miércoles, 14 de diciembre de 2016

CUENTOS DE MI BIOGRAFIA Huida a Buenos Aires



HUIDA A BUENOS AIRES

Caminaba por la calle Navas de Tolosa con la mano en la mejilla, como si así pudiera aliviarme el dolor. Que me quitaran una muela era para mí casi tan doloroso como si me extirpasen un dedo. Había vuelto de Milán a Barcelona con ese único fin, porque no me fiaba de los dentistas italianos, demasiado torpes, gesticuladores y parlanchines como para recordar el refrán: “Habla más que un sacamuelas”.
-Hombre, Luis, es un milagro que te encuentre…
Llevaba unos seis meses sin ver a mi amigo Quadranch, el “gris”, que era como llamábamos entonces a los policías nacionales. Casi nunca habíamos hablado más que para discutir sobre Málaga y Barcelona y sus respectivas Barceloneta y Malagueta, nombres cuya similitud semántica me desconcertaba.
-Vaya, Jorge, me alegro de verte.
-Te he dicho unas tres mil setecientas veces que me llamo Jordi…
-Vale, como tú quieras.
-¿Cuándo has vuelto de Milán?
-Anteayer, para ir al dentista. Me acaban de dejar mellado.
-¡Qué lujos!
-Déjate de bromas. Se trata sólo de miedo. Recién llegado a Milán, tuvieron que sacarme una muela y me hicieron una carnicería…
-¿Adónde vas?
-A ninguna parte. Sólo paseo.
-Voy a cambiarme de ropa. Ven conmigo, que quiero hablar contigo.
Como Jordi Quadranch vivía en calle Viñals, en la casa de al lado de mis tíos donde me hospedaba, desanduve el camino a su lado sin protesta. Tardó sólo unos seis minutos en cambiarse de ropa. Sin el uniforme, parecía casi tan joven como yo, aunque era cinco años mayor.
-Vamos –me dijo como si fuera una orden según su costumbre, actitud que él sabía que me encorajinaba.

Salimos a caminar, él como si cavilara sobre algo importante y yo, con evidente impaciencia en el rostro y mis actitudes. Pero sabía muy bien que sería tiempo perdido tratar de que se explicara antes del momento en que él decidiera hacerlo.
-Estás más gordo.
Era verdad. Antes de viajar a Italia, pesaba cincuenta y ocho kilos. En Milán, recalé en una pensión que era a la vez una trattoría muy popular y estábamos en invierno, un invierno “paduano”, mucho más frío que el de Málaga o Barcelona. Entre que la dueña me adoptó como un sobrino y el apetito consecuencia del frío y el horario, tan diferente del español, empecé a comer a todas horas y abundantemente. El ossobuco, los espaguetis y el chocolate me habían hecho ganar siete kilos.
-Pues tú… se ve que vas mucho al gimnasio –repliqué.
-Tú también deberías ir, tienes buena base… un esqueleto estupendo, pero si sigues aumentando de peso, pronto tendrás barriga.
-No fotis –protesté.
-Tú, cuídate, o ya no podrás fanfarronear más con la ropa que te gusta comprarte antes que nadie.
No era la primera vez que me reprendía veladamente por mis gustos. Contuve el reproche y decidí virar el diálogo.
-¿Cómo está tu hermana?
-Sigue esperándote y por lo tanto no se echa novio.
-No digas tonterías.
-Claro que sí.
-Pero si es hasta mayor que tú.
-Te lleva sólo siete años, y es la más guapa de Barcelona.
Era verdad. Carme era una chica guapísima que, cuando me convertí en su vecino, me parecía inalcanzable. Después, me había causado muchos sinsabores. Hablaba de los charnegos con evidente desdén y como si yo no fuera uno de ellos. Ella me había dado a conocer el separatismo catalán, cuestión de la que en Málaga yo no tenía ni idea. Pero que yo le indicara que debía considerarme despreciable, puesto que yo también era charnego, nunca me sirvió de nada. Porque su evidente encaprichamiento por mí lo exhibía con expresiones muy seguras, como si yo fuera de su propiedad, pese a que jamás exterioricé el menor acuerdo ni interés alguno por ella.
-Pero yo soy charnego, recuérdalo- le dije a Jordi.
-A ella, eso no le importa.
-Lo dices como si me perdonara la vida.
-No exageres.
-¿Que no exagere, Jorge? ¿Todos los malagueños, andaluces, murcianos, gallegos y demás son despreciables, pero yo me he redimido?
-Tú eres muy… particular.
-¿Lo ves? Los nacionalistas me infláis las pelotas.
-Yo no soy nacionalista, Luis.
-Dices eso porque eres policía y seguramente os prohibirán ciertas cosas. Pero que eres catalanista… joé, un montón.
-Eso no es lo mismo. Claro que soy catalanista. ¿Tú no eres la exageración máxima del malagueñismo? Pues a mí me gusta mi tierra.
-Te traicionas a diario, Jordi. Dices que eres catalanista nada más, pero te he oído muchas cosas… que bueno…
-¿A qué te refieres?
-Las referencias a los murcianos, ciertas expresiones como “de Valencia ni el arroz” y muchas cosas así. Tu nacionalismo es medular, tan profundo, que no puedes ni deseas ocultarlo.
Jordi calló y me adelantó unos pasos, como si inconscientemente quisiera librarse de una molestia. Me apresuré para espetarle:
-Los separatistas inventáis tantas tonterías, que ya me habéis quitado el gusto de vivir en Barcelona, donde había proyectado quedarme para siempre. Como decía Jean Paul Sartre, reinventáis la historia. Habláis de España como si fuera cosa ajena, a pesar de que Tarragona fue la capital de la mayor parte de España en tiempos de Roma… Contigo, no, porque me has dado pruebas de sobra de que me quieres; pero con tu hermana y tus amigos, aunque aprendí catalán, siempre me sentí postergado, discriminado. Y no se trata de palabras, sino de actitudes indisimulables.
No fotis, Luis. No tenía ni idea de eso.
-Nunca te lo dije, porque te respeto más de lo que crees. Pero eso es lo que siente un charnego en vuestras reuniones.
-Pero tú… -Jordi vaciló- ¿has dudado alguna vez que puedes contar conmigo?
-Nunca lo dudé Jordi. Sé que me quieres mucho, por alguna razón que no puedo explicarme, porque tu cariño por un malagueño no encaja con lo que sé de ti.

-¿Qué has estado haciendo en Milán? –me preguntó Jordi bajo la sombra del Hospital de San Pau.
Él conocía de sobra mis proyectos cuando me marché a Milán, así que la pregunta me extrañó.
-¿Qué quieres decir?
-¿Te has hecho notar en contra de España?
Su tono me produjo frío. Aunque Jordi se había comportado conmigo siempre como un igual muy amistoso y más íntimo de lo que condicionaba su nacionalismo, no dejaba de ser un policía “del régimen” y su expresión en ese momento era lóbrega. Hice memoria. Los días que viví en Milán vi muchos anuncios de manifestaciones contra Franco y había pasado junto a algunas, sin llegar nunca a participar de verdad. No conseguí identificar algún recuerdo “sospechoso”.
-¿Cómo iba a hacerme notar? En una excursión a Florencia perdí la mitad de mi dinero, que todavía no había ingresado en un banco. He tenido que hacer cabriolas para seguir adelante con mis proyectos. Soy casi un chaval, sin dinero ni relaciones, ni influencias. ¿Qué podría significar yo políticamente?
-¿Has quemado banderas de España?
Sentí un estremecimiento. De repente, la escena de la plaza del Domo me vino a la mente tan vívida como el día que ocurrió.
Habían inaugurado la Expotur española poco antes. Como muchos atardeceres, di un paseo Corso Garibaldi abajo hasta la Galería Vittorio Emmanuele, hasta acabar en la plaza del Domo, una de las más bellas del mundo.
Pero topé con algo completamente inesperado, una nutrida manifestación antifranquista convocada contra la Expotur (que la noche anterior inaugurara el ministro Fraga). Por la exposición, habían engalanado espectacularmente toda la plaza con banderas españolas, una bajo cada ventana. Los tres lados de la plaza lo ocupan edificios de igual arquitectura, cuyas fachadas almohadilladas son fáciles de escalar. Instantes después de mi llegada, alguien en la manifestación dio la consigna de abatir las banderas, y de repente veinte o treinta muchachos escalaban las fachadas y arrancaban las telas rojo y gualda.
Unos cuantos, fueron apilándolas en el centro de la plaza hasta formar un montón considerable, que alguien roció con un combustible ocasionando una gran hoguera.
Me acerqué como hipnotizado. Tal vez fuera por el humo, o quién sabe si por el orgullo maltrecho, me encontré llorando a chorros.

La pregunta de Jordi me obligó a sentirme como si todavía estuviese en el Domo de Milán, con los ojos llorosos y el alma encogida. No recordaba claramente mis movimientos en la plaza durante la quema, porque había permanecido varios minutos en un trance.
-Hace dos o tres días –prosiguió Jordi-, me apropié de un expediente que no me correspondía, porque aparecía tu nombre y quise averiguar de qué se trataba. Había una lista de españoles en Italia que son “enemigos del régimen”.
Me sentí aplanado, como si fuera a hundirme en el asfalto camino de la Sagrada Familia.
-Lo que sea que haya en ese expediente –repliqué-, es una malinterpretación. ¿Qué me aconsejas que haga, Jordi?
-Hablaban de uno “documento gráficos” que van a enviar pronto.
No lo podía creer. ¿Me habían tomado fotografías en la plaza del Domo? De cualquier modo, ninguna de esas fotos podía mostrarme haciendo lo que no había hecho.
-¿Qué hago, Jordi?
–¿Vas a volver pronto a Milán?
-Había pensado ir a Málaga cuando se me baje la inflamación.
-Pues ve. Déjame un teléfono a donde te pueda llamar.
-Mi familia no tiene teléfono. Toma éste, que es el de un amigo algo mayor.
El amigo “algo mayor” era en realidad un marica de mediana edad que llevaba muchos años tratando de meterme en su cama.
-Está bien, Luis. Mira, no te hagas notar nada en ninguna parte. Allí pertenecías a la JIC, ¿no?
En efecto, en Málaga había participado desde niño en las reuniones de la juventud independiente católica, que se celebraban en dependencias traseras del obispado. Pese a ello, había a diario una pareja de grises vigilando nuestra salida en la puerta, siempre los mismos, de modo que hacía mucho que los saludábamos con algo de ironía.
-¿Ni siquiera a esos amigos debo ver?
-De ningún modo, Luis. Te hablo de una cosa seria.

