miércoles, 10 de octubre de 2018

CUENTOS DEL AMOR VIRIL Luis Melero EL MINOTAURO Y APOLO

EL MINOTAURO Y APOLO
Ricardo leía con preocupación demasiadas noticias sobre “vigorexia”; las primeras le causaron gran alarma, preguntándose si padecería ese mal que muchos consideraban enfermedad.
Porque a punto de cumplir cuarenta años, se le consideraba una especie de fenómeno de feria, casi un monstruo, al que todos miraban por la calle pese a sus esfuerzos por no llamar la atención. Medía un metro ochenta y cinco centímetros, pesaba ciento veintitrés kilos y le resultaba muy difícil encontrar ropa apropiada. No conocía a nadie que fuera más musculoso que él; en su cuerpo se le marcaban hasta los pensamientos, con hombros muy anchos, pectorales prominentes, nítida “pastilla de chocolate” en los abdominales, cintura estrecha para su corpulencia, profunda uve de las caderas bajo los oblicuos, muslos de toro y pantorrillas proporcionales. Pero no recordaba haber sido nunca el sujeto obsesionado de gimnasio que retrataban las noticias que alertaban sobre la vigorexia ni padecía la impotencia parcial o debilidad sexual sobre la que los médicos alertaban. Estaba seguro de que el sambenito les cuadraba mejor a unos cuantos de los jóvenes que trataba en el gimnasio, quienes no paraban de componer y estudiar sus posturas reflejadas en los grandes espejos. Él no lo hacía nunca; no sólo no sentía curiosidad, sino que imitando a los demás atletas mirando su reflejo se habría sonrojado sin remedio. Además, tales compañeros consumían en su mayoría las pastillas tan denostadas por los medios de información. Los vestuarios de los dos gimnasios que conocía en la ciudad funcionaban como centros en gran medida narcotraficantes.
Ricardo había crecido hasta el final de la adolescencia en un duro bosque maderero, sometido a esfuerzos tremendos que ni siquiera le parecían nada especial en aquellos ambientes, donde todos, adultos y adolescentes, eran hombres firmes, enteros y bragados, muy forzudos, entre los que predominaban curiosas claves de sobreentendidos y disimulos; descubría con frecuencia a sus compañeros más jóvenes masturbándose cuando decían que iban a orinar, y sabía que él también era objeto de espionaje no demasiado discreto cuando iba a hacerlo, de manera que siempre que se excusaba para mear buscaba los rincones más escondidos y oscuros. Se trataba de necesidades tan cotidianas y naturales como la comida, así que ninguno de ellos les daba importancia, porque les sobraba energía y cada árbol talado y transportado no representaba debilitamiento ni demasiado cansancio, sino aumento del vigor. A veces, sentía un poco de alarma, ya que casi todos los jóvenes y algunos de los maduros, se escondían al acecho de sus meadas que siempre resultaban masturbaciones; a despecho de la alarma, saberse vigilado no aminoraba su salacidad, sino que la aumentaba, y en tales ocasiones, que fueron convirtiéndose en habituales, sus eyaculaciones eran como surtidores de un jardín real y tan prolongadas, que el rubor se apoderaba no sólo de sus mejillas, sino de todos los rincones y anfractuosidades de un cuerpo que tenía demasiadas.
Una de tales veces, observó maravillado que al caer al suelo, su semen no impregnaba la tierra sino que corría ladera abajo como un pequeño riachuelo. Se quedó inmóvil; algo muy raro estaba ocurriendo. Los espías habían desaparecido, una calima lechosa difuminaba la tierra, no veía tocones donde debía haberlos porque recordaba haber talado esos árboles y a pesar de la espesa neblina, distinguía claramente el riachuelo de semen que ya había alcanzado un repecho donde el suelo se hundía varios metros. Corrió hacia ese punto, incrédulo de que el chorro de su virilidad pudiera caer formando una pequeña cascada; con estupor, comprobó que sí ocurría y que el chorro blanquecino discurría en la dirección contraria a la ladera, hacia el interior de una pequeña cueva cuya existencia ignoraba. De un salto, salvó el repecho, yendo a caer ante roca desnuda cuyo centro lo ocupaba una entrada en arco, demasiado simétrico para ser natural. Notó que el interior no estaba completamente a oscuras, por lo que la curiosidad le empujó hacia el interior.
En el primer momento, le parecieron mujeres por sus poses y actitudes, pero de inmediato se dio cuenta de que eran hombres de una belleza y perfección mágica, irreal, que rodeaban un pequeño estanque lechoso hasta el que su semen seguía discurriendo.
No sintió miedo, sino expectación. Nada de lo que estaba viendo podía ser natural. Pero como si los hombres de la cueva pudieran adivinarle el pensamiento, uno volvió el rostro hacia él y, sonriente, le transmitió de modo extraño que todo era real, que tenían cuerpo carnal, que el baño de leche existía y que todos estaban esperándolo.
Sin saber por qué y sin que nadie se lo ordenara, se desnudó y avanzó hacia el estanque, en cuyas orillas muchos de los hombres, tumbados boca abajo, estaban bebiendo como si se tratara de un abrevadero. Sonrió; que aquellos hombres bebieran su semen le hacía muy feliz. El que le había transmitido sin palabras el mensaje, led ofreció la mano y lo condujo hasta sumergirse en el estanque. A continuación, todos ellos lo rodearon envolviéndolo como un enjambre.
Entonces sintió que el orgasmo que acababa de experimentar renacía, y era mucho más absorbente y estremecedor. Notaba bocas y manos por todas partes, las pantorrillas, los pies, las rodillas, los muslos, el escroto, el vientre, el pene, los abdominales. Dos bocas e3ran dos ventosas formidables en sus pezones, de modo que las lenguas en sus orejas y su boca eran como tentáculos de un milagro luminoso y etéreo que actuaba en sus sentidos con materialidad enloquecedora.
Cerró los ojos para defenderse de la demencia que sintió avanzar por su cerebro, porque nada de lo que estaba ocurriéndole podía soportarse. Abrió los ojos de nuevo, para notar con desagrado que los espías continuaban observándole, burlones por la duración del orgasmo, mal ocultos en sus escondites, y los tocones que él mismo había producido seguían visibles.
Se preguntó si había soñado y tenido una alucinación, pero aunque no halló las respuesta, a partir de entonces, ansiaba que la visión se repitiera cada vez que se apartaba para una meada y la consecuente masturbación.
Cuando Ricardo se mudó a la ciudad y comenzó a ir al gimnasio, ya estaba sumamente desarrollado. Fue objeto de admiración pasmada de culturistas y objeto de atención en la playa casi desde el principio, pero nunca había pasado más de hora y media diaria en el gimnasio. Tampoco se contemplaba en el espejo y no sentía ningún descontento con su cuerpo. Más bien, le avergonzaba un poco, en determinadas circunstancias, la aparatosidad muscular que siempre le producía rubor; era consciente de su espectacularidad física más por los comentarios de los demás, por las convocatorias de concursos a los que no quería asistir, por las lisonjas de los compañeros del gimnasio y por la insistencia de los requerimientos amorosos, que por la complaciente auto contemplación, cosa que en ningún caso se le habría ocurrido hacer. Jamás había deseado de joven parecerse a ningún atleta ni a cualquier actor de cine o de televisión; siempre se había sentido muy conforme consigo mismo. Entrenaba sobre todo porque no se sentía bien sin esforzarse físicamente a diario, pues lo había hecho desde muy niño, y su trabajo de ayudante de un fotógrafo no le exigía fuerza ni sudores. Sin embargo, los compañeros del gimnasio, el monitor y la dueña, le proponían constantemente aprovecharse de su desarrollo para progresar laboralmente, con toda clase de sugerencias, desde modelaje hasta masajes y muchas ideas que sugerían un tipo embozado de prostitución. Sólo había aceptado en una ocasión seguir un cursillo gratis de monitor personal, a cambio de una gira de demostraciones, pero no tenía ocasión de adquirir compromisos para ejercerlo, porque su trabajo le satisfacía y no le sobraba el tiempo.
Vestía ropas ampulosas que no marcaban su cuerpo. No se le habría ocurrido la idea de comprar ropa que resaltasen nada ni pantalones que se ajustaran de verdad a su cintura, porque en tal caso le apretaban demasiado en los muslos y resaltaban vergonzosamente el volumen de sus genitales. Más bien, parecía por la calle un hombre excesivamente voluminoso, casi gordo, salvo por el cincelado rostro de modelado perfecto, de mejillas hundidas, arco ciliar dibujado como si estuviese maquillado y labios sumamente sugerentes. Se le marcaban por todas partes demasiadas prominencias con la ropa común, como para no sentir gran turbación mientras se desplazaba por la ciudad. Conseguía que no le mirasen excesivamente por la calle, pero lo de la playa era otro cantar. Por mucho que lo evitara y aunque usaba bañadores anchos y nada llamativos, se formaban con frecuencia corros de admiradores que le hacían muchas preguntas y eran bastantes las mujeres que acudían a darle conversación. Aunque casi siempre se excitaba sexualmente en tales casos, sentía tanta turbación que tenía que encogerse para disimular la prominencia; le intimidaban las miradas y las expresiones de admiración, de modo que, contra lo que la gente suponía, no abundaba el sexo a dúo en su vida.
Su trabajo en el estudio fotográfico consistía sobre todo en los preparativos, colocar y ajustar los reflectores, orientar las sombrillas de los flashes tal como se le iba indicando o preparar la decoración del plató si el trabajo lo exigía. A veces, excepcionalmente, el fotógrafo le pedía que mirase una toma por el visor, seguramente para reforzar su propia seguridad, porque a Ricardo no le parecía que su jefe respetase gran cosa su opinión.
Un día, estaba decorando el set para la foto de un anuncio de calzoncillos, cuando el jefe le pidió:
-Ricardo, ¿podrías quitarte la ropa y posar donde va a estar el modelo, para ir ajustando las luces y tenerlo todo dispuesto cuando lleguen? El modelo vendrá acompañado del creativo publicitario y la estilista. Querría tomar la foto cuanto antes, sin repeticiones ni interrupciones y evitando que me incordien demasiado con sugerencias y cambios, porque más tarde tenemos otro trabajo muy duro.
No era la primera vez que Pancho se lo pedía, y Ricardo había dejado de resistirse, a pesar de que siempre se excitaba cuando lo miraban fijamente. Era un problema que no se había atrevido nunca a comentar con nadie que pudiera aclararle si se trataba de una reacción normal o demasiado extraordinaria, pero la realidad era que una simple mirada a su entrepierna causaba ese efecto, fuera cual fuese la situación o quién le mirase. En calzoncillos, permaneció casi diez minutos estático, en la postura que su jefe le indicó, esperando que ajustara la iluminación y el foco. Mediante la estratagema de divagar con la imaginación y recordar que Pancho le miraba tan sólo a través de la cámara, consiguió permanecer sin tener erección notoria. Pero, para su desconcierto, el modelo y sus acompañantes llegaron antes de tener tiempo de vestirse de nuevo, lo que produjo el endurecimiento instantáneo del pene. Notó el asombrado revuelo de las miradas de asombro y admiración, lo que hizo que se sintiera muy turbado, porque el pasmo notable y la fijeza de los ojos empeoraban la situación y hasta sintió que tenía que martirizarse para evitar un orgasmo.
Tomar la foto para un anuncio era un proceso lento y meticuloso; entre enjugar el sudor del modelo, retoques del maquillaje y correcciones de la ropa por parte de la estilista, podían emplear más de dos horas con un solo anuncio, para el que Pancho gastaba veinte o treinta placas. El modelo se despojó completamente de la ropa ante ellos, sin pedir un lugar reservado, y se ajustó el calzoncillo acariciándose reiteradamente los genitales, posiblemente para conseguir que resaltasen. Después de colocarse en el punto donde debía posar e ir corrigiendo la postura como Pancho le indicaba, Ricardo vio con fascinación que la estilista sobaba el calzoncillo por todos lados, estirando cuando observaba una arruga y hasta corrigiendo la posición del pene, si no le satisfacía la sombra que producía. A la tercera toma, Pancho lo llamó:
-Ricardo, ¿te importa mirar por el visor, mientras voy corrigiendo la posición del modelo, porque la quiero un poco diferente? Lo voy a posicionar tres cuartos de perfil, un poco virado hacia su izquierda. Pretendo que se aprecie bien la curva del pectoral izquierdo, que el pie derecho quede un poco retrasado y que su bulto no sobresalga de un modo tan exagerado que vayan a rechazar el trabajo. ¿Has comprendido?
Ricardo asintió mientras se agachaba un poco hasta encontrar la postura donde conseguir ver adecuadamente por el visor. Entonces, pudo contemplar a fondo al modelo. Era el hombre más guapo que había visto nunca. Su cuerpo era fibroso aunque no le sobraba desarrollo muscular; resultaba más deseable que nadie que hubiera contemplado últimamente. Tuvo que tragar saliva. No quería que su impresión resultase notoria a causa de la erección que volvía a sentir llegar.
Al terminar la sesión, todos tomaron un refresco. El hombre de la publicitaria daba a Pancho reiteradas indicaciones de lo que el anuncio necesitaba, mediante explicaciones prolijas e innecesarias a menos que pensara repetir la sesión; la estilista recogía sus bártulos de modo meticuloso. El modelo se acercó a Ricardo:
-Tienes un cuerpo espectacular. ¿Eres míster algo?
-No, ¡Qué va!
-Pues no tendrías competencia. ¿Eres profesional del culturismo?
-No.
-Me llamo Ernesto. ¿Cómo te llamas tú?
-Ricardo.
-¿A qué gimnasio vas, Ricardo?
Ricardo le dijo el nombre del local, muy conocido en la ciudad.
-¿Tienes entrenador personal allí?
-No, qué va. Tampoco es que me sobre el tiempo. Yo sí que hice un curso de entrenador personal.
-¿De verdad? ¿Crees que serías capaz de entrenarme para mejorar?
-No lo necesitas. Tienes buen cuerpo.
-A tu lado, soy un alfeñique.
-No, de verdad que no. Tienes unas proporciones muy buenas y no creo que necesites más para este trabajo.
-El trabajo de modelo es sólo una ayudita. Yo tengo un taller mecánico de coches que no va mal. Me encantaría aproximarme, aunque fuera sólo un poco, a un cuerpo parecido al tuyo, pero creo que sería imposible. Si no eres muy caro, me gustaría que me entrenaras.
-No sé si soy caro o barato. Nunca entrené a nadie.
-¿Hay algo que te lo impida?
-No; es que no me lo había planteado.
-Yo podría pagarte bien, al menos durante dos o tres meses. A lo mejor es suficiente para ponerme en camino.
-Tendrías que ajustarte a mi horario. Yo voy al gimnasio sobre las ocho y media de la tarde.
-De acuerdo.
Comenzaron pocos días más tarde. Resultó patente desde el principio el éxito amoroso que Ernesto gozaba, lo que a Ricardo le causaba una desazón que trataba de reprimir y disimular. Llegaba con frecuencia acompañado de muchachas muy espectaculares, que se despedían con reticencia y lo emplazaban para encontrarse más tarde. Ricardo sentía la curiosidad de saber si alguna de ellas era su novia, pero temía ponerse en evidencia y le parecía indiscreto preguntarlo; porque, además, le daba la impresión de que Ernesto fuera un mujeriego picaflor. Cuando terminaban la sesión de entrenamiento, Ricardo remoloneaba un rato entrenando bíceps o sentadillas, a fin de no coincidir en las duchas con el modelo. Pero un par de semanas después de haber comenzado, Ernesto se entretuvo al terminar y acompañó a Ricardo a las duchas cuando éste halló que se le hacía tarde.
Antes de desnudarse, esperó a que Ernesto estuviera bajo la ducha, a ver si así evitaba mostrarse demasiado. Siempre sentía la necesidad de esconder el pene además de toda su musculatura, porque todos lo miraban mucho. En cuanto se situó bajo la alcachofa de la ducha, Ernesto exclamó.
