viernes, 30 de diciembre de 2011

LOS PEORES ASESINOS DE LA HISTORIA: Fish, el abuelo



Nadie podía haberse imaginado que ese abuelito entrañable de más de 65 años, de rostro demacrado, cuerpo encogido y fatigado, cabello y bigote gris, ojos tímidos podía esconder una personalidad como la que revela su informe psiquiátrico: sadismo, masoquismo, castración y autocastración, exhibicionismo, voyeurismo, pedofilia, homosexualidad, coprofagia, fetichismo, canibalismo e hiperhedonismo.
Fish nace en 1870. En su familia existen numerosos antecedentes de perturbación mental, empezando por su madre que oye voces por la calle y tiene alucinaciones, dos de sus tíos internados en un psiquiátrico, un hermana demente, un hermano alcohólico, etc.
Desde muy joven se inflige castigos masoquistas automutilándose, hundiéndose agujas de marinero en la pelvis y en los órganos genitales… en una ocasión es sorprendido en su habitación completamente desnudo, masturbándose con una mano y con la otra golpeándose la espalda con un palo del que sobresalen unos clavos.
Una vez detenido por el asesinato de una niña, se confiesa autor de otros muchos crímenes, como el caso de un niño de 4 años al que flageló hasta que la sangre resbalaba por sus piernas, luego le cortó las orejas, la nariz y los ojos, le abrió el vientre y recogió su sangre para bebérsela a continuación, además de desmembrarlo y prepararse un estofado con las partes más tiernas.
También narra la historia de un joven vagabundo al que obligó a realizar toda clase de actos sádicos, masoquistas y coprófagos durante dos semanas, además de cortarle las nalgas en varias ocasiones para beber su sangre. Finalmente intenta cortarle el pene con unas tijeras, pero cambia de opinión al ver el sufrimiento del chico y arrepentido le da diez dólares dejándolo huir.
Ante el psiquiatra explicó que por orden divina se veía obligado a torturar y matar niños, el comérselos le provocaba un éxtasis sexual muy prolongado.
También confesó las emociones que experimentaba al comerse sus propios excrementos, y el obsceno placer que le producía introducirse trozos de algodón empapado en alcohol dentro del recto y prenderles fuego.
Durante el juicio quedó probado que realizó todo tipo de perversiones con más de 100 niños matando además a 15. Se descubrió también su extraño gusto por hacerse daño a sí mismo, uno de sus sistemas favoritos era clavarse agujas alrededor de los genitales. Una radiografía descubrió un total de 29 agujas en el interior de su cuerpo. Le gustaba comerse sus propios excrementos, o introducirse trozos de algodón empapados con alcohol dentro del recto y prenderles fuego. En otras ocasiones había intentado introducirse agujas debajo de las uñas, pero no tardó en renunciar a ello cuando el dolor se hizo insoportable.
Es condenado a la silla eléctrica y ejecutado en la prisión de Sing Sing el 16 de enero de 1936.
Cuando se le preguntaba por la cifra exacta, respondía sonriendo: “Por lo menos cien”.
Tubo una sorprendente reacción después de ayudar a los guardias a colocarle los electrodos, y se mostró entusiasmado.
“Que alegría morir en la silla eléctrica. Será el último escalofrío. El único que todavía no he experimentado…”

domingo, 25 de diciembre de 2011

Las aberraciones sexuales en la Alemania nazi

I
El testimonio de un general alemán en reserva sobre los anormales sexuales. – Las prácticas homosexuales. – Su influencia en la vida social y en la política interior y exterior de Alemania. – Los familiares de Guillermo II. – El conde von Eulemburg y von Holstein, la Eminencia gris. – La prostitución masculina. – El chantaje alrededor del artículo 175. – La diplomacia y los secretos de estado. – La consanguinidad en las esferas monárquicas.
«El historiador que desee estudiar los errores y los extravíos de la política interior y exterior de Alemania de la época que precedió a la guerra (1914-1918), no puede ser indiferente a los problemas morales.»
Es así como empieza un «capítulo penoso» del libro «Mein Damaskus» (Edit. FackeIreiter, Hamburgo 1929), que contiene los testimonios y las memorias de un antiguo general de dragones, Dr. H. C. Paul Freiherr von Schoenaich uno de los jefes del pacifismo activo y presidente de la «Deustche Friedensgesellschaft» que reunía a centenares de grupos y asociaciones que expresaron, en la medida de lo posible, el espíritu de la «otra Alemania», finalmente estrangulada por la tiranía nazi.
El autor añade que los problemas morales que han sido cubiertos con el manto del silencio, se relacionan particularmente con las prácticas homosexuales, que tuvieron un papel mucho más importante de lo que se cree habitualmente. Después de haber esbozado el problema desde el punto de vista científico, es decir, de la evolución biológica, que tuvo necesidad de centenas de millares y de millones de años para llegar a la diferenciación de los sexos, Von Schoenaich muestra que, incluso hoy día, ciertos hombres están animados de sentimientos y de impulsiones de naturaleza femenina y algunas mujeres experimentan el mismo fenómeno sexual, exactamente como los hombres.
La mayoría de los hombres son normales, –es decir, heterosexuales– pero en ciertos periodos de su vida, se sienten atraídos por el mismo sexo y sienten inclinaciones anormales (homosexuales). [4] Estos períodos pueden durar semanas, meses, años, sea en la época de la juventud o a una edad más avanzada, sea en el hombre, sea en la mujer, incluso en la época de su vida común, lo que no excluye los «matrimonios dichosos». El artículo 175 del Código Penal alemán que castiga con la cárcel las relaciones anormales entre «las personas del sexo masculino» (pero no entre las mujeres) ha suscitado grandes discusiones en todos los medios. Por este artículo represivo, numerosos individuos pertenecientes a todas las clases sociales alemanas teniendo predisposiciones sexuales anormales, y no solamente los que practican la homosexualidad, han sido considerados suspectos, perseguidos, puestos al margen de la sociedad. Todas estas personas han debido sufrir moralmente, obsesionados por el peligro de ser denunciadas y traducidas ante los tribunales.
Según el autor que más arriba citamos y que durante numerosos años hizo investigaciones en los medios homosexuales, ¡el 10 por ciento de la población alemana sería presa de estas anomalías! Leímos en 1930, en una revista científica, que, según ciertas estadísticas, contábanse en Alemania, que aún no había llegado a ser el gran Reich nazi, alrededor de dos millones de homosexuales; estos tenían sus clubs y sus asociaciones, sus cafés, sus publicaciones y su literatura específica.
Surgidos de esos medios, algunos han ascendido a las funciones más influyentes del Estado. Se han escrito numerosos volúmenes de «historias» sobre las relaciones eróticas de los grandes hombres de Estado con sus amantes y su influencia sobre la vida política. Pero se han silenciado las relaciones entre los hombres de Estado homosexuales, cuya influencia sobre la vida social interior y la política exterior ha sido puesta al descubierto en ocasión de numerosos grandes escándalos, como el del conde von Eulenburg, perteneciente a los servidores de Guillermo II. Como oficial, Schoenaich pudo observar de cerca estas costumbres, en el medio en el cual se desenvolvía, desde la escuela de cadetes hasta el regimiento de la guardia en Berlín; se interesó especialmente en las consecuencias nefastas de estas relaciones anormales en la política interior y en la internacional, así como sus repercusiones morales sobre el pueblo alemán.
Acompañado de un policía vestido de civil, visitó un día una sala de baile de los alrededores de Berlín. «El cuadro no se borrará nunca de mis ojos. Varios centenares de hombres y mujeres de toda edad y de todas las clases, la mayoría maquillados, un cierto número de hombres vestidos de mujer y unas cuantas mujeres vestidas de hombre. Desde el momento que entramos en la sala bien alumbrada, todos se dieron cuenta que éramos visitantes guiados por la policía. Según parece, el servicio [5] de información funcionaba perfectamente. Pero aparte bastantes figuras antipáticas, marchitadas por el vicio, vi semblantes de rasgos finos, de expresión espiritualizada. Algunos querían probablemente ganar la benevolencia de mi amigo el policía, pues nos hicieron la descripción brutal y sincera de las cosas más cínicas.» Cuando el autor de la obra pidió al policía por qué se autorizaban tales bailes y reuniones, cuando el artículo 175 del Código Penal estaba todavía en vigor, se le dijo que estas «distracciones» estaban permitidas intencionadamente para que las autoridades pudiesen conocer mejor los medios homosexuales. «El chantaje juega un papel muy importante en ese medio. Numerosos son los que van guiados solamente por sus inclinaciones íntimas. Pero hay también un gran número que hace un negocio con los sentimientos y las predisposiciones de los otros... La prostitución masculina juega un papel muy importante. ¡Desgraciado del extranjero que tiene la desgracia de caer entre las manos de estos vampiros! Lo comprimen como a un limón.» La amenaza del artículo 175 tiene efectos desastrosos que llevan hasta el suicidio –y la policía, por una vez con razón, ataca con mayor saña a los autores del chantaje, a los profesionales, que a sus víctimas.
En el ejército, donde el general Von Schoenaich pudo observar mejor la prostitución masculina, ésta se había extendido de forma tan alarmante que los comandantes se vieron obligados a tomar medidas enérgicas. Simples soldados llegaron a venderse, no por gusto, sino únicamente por dinero. Esta «práctica asquerosa», tuvo, desde el punto de vista moral, las consecuencias más desastrosas en la vida militar y ganó a su vez los medios civiles –e incluso las capas profundas de la nación. Las relaciones entre los grados estaban en general turbadas por la obsesión de este vicio; la autoridad de los oficiales homosexuales –y eran muy numerosos– se ejerció sobre sus subordinados, y no solamente en lo que concierne a la disciplina aparente. La mayoría de los soldados que se prostituían así, por venalidad, por deseo de lucro, estaban completamente perdidos; no podían volver ya jamas a un oficio normal, pues «¿por qué fatigarse en trabajos difíciles, cuando obtenían un beneficio apreciable, sin la menor fatiga?».
Con ocasión de un gran proceso que hizo escándalo, se conocieron cosas «verdaderamente horribles». La corrupción en la vida pública –política y mundana–tenía sus raíces en una anomalía que la hipocresía de «la moral perseguía gracias a un artículo de la ley, raramente aplicado en todo su vigor, pero siempre utilizado como amenaza por bandas enteras de entretenidos y de chantajistas.
Los efectos eran más profundos en la política interior de lo que se creía. «La estrecha solidaridad de todos los intereses era [6] funesta. Toda la vida política, económica y social estaba misteriosamente rodeada por una red de individuos que, por su naturaleza y por su ley, estaban ligados el uno al otro por una poderosa comunidad de destino.» En general el secreto era bien guardado y verdaderos homosexuales sabían comprometer a personas honorables con virtudes intelectuales y artísticas excepcionales, pero normales en su vida sexual. En los consejos de ministros se discutía con frecuencia este problema. El mismo Von Schoenaich fue llamado por el ministro de la guerra para facilitar aclaraciones sobre ciertos casos que podían ser objeto de interpelaciones en el Reichstag. La forma como se desarrolló el proceso contra el conde Eulenburg manchó el prestigio de la justicia oficial, y no solamente el de la casta militar imperial.
En cuanto a las repercusiones sobre la política exterior, ellas fueron más graves todavía. En la época de la «crisis marroquí», una revista reveló el hecho de que en una casa de prostitución masculina tenían lugar entrevistas íntimas entre un alto funcionario del Estado alemán y un diplomático extranjero –y que los proyectos más secretos de la política alemana habían sido así entregados al «enemigo». Pero esta «traición» sólo provocó un «silencio de muerte», pues apareció que existían intereses de Estado mayores, tanto de un lado como del otro, que exigían que el escándalo fuese ahogado con cuidado especial.
«Solo en un porvenir lejano, –escribe el general Von Schoenaich– será aclarado uno de los capítulos más turbios de la nueva historia alemana, y este capítulo es el del ministro von Holstein, llamado la Eminencia Gris. Se sabe que durante treinta años este hombre tuvo, bajo cuatro cancilleres diferentes, una influencia decisiva sobre nuestra política exterior. La mayoría de nuestros diplomáticos del extranjero, que no eran tan tontos como se pretende, le contemplaban, incluso en el ejercicio de su función, como una persona espiritualmente enferma. Hoy aparece como seguro que fue él el culpable de la situación política que hizo que, al fin de cuentas, fuésemos precipitados en una guerra mundial.»
El autor muestra cómo se procedió durante la guerra contra los conocidos como infractores del artículo 175. El juicio se pronunciaba según el grado y el rango social: exclusión del ejército, degradación o «desaparición combinada» para evitar el escándalo; los oficiales en activo pasaban a la reserva o eran enviados al frente como simples soldados. Insiste sobre la gravedad de este estado de cosas para «todos los Estados monárquicos». En tanto que las leyes sobre el matrimonio en los medios monarquistas se mantengan sobre la igualdad de rango e incluso el aparentamiento de la sangre, el peligro de la degeneración de la familia subsiste. Por la consanguinidad (que puede [7] llevar hasta el incesto) se acentúan ciertas virtudes hereditarias, pero igualmente las anomalías. Y el pueblo adivina los vicios del soberano antes que sus virtudes. Ciertamente, las buenas cualidades pueden coexistir con las malas inclinaciones. «El gran Napoleón era epiléptico; Federico el Grande era desde el punto de vista sexual un anormal. El fin trágico de los Romanov degenerados por exceso de consanguinidad es, quizá, el signo de advertencia del fin de la forma del Estado monárquico.»
Si precisa castigar con severidad los abusos y las perversiones ejercidas por los adultos sobre la juventud, es quizá excesivo –según el autor– que todos los anormales sexuales, con los que la naturaleza se mostró tan avara, sean puestos a la picota como criminales. Ello acarrearía consecuencias más nefastas todavía. No debemos, por un falso pudor, correr el velo del silencio sobre estos problemas psico-físicos, sino buscar abiertamente sus causas, a fin de aligerar el fardo de tantas taras hereditarias, de anomalías innatas que residen en la estructura íntima de los homosexuales –así como de la mala educación que recibieron en la infancia, en una sociedad dominada por el culto de la fuerza y por el orgullo de una casta que se estimaba ser de la raza inmaculada de los Elegidos. [8]
II
De Guillermo II a Hitler. – Las aberraciones psíquicas, sexuales e «ideológicas.» – Las costumbres de los jefes nazis. – «El Drama Roehm.» – Consideraciones psico-sexuales del Dr. Magnus Hirschfeld. – Paralelo entre Eulenburg y Roehm. – Psicología de los favoritos invertidos. – La camaradería de los «Caballeros» en el pasado y en el presente. – La amistad pasional, según F. Schiller y Ricardo Wagner. – «Los uranianos.»