Al volver a Málaga, la vivienda de mis padres me pareció más pequeña y sórdida de lo que figuraba en mi recuerdo. No pude aceptar la oferta de mi madre de que me quedara con ellos. Busqué un empleo en una tienda y alquilé en seguida un modesto apartamento del que dispondría sólo dos meses, puesto que lo alquilaban en temporada turística mucho más caro.
Llevaba poco más de dos semanas trabajando cuando una tarde vi con disgusto que mi pretendiente de mediana edad, llamado Amadeo, entraba decididamente en la tienda y se dirigía presuroso hacia el punto donde yo estaba. Miré al dueño de la tienda, cuyos ojos –alternativamente fijos en mi amigo y en mí- eran un caudal de preguntas; más aun cuando Amadeo se acercó a mí inclinándose sobre el mostrador para hablarme al oído.
-Luis, tienes que huir de Málaga.
-¿Qué estás diciendo?
-Han llamado a mi casa. Es un amigo tuyo de Barcelona, que dice que es policía. Me ha dicho que han mandado del consulado de Milán una foto donde apareces quemando una bandera de España.
-Yo no hice eso.
-Pues en la foto se ve clarísimo.
No podía imaginar qué clase de efecto visual habría producido una imagen mía como si quemase una bandera española, cosa que habían hecho multitudes aquella tarde, pero no yo.
-Tu amigo dice que salgas de España hoy mismo.
No disponía de dinero. Esperaba con impaciencia el final del mes, porque tras pagar el alquiler y la garantía, me había quedado muy escaso de dinero. Estaba comiendo muy precariamente.

Una vez que Amadeo salió de la tienda con las mismas prisas con que había llegado, tuve que disimular mi consternación bajo la mirada inquisitiva del dueño. Yo trataba de reunir valor para pedirle un préstamo que jamás podría devolverle, cuando dijo:
-Luis, tengo que salir. ¿Puedes ocuparte de cerrar la tienda y quedarte un rato para cuadrar las cuentas?
-Sí, claro, vete.
Me dio la llave de una pequeña caja metálica donde guardaba por la noche el producto de las ventas del día. A punto de salir de la tienda, se volvió hacia mí para preguntarme:
-¿Pasa algo malo?
-No te preocupes, es sólo que me han dicho que un amigo de Barcelona ha tenido un accidente.
-Ah, bueno. Anota la hora a la que te vayas, por si tengo que pagarte alguna hora extra.
-No te preocupes por eso. No me llevará ni media hora cerrar las cuentas.
Faltaban sólo unos minutos para la hora del cierre, que esperé con impaciencia. No tomé conscientemente ninguna determinación, fue como si un robot teledirigiera mi voluntad y mi mano.
Sumé las ventas del día y resté el remanente diario para cambio. No cuadró del todo, porque sobraban catorce pesetas. Era algo que ocurría a diario, ya que muchos clientes se iban sin esperar el cambio cuando era insignificante.
Igual que un autómata, cogí un folio y redacté una dolida carta de disculpa para mi jefe, por las treinta mil pesetas que le robaba.
Fui a casa de mis padres, donde, a mi partida hacia Italia, había quedado toda mi ropa de verano. Llené apresuradamente una maleta, tomé un taxi y embarqué en el primer avión hacia Madrid.
Una vez en Barajas, examiné el tablero donde anunciaba las salidas más inminentes. Había un vuelo a Buenos Aires para dentro de dos horas.

Buenos Aires, un nombre premonitorio. Una tabla de salvación en medio de una tempestad.
No objeté nada a mi pensamiento. Como sitio para huir hasta ver qué pasaba con la confusión italiana, era demasiado lejano. Pero era el único sitio donde había parientes lejanos. Primos de mi madre. No sabía su dirección ni podía pedírsela a mi madre, no teniendo teléfono. Pero sería fácil dar con él, porque trabajaba en el Banco Español de Río de la Plata.
Huiría, pues, a Buenos Aires.

jueves, 27 de octubre de 2016

YO VIVIA FUERA, PERO LO SUFRÍ COMO SI ME ARRASTRARA EL AGUA

Entre noviembre y diciembre de 1989, Málaga sufrió unas catorce inundaciones catastófricas. La economía malagueña, sobre todo la provincial,. experimentó pérdidas cuantiosas y hubo más de cuatro muertos.
En aquel tiempo, yo no vivía aquí (y no por opción personal, sino porque no había libertad de expresión), pero permanecí tres o cuatro días pendiente de la radio y hasta lloré algunas veces. Y más lloré cuando se publicó que la reina Sofía viajó a Mallorca para consolarles por sus inundaciones, donde hubo UN muerfo. Aquí,con ruina muy superior y cuatro muertos, la reina Sofía no se dignó venir. Indignado por ello, transformé un relato corto mío en novela, donde el escenario era el drama rural que aquellas inundaciones produjeron, sobre todo en el Guadalhorce.
Por mi indignación citada, me esforcé y conseguí publicar esta novela.
CAL VIVA
Curiosamente, había escrito novelas desde mucho antes y ya mantenía archivadas unas cicno, de modo que CAL VIVA fue mi primera novela publicada, pero los lityeraqtos a los que consulte me dijeron: "NO PARECE UNA PRIMERA NOVELA", particularrmente, Alfonso Canales.
Cal viva había sido finalista del Premio Café de Gijón como novela corta y fue primera finalista del Premio Ateneo de Sevilla-.
Ën 2013 cumplió veinte años de publicada y desde entonces suspiro por editarla de nuevo, puesto que está agotadísima. Tal vez me muera antes de conseguir ver la segunda edición de Cal viva ni la primera de otras trece novelas terminadas que mantengo inéditas.

VIDEOS DE YOUTUBE SOBRE LIBROS MÍOS
Exixsten vídeos youtube sobre mis libros.
Estos son algúnos los enlaces:
https://www.youtube.com/watch?v=0vBsz4ZkDtQ
https://www.youtube.com/watch?v=xHFsA2CrDXg
https://www.youtube.com/watch?v=StcUPMTKP98
https://www.youtube.com/watch?v=qFgFSKBJrbw
https://www.youtube.com/watch?v=QEeoTqgwfTs

martes, 11 de octubre de 2016

UNA Y MIL NOCHES

UN CUENTO PARA SOÑAR

UNA Y MIL NOCHES

El recorrido entre el trabajo del campo en Extremadura y el éxito actual del restaurante, en un bello puerto turístico, había durado poco tiempo.
Román acababa de materializar el sueño con que escapaba, sobre el tractor, de la grisitud de su vida de tres años antes, porque casado a los veinte y con dos hijos, uno de nueve y otro de seis años, a los treinta. Nela le aburría, jugar con los niños sólo mitigaba un poco el aburrimiento, tedio que se hacía insoportable en cada uno de los minutos que transcurrían desde la siembra a la cosecha. Allí, parado encima del tractor junto a la dehesa, miraba con desazón y envidia hacia los jóvenes que acudían a retozar en el chaparral, sentimientos que jamás logró descifrar, porque le dominaba un deseo vehemente de descubrir otras cosas, otros panoramas, huir hacia aventuras y venturas que tenían que ser posibles en otros sitios, lugares donde ocurriesen los prodigios de "Las mil y una noches", y suponía que jamás reuniría el valor de buscarlos.
Aunque la muerte de su padre le entristeció, pasadas cinco semanas se sintió libre de exponerse a los riesgos que él no le había permitido correr. Abrumado y a punto de caer muchas veces en el desánimo por las advertencias de su madre, su hermana y su cuñado, y sobre todo por las airadas protestas de Nela, vendió el tractor, la finca y la casa, y compró el local en Puerto Marina.
Tenía treinta años cuando empezó la obra del restaurante, treinta y uno cuando descubrió lo buen cocinero que era, treinta y dos cuando tuvo que convencer a su madre, hermana y cuñado de que se mudasen con él para ayudarle, y ahora, a los treinta y tres, el dominical del periódico más importante de Madrid acababa de publicar en la sección turística un artículo donde elogiaba y recomendaba el "sorprendente Restaurante Monfragüe, la más sofisticada y deliciosa cocina familiar de caza".
Había llegado a la meta.
Tenía treinta y tres años y nadie le calculaba más de veinticinco. El tono cetrino de su bronceado campero se había vuelto tan rosado y resplandeciente como el de los turistas ricos de Puerto Banús. Comía opíparamente, pero como trabajaba hasta dieciséis horas en el restaurante y aprovechaba todas las pausas para nadar, su fornido cuerpo de trabajador rural mantenía el vientre plano como el de un adolescente y, de hecho, podía vestir con naturalidad como los adolescentes, porque nadie le observaba con ironía al usar la moderna y juvenil ropa que componía su armario; al contrario, descubría al pasar por la calle que le miraba golosamente gente mucho más joven que él. A su lado, cuando iban a misa los domingos agarrados del brazo, Nela comenzaba a parecer su madre y él parecía, cada vez más, el hermano mayor de sus hijos.
El aburrimiento renacía. La alegría por el comentario del periódico fue muy efímera, y otra vez sentía impulsos de correr en busca de un prodigio que debía de esperarle en un quimérico país de "Las mil y una noches".
Tenía que plantearse otras metas, como aventurarse a convertir el Monfragüe en el primero de una cadena de restaurantes con sucursales en las principales capitales de España y el extranjero. Algo así tenía que abordar, a ver si no iba a acabar como parecía muchas veces a punto de terminar en Extremadura, liándose la manta a la cabeza y escapando de Nela, sus parientes y sus hijos para buscar no sabía el qué.