-¡Joder, Ricardo! Vaya manguera.
El rubor de Ricardo fue inmediato. Irremediablemente, el comentario y la mirada iban a producirle una erección. Cuando empezó a ocurrir, Ernesto le sopesó el pene con la palma de su mano derecha.
-No te quejarás, bandido. Seguro que follas a granel.
La erección era ya completa.
Ricardo abrevió el baño. Salió de la ducha colectiva en cuanto pudo enjuagarse y se secó y vistió apresuradamente. Vio a Ernesto secarse y vestirse parsimoniosamente, sin dar la menor impresión de sentirse turbado ni incómodo. Ricardo estaba convulsionado entre escalofríos; tenía que reprimirse casi dolorosamente para no hacer lo que el cuerpo le exigía y todos sus sentidos anhelaban. ¿Qué iba a hacer esa noche? Aparentemente sin pretenderlo, Ernesto había puesto en marcha un mecanismo que no iba a poder detener en mucho rato.
No solía repetir, porque no era demasiado exigente. Sus deseos no eran complicados ni sobraba morbosidad en su imaginación. Pero esa noche se masturbó cuatro veces.
Al día siguiente, Ernesto acudió al gimnasio con una compañía más numerosa que de ordinario, incluyendo a la estilista que le había asistido en la sesión de fotos donde se habían conocido. Con alarma, Ricardo notó que la mujer, de unos treinta y cinco años, se le acercaba dispuesta a hablar con él.
-¿Has pensado en posar?
-¿Qué? No comprendo –repuso Ricardo con desconcierto.
-Con frecuencia, salen fotos o filmaciones que necesitarían hombres con un cuerpo como el tuyo. Si tienes alguna foto, podrías dármela para estar pendiente de las posibilidades que surjan. Si no tienes fotos, puedes pedirle a tu jefe que te las hagas; si hubiera que pagarle, yo lo pagaría.
-¿Habla usted en serio?
-No me trates de usted, chico. Me llamo Gisela. Hablo muy en serio. Hace poco, necesité un cuerpo como el tuyo… bueno, a lo mejor no tan espectacular, y tuvimos que salir del paso con alguien muy inferior.
Esa noche, Ricardo recolectó las fotos que tenía en bañador o ropa de gimnasio, y las preparó para dárselas a Ernesto al día siguiente, para que se las diera a la estilista.
-Puedes follártela cuando te dé la gana –dijo el modelo confidencialmente-. Le conté de tu polla y se muere por vértela, como todas las tías que vinieron anoche conmigo.
-¡Qué vergüenza! ¿Por qué le hablas a nadie de mi pene?
-¿Por qué no? Tienes una polla fantástica; eres un fenómeno.
Ricardo vestía un pantaloncito elástico, que no podría ocultar su erección ni aunque tomara asiento en una banqueta. Se apresuró para ir al aseo. Otra vez, debió masturbarse más de una vez, a pesar de sentirse angustiado por el temor a ser sorprendido.
Pocos días más tarde, Gisela le llamó al estudio fotográfico de Nacho.
-Voy a trabajar en un spot sobre viajes al Caribe. Me han pedido un modelo guapo y musculoso, y he pesando en ti. Las fotos que me mandaste con Ernesto no son muy expresivas. ¿Puedes venir esta noche a mi casa, para que te tome varias polaroid? Ponte el calzoncillo más sexi que tengas.
Al terminar la sesión del gimnasio, Ernesto se empeñó en acompañarlo. En el asiento de copiloto del coche del modelo, aunque ni se rozaban sus piernas, la erección de Ricardo fue permanente y hubo muchos momentos en los que sintió que podía experimentar un orgasmo a causa de expresiones amables del modelo y sus ademanes de intimidad. Gisela les abrió la puerta embutida en una bata de satén amarillo pálido, muy favorecedora. Parecía más guapa.
-Ernesto, ¿no me contaste que ibas a salir esta noche con Marisa?
Comprendiendo la indirecta, el modelo se despidió. No esperó Gisela más que unos cinco minutos para dejar caer la bata y, desnuda, echarse como un alud sobre el sofá donde Ricardo estaba sentado. Este hizo lo que pudo, aunque con poco entusiasmo; pese a lo cual asistió con estupor a la cascada de convulsiones de la estilista. Cuando se dispuso a marcharse, Gisela tenía expresión de alucinación.
-Espera, tengo que hacer las polaroid.
Al despedirlo, la estilita le dijo a Ricardo que sabría si le contrataban para el spot del Caribe dentro de unas dos semanas. Desconocedor de las claves y nociones del ambiente publicitario, Ricardo se sintió incapaz de calcular si le estaría mintiendo y sólo sería un pretexto para el sexo. Si se trataba de eso, ya lo había tenido. Por lo tanto, olvidó el caso en pocos días.
-Tienes que salir conmigo una noche de estas –le dijo Ernesto una semana más tarde.
-Te aburrirías. Yo soy un tipo sencillo y nada apasionante.
-Contigo, me lo paso fenomenal. Mientras trabajo en el taller por la tarde, cuando se aproxima la hora de venir a entrenar, me muero de impaciencia. Me gustas mucho.
Ricardo calló unos minutos.
-¿De verdad? –le preguntó más tarde.
-De verdad… ¿qué?
-Que te gusto.
-Oh, claro. Eres un tío fantástico.
-Pero… estás muy solicitado por las muchachas. No necesitas ir por ahí con un incordio como yo, que te sirva de anzuelo para ligar.
Ernesto lo miró fijamente una larga pausa, durante la que parecía meditar.
-Escucha, tío. No eres un incordio. Me encantaría correrme juergas contigo y, si se presentara la ocasión, que nos follásemos a una al mismo tiempo.
Rojo y acalorado, Ricardo no podía responder. No se sentía capaz de hacer algo así sin incurrir en alguna inconveniencia. Nunca podría compartir la pasión de una mujer con ese chico que tanto le perturbaba en demasiadas ocasiones. Seguro que se le escaparían las manos.
-Mira, Ricardo. Si te ha desconcertado lo que te he dicho de sexo bi, discúlpame, Hace tiempo que sé que eres un fulano poco común, más bien demasiado… moral. Uno tiene que hacer malabares para hablarte sin escandalizarte. Pero te prometo que me encantaría que salgamos cualquier día de fiesta, aunque no hagamos eso que he dicho. ¿Qué tal el viernes?
-No es que sea demasiado moral… como dices. Yo no tengo ningún remilgo. Pero solamente soy un campesino, y siempre he sido muy tímido. Si quieres que salga contigo el viernes…
-No se trata de que salgas conmigo, sino de que salgamos juntos. Te espero el viernes en mi casa a las diez de la noche, aunque ya hablaremos de nuevo. Pero mejor que demos la cita por cerrada desde ahora mismo, ¿vale?
-Creo que te arrepentirás; soy un tío tímido, apocado y me salen los colores a todas horas.
-Pues haces mal. Con todos tus atributos… todos tus atributos, ya sabes lo que quiero decir… ganarías barbaridades aprovechándote de todo lo tuyo. Si no has decidido a estas alturas sacar partido de tu cuerpo, será porque tienes muchos prejuicios, prejuicios que yo creo que debo ayudarte a superar. Lo mismo que tú me entrenas en lo físico, a mí me gustaría entrenarte en todo lo demás, a ver si consiguiera que dejes de ser tan tímido. Tal vez logre que te des cuenta de lo mucho que tienes que ganar, antes de que sea demasiado tarde. Empezaremos las lecciones el viernes.
Ricardo dedicó el siguiente viernes un buen rato a decidir qué ponerse. Ernesto vestía siempre de un modo perfecto, espectacular. No quería desentonar, pero tampoco parecer ridículo. Yendo con él, no le desconcertaría tanto que lo mirasen. Eligió una camiseta azul ajustada, con la que solían contemplarle demasiado, y un pantalón vaquero negro claveteado, tratando de que sus genitales no abultasen ostensiblemente. Cuando Ernesto le abrió, lanzó un silbido y sonrió complacido.
-Estás perfecto; esta noche, me toca aprovecharme de ti y ligaré a granel por tu influencia.
Pero no ocurrió. Aunque no pararon de revolotear las muchachas y las no tan jóvenes a su alrededor, a las cuatro de la madrugada se marcharon solos de la última de las discotecas que Ernesto propuso. Un poco en busca de desenvoltura, Ricardo había bebido mucho más de lo se creía capaz de asimilar.
-Estoy un poco mareado –dijo en el coche en el que Ernesto le llevaba a su domicilio.
-Quédate conmigo esta noche. Yo te cuidaré. Hay sitio en mi apartamento.
-Parece muy pequeño.
-Bueno, es verdad. Es solamente un estudio. Pero además de mi cama hay un sofá cama grande y cómodo. No te preocupes más.
-Tengo que hacerte una pregunta…
-Larga, Ricardo. No te cortes.
-¿Eres gay?
Ernesto rió a carcajadas.
-Pregunta por ahí. Tengo fama de ser un donjuán irremediable.
Ricardo no se dio cuenta de que la respuesta podía ser elusiva. Llegados al apartamento, Ernesto entró en el baño, mientras Ricardo se desnudaba. Cuando se cruzó con el modelo camino del baño, Ernesto dijo:
-Pareces el minotauro.
-¿El qué?
-El minotauro es un mito griego. ¿No has oído hablar del laberinto?
-Sé lo que es un laberinto, pero no sé nada de ese tauro del que hablas.
-La palabra laberinto viene del mito. Lo que contaban los griegos es que el dios Poseidón regaló al rey de Creta un hermoso toro blanco para que lo sacrificara a fin de conservar la corona, pero al rey Minos le maravilló el animal, de manera que mandó sacrificar un toro cualquiera y guardó el que el dios del mar le había regalado. Poseidón se dio cuenta y, cabreadísimo, se vengó inspirando a una tal Parsifae un deseo tan raro, que ella se enamoró del toro blanco. Para poder joder con él, Parsifae pidió a un artista que se llamaba Dédalo que esculpiera una vaca de madera, dentro de la cual se metió ella y así consiguió ser poseída por el toro. Pero ocurrió lo más inesperado. Nació un niño con cabeza de ternero y cuerpo humano que, al crecer, se convirtió en un ser muy poderoso. El mito lo considera un monstruo, pero era un ser formidable; aunque su cabeza era de toro, su cuerpo era el más musculoso y fuerte cuerpo humano. Picasso se enamoró del personaje y le dedicó toda una serie de grabados estupendos. Pero para los griegos no cretenses era un verdadero monstruo, porque por alguna venganza que el mito no explica del todo, Minotauro exigía la entrega de siete muchachos y siete muchachas atenienses, porque comía carne humana. Se volvió tan salvaje y poderoso, que Dédalo construyó un laberinto complicadísimo donde encerrarlo de modo que no pudiera encontrar la salida. Muchos años después, Minotauro fue vencido por un joven ateniense llamado Teseo, enviado como sacrificio, al que ayudó una princesa llamada Ariadna… pero esa es otra historia. Verte así, casi desnudo y con ese paquetón tan extraordinario, me hace pensar en Minotauro.
Ricardo cerró la puerta del baño con pestillo. Tenía que masturbarse.
Salir juntos los viernes se convirtió en una costumbre. Ricardo no caía en la cuenta de que las lecciones de Ernesto daban resultado e iba volviéndose más espontáneo. Sí advirtió que se había creado un círculo de conocidos y admiradoras que lo festejaban mucho cuando llegaba a cada uno de los locales que a Ernesto le gustaba frecuentar. No era raro que después se quedara a dormir en el apartamento del modelo, aunque no sintiera mareo. Habían pasado cinco o seis semanas desde la primera salida en conjunto, cuando de nuevo Ricardo se vio obligado a abusar un poco del alcohol, abrumado por las insistentes invitaciones.
En cuanto llegaron al apartamento, Ricardo se desnudó y cayó en el sofá cama ya preparado, despatarrado y deseando dormir. Boca abajo, notó que Ernesto dudaba, como si quisiera hablar y no se decidiera por si dormía.
-¿Ocurre algo, Ernesto?
-Para serte franco, me excita verte así, tan despatarrado.
-¿Te excita?
-Bueno, no es que te desee sexualmente. Es que, como eres tan especial, tan particular… a veces me perturba un poco mirarte. La verdad es que no sé lo que me pasa, si es que me pasa algo.
La declaración desveló a Ricardo. Se volvió boca arriba, sin temor a que su poderosa erección fuera notable. Dijo muy bajo:
-Estuve buscando en internet mitos griegos para leer sobre el tal Minotauro, y me encontré con uno que me recordaba a ti. Se llama Apolo.
-¡De veras! ¿Te recuerdo a Apolo, por qué?
-El mito dice que era un hombre muy guapo, y tú eres el hombre más guapo que conozco.
-¡Qué va! Tú eres mucho más atractivo que yo.
-Puede que yo sea atractivo… para alguna gente. Pero guapo, lo que se dice guapo como tú, ni comparación.
-Me acabo de ruborizar, Ricardo. Ojalá pudiera compararme físicamente contigo.
-Has progresado mucho desde que entrenas. Me contrataste para dos meses, y ya llevamos casi cuatro. Tu musculatura ha aumentado bastante y se ha reforzado una barbaridad.
-Pero mira mi brazo y mis muslos –Ernesto se acercó para rodear el bíceps de Ricardo con las dos manos-. Es curioso; he mirado revistas de culturistas en el gimnasio, y hay tíos con brazos tan poderosos como los tuyos, pero algo deformes. Los tuyos son perfectos y… los muslos son… yo qué sé. Son enormes y mira qué piernas más estéticas tienes. Ni te imaginas lo que comentan todas y todos los que vamos conociendo por ahí. Y además, lo de tu paquetón es un prodigio, porque mira, tan grande y, a pesar de la abundancia de sangre que hará falta, parece que estuviera más duro que la pata de la mesa.
Involuntariamente, Ricardo se tocó. Incontenible, el glande asomaba unos centímetros por encima del elástico del calzoncillo.
-Voy a mear –dijo.
Mientras lo hacía, evocó buena parte de su biografía. El bosque, donde todos los muchachos eran fuertes y él no parecía especial. Las sierras que necesitaban tanto esfuerzo y ya habían sido sustituidas por sierras mecánicas. Las veces que había arrastrado grandes troncos montaña abajo, cosa que muy pocos de sus compañeros conseguían hacer. Las lisonjas a su físico habían empezado en plena adolescencia, sobre todo en el pueblo más cercano, pero no se habían convertido en clamorosas hasta después de vivir en la ciudad. Sentía que había desaprovechado muchas oportunidades de practicar sexo, tanto con hombres como con mujeres, pero reconocía que no se había dado cuenta en su momento. Nunca había detectado en tantos años las alusiones veladas, hasta los últimos dos meses por la influencia y las enseñanzas de Ernesto, y ya estaba punto de cumplir cuarenta años. Ernesto había obrado el milagro; precisamente él, que lo hubiera tenido de habérselo propuesto.
La erección se estaba convirtiendo en demasiado poderosa como para conseguir orinar. El durísimo pene apuntaba a la vertical y ni siquiera conseguía forzarlo hacia el inodoro. Con cuidado de no hacer ruido, comenzó a masturbarse suavemente, para conseguir aflojarlo y poder orinar.
No tenía que hacer gran esfuerzo de imaginación ni pensar en nadie en concreto. Su cuerpo funcionaba como un mecanismo automático. Seguramente, las erecciones eran el desfogue de la exuberancia de su vitalidad y magnífica alimentación. Ocurrían constantemente, en todas las situaciones, incluyendo el tiempo que pasaba esforzándose en el gimnasio, lo que solía disimular encogiéndose en un banco, modificando la rutina que ejecutara en ese momento, a fin de enmascarar el bulto. Solamente tenía que realizar algún esfuerzo a causa del tamaño, que dificultaba la inmediatez del orgasmo. Ahora, comenzaba a sudar. Como todo atleta, sudaba copiosamente; estaba esforzándose mucho, con impaciencia y preocupado por la posibilidad de hacer algún ruido que alertara a Ernesto, porque, además, solía jadear durante los orgasmos.
Apretó fuertemente los párpados, impulsando las caderas hacia adelante. Iba a llegar, por lo que se preparó para apretar los labios con objeto de que no sonaran sus gemidos.
En ese momento, sintió que una mano abrazaba su pene y lo agitaba con rapidez, aunque delicadamente. Era la mano de Ernesto. En cuanto abrió los ojos para mirarlo, llegó el orgasmo. A pesar de las sacudidas y los chorros que caían en el inodoro, Ernesto prosiguió. A Ricardo le pareció que no encontraría inoportuno que le diera un beso en los labios.