El testimonio del ex-general Freiherr von Schoenaich, al que conocí entre 1925 y 1932 y con el que conviví en diversos congresos pacifistas internacionales, hombre considerado como un espíritu luminoso y ponderado, pero enérgico en sus acciones, no se refiere solamente a la época de Guillermo II. En este momento, la megalomanía imperial encontraba en la casta militarista –sostenida por el feudalismo agrario de los Junkers y por el gran capitalismo industrial– el medio ambiente favorable para su exaltación, tanto en el plano social: interior como en el de la política mundial. Y ya hemos visto como en este medio, oculto en la superficie por las maneras duras, en cierto modo, de la nobleza y de la diplomacia, fermentaban los residuos de ciertas aberraciones psíquicas y sexuales que se habían infiltrado incluso en las capas populares, no solamente bajo la forma de la «prostitución masculina», sino también, por así decirlo, bajo formas «ideológicas»: teorías absurdas de pureza racial, máximas provocadoras de hegemonía política, es decir, de sujeción de las otras clases y de los otros pueblos. Todos hemos leído o escuchado esos discursos imperialistas que magnificaban «la fuerza alemana», tomando como pretexto la necesidad de «espacio vital», o atribuyéndose una misión civilizadora, terriblemente brutal y cínica cuando ella chocaba con alguna resistencia por parte de la verdadera cultura, universalmente humana.
Entre el régimen autocrático de un Guillermo II y el absolutismo sanguinario de un Hitler, sólo hay una diferencia de grado y de «organización». Esos errores y esos horrores, que no pudieron [9] barrer las aguas fangosas de una República muerta antes de nacer en la Revolución de noviembre de 1919, se acrecentaron inevitablemente. El tercer Reich reemplazó a la nobleza del Kaiser y conservó solamente los elementos de la vieja mentalidad. Exhumó, justamente, de los bajos fondos populares, esos residuos infiltrados durante la larga dominación monárquica, esas impulsiones turbias, verdaderamente milenarias con frecuencia rechazadas desde la época de los «bárbaros» alemanes, cuyo culto viril, excesivamente masculino, está representado por las divinidades guerreras y por los jefes legendarios evocados en las trilogías wagnerianas.
El régimen nazi instaurado en Alemania en 1933 y que desencadenó en 1939 la segunda guerra mundial para desaparecer después de seis años de indecibles hecatombes y de inauditas destrucciones, no será comprendido por los historiadores del porvenir sin una búsqueda atenta de las psicosis selectivas y, al mismo tiempo, de las costumbres sexuales de los jefes, y de sus numerosos partidarios. De la misma manera que el período guillermino no podrá ser completamente explicado sin las aberraciones del séquito imperial donde «brillaron» un Von Eulenburg y un Von Holstein.
Lo mismo que Freiherr von Schoenaich, nosotros, tristes supervivientes de ese diluvio de odio, de sangre y de fuego, nos preguntamos, cuando pronunciamos el nombre de Hitler, cómo fue posible que un enfermo mental, un neurasténico, un paranoico, un loco atacado de accesos de locura –tal como será clasificado por la ciencia de la patología nerviosa– haya podido ser el dueño absoluto durante más de diez años, de un pueblo de decenas de millones de almas. Lo que hemos dicho de Von Holstein, la eminencia gris, se aplica, en una medida mayor todavía, al plebeyo Adolfo Hitler, la sup-eminencia parda. No sabremos a qué atenernos en lo que a él respecta hasta «el día que saldrán de la sombra sus papeles, escondidos nadie sabe donde». Numerosos datos fortifican la creencia de que «él también pertenecía a esos círculos» (de anormales sexuales). Para Von Schoenaich, «él», es Von Holstein; para los historiadores objetivos del tercer Reich, «él» es Hitler. Y la frase siguiente, se aplica tanto al uno como al otro: «El paso brusco del amor al odio y del odio al amor, que es el rasgo característico de todos aquellos en los cuales el momento sexual tiene una gran influencia, hace a estos hombres completamente impropios para ocupar situaciones influyentes».
Del mismo modo que el proceso de von Eulenburg, a principios de siglo, podía ser considerado como el absceso, por el cual se escapaba el pus del hipócrita homosexualismo del régimen imperial, el «drama Roehm» es la expresión brutal, sangrienta, [10] de las mismas costumbres, pero amplificadas, excesivas, casi públicas, apropiadas al régimen nazi.
Un especialista de la patología sexual, cuyos trabajos son luminarias que atraviesan los subterráneos donde hormiguean los monstruos de las degenerescencias humanas, el Dr. Magnus Hirschfeld, ha escrito algunos comentarios psico-sexuales sobre el caso Roehm, pero sin dar detalles sobre el asesinato en masa ordenado y ejecutado en su mayor parte por el mismo Hitler, en junio de 1934, cuando alrededor de 400 miembros de las secciones de Asalto (S.S.) fueron fusilados con su jefe.
El escándalo Eulenburg se parece en parte al asunto Roehm por el hecho de que estos dos «héroes», cuyo origen social es diametralmente opuesto, formaban parte de las altas esferas gubernamentales; los dos disfrutaban de los mayores favores de su jefe supremo y los dos finalizaron en el desfavor y la abyección. Sus inclinaciones homosexuales han sido explotadas por sus adversarios, para hacer caer el oprobio que de las mismas deriva sobre sus «protectores». ¿Cómo explicarse –se pregunta el Dr. Hitschfeld– por qué naturalezas dominadoras como Guillermo II y como Hitler se sienten con tanta frecuencia atraídas por los homosexuales? La causa debe encontrarse «mejor en motivos de carácter que en las afinidades sexuales».
La mayoría de los invertidos adoran la adulación y el bizantinismo, ceden fácilmente a sus guías, hombres llenos de energía que no toleran la menor resistencia. En su fanatismo por sus jefes, son tanto más manejables cuanto más fácilmente se despedazan entre ellos y sólo se sienten tranquilos y seguros cuando benefician por igual de los favores de su amo. Pero habitualmente surgen ambiciosos, adversarios intrigantes, con frecuencia asimismo anormales sexuales, que envidian a los «mignons» su significación privilegiada. Si los medios directos no les dan satisfacción, estos envidiosos se sirven de alusiones envenenadas que no erran nunca el blanco: descubren secretos de alcoba, representando el papel de indignados, calumnian para que nadie se aperciba que ellos ocupan el mismo sitio, engañan a la multitud sirviéndola historias de complots y de peligros hasta que ella cree realmente que es un absceso purulento lo que ellos han abierto, cuando efectivamente es el cuerpo del Estado el que está enfermo». [11]
Es una explicación psico-sexual del drama Roehm para aquellos que lo conocen en sus detalles abyectos. Los «héroes» de estas hazañas no son suprimidos por el hecho de ser homosexuales, si no por otros motivos morales, por altas razones de Estado. Eulenburg fue acusado de perjuro; Redl, oficial del Estado Mayor austríaco, fue condenado por simples fraudes; Roehm, el jefe de los famosos S.S., fue acusado de felonía con el Furher, a quien quería reemplazar. De hecho, los tres, y muchos otros semejantes a ellos, tenían los mismos vicios y debían ser apartados o suprimidos desde el momento que fuesen descubiertos.
Un fanático teórico racista, Hans Blücher, y un noble prusiano que se escondía bajo el pseudónimo de Lexow, autor de un folleto sobre «El ejército y la sexualidad», se habían ya ocupado antes de estas costumbres, relacionándolas con una antigua cofradía de sangre y de armas, tal como la legión sagrada de Tebas y las ordenes de la Caballería medioeval: la Orden Teutónica y la Orden de los Templarios, cuyo gran Maestre, UIrich van Jungingen, pasaba por ser un homosexual –lo mismo que lo que se refiere a diversas asociaciones de camaradas, más o menos homoeróticas. En «Los Caballeros de Malta», el drama sin mujeres de Franz Schiller (no terminado) es descrita la amistad pasional tal como ella se manifiesta en estas asociaciones de hombres. El propio Schiller pinta a sus dos héroes Crequi y Saint-Priest como «caballeros que se aman», añadiendo:
«El amor de dos caballeros, el uno por el otro, debe tener todos los caracteres del amor sexual.»
Ricardo Wagner, muy apreciado, como se sabe, por Hitler y su camarilla se expresa resueltamente en su libro «Obra de arte del Porvenir» sobre «el valor pasional de las relaciones homosexuales en ciertos grupos». Desprecia las amistades «epistolares-literarias» interesadas y prosaicas, alabando por el contrario el amor basado sobre los «nobles placeres sensuales-espirituales» y que eran entre los espartanos «la única educación de la juventud». Este amor vigoroso reglamentaba los placeres y las diversiones públicas, estimulaba las acciones audaces. Las asociaciones masculinas de camaradería amorosa eran reunidas en unidades de combatientes cuya ley suprema, espiritual, era el desprecio de la muerte «para socorrer al amado en peligro o vengarlo si mordía el polvo».
El Dr. Magnus Hirschfeld cree, pues, que lo que ocurrió en 1934 en el tercer Reich, cuando las Secciones de Asalto y la guardia personal de Hitler se entreasesinaron, no tiene nada de extraordinario. Como tampoco es nueva la difamación de los [12] adversarios caídos en desgracia, poniendo en evidencia sus vicios y depravaciones. La ferocidad y la amplitud de la masacre no constituyen asimismo un hecho «inédito» en la historia alemana. Pisoteando los cadáveres de los jefes de la juventud homosexual, Hitler se creó un nuevo grupo de adversarios, el de los «uranianos», enrolados en el partido nazi, engañados por la tolerancia que mostraba el Furher con relación a Roehm. [13]
III
La juventud nazi. – De los «Vandervogel» a la «Hitlerjugend». – Algunos libros reveladores (Salomón Asch, Odon de Horvath, Hans Blücher). – El neo-paganismo alemán. – De la mitología teutónica al falso budhismo. – Hitler, verdadero budhista. – La protección de los animales y la vivisección de los hombres. – «La educación» de la juventud hitleriana. – Bajo «el signo de Piscis». – El ipsismo. – Las mujeres virilizadas. – Venus con el saco a la espalda. – Las seudo-amazonas. – Jóvenes y muchachas – Como aman. – Padres e hijos.
Desde del drama personal, pero simbólico, del jefe de las Secciones de Asalto, hasta la gran matanza de la segunda guerra mundial –con sus horrores, que Dante no hubiera sabido describir– el camino recorrido en algunos años es, sin embargo, inmenso, con su cortejo de monstruosidades y de catástrofes. No podemos referirnos aquí más que a ciertos aspectos de las aberraciones y de las perversiones morales y sexuales en el seno de las jóvenes generaciones alemanas, bajo todas las formas posibles de violencia, de odio y de destrucción –apenas veladas por dogmas absurdos, por consignas amenazadoras, parecidas a las excitaciones que se prodigan a los perros que se quiere lanzar sobre la caza: divisas de asesinos que querían esclavizar a su propio pueblo, despojar y masacrar todas las naciones que no se sometían ciegamente a su orgullo y a su frenesí de «dominadores elegidos», de jefes y de guías conducidos ellos mismos por el jefe supremo de una locura colectiva.
Para comenzar, recordemos la existencia de la juventud alemana, esta «Hitlerjugend» que sobrepasó de mucho el famoso movimiento llamado «Wandervogel» («Pájaros de paso») formado de grupos de adolescentes alemanes de los dos sexos que se iban de excursión viviendo una vida «sana, libre y amical». Los principios educativos, éticos, sportivos, &c., de estos grupos no son los de los scouts de la ante-primer guerra mundial, tales como los han conocido Inglaterra, Francia y América. Estos [14] grupos son militarizados. Su «disciplina» está subordinada a una ideología política de partido que prepara los cuadros de partidarios fanáticos, de combatientes prestos a realizar, por orden de sus jefes, no importa qué acciones heroicas –que no difieren en nada de los atentados cometidos por las asociaciones de bandidos de gran camino o los asesinos a sueldo dispuestos a perpetrar los atropellos más abyectos.
Existe, en ese dominio, una rica literatura. Algunas novelas, verdaderas crónicas basadas sobre una abundante documentación ideológica, psicológica y táctica, son extremadamente instructivas. Recordemos la gran novela de Salomón Asch: «Der Krieg geht weiter» (La guerra continua), consagrado en gran parte al periodo de post-guerra de la Alemania vencida y revanchista (1920-1932) y a los síntomas raciales que debían conducir a la masacre de los judíos (1939-1945). La juventud hitleriana está ahí representada por los tipos más significativos, no solamente en el plano político y ultranacionalista sino también en su concepción «de la vida social y erótica». Una escena reveladora es la de la iniciación de un adolescente a la «mística» del amor masculino en el curso de una noche sombría, en un bosque: uno de los jefes da al fin al tembloroso novicio el beso viril, apasionado y bestial.
Esta «Hitlerjugend» llevó hasta el extremo las prácticas anormales del antiguo «Wandervogel», hablando del cual Hans Blücher escribió en 1912 un libro que lo expresa todo en su título: «El movimiento Wandervogel como fenómeno erótico. Contribución al estudio de la inversión sexual».
Entre las numerosas novelas relativas a los años de la dominación nazi (1933-1939), mencionaremos, por su dinamismo, por los cuadros que se suceden cinematográficamente y por sus diálogos brillantes y «sabrosos», «Juventud pagana», por Odon de Horvath, un escritor emigrado que tuvo un fin trágico en París.
