domingo, 8 de agosto de 2010

LOS TERCIOS DE OMAR CANDELA. 15ª entrega


XVIII - Larga cambiá

-Nos ha salío una novillá en Ibiza pa el sábado de la semana que viene -dijo el Cañita-. Nos viene de dulce, porque toreamos el domingo siguiente en Játiva, así que la combinación es chachi.
Omar continuó los ejercicios con escaso interés debido a que sentía sueño, abulia que intuyó el peón que accionaba la carretilla donde estaba montado el toro de mimbre, y no realizó ninguna aproximación imprevista ni peligrosa. Mayo avanzaba entre calores y, tal como olía el aire, Omar sólo podía pensar en el sexo, adobado con la frustración que le causaba recordar a la muchacha de Valladolid y la fallida excusión a Torremolinos. El aire estaba lleno de sonidos, en contraste con el silencio campero de sólo un mes atrás; cantaban toda clase de pájaros y había rumores de vida por doquier entre el perfume almibarado de las flores. Todo invitaba a abandonarse a la sensualidad.
-¿La ha llamao usted, don Manuel?
-Sí. Anoche hablé con Isabel casi una hora.
-¿Le dijo algo de la sobrina?
-Está cabreá. Alguien le contó tu aventura por los balcones de Palencia.
-¡Coño!
-Sí, ése es tu problema, los coños. Pero date cuenta de una cosa, niño; si Marisa se puso de mal humor, será porque se había hecho ilusiones.
-¿Usted cree eso de verdad?
-Claro que sí, hombre. Cuando toreemos en Colmenar Viejo, las voy a convencer pa que vayan a verte.
-¿Y si la llamara yo?
-El teléfono que tengo es el de la tía y, de cualquier modo, ¿tú crees que con el jarabe de pico que te gastas ibas a convencerla?
-¿No iba a llevarme más veces al teatro, pa que hable mejor?
-¿Cuándo te voy a llevar al teatro, niño, si todas las noches no quieres otra cosa que a la Nancy?
-Lo cortés no quita lo valiente.
-¿Ves?, eso está pero que mu requetebién, que tengas agilidad mental pa decir cosas como ésas. Pa avanzar en ese camino, tendrías que leer tó lo que puedas, ya sabes, periódicos y demás, ya que no soy capaz de imaginarte leyendo a Ortega y Gasset. Mira, creo que hay una compañía de teatro en el Alameda, que no queda lejos de la barra donde trabaja la Nancy. ¿Quieres que vayamos hoy?