jueves, 23 de agosto de 2018

Cuentos del amor viril ADRIÁN Y ANTONIO

LUIS MELERO
Cuentos del amor viril
ADRIÁN Y ANTONIO
La ausencia era demasiado dolorosa.
El rastro de Kepa latía en todos los objetos del piso. En el sofá de cuero blanco donde el joven había pasado horas incontables hablando por teléfono, en la silla donde se sentaba a comer, en la consola donde le aguardaban todavía cinco cartas del banco, en los cacharros de la cocina que tanto había usado para alardear de su talento culinario y, sobre todo, en la cama, en el lado derecho de la cama del que había desplazado a Adrián "porque aquí se ve mejor la televisión".
Cinco años. La relación más larga y arrebatadora que registraban los cuarenta y seis años de edad que contaba Adrián. Cinco años que habían representado la serenidad tras una juventud de loca incontinencia. Antes de conocer a Kepa, Adrián había jadeado en millares de camas, en la mayoría de las saunas y en casi todos los cuartos oscuros de Europa y muchos del continente americano, lugares tenidos por escabrosos pero donde su sexualidad impetuosa le permitía descargar las tensiones acumuladas en el estudio de televisión y otras que se inventaba, porque nadie dudaba que era una“estrella”, y él menos que nadie.
Un día, durante un rodaje que le estaba haciendo sentir todos los diablos dentro de sí, descubrió a Kepa en un plano congelado del monitor de la cámara número tres, mientras editaba uno de los últimos capítulos del programa que le había llevado a la cresta de la ola. En el primer momento, lo miró igual que a todos los bailarines, apreciando solamente su encaje en el conjunto, con el ojo crítico de un realizador apremiado todos los días por la necesidad de superarse; terminada la grabación, sin embargo, aquel plano congelado continuaba en su memoria y tuvo que indagar, y luego recurrir a artimañas que para nadie embozaban sus deseos, y fingiendo apearse de sus aires de reinona, indagó hasta conseguir hablar a solas con Kepa, que entendió sin dificultad y sin aspavientos lo que Adrián deseaba, y sin pretenderlo ni exigírselo, con él había llegado la estabilidad.
Adrián había abandonado en aquel momento la promiscuidad sin añorarla, porque la compulsión erótica del bilbaíno era tan vehemente como la suya y entre sus brazos encontró gas suficiente para alimentar el fuego sin necesidad de buscar a diario más combustible. Sus cambios fueron notados por todos los que lo conocían y, sobre todo, por los profesionales de la televisión. Decían que se había vuelto “más humano”, pero él reconocía solamente que todo le interesaba de pronto, no sólo su trabajo. Sobre todo, notaron que se daba cuenta de que estaba rodeado de personas y no de máquinas.
Y ahora, tras cinco años de éxtasis continuo, hacía dos semanas de su abandono. Kepa se lo explicó con naturalidad:
-Cumplo treinta y un años el mes que viene. Es hora de casarme y formar una familia. No se puede vivir esta locura para siempre.
-¿Casarte?
-Tengo novia desde mucho antes de conocerte, Adrián. Nunca me he atrevido a decírtelo, sabía que te iba a sentar mal. Yo la quiero y ahora que he ahorrado lo suficiente, ya podemos casarnos. La boda es el catorce de junio. Me gustaría que vinieras a Bilbao.
Tenía grabado el diálogo en la memoria como si fuera un sketch del programa, como si debiera desmenuzarlo para ir indicando los planos a los cámaras. De haber estado dirigiendo a Kepa en el plató, le hubiera pedido que se mostrase menos sereno, más angustiado y cohibido, en lugar de la indiferencia monocorde con que hablaba; le habría ordenado que su tono reflejase el sinsentido de hacer tal anuncio a quien había obligado dos veces a llegar al orgasmo la noche anterior.
Ahora, contemplaba la fotografía de Kepa con la misma mezcla de nostalgia y estupor de las últimas dos semanas, cuando sonó el teléfono.
-¿Adrián? -era la voz de Joaquín-. ¿Qué haces encerrado en el piso un sábado a estas horas? Me estás cabreando. Siendo las doce y media de la noche, proyectaba dejarte un recado en el contestador para invitarte a comer mañana, y resulta que te encuentro ahí. Seguro que estás solo y pensando en Kepa como una Penélope enlutada.
La impaciencia de su ayudante de realización, y del resto del equipo, había ido creciendo los últimos días, porque notaban que volvía, muy exagerada, su indiferencia y desinterés en el estudio de grabación. Le había bastado a Joaquín preguntarle dos veces por Kepa para descubrir en sus respuestas lo que pasaba.
-Mira, Adrián. Comprendo que te duela tanto. Si mi mujer me dejara así, de repente, sé que me pasaría lo mismo que a ti. Pero, hombre, tú eres mucho más experto y maduro que yo; me parece que deberías ponerle remedio a esta situación. Hay muchos comentarios en la emisora; todos preguntan qué te pasa. Si Kepa te ha abandonado, no puedes arruinar tu carrera por eso ni volver… bueno, yo sé de lo que hablo. Búscate otro, métete en orgías, contrata a un chapero, lo que sea. Pero no te jodas más, hombre. ¿Quieres venir mañana al chalet?
-¿Mañana? Estarán tus suegros.
-Creo que sí, pero no son malas personas.
-No me apetece, Joaquín. Cenamos nosotros solos cualquier noche de la semana que viene.
-Como quieras. Pero hazme caso. Sal ahora mismo a echar un polvo, hombre, y no te jodas más.
Colgó el auricular dejando la mano encima. Joaquín tenía razón, debía reaccionar. Kepa no iba a volver, la invitación de boda llegada en el correo del viernes retrataba todos los tintes de la situación convencionalmente burguesa en la que se había dejado atrapar. El tono indiferente del diálogo, tantas veces reproducido en su memoria, significaba que se sentía a gusto en tal proyecto de vida y que no iba a echarse atrás.
Le convenía hacer caso de Joaquín, salir a correrse una juerga, como en los viejos tiempos. Pero los cinco años de convivencia le habían deshabituado. Apenas conocía el funcionamiento de la vida nocturna actual y no le atraía la cita a ciegas que representaba contratar a un chulo de las páginas del periódico. Recordaba las varias veces que, antes de Kepa, había llamado a los teléfonos de contactos gays, y siempre había descartado toda posibilidad a la primera mirada. Tenía que salir.
Puso el coche en marcha y condujo sin rumbo entre la animación primaveral de la noche sabatina madrileña. En todos los coches que se paraban a su lado en los semáforos había gente eufórica, vociferante, acudiendo a su cita con la diversión del fin de semana sin preocupaciones, personas alegres que no compartían ni podrían comprender la sensación de vacío que helaba a Adrián. A cada parada junto a un semáforo, se iba sintiendo más miserable y desencantado. Se le ocurrió dónde buscar sólo tras un intento desesperado de volver a sentir como sintiera antes de la aparición de Kepa en su vida. Al menos por un par de horas, iba a ser el Adrian incontinente y desmesurado que había sido
La calle Almirante era la solución. Ni siquiera sentía miedo. Sabía reconocer a los drogadictos y llevaba una caja de condones en la guantera, así que no había problema. Pararse junto a un chapero en la calle tenía la ventaja de que le vería la cara, observaría sus gestos y podía calibrarlo sin haber realizado previamente un pacto telefónico, que siempre le había resultado caro por inútil.
-¿Paseando? -le preguntó el chico.
No era el moreno por el que había parado, a quien vio todavía por el espejo retrovisor, medio encogido junto a un coche estacionado, mirándole de reojo con expresión de timidez. El que había acudido era portugués, un exuberante campesino rubio con corpulencia de camionero y la desenvoltura de la experiencia.
-No -respondió Adrián, mientras ponía el freno de mano y abría la portezuela.
-Tudos os panaleiros são iguais -reprochó el portugués, viendo que Adrián se acercaba al muchacho moreno.
-¿Esperas a alguien? –preguntó al encogido joven.
-No. Yo...
Parecía asustado.
-¿Quieres tomar algo?
-¿No será usted policía?
Adrián sonrió.
-No, qué va. Ven, no tengas miedo.
-Yo cobro.
-¿Quién lo duda?
-¿Cuánto me va a pagar usted?
Hablaba con prevención y con un acento que parecía valenciano. Muy joven, unos diecinueve años, sin embargo su figura hacía suponer que había trabajado duro. De cerca, resultaba extremadamente guapo, cosa que no era tan notable visto desde dentro del coche, probablemente a causa de su expresión de miedo y reserva; algo velludo para su edad, la barba ensombrecía un mentón firme y enjuto, enmarcando los labios magníficamente dibujados y que debían de sonreír muy bien, si es que alguna vez reunía ánimos para hacerlo; la nariz era el ideal de un cliente de cirujano plástico y los ojos, dos enormes luminarias negras rodeadas de pestañas abundantes y largas, como si fueran producto de cosmética femenina; pocas veces había contemplado Adrián pómulos mejor esculpidos ni más fotogénicos. Adrián se encontró lamentando que no fuese un poco más alto que el metro setenta y cinco que aparentaba, porque el chico podría esperar algún futuro en la televisión dada su prodigiosa fotogenia. Supuso que debía de tener defectuosa la dentadura, puesto que apenas entreabría los labios tensos por el rictus receloso.
-¿Cuánto quieres que te pague?
-Yo no voy con nadie por menos de... cinco mil.
-De acuerdo. ¿Cómo te llamas?
-Antonio.
Una vez dentro del coche, Antonio preguntó sin alzar el mentón del pecho:
-¿Podría comerme un bocadillo?
-¿Tienes hambre?
-Desde que salí... no he comido desde ayer.
Esta información le produjo a Adrián un estremecimiento.
-¿Hablas en serio?
Antonio se encogió de hombros con un rictus que parecía embozar un sollozo. Mientras lo miraba de reojo, Adrián se dijo que con la ropa sucia que vestía no podía invitarlo a comer en un Vips, no le permitirían entrar. Tampoco quería llevarlo al piso todavía. Antes, tenía que conocerlo un poco, al menos, y calcular si correría riesgos; por otro lado, temía que el recuerdo de Kepa le inhibiera. Aparcó a la puerta de una tienda china y le dio un billete de mil.
-Toma, Antonio, cómprate algo ahí.
-¿Cuánto puedo gastar?
-¿Qué? ¡Ah! Puedes gastarte las mil pesetas, si quieres.
Volvió cinco minutos más tarde, con tres sandwiches envasados y una lata de refresco de naranja.
-¿Quieres un bocadillo?
-No. Come tranquilo -respondió Adrián mientras reemprendía la marcha.
Estaba convencido de que Antonio no consumía drogas, por lo que resultaba difícil entender su desaseo, propio de toxicómano. Olía mal, aunque a un nivel soportable. Necesitaba urgentemente un baño, pero aún no había reunido el ánimo ni la confianza para llevarlo al piso.
-¿Quieres ir a una sauna?
-¿Eso qué es?
-Un sitio donde podrías... disculpa que te lo diga. Podrías tomar un baño.
-Ah, estupendo.
-Vamos en seguida, antes de que empieces a hacer la digestión.
En el vestuario, Adrián notó la vergüenza con que Antonio se desnudaba. Primero creyó que era por el hecho mismo de mostrarse desnudo, pero en seguida comprendió el motivo: los calcetines renegros estaban llenos de agujeros, lo mismo que los calzoncillos. Al aflojarse el pantalón sin correa, advirtió que debía ser varias tallas mayor que su cintura, y que la cremallera estaba rota.
-Espérame aquí, Antonio. Siéntate en ese taburete y no te muevas ni hagas caso de quien trate de darte conversación. Volveré en un momento.
Se puso de nuevo el pantalón y la camisa y se dirigió a la recepción. El chico que atendía la taquilla debía de tener una talla muy parecida a la de Antonio.
-¿Tienes por casualidad una muda de ropa?
-¿Qué?
-Te la pagaría muy bien.
-Sólo tengo la ropa que me pondré para ir a mi casa.
-¿Cuánto te costó?
-Los pantalones, cinco mil. La camiseta, dos mil. Los zapatos...
-Los zapatos no los necesito. Te compro los calzoncillos, los calcetines, los pantalones y la camiseta por treinta mil.
-¿Treinta mil? -la expresión del joven demostraba los cálculos mentales que estaba haciendo-. Necesitaría que me traigan otra ropa. Tendría que llamar a mi pareja...
-Hazlo. Aquí tienes -dijo Adrián, exhibiendo los seis billetes de cinco mil.
-Bueno, vale -asintió el muchacho sin poder contener su expresión de júbilo-. Tómala. Pero es sólo por hacerte un favor...
Adrián volvió al vestuario. Cubierto por la toalla y con la cabeza y los hombros hundidos, Antonio se mostraba aterrorizado bajo la mirada de los cuatro hombres que trataban de darle conversación.
-Toma. Tira toda tu ropa a la basura.
Los cuatro hombres se apartaron precipitadamente. Antonio se alzó y Adrián examinó con disimulo sus brazos, en busca de una señal que pudiera contradecir su convicción de que no se drogaba, descartada su nariz como la de un cocainómano. No encontró ninguna y, tras constatarlo, su pensamiento quedó dispuesto para la contemplación. No se había preparado para el descubrimiento: el cuerpo de Antonio complementaba admirablemente el rostro, un cuerpo tallado por Fidias en el más idealizado de sus sueños creadores. La piel ligeramente morena no tenía ni una mancha; el vello, menos abundante de lo que había previsto, parecía dispuesto para resaltar el dibujo perfecto de los pectorales y los abdominales, así como el profundo y nítido canal de las caderas. Notó el azoramiento del muchacho y dejó de examinarlo, sobre todo porque supuso que le alarmaría notar lo repentinamente que había aparecido su erección. Intuyó que tenía que contenerse y esperar a que el muchacho estuviese preparado.
-Cierra la taquilla, Antonio. Date un baño y córtate las uñas de los pies y las manos. Toma mi cortauñas. No hagas caso de los que se te acerquen. Te espero allí, ¿ves?, aquella puertecilla pequeña es la de la sauna.
Mientras lo esperaba, pasaron por la memoria y el ánimo de Adrián toda clase de recuerdos y emociones. Nunca se había planteado ningún problema si se sentía inclinado por un chico joven. De hecho, los demasiado jóvenes no le gustaban. Podía disponerse a aguantar la presunción y el egoísmo de un joven si aparentaba exteriormente ser un hombre de verdad; los cuerpos demasiado esbeltos, sin formar del todo, no sólo no le atraían sino que le repugnaban. Reconocía el valor de las erecciones metálicas e inmediatas de los adolescentes, pero un cuerpo era mucho más que un pene erecto desafiante y jactancioso. Ni siquiera siendo él adolescente le atraían los adolescentes. Nunca había sentido atracción sexual por un cuerpo que no fuera muy viril, mejor si tenía algo de vello.
Cuando Antonio abrió la puerta de la sauna quince minutos más tarde, sonreía, razón por la cual a Adrián le costó un poco reconocerlo. Se trataba de la sonrisa más atractiva que había visto en su vida, y los dientes eran perfectos. El baño le había quitado el miedo o cualquiera que fuese el sentimiento que le oprimía. Con el pelo mojado y las gotas que brillaban en sus hombros, se había convertido en modelo publicitario de un perfume de lujo.
-Hace mucho calor aquí –murmuró Antonio en su oído.
-Tienes razón. Creo que esto no es conveniente para ti, media hora después de haber comido. Vamos a la sala de reposo. Quiero que me cuentes una cosa.
Ya sentados en el incómodo banco de madera, le preguntó:
-¿Cuál es exactamente tu situación? No consigo encajarte.
-No comprendo.
-Me has hablado como si fueras un aprendiz de chapero, pero en el fondo no te comportas como tal. No creo que tengas experiencia. Tu aspecto es el de una persona con... bueno, sí, con cierta clase, pero me dijiste hace un rato que no comías desde ayer.
-Yo... -volvía a bajar la mirada.
-¿Consumes drogas?
-Ya no.
-Pero has consumido.
-Unos porros en la...
-¿Dónde?
-Si te lo digo, ya no vas a querer nada conmigo.
-Inténtalo.
-Estaba en... prisión. Seis meses. Me soltaron ayer.
Adrián se mordió los labios. El recuerdo de Kepa y su estado de ánimo de antes de salir le habían reducido la capacidad de deducción.
-¿Por qué no te fuiste con tus padres al quedar libre?
-No tengo.
-¿No tienes padres? ¿Desde cuándo?
-Desde siempre. Me he pasado la vida en orfelinatos -los ojos de Antonio brillaban por el amago de llanto-. Como nadie quería adoptarme luego de haberme rebelado con los primeros a los cinco años, me escapé a los trece años. Trabajé cinco años en un barco de pesca, en Castellón, pero el año pasado mi patrón se arruinó. Me vine a Madrid en busca de trabajo y...
-Y te pusiste a robar.
-Sí. Bueno, no. Un colega me convenció para que fuera con él a robar en un chalet que, según él, estaba vacío, pero nos pillaron con las manos en la masa. ¿Cómo te llamas?
-Adrián.
-Te juro, Adrián, que eso es todo lo que pasó. He estado más de seis meses en la cárcel porque no había nadie que pagara la fianza. Me han soltado y ni siquiera tengo que ir a juicio ni nada por el estilo. Yo no hice nada. Lo pasé muy mal allí dentro... me pasó de todo. Un compañero de dentro, me dijo al despedirme que podía buscarme la vida en ese sitio donde me has encontrado, pero he pasado más de veinticuatro horas sin atreverme.
Sorprendido de lo fácil y rápidamente que se estaba desmoronando su propia reticencia, Adrián le propuso ir al piso. Cuando al abrir la puerta vio en la consola el retrato de Kepa, descubrió que no había pensado en él las últimas dos horas y lo echó a un lado.
Ya nada fue igual a partir de entonces. Adrián pasó sin transición de jadear varias veces cada noche a sonreír sólo una vez, que duraba hasta la mañana siguiente. Fue desde aquel día que el reconocimiento profesional de sus compañeros y jefes se transmutó en veneración. A veces, se sorprendía a sí mismo canturreando en las salas de montaje, lo que no había hecho en toda su vida profesional.
Descubrió la alegría de sentirse muy querido por todos.