Encontró una válvula de escape con el equipo de fútbol.
A Romy, su hijo mayor, de doce años, le gustaba jugar fútbol y lo hacía durante el verano a todas horas en la playa situada junto al puerto. Un día, pasó por allí el concejal de deportes y les propuso a los chicos formar parte de un equipo infantil representativo del municipio. Romy corrió a contárselo a su padre y éste tuvo que ir a hablar con el concejal, que a los quince minutos de conversación le ofreció la presidencia del equipo.
-Usted se ocuparía de todo, de elegir al entrenador, los ayudantes, la equipación y demás, así como de organizar los viajes. Porque vamos a entrar en una competición provincial.
Román aceptó sin tener claro si disponía de tiempo para ello. Los domingos, los días de partidos, era cuando el restaurante solía estar más lleno y, aunque su madre y su hermana habían aprendido ya a preparar sus platos, todas las manos eran pocas para atender a la clientela los fines de semana. Calculó que tendría que contratar a alguien más, pero iba a organizar el equipo porque el encargo le podía sacar de la rutina.
Y así fue.
Romy conocía a todos los chicos que jugaban al fútbol en la playa. Román se sorprendió por lo numerosas que eran sus amistades. En dos semanas, visitó guiado por su hijo las casas de treinta y cinco muchachos, veintiocho padres de los cuales aceptaron que también sus hijos formasen parte del equipo, a pesar de que tenía que abonar cada uno quince mil pesetas para la ropa. Una vez completada la plantilla de jugadores, necesitaba un cuadro técnico.
-Hay un morito que juega muy bien -le dijo Romy-. Viene siempre por las tardes, a la siete o así, y organiza partidos con sus amigos. Hammou marca siempre más de diez goles. Tienes que verlo. ¡Es un crack! Él puede ser el entrenador.
Antes de empezar a preparar las cosas en la cocina, esa tarde decidió echar una ojeada. Bajó a la playa con Romy, que le indicó:
-Míralo. Ése es Hammou.
Para ser marroquí, era demasiado moreno. Más bien tenía aspecto de egipcio del sur y sus facciones reforzaban la impresión, porque eran muy semejantes a las de Ramsés tercero que había visto reproducidas en las fotos del tempo de Abu Simbel. Debía de medir entre un metro setenta y cinco y un metro ochenta. Muy robusto, su cintura era sin embargo fina y su agilidad, extraordinaria. Corría sin descanso de un lado a otro, como si no le agotasen las carreras a través del campo de mullida arena. Durante los veinte minutos de que disponía Román, marcó cuatro goles, en los que parecía entregar el alma.
-Dile que venga al restaurante cuando termine el partido -le ordenó a Romy.
No pudo atenderle hasta que el trabajo aflojó. Lo había olvidado. Su hermana le recordó que "ese moro sigue esperándote en la barra". Miró el reloj; la una y media de la madrugada. Se sintió avergonzado.
-¿Ha comido algo? -le preguntó a su hermana.
-¡Qué va! No creo que tenga un duro. Cuando vino, le ofrecí una cerveza, pero no la quiso; sólo quería agua. Se ha bebido tres o cuatro jarras y ha acabado con todos los frutos secos que había en la bandeja de la barra. Lo menos medio kilo. Vaya caradura.
Se acercó al marroquí. Se sintió incapaz de calcular su edad y tampoco hubiera podido reconocerle de no saber que era él, porque mientras que jugando en la playa vestía más o menos como los demás futbolistas, ahora su ropa le hacía parecer casi un mendigo.
-Hola. ¿Te ha contado mi hijo de lo que se trata?
-No le entendí.
Hablaba español razonablemente bien.
-El ayuntamiento quiere formar un equipo de fútbol infantil. Necesitamos un entrenador.
-Yo busco trabajo.
-Pero... en el equipo sólo cobrarías dietas. ¿No trabajas?
-No.
-Como hablas español, creía que ya llevabas mucho tiempo en España.
-No. Hace cuatro meses, nada más.
-¿Y ya has aprendido el idioma?
-Lo hablaba antes de venir. Mi casa está muy cerca de Melilla. He estado más tiempo en Melilla que en Marruecos, ya sabes, buscándome la vida.
Román se dijo que había problemas. Seguramente, Hammou era un inmigrante ilegal. El ayuntamiento no lo aceptaría. Pero jugaba muy bien y era muy popular entre los chicos, según lo que había observado con Romy y sus amigos. Podía liderar el equipo. ¿Cómo lo resolvería? Decidió preguntar a bocajarro:
-¿No tienes papeles, verdad?
Hammou bajó los ojos.
-¿Has hecho alguna gestión?
-El consulado está en Algeciras. Antes de nada, necesito el pasaporte y no tengo... cómo ir.
-¿Cuántos años tienes?
-Veintidós.
-¿Crees que puedes entrenar el equipo? ¿Te gustaría?
-Sí.
-Voy a ver cómo lo puedo arreglar. ¿Dónde vives?
Hammou negó con la cabeza.
-¿Quieres decir que no tienes casa?
-Duermo en la playa.


Hammou terminó de pintar la fachada del restaurante en tres días. El chalé lo pintó de arriba abajo, por dentro y por fuera, en dos semanas, sin ayuda de nadie para mover muebles o encaramarse en los andamios entre dos escaleras de tijeras. Reparar la valla y pintarla le tomó dos días.
Román no sabía qué otro encargo hacerle. Preguntó a sus vecinos, la mayoría vacacionistas ocasionales, y ninguno buscaba quien le pintara la casa. Todavía estaban en plena temporada y no disponía de tiempo para acompañarle a Algeciras, a averiguar qué tenía que hacer para legalizar la situación. Era imposible emplearle en el restaurante sin papeles, expuesto a que un inspector de trabajo le multase, lo que era muy frecuente en verano a lo largo de la costa.
Le contó el problema al concejal de cultura que, viendo su interés por el marroquí, aceptó que fuese preparando provisionalmente el equipo antes de darlo por organizado, a cambio de alguna propina ocasional y la promesa de ayudar en las gestiones de legalización cuando llegase el momento.
-Escucha, Hammou, no puedo darte trabajo, pero podemos poner una tienda de campaña en el jardín de mi casa, para que duermas allí, porque lo que va a darte el ayuntamiento no te alcanzará para la pensión. Comerás en el Monfragüe. ¿Te parece bien?
Hammou asintió, sin levantar los ojos del suelo.
El equipo empezó a funcionar. Trasunto de Jeckyll y mister Hyde, Hammou era dos personas diferentes; una, en las cosas cotidianas y otra muy distinta cuando estaba en el campo de fútbol. Habitualmente taciturno, se volvía exuberante y alegre cuando aleccionaba a los niños y, sobre todo, cuando demostraba en la práctica cómo hacer pases, regates y fintas.


Hubo que esperar a septiembre.
El primer lunes del mes, a las cinco de la mañana, Román abrió la cremallera de la tienda de campaña instalada en el jardín, para despertar a Hammou. El muchacho dormía completamente desnudo y presentaba la lógica erección de un joven durmiente sano. Román sintió una turbación incomprensible, contemplándole mientras dudaba si hablarle, porque sus ojos fascinados se habían cosido al cuerpo relajado cuyas proporciones nunca se había parado a calibrar cuando corría en el campo de fútbol; dormía ladeado hacia la derecha, con una pierna flexionada y un brazo tras la nuca, flexiones que resaltaban la sinuosidad lustrosa de todos sus miembros. Los muslos eran gigantescos, pero estriados como si estuvieran tallados en ébano. Volvía a sentir la antigua necesidad de experimentar el vértigo de lo desconocido. Agitó la cabeza, como si quisiera negarse ante un demonio que le tentaba.
-Levántate, Hammou. Nos vamos a Algeciras.
Tal como estaba, desnudo, el marroquí corrió y se lanzó a la piscina. Román ignoraba que su aseo matinal consistiera en eso, aunque Nela ya le había dicho alguna madrugada que le parecía que hubiera alguien nadando. Todavía con la desconcertante turbación de antes, lo vio emerger por el borde, alzándose con la habilidad de un gimnasta; poseía un cuerpo que por fuerza debía atraer poderosamente a las mujeres, turgente, satinado y resplandecientemente tachonado con las gotas que brillaban en su piel.
-Vístete deprisa, mientras saco el coche del garaje. Desayunaremos por el camino.
Sólo había dormido tres horas; para vencer el sueño que aún le producía bostezos, Román inició la conversación en cuanto arrancó el coche.
-¿Cómo conseguiste entrar en la península?.
-En un camión.
-¿Te escondiste en un camión?
-Sí, pero no dentro. Debajo, entre los ejes.
-¿En serio?
-Traía una ropa muy bonita que me compró la mujer de mi hermano, pero se me llenó toda de grasa. En cuanto el camión llegó al barco, salí a tratar de lavarme, pero fue muy mala idea porque noté que los marineros me miraban y se habían dado cuenta de que era un polizón. Me escondí en los servicios. Un paisa que estaba meando, me preguntó en árabe qué me pasaba. Yo no hablo bien el árabe, porque soy bereber, así que él me preguntó en español si tenía problemas. Primero tuve miedo, porque hay musulmanes en Melilla que son más policías que los policías, pero él se dio cuenta y me contó que trabajaba en Bélgica y que viajaba de regreso con su mujer y su hija. Como no sabía qué hacer, le dije lo que pasaba. Me mandó que tirara la camisa llena de grasa y me dio la camiseta que él llevaba debajo de la suya, y me dijo que me encerrara en el retrete hasta que volviera. Volvió a los diez minutos, pasándome por debajo de la puertecilla una cazadora de cuero. Luego, me llevó a cubierta con su familia. Su hija se agarró de mi brazo, haciendo como que era mi novia. Así pasamos la aduana de Málaga.
-¿Por qué viniste?
-Tengo nueve hermanos y mi padre se fue hace dos años con otra madre; ahora ya no le da dinero a la mía. Tenemos muchos problemas y los cuatro hermanos que son mayores que yo ya están casados. Tengo que ayudar. Las dos veces que me ha dado dinero el concejal se lo mandé a ella.
Admirado, Román notó que resbalaba una lágrima por la mejilla de Hammou.
-Sientes nostalgia de tu familia, ¿no?
-No -respondio Hammou con firmeza-. Tengo que ser importante en España antes de volver allí. Mi madre consultó con la bruja, que dijo que yo iba a encontrar a un hombre en España que me haría famoso.
Desayunaron en el primer café que encontraron abierto, en Estepona. Román observó que la melancolía que le causara una lágrima había sido sustituida, sin transición, por una alegría expansiva; Hammou reía sin parar, casi sin venir a cuento. Cuando reiniciaron la marcha, el joven dijo:
-Yo pienso que tú eres ese hombre.
-¿Quién?
-El que dijo la bruja.
-¿El que va a hacerte famoso? Creo que no.
-¿Me vas a echar?
-No, hombre, qué va. Lo que quiero decir es que no creo que yo pueda hacerte famoso de ninguna manera.
-Sí, con el fútbol. Todos decían en mi pueblo que soy mejor que Ben Barek. Sé que un día encontrarás a alguien que me abrirá la puerta de un club importante.
Román apretó los labios. Hammou se estaba haciendo demasiadas ilusiones.
-Hace calor -dijo el marroquí.
-Sí. Empieza a hacer calor. Menos mal que tenemos el sol de espaldas.
-Voy a ponerme el pantalón corto.
-Sólo faltan cincuenta kilómetros.
-Me cambiaré otra vez al llegar.
Hammou sacó el short de la bolsa de mano, se quitó los tenis y se bajó el pantalón. Antes de quitarse el calzoncillo, Román notó que se acariciaba la entrepierna; cuando se lo bajó, tenía una erección. Román fijó la mirada al frente, con las manos crispadas en el volante; no quería que volviera el desconcierto, se negaba a mirar de reojo siquiera.
-Éste es un rebelde -dijo Hammou agitándose el pene-. Si no me corro por las mañanas, sigue revoltoso hasta mediodía. Quiere su ración.
-Vamos, Hammou, ponte el short, no sea que pasemos un autobús y la gente se dé cuenta de que vas en cueros.
-¿No quieres tocar un poco? Esta mañana te quedaste mucho rato mirándome.
El muy zorro se había hecho el dormido. La vaga e inexplicable inquietud de Román fue desplazada por el enojo.
-¡Cúbrete de una vez, Hammou!
Alarmado por su tono, el joven obedeció.