* * *
Antes de extraer algunas escenas de esta novela, precisemos que el neopaganismo alemán es, de hecho, un retorno a un primitivismo exaltado –a este salvajismo disfrazado que no renuncia a las apariencias de la ciencia «asesina» de la cultura dogmática, de la técnica monopolizada por el Estado con finalidades guerreras. Thor, Odin-Wotan y los demás dioses nórdicos, son demasiado «puros», es decir, demasiado naturales para la época [15] en que fueron engendrados por la imaginación primaria, instintiva, por los sentidos ávidos de los bárbaros vestidos con la piel de las bestias muertas en las selvas negras de Alemania. Para los «Paganos» de hoy, los dioses antiguos de los teutones son solamente máscaras bajo las cuales se esconden los semblantes equívocos, con frecuencia degenerados, de las generaciones atormentadas que han vivido entre las dos guerras mundiales. El sentido inmediato de este vago paganismo impulsivo, que confunde el odio con el amor, el gesto criminal con la acción noble y creadora, es el anti-cristianismo –pero inseparable de esta panacea con la cual tanta gente quería curar al mundo de todos los males y que, dicha de otra manera, se llama «antisemitismo».
Esto no impide a los neo-paganistas el dirigirse titubeando, en su vida moral, hacia esas religiones asiáticas en las que creen encontrar una confirmación del apostolado ario y de la quimérica pureza de la raza. Así el profesor Wilhelm Hauser, jefe del movimiento llamado: «La fe alemana», ha atacado al Sermón de la Montaña, denunciando su ética de dulzura y de resignación, extraña al alma alemana. Este apóstol del paganismo alemán es un ex-misionero de las Indias, convertido al budhismo (¿a cual? pues existen centenares de sectas y numerosos ritos y dogmas en la selva virgen de la mitología indúe). «La fe alemana», o, más exactamente, la falta de fe, lleva muy lejos, incluso al budhismo. Pero el verdadero budhismo es la expresión de una ética inaccesible a los «salvajes de la cultura» occidental. Otro profesor confusionista, Bergmann, hacía a favor del budhismo una propaganda tan lógica y encarnizada como la de Hauser, sosteniendo que Hitler era un verdadero budhista, porque era... vegetariano, no fumaba, no bebía alcohol, &c.
Pero el profesor neo-budhista olvidaba que este «abstinente» total, era presa de una sed inextinguible de poder que podían aplacar, solamente de vez en cuando, la sangre derramada y las crisis de destrucción. «Un Budha moderno», osó llamar a Hitler un Herr Profesor, imbuido de literatura, pero al mismo tiempo de un servilismo nefasto: el de los «escribas traidores», pues, según este seudo-sabio, el Furher promulgó ciertas leyes que prohibían la crueldad con los animales, lo que no le impidió hacer disecar de vivo en vivo, por sus legiones de verdugos y de técnicos, millones de hombres, culpables únicamente de pertenecer a otra raza, a otra religión, a otra nacionalidad. Esto, ciertamente, en bien de las investigaciones «científicas» (lo mismo que la vivisección de los animales, pues la verdad es que en la Alemania nazi la propaganda particular por la protección de los animales estaba prohibida)... ¡Hay que ser fuertes! ¡Hay que ser despiadados!». He ahí a donde lleva el neo-paganismo [16] indígena o usurpado, que se injertó en un cerebro intoxicado de odio y de orgullo, implantado en un alma poseída por pasiones desnaturalizadas y por el sueño insensato y sin límites de la dominación universal.
* * *
Pero volvamos a esa novela tan reveladora de «La Juventud pagana». No podemos examinarla aquí ampliamente. Pero reproduciremos solamente algunos fragmentos que caracterizan la mentalidad de esta juventud formada por una educación especial. El centro de la acción es un liceo de muchachos. Uno de los profesores, el único que ha conservado su libertad de pensamiento, tiene el valor de decir en clase que los negros son también hombres. Denunciado por sus alumnos, es objeto de una investigación policiaca, seguida paso a paso. Durante las vacaciones, sale de excursión con su grupo de escolares. En realidad, se trata de un periodo de instrucción pre-militar. Un muchacho, en el cual han encontrado asilo todos los vicios de su edad, roído por una curiosidad mórbida, mata en el bosque a uno de sus camaradas. El crimen es atribuido pérfidamente al profesor, que, al fin, consigue desenmascarar al asesino. Las escenas se desarrollan rápidamente, dramáticas, brutales.
¡Cuánta tristeza, amargura, repugnancia, se apodera del lector que cree aún en la pureza y la inocencia de la adolescencia! Estos muchachos son violentos, crueles, cínicos, los unos dominados por la bestialidad, la mayor parte corrompidos, un gran número mentalmente anormales, de una sexualidad precoz, obsesionados por la idolatría del partido, por los slogans del orgullo racial. Repiten a coro las fórmulas que exigen solamente un gesto para convertirse en acciones «heroicas»: de la delación al terror sistemático, de las querellas al crimen sádico, todas sus hazañas no tienen otra finalidad confesada que el deseo de complacer al jefe de grupo, y, a través de él, al jefe supremo, al Furher. Servilismo consumado por la ambición, el descaro, engendrados por el odio y la mentira. Y un orgullo macho, el orgullo del sexo fuerte, de la camaradería que no es más que una servidumbre dirigida en todas las circunstancias, grandes o pequeñas, de la vida social o de la vida individual. Esta existencia no es más que una parodia de la disciplina espartana, alterada por vicios patentes o ocultos.
La juventud fascista y nazi vive bajo el «signo de Piscis», como decía un sacerdote filósofo al profesor perseguido por sus pequeños tiranos: «Así pues, usted y yo, mi querido colega, representamos, desde el viejo Adán, dos generaciones, y los pillastres [17] de su clase representan, así mismo, otra generación... Yo tengo sesenta años; usted tiene cerca de treinta y esos condenados cuentan alrededor de catorce. Ahora, ¡cuidado!: son las experiencias de la época de la pubertad, sobre todo en el sexo masculino, las que son decisivas para la formación general de toda la vida.»
Para la generación a la que pertenece el mencionado filósofo, el problema más importante, casi el único problema general de la pubertad, era la mujer, pero ella le faltaba. De suerte que la experiencia más visible de estos años, era la auto-satisfacción con todas sus consecuencias de antaño (salud quebrantada, &c.). «En otros términos, nosotros tropezamos con la mujer y nos deslizamos en la guerra mundial. Durante nuestra pubertad, querido colega, la guerra llegó precisamente a su apogeo. Los hombres faltaban y las mujeres eran más acogedoras. Uno no tenía mucho tiempo para pensar en él mismo, porque la especie femenina mal alimentada sexualmente había invadido nuestra juventud. ¡La mujer no era ya una santa para vuestra generación! he aquí por qué los hombres de su edad no serán jamás dichosos, porque en el rincón escondido de vuestra alma languidecéis, sumidos en el sueño ideal de una mujer pura, sublime, ilusoria –dicho de otra manera, en la rebusca de vuestra propia satisfacción. Esta vez las mujeres han chocado con ustedes, jóvenes, y se han deslizado hacia la masculinización.»
La mujer deportiva, la mujer soldado, la mujer mecánico, la mujer llena de una erudición estéril: tantos otros tipos «que destruyen la imagen ideal de la feminidad. ¡Quién podrá entusiasmarse a la vista de una Venus que lleva un saco a la espalda!» –exclama el viejo pastor. «La desgracia de la juventud de hoy es que no remonta la crisis de la pubertad, como debería: lo erótico, lo político, lo moral... todo ha sido metido en el mismo saco y mezclado. Además, demasiados desastres han sido festejados como victorias». «Los sentimientos más íntimos de la juventud han sido explotados por todos los charlatanes, a la vez que, por otra parte, se les sirve todo en bandeja: no tienen más que copiar cuanto se les explica por la radio, y reciben así los mejores puntos». «Si los muchachos leen todavía, es para tener algo de qué burlarse. Viven en el paraíso de la estupidez y su ideal es la burla. Pronto hará frío; es el signo de Piscis... El alma del hombre tiende a inmovilizarse, como las escamas de un pescado.»
En cuanto a las muchachas de la misma edad, he aquí como las ve un chico cuando pasan en grupos por la calle (ellas también son llevadas de excursión y obligadas a buscar por los matorrales el cadáver de un aviador). [18]
«Señor profesor, mire usted lo que viene allá abajo, esa tropa en marcha.»
Unas veinte muchachas avanzan al paso militar: llevan una pesada mochila a la espalda y cuando están cerca nuestro oímos sus cantos. Cantan con voz aguda, con voz de grillo, canciones militares. B. ríe estruendosamente. Cuando las muchachas se detienen ante el campo de los chicos, el profesor habla con la cheftana: «Las señoritas nos miran fijamente, como vacas en el pasto... A decir verdad, estas criaturas no tienen nada de atrayente. Sudorosas, sucias y mal arregladas, no ofrecen ninguna imagen agradable.» La maestra, adivinando el pensamiento del profesor, le explica: «Nosotras no tenemos en cuenta los adornos ni las tonterías; nosotras somos las amazonas. Pero las amazonas no son más que una leyenda, mientras que vosotras sois una realidad. Solo somos pobres muchachas mal guiadas...»
Pero existen también legiones de Evas que viven libremente en el bosque con una banda de jóvenes atrevidos. Una de ellas, una huérfana, se convierte en una pequeña salvaje, audaz y desvergonzada. Uno de los chicos la encuentra en el bosque sola y ella no hace aspavientos cuando se trata del amor.
He aquí un extracto del «Diario» del alumno:
«He llegado a la ladera del bosque y desde allí podemos distinguir el cantonamiento en la lejanía. Ella se ha detenido y me ha dicho que debía regresar y que me daría un beso, si le prometía no decir a nadie que la había encontrado allí.
—¿Por qué? –le he preguntado.
—Porque no quiero –me ha contestado.– Le he dado la seguridad necesaria y me ha dado un beso en la mejilla.
—Esto no cuenta –le he dicho– Un beso vale solamente cuando se da en la boca.
Me lo ha dado, pero al mismo tiempo me ha metido la lengua dentro de la boca. Le he dicho que era una cerda para permitirse hacer algo semejante. Ella se ha echado a reír y me ha besado nuevamente. Yo la he dado un empellón. Entonces ha cogido una piedra y me la ha tirado. Si me hubiese dado en la cabeza, me habría matado. Se lo he hecho observar. Me ha contestado que poco le importaba.
—Te habrían ahorcado.
Ha confesado que descontaba terminar así, un día u otro.»
Es esto, sin duda, lo que llaman amar en la Hitlerjugend. Violencia, bestialidad, cinismo. Pero la escena continua: [19]
«De nuevo me ha metido la lengua en la boca. Yo me he enfadado, he cogido una rama de árbol y la he golpeado... sobre el dorso, en las espaldas. Ella se ha caído sin dar un grito. He tenido miedo, creyendo que la había matado, pues no se movía.
—Si está muerta –pensaba yo– la dejaré ahí y haré como si no supiese nada... Pero debe fingir. He visto muchos muertos, y tienen otro aspecto. Cuando era un niño, vi a un policía y a cuatro obreros yaciendo sin vida. Era en el curso de una huelga. –Espera, pensaba yo– quiere solamente hacerme miedo... Levanté poco a poco los bajos de su vestido... Ella se estremeció y me atrajo salvajemente sobre su cuerpo... Cerca de nosotros, había un gran hormiguero. Yo le prometí no decir a nadie lo que habíamos hecho. Ella echó a correr y yo olvidé preguntarle como se llamaba.»
«Nos hemos amado» escribe el muchacho en su diario, en el que incluso anota la ausencia de ropa interior en su «partenaire» de un momento. Pero ni él, ni ninguno de los de su edad, saben lo que es el verdadero amor.
—¿Qué sensación es, pues, la del amor? –se pregunta– «Creo que se parece a la del vuelo. Pero sin duda, volar es más bonito.» Desgraciadamente, esta juventud no vuela nunca. Se arrastra por el fango, aplasta a los débiles, pega en lugar de pensar; busca fuertes sensaciones, en vez de cultivar nobles sentimientos.
En cuanto a la vida de familia, se conocen suficientemente los graves conflictos que estallaron entre padres e hijos bajo el régimen nazi. Los padres y sus amigos son los prisioneros de estos pequeños chantajistas y delatores. ¡Cuán inmenso es el número de padres desaparecidos a consecuencia de una denuncia de sus vástagos, sujetos a sus verdugos con camisa parda!
En el tribunal donde se juzga el crimen del joven de «ojos de pez», antes citado, la madre mira fijamente a Z:
«–¿Pretendes que miento?
—Si.
—Yo, no miento nunca –grita ella de pronto, muy fuerte– No, yo no he mentido en mi vida; pero tu mientes siempre. Yo digo la verdad, nada más que la verdad; mientras que tú solo quieres defender a esa guarra de hembra, a esa mala pécora.
—No es una mala pécora.
—Cállate –prorrumpe la madre, más y más excitada– Sólo piensas en esa miserable haraposa, pero nunca en tu pobre madre.
—Esa muchacha vale más que tú –replica Z. [20]
—¡Silencio! –grita el presidente, sublevado– Y condena a Z. a dos días del cárcel por insultos a testigos. Es incalificable tu actitud para con tu madre. Esto me dice lo bastante!»
Creo estas citaciones suficientes para mostrar lo que es «la educación de la juventud en un Estado totalitario». Pero el libro de Odon de Horvath es una novela. Y la novela es antes una ficción que una realidad –se puede objetar. Al contrario, novelas como esta son demasiado pálidas, demasiado ordenadas y estilizadas, incluso cuando están rigurosamente documentadas y ponen en escena personajes y hechos reales. El film mismo no podría reproducir completamente la ignominia de estas generaciones podridas, de máscaras herméticamente cínicas, arrastradas por el torbellino de todas las Negaciones. [21]
IV
La juventud nazi durante la guerra mundial. – De la Hitlerjugend a los S.S. y a los S.A. – La voluptuosidad de matar y de destruir. – La locura fría, la crueldad convertida en una segunda naturaleza. – «Lustmord». – «Los Golems» asesinos. – «Cuentos de esos años», por Ilya Ehrenburg. – Correlaciones psico-psíquicas entre los horrores de la guerra y las anomalías sexuales. La jerarquía de los verdugos. – Virilización y militarización. – Un símbolo del sadismo sexual; el «affaire» del campo de Domtau. – La carrera hacia el abismo. – Auto-destrucción y suicidio colectivo.