Con frecuencia, había alguien en la emisora que preguntaba lo mismo:
-Oye Adrián, ese amigo tuyo ¿no estaría interesado en hacer un pequeño papel en la serie que voy a empezar a grabar la semana que viene?
-¿Qué personaje interpretaría?
-El novio de la hija. Solamente saldría en algunos capítulos.
-Tendré que preguntárselo. No creo que quiera.
-Coño, Adrián, no lo protejas tanto. Nadie va a violarlo.
-No se trata de mí, Rafa; Antonio se niega siempre que le propongo una cosa así, de veras. Pero voy a intentarlo.
-Convéncelo, por favor. Tiene un físico espectacular. Con esa cara, lo haríamos famoso en tres o cuatro capítulos y hasta tendríamos que extender el personaje.
-Estoy de acuerdo, pero... él se emperra en su negativa.
-¿Pasa algo raro con él?
-No, de veras que no.
Adrián miró de reojo hacia el lugar donde Antonio le esperaba. Resplandecía. Todos los que pasaban a su lado, hombres y mujeres, no conseguían evitar contemplarlo, algunos de soslayo y otros, descaradamente. Con frecuencia, a Adrián le divertía el efecto que Antonio causaba entres quienes lo miraban; cualquiera que pasara cerca de él, aunque transitase absorto en los asuntos siempre apremiantes de la televisión, acababa parándose en seco, a ver si efectivamente se trataba de un ser humano y no del más perfecto y realista de los maniquíes, realizado por un artesano que hubiera decidido aunar en una figura todas las idealizaciones de todos los escultores clásicos.
Lo sorprendente era que un dechado de belleza tan conmovedora estuviese complementado con tanta sensibilidad y una inteligencia tan viva. Antonio había sabido adaptarse en seguida a la vida que Adrián le ofrecía y, con naturalidad pasmosa, se había acostumbrado en pocos meses a las claves de su círculo profesional y el de sus amigos más íntimos. Y lo más inesperado, se había ganado la confianza de todos en un plazo increíblemente corto.
Porque todo en él era verdad. Sus entusiasmos y sus agradecimientos, sus elogios y sus críticas, su espectacularidad física sin artificios, su magnetismo ejercido de modo involuntario, con inocencia; tan juicioso, que obligaba a los demás a olvidar su juventud.
Bendita fuera la hora en que a Adrián se le ocurrió pasar por la calle Almirante. A veces, mientras el joven dormía, el realizador sentía la tentación de arrodillarse junto a la cama y adorarlo.
Los exámenes del primer curso universitario los superó Antonio con una nota media aceptable, pero no se sintió satisfecho.
Adrián merecía mejores resultados.
Abrumado por tal convicción, decidió sentarse un rato en un banco de la Plaza de España, a ver si reunía valor para presentarse ante Adrián con calificaciones tan mediocres. La avanzada primavera había llenado ya de colores y aromas las orlas ajardinadas del monumento a Cervantes. No le parecía difícil que Adrián fuera homenajeado algún día también con un monumento en Madrid. ¿Cómo compensar la decepción que seguramente iba a causarle?
-¿Eres de por aquí? -le preguntó un hombre en la treintena.
Antonio lo observó. Muy delgado y con gafas, resultaba difícil de encajar en la clase de hombres que compraban favores callejeros. Pero, a fin de cuentas, ¿no era así como había conocido a Adrián? Tampoco este tenía aspecto de pagador de prostitutos.
-No -respondió secamente.
El de las gafas no se desalentó.
-Pero eres español.
-Sí.
-En el primer momento, creí que podías ser griego.
-¿Qué quiere usted?
-No me hables de usted, hombre, que no soy ningún carca. ¿No te apetece tomar una copa?
-No.
-Joder, tu carácter no se corresponde con tu físico.
-¡Qué!
-Eres la cosa más hermosa que he visto nunca, pero eres un cardo borriquero. ¡Mierda!.
Mientras se alejaba, Antonio sonrió. Sólo con haber sido un poco más cordial con ese fulano, habría sentido que traicionaba a Adrián.
Le desagradaba y enojaba que elogiasen tanto su físico, y Adrián había sabido comprenderlo a tiempo; ya no le venía casi nunca con propuestas de trabajar en la televisión y no había vuelto a ensalzar una belleza que Antonio consideraba una pesada carga, porque impedía que la gente le tomase tan en serio como él creía merecer, puesto que, embobados y embobadas, tendían todos a calcular las posibilidades de llevárselo a la cama en vez de considerar el posible interés de su conversación. Por ahora, sólo algunos de los amigos más íntimos de Adrián le resultaban soportables, dado que le trataban como a una persona y no como un goloso objeto de exposición.
¿Iba a enfadarse Adrián por las notas?
Por fin, se dijo que el asunto no tenía arreglo y decidió volver al piso. Caminaba no demasiado resuelto. Tenía mal sabor de boca y hasta creía posible dejar rodar una lágrima. No había correspondido adecuadamente la dedicación y el fervor de Adrián.
Sabedor de que iba a llegar con la papeleta de calificaciones, Adrián aguardaba, evidentemente comido por los nervios. Estaba sentado en el sofá del salón y se alzó como impulsado por un resorte cuando giró la llave en la puerta. El ánimo de Antonio se volvió más sombrío.
-¿Qué tal?
-Regular.
Antonio notó eclipsarse el brillo de sus ojos por la veladura de la decepción. Extendió la papeleta con mano temblorosa y un escalofrío en la espalda. Los instantes que Adrián tardó en darle una ojeada parecieron siglos. Finalmente, el realizador exclamó mientras lo abrazaba con los ojos húmedos.
-¡Esto es maravilloso!
-¿Te parece suficiente?
-¿Suficiente? ¡Las has aprobado todas y tienes tres notables! Estaba convencido de que lo conseguirías. Vamos a celebrarlo.
Antonio se cambió de ropa con un extraño estado anímico. Le quedaban rastros del miedo a decepcionar a Adrián en medio del júbilo por su reacción.
En el restaurante, le dijo Adrián:
-Quieren que interpretes un papel en una serie.
-¿Otra vez con eso?
-Antes, tenía miedo de que la interpretación te distrajera de los estudios. Ahora veo que puedes compaginar las dos cosas.
-Pero no me interesa.
-¿Sabes cuánto van a pagarte?
-Aunque fueran mil millones. ¿Tú necesitas ese dinero? Porque, si lo necesitas, haré ese papel.
-No, hombre, ¿cómo voy a necesitar ese dinero? Lo digo por ti, por tu futuro.
-Mi futuro está a tu lado y en la universidad. Yo no necesito dinero ninguno.
Antonio se preguntó si debía llamar a Adrián a la emisora. Sólo en casos muy graves podía telefonearle, según sus órdenes, y sólo había tenido que hacerlo en dos ocasiones, ambas por llamadas urgentes de la madre en relación con la salud del padre. ¿Era el de ahora un caso suficientemente grave?
Se recostó en el sofá y encendió la televisión. El programa en directo que dirigía ocasionalmente Adrián no había terminado todavía. Como de costumbre, sintió el orgullo que le producía saber que cada uno de aquellos cambios de plano, cada uno de los movimientos de las personas y las cámaras, era consecuencia de una orden de Adrián. La mano de Adrián era para él lo más omnipresente, aunque nunca apareciera en pantalla.
Los cuatro años que llevaba a su lado eran lo mejor que había ocurrido en su vida. Él había sido la madre que le abandonó y el padre que desconocía; un padre-madre afectuoso, compresivo y generoso que predominaba sobre el amante que nunca le apremiaba; en realidad, era generalmente Antonio quien tenía que recordarle el sexo y, a veces, cuando Adrián estaba preocupado por los preparativos de un programa nuevo, casi forzarlo. Antonio había escenificado en ocasiones verdaderas violaciones para liberarle de la preocupación y que se diera cuenta de que estaba a su lado. Amaba a Adrián sobre todas las cosas y ya no era capaz de imaginar la vida sin él. Él le había proporcionado objetivos, metas, y los medios para conseguirlos. Dentro de tres años, acabaría la carrera. Podía ser una persona que antes de conocer a Adrián ni siquiera era capaz de imaginar. Y ahora, resultaba que todo era imposible.
A Adrián no le gustaba que fumase. "Cuídate los dientes", le decía. Quería a toda costa que trabajase en la televisión, aunque a él no le entusiasmaba la idea, porque había estado muchas veces en el plató observando a Adrián y le parecía que estar bajo sus órdenes, bajo la tensión densa de las luces y las cámaras, ocasionaría roces y malentendidos. El amor podía resentirse. Se negaba a arriesgarlo. Se incorporó en el sofá y cambió de postura; sentado, encendió un cigarrillo, apoyó los codos en las rodillas y se cubrió los ojos con las manos. Estaba llorando.
¿Por qué había tenido que ocurrir?
Tenía veintitrés años y Adrián cincuenta, que habían celebrado hacía un mes con una cena en Justo, tras la que Antonio le entregó el producto de seis meses de ahorro, un colgante de diamantes con forma de corazón. Ambicionaba fervientemente cumplir también él los cincuenta a su lado y que Adrián le diera, asimismo, simbólicamente el corazón.
Había dejado de tener pesadillas a los cuatro o cinco días de dormir abrazado a él. Las violaciones tuvieron lugar la primera y la segunda noche que pasó en la cárcel. Fueron cinco fulanos la primera y seis o siete la segunda; la mayoría, extranjeros. Golpeado, con los labios rotos a puñetazos e inmovilizado por cuatro, le forzaron por turno. Le costó más de un mes conseguir sentirse limpio bajo la ducha y casi tres consumar la venganza. A todos ellos había conseguido causarles algún perjuicio importante, sin descubrirse. Pero las pesadillas protagonizaron todas las noches que pasó entre rejas. Cuando creía que ese tormento nocturno duraría toda la vida, en sólo cuatro noches consiguió Adrián que se desvaneciera.