Tuvieron que hacer cola a la puerta del consulado durante dos horas. El funcionario, un treintañero delgado que parecía sacado de una tópica película de ambiente árabe, les explicó los trámites y adoptó una actitud que a Román le hizo suponer que esperaba un regalo. Le quitó de las manos a Hammou los papeles que aportaba, que según el funcionario no servían para nada, introdujo un billete de cinco mil pesetas entre ellos y volvió a dárselos al diplomático. Al parecer, los papeles se habían vuelto útiles de repente.
El trámite ante las autoridades marroquíes iba por buen camino. A continuación, deberían realizar las restantes gestiones ante las españolas. De regreso, antes de llegar a Estepona, la carretera rozaba la playa.
-¿Podríamos parar a nadar un poco? -preguntó Hammou.
-Hay mucho trabajo en el restaurante.
-Son cinco minutos. Tengo mucho calor.
-Vale. Cinco minutos.
De nuevo se cambió de calzón dentro del coche, sin cubrirse. La erección continuaba. Román no se desnudó. A través del parabrisas, lo vio zambullirse, mientras él luchaba contra la persistente inquietud; Hammou era un animal bello, ágil, vital, gozoso, despreocupado y carente de doblez. Con la misma naturalidad con que le había invitado a tocarle, había pasado la página para comportarse como un muchacho ilusionado por la inminente resolución de todas sus dificultades, las documentales y las demás. Horrorizado, Román descubrió que se reprochaba no haber tocado.
Al reanudar el viaje, tuvo que resistir muchas veces el impulso. La mano derecha se le escapaba hacia el muslo de Hammou cada vez que cambiaba de marcha, y la retiraba como si le diera un calambre. Su humor era tan sombrío, que apenas escuchaba al marroquí:
-En mi pueblo, es imposible follar con una muchacha. Tenemos que bajar a Nador para hacerlo con las putas, pero cuesta demasiado y es muy peligroso; todas están sucias; cuándo íbamos cuatro o cinco, teníamos que hacerlo con la misma para que nos saliera más barato y a la puta ni siquiera le daba tiempo de lavarse antes de pasar el siguiente. Mis dos hermanos cogieron enfermedades; al mayor, que se llama Mimon, lo rechazó el padre de su novia cuando se enteró de que tenía sífilis y mi madre tuvo que hablar con otra, perdiendo los regalos que ya le había dado a la primera. Hay muchos que lo hacen con las cabras, pero a mí me da asco y siempre hay algún muchacho más joven que no protesta porque se lo hagamos y es mucho mejor. A mí nunca me lo hicieron de chico, porque mis hermanos mayores me decían que no lo permitiera y una vez le dieron una paliza a uno que lo intentó cuando yo tenía once años, que lo pillaron cuando ya me había desnudado y vuelto boca abajo en la cama de mi madre; lo majaron a palos aunque era primo de mi padre y ellos le tenían mucho respeto, y me parece que le habían dejado que lo hiciera con ellos cuando eran tan jóvenes como yo, porque el primo de mi padre les hacía muchos regalos; lo que pasa es que cuando eres mayor y llega la hora en que eres tú el que te follas a los más jóvenes, no te gusta recordar que, según qué gente, por asquerosa, te lo haya hecho; porque esos que tienen los dientes negros son los más sucios y casi siempre tienen enfermedades. Mi madre me decía todos los días que tuviera cuidado si yo lo hacía con alguno, pero que no dejara que me lo hicieran a mí. Un amigo mío que ahora está en Francia, y que se llama Nadir, insistía mucho cuando teníamos quince años, a pesar de que esa es la edad que ya comienzas a dejar de ser el que se deja y a querer dar tú; aunque tenía curiosidad, porque todos mis amigos decían que da mucho gusto cuando uno se la menea con una polla dentro del culo, yo no le dejé, porque Nadir tiene una polla que es el doble más grande que la mía, y eso que yo tengo diecinueve centímetros, y me daba miedo. Entonces, como él decía que me quería mucho y aunque insistía yo no quería, porque, además del bicho que tiene, es mi amigo, me llevaba con él cuando iba a follarse a un primo mío, que no protestaba y que me parece que es un poco mariquita. Se lo follaba siempre en el mismo sitio, contra una roca que había al lado de un algarrobo que nos tapaba del camino; le gustaba que yo me subiera a la roca y que me la meneara cerca de su cara mientras él follaba con mi primo, que gritaba igual que una mujer. Siempre le hacía sangre, porque su polla es así, mira, Román, así, como este apoyabrazos. Tendrías que verla. Cuando pase por aquí en las vacaciones camino de Melilla, le diré que venga a enseñártela. Yo creo que es casi tan grande como la del burro que tiene mi madre. Mira si es grande, que cada vez que yo se la metía a mi primo después que él, estaba tan abierto que no sentía nada y no me gustaba. Nadir quiso que yo se la metiera el día antes de irse a Francia, aunque ya no tenía edad de dejarse follar, porque había cumplido los dieciocho; me dijo que ya que no quería que él me follara a mí, le hiciera por lo menos una paja con mi mano mientras yo se la metía. Me costó trabajo, porque, como es mi amigo, me sentía un poco cortado, y además tardó mucho rato en correrse, y yo sin parar de bombear aquello tan asqueroso de tan grande que es, y que me estaba haciendo sudar por la fuerza que tenía que hacer; tardó tanto, que quiso metérmela por cojones; estuvo hasta llorando, pidiéndome por favor que le dejara, y lo que hice fue obligarle a correrse con la boca, para que me dejara tranquilo. El año pasado, vino de vacaciones con su mujer, porque se ha casado con una francesa, y entonces, aunque ya teníamos los dos veintiún años, sí le dejé que me la metiera después de metérsela yo, porque me dio mucha alegría que volviera, y no me dolió porque ya soy un hombre.
Román tragó saliva. La desinhibición del joven era asombrosa, y su carencia de pudor por lo que estaba relatando, increíble, pero él sentía crecer el desconcierto y la turbación. Suspiró aliviado cuando aparcó junto al restaurante.


