demandarlo, o se divorciara por su propia iniciativa, no puedo arriesgar mi matrimonio, ¿sabes?, para encontrarme en la calle, sin nada. Sin embargo, me complacería mucho volver a verte.
-¿Quiere decir eso que tengo que irme ya?
-Lo siento, pero sí.
-Déjame un poquillo más.
-No, de veras que no. Esto es muy arriesgado.
Había tenido ya su ración -pensó el novillero-, lo que esperaba, y se daba por satisfecha. Él necesitaba mucho más. Sin decir nada, fingió que iba a alzarse de la cama, pero volvió a caer sobre ella y la abrazó fuertemente.
-Quita, Omar, por favor. Tienes que darte prisa en irte.
-Sólo es un minuto. ¿Ves? Ya está a punto.
Volvió a penetrarla, pero, ella, inmovilizada por su peso, se estaba resistiendo.
-Por favor, chico. No me hagas enfadar.
-Falta un segundo -aseguró él sin parar de bombear y con los brazos fuertemente apretados en torno de su cuerpo.
En ese momento, sonaron golpes en la puerta.
-¿Ves? -dijo Silvia-. La hemos fastidiado. Coge tu ropa y sal deprisa al balcón.
Súbitamente angustiado, Omar hizo lo que le indicaba. Se precipitó de un salto sobre la ropa, la cogió en un gurruño, aferró los zapatos y salió al balcón. Mientras empezaba a vestirse, escuchó:
-¿Por qué has tardado tanto en abrir?
-Estaba dormida, Alberto. He tomado un calmante para la neuralgia, y ya sabes el efecto que me hace.
-¿Con la música encendida?
-Me he dormido sin darme cuenta.
-¿Ahora duermes desnuda?
-¿No te gusta?
-No. Es indecente. Ponte el camisón.
A través del visillo, Omar vio que el marido se acercaba a los postigos. Sólo había conseguido enfundarse la camisa y el calzoncillo. Se calzó precipitadamente los zapatos, sin atárselos, y, con el pantalón en la mano, se izó encima de la baranda y saltó hacia el balcón vecino. Resbaló a punto de precipitarse en el vacío y sólo por sus excelentes reflejos consiguió aferrar ambas manos en los barrotes de hierro. Cuando se alzaba, cayó en la cuenta de que había soltado el pantalón. Con un estremecimiento, oyó que alguien decía en la calle:
-¡Un pantalón! ¡Mira allí arriba, uno que escapa de un cornudo!
-¡Sí, coño! Un donjuán en apuros.
-¡Chisss! -trató Omar de acallar a los chistosos.
En vez de dos, ahora eran ya seis o siete los que se habían agrupado con la cabeza levantada en su dirección, señalando escandolasamente hacia arriba. Omar empujó los postigos, a ver si cedían. Estaba echado el cierre. Golpeó, a ver si tenía la suerte de que fuese un hombre el huésped y le ayudaba. Nadie acudió a la llamada. ¿Qué podía hacer? Sin pensarlo más, repitió el salto, esta vez con mayor fortuna, yendo a caer en un balcón que tenía los postigos sólo entornados. A esas alturas, ya eran lo menos veinte los que formaban el auditorio que contemplaba el espectáculo, el conserje del hotel entre ellos.
-Es el torero malagueño -oyó que decía éste.
Empujó los postigos de golpe y, al instante, se encendió la luz.
-¿Qué...? -gritó el hombre joven en cuya habitación había irrumpido.
-Perdone, siga durmiendo. Salgo ya.
El hombre sonrió, deslumbrado por las fortísimas piernas desnudas que asomaban bajo la camisa y la prominencia morcillona del slip.
-No tengas prisa. Ven aquí... ¿no te gustaría acabar la faena?
¡Un maricón! Omar se precipitó hacia la puerta y echó a correr pasillo adelante. Cuando subía de tres en tres los peldaños de la escalera, recordó que la llave de la habitación estaba en el bolsillo del pantalón. Y ahora, ¿qué? No podía llamar a la puerta y despertar al Cañita; le echaría una bronca de mil demonios y, después de lo ocurrido el último martes, a ver si no le daba por romper definitivamente la asociación. Anheló que el conserje, al ver de quién se trataba, hubiera recogido el pantalón y subiera a dárselo. Esperaría un poco, antes de despertar al Cañita, a ver si el sujeto tenía tal ocurrencia. Pero al iniciar el recorrido del pasillo, vio que el conserje estaba ya golpeando la puerta. No había nada que hacer. Se escondió. Escuchó al Cañita refunfuñar:
-¿Qué pasa?
-A su matador se le han caído los pantalones por el balcón. Tómelos.
-¡Qué dice!
-Creo que quienquiera que fuera con quien estaba, el marido en cuestión lo habrá sorprendido. Debe de andar por ahí, de balcón a balcón, buscando por donde entrar de vuelta al hotel.
-Está bien. Recuérdeme mañana que le dé una propina.
El novillero notó que su apoderado adelantaba la cabeza fuera del dintel, escrutando pasillo adelante en ambas direcciones; identificó en su expresión los amargos reproches que preparaba. Escondido en el recodo, esperó a que el conserje tomara el ascensor. Cuando lo hizo, llamó a la puerta. El Cañita alzó la mano, dispuesto a darle una bofetada.
-Está bien, don Manuel, me lo he ganao. Adelante. Deme tós los guantazos que quiera.
-Niño, ¿no sabes lo que te puede pasar mañana, cuando el toro huela a coño? ¡Ere un inconsciente! Venga, métete en la bañera dos horas por lo menos, con tó el gel que haya en la botella, y echa este tarro de colonia en el agua, no sea que el domingo tenga que llevarte a Málaga en ambulancia. Venga ya, que necesitas descansar.
-Perdóneme, don Manuel.
-¿Perdonarte? Cuanto acabe la novillá mañana, te voy a poner un ojo a la virulé. ¡Por éstas!

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