Adrián era un emperador. Imperaba en el plató, donde su poder era ilimitado, y también imperaba en su vida, y no tenía el menor deseo de rebelarse. Se entregaba del todo, sin reservas. Sabía que había madurado en esos cuatro años, se reconocía más experto e incomparablemente más sabio que cuando le conociera, pero el tiempo no había reducido la altura donde lo había colocado desde el primer momento de conocerlo. Todo lo contrario. El sitial se hacía cada día más alto, más resplandeciente, en esa gloria desde donde le prodigaba no sólo el amor, sino todo lo que pudiera ambicionar.
Cuando Adrián abrió la puerta, todavía estaba en el sofá. Al no alzarse para correr a su encuentro en busca del beso impaciente de costumbre, al no poder embozar el llanto, Adrián supo que algo grave ocurría.
Le costó varias horas reunir coraje para contárselo.
-¿Estás seguro? -preguntó Adrián.
-Me he hecho dos veces el análisis. No hay duda.
-¿Por qué fuiste al médico? ¿Qué sentías?
-No tengo ningún síntoma. Estoy bien de salud, igual que de costumbre. Pero... siempre he estado preocupado por una cosa que me pasó en prisión...
-¿Qué?
-No quiero contártelo. Me siento muy mal cuando me acuerdo. La cuestión es que, el mes pasado, hubo una charla en la universidad sobre el tema y me dio por hacerme la prueba. Ahora, ya es un hecho.
-Bueno, qué le vamos a hacer. Con esos tratamientos de ahora, el sida ya no es más que una enfermedad crónica. No te preocupes, podemos vivir con eso.
-¿Podemos?
-Por supuesto. Seguramente, yo lo tendré también. Y aunque no lo tuviera, esto es cosa de los dos.
-¿No quieres que me vaya?
-¿Estás loco?
-Yo creo que debo irme.
-Tú no estás bien de la cabeza. Venga, vamos a hablar de otra cosa.
Permanecieron abrazados y en silencio hasta la hora de acostarse. Mientras miraban la televisión, Antonio percibió en varias ocasiones, en la agitación de su pecho, que Adrián reprimía los gemidos. También a lo largo del pasillo que conducía al dormitorio notó sus esfuerzos por controlarse.
Antes de apagar la luz, Antonio abrió los envases de dos condones, que preparó sobre la mesilla.
-¿Qué haces?
-Tienes que protegerte, Adrián. A lo mejor ha habido suerte y no te he contagiado.
Adrián lo contempló con expresión severa.
-Escucha, Antonio. Tengo veintisiete años más que tú. ¿Crees que a estas alturas yo sería capaz de vivir sin ti? No vamos a cambiar nuestras costumbres, no vamos a cambiar nada, ¿te enteras? Ya no vamos a hablar más del asunto si no es para tomar las medidas oportunas para preservar tu salud. Seguramente yo lo tengo también: son cuatro años los que llevamos haciéndolo sin protección, así que lo más probable es que sea portador del virus. Pero si no lo tengo, lo más sensato sería tratar de contagiarme y que recorramos juntos el camino que nos falte.
Antonio fue a contradecirle, pero Adrián le obligó a callar mordiéndole los labios. Sin embargo, y a pesar de que Adrián le impidió usar los condones todas las veces que lo intentó, procuró a lo largo de la noche ajustarse a lo que habían explicado en la universidad sobre sexo seguro.
Apenas hablaron de ello durante el fin de semana. En vez de quedarse en casa e invitar a algunos amigos a comer como de costumbre, pasaron el domingo visitando Pedraza. Adrián consiguió obligarle casi todo el tiempo a pensar en otras cosas, pero, a veces, Antonio caía en la melancolía, mientras recorrían el museo de Zuloaga o contemplaban desde la muralla medieval el paisaje esplendoroso que renacía con la primavera. En tales momentos, sentía la mano de Adrián en su cintura o en su brazo, comunicándole una promesa eterna.
El lunes por la mañana, mientras desayunaban, dijo:
-Quiero que te hagas también el análisis.
-No, Antonio. No hay ninguna necesidad. Caso cerrado.
-Entonces, en cuanto te vayas, haré las maletas.
Adrián lo observó con los dientes apretados.
-Pero, vamos a ver, Antonio. ¿Qué coño vamos a sacar de esos análisis? No cambiarían nada. Lo único que quiero es que muramos juntos; pondremos todos los medios necesarios para que eso no sea hasta dentro de muchos años.
-Pero has cumplido cincuenta años, Adrián. Si no lo tienes, estupendo. Pero, si lo tienes, tendrás que andar con mucho más cuidado que yo, que estoy fuerte y soy joven. Es necesario que lo sepamos, no hay más remedio.
-No quiero hacerlo, Antonio. Si todavía no me he contagiado, no sería bueno que te sintieras culpable por el miedo a que ocurra, y si ya tengo el virus, tampoco quiero que te sientas culpable de haberme contagiado. Punto final.
Adrián vio a Antonio ponerse de pie, como si se dispusiera a presentar un examen oral en la universidad. Visto desde abajo, no podía ser más majestuoso; le sobraba apostura, pero lo más admirable era la sabia resolución que denotaban todos sus ademanes. ¡Qué orgulloso se sentía del muchacho! No era obra suya, desde luego, era un prodigio por sí mismo; pero sí era obra suya que no se hubiera malogrado, que estuviera floreciendo de la manera que lo hacía. No había nada en la realidad ni en la fantasía que pudiera apetecer más que venerar a ese milagroso portento que se le entregaba gozosamente, sin ponerse precio. Tampoco podía ser más enérgico ni resuelto lo que dijo:
-Tengo trescientas setenta y cinco mil pesetas en el banco; puedo vivir cuatro o cinco meses en una pensión. Si no me prometes que esta tarde vamos a ir a que te hagan el análisis, haré las maletas en cuanto salgas por esa puerta y desapareceré.
Adrián reflexionó largos minutos, parado en el dintel con el hombro apoyado en la jamba. Antonio había dejado de ser un muchacho hacía mucho tiempo y sólo ahora lo comprendía en toda su magnitud. Le asombró la madurez que había en la resolución de su cara, pero sobre todo, la momentánea severidad de su mirada.
-Está bien. Ven a buscarme a la emisora e iremos juntos.
Cuando la puerta se cerró, Antonio se cambió de ropa. No iría a la universidad, ¿para qué? Permanecería lo más cerca posible del rastro de Adrián, la huella de calor que había dejado en la silla o el olor que conservaba la toalla. Necesitaba respirar el aire que contenía el aliento de Adrián ahora que dejar de respirar era una posibilidad no demasiado remota. Tomó de la vitrina el libro que ya había querido leer otras veces, "Memorias de Adriano"; ahora le sobraba tiempo.
Supieron el resultado el miércoles por la tarde.
Milagrosamente, Adrián estaba limpio.
Antonio se mostró entusiasmado toda la tarde, durante la cena y cuando se disponían a acostarse, mientras que Adrián parecía ausente, muy taciturno. Cuando se apagó la luz, éste escuchó el sonido del plástico al ser rasgado.
-¿Otra vez con eso, Antonio?
-Ahora más que nunca. Ya nunca haremos el amor sin condón.
-Mira, Antonio; no me has contagiado en cuatro años y no hay ninguna razón para creer que a partir de hoy va a ser diferente.
-Pero ahora lo sabemos. Tengo la obligación de protegerte.
-Tú no tienes que protegerme de lo que yo no me quiero proteger, Antonio. He leído que hay gente que no se contagia aunque se exponga, gente que los médicos están estudiando para ver si está ahí la clave de la solución para el sida. Es posible que yo sea uno de esos. Si es así, no tenemos que preocuparnos.
-Pero, si te contagias...
-Sería lo mejor, Antonio. Ojalá ocurriera.
-Me da pánico escucharte.
-Y a mí me da pánico perderte.
-Si me muriera pronto, todavía podrías enamorarte de otro y seguir creando esos programas maravillosos de televisión.
-No creo que tengas que morir pronto. Cada día se te ve más fuerte y más sano. Pero si te murieras, todo acabaría para mí. Todo acabaría para mí con que sólo te alejases un poco. Así que, Antonio, no pongas una barrera de látex entre nosotros.
Adrián se torció en la cama para alcanzar con la boca el preservativo que Antonio se había enfundado ya. A mordiscos, lo arrancó a jirones.
Tras despedirse de Adrián en el ascensor con un beso, Antonio salió con los libros y un portafolios, como siempre que iba a la universidad. Pero no fue.
La mañana era soleada; bajo el júbilo primaveral que estallaba en retoños por doquier, en los árboles de la plaza de España, en los setos de la plaza de Oriente, en los rosales de los jardines de Sabatini, resultaba increíble que un miserable bicho lo estuviera devorando. Un bicho que, por su maldición, también devoraría a Adrián, a cambio de un amor que no tenía por qué ser el último de su vida. Adrián era un cincuentón muy jovial y atractivo, podía vivir todavía treinta o cuarenta años creando maravillosa televisión, escribiendo magníficos guiones, derrochando sabiduría. Era bueno, deseable, gentil y generoso; el amante perfecto que soñaran durante generaciones millares de seres desamparados como él. Muchos podían amarle y, de hecho, se había sentido celoso con frecuencia porque observaba que algunos, tan jóvenes como él, trataban de seducirlo. Merecía volver a amar, corresponder el amor de alguien que no constituyera un peligro para él, una sentencia de muerte.
Sonriendo, cruzó ante la catedral de la Almudena. Se representó mentalmente el día que la visitó por primera vez; Adrián apoyaba la mano en su hombro. En aquel momento, anheló con toda su alma que pudieran entrar abrazados en el templo y que su unión fuera bendecida y consagrada para siempre.
Sobre la sonrisa, una lágrima recorrió su mejilla izquierda.
Saltó sobre el pretil del viaducto. Sus labios conservaron la sonrisa durante el vuelo de veinte metros.