El equipo marchaba bien. Entusiasmado con su genialidad futbolística y por lo bien que conducía a los muchachos, el concejal comenzó a interesarse por los problemas legales de Hammou, impaciente por formalizar su fichaje para asegurarse de que iba a continuar la labor toda la temporada. Una vez resueltos los trámites del consulado, le prometió a Román que realizaría gestiones para solucionar los españoles en un plazo breve.
-¿Tendría problemas si le diera trabajo en el restaurante? -preguntó Román.
-No creo. Ahora que comienza la temporada baja, la vigilancia afloja mucho. Pero no te preocupes; si apareciera un inspector, dile que es empleado del ayuntamiento, que sus papeles los tengo yo y que venga a hablar conmigo.
Hammou engrosó la plantilla del Monfragüe, en la que, despedidos ya los refuerzos del verano, sólo figuraban dos camareros que no eran parientes de Román. La hermana llevaba la caja y se responsabilizaba del almacén; el cuñado se tomaba muy a pecho su papel de maitre y la madre hacía de pinche en la cocina. Nela realizaba la decoración floral, que renovaba cada dos días, comprando ella misma las flores y negándose a que cualquier otro las eligiera. También los dos hijos se empeñaban en colaborar con frecuencia a la hora de montar las mesas. De modo que lo único que Román podía encargarle a Hammou era de la limpieza matinal, que apenas representaba el retoque y mejora de lo que los camareros habían limpiado de madrugada.
-Eres un loco -le dijo a Román su hermana-, darle la llave a ese moro, para que se hinche de robarte.
-No le llames "moro", por favor, Carmela. Ellos creen que esa palabra es un insulto. Sabes de sobra su nombre.
-Muchas molestias te tomas tú por el moro ése, que un día va a dejarte con el culo al aire. Cualquier día, vendremos a abrir el restaurante y nos encontraremos que se ha llevado la registradora.
-Quítate esas ideas de la cabeza, Carmela. Hammou es incapaz de robar ni un caramelo.
-¿Qué sabrás tú? Todos los atracos que trae el periódico son moros los que los hacen.
A Hammou le intimidaba Carmela; siempre se ponía nervioso cuando se le acercaba o cuando notaba que le estaba acechando; en tales momentos se mostraba torpe y cohibido, deseoso de echar a correr. Un día, cuando ya llevaba un mes trabajando en el Monfragüe, cuyas vitrinas, espejos, botellas y cristalería brillaban como nunca, llegaron al mismo tiempo, a las once, Carmela y Román. Con el suelo, las cristaleras y los espejos ya relucientes, el marroquí se encontraba pulimentando con un paño las copas de vino y las de agua, que iba colocando de nuevo en las mesas. Carmela se detuvo junto a él y le dijo con tono muy ácido:
-Te he explicado un montón de veces que las colocas al revés. Eres un estúpido.
Román observó que palidecía. Sujetando el paño en la mano derecha y la copa que pulimentaba en la izquierda, se paró, mirando con expresión indescifrable a la hermana. Con mano temblorosa, fue a poner la copa junto a la otra, tal como se le acababa de indicar; a causa del temblor, golpeó entre sí las dos copas, que se rompieron a la vez. Mientras contemplaba los fragmentos de cristal esparcidos sobre el mantel de color salmón, la piel del marroquí se había vuelto de cera.
-¡Moro de mierda! -gritó Carmela-. Eres un inútil y un desgraciado.
Como si tuviera ganas de golpear, Hammou tiró violentamente el paño sobre la mesa y corrió a ocultarse en la cocina.
-Carmela, Carmela... -murmuró admonitoriamente Román, y fue tras Hammou, previendo lo que iba a encontrar.
En la cocina, había un cuartillo más allá de las cámaras frigoríficas, donde los camareros disponían de seis taquillas para guardar la ropa. Hammou estaba dentro, con la puerta cerrada. Román intentó abrir, pero el pestillo se encontraba echado. Trató de oír. Sonaban golpes sordos, aunque propinados con mucha fuerza.
-Hammou -dijo muy bajo-. No se lo tomes en cuenta. Abre, vamos a hablar.
Los golpes dejaron de sonar, pero la puerta permaneció cerrada.
-Venga, Hammou, abre.
-No puedo.
-¿Por qué?
-Te vas a cabrear conmigo.
-No.
-Sí.
-Coño, abre, Hammou. Me estás poniendo nervioso.
La puerta se entrebrió.
-Entra -le dijo Hammou, y cerró de nuevo con Román dentro.
Éste descubrió al instante las manchas de sangre en la pared. Comprendió lo que había pasado.
-Enséñame la mano.
Hammou se resistió, pero Román le tomó la muñeca y le obligó a torcerla para examinar las heridas. Los huesos de los nudillos eras visibles a través de la piel hecha jirones y la sangre
-Joder, Hammou. Tengo que llevarte en seguida al hospital. Estás como un cencerro. Venga, vamos.
-Me va a gritar otra vez.
-No le hagas caso a mi hermana. Venga, vamos, antes de que se nos haga tarde para volver a trabajar.
Con la espalda apoyada contra la puerta, Hammou se abrazó a Román
-Perdona por manchar la pared.
Aunque nervioso por lo que el abrazo le hacía sentir, Román consideró que agravaría la situación si le empujaba para rechazarle.
-No te preocupes por eso. Es una tontería. Vamos a que te curen.
-La aguanto porque te quiero.
-Ya lo sé. También a mí me dan ganas de darle una hostia.
-Yo te quiero mucho, Román. Y ella quiere echarme.
-No te preocupes. No lo va a conseguir.
-Si ella te convence para que me eches, me mato.
Román sintió lo que estaba ocurriendo bajo el pantalón de Hammou. Espantado, trató de separarse. El marroquí se lo impidió. Forzó más el abrazo y de modo inesperado le mordió los labios para que no pudiera rechazar el beso.
Román cerró los ojos. ¿Qué le estaba pasando? Su cuerpo estaba respondiendo como el de Hammou y unas ondas deliciosas le recorrían el espinazo mientras un siroco insoportable agitaba su corazón. ¿Qué demonios significaba eso?
-Vámonos al hospital -dijo, mientras apartaba con energía a Hammou.


Cuando terminaba los preparativos del restaurante para afrontar la siguiente temporada de verano, Román miró con orgullo el trofeo que intentaba colocar del mejor modo en la vitrina. Romy, su hijo, había querido que se expusiera allí, ya que su padre no vivía en su casa. El equipo había resultado campeón de la liga provincial infantil; aparte del trofeo grande, entregaron otros más pequeños a cada uno de los chicos. A Romy, por ser el capitán, le habían premiado con uno de tamaño intermedio, que Román cambió varias veces de posición hasta conseguir que el nombre de su hijo fuese legible.
-¿Va a venir Hammou? -preguntó Romy.
-No, hijo. Ya pasó la prueba para que el Málaga lo contrate, pero todavía tienen que hacerle hoy el reconocimiento médico.
-¿Ya no va a entrenarnos más a nosotros?
-Me parece que sí. Aunque consiga ser titular en el Málaga, le permiten venir a entrenaros dos veces por semana.
-¿Cuándo vas a llevarme a vuestra casa?
-Cuando quieras.
-¿El martes, que cierras el restaurante?
-¿No tienes colegio?
-Las vacaciones empiezan mañana, ¿no te acuerdas?
-Disculpa, hijo. No me acordaba. ¿Te han aprobado?
-Claro. Díselo a Hammou, porque me prometió regalarme un balón firmado por los jugadores del Málaga si las aprobaba todas.
-Esta noche se lo diré cuando llegue a casa. No te preocupes.
Esa noche que sería una de mil, entre los miles de noches que habrían de sobrevolar juntos todas las rutas mágicas del oriente y el occidente.


jueves, 8 de septiembre de 2016

VARIOS VIDEOS DE YOUTUBE SOBRE LIBROS MÍOS


VIDEOS DE YOUTUBE SOBRE LIBROS MÍOS
Exixsten vídeos youtube sobre algunos de mis libros.
Estos son los enlaces:
https://www.youtube.com/watch?v=0vBsz4ZkDtQ
https://www.youtube.com/watch?v=xHFsA2CrDXg
https://www.youtube.com/watch?v=StcUPMTKP98
https://www.youtube.com/watch?v=qFgFSKBJrbw
https://www.youtube.com/watch?v=QEeoTqgwfTs


martes, 26 de julio de 2016

PARA UN LUCIDO 13 DE OCTUBRE

12 DE OCTUBRE.
¿DESFILE MALAGUEÑO DE LOS PUEBLOS HISPANOS?


Si alguien conoce asociaciones de paraguayos, argentinos, bolivianos, colombianos, mexicanos o venezolanos en Málaga, le rogamos que nos lo indique en nuestro e-mail:
ciriacodp@gmail.com
Este Club, en su lucha por el rescate histórico de Málaga, trata de poner en marcha un DESFILE DE LOS PUEBLOS HISPANOS EL 12 DE OCTUBRE. Sabemos que existen hermandades muy activas de las nacionalidades citadas, y que todcas ellas tienen grupos culturales y folclóricos que se prestarían a un lucidísimo desfile de Hispanidad.
Por favor, escríbannos a
ciriacodp@gmail.com

martes, 5 de julio de 2016

INTENTAN ORGANIZAR EL PRIMER CORO GAY DE MÁLAGA

INTENTAN ORGANIZAR EL PRIMER GAY CORO DE MÁLAGA
Un grupo de paisanos muy inquietos y, al parecer, dispuestos a que Málaga “se abra”, como quería Federico García Lorca, intentan organizar en Málaga uno de los primeros coros de hombres gay de España. Ruienes deseen intentarlo y probar, pueden escribir a
jonfer2052@gmacil.com
Cuatro ejemplos de coros gay de Madrid, México, Londres y Los Ángeles;





lunes, 30 de mayo de 2016

Tercer cuento de LA HORA DE 3.000 AÑOS

Publico la primera parte del tercer cuento de mi colección "Unahistoria mítica de Málaga"