Si alguien duda todavía de la realidad de un mundo tan fuera de eje como el de la juventud fascista y nazi, de una deshumanización que sobrepasa todos los límites de la animalidad (pues el animal, incluso la bestia salvaje de los bosques, obedeciendo a sus instintos que son limitados, no se preocupa de sublimizar su bestialidad, haciendo de ella un dogma racial, forjando divisas de exterminación, creando «ideales» de esclavización y de hegemonía universales), si alguien cree todavía que el turbio período de la adolescencia educada bajo el signo de la cruz gamada será seguido por la aparición de la razón y por el equilibrio de los sentidos, cabe recordar entonces las acciones de la «Hitlerjugend» durante la guerra mundial.
Después de una severa «preparación», el adolescente era enrolado en los batallones de la muerte, en esos famosos regimientos S.S. y S.A., es decir, de asesinos iniciados en el arte de matar, no solamente por medio de todas las torturas que manchan la historia de los pueblos guerreros de la antigüedad, sino también por los medios más crueles y refinados de destrucción «científica», aplicados sin ningún escrúpulo en los países invadidos por las hordas motorizadas.
Esta juventud hitleriana, que, sabía matar a pedradas a los compañeros de liceo, «amar» en los bosques a huérfanas salvajes, ha satisfecho abundantemente, durante la guerra y la [22] ocupación de los países invadidos, su sed de sangre, ese «Lustmord» ese odio lleno de voluptuosidad, que consiste en hacer picadillo de sus enemigos, sin distinción de edad ni de sexo. Desde los niños cogidos por la pierna, y estrellados contra la pared, o lanzados al aire como pelotas, para ser «fusilados» durante su caída o cogidos en el aire con la punta de las bayonetas, hasta las centenas de millares y de millares de internados en los campos de la muerte (¡cuantos murieron en ruta!) dejados morir de hambre, de frío, presa de las enfermedades, o martirizados con toda suerte de torturas, asfixiados en las cámaras de gases, enterrados vivos, sirviendo de cobayos para los nuevos venenos descubiertos por sabios diabólicos... Es incalculable el número de víctimas de tal locura fría y sin embargo lúcida, de una crueldad convertida en segunda naturaleza, que se prodigaba en excesos, arrastrada por su propio frenesí hacia todos los abismos de la destrucción, de la muerte repugnante que no conservaba ni aún las formas humanas de la descomposición.
La economía de guerra nazi industrializaba las masas de cadáveres para extraer de ellos el jabón que servía para lavar las camisas de los verdugos, para empavesar con huesos calcinados las calzadas que atravesaban los autos de los «vencedores», para abonar con las cenizas de los hornos crematorios las tierras laborables que debían nutrir a los aprovechadores del régimen y a sus esbirros, sumisos como robots.
Aún no se ha reunido todo el material documental de estos desafueros, a los que yo no llamaré infernales, sino pura y simplemente nazis. Solo dentro de algunas decenas de años se escribirá la verdadera historia de esta «guerra total» que solo fue una matanza furiosa perseguida entre convulsiones rabiosas y abyecciones sin cuento. Y si los escépticos o los cínicos se extrañan de algo que niegue la realidad de la generosidad humana, se preguntarán cómo fueron posibles semejantes horrores, cómo quedaron todavía víctimas supervivientes de los campos de exterminación, al llegar «los años Iibertadores».
Citemos, por ejemplo «Cuentos de esos años», de Ilya Ehrenburg, testimonios que no son florilegios literarios, sino gritos patéticos de la conciencia humana herida y expoliada. Abramos el libro al azar. He aquí «El fin del Ghetto», donde los primeros condenados se resuelven, en el exceso de su sufrimiento, a rebelarse contra los verdugos; quieren a lo menos morir como hombres dignos y lúcidos, y no como bestias en el matadero. Fomentan un complot, reúnen armas, combaten hasta el último suspiro.
«El peletero Zeilic formaba parte del Comité de insurrección. Le han torturado toda la noche y luego le han tendido sobre un [23] asador al rojo vivo. El «Rottefurher» Geise se tapó la nariz con su pañuelo: tan mal sentía. El peletero pronunció el nombre de Kogan (el jefe de la insurrección), y cayó inanimado. Murió sin recobrar el sentido.
Pero, cuando Jost, el vigilante del Ghetto, pregunta a los rebeldes donde se oculta Kogan, este se presenta espontáneamente. Abraza a Lia Levit, diciéndole:
—Tu quizá llegarás a vivir otra primavera.
—Enseguida se va y los soldados le llevan ante Jost, que ensaya en vano de hacerle hablar.
—Podéis quemarme como al peletero Zeilic, dice Kogan; moriré, pero no me arrancaréis ni un solo grito. Yo estoy hecho de otra manera. Comprendedlo bien: yo os odio.
—Miraba a Jost a los ojos sombríos y rodeados de ojeras. Jost ordeno que le saltarán los ojos. Kogan no habló. Calló, cuando le arrancaron las uñas y también cuando le aserraron las piernas. Murió siempre silencioso y por la mañana los alemanes sacaron su cadáver hecho pedazos.
Los insurrectos combatieron hasta el fin. Lia también hacia fuego sobre los alemanes. Los soldados la rodearon. Ghers se precipitó y lanzó una granada sobre Lia.
Llevaron ante Jost al viejo Ruttman, una noche, después que los alemanes se hubieron encarnizado sobre todas las víctimas. Jost estaba alegre: cuando vio al viejo, se echó a reír:
—¡Ah, he aquí al último de los Ahasverus! El anciano se lanzó sobre Jost, al que abrió el vientre con un cuchillo que tenía escondido. Lázaro terminó el relato exclamando:
—Era verdaderamente el Dios de la venganza.»
He aquí un caso entre millares, decenas de millares. Sabemos que el deseo de venganza estalla, en la gente evolucionada, demasiado tarde o jamás. Pero ellos, los verdugos, ¿qué tenían que vengar? Aislados en su propia ignominia, ya no podían contenerse: Debían exterminar el mayor número posible de enemigos (el mundo entero, para ellos, estaba lleno de enemigos), aniquilar a los pueblos degenerados, los rebaños de esclavos, para dejar sitio al sol, al HerrenvoIk...
Si alguien pregunta qué relación hay entre estas matanzas en masa y el problema de las anomalías sexuales que hemos expuesto al comienzo de estas páginas, debemos contestarle:
Los horrores realizados por los ejércitos alemanes, la Gestapo y las bandas de los S.S., han sido posibles justamente porque la «instrucción» que se les ha dado en las escuelas del odio y del crimen, tuvo por así decirlo, como base, el principio de la [24] primacía masculina, pero alterada por una camaradería dudosa, hipócrita y autoritaria.
Esta falsa camaradería excluía toda idea de igualdad entre hombres y mujeres; y entre- hombres establecía una escala jerárquica –de arriba abajo– de sujeción ciega hacia los grados superiores, de sujeción de todos a un Fürher supremo, tiránico y sanguinario.
Semejantes «virilización» y militarización que transforma el país entero en una cárcel y en un cuartel, debía forzosamente acentuar las taras hereditarias, los impulsos sádicos, los vicios apenas enmascarados de millones de anormales sexuales. Para estos, la violación era, durante la guerra, la voluptuosidad más embriagadora. Podían matar, desvalijar y sobre todo violar a seres a los que ellos no podían amar que rechazaban horrorizados sus apetitos monstruosos. Y los invertidos de toda clase, los activos y los pasivos, los que antes se prostituían por dinero y los que eran predispuestos por naturaleza, encontraban al fin en la destrucción de los valores morales, provocada por el caos de la guerra, la posibilidad de dar libre curso a sus instintos –no importa donde, no importa cuando, no importa como; ellos que durante tanto tiempo habían vivido obsesionados por la amenaza del artículo 175 del Código Penal.
Y no encontramos símbolo más significativo de esta inevitable correlación entre los horrores de la guerra y las perversiones sexuales, que un hecho relatado por el comandante Juvicov en un artículo titulado «El campo de la muerte» (diario «Era Nouá», Bucarest, 14 junio 1945). Después de haber mostrado cual fue el trato infringido a millares de deportados políticos en el campo alemán de Domtau, donde morían del tifus, de frío, de hambre; despedazados por perros amaestrados a este efecto, segados por las ametralladoras, &c., el autor describe algunas invenciones de los alemanes insatisfechos de los antiguos métodos de tortura. Menciono una de ellas:
«El prisionero de guerra Nicolás Rassacazov cuenta: Los alemanes hicieron instalar en nuestra barraca una polea a la cual suspendieron un hilo eléctrico. Cuando, la noche siguiente, entraron en la barraca, yo pensé que mi fin había llegado. Cerca de mi yacía un camarada herido. Le arrancaron los harapos que le servían de vestido. Después ataron el hilo al órgano genital del desgraciado y los alemanes empezaron a remontar la correa. Después, en medio de las carcajadas y los gritos salvajes, lanzaron a la calle al hombre, mutilado.»
Este hecho es verdaderamente un símbolo típico del sadismo sexual que se desencadenó, en un paroxismo de voluptuosidad, en plena guerra total, entre las hordas de especialistas del crimen [25] y de la destrucción. Los horribles sueños de los adolescentes educados en las escuelas-cuarteles y los campos hitlerianos; las obsesiones de los muchachos en las oficinas y los talleres, infiltrados por todas partes en los otros países (pues el espionaje y la delación eran considerados como las virtudes elementales de un buen «hijo de la patria») – todas estas impulsos contra-naturaleza, mejor unisexuales que hetero-sexuales, por mucho tiempo combatidos, encontraron terreno propicio en los campos de batalla y los lugares de exterminación. Ningún escrúpulo moral, ningún estremecimiento de la conciencia, salvo en muy raras excepciones!
Ni el temor de la venganza, ni la voz anunciadora de la derrota final que debía venir con las sanciones espantosas de la justicia y de la humanidad pudieron impedir a estos posesos, a estos invertidos físicos y mentales –para los que el mal era el bien, el odio era el amor y la fealdad la belleza–, que llegasen hasta el fin del camino donde la destrucción y el asesinato debían volverse contra ellos y el pueblo alemán entero, en un delirio de autodestrucción y de suicidio colectivo. [26]
V
La mujer alemana bajo el régimen nazi. – Las máquinas de hacer hijos. – La superpoblación, uno de los motivos del imperialismo político y factor de guerra. – El martirologio de las mujeres socialistas y antifascistas. – El trato infringido en las cárceles y en los campos. – Testimonios de Lotte Fraenck y de Ida Schwartz. – Un episodio en el hospital Rostchild de París; las seis enfermeras. – « Vengo de Auschwitz». – Los partos de las mujeres en los campos. – La masacre de los recién nacidos.
Hemos mostrado, en las páginas consagradas a la juventud hitleriana, cual era la «concepción» de los muchachos en lo que concierne al amor y como fueron consideradas en general las jóvenes alemanas, masculinizadas por una educación semejante, cuya severidad fue reforzada por una mentalidad de tribu, por los fetichismos raciales y por el culto bestial de la fuerza.
En cuanto a la mujer alemana, su situación fue agravada bajo el régimen nazi: ya, desde, 1934, en el programa mínimo del partido nacional-socialista, se revelaba la tendencia a reducir la misión de la mujer a la cocina y a la maternidad.
Ella debía ser una «máquina de hacer hijos», el mayor número posible, pues las dictaduras estimulaban, por medio de toda clase de premios y de ventajas, el aumento de la natalidad –es decir, la superpoblación, para justificar su imperialismo político y belicoso. Carne de cañón, carne de trabajo forzado para los privilegiados del Estado totalitario, y para sus funcionarios, todos uniformados. Si las mujeres alemanas no fueron militarizadas, por otra parte se vieron sistemáticamente apartadas de la vida profesional, aunque gran número de ellas poseyeran títulos universitarios.
Incluso aquellas que eran miembros del partido nazi protestaron al principio contra estas exclusiones, inevitables no obstante en un sistema de «camaradería» exclusivamente masculina. [27]
Ante todo, ellas debían traer al mundo muchos hijos y educarles, desde su más temprana edad, para la «gloria de la raza elegida», del pueblo destinado a dominar al mundo. Un profesor alemán –como relata la British United Press, junio 1934– contestó a una mujer que quería evitar :la maternidad por motivos de orden fisiológico: «No se permite interrumpir el embarazo mientras resten a la mujer un dos por ciento de posibilidades de sobrevivir. Al Estado le interesan más los niños que las madres.»
Un dogma político, que pretende que el niño pertenece al Estado aún antes de frecuentar la escuela, no puede considerar a la mujer como una ciudadana igual en derechos al hombre. Ella debe obedecer tan ciegamente como los robots del asesinato y de la destrucción : Perinde ac cadáver.
Si las mujeres nazis eran tan mal tratadas por los privilegiados de su partido, se imagina fácilmente con qué furor las bestias salvajes de la Gestapo y de las secciones de asalto se lanzaron sobre las animosas alemanas que osaron luchar contra el régimen. En sus expediciones punitivas contra los que se negaban a aceptarlo, no hacían ninguna distinción de sexo ni de edad.
Muchas mujeres, las muy jóvenes como las de mayor edad, han sido horriblemente torturadas en el curso de los largos interrogatorios nazis; las torturas solo se diferenciaban por su amplitud de las que se usaron durante la guerra. De 1939 a 1944, las mujeres socialistas y antifascistas, constituyendo inmensos rebaños de prisioneras, fueron conducidas, desde todos los rincones del Reich, hacia los campos de concentración.
Los hechos relatados por Lotte Fraenck, «El Martirio de las mujeres bajo el tercer Reich», conservan, después de diez años, el acento de dolorosa indignación de la dignidad femenina cruelmente ultrajada.
Bastantes mujeres alemanas, que no abandonaron su solidaridad socialista, su idealismo supra-nacional, han sido implicadas en los célebres procesos que se desarrollaron ante el «Tribunal del pueblo» –que era, en realidad, la antecámara de las torturas (¿para qué enumerarlas aquí?)– a que estaban sometidos los adversarios del régimen. Una simple carta recibida del exterior, podía ser el pretexto de un proceso por «el crimen de sostener relaciones con el extranjero». Y esto significaba, de acuerdo con el decreto sanguinario de Goering, la pena de muerte.
En cuanto al régimen de las mujeres en las cárceles «se concibe difícilmente que haya habido hombres capaces de [28] entregarse a tales orgías sádicas. Solo se comprende, cuando se piensa que una parte de estos hombres eran individuos desequilibrados, enfermos mentalmente, mientras que la otra parte se atenía únicamente a la proclamación del Fürher ordenando que el adversario fuese implacablemente exterminado». Golpes de matraca y de cuerdas de buey, puñetazos en la cara, heridas graves a las que no se cuidaba; de todas las atrocidades fueron víctimas las mujeres en las cuevas y en los cuarteles de los S.A. desenfrenados en la más crapulosa bestialidad. En fin, algo monstruoso e indescriptible.