lunes, 14 de mayo de 2018

CUENTOS DEL AMOR VIRIL L. Melero LOLO

LOLO

Era enloquecedoramente hermoso. Ojos grises envueltos en pestañas abundantes y densas como un cañaveral, cejas pobladas, largas y arqueadas, nariz patricia, labios casi femeninos de tan bien perfilados, risa de sátiro ingenuo cuando exhibía la luminosa y regular dentadura, mentón cuadrado pero ajustado al canon clásico, orejas dibujadas como en un boceto de Leonardo, pelo castaño claro ensortijado como el de una estatua de Alejandro Magno. El bozo de Lolo apenas comenzaba a ensombrecerle la barbilla y el bigote, pero transmitía ya el ciclón de su masculinidad acentuada por la anchura de sus muñecas campesinas, el moreno tostado de sus mejillas, el poder de sus hombros cuadrados y la estrechez de los pantalones que apenas abarcaban sus muslos.
Sin embargo, sólo tenía quince años.
Uno de esos muslos comprimidos y firmes, el izquierdo, se apoyaba con insistencia, como al azar, en el muslo derecho de Emilio. Cada vez que lo notaba, éste iba apartándose disimuladamente, intentando embozar su turbación, pero llegó el momento en que la pequeña mesa redonda donde estaba comiendo con la familia de su amigo Tomás no daba para mayor recorrido. Sentía como algo material el aura de las hormonas alborotadas del chico, que abrasaban al tacto a través del dril de los pantalones vaqueros. A los pocos momentos de apartarse, el muslo de Lolo forzaba el ángulo de apertura un poco más hasta volver a tropezar con el suyo, de modo que le obligaba a una nueva retirada. Había llegado al límite, ya no podía apartarse más sin levantarse bruscamente del asiento y cambiar de sitio, lo que representaría desvelar su incomodidad a las cuatro personas sentadas a la mesa. Se sentía rígido, tan tenso que se creyó a punto de vomitar lo que había comido, incluído el postre que apenas acababa de tragar. Tomás acudió en su auxilio.
-Ven, voy a enseñarte el certificado.
Dedujo que ese certificado, que ya había examinado, era sólo un pretexto. El informe médico aseguraba que Lolo no consumía cocaína ni heroína y que no estaba enfermo; de otro modo, no se hubiera comprometido. Tomás quería hacerle alguna advertencia última sobre Lolo.
-¿Qué te parece mi hermano? -le susurró en la estrecha terraza.
-Bien. Me había hecho una idea distinta con tu descripción.
-¿En qué sentido?
-Hombre, Tomás; si llegas y me dices que tu hermano tiene problemas con las drogas, lo lógico era que me representara mentalmente a un chico flaco y macilento, ensimismado, indiferente. Tu hermano parece sano y se comporta con normalidad.
-Pero es verdad que tiene problemas. Mi madre cree que no puede enderezarlo, por eso le ha obligado a venir conmigo. No parece que esté muy enganchado, y por eso me he comprometido con mi madre, que desde que se quedó viuda se siente tan desorientada, que supone que no es capaz de solucionar este problema. De todos modos, si tienes reparos, no te preocupes; buscaré a otra persona que quiera tenerlo en su casa. Este piso es demasiado chico para alojar a otro, porque ya nos viene estrecho a mi hijo, mi mujer y yo.
-No te preocupes, Tomás. Siempre cumplo mi palabra.
-¿Vas a llevártelo ahora?
-Sí. Pero voy a tener que dejarlo muchas horas solo en casa esta semana hasta que no acabe la grabación de este capítulo, y eso me preocupa un poco. Preferiría pasar más horas con él, al menos al principio.
-A la primera vez que meta la pata, me lo dices inmediatamente y lo facturamos de vuelta al pueblo.
-¿De qué conoces a mi hermano? -le preguntó Lolo una vez que emprendieron la marcha en el coche.
Emilio comprendió que la pregunta contenía extrañeza y, tal vez, segundas intenciones. Era doce años mayor que Tomás, que sólo tenía treinta y dos, diferencia lo bastante importante como para que una amistad tan estrecha entre ambos resultase llamativa.
-¿No te lo ha contado?
Lolo negó con la cabeza.
-Participamos en un montaje escénico antes de casarse. Él cantaba flamenco y yo recitaba monólogos alternativamente, acompañados por dos guitarras y un violín. Tuvimos bastante éxito y estuvimos a punto de hacernos famosos. Fue tu cuñada la que lo convenció de que el trabajo farandulero era demasiado inseguro y le obligó a conseguir el empleo fijo en el banco, con la amenaza de no casarse con él si no lo hacía. El grupo tuvo que disolverse, porque no encontramos otro cantaor con las características de tu hermano.
-¡Qué putada!
-Lo importantes es que vivan a gusto.
-Pero tú sí has triunfado.
-Hombre, Lolo, no se puede llamar triunfo a actuar de secundario en una serie de televisión.
-Claro que sí. Ojalá yo pudiera conseguir una cosa igual.
-Condiciones naturales no te faltan. Otra cuestión es que te interese lo suficiente como para aceptar sacrificarte con la preparación, que es una tarea muy ardua que obliga a renunciar a muchas cosas.
Pronunció esta última frase mirándole a la cara, sin dejar de atender la conducción del coche, con objeto de que captara la indirecta.

El lunes de grabación había sido agotador y demasiado largo; el reloj marcaba las nueve cuarenta y cinco de la noche cuando abrió la puerta del piso.
Oyó el sonido de la ducha. A Emilio le sorprendió que Lolo estuviera bañándose a esas horas. La puerta del baño estaba abierta, por lo que le saludó desde el dintel.
-¿Lolo? Buenas noches.
El chico asomó la cabeza entre las dos piezas de la cortina de plástico.
-Hola. He estado casi toda la tarde haciendo gimnasia en la terraza. No te importa que me duche más de una vez, ¿verdad?
-No, qué va. ¿Comiste lo que te dejé preparado?
-Era demasiado. Sobró mucho.
-¿Qué quieres cenar?
-Da igual. Me puedo comer lo que sobró a mediodía.
-¡Qué tontería! ¿Te preparo un bistec con patatas y huevos?
-Vale.
Se encontraba terminando de pelar y cortar las patatas, cuando Lolo se asomó a la puerta de la cocina completamente desnudo; el estallido de la pubertad no había borrado del todo la suavidad infantil; era ya un hombre total, íntegramente desarrollado en sus miembros, en su musculatura y, desde luego, en las dimensiones de sus órganos sexuales, pero conservaba la delicadeza casi femenina de un adolescente amado por un pintor renacentista. Era la versión animada de una de las esculturas de Antinoo que Adriano mandó erigir en todos los rincones del imperio. Blandía un pequeño slip con las dos manos. Viéndole, Emilio estuvo a punto de causarse una herida con el cuchillo.
-Todos los calzoncillos se me han quedado chicos y me aprietan una barbaridad -dijo Lolo-. ¿Puedes prestarme uno?
-Cógelo de mi armario; el segundo cajón del gavetero izquierdo.
Continuó preparando la comida con una pregunta angustiosa: ¿podría mantener la serenidad conviviendo con alguien tan arrebatadoramente atractivo y tan desinhibido? Debía mantenerse alerta. Era el hermano de Tomás, a quien le debía lealtad y, además, se trataba de un menor.

La semana discurrió entre frecuentes escenas semejantes. Lolo recorría desnudo el pasillo para ir de su habitación al baño y no se cubría con la toalla al volver, jamás cerraba la puerta del cuarto mientras se cambiaba de ropa, iba en slip al salón o a la cocina, a veces con notorias erecciones. Actuaba con naturalidad, pero Emilio descubría cierto propósito de provocación, dado que se tocaba los genitales frente a él con descaro o se introducía las manos en el calzoncillo por los glúteos, ahuecando el tejido como si se rascara aunque en realidad sólo se acariciaba.
En tales momentos, Emilio rehuía mirarle. Fingía abstraerse en lo que estuviera haciendo, pero temía que su nerviosismo fuese perceptible.
El viernes, la grabación terminó antes de lo previsto. Volvió al piso a las cinco y media de la tarde. Lolo se encontraba en la sala, mirando la televisión, de nuevo desnudo del todo; al verle llegar, se acarició el pecho y el escroto. Emilio notó el olor a porro. Sintió descomposición.
-Has incumplido las órdenes de Tomás -le dijo.
Lolo sonrió de un modo ligeramente extraviado.
-Es un resto que me he encontrado en el bolsillo de la cazadora. Te prometo que ya no lo haré más. No se lo digas a mi hermano, por favor.