Mientras miraban los carteles tras comprar las entradas, Manuel Rodríguez se arrepintió de haber hecho la propuesta. Se trataba de una de esas funciones de teatro modernas, donde la gente se desnudaba y pasaba todo el rato dando gritos y otras cosas raras. Bueno se iba a poner el niño en cuanto viera a una mujer desnuda en el escenario.
-No creo que esta función te sirva pa aprender a expresarte, Omar. Si quieres, lo dejamos.
-Ya ha comprao usted las entradas. ¿Va a perder el dinero?
-No tiene importancia.
De todos modos, entraron en el teatro y fueron luego a la barra americana. Nancy no trabajaba ya allí y, al informarle, la encargada miró fijamente a Omar:
-Comentan las chicas que se había colado por un cliente y ha preferido quitarse de enmedio. Nosotras no podemos permitirnos que nos pasen esas cosas. Creo que se ha ido a Barcelona. Pero mira la búlgara que tenemos nueva... ¿no te apetece?
-Me había hecho a la idea... -repuso el novillero.
-¿Quieres, o no? -se impacientó el Cañita.
-No, don Manuel. Venía pensando en la Nancy. Ahora ya no tengo ganas y, sin en cambio, estoy que me mareo de hambre.
-¿Qué quieres comer?
-No sé...
Manolo Rodríguez sonrió con indulgencia. Creía que al niño le daba igual una mujer que otra, con tal de que se abriera de piernas, y resultaba que era capaz de encapricharse. En cuanto a la comida, tragaba glotonamente cantidades increíbles de carne y, ahora, esa indiferencia. Nancy había llegado a hacerle cosquillas en el corazón... Claro, había estado encamándose con ella casi seis meses. No debería haberlo tolerado.
-Te diré lo que vamos a hacer. Hay en la parte antigua de Málaga tres rutas del tapeo a cual mejor. Desde ternera con almendras a conejo al ajillo, y desde gambas y navajas a la plancha, hasta rape con alioli. ¡Y no se digan las conchafinas, los búzanos y las coquinas! Vamos a recorrer las tres rutas completas. ¿Vale?
-Lo que usted quiera, don Manuel.
Vaya con el niño. Estaba de verdad afectado.
Durate dos horas, engulleron una abundante y variada cantidad de tapas y medias raciones. Emprendían el recorrido por la tercera ruta cuando entraron en una pequeña tasca en cuya barra se apelotonaba la gente. El mostrador presentaba un increíble surtido de tapas de caza y embutidos típicos camperos de las comarcas que rodeaban la ciudad. Colgaban de un tubo de hierro, sujeto en el techo sobre el mostrador, ristras de ñoras y de ajos, jamones y salchichón fresco de la Hoya, morcillas de Ronda y mojama de pintarroja.
-Tendríamos que haber empezao aquí -murmuró el Cañita.
-Ya no me queda hambre, don Manuel.
-Bueno, da igual. Tomemos el último trago de Cartojal y te llevo a Cártama.
-Puedo coger el autobús.
-¿Para que llegues a tu casa a las mil y quinientas? No, niño, tienes que descansar, porque mañana te quiero fresco como una rosa a las ocho y media en el tentadero. Vamos a tomar esa copa.
Cuando Omar fue a coger el catavinos para el segundo sorbo, empujó sin querer a una mujer que estaba de espaldas a él, vuelta hacia el hombre con el que conversaba.
-Perdone usted -se disculpó el novillero.
Ella giró la cabeza para sonreirle. ¡En su vida había visto una mujer más guapa! Pelo castaño claro recogido en un moño bajo como los de las mujeres ricas que salían en las revistas, ojos verdes que parecían lagos de tan grandes, nariz recta y una boca... Esa sonrisa era una provocación que tendría que estar prohibida por la ley. Omarito la miraba alelado, incapaz de pronunciar palabra.
-¿Tú no eres el torero?
Había debido de verlo torear en Vélez o en Nerja.
-Sí -respondió el Cañita, observando la parálisis del niño.
-Estuviste muy bien -dijo ella.
-¿Dónde lo vio usted?
-En Vélez. Yo vivo allí, esta noche he venido al teatro.
-¿Al Alameda?
-Sí, ¿por qué?
-Pues porque da la casualidad de que nosotros también hemos estao viendo la función.
-¡Vaya, tiene guasa la cosa! ¿Su hijo es mudo?
-¿Mi hijo?, ¡ah! Niño, ¿te ha comido la lengua el gato?
-Yo...
Ella se desentendió del hombre con el que había estado hablando. No debía de ser ni siquiera amigo, solamente alguien con quien había entablado conversación de manera casual, en la propia taberna.
-Me llamo Lola. ¿Cuándo torearás de nuevo por aquí cerca?
-El niño se llama Omar, como ya sabrás, y yo me llamo Manolo. De momento, no tenemos ná por estos andurriales -respondió el Cañita-, pero si nos das tu dirección, podemos mandarte una entrá en cuanto toreemos por aquí.
-Vaya, ¡qué generoso! No es necesario y, además, yo suelo ir a los toros con mi marido.
-¿Este señor es tu marido?
-No, es un amigo que acabo de conocer. Oye, ¿cómo te llamas tú? -Lola tocó el hombro del desconocido-, para que te pueda presentar.
-Sebastián.
-Bueno, pues ya están hechas las presentaciones.
El Cañita escrutó a su pupilo. Llevaba cinco minutos sin despegar la mirada del rostro de la mujer. Decidió ayudarle.
-¿Podemos invitarte a una copa en un sitio más tranquilo?
-¡Digo!, ¿por qué no? Con que llegue a Vélez antes de las siete de la mañana, no hay problema. Mi marido trabaja en el materno y tiene guardia esta noche. ¿Tú vienes, Sebastián?
-Imposible. Me esperan en casa.
-Bueno, pues ya lo tenemos todo organizado -dijo alegremente Lola-. Vamos a tomar esa copa por ahí, que será bueno para la digestión.
Fueron en el coche del Cañita, con la promesa de llevarla luego hasta donde ella tenía aparcado el suyo. El local que eligió Manuel Rodríguez era un pub que conocía por encontrarse a una manzana de su casa, un lugar muy elegante que sólo había visto desde fuera, porque se suponía demasiado mayor para entrar solo en esa clase de sitios.
-¡Huy! -exclamó Lola- Ustedes tenéis malas intenciones.