LA cabeza del dio0s

III - La cabeza del dios
El chamán no era compasivo ni había tratado jamás de parecer cordial. Tampoco había disimulado nunca su intención de ser tenido por cruel o extremadamente cruel. Meng miró de reojo a su compañero de condena; aunque consideraba que era un poco más viejo, parecía más joven que él, y ni siquiera giró el cuello mientras se adelantaba, por no verlo quedarse atrás y sentarse a dudar sobre un tronco abatido por un rayo; tenía miedo. Ah tenía miedo, una novedad demasiado inesperada. ¿Era el chamán el que conseguía ese efecto? Tenía que ser eso; A Ah le atemorizaba la indiferencia con que el chamán perforaba el pecho de los sacrificados y bebía su sangre. Nunca antes había visto flaquear la determinación de su compañero. Debía alegrarse, pero tenía que fijarse bien en lo que el chamán hacía y decía.
Ah tenía que haber conocido más de quince soles, pero exhibía jactanciosamente una fuerza y un poderío que Meng envidiaba desde que tenía memoria. No sabía poner nombre a ningún sentimiento, ni la envidia ni el placer, pero deseaba poseer el poder de Ah, que siempre fuera tan imbatible, y ahora, ante el chamán, flaqueaba tan ostensiblemente.
Meng nunca estaba del todo seguro de en qué mundo vivía, el placentero y luminoso que recorría después de dormirse en el fondo de la cueva o el sudoroso donde pasaba la mayor parte del tiempo buscando comida, siempre con Ah, nunca sin él. Después del cansancio, al rendirlo los demonios de lo oscuro, hablaba reposadamente con seres refulgentes, tan bellos como la luna llena. Uno de esos seres, acudía con frecuencia a recibirlo en su jardín; sólo tenía pelo en la cabeza, una larga fronda amarilla que le llegaba a las pantorrillas; el resto de ese ser era sonrosado como una flor al estallar, a diferencia del suyo y el de Ah, que eran como mantos de yerba seca. No recordaba haber tocado nunca a ese ser, sólo tenía constancia del apremio de su deseo, que nunca era capaz de dilucidar si consistía en hambre o embrujo; tal vez quería comérsela porque debía ser deliciosa de paladear o tal vez deseaba adorarla como una diosa, pero el chamán no hablaba jamás de diosas en femenino. Ahora, el único mundo era el de las penalidades, y le tocaba penar junto a Ah. Con él. Temiendo quedarse sin él.
De reojo, vio que Ah continuaba sentado en el tronco, resistiéndose a obedecer la orden del chamán. Meng, en cambio, se arrodilló de inmediato, esperando lo que se le asignarse; podía ser un gigantesco pedrusco que le partiera la cabeza, un afilado pedernal que abriera su pecho o una antorcha ardiente que cauterizara sus ojos.
La condena se la habían ganado, tanto él como Ah, por disputarse violentamente los favores de una hembra, la más casquivana de la tribu. Ambos sabían de sobra que Tarna regalaba sin límites sus mieles a todos los machos en edad de hacerle sentir placer; lo único que Meng y Ah habían hecho mal era tratar de matarse mutuamente, por unos favores que ambos podían haber conseguido sin ninguna clase de dificultad, si no hubiesen pretendido gozar de Tarna el mismo día y a la misma hora, puesto que nunca se separaban.
El chamán actuaría tan expeditivamente como siempre. Los dos condenados sabían que los chamanes de otras tribus se comportaban de manera diferente; convocaban a los más ancianos de la tribu, se reunía una especie de asamblea y aunque el poder de resolución de los chamanes fuera siempre igual de indiscutible, al menos los demás hacían participes a sus respectivas tribus de la clase de condenas que dictaban. El chamán de su tribu, no. Arrodillado, Meng miró el reguero de su sangre que se mezclaba con la tierra; sentado en su tronco, Ah también continuaba sangrando, pero sin compadecerse de sus heridas, el chamán se alzó ante ellos en actitud altiva, indicó con el índice derecho hacia el norte, mientras señalaba cinco con la otra mano.
Meng notó que Ah, con los ojos cerrados, trataba de no enterarse de la orden. Por ello, y como la condena ya había sido dictada, abandonó la postración y, acercándose a él, le tendió la mano para obligarlo o ayudarle a alzarse. Tenían que caminar cinco noches completas, siempre en pos de aquel misterioso lucero que todos ellos adoraban, porque así lo habían ordenado los dioses. Al quinto día, tales dioses les dirían qué debían hacer. Era la palabra del chamán que nadie podía discutir.
Durante cuatro noches, siguieron a través de la selva un sendero ascendente. Tan empinado, que no paraban de jadear. Tuvieron que enfrentarse a feroces animales que nunca habían visto, sobre todo los onagros chillones cuyos aspavientos alertaban a todo el bosque. Eran otra clase de seres. Gruñían, relinchaban o rugían, pero ninguno era capaz de decir su nombre ni decirles cualquier otra cosa, sólo querían matarlos. En muchos momentos, Meng cubrió con su cuerpo el de Ah para protegerlo mientras se libraban de los rugidos; en otros momentos, era Ah quien protegía a Meng. Sorprendentemente, ambos se protegieron, porque sería más fácil sobrevivir los dos que uno solo y, sin saberlo, ninguno de los dos creía que pudiera vivir sin el otro.
Nunca llegaban a saciar el hambre del todo. Como habían tenido que emprender desarmados la condena, no podían cazar más que seres pequeños que sabían de antemano que no podían comunicarse, pero eran castañas y otros frutos lo que más comían. Siempre al borde del desfallecimiento, no les aliviaba el baño en las pozas ni devorar raíces o legiones de insectos. El hambre era un agujero sin fondo en su cuerpo. Una tronera por donde se les escapaba el orgullo, el odio, la rivalidad y el rencor. Sin acordarlo, dormían las tardes completas, por turnos; uno soñaba misterios mientras el otro velaba y constantemente se protegieron como si jamás hubiesen querido matarse. Pero, ahora, nunca volvía Meng a entrar en el jardín del ser sonrosado de melena dorada. Algo estaba ocurriendo. El poder de la condena del chamán les alcanzaba allí donde estuvieran, aunque les separasen de él montañas monstruosas. La condena abarcaba toda su vida, sólo podían liberarlos los dioses cuando cumplieran sus órdenes.
Cada vez que se hundía el sol, los ruidos de la selva transportaban demonios terribles. Cuando los dioses permitían que volviera, los demonios sólo se escondían tras las rocas o entre las raíces de los árboles, al acecho. Ya no tenía que temer las miradas o las acometidas de Ah, ahora era su aliado, como lo había sido siempre hasta la irrupción en sus cuerpos de aquella clase nueva de placer.
Vieron el cuarto amanecer desde un promontorio, desde donde divisaron una extensa llanura. La temperatura era muy inferior a la de las piedras calientes junto al gran paisaje de agua que habían abandonado allí abajo. Ahora sentían frío. Habían ultrapasado, a su izquierda, una muralla divina hecha de piedras cortadas por desconocidos titanes, una especie de espinazo gris de animal imaginario, a cuyo lado pasaron sigilosamente, por temor a despertarlo.
Ah señaló un punto indeterminado. Meng notó que deseaba ordenarle algo, pero no podía obedecerle y miró hacia el lado contrario. Los dos eran simples exiliados, condenados a no sabían todavía el qué.
La llanura era más verde que el paisaje junto a la gran superficie de agua, pero con menos árboles. No había nada que anunciase tribus; ni humo ni el resplandor madrugador de fuegos dispuestos para los primeros alimentos; los únicos signos de vida eran varias bandadas de aves muy grandes que, a lo lejos, se dirigían al sur. Pese a lo mucho que se odiaban, tanto Ah como Meng se comunicaban sin apenas sonidos, con sólo algún gesto y constantes miradas. No sabían si compartían madre o padre, pero no recordaban haber estado jamás lejos el uno del otro. Lo más sobresaliente eran los retozos alborotados mientras los zarandeaban las ondas líquidas llenas de misterios y maravillas. Siempre permanecían uno al lado del otro, en las disputas por la comida, en las persecuciones de rivales comunes, en las luchas contra seres peludos que les doblaban en altura y podían comerse, y en el recreo del ronroneo al sol. Todos sus recuerdos eran a dúo; las cacerías; las incursiones en la procelosas aguas en busca de aquellos animales tan resbaladizos; los bailes ceremoniales; los juramentos de sangre. Los primeros aprendizajes del placer, que fue lo que les inclinó a odiarse. Pero ignoraban por qué nunca se habían separado.
Los ojos de Ah dijeron “vamos abajo”, Meng asintió tras una corta vacilación y ambos emprendieron el descenso. Cuando la pendiente acabó, comprendieron que todavía les quedaba un largo trecho por recorrer, porque el sol tardaría en hundirse. Pararían una vez que refulgiera del todo el quinto amanecer.
Una vez que dieron por culminada la primera parte de su condena, el camino, se echaron despreocupadamente a dormir. No sabían cuándo ni dónde llegaría el mandato de los dioses; debían aguardar mansa y humildemente. Al menos, Meng lo consideraba así pese a la actitud incomprensible de Ah,que no mostraba la paciente mansedumbre a que les obligaba la condena.
Los dioses no les hablaban. Llevaban acampados tanto tiempo en el mismo lugar, que se comunicaron la intención de fundar un poblado allí mismo, pero no había mujer para comenzar el poblamiento. Y no podían volver atrás ni seguir adelante. El tiempo pasaba sin recibir sonidos en ninguna de las dos vidas, la del día ni la de la noche. Un día, despertaron temblando a causa de un desconocido fuego blanco, que les escocía en la piel y enrojecía sus dedos. Habían asistido a la desaparición de las hojas de todos los árboles, seguramente por el maleficio de algún dios desconocido, pero ese fuego blanco era todavía más extraño y mucho peor.
El fuego blanco les impedía echarse en el suelo, les obligaba a temblar con los miembros descontrolados, y tuvieron que moverse. Siempre dormían entre las zarzas, en procura de que los temblores se calmaran, pero esa tarde no encontraron ninguna, sólo una extensión verde sin ningún abrigo a la vista. La primera parte de la noche no consiguieron dormir, por lo que se afanaron en amontonar las piedras más pesadas que encontraron, para componer un pequeño abrigo, hasta que el agua de su piel empezó a convertirse en humo. Meng se preguntaba a cada paso en qué momento trataría Ah de partirle la cabeza con una de esas rocas, pero dejó de preguntárselo cuando ya no era capaz de ver su cara, envueltos ambos por las tinieblas. Cayeron exhaustos, sin capacidad de recordar preguntas ni miedos.

martes, 17 de mayo de 2016

COLECCIÓN QUE LLEVO 3O AÑOS ESCRIBIÉNDOLA



LA HORA DE 3.000 AÑOS

      COLECCIÓN para ilustrar el conocimiento de la verdadera

 antigüedad del poblamiento de la bahía de Málaga. 


     
    Una historia mítica de Málaga contada en 30 cuentos, que estos meses trato de completar, porque una institución se ha interesado por ellos. 

Títulos:

I - El templo del Cataclismo.
II – El túnel del agua
III - La cabeza del dios
IV - Llamadla Reina 
V - El muchacho de Tiro
VI - Púrpura
VII - La hetaira del ágora.
VIII - El jardinero de las palmas.
IX - El senador y la esclava
X – Factoría de garum.
XI - Enamorados del atrio.
XII - Dos llamitas azules.
XIII – El templo de Chindasvinto.
XIV – La revuelta imposible.
XV - Un árbol para ahorcar.  
XVI - El perchelero de Nápoles.
XVII -  Peste y sangre
XVIII - Todos somos uno..
XIX - LA TORRE OFRECIDA.
XX - La alcubilla de Capuchinos.
XXI - La noche de los cuchillos largos de Napoleón.
XXII - El noray del gitano Heredia
XXIII - El fantasma de la orza.
XXIV - La emparedá.
XXV - El cenador de la bella.
XXVI - Mardito bisho 
XXVII - Ancha del Carmen.
XXVIII - La Virgen de la Peña
XXIX - El boquerón de la suerte.

XXX - Poseidón furioso

jueves, 28 de abril de 2016

NOVELA INÉDITA QUE ESPERO PUBLICAR PRONTO

Esta novela la escrbi a principio de siglo, 
con la sola idea de reirme yh hacer reír.
INTUYO QUE PODRÍA PUBLICARSE PRONTO.