El sábado por la mañana, cuando regresó de llevar a Lolo a pasar el fin de semana con Tomás, revisó a fondo su habitación, procurando dejar cada cosa exactamente en el mismo sitio donde la encontraba, para que el espionaje no fuese advertido. Examinó todos los recovecos del armario y la estantería llena de libros, los bolsillos de la ropa, bajo la funda del colchón, la maleta y la bolsa de mano, el espacio entre los cristales y la persiana, tranquilizándole no descubrir marihuana ni nada parecido.
Pasó la noche de sábado más loca desde hacía más de diez años. Sus costumbres solían ser ordenadas y no era frecuente que cometiera excesos, pero esa noche estuvo primero en dos bares de striptease masculino, luego en una discoteca y amaneció en una sauna, donde se dejó conquistar por primera vez en un lugar de esa clase, encuentro que no disfrutó porque el sujeto con el que se encerró en la cabina tenía mal aliento.
Después de comer con un actor de reparto de la serie y desahogarse sexualmente durante toda la tarde del domingo en su compañía, se sintió lo bastante calmado para acudir a casa de Tomás en busca de Lolo.
A mitad del trayecto de vuelta, el chico le dijo:
-No aguanto más. ¿Por qué no vamos a conseguir un poco de hachís?
-¿Te has vuelto loco?
-Sólo un poco, Emilio, por favor. Llevo sin fumar desde el viernes. Estas cosas no se pueden dejar de golpe. Hay que ir poco a poco. Te prometo que será la última vez.
-Ni pensarlo. Si quieres, doy la vuelta y te llevo de nuevo a casa de tu hermano.
-¡No, por favor! Vale, vamos para tu piso. Ya no te molestaré más.
Al acostarse, Emilio escuchó que Lolo se agitaba en la cama. Daba vueltas y más vueltas, notablemente inquieto, y suspiraba con frecuencia. Se puso la bata y se acercó a la puerta de su cuarto, que, al contrario que los demás días, estaba cerrada. Llamó.
-¿Necesitas algo, Lolo?
-No me encuentro bien.
Abrió. La luz estaba encendida. Notó que sudaba.
-¿Qué te pasa?
-No me puedo dormir. Me hace falta un poco de yerba.
Pocos días antes, Emilio había asistido a la grabación de un coloquio entre especialistas de desintoxicación. Todos remacharon con insistencia sobre la necesidad de afecto que sentían los drogadictos en tratamiento de desenganche.
-Asunto cerrado, Lolo. Proponme otra opción -dijo.
-Siéntate aquí conmigo y háblame.
Tomó asiento a los pies de la estrecha cama y le habló de sus posibilidades actorales, sobre todo por su aspecto físico. Le contó anécdotas de trabajo y chismes sobre los actos famosos. Pasaron tres horas; Lolo continuaba agitándose, sin trazas de sueño. Emilio tenía que levantarse a las siete, porque la grabación empezaba a las ocho.
-¿Quieres venir a mi cama?
Lolo sonrió con la satisfacción de quien gana una carrera.
-Sí.
En cuanto se acostaron, Lolo intentó abrazarse a él. Emilio le rechazó.
-Trata de imaginar -dijo- que soy tu hermano o tu tío. Veo que necesitas estar acompañado y que te consuele por esta noche, pero eso es todo.
-Pero tú... mi hermano...
-¿Qué?
-Nada.
Cuando a Emilio le pareció que Lolo se adormilaba, se abandonó por fin al sueño. Despertó poco después. Percibió el abrazo desnudo y ereccionado de Lolo, que movía las caderas con golpes afanosos Tenía los ojos cerrados; Emilio no supo discernir si estaba dormido o fingía estarlo. Se apartó con cuidado, salió del dormitorio y pasó el resto de la noche durmiendo en el cuarto de Lolo.

Como temía dejarle solo tras una noche tan agitada, decidió llevarlo consigo al estudio de grabación el lunes.
Pese a que no tenía buena cara a causa de su estado, la rotundidad de su belleza recibió la atención esperable entre la experta y desacomplejada gente de la televisión. Desde el set donde actuaba, Emilio lo vio rodeado todo el tiempo de chicas y actores de mediana edad, que le obsequiaban refrescos, bombones o cigarrillos, mientras calibraba cada uno las posibilidades de llevárselo a la cama. Hacia el final de la mañana, incluso lo vio hablar con el director de la serie, cincuentón casado y con tres hijos mayores, a quien Emilio no le atribuía ninguna clase de veleidades eróticas.
Durante la pausa del bocadillo, preguntó a Lolo:
-¿De qué has hablado con Carlos Parrondo?
-Me preguntó si tú y yo somos familia.
-¿Qué le has dicho?
-Que soy mucho más que un amigo tuyo.
-Y... ¿eso qué significa, exactamente?
-No sé, fue lo que se me ocurrió. Se lo he dicho , porque estaba metiéndome mucho los dedos. No sé lo que pensaba.
Emilio comprendió. Nunca había negado su orientación sexual, le parecía una incomodidad superflua. Parrondo se habría asombrado de verle con alguien tan joven; su barrunto unidireccional debía de parecerle lógico.
-A partir de ahora, a quien te pregunte esas cosas le dices que eres mi sobrino.
-¿Por qué?
-Es lo más conveniente. Y es lo que más se aproxima a la realidad. Tomás y yo éramos como hermanos hace diez años y él tiene edad casi para ser tu padre.
Cuando volvían en el coche, en una parada ante un semáforo, Lolo le pasó los brazos por el cuello y le dio un beso en la mejilla.
-¿Qué haces?
-¿No eres mi tío?. Los tíos se besan con los sobrinos.
-Nosotros no. No vuelvas a hacerlo.

Transcurrieron dos semanas más, durante las que Lolo pareció olvidar la droga. Algunos días, Emilio lo llevó al plató, causando siempre un efecto semejante al primero, y los moscones fueron haciéndose más numerosos, con lo que si algún día aspiraba a trabajar en televisión, encontraría allanada buena parte del camino. Al regreso, se mostraba sereno, feliz, pero cada vez permanecía más tiempo exhibiéndose desnudo por todo el piso. Con frecuencia, se echaba contra Emilio cuando miraban la televisión, lo que forzaba al actor a separarse o levantarse del sofá. Siempre que le rehuía, el chico fruncía los labios con expresión de rabieta infantil. Emilio tenía los nervios desatados, porque había empezado a tener erecciones cuando lo veía desnudo y manoseándose, erecciones que eran instantáneas cuando se le echaba encima en el sofá.
Se acercaba la fiesta de san José cuando Emilio decidió hablar francamente con él. Le impondría condiciones para la convivencia, para lo que necesitaba más tiempo que las escasas horas de las veladas o los viajes de ida y vuelta a casa de su hermano cada fin de semana.
-¿Conoces las fallas de Valencia? -le preguntó.
-Qué va.
-Llama a tu hermano y dile que este fin de semana no vas a ir a su casa. Pasaremos cuatro días en Valencia.

El viaje fue razonablemente rápido, porque Emilio tomó la precaución de salir a las cuatro de la mañana un día antes de la esperable desbandada de tráfico en dirección a las fallas. Lolo dormitó casi todo el trayecto, de modo que no hubo ocasión de empezar a cumplir el propósito.
Tomaron la habitación que tenían reservada en el hotel Sidi Saler. El día era espléndido; desde la ventana, el mar parecía un terso manto de satén azul resplandeciente bajo el sol de la mañana.
-Vamos a nadar un poco -propuso Lolo.
-El agua estará muy fría.
-No lo creo. De todos modos, podemos tomar el sol.
Efectivamente, el agua no invitaba al chapoteo. Se recostaron en un lugar resguardado del viento. Aunque Emilio sentía sueño, como Lolo parecía muy despejado tras dormir todo el viaje, consideró que había llegado la oportunidad de hablar.
-Escucha, Lolo. Tú sabes que soy homosexual, ¿verdad?
-¿Eres homosexual?
-Oye, aunque sólo tienes quince años, se nota que no acabas de salir del cascarón. No te hagas el sorprendido.
-Sí, lo sé.
-Entonces, deberías saber también que algunas cosas tuyas me causan... desasosiego. Quiero que no andes a todas horas desnudo por la casa y que no me provoques más. No hace falta que hagas nada de eso para que yo quiera ayudarte. Tu hermano es muy importante para mí.
-Ya lo sé.
-Entonces, ¿está todo claro?
Con alarma, Emilio notó que Lolo se ahuecaba la cintura elástica del bañador para que contemplase sin trabas su erección.
-¿Ves, Lolo? Esas cosas me... No hagas esas cosas, por favor.
-¿A qué te refieres?
Evidentemente, aunque menor, había crecido lo suficiente para ser cínico.
-Me estás enseñando la polla dura.
-No, sólo me estaba rascando.
-Pues hazlo cuando yo no te mire.
-Pero tú y mi hermano...
-¿Qué?
-Algo habréis hecho.
-Estás loco.
-El me dijo que tú eres maricón para que estuviera preparado. Si lo sabe, será porque habéis tenido algo que ver.
-Lo sabe porque yo jamás lo oculto. Y no te lo dijo para que estuvieras preparado, para protegerte de mí ni para que me sedujeras. Te lo habrá dicho para que nada en mi vida te coja de sorpresa.
-Pero pareces un hombre.
-Claro que soy un hombre. ¿Ves? ¿Quieres ver una polla? Esta es una polla de hombre. ¿O qué te crees?
-Es una polla estupenda, muy bonita -Lolo sonrió con picardía-, pero ya te la había visto cuando te bañas.
A Emilio le costó digerir la confidencia de que había estado observándole a hurtadillas.
-Ah, ¿sí? Bueno, pues ya sabes que soy un hombre normal.
-Pues mi hermano se entiende con ese concejal con el que sale tanto.
Emilio sintió estupor. El concejal de fiestas era natural de un pueblo vecino al de Tomás; solían confraternizar en una peña regional a donde acudían también sus respectivas esposas.
-¿Con Antonio? ¡Qué equivocado estás!
-Él mismo me lo contó hace ya la tira. Si se acuesta con el concejal, también se acostaría contigo.
-¿Tomás te contó que se acuesta con Antonio?
-Sí. Bueno, no ahora; lo hicieron muchas veces antes de casarse.
-Aunque me cuesta mucho creerte, si eso es verdad te aseguro que conmigo no ocurrió nada parecido. Tu hermano es para mí un artista importante que frustró voluntariamente su carrera; siempre lo quise mucho, pero principalmente porque lo admiro como artista.
Durante la comida, Emilio, que se había sentado frente a Lolo en lugar de a su lado, para que no le rozara la pierna, permaneció todo el tiempo absorto, tratando de digerir el dato sobre Tomás y el concejal. Dudaba que fuera cierto.
A lo largo de dos días, Lolo no dio muestras de respetar el pacto. En la habitación, estaba todo el tiempo desnudo, cuando salían por la noche se pegaba a él como una lapa, y en la playa, procuraba con toda clase de pretextos que viera sus erecciones reforzadas por el sol .
La tarde del día que se produciría la cremá de las fallas, Emilio dispuso que durmieran la siesta, dado que iban a pasar toda la noche de fiesta. Recién subidos a la habitación tras la comida, Emilio entró en el baño para lavarse los dientes. Cuando volvió a la habitación, se paró en seco porque encontró a Lolo despatarrado en su cama, completamente desnudo, acariciándose el pene erecto. Era la primera vez que lo veía desde ese ángulo y parecía descomunal.
-Ayúdame, Emilio, por favor.
-¡Qué estás diciendo!
-Sólo un poco. Mira mi polla, ¿no te gusta?. Estoy que reviento.
Emilio se vistió precipitadamente para salir al pasillo. Pasó toda la tarde mirando la televisión en la cafetería.
Salieron a recorrer las fallas al anochecer, ambos con el ceño adusto. Ante cada uno de los efímeros monumentos, Emilio tuvo que explicarle el significado humorístico, dado que Lolo no parecía haber recibido en su pueblo mucha información sobre la actualidad. Pasadas las once de la noche, cuando contemplaban la falla oficial ante el ayuntamiento, Lolo le dijo:
-No te muevas de aquí. Voy a mear.
Tardó casi una hora en volver. La multitud envolvía a Emilio y la falla estaba a punto de ser incendiada. Sintió alguien fuertemente pegado a su espalda; fue a retirarse y como el sujeto forzó más la presión haciéndole notar su erección, que trataba de encajarle entre los glúteos, giró la cabeza. Era Lolo. Se volvió hacia él, notando en seguida el brillo de sus ojos dilatados.
-¿Por qué has tardado tanto?
-No te encontraba.
-No me he movido de aquí.
-Pero yo no estaba seguro de qué sitio era donde te dejé.
-Estás mintiendo.
Lolo reía con extravío, lo que maculaba su belleza con un velo desagradable.
-¡Has fumado un porro!
-Habla más bajo.
-Esto no es lo que habíamos acordado. Creo que ya no podré soportar más esta situación.
Asistieron a la cremá en silencio. Constantemente, Lolo le pasaba el brazo por la cintura o se pegaba fuertemente a él con toda clase de simulaciones aunque nadie le empujase.
-En vez de irnos mañana -dijo Emilio cuando de la falla oficial sólo quedaban rescoldos-, será mejor que nos vayamos ahora mismo, para no tener problemas de tráfico. Vamos al hotel a coger el equipaje y pagar.
-No, Emilio, por favor. Descansemos esta noche y pasemos mañana el día en la playa, como habías previsto. Estoy pasándolo muy bien todo el tiempo contigo. En Madrid nunca estás conmigo más de dos horas, con tanto como trabajas.
-Esto se va a acabar, Lolo. No has cumplido el pacto. Yo no quiero ser responsable ante tu hermano de que te conviertas en un drogadicto a mi lado.
-Te juro que no lo voy a hacer más.
-No te creo.
-Haré todo lo que tú me digas. Ya no me verás desnudo ni intentaré más que me quieras. Pero no le digas nada a Tomás, por favor. Déjame estar contigo.
Emilio pasó el viaje dudando y cavilando. Lamentaba su propia decisión de acabar el asunto, pero era demasiado angustioso lo que estaba pasándole. La atracción que Lolo ejercía sobre él acabaría obligándole a rendirse casi sin darse cuenta; ello representaría una ofensa a Tomás y, en esencia, un acto repugnante, porque Lolo sólo tenía quince años y él iba a cumplir cuarenta y cuatro. Tenía que acabar.
Como lucía el sol cuando entraron en Madrid, en vez de conducir hacia su piso, se dirigió a la casa de Tomás.
-Bájate, Lolo.
-Por favor.
-No. El asunto ha terminado. Esta noche te traeré el equipaje que tienes en mi casa.