Es así como se expresa Lotte Fraenck en su breve «martirologio» escrito al comienzo de la dominación nazi, cuando «toda Alemania no era más que un vasto campo de concentración y donde toda nota humanitaria era rigurosamente ahogada». ¡Y cuando se piensa que en esta época los acusados eran todavía juzgados por un tribunal, que la justicia alemana conservaba todavía un simulacro de equidad! Pero pronto la crueldad y el cinismo nazis se despojaron de toda máscara.
Si esa fue la suerte reservada a las mujeres alemanas, es inútil preguntarse cual fue la actitud que adoptaron en relación de las mujeres de los países invadidos las hordas de verdugos (entre los que se contaban también muchas mujeres alemanas, guardianas de campos de concentración, que con frecuencia se mostraron más implacables y más imaginativas que los hombres, en lo que a inventar suplicios se refiere). Esos profesionales de la tortura fueron enseñados como perros feroces para lanzarlos sobre pueblos «inferiores, degenerados, bárbaros». Crímenes, atentados, violaciones, mutilaciones... Todo esto realizado en una proporción que sobrepasa los medios de expresión que podamos emplear; todo esto ejecutado con la fría crueldad característica del «orden» y de la ciencia venal sujeta a los más apocalípticos «proyectos de depuración» del mundo por el asesinato y el incendio que se puedan concebir.
He aquí un ejemplo de mutilación mortal de las mujeres, tan espantoso como la mutilación de los hombres –y al mismo tiempo tan simbólico en lo que concierne a la correlación entre los horrores de la guerra y el sadismo sexual. Uno de los testigos citados en el proceso del mariscal Pétain, Ida Schwartz, jefe de un grupo de resistencia en Francia, ha relatado, entre otros, el episodio siguiente:
«Durante la ocupación nazi, estaba prohibido a los médicos arios prodigar sus cuidados a los judíos. Se les señaló un solo lugar de consulta en París, el hospital fundado por Rostchild. Da vez en cuando este hospital era rodeado por la Gestapo que se llevaba a cierto número de enfermos para agregarlos a los famosos convoyes enviados a Alemania. Seis enfermeras se pusieron [29] en contacto con el movimiento, de resistencia para enviarles los enfermos que debían ser así deportados... Un día, sabiendo que una importante batida estaba prevista, las enfermeras liberaron a ocho judíos, a los que condujeron hasta el movimiento clandestino. Pero hubo un traidor, no se sabe quien, no se sabrá quizá jamás. Al día siguiente, todos los enfermos fueron obligados a salir al patio, donde helaba hasta congelar las piedras; en su presencia las seis enfermeras fueron cruelmente golpeadas y tendidas sobre el suelo. Los bandidos de la Gestapo les hundieron entonces clavos de madera en los órganos genitales hasta que ellas sucumbieron» (1)
{(1) Podrían reproducirse, de acuerdo con las informaciones facilitadas por los diarios, mucho hechos de este género. Contentémonos con citar un telegrama de Londres, relativo al proceso de Luneburg, donde fueron juzgados Josef Krammer y 45 otros acusados: «Estos dieron muestras de inquietud en el curso de la deposición de los testigos que relataron como en los campos de concentración de Belsen y de Auschwitz los detenidos eran golpeados hasta infringirles la muerte y que los médicos de los S.S. hacían experiencias sobre los prisioneros. Un médico hizo transfusiones de sangre de mujeres pertenecientes a un grupo sanguíneo a internadas pertenecientes a otro grupo. Todas estas mujeres cayeron gravemente enfermas y muchas murieron. Un otro médico S.S. intentaba experiencias de esterilización sobre muchachas con ayuda de rayos que destruían sus órganos genitales. Otro testigo de la acusación ha citado el caso de una internada a quien el médico clavo sobre el pecho una placa de metal por la que hizo pasar la corriente eléctrica sin que antes fuese previamente insensibilizada. Otros testigos han explicado así mismo que una vez las experiencias terminadas, las víctimas supervivientes eran enviadas a la cámara de gases.» (Timpul, Bucarest, nº del 5 octubre 1945).}
Lo que sufrieron las mujeres en los campos de concentración y en las prisiones no es en nada inferior a las torturas infringidas a los hombres. Estos, si nos limitamos solamente al hecho sexual, podían ser esterilizados o castrados; pero las mujeres violadas, las niñas destrozadas (pues la edad no se tenía para nada en cuenta cuando se lanzaban a la orgía sanguinaria) cosechaban, además de las enfermedades venéreas, el fruto más odioso, el más insoportable en ese desencadenamiento de pasiones desnaturalizadas: el embarazo.
Muchas de ellas morían en los alumbramientos o eran sacrificadas antes de parir –pues el imperativo de la «pureza de la raza» no permitía a esos brutos con figura de hombre el perpetuarse con mujeres de los pueblos inferiores. Estas no podían ser más que carne de placer, carne fresca para saciar el frenético «Lutsmord» –la voluptuosidad de matar– no sangre para procrear.
Y sin embargo, en algunos campos de concentración, las [30] mujeres daban a luz. Se les dejaba alumbrar para que sus sufrimientos y sus humillaciones llegasen hasta los últimos límites de la resistencia humana, «¡Por encima del bien y del mal!», esta declaración no era ya la vana divisa metafísica creada por la pluma del desgraciado Nietszche: fue una realidad en un mundo donde reinaban la locura sardónica y la ferocidad implacable para las que no existe remedio, para las que sólo cabe el aniquilamiento consumado en su propia hipertrofia y en su misma repugnancia.
* * *
Quisiéramos reproducir por entero el artículo de una mujer deportada «Yo vuelvo de Auschwitz» («Renasterea Noastra», Bucarest, nº del 16 junio 1945). La autora, Mimi Grünberg, escapó por azar a la cámara de gases y al horno crematorio.
Conoció toda la gama de los sufrimientos y de las humillaciones, imposibles de describir con palabras y que sólo pudieron sentir los que la han sufrido. En este artículo ella se dirige a las mujeres afortunadas que tuvieron la suerte de vivir, durante la matanza, su existencia perezosa, confortable y vacía –las que, si llegaban a procrear, eran cuidadas en clínicas, en habitaciones llenas de flores y que «saludaban al pequeño ser febrilmente esperado».
«Y yo he visto –¡escuche usted bien, señora!– una mujer también querida y mimada un día por los suyos, dar a luz a un niño en el campo de concentración de Auschwitz. Llovía a mares sobre el techo de la barraca de madera, por encima del cuerpo contorsionado por los dolores del alumbramiento. La mujer se retorcía de sufrimiento sobre el cemento húmedo, empapado por el fango que traían de afuera millares de pies, contemplada por millares de ojos. Mil mujeres la vieron en el fango, el cuerpo medio desnudo, bañado en su propia sangre. Destrozamos nuestras camisas sucias para envolver a la criatura. He visto a un pequeño, morado de frío, tendido sobre el cemento fangoso, gimiendo bajo la lluvia que inundaba su cuerpecito. A pesar de este sacrificio, la madre no pudo conservar a su hijo: se lo llevaron allá abajo, donde todos nuestros hijos, tan hermosos, tan gentiles como los vuestros, encontraron la muerte: la cámara de gases y el crematorio.»
Esta criatura –y aquí está lo sublime de la maternidad, trágica y sagrada– era un hijo deseado, incluso en el más profundo abismo de la miseria y de la ferocidad. Fue concebido en el hogar familiar. Pertenecía a la mujer deportada y al esposo que agonizaba en otro campo de concentración, si no estaba ya [31] muerto. Este niño pertenecía a una madre de un país invadido; más todavía: era el retoño del pueblo más blasfemado, el más miserable, el más martirizado que existe y que erra a través del mundo, el pueblo sin tierra propia –un pueblo «degenerado», una raza «vieja y podrida» que debía ser totalmente exterminada de la faz de la tierra. Este niño nacido sobre el fango ensangrentado del campo de concentración de Auschwitz, en el Reich sacrosanto de la «raza pura», del pueblo de los señores del mundo», este niño era, pues, judío. Y debía perecer como los otros niños de los pueblos inferiores, estos pueblos compuestos de esclavos y de bárbaros –después de haber nacido entre indecibles sufrimientos– para satisfacción suprema de estos dementes de sangre fría, ceñidos con la sombría armadura del odio y del crimen, que querían dominar al mundo entero, como decía el viejo pastor de «Juventud pagana», bajo el signo de Piscis –la era milenaria, lívida y glacial, de una humanidad estúpida, castrada, arrastrándose a los pies de un Fürher, ¡el soberano único, incomparable y todopoderoso! [32]
VI
¡Si se hubiese aplicado a tiempo la ciencia eugénica a los padres de Adolfo HitIer! – La biografía del Fürher debería ser escrita. – La genealogía de los dictadores. – Los pueblos en la encrucijada de su destino. – La advertencia del Prof. Dr. G. Marinesco. – Eugénesia positiva y eugénesia negativa. – La esterilización como arma política. – La aplicación de la ley eugenica en el III Reich. – Los tribunales eugenicos. – Las «medidas utópicas» convertidas en normas de exterminación. – ¡Los locos transformados en educadores! – Descubrimientos de las comisiones de encuesta. – El «Herrenwolk» se devora a sí mismo. – La profilaxia social en los países super-poblados. – La paz debe ser obtenida por la ciencia eugénica. – La verdadera higiene de la especie humana. – La esterilización de los sub-hombres y de los «criminales de guerra».
Si, en la época del nacimiento de Hitler, la ciencia eugénica hubiese llegado al punto de desarrollo teórico y práctico que nosotros conocemos hoy, es posible que un médico perspicaz –después de haber examinado a los padres del Fürher, sus hermanas, y estudiado la genealogía de las familias emparentadas– hubiese descubierto en esa extraña criatura, los signos anunciadores del tirano sanguinario que debía dominar durante doce años ochenta millones de seres e intentar la experiencia más temeraria de sometimiento del mundo jamás ensayada.
La biografía de Hitler debe ser reescrita a la luz de las informaciones recogidas a consecuencia de las investigaciones científicas desembarazadas de mentiras y de embellecimientos oficiales. Se sabe que es hijo del segundo matrimonio de un padre más que mediocre, que no se contentó con los vástagos engendrados en un primer matrimonio. Por otra parte, ¿qué papel ha desempeñado en la infancia del Fürher la influencia materna? Es solamente por una genealogía rigurosa –como la que ha sido establecida en América relativa a los 2.820 descendientes degenerados de la célebre Ada Juke– como se podría [33] demostrar una vez más cuan vital es para la humanidad el conocimiento de las predisposiciones y de las taras hereditarias.
Pues los grandes y los pequeños delincuentes –ladrones, asesinos, desvergonzados, alcohólicos, sifilíticos, dementes, sádicos, &c.– no ejercen solamente sus tendencias malhechoras en la «vida privada» sino en una medida más grande todavía en el dominio político-social. Si el padre del Fürher hubiese sido esterilizado a tiempo o si a su madre se le hubiese impedido llevar a término su embarazo, es cierto que la humanidad hubiese contado con un verdugo menos; y no es exagerado decir que los numerosos, muy numerosos desastres que encontraron su fin en la guerra mundial de 1939-1945 hubieran podido ser evitados.
Y lo que aquí decimos de Hitler, se aplica también a Mussolini, que hizo reinar durante veinte años del azote del fascismo sobre Italia y en los países latinos, igual que a una serie de «dirigentes» –serviles imitadores de los grandes tiranos– que presentan las mismas deficiencias físicas, mentales o psíquicas. Se trata, pues, de una categoría de malhechores políticos, en el sentido más brutal y más odioso de la palabra, rodeados de ejércitos enteros de lacayos y de esbirros, celosos ejecutores de sus órdenes.
Hemos expuesto en otras obras ese problema central de la vida pública («Humanitarismo y eugenismo»; «Freud y las verdades centrales», &c.) y no queremos volver aquí sobre ello. Pero insistimos sobre la necesidad de ver aplicadas las leyes de la eugénesia, negativa y positiva, si queremos beneficiar realmente de la paz y gozar de un nuevo orden de cosas, nosotros supervivientes de la segunda guerra mundial; nosotros y nuestros sucesores. Todos los tratados de paz, todas las reformas sociales, todas las convenciones económicas y «arreglos» culturales o políticos, serán inútiles en tanto que el mal no sea extirpado de raíz. Ante todo, la solución del problema pertenece a la medicina social –es decir, a esta vasta acción de estudio de las causas disgénicas y de represión de las tendencias mortíferas y destructivas, manifestadas por centenares de millares y de millones de individuos instruidos en las escuelas y los campos militarizados.
«Podría decirse que todos los pueblos están destinados, en un momento dado, a la transformación, a la degradación e incluso a la desaparición. Y esto depende de la suma de energías morales, intelectuales y físicas que posee un pueblo; de suerte que lo que resta del pasado histórico de este pueblo es una huella dolorosa. Otros pueblos han dejado rastros luminosos por sus obras en el dominio del bien, de la belleza y de la verdad. Pero estas obras están en relación con la energía de los pueblos. [34] Y lo que es más extraño es que es justamente el hombre, que ha realizado milagros que han hecho de él el rey del universo; justamente este hombre que ha sabido descubrir el fuego, que ha captado la electricidad de las nubes, que ha descendido al fondo de los océanos y que, en fin, ha montado sobre la estratosfera; el hombre, que ha vencido al tiempo y a la distancia, este hombre, justamente, cuando se trata de conocerse a sí mismo, permanece en la ignorancia. He aquí por qué la frase de Sócrates: «Conócete a ti mismo», es el consejo de un profundo pensador.»