Los Tercios de Omar Candela

Luis Melero                                      

TERCIO DE SUEÑOS
  
I – CAPEA

Don Juan Tenorio, ¡ése sí que se comía todas las roscas que le daba la gana! A su lado, lo de Jesulín parecía cosa de niños de colegio de curas, por mucho que el Cañita se lo propusiera como ejemplo de fortuna con las mujeres, pintándole el paraíso que conquistaría si se arrimaba un poquitillo más a los bureles.
Omar Candela tenía diecisiete añitos cabales, floridos en el porte sandunguero de quien se siente arropado e impulsado por el clamor de su pueblo, con el alcalde a la cabeza, capaces munícipes y vecinos de perdonar a la gloria local los dos novillos que habían sido devueltos vivos al corral la semana anterior y los muchos más que habían escuchado los tres avisos meses atrás. Nadie en Cártama le acusaba de cobarde por  perder el resuello en los ruedos huyendo de los toros, ya que el brillo del traje de luces les cegaba y sólo conseguían ver el resplandor que el chiquillo podría, algún día, proyectar sobre su paisanaje. Ahora, sentado por primera vez en su vida en la butaca de un teatro, Omar tenía las cosas más claras. Lo de Jesulín resultaba brumoso por muchas bragas que le tiraran en las plazas, porque no era capaz de imaginarse a sí mismo reinando en un cortijo que valía una pechá de millones y emulando a Tarzán, rodeado de bichos todavía más peligrosos que los toros. En cambio, lo de don Juan sí tenía color, porque el gachó no necesitaba jugarse la vida para que las titis se abrieran de piernas con entusiasmo y sin más pretensión que el placer. Sin pejigueras.
Esa tarde, Manolo el Cañita había llegado a Cártama con una de sus frecuentes rarezas:
-Escucha, niño, necesitas una mijilla de pulimento, porque la última vez que te entrevistaron por la radio, en vez de un mataó de novillos parecías un asesino del idioma. Mira, he comprao dos entrás pa "Don Juan Tenorio", que lo dan esta noche en el Cervantes. A ver si te fijas en cómo habla la gente.
Y, sin permitirle protestar, le había empujado dentro del Clío echando a correr hacia Málaga, porque sólo faltaban noventa minutos para la función y a esa hora el tráfico tenía mandanga.
Aunque ir a un teatro le parecía propio de maricones, ahora se alegraba de no haber podido escaparse del Cañita, cosa que intentó cuando esperaban entre el mogollón de gente que había a la puerta del teatro, sin conseguirlo porque el apoderado le sujetaba el brazo como quien se protege en un burladero de un morlaco de quinientos kilos resabiado. No era capaz de captar lo que había de diferente entre como hablaban los actores del escenario y su modo de expresarse, salvo esa majaretá de dialogar en verso, pero sentíase fascinado por el protagonista, al que le daba igual follarse a una duquesa que a una mendiga y que era capaz de convencerlas a todas, lo mismo a putones que a novicias de conventos, sin arriesgarse más que a ser perseguido por cornudos metafóricos en vez de por verdaderos astifinos. Desde que el actor comenzara a jactarse de sus proezas de alcoba, tenía la bragueta inflamada imaginándose a sí mismo en las situaciones descritas, sorprendido entre los brazos de cientos de mujeres por los maridos, padres y hermanos burlados, y sacando con valentía el estoque de matar para defenderse de los que tenían cuernos pero no eran ni la mitad de fieros que los toros.

A su lado, el Cañita notó que Omarito se rebullía en el asiento y, de reojo, percibió en el pantalón el relieve del pitón corniveleto que ya conocía de largo, de tanto ayudar al niño a enfundarse la taleguilla. Manolo Rodríguez el Cañita, sexagenario con unos duros ahorrados, que no tenía empacho en "invertir" apoderando a Omar Candela, llevaba ya tres o cuatro meses al borde del arrepentimiento por haber creído en un muchacho que, aunque poseía las condiciones de un estilista, estaba demostrando ser un gallina que, tal como iban las cosas, no iba a escuchar en las plazas más que carcajadas y pitos. Para más inri, cargaba en las entretelas el miedo a que la inversión se pudiera malograr con las calenturas del niño, que a veces no eran calenturas sino volcanes en erupción, erupción que, según la experiencia, iba a producirse en seguida con la consiguiente descarga de lava, porque Omarito no paraba de jadear por lo bajini y movía acompasadamente las caderas como debería hacer pero no hacía en la plaza, en una tanda de naturales rematados con el pase de pecho que todavía no había sido capaz de dibujar en siete meses de carrera, carrera en el sentido literal, ya que, perseguido por los toros, el aspirante a matador daba la impresión de estar preparándose para batir el récord mundial de los cien metros lisos. Dentro de unos minutos, tendría que aguantar las mojigangas del niño, que se resistiría a ponerse de pie para que nadie descubriera la mancha, y él, a sus años, obligado a hacerle de biombo pasillo adelante. Apretó los labios con algo de ira, preguntándose quién le mandaba meterse en esos berenjenales, con lo tranquilo que vivía, ocioso y disfrutando de la pensión y las rentas, antes de "descubrir" a Omar aquel aciago día en una capea donde sólo había esbozado un par de bonitos capotazos.
-Don Manuel, éste don Juan sí que comía buenos jamones -comentó el novillero cuando se dirigían en busca del coche, con los folletos de mano de la función sujetos de modo que ocultaran la humedad del pantalón.
-Pues ya sabes lo que tienes que hacer. Arrimarte.
-¿A las tías?
-¡A los toros! Si quieres mojar tanto como don Juan, lo que tienes es que tomarte el toreo a pecho, que me tienes de un harto... Llevo la tira de días pensando que debería dejarte en la cortijá donde te conocí capeando malamente, y que vuelvas a apencar con el azaón. Mira, Omarito, tienes un estilo con el capote que me recuerda a Ordóñez de joven y, cuando el bicho no anda cerca, compones con la muleta figuritas la mar de postineras. Pero, hijo, es que te cagas patas abajo cuando lo ves llegar. Arrímate una mijilla, joé, y en dos años confirmarías la alternativa en Las Ventas. Te lo juro por éstas. Entonces sí que podrías meterla en caliente tó lo que te salga del forro.
-¿Y ahora, no podría meterla un poquillo?
-¿Qué quieres decir?
-Que si me adelanta usted unos duros pa ir a un puticlub.
-¿Adelantarte? ¿Tú sabes lo que me debes ya, los tres vestíos, los tentaeros y lo que me cobran por dejarte torear?
-¡Es que me dan unos meneos!
El Cañita observó a su pupilo. Llamaba "meneos" a los nervios y eran los síntomas de lo que iba a ocurrir la próxima semana si no le ponía remedio. Volvería a estar en trance hormonal y de nuevo iba a pasar unos cuantos días sin conseguir concentrarse en la placita cortijera donde lo obligaba a entrenar con el toro de mimbre, recibiendo las falsas cornadas en cadena y enrojeciendo y tirando los trastes cada vez que alguno de los presentes comentara con sorna lo del abultamiento infatigable del pantalón. Cuando le entraban los temblores en una novillada, con el traje de luces luciendo tienda de campaña porque alguna serrana, sentada en la barrera, le dedicaba un piropo, siempre tenía que mandarlo a esconderse para aliviarse, porque, si no, perdía la cabeza y no sólo no se acercaba al toro, sino que dejaba de saber dónde estaba por grande y negro que fuera. En tales ocasiones, y en un tiempo sorprendentemente corto, Omarito volvía al burladero limpiándose la mano en el capote de paseo, a pesar de lo mucho que le advertía de que el capote acabaría pareciendo el manto de un nazareno con la cera de catorce semanas santas. Ahora, en mitad de la calle, no había callejón ni recovecos donde decirle que se escondiera, así que a encontrar una solución. 
-¿No te he dicho una y mil veces que tienes que cuidar tu salud? Ya sabes lo que te puede pasar con una puta.
-Siempre llevo dos condones en la cartera. ¡A ver!
-Los condones no te protegen de las ladillas, los hongos, el herpes, la hepatitis y un montón de cosas más.
-¡Don Manuel, por favor...! -suplicó Omar.
Todavía se hizo de rogar un poco, pero al final transigió:
-Está bien, pero iré contigo y te diré con la que puedes apalabrar una corrida de orejas y rabo.
Condujo el coche hasta la vera del puerto y aparcó junto a un sector de calles cuadriculadas donde sabía, por sus propias necesidades, que había tres o cuatro barras americanas. Optó por una que habían abierto no hacía mucho y que, por lo tanto, debía de tener un elenco poco sobado, y empujó puertas adentro a Omarito, que de repente parecía tan asustado como si un morlaco cinqueño corriera a su encuentro.
-¿Me vas a decir, ahora, que estás acojonao?
-Yo... don Manuel...
El Cañita sonrió con sorna, observando el rubor que ascendía en oleadas por las mejillas de Omar.
-Así que es verdad lo que me chismeó tu primo Tomás el otro día. ¡Todavía no te han dao la alternativa!
-Yo...
-¡Con razón...! Mira, visto lo visto, esto no va a ser un adelanto, sino un regalo. ¿Ves aquélla, la que tiene pinta de inglesa, la rubita?
-¡Está jamón!
-¡A ti te parecería jamón hasta la mojama de pintarroja! Creo que esa muchacha está sana, pero de todos modos enfúndate el condón hasta los huevos y no la besuquees demasiao. Voy a ajustar con ella que se quede hora y media contigo, ¿vale?