Tomás le llamó a las cuatro de la tarde. Debía de hacer muy poco tiempo que había salido del trabajo.
-Eres un sinvergüenza -dijo como respuesta al saludo.
-¿Qué significa esto, Tomás?
-Te entregué a mi hermano, confiando que lo respetarías. Me había equivocado contigo, toda mi confianza era una estupidez, porque has llegado al colmo de llevártelo a tu cama y enseñarle tu polla de pervertido. Al final, resulta que eres una maricona asquerosa, que no se para ante un niño.
-¿De qué estás hablando, Tomás?
-Sabes muy bien de lo que estoy hablando, Emilio. Mira, esta noche voy a pasar a recoger su equipaje, pero como no quiero ni verte la cara, déjalo a mi nombre en el bar que hay bajo tu piso. Y no quiero volver a verte.

El primer día de rodaje tras la pausa del puente de san José, Emilio notó por la tarde cierta tensión en su entorno. Finalizada la grabación, Parrondo lo llevó aparte.
-Oye, Emilio, vamos a eliminar tu personaje de la serie.
-No comprendo. La semana pasada, me diste guiones para siete capítulos y me dijiste que los estudiara.
-Sí, pero las circunstancias han cambiado.
-¿Cuáles circunstancias?
-Mira, con sinceridad, Emilio: no puedo permitirme escándalos en este rodaje. El guión ya es lo bastante audaz como para exponerme a que los periódicos caigan sobre mí como fieras.
-Sigo sin comprender, Carlos. ¿De qué clase de escándalo estás hablando?
-Joder, Emilio, ¿no te parece suficiente escándalo que hayas tratado de montártelo con un niño?
-¡Eso es una calumnia!
-¿Calumnia? El chico ha venido esta mañana con su cuñada a hablar conmigo, llorando los dos a lágrima viva. La verdad, Emilio, te tenía en mejor consideración. Ahora veo que eres un sujeto indigno de confianza. Sube a administración. Tienes la liquidación preparada.

Durante cuatro días, Emilio trató de salir del estupor no parando de hablar por teléfono con todas las productoras. En realidad, carecía de urgencia, pues disponía de ahorros para aguantar, pero necesitaba retomar inmediatamente la rutina de su vida para que el absurdo de la situación no le rompiera los nervios.
Mas descubrió con alarma que el rumor había circulado profusamente en el medio. Gente con la que había trabajado en el pasado con resultados excelentes, se excusaba con argumentos poco creíbles y, al final, todos aludían a la dificultad de trabajar "con alguien así".
¿Qué hacer? La bola de nieve había crecido hasta un volumen avasallador en sólo cuatro días. Ir a hablar con Tomás no le serviría de nada. Mucho menos, intentarlo con Lolo. Ni siquiera le permitirían acercarse a él.
Sonó el timbre del intercomunicador.
-¿Quién es? -preguntó.
-¿Es usted don Emilio Bélmez?
-Sí, ¿quién es usted?
-Somos policías. Tenemos que hablar con usted.
Tras un interrogatorio breve, durante el que le explicaron que había sido denunciado por intento de violación y por corrupción de menores, fue empujado hasta el coche celular, esposado.
Pasó la noche entre pesadillas en el camastro que le proporcionaron después de tomarle las huellas dactilares, fotografiarle y obligarle a entregar el contenido de los bolsillos. Por la mañana, le llevaron a una sala que parecía una enfermería.
-Bájese los pantalones y los calzoncillos -le ordenó el hombre de la bata.
Una vez que lo hizo, y tras examinar atentamente sus genitales, afirmó:
-Sí, coincide con la descripción.
A continuación, entró un policía con una cámara polaroid. Fotografió sus genitales desde tres ángulos.

La primera que vez que despertó en la cárcel, le costó identificar dónde se encontraba. Le anestesiaba el pasmo, la incomprensión de por qué había llegado a ese lugar, a esa situación, a ese infierno.
Notó en los pasillos por donde se dirigía hacia el comedor que algunos de los internos y todos los funcionarios le miraban con atención y volvían la cabeza para observarle cuando se cruzaba con ellos o le adelantaban, como si todos conocieran su cara.
Todo actor sueña con que eso le ocurra algún día, que los desconocidos se fijen en él con curiosidad, que reconozcan su rostro, sentirse acosado por las miradas de admiración. Pero las miradas que ahora le dedicaban no reflejaban admiración, sino chispazos de expetativa alerta, desdén y odio. En todas las expresiones resultaba patente la repugnancia.
Comprendió el motivo con la primera ojeada que dio al televisor. El telediario repetía la que, al parecer, constituía la noticia bomba del día y que seguramente era la enésima vez que transmitían esa mañana. Su cara, en primer plano a foto fija, presentaba en el ángulo inferior izquierdo de la pantalla un rótulo que rezaba: "Acusado de corrupción de menores". También el periódico que leía el funcionario de la garita de control publicaba su rostro en primera plana. Pudo leer el título al pasar: "El actor Emilio Bélmez, detenido por violación".
Se había materializado en mala hora el sueño de aparecer en todas las noticias del día. Ahora alcanzaba una celebridad que veinte años de trabajo no habían conseguido; repentinamente, era el actor del que más se hablaba. Para su desgracia, la riada de celebridad no le conducía al estrellato del teatro ni de la televisión, sino que cavaba una fosa sin fondo a sus pies.
Estaba hundido para siempre. Jamás conseguiría rehabilitarse de la calumnia que todos creían y seguirían creyendo aunque algún día la justicia le declarase inocente. El resto de su vida tendría que cargar con la culpa de un pecado no cometido. Si el juez, como parecía lógico y justo, no llegaba a reunir las pruebas necesarias para condenarle, ello carecería de virtualidad; conservaría para siempre jamás el sambenito.
Terminado el desayuno, mientras andaba por el pasillo por donde le habían mandado circular, alguien le aferró el brazo y le empujó hacia el interior de lo que parecían un taller de mecánica, al tiempo que otros cuatro o cinco presos le cercaban propinándole golpes y tarascadas. Dentro, siguieron más golpes, rodillazos, puñetazos que le hicieron sangrar la nariz y los labios al instante. "Violador asqueroso", decían. "Maricón degenerado" mascullaba uno que, situado tras él, le bajó el pantalón. Entre patadas e insultos, fue sodomizado sin tregua durante cerca de dos horas por los hombres que habían formado una fila impaciente y exaltada, donde todos pugnaban disputándose el turno.

Siete meses en la cárcel, siete meses de comer bazofia, de asistir al espectáculo alucinante que componían los condenados, picándose en las duchas, realizando públicamente sus masturbaciones y sus encuentros sexuales, y él teniendo que defecar entre ellos, duchándose entre ellos, degradándose en medio de una caterva de seres desahuciados en su mayoría del género humano.
Un día, reconoció, con un estallido de rabia y desesperación, a Lolo en la pantalla del televisor. Protagonizaba una serie cuyo personaje principal parecía que hubiera sido inventado a su medida, un chico perverso que capitaneaba un grupo de casi delincuentes juveniles a quienes un sacerdote trataba de rescatar del fango. La proximidad de la cámara le dotaba de un atractivo diabólico; el maquillador había hecho un trabajo excelente, reforzando el dibujo inquietante de sus pómulos y su mentón y ensombreciendo sus párpados para que resaltase el gris mefistofélico de sus ojos. La productora era la misma para la que Emilio había trabajado por última vez. El director, Carlos Parrondo.
Se le escapó una lágrima de rabia y, sintiéndose incapaz de resistir más, pidió que le permitieran telefonear a su abogado.
Para pagar la fianza, tuvo que vaciar la libreta de ahorros.
El día que, finalmente, le dieron la libertad condicional, le quedaban sólo unos miles de pesetas.
En cuanto llegó a su casa, y luego de revisar los estadillos del banco acumulados en el buzón, calculó que los próximos recibos domiciliados del alquiler, la luz, el agua, el gas y el teléfono serían devueltos el mes siguiente. Llamó ansiosamente a todas las productoras y a todos los amigos que creía tener en el medio. Los proyectos se encontraban en marcha, la próxima temporada quedaba lejos, nadie le dio esperanzas, todos murmuraron disculpas que no disimulaban la prisa por cortar la comunicación.
Malcomiendo a base de enlatados caducados que habían permanecido en la cocina y la nevera cuando la detención, siguió obsesivamente durante tres semanas los capítulas de la serie protagonizada por Lolo. Parrondo sabía sacar partido de su ambigüedad, de la pervesidad sugestiva de su mirada, de su ingenuidad malvada, del atractivo machoinfantiloide de su exuberante cuerpo. Iba a arrasar. Estaba arrasando ya, porque varias revistas de chismes y de televisión lo habían sacada en la portada.
Tenía que hablar con él, comprobar de cerca que tanta perfidia existía verdaderamente en una mente tan joven, que no había actuado bajo la influencia de su cuñada o de su hermano, a quien tanto había querido.
Se contempló en el espejo colgado sobre la consola junto a la puerta de salida del piso. Tenía mal aspecto. Volvió sobre sus pasos para darse un masaje balsámico en la cara y echarse una gota de colirio en los ojos.
Mientras ponía el coche en marcha, se preguntó cuánto le darían por él si decidía venderlo, aunque esa era la manera más directa de quedar imposibilitado de recorrer las localizaciones de extrarradio donde funcionaban las televisoras. Sin coche, tendría que renunciar a seguir buscando trabajo. Pero, ¿qué otra opción tenía?
¿Qué iba a decirle a Lolo que él no supiera de sobra? Indudablemente, siendo el actor principal de su drama, sabría de su detención y de los siete meses pasados entre cochambre humana, y tenía por fuerza que imaginar el boicot laboral, el cerco social. ¿Tan insensible y cruel era en realidad? Tenía que obligarle a afrontar la mirada de sus ojos, ver si eran capaces de sostener la suya sin cerrarse de vergüenza, ver si era capaz de afirmar en su presencia lo mismo que le había dicho a su hermano, primero, y después al juez instructor.
El portero del plató le saludó cordialmente y le abrió la puerta con una sonrisa. El hombre ignoraba su desgracia y creía que volvía al trabajo.
Presenció más de una hora de grabación. Lolo era un actor natural formidable; Parrondo apenas tenía que corregirle los movimientos de las manos; la voz, en cambio, exteriorizaba a la perfección la malignidad del personaje, lo mismo que sus expresiones y la mirada con que traspasaba la cámara.
Dada por buena una escena, Parrondo anunció un receso de media hora.
Hubo el clásico trasiego de cámaras, eléctricos, decoradores, maquilladoras y scripts. Emilio notó que Lolo le había descubierto.
Se alzó de su asiento y acudió presuroso hacia él, seguido por la mirada de Parrondo, severa y muy dura cuando comprobó a dónde se dirigía.
-Emilio, qué alegría verte.
Su cinismo rayaba en lo vomitivo.
-¿Estás bien? -preguntó Lolo con tono de inocencia-. He oído que no tienes trabajo. Si quieres ayudarme con los ensayos, puedo pagarte bien. Dame un beso, tenía muchas ganas de verte.
Se echó con los brazos extendidos hacia el cuello de Emilio. Antes de completar el abrazo, cayó al suelo con el corazón partido.
Emilio contempló en trance el cuchillo ensangrentado que aferraba su mano.