Estas líneas, escritas por un sabio neurólogo y psiquiatra, el profesor G. Marinesco, en el prefacio de un estudio sobre la ciencia eugénica {(1) «Herencia y Eugenismo», por el Prof. Dr. G. K. Constantinesco, ed. Librairia Académica, Bucarest, 1936.} deben ser meditadas por cuantos están convencidos de que una higiene social, luchando contra los azotes de la fuerza y de la intolerancia, de los dogmas políticos y de las herejías morales, es tan necesaria como el empleo de una higiene individual contra las epidemias y las enfermedades hereditarias. Pues la finalidad perseguida por el eugenismo, como muestra el profesor G. K. Constantinesco, es «de un lado evitar la degeneración del pueblo y del otro asegurar el progreso. El eugenismo tiene, pues, un lado negativo y otro positivo. Dentro de este espíritu, la ciencia eugénica tiene la obligación de estudiar la sociedad para darse cuenta de en qué dirección ella evoluciona, de suprimir los estados decadentes, de detener la multiplicación de hombres moralmente deficientes y de estimular el aumento y la multiplicación de los hombres superiores; de reconstituir la vida familiar allí donde ella se encuentre debilitada, de promover una educación higiénica de la juventud, &c.
Es cierto que la ciencia eugénica empieza a ser aplicada en ciertos países en gran escala. Pero si nos limitamos aquí a lo que concierne a la Alemania nazi, constataremos que esta ciencia fue falseada por uno de los dogmas más mortíferos: el de la «pureza de la raza», el del «arianismo», que, según especialistas reputados, no tiene ninguna justificación biológica, ética ni espiritual. Y el método de la esterilización se convirtió en una terrible arma política, utilizada primero por el partido nazi contra sus adversarios interiores y contra ciertas categorías sociales y extendido después, durante la guerra, a los pueblos y las «razas inferiores».
Según la revista «Deustche Justiz», la ley sobre la esterilización ha sido aplicada desde 1934 –para dar un solo ejemplo– en la enfermería de la prisión especial de Moabit, en Berlín, a 111 «delincuentes sexuales», que han sido desvirilizados. La ley hacía una distinción entre la esterilización y la castración, pero esta última operación fue puesta en práctica en 1935, no solamente [35] sobre los criminales «incurables» sino también sobre los «enemigos de la patria». En el tercer Reich, la ley eugénica del primero enero 1934, consideraba la castración como una pena accesoria a la condena, y la esterilización como una simple medida de orden público destinada a reforzar «una buena higiene de la raza». Se crearon pretendidos «tribunales eugénicos», que juzgaban cada caso, dictando sentencias susceptibles de casación. Funcionaban 205 tribunales eugénicos y 26 Tribunales de Casación; se había preparado un personal técnico y jurídico en escuelas especiales. Los motivos de esterilización eran la debilidad mental, la demencia precoz, los estados de manía depresiva, la enfermedad de Huntington, el alcoholismo grave, las deformidades corporales, así como la epilepsia, la ceguera y la sordera hereditarias. En 1934, se intentaron 86.256 procesos de esterilización; más de la mitad de estos procesos fueron seguidos de una desvirilización efectiva.
Aplicada bajo el aspecto de una vasta acción de higiene de la raza, la ley sobre la esterilización ha sido extendida a todos los individuos atacados de enfermedades hereditarias. «Se quiso incluso (especificaba en 1936 el profesor G. K. Constantinesco, que ha sido miembro de la Sociedad Alemana de Herencia) llegar por una exageración manifiesta, a la purificación del pueblo alemán, del los pretendidos arios, y se tomaron toda clase de medidas utópicas en esta dirección sobre las cuales no insistiremos aquí...»
Por el contrario, debemos insistir sobre estas «medidas utópicas», pues en los años que siguieron, ellas fueron cruelmente realistas y aplicadas de una forma tan arbitraria y con tanta ferocidad que nos encontramos en presencia de un espectáculo abracadabrante, que sobrepasaba cuanto hubieran podido imaginar un Edgar Poe, un H.G. Wells, e incluso los escritores alemanes, como Hoffman, Evers y Meyring, autores de tantos «cuentos fantásticos». Y se produjo el hecho de que, precisamente aquellos a los que hubiera debido aplicarse la eugénica negativa, la ley de la esterilización provisional o definitiva, para hacerles inofensivos, «los individuos afligidos de enfermedades hereditarias» y aquellos que (por la obsesión de una ideología completamente absurda, por sugestión colectiva o por terror personal) habían llegado a ese grado de exaltación que atesta el desequilibrio psíquico y mental; ocurrió, repito, que esos degenerados y esos. malhechores, casi todos incurables, se abrogaron el derecho de aplicar a sus adversarios, en nombre de una pretendida superioridad racial y de una misión «providencial», la ley draconiana de la esterilización y de la castración.
Ella se convirtió en una ley de exterminación de los pueblos subyugados durante la guerra mundial, de las «naciones degeneradas», [36] que debían sucumbir después de haber sido agotadas por los trabajos más pesados en provecho de los «señores nórdicos», y después de haber servido, en multitud de prisiones y de campos de concentración, de cobayos a las experiencias emprendidas por «sabios» que parecían ser el producto de un semen diabólico. Parece incluso que los huéspedes de los asilos de alienados se hubiesen convertido en educadores y médicos de los hombres sanos de cuerpo y de espíritu; pues inyectaban bencina en las venas de los que eran simplemente «bocas inútiles», despedazaban a los extranjeros odiosos, fecundaban artificialmente a las niñas de trece años, estropeaban y provocaban heridas y enfermedades en desgraciados que habían sido un día hombres libres y creadores.
Los descubrimientos hechos por las comisiones de encuesta en los campos de deportados y de prisioneros, restarán como testimonios terribles para el porvenir. Decenas de millares de hombres han sido esterilizados, castrados como bestias (a la excepción de los judíos, que debían ser todos exterminados sin dejar uno, destinados a las fábricas de jabón y de abonos). En el oeste de Alemania se descubrió en un hospicio centenares de degenerados y de locos pertenecientes a la «raza elegida», a los cuales se habían aplicado los mismos «métodos experimentales» que a los extranjeros llevados por fuerza al paraíso totalitario. Esto significa que el «Herrenvolk» se había puesto a devorarse a sí mismo, como los: escorpiones y las arañas. Eran los signos anunciadores del hundimiento final, del caos en el cual el Tercer Reich debía disolverse y aniquilarse, semejante a un bosque podrido, con las raíces hundidas en pantanos envenenados.
Así, «la educación» de odio y de crimen o las estupideces ideológicas y las perversiones psico-sexuales, jugaron, como hemos mostrado antes, un papel decisivo sobre el comportamiento de un pueblo occidental que conoció épocas de ascensión cultural, pero que se dejó después subyugar por un partido militarizado y por una banda de asesinos.
Esta «educación», contraria a los ideales generosos y a los intereses permanentes de la humanidad, ha conducido al pueblo alemán a esta trágica alternativa: degradarse e incluso desaparecer o reaccionar por sí mismo mediante rigurosas medidas de profilaxis social, de purificación intelectual y moral. Alemania, lo mismo que Italia y el Japón –los tres países que poseen un surplus de población, educada en el culto de la fuerza bruta, del imperialismo militarista y obscurantista, del que surgió el incendio que ha asolado el mundo de 1940 hasta 1945– ha sido vencida y ocupada por los aliados.
La guerra fue ganada contra «los enemigos de la humanidad». [37] Precisa ahora ganar la paz para todo el mundo, sin distinción de rango social, de nacionalidad, de religión y de raza. Una paz útil para los individuos que quieren adquirir por el trabajo el derecho a una vida digna, sana y libre –y que quieren superarse por la cultura y la belleza. A esta paz tienen igualmente derecho los individuos de los países dictatoriales que han resistido y sobrevivido a los horrores del antiguo régimen.
La paz sólo será verdaderamente justa –esto es, sin venganzas y destrucciones inútiles– si los países infectados por los azotes fascista y nazi son reeducados. Hay que empezar por las generaciones más jóvenes, dentro del espíritu de esta ciencia eugénica a la que han aportado igualmente su colaboración ciertos sabios de la Alemania cultural de antaño. Las sanciones aplicadas a los grandes y a los pequeños culpables de la catástrofe, mundial, a los «criminales de guerra», serían ilusorias si ellas solo tenían un carácter moral y jurídico.
Estas sanciones deberían ser la expresión de esta higiene de la especie humana, de este eugenismo que se propone apartar de la vida familiar y colectiva, es decir, de la «vida pública», los degenerados y los locos, los invertidos físicos e intelectuales, todos los anormales que, revestidos o no de un uniforme militar, se intitulaban «factores políticos». Es decir, que se creían predestinados a ser los dirigentes todo poderosos de esas inmensas multitudes de imbéciles, de cobardes, de esclavos, de viciosos, de criminales y de sádicos, a los que se daba la ocasión de satisfacer plenamente sus inclinaciones lúbricas, cúpidas o sanguinarias, en el desarreglo planetario de la guerra.
Millones de tales sub-hombres deben ser realmente reeducados como si se tratase de débiles mentales. Y si son incurables, deben ser esterilizados, pero teniendo en cuenta todas las reglas de una ciencia honrada y prudente. La operación debería ser hecha en cada país por los mejores y más lúcidos especialistas. En Alemania, la operación de la esterilización debería ser efectuada por los alemanes que, por su resistencia al frenesí del Mal, han probado –en su propio país y en el exilio– que existe todavía una esperanza de redención, incluso si los culpables se han hundido todos en el abismo de su abyección, arrastrando con ellos a numerosas víctimas inocentes. [38]

viernes, 23 de diciembre de 2011

Charles Dickens CUENTO DE NAVIDAD



CHARLES DICKENS
CUENTO DE NAVIDAD


PREFACIO
Con este fantasmal librito he procurado despertar al espíritu de una idea sin que provocara en
mis lectores malestar consigo mismos, con los otros, con la temporada ni conmigo. Ojalá encante
sus hogares y nadie sienta deseos de verle desaparecer.
Su fiel amigo y servidor,


Diciembre de 1843
CHARLES DICKENS
PRIMERA ESTROFA
EL FANTASMA DE MARLEY
Marley estaba muerto; eso para empezar. No cabe la menor duda al respecto. El clérigo, el
funcionario, el propietario de la funeraria y el que presidió el duelo habían firmado el acta de su
enterramiento. También Scrooge había firmado, y la firma de Scrooge, de reconocida solvencia en
el mundo mercantil, tenía valor en cualquier papel donde apareciera. El viejo Morley estaba tan
muerto como el clavo de una puerta.
¡Atención! No pretendo decir que yo sepa lo que hay de especialmente muerto en el clavo de
una puerta. Yo, más bien, me había inclinado a considerar el clavo de un ataúd como el más
muerto de todos los artículos de ferretería. Pero en el símil se contiene el buen juicio de nuestros
ancestros, y no serán mis manos impías las que lo alteren. Por consiguiente, permítaseme repetir
enfáticamente que Marley estaba tan muerto como el clavo de una puerta.
¿Sabía Scrooge que estaba muetto? Claro que sí. ¿Cómo no iba a saberlo? Scrooge y él habían
sido socios durante no sé cuántos años. Scrooge fue su único albacea testamentario, su único
administrador, su único asignatario, su único heredero residual, su único amigo y el único que
llevó luto por él. Y ni siquiera Scrooge quedó terriblemente afectado por el luctuoso suceso; siguió
siendo un excelente hombre de negocios el mismísimo día del funeral, que fue solemnizado por él
a precio de ganga.
La mención del funeral de Marley me hace retroceder al punto en que empecé. No cabe duda de
que Marley estaba muerto. Es preciso comprenderlo con toda claridad, pues de otro modo no
habría nada prodigioso en la historia que voy a relatar. Si no estuviésemos completamente
convencidos de que el padre de Hamlet ya había fallecido antes de levantarse el telón, no habría
nada notable en sus paseos nocturnos por las murallas de su propiedad, con viento del Este, como
para causar asombro -en sentido literal- en la mente enfermiza de su hijo; sería como si cualquier
otro caballero de mediana edad saliese irreflexivamente tras la caída de la noche a un lugar
oreado, por ejemplo, el camposanto de Saint Paul.
Scrooge nunca tachó el nombre del viejo Marley. Años después, allí seguía sobre la entrada del
almacén: «Scrooge y Marley». La firma comercial era conocida por «Scrooge y Marley». Algunas
personas, nuevas en el negocio, algunas veces llamaban a Scrooge, «Scrooge», y otras, «Marley»,
pero él atendía por los dos nombres; le daba lo mismo.
¡Ay, pero qué agarrado era aquel Scrooge! ¡Viejo pecador avariento que extorsionaba,
tergiversaba, usurpaba, rebañaba, apresaba! Duro y agudo como un pedemal al que ningún
eslabón logró jamás sacar una chispa de generosidad; era secreto, reprimido y solitario como una
ostra. La frialdad que tenía dentro había congelado sus viejas facciones y afilaba su nariz
puntiaguda, acartonaba sus mejillas, daba rigidez a su porte; había enrojecido sus ojos, azuladoEste documento ha sido descargado de
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sus finos labios; esa frialdad se percibía claramente en su voz raspante. Había escarcha canosa en
su cabeza, cejas y tenso mentón. Siempre llevaba consigo su gélida temperatura; él hacía que su
despacho estuviese helado en los días más calurosos del verano, y en Navidad no se deshelaba ni
un grado.
Poco influían en Scrooge el frío y el calor externos. Ninguna fuente de calor podría calenta.rle,
ningún frío invernal escalofriarle. El era más cortante que cualquier viento, más pertinaz que
cualquier nevada, más insensible a las súplicas que la lluvia torrencial. Las inclemencias del
tiempo no podían superarle. Las peores lluvias, nevadas, granizadas y neviscas podrían presumir
de sacarle ventaja en un aspecto: a menudo ellas «se desprendían» con generosidad, cosa que
Scrooge nunca hacía.
Jamás le paraba nadie en la calle para decirle con alegre semblante: «Mi querido Scrooge,
¿cómo está usted? ¿Cuándo vendrá a visitarme?» Ningún mendigo le pedía limosna; ningún niño
le preguntaba la hora; ningún hombre o mujer le había preguntado por una dirección ni una sola
vez en su vida. Hasta los perros de los ciegos parecían conocerle; al verle acercarse, arrastraban
precipitadamente a sus dueños hasta los portales y los patios, y después daban el rabo, como
diciendo: «¡Es mejor no tener ojo que tener el mal de ojo, amo ciego!»
Pero a Scrooge, ¿qué le importaba? Eso era preicsamente lo que le gustaba. Para él era una
«gozada» abrirse camino entre los atestados senderos de la vida advirtiendo a todo sentimiento
de simpatía humana que guardase las distancias.