Omar asintió, todavía con la cara encendida y la mirada baja, lo que no atemperaba sus jadeos de anticipación. Con cierta ternura, el Cañita lo vio retirarse hacia el reservado empujado por la chica de alterne que iba a darle la alternativa. Ojalá que eso mejorara su disposición para la otra alternativa, la que de veras importaba, porque si Omarito no cambiaba de manera significativa, iba a tener que hacer de tripas corazón y reconocer de una vez por todas que se había equivocado. Omar no constituía una rareza, porque todos los que se enfrentaban a un toro tenían miedo; el secreto era solaparlo con resolución, cosa de la que el muchacho parecía incapaz, porque donde debía haber arrojo sólo exhibía pusilanimidad.
-¿Es hijo tuyo? -le preguntó la camarera, para huir del aburrimiento, puesto que todavía no había sonado la medianoche, hora a la que acudían los fugitivos de las sacrosantas alcobas del tedio.
-No -respondió el Cañita-. Le apodero.
-¡Vaya! ¿Qué es, boxeador?
-¿Lo dices por lo fuerte que es? Mejor sería que pensara en dedicarse a dar hostias, porque, por como van las cosas, tiene menos porvenir con los toros que la baca de un coche.
La camarera sonrió.
-O sea, que no tiene cojones...
-Si te refieres a los de carne, está bien despachao; pero si hablas de los metafóricos...
-Sin embargo, tiene una pinta...
Sí, se dijo el Cañita; lo de la pinta no se podía negar. Sería una pena tener que abandonarlo a su suerte de hortelano, porque desde Ordóñez y Paquirri no había visto nunca a nadie con mejor planta torera. Se preguntó si, a la hora de la verdad, no le paralizaría el miedo también al encontrarse a solas con la prostituta.  
Tras encerrarse en el cuarto, la muchacha sintió algo de temor. El joven, casi un niño, guapo como un figurín, parecía trastornado. Notaba el temblor de sus hombros y manos, el aleteo de su nariz, sus jadeos y el brillo febril de sus ojos. Una de dos; o se trataba de un loco a punto de darle un ataque epiléptico o era un debutante. Se decidió por esta última posibilidad, confiando que el abuelo que la había contratado le habría advertido si tenía que vérselas con una cosa rara. Tras bajarse la minifalda elástica y los pantys, todavía con una ligera inquietud que la obligaba a permanecer en guardia, se acercó al muchacho y fue a desabrocharle la camisa, pero cuando le puso la mano en el pecho, él soltó un bufido, se le doblaron las piernas, jadeó entre juramentos y se le pusieron los ojos en blanco.
-Joder, niño, ¿eres Johnie el rápido? -preguntó, sonriente, mientras le ayudaba a quitarse el slip enfangado.
-No, soy Omar, el lechero. Túmbate ahí... ¡a ver!
-Pues si tú eres lechero, yo soy la vaca que ríe. Ven aquí, mi amor; me llamo Nancy...  vamos a ordeñarnos mutuamente.
Efectivamente, sus temblores y convulsiones eran los de un debutante, el chico no era peligroso. Recuperado el dominio y ya tranquila, Nancy se recostó con la pose ensayada, en imitación de una foto de Marilyn Monroe que llevaba siempre en el bolso; la pierna izquierda flexionada de modo que resaltase la curva de la cadera, que sabía que podía presumir de ella; el hombro derecho alzado y la mano izquierda tras la nuca, con el brazo doblado; era la pose que mejor resaltaba los pechos, todavía turgentes pero un poco demasiado voluminosos como para que permanecieran erguidos en otra postura; apretando las nalgas, el volumen de la sedosa vulva emergía incitador. Vio que, tras un sorprendentemente corto desfallecimiento, el chico volvía a estar dispuesto.
-Oye -bromeó la muchacha-, se ve que todavía no has empezado a desgastarlo. ¡Vaya herramienta!
-¡A ver! ¿Quieres que te apriete el tornillo?
-Pon la directa. Demuestra lo que sabes hacer con la palanca de cambio.
Omar Candela saltó hacia ella y, tras obligarle la rubia a enfundarse el preservativo, en el momento que comenzaba a invadirla, de nuevo se convulsionó.
-¡Niño, pareces una traca valenciana!
-Pero todavía me quedan cohetes -se jactó Omar.
Mas no hay petulancia que pueda violentar la Naturaleza. Nancy miró con preocupación el reloj, habían pasado veintitrés minutos y, a pesar de que el padre o abuelo del muchacho la había contratado para hora y media, había entrado en la habitación convencida de poder saciar al chico del todo en media hora, porque transcurrido ese tiempo esperaba la visita de un cliente muy generoso que la madrugada anterior le había prometido volver esta noche al bar. Ahora, el desfallecimiento parecía definitivo, sin posibilidad de reanimación, aunque no paraba de acariciarle el interior de los muslos, el pecho y el escroto. Trocada en ternura la suspicacia de los primeros momentos, Nancy contempló a Omar. Era demasiado joven, su cuerpo mantenía la suavidad casi femenina de la niñez, pero comenzaba a emerger en su piel el vigor de una masculinidad pletórica que en muy pocos años, quizá sólo meses, sería arrolladora; hombros anchos aunque poco angulosos todavía, pectorales y abdominales marcados sin exageración, brazos torneados en los que comenzaban a aflorar venas robustas, enjutas caderas de atleta y piernas potentes, aún desprovistas de vello. Le alegraba tener el privilegio de ser su pedagoga y, por ello, olvidó el reloj.
-Arrodíllate -pidió.
Omar obedeció. Se alzó sobre la cama para quedar de rodillas, con los muslos algo abiertos a fin de mantener el equilibrio. La tal Nancy, que a ver cómo se llamaría en realidad, era una hembra casi como las de las revistas que usaba para encerrarse en el baño. Bueno, tal vez un poco más pechugona, pero eso no le molestaba, sino todo lo contrario. Vistos desde arriba, cuando ella se flexionó para acercar la cabeza a su ombligo, los pechos parecían enormes y los pezones daban la impresión de estar a punto de reventar; marrones, puntiagudos, duros como bellotas. Sentía ganas de morderlos, pero ella no le permitió intentarlo. Nancy estaba recorriéndole con la lengua todo el vientre, desde el ombligo hasta las ingles, dejando un reguero de saliva en el vello púbico. Lo que parecía haber muerto, comenzó a revivir. "Caramba -se dijo Nancy-, visto tan de cerca, esto no es una palanca de cambio, sino un tubo de escape". Retrajo el prepucio para facilitar la caricia, endureció y aguzó la lengua para recorrerle el canal del bálano y trató de penetrar la uretra, mientras aferraba con la mano derecha toda la bolsa escrotal y acariciaba con la izquierda el prominente monte del perineo. Para entonces, la sangre volvía a fluir a borbotones, flujo que se aceleró definitivamente cuando Nancy hizo como que saboreaba un polo de vainilla. Tras unos pocos segundos, lo que emergió de su boca, al soltarlo los labios, dio un brinco y batió de manera audible contra el vientre de Omar.
-¿Podrás aguantar un poco ahora? -preguntó Nancy con arrebato.
-Estoy a punto -respondió Omar.
-Resiste -pidió ella y le dio una palmada en el glande para contener y retrasar el estallido-. Ven aquí y no te muevas. Déjame hacer a mí.

Abandonado, Omar se tendió sobre ella, que, inmóvil, comenzó a morderle el cuello. Él amagó una sacudida, pero Nancy lo inmovilizó con las piernas en torno a su cintura, alzando la pelvis hacia él. Por fin conseguía dar una estocada hasta la bola, una estocada por la que podría salir a hombros. Sintió la suavidad del interior de la rubia, una textura de terciopelo ardiente que quemaba sin abrasar. Tenía que descargar, no podía esperar más, pero ella le dio una tarascada en la cintura por detrás, y de nuevo halló que podía aguantar un poco.
-Despacio, despacio -murmuró Nancy-, sin violencia. No golpees con las caderas, muévete sólo un poco a un lado y otro. Así... eso es. Sin prisas. Así, poco a poco. Un poco más fuerte... ¡Ahora! ¡Atraviésame! ¡Métemela hasta el pecho! Así. ¡Ah!
Omar sintió que el cuerpo de Nancy perdía momentáneamente fuerza, laxo, como si estuviera a punto de desmayarse, mientras veía con claridad cómo temblaba su pecho con la piel erizada. Entonces escuchó el grito, o los gritos. Igual que si hubiera enloquecido, la muchacha, sin parar de gritar, gemir y gritar de nuevo, fue agitada por espasmos en cascadas, espasmos que le hicieron mover las caderas y golpearle impacientemente con la vulva que encerraba su miembro.
En tal momento, tuvo la cuarta eyaculación de esa noche, aunque le pareció que era la primera vez que lo hacía en sus diecisiete años. Era como si una potente bomba de succión absorbiera sus fluidos, como si algo poderosísimo tratara de vaciar todo su interior y volverlo del revés igual que un calcetín. Ajena a su voluntad, su garganta emitió un ronco rugido que se acompasó con los gritos que ella continuaba dando.
Tras lo que parecía haber durado horas y horas por su intensidad, el chico se abandonó, relajado. Esto sí era placer. Jamás volvería a encerrarse en el baño con una revista ni lo otro en la mano. Se lo repitió a Manolo el Cañita cuando iniciaban en el coche el regreso a Cártama:
-Ya no volveré a pajearme en mi vida. Esto sí que...
-Bueno, chiquillo, espero que la experiencia te sirva de algo y te hayas convertido en un hombre de una vez. Hoy te he ayudado a que tengas una alegría. Ayúdame a que yo también tenga una alegría pronto. A ver si la primavera que viene, en Alcázar de San Juan, te arrimas un poquillo y rematas la faena.
-La historia ésa del teatro, ¿era verdad?
-¿Lo de don Juan Tenorio? No creo. Bueno, a lo mejor... Zorrilla se basó en otro drama teatral más antiguo, "El burlador de Sevilla", escrito en el siglo XVI por un cura que se llamaba Tirso de Molina, que creo que se inspiró en una leyenda que contaban en la corte, un tío capaz de llevarse a la cama a media humanidad, basada en un personaje real, un tal Villamediana, que daba a entender que se había acostao con la reina.
-¿Puede ser que un tío folle de verdad tanto como él?
-No sé qué decirte, niño. De toas maneras, hay quien dice que un hombre que cambia tanto de mujer, es porque no es de verdad capaz de amar a ninguna. Vamos, que pudiera ser un poquillo mariposa. Lo dijo Gregorio Marañón.
-¿Un tío como ese, maricón? ¡A ver! No me lo creo.
-No lo crees porque tienes diecisiete años y te empalmas con una mirada. Lo grave sería que a los treinta siguieras igual, follando cá noche con una diferente.
-O con dos.
-¡Niño!
-Yo no sé lo que pensaré a los treinta, pero ahora lo que quiero es repetir lo de esta noche cuantas más veces, mejor.
-Tú, encuentra tu sitio en los ruedos, échale cojones, y vas a ver que tienes más oportunidades que Jesulín.
-Lo que yo quiero es imitar a ese don Juan. ¡A ver!

-Pues a ver si te arrimas.