El Cañita sonrió. En efecto, el local, con profusión de espejos y puntos luminosos, daba sin embargo la impresión de estar completamente a oscuras. Estaba casi lleno de personas mucho mayores que Omar y mucho más jóvenes que él. Eligió una mesa adosada a la pared entre dos butacones enfrentados. Obligó a los dos jóvenes a sentarse juntos y él se situó enfrente, maquinando cómo dejarlos solos. Al día siguiente no habría entrenamiento. En el momento que Omar sintió la presión de la rodilla de Lola contra la suya, tuvo que acomodarse el pene, porque le había pillado la trempera en posición incómoda.
-Oye -bromeó Lola-, ¿estás insinuándote?
Omar bajó la cabeza, encendido.
-Voy un momento a la barra -se disculpó el Cañita-. He visto a un amigo y voy a saludarlo.
Cuando se quedaron solos, Lola preguntó:
-¿Eres siempre tan tímido?
-Yo... nunca he visto una mujer más guapa que tú.
-¡Osú, qué niño tan simpático!
No le gustaba que siguera llamándole "niño", a ver. Tenía que advertirle al Cañita que dejara de llamarlo así, al menos delante de extraños.
-De niño, no me queda ni el traje de primera comunión.
-Así que eres un hombre.
-Yo creo que sí.
-¿Estás dispuesto a demostrarlo?
-¿Ahora?
-Pa mañana es tarde.
-¿Cómo quieres que te lo demuestre?
-Dile a tu padre que vamos a dar una vuelta. La playa está ahí mismo.
El Cañita notó que su estrategia había dado resultado antes de lo previsto. La pareja se había alzado de los asientos y se acercaba.
-Escuche, don Manuel; que... vamos a pasear un poco. ¿Va a esperarnos usted aquí?
-¡Natural!
-Es sólo un momento -se disculpó Lola-. Me apetece escuchar el rumor del mar.
"Yo te voy a dar rumor", pensó Omar.
La playa estaba excesivamente iluminada por grandes focos halógeos. Omar se preguntó hasta dónde estaría dispuesta Lola a llegar, en todos los sentidos.
-¿Has estado en el morro de la Farola alguna vez? -preguntó Lola.
-No.
-Tenemos que andar un poco, pero hay unas vistas preciosas.
En efecto, el dique que cerraba el puerto, un largo malecón curvado, permitía contemplar un paisaje completo de toda la fachada marítima de la ciudad, fuertemente iluminada, destacando la torre de la catedral y la fortaleza mora, reflejado todo el conjunto en el espejo del agua quieta de la dársena. El laberinto de grúas y barcos del puerto componía una tarjeta postal que olía a salitre y sonaba con ritmo de tangos de la calle de los Negros mecidos por las olas. Por el lado que daba al mar, había gran número de rocas un par de metros más abajo, que protegían el malecón contra la marejada; cada cierto número de metros, había algún pescador de caña ensimismado en su paciente espera.
-¿Por dónde bajarán ésos? -murmuró Lola.
-¿Quieres bajar ahí?
-¿Tú no?
-Pos al avío.
Sin más comentario, Omar no se tomó el trabajo de buscar una escalera, si la había. Se sentó en la orilla del malecón y se deslizó hasta las rocas; desde abajo, tendió los brazos a Lola.
-Es peligroso. ¿Estás seguro de que podrás sujetarme?
-Tú, siéntate, y luego te echas contra mí. No tengas miedo.
Lola actuó tal como el novillero le indicaba. En el momento de sentirse aferrada por los brazos del joven, admiró su fuerza prodigiosa. Ni siquiera se había movido un centímetro al caerle encima. Omar sabía que, tal como estaban rodando las cosas, no necesitaba preámbulos; hizo que Lola apoyara la espalda contra el malecón e, inmediatamente, la abrazó.
-Iba a reventar si no haciámos esto en seguida -confesó ella.
Omar no esperó más. Alzó con presteza la falda y bajó las bragas, tratando de no parecer demasiado ansioso pero sin perder tiempo. Entró en ella con la misma celeridad.
-¡Estaba segura! -exclamó Lola.
-¿De qué?
-Te vi torear, ¿te acuerdas? ¿Qué crees tú que me llamó la atención, los pases que dabas, las banderillas, tu forma de matar? ¡De eso nada! Tu paquete era lo que me tenía hipnotizada. Ahora veo que no era algodón, como dicen que se meten tantos toreros.
Mientras bombeaba, Omar observó que Lola se mordía los labios para contener los gemidos. La verdad era que, sólo un poco por encima de sus cabezas, había una especie de paseo con cierta iluminación, por donde andaba mucha gente. Ella no quería incitar a los mirones. A pesar de su contención, dijo sin embargo al oído del novillero:
-Hay alguien mirando ahí arriba.
-¿Cómo lo sabes?
-Por la sombra, ¿ves? Como siga asomándose así, se va a caer.
-Le voy a partir la cara de un puñetazo -aseguró Omar.
-Sigamos a lo nuestro. A mí no me importa.
-Entonces, a mí tampoco.
Omar aceleró las embestidas. Ahora ya no era Lola capaz de mantenerse callada; aunque contenidos, sus gemidos tenían que resultar audibles a la distancia de dos metros donde estaba el mirón. Omar aguantó dificultosamente, pero pudo resistir a causa de saberse observado. En cuanto notó que ella se convulsionaba, dio el golpe de gracia y gruñó. Apenas habían podido recuperar el resuello, todavía abrazados, cuando escucharon un grito y un golpe. El mirón había caído de bruces contra las rocas.
Omar se abrochó prestamente el pantalón y acudió a auxiliarle, lo mismo que un pescador que había unos veinte metros más allá, en la dirección del mar. Arriba, también comenzaba a apelotonarse la gente. Cuando el novillero alzó al hombre y le dio la vuelta, quedó horrorizado. El pobre, tenía la nariz completamente hundida, presentando la cara una máscara cóncava como una barca. A despecho de la compasión, sentía ganas de reír; le estaba muy bien empleado.

No hay comentarios:

Publicar un comentario