Erase una vez -concretamente en los días mejores del año, la víspera de Navidad, el día de
Nochebuena- en que el viejo Scrooge estaba muy atareado sentado en su despacho. El tiempo era
frío, desapacible y cortante; además, con niebla. Se podía oír el ruido de la gente en el patio de
fuera, caminando de un lado a otro con jadeos, palmeándose el pecho y pateando el suelo para
entrar en calor. Los relojes de la ciudad acababan de dar las tres, pero ya casi había oscurecido; no
había habido luz en todo el día y las velas brillaban en las ventanas de las oficinas cercanas como
manchas rojizas en la espesa atmósfera parda. Bajó la niebla y fluyó por todas las junturas,
resquicios, ojos de cerradura, y en el exterior era tan densa que, aunque el patio era de los más estrechos, las casas de enfrente no eran más que sombras. Al ver como caía desmayadamente la
sucia nube oscureciendo todo, se hubiera pensado que la Naturaleza vivía cerca y estaba
elaborando cerveza en gran escala.
La puerta del despacho de Scrooge permanecía abierta de modo que pudiera atisbar a su
empleado que estaba copiando cartas en una deprimente y pequeña celda, una especie de
cisterna. Scrooge tenía un fuego muy escaso, pero la lumbre del empleado era todavía mucho más
pequeña: parecía un solo tizón. Pero no podía recargar la estufa porque Scrooge guardaba el
carbón en su propio cuarto, y seguro que si el empleado entraba con la pala su jefe anticiparía que
tenían que marcharse ya. Por consiguiente, el empleado se arropó con su bufanda blanca a intentó
calentarse con la vela; no era hombre de gran imaginación y fracasaron sus esfuerzos.
«¡Feliz Navidad, tío; que Dios lo guarde!», exclamó una alegre voz. Era la voz del sobrino de
Scrooge, que apareció ante él con tal rapidez que no tuvo tiempo a darse cuenta de que venía.
«¡Bah! -dijo Scrooge-. ¡Tonterías!»
El sobrino de Scrooge estaba todo acalorado por la rápida caminata bajo la niebla y la helada;
tenía un rostro agraciado y sonrosado; sus ojos chispeaban y su aliento volvió a condensarse
cuando dijo:
«¿Navidad una tontería, tío? Seguro que no lo dices en serio.»
«Sí que lo digo. ¡Feliz Navidad! ¿Qué derecho tienes a ser feliz? ¿Qué motivos tienes para estar
feliz? Eres pobre de sobra.»
«Vamos, vamos»-respondió el sobrino cordialmente-.«¿Qué derecho tienes a estar triste? ¿Qué
motivos tienes para sentirte desgraciado? Eres rico de sobra.
Scrooge no supo repentizar una respuesta mejor y dijo otra vez: «¡Bah!» -y siguió con-
«¡Tonterías!».
«No te enfades, tío», dijo el sobrino.
«¿Cómo no me voy a enfadar» -respondió el tío-, «si vivo en un mundo de locos como éste?
¡Felices Pascuas! ¡Y dale con Felices Pascuas! ¿Qué son las Pascuas sino el momento de pagar
cuentas atrasadas sin tener dinero; el momento de darte cuenta de que eres un año más viejo y ni
una hora más rico; el momento de hacer el balance y comprobar que cada una de las anotaciones
de los libros te resulta desfavorable a lo largo de los doce meses del año? Si de mí dependiera -dijo
Scrooge con indignación-, a todos esos idiotas que van por ahí con el Felices Navidades en la bocaEste documento ha sido descargado de
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habría que cocerlos en su propio pudding y enterrarlos con una estaca de acebo clavada en el
corazón. Eso es lo que habría que hacer».
«¡Tío!», imploró el sobrino.
«¡Sobrino!», replicó el tío secamente, «celebra la Navidad a tu modo, que yo la celebraré al
mío».
«¡Celebraré!», repitió el sobrino de Scrooge. «Pero si tú no celebras nada...»
«Entonces déjame en paz», dijo Scrooge. «¡Que te aprovechen! ¡Mucho te han aprovechado!»
«Puede que haya muchas cosas buenas de las que no he sacado provecho», replicó el sobrino,
«entre ellas la Navidad. Pero estoy seguro de que al llegar la Navidad -aparte de la veneración
debida a su sagrado nombre y a su origen, si es que eso se puede apartar- siempre he pensado que
son unas fechas deliciosas, un tiempo de perdón, de afecto, de caridad; el único momento que
concozo en el largo calendario del año, en que hombres y mujeres parecen haberse puesto de
acuerdo para abrir libremente sus cerrados corazones y para considerar a la gente de abajo como
compañeros de viaje hacia la tumba y no como seres de otra especie embarcados con otro destino.
Y por tanto, tío, aunque nunca ha puesto en mis bolsillos un gramo de oro ni de plata, creo que sí
me ha aprovechado y me seguirá aprovechando; por eso digo: ¡bendita sea!»
El escribiente de la cisterna aplaudió involuntariamente; se dio cuenta en el acto de su
inconveniencia, se puso a hurgar en la lumbre y se apagó del todo el último rescoldo.
«Que oiga yo otro ruido de usted», dijo Scrooge, «y va a celebrar la Navidad con la pérdida del
empleo. Es usted un orador convincente, señor», agregó volviéndose hacia su sobrino. «Me
pregunto por qué no está en el Parlamento».
«No te enfades, tío. ¡Vamos! Cena con nosotros mañana».
Scrooge dijo que le acompañaría -sí, de veras que lo dijo-. Pero completó la frase diciendo que le
acompañaría antes en la calamidad.
«Pero ¿por qué?», exclamó el sobrino de Scrooge. «¿Por qué?»
«¿Por qué te casaste?», dijo Scrooge.
«Porque me enamoré».
«¡Porque te enamoraste!», gruñó Scrooge, como si fuese la única cosa en el mundo más ridícula
que una feliz Navidad. «¡Buenas tardes!»
«No, tío, tú nunca venías a verme antes de hacerlo. ¿Por qué lo pones como excusa para no
venir ahora?»
«Buenas tardes», dijo Scrooge.
«No quiero nada de ti; no te estoy pidiendo nada; ¿por qué no podernos ser amigos?»
«Buenas tardes», dijo Sctooge.
«Lamentó de todo corazón verte tan inflexible. Tú y yo no hemos tenido ninguna querella, al
menos por mi parte; pero he hecho esta prueba en honor a la Navidad y mantendré el espíritu de
la Navidad hasta el final. Así, pues, ¡Felices Pascuas, tío?»
«Buenas tardes», dijo Scrooge.
A pesar de todo, el sobrino salió del cuarto sin una palabra de enfado. Se detuvo para felicitar al
escribiente, quien, frío como estaba, fue más afable que Scrooge y devolvió cordialmente la
salutación.
«Otro que tal baila», murmuró Scrooge que le había oído. «Mi escribiente, con quince chelines
semanales, esposa y familia, hablando de Felices Pascuas. Es para meterse en un manicomio».
Aquel lunático, al acompañar al sobrino de Scrooge hasta la puerta, dejó entrar a otras dos
personas. Eran unos caballeros corpulentos, de agradable presencia, y ahora estaban de pie,
descubiertos, en el despacho de Scrooge. Llevaban en la mano libros y papeles, y le saludaron con
una inclinación de cabeza.
«De Scrooge y Marley, creo», dijo uno de los caballeros comprobando su lista. «¿Tengo el placer
de dirigirme a Mr. Scrooge o a Mr. Marley?»
«Mr. Marley lleva muerto estos últimos siete años», repuso Scrooge. «Murió hace siete años,
esta misma noche».
«No nos cabe duda de que su generosidad está bien representada por su socio supérstite», dijo
el caballero presentando sus credenciales.
Y era cierto porque ellos habían sido dos almas gemelas. Al oír la ominosa palabra
«generosidad», Scrooge frunció el ceño, negó con la cabeza y devolvió las credenciales.
«En estas festividades, Mr. Scrooge», dijo el caballero tomando una pluma, «es más deseable
que nunca que hagamos alguna ligera provisión para los pobres y menesterosos, que sufrenEste documento ha sido descargado de
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muchísimo en estos momentos. Muchos miles carecen de lo más indispensable y cientos de miles
necesitan una ayuda, señor».
«¿Ya no hay cárceles?», preguntó Scrooge.
«Está lleno de cárceles», dijo el caballero volviendo a posar la pluma.
«¿Y los asilos de la Unión?», inquirió Scrooge. «¿Siguen en activo?»
«Sí, todavía siguen», afirmó el caballero, «y desearía poder decir que no».
«Entonces, ¿están en pleno vigor la Ley de Pobres y el Treadmill?», dijo Scrooge.
«Los dos muy atareados, señor».
«¡Ah! Me temía, con lo que usted dijo al principio, que hubiera ocurrido algo que les impidiera
seguir su beneficioso derrotero», dijo Scrooge. «Me alegro mucho de oírlo».
«Teniendo la impresión de que esas instituciones probablemente no proporcionan a las masas
alegría cristiana de mente ni de cuerpo», respondió el caballero, «unos cuantos de nosotros
estamos intentando reunir fondos para comprar a los pobres algo de comida y bebida y medios de
calentarse. Hemos elegido estas fechas porque es cuando la necesidad se sufre con mayor
intensidad y más alegra la abundancia. ¿Con cuánto le apunto?»
«¡Con nada!», replicó Scrooge.
«¿Desea usted mantener el anonimato?»
«Deseo que me dejen en paz», dijo Scrooge. «Ya que me preguntan lo que deseo, caballeros, esa
es mi respuesta. Yo no celebro la Navidad, y no puedo permitirme el lujo de que genre ociosa la
celebre a mi costa. Colaboro en el sostenimiento de los establecimientos que he mencionado; ya
me cuestan bastante, y quienes están en mala situación deben ir a ellos».
«Muchos no pueden ir; y muchos preferirían la muerte antes de ir».
«Si preferirían morirse, que lo hagan; es lo mejor. Así descendería el exceso de población.
Además, y ustedes perdonen, a mí no me consta».
«Pero usted tiene que saberlo», observó el caballero.
«No es asunto mío», respondió Scrooge. «A un hombre le basta con dedicarse a sus propios
asuntos sin interferir en los de los demás. Los míos me tienen a mí continuamente ocupado.
¡Buenas tardes, caballeros!»
Viendo claramente que sería inútil seguir insistiendo, los caballeros se retiraron. Scrooge
reanudó sus ocupaciones con una opinión de sí mismo muy mejorada y mejor humor del que en él
era habitual.
Entretanto la niebla y la oscuridad se habían intensificado de tal modo que unas cuantas
personas corrían de un lado a otro con resplandecientes hachas de viento, ofreciendo sus servicios
para ir delante de los coches de caballos hasta su destino. Se hizo invisible la antigua torre de una
iglesia cuya vieja y ronca campana siempre estaba espiando sigilosamente en dirección a Scrooge
por un ventanal gótico del muro, y daba las horas y los cuartos en las nubes con trémulas vibraciones posteriores, como si allí arriba le castañeasen los dientes en su cabeza helada. El frío se
extremó. En la calle principal, hacia la esquina del patio, unos obreros estaban reparando la
conducción del gas y habían encendido una gran hoguera en un brasero; en torno al fuego se
había reunido un grupo de hombres y muchachos andrajosos que, en éxtasis, se calentaban las
manos y guiñaban los ojos ante las llamaradas. La llave del agua había quedado abierta y, al rebosar, se congelaba en rencoroso silencio hasta convertirse en hielo misantrópico. La brillantez de
los escaparates, donde al calor de las lámparas crujían las ramitas y bayas de acebo, volvía rojizos
los pálidos rostros al pasar. Los comercios de pollería y ultramarinos ofrecían una espléndida
escena; resultaba casi imposible creer que allí pintasen algo unos prïncipios tan tediosos como los
de la compraventa. El lord mayor, en su baluarte de la magnífica Mansion House, daba órdenes a
sus cincuenta mayordomos y cocineros para celebrar las Navidades como correspondía a la casa
de un lord mayor; y hasta el sastrecillo, a quien él había multado con cinco chelines el lunes
pasado por andar borracho y pendenciero por las calles, estaba en su buhardilla revolviendo la
masa del pudding del día siguiente, mientras su flaca esposa y el bebé habían salido a comprar
carne de ternera.
¡Todavía más niebla y más frío! Un frío punzante, penetrante, mordiente. Si el buen San
Dunstan, en vez de utilizar sus armas habituales, hubiera pinzado la nariz del Espíritu Maligno
con solo un toque de semejante clima, seguro que éste habría proferido los mejores propósitos. El
poseedor de una joven y escasa nariz, roída y mascullada por el hambriento frío como un hueso
roído por los perros, se encorvó ante el ojo de la cerradura de Scrooge para deleitarle con un
villancico. Pero a los primeros sones deEste documento ha sido descargado de
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«¡Dios bendiga al jubiloso caballero!
¡Que nada le traiga el desaliento!»
Scrooge agarró la vara con tal energía que el cantor huyó despavorido, dejando el ojo de la
cerradura para la niebla y para la todavía más amable escarcha.
Por fin llegó la hora de cerrar el despacho. Con muy mala voluntad, Scrooge desmontó de su
taburete y, tácitamente, admitió el hecho ante el expectante empleado de la Cisterna, que sopló la
vela al instante y se puso el sombrero.
«Supongo que usted querrá libre todo el día de mañana», dijo Scrooge.
«Si le parece conveniente, señor».
«No me parece conveniente», dijo Scrooge, «y no es razonable. Si por ello le descontara media
corona, usted se sentiría maltratado, ¿me equivoco?»
El escribiente esbozó una tímida sonrisa.
«Y sin embargo», dijo Scrooge, «no cree usted que el maltratado sea yo cuando pago un jornal
sin que se trabaje».
El escribiente comentó que sólo se trataba de una vez al año.
«Es una excusa muy pobre para saquear el bolsillo de un hombre cada 25 de diciembre», dijo
Scrooge abotonándose el abrigo hasta la barbilla. «Pero supongo que deberá tener el día
completo. ¡A la mañana siguiente preséntese aquí lo antes posible!»
El escribiente prometió que así lo haría y Scrooge salió gruñendo. En un abrir y cerrar de ojos
quedó clausurado el establecimiento; el escribiente, con los largos extremos de la bufanda
colgando por debajo de su cintura (no lucía abrigo) se lanzó veinte veces por un tobogán en
Cornhill, a la cola de una fila de chicos, en honor de la Nochebuena; luego corrió a su casa, en
Camdem Town, lo más deprisa que pudo, para jugar a la «gallina ciega».
Scrooge tomó su triste cena en su habitual triste taberna; leyó todos los periódicos y se
entretuvo el resto de la velada con su libro de cuentas; después se marchó a su casa para
acostarse. Vivía en unas habitaciones que habían pertenecido a su difunto socio. Era una lóbrega
serie de cuartos en un desvencijado edificio aplastado en el fondo de un patio, donde desentonaba
tanto que uno podía fácilmente imaginar que había corrido hacia allí cuando era una casa jovencita, jugando al escondite con otras casas, y había olvidado el camino de salida. Ahora ya era lo
bastante vieja y lo bastante lúgubre para que nadie viviese en ella, salvo Scrooge; todas las demás
habitaciones estaban alquiladas para oficinas. El patio estaba tan oscuro que el mismo Scrooge,
que conocía cada piedra, no dudó en ir tanteando con las manos. La niebla y la escarcha pendían
sobre el negro y viejo portón de la casa; parecía que el Genio del Tiempo estaba sentado en el
umbral, en dolientes meditaciones.
Ahora bien, es una realidad que el aldabón no tenía nada especial excepto que era muy grande.
También es cierto que Scrooge lo había visto noche y día durante todo el tiempo que llevaba
residiendo en aquel lugar. Cierto también que Scrooge tenía tan poco de eso que se llama fantasía
como cualquier hombre en la City de Londres, incluyendo -que ya es decir- la corporación
municipal, los concejales electos y los miembros de la Cámara de Gremios. Téngase también en
cuenta que Scrooge no había dedicado un solo pensamiento a Marley desde que había
mencionado aquella tarde el fallecimiento de su socio siete años atrás. Y entonces que alguien me
explique, si es que puede, cómo ocurrió que al meter la llave en la cerradura de la puerta, y sin que
se diera un proceso intermedio de cambio, Scrooge no vio un aldabón, sino el rostro de Marley en
el aldabón.
El rostro de Marley. No era una sombra impenetrable como los demás objetos del patio, sino
que tenía una luz mortecina a su alrededor, como una langosta podrida en una despensa oscura.
No mostraba enfado ni ferocidad, pero miraba a Scrooge como Marley solía hacerlo: con
fantasmagóricos lentes colocados hacia arriba, sobre su frente fantasmal. Sus cabellos se movían
de una manera extraña, como si alguien los soplara o les aplicara un chorro de aire caliente; y
aunque tenía los ojos muy abiertos, mantenían una inmovilidad perfecta. Esto y su coloración
lívida le hacían horripilante; pero a pesar del rostro y de su control, el horror parecía ser algo más
que una parte de su propia expresión.
Cuando Scrooge miraba fijamente este fenómeno, volvió nuevamente a ser un aldabón.
No sería cierto afirmar que no estaba sobresaltado, o que sus venas no notaban una sensación
terrible que no había vuelto a experimentar desde su infancia. Pero puso la mano en la llave que
había soltado, la hizo girar con energía, entró y encendió la vela.Este documento ha sido descargado de
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Con una indecisión momentánea, antes de cerrar la puerta hizo una pausa y miró
cautelosamente hacia atrás, como si esperase el susto de ver la coleta de Marley asomando por el
lado del recibidor. Pero en el otro lado de la puerta no había más que los tomillos y las tuercas que
sujetaban el aldabón, de manera que dijo: «¡Bah, bah!», y la cerró de un portazo.
El ruido retumbó por toda la casa como un trueno. Todas las habitaciones de arriba y todos los
barriles de la bodega del vinatero, abajo, parecían tener una escala propia y distinta de ecos.
Scrooge no era hombre que se asustara con los ecos. Aseguró el cierre de la puerta, atravesó el
recibidor y comenzó a subir las escaleras, pero lentamente y despabilando la vela.
Se podría hablar por hablar sobre la manera de conducir una diligencia de seis caballos por un
buen tramo de viejas escaleras o a través de una mala y reciente Ley del Parlamento, pero sí digo
de veras que se podría subir por aquellas escaleras con una carroza fúnebre y ponerla a lo ancho,
con el balancín hacia la pared y la puerta hacia la balaustrada; y se podría hacer con facilidad.
Había anchura suficiente y aun sobraría sitio; tal vez por esta razón, Scrooge pensó que veía
moverse delante de él, en la penumbra, un coche de pompas fúnebres. Media docena de lámparas
de gas del alumbrado público no hubieran sido excesivas para iluminar la entrada de la casa, de
manera que se puede imaginar la oscuridad que había con la vela de sebo de Scrooge.
Siguió subiendo sin importarle un comino: la oscuridad es barata y a Scrooge le gustaba. Pero
antes de cerrar su pesada puerta recorrió las habitaciones para ver si todo estaba en orden;
deseaba hacerlo porque seguía recordando el rostro.
Cuarto de estar, dormitorio, trastero. Todo como debía estar. Nadie bajo la mesa, nadie bajo el
sofá; una pequeña lumbre en la parrilla de la chimenea; cuchara y bol preparados; y sobre la
repisa de la chimenea el cacillo de las gachas (Scrooge estaba resfriado). Nadie bajo la cama;
nadie dentro del armario; nadie metido en su bata, que colgaba contra la pared en actitud
sospechosa. El trastero, como de costumbre; el viejo guardafuegos, zapatos viejos, dos cestas de
pesca, un palanganero de tres patas y un atizador.
Bastante satisfecho, cerró su puerta y se atrancó por dentro echando un doble cierre, cosa que
no solía hacer. Así, a salvo de sorpresas, se quitó la corbata, se puso la bata y las zapatillas, el
gorro de dormir y se sentó junto al fuego para tomarse las gachas.
Era una lumbre muy débil para una noche tan cruda. No tuvo más remedio que arrimarse a ella
como si estuviera incubando, para sacar de aquel puñadito de combustible la mínima sensación
de calor. La chimenea era antigua, construida hacía mucho tiempo por algún comerciante
holandés, y todo su contorno estaba alicatado con pintorescos azulejos holandeses que ilustraban
las Sagradas Escrituras. Había Caínes y Abeles, hijas del Faraón, reinas de Saba, mensajeros
angélicos descendiendo por el aire sobre nubes como colchones de plumas, Abrahanes,
Baltasares, Apóstoles zarpando en barcos de mantequilla, cientos de imágenes para distraer sus
pensamientos; sin embargo, aquel rostro de Marley, muerto siete años antes, venía como el
antiguo callado del Profeta y se lo tragaba todo. Si cada uno de los lisos azulejos hubiese estado en
blanco y Scrooge hubiese tenido la facultad de representar en su superficie alguna figura extraída
de los dispersos fragmentos de su pensamiento, en cada uno de ellos habría aparecido una copia
de la cabeza del viejo Marley.
«¡Tonterías!», dijo Scrooge, y empezó a caminar por la habitación. Dio varias vueltas y volvió a
sentarse. Al apoyar la cabeza en el respaldo de la butaca, su mirada fue a posarse sobre una
campanilla, una campanilla fuera de use que colgaba en el cuarto y, con algún propósito ahora
olvidado, comunicaba con un aposento situado en el piso más alto del edificio. Con gran sorpresa
y con un miedo extraño, inexplicable, cuando la estaba mirando vio que la campanilla comenzaba
a oscilar. Al principio se balanceaba tan poco que apenas hacía ruido, pero pronto repicó fuerte, y
también lo hicieron todas las demás campanillas de la casa.
La cosa debió durar medio minuto, tal vez un minuto, pero pareció una hora. Las campanillas
enmudecieron igual que habían sonado: a la vez. Luego siguió un ruido estridente que venía de
muy abajo, como si una persona estuviese arrastrando una pesada cadena sobre los barriles de la
bodega del vinatero. Entonces Scrooge recordó hacer oído que en las casas embrujadas los
fantasmas arrastraban cadenas.
La puerta de la bodega se abrió de repente con un estruendo, y Scrooge oyó aquel ruido con más
claridad en los pisos de abajo; luego, subiendo por las escaleras y, seguidamente, aproximándose
directamente hacia su puerta.
«¡Siguen siendo tonterías!», dijo Scrooge. «¡No me lo puedo creer! »Este documento ha sido descargado de
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No obstante, se le demudó el color cuando, sin pausa, aquello atravesó la pesada puerta y se
quedó en la habitación ante sus ojos. Cuando estaba entrando, las mortecinas llamas saltaron
como si exclamasen: «¡Le conocemos! ¡Es el fantasma de Marley!», y volvieron a decaer.
El mismo rostro, el mismísimo. Marley como siempre, con su coleta, chaleco, calzas y botas; las
borlas de las botas tiesas y erectas, al igual que la coleta, los faldones de la levita y los caballos. La
cadena que arrastraba la ceñía por medio cuerpo; era larga y se le enroscaba como una cola;
estaba hecha (Scrooge la observó atentamente) con arquillas para dinero, llaves, candados, libros
de contabilidad, escrituras de compraventa y pesadas talegas de acero. Su cuerpo era tan
transparente que al observarlo y mirar a través de su chaleco, Scrooge podía ver los dos botones
de la espalda de la levita.
Scrooge había oído decir frecuentemente que Marlcy no tenía entrañas, pero nunca se lo había
creído hasta ahora.
No, ni siquiera ahora se lo creía. Aunque miraba al fantasma de arriba abajo y la veía de pie ante
él; aunque percibía el escalofriante influjo de sus ojos, mortalmente fríos; aunque observó incluso
la textura del paño doblado que le enmarcaba la cara, desde la barbilla hasta la cabeza, envoltura
que no había notado antes..., aún seguía incrédulo y luchaba contra sus propios sentidos.
«¿Qué significa esto?», dijo Scrooge, caústico y frío como nunca. «¿Qué se lo ha perdido aquí?»
«¡Mucho!» Era la voz de Marley, sin la menor duda.
«¿Quién eres tú?»
«Prcgúntame quién fui».
«Pues ¿quién fuiste?», dijo Scrooge alzando la voz. «Eres puntilloso... como sombra». Iba a
decir «para ser una sombras, pero le pareció más apropiado lo otro.
«En vida yo fui tu socio: Jacob Marley».
«¿Puedes... puedes sentarte?», preguntó Scrooge, mirándole dubitativamente.
«Sí puedo».
«Entonccs, hazlo».
Scrooge había formulado la pregunta porque no sabía si un fantasma tan transparente podía
estar en condiciones de tomar asiento; presentía que, en caso de que le resultara imposible, tal vez
se haría necesaria una explicación embarazosa. Pero el fantasma se sentó al otro lado de la
chimenea como si estuviera acostumbrado.
«Tú no crees en mí», observó el fantasma.
«No, yo no», dijo Scrooge.
«¿Qué otra demostración quieres de mi existencia, además de la de tus sentidos?»
«No lo sé», dijo Scrooge.
«¿Por qué dudas de tus sentidos?»
«Porque», dijo Scrooge, «cualquier cosa les afecta. Un ligero desarreglo intestinal les hace
tramposos. Puede que tú seas un trocito de carne indigestada, o un chorrito de mostaza, una
migaja de queso, un fragmento de patata medio cruda. ¡Hay en ti más salsa de carne que carne de
tumba, seas quien seas!».
Scrooge no tenía mucha costumbre de hacer chistes y en modo alguno se sentía gracioso
entonces. La verdad es que intentaba estar ingenioso para distraerse y dominar el terror que le
invadía; la voz del espectro le removía hasta la médula de los huesos.
Scrooge presentía que iba a desmoronarse si seguía sentado en silencio, sin apartar la mirada de
aquellos ojos inmóviles, vítreos. También había algo muy espantoso en el halo infernal que
envolvía al espectro. Scrooge no podía verlo, pero se notaba claramente, pues aunque el fantasma
estaba sentado en perfecta inmovilidad, su cabello, faldones y borlas seguían agitándose como por
el vapor caliente de un horno.
«¿Ves este palillo de dientes?», dijo Scrooge volviendo con rapidez a la carga por el motivo ya
señalado y deseando apartar de sí, aunque fuera tan sólo un segundo, la petrificada mirada de la
aparición.
«Lo veo», replicó el fantasma.
«No lo estás mirando», dijo Scrooge.
«Pero lo veo», dijo el fantasma, «de todos modos».
«¡Bueno!», prosiguió Scrooge. «Sólo tengo que tragármelo y el resto de mis días me veré
perseguido por una legión de diablos, todos de mi propia creación. ¡Tonterías! Eso es lo que te
digo, ¡tonterías!»
En ese momento el espíritu lanzó un espeluznante quejido y sacudió la cadena con un ruido tan
lúgubre y aterrador que Scrooge tuvo que agarrarse a los brazos del sillón para no caerEste documento ha sido descargado de
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desvanecido. Pero el espanto fue todavía mayor cuando al quitar el fantasma la venda que
enmarcaba su rostro, como si dentro de la casa le sofocara el calor, ¡se le desmoronó la mandíbula
inferior sobre el pecho!
Scrooge cayó de rodillas y, con manos entrelazadas, imploró ante él:
«¡Piedad!», exclamó. «Horrenda aparición, ¿por qué me atormentas?»
«¡Materialista!», replicó el fantasma. «¿Crees o no crees en mí?»
«Sí, sí», dijo Scrooge. «Por fuerza. Pero ¿por qué los espíritus deambulan por la tierra y por qué
tienen que aparecerse a mí?»
«Está ordenado para cada uno de los hombres que el espíritu que habita en él se acerque a sus
congéneres humanos y se mueva con ellos a lo largo y a lo ancho; y si ese espíritu no lo hace en
vida, será condenado a hacerlo tras la muerte.
Quedará sentenciado a vagar por el mundo -¡ay de mí! y ser testigo de situaciones en las que
ahora no puede participar, aunque en vida debió haberlo hecho para procurar felicidad.
El espectro volvió a lanzar otro alarido, sacudió la cadena y se retorció con desesperación sus
manos espectrales.
«Estás encadenado», dijo Scrooge tembloroso. «Cuéntame por qué».
«Arrastro la cadena que en vida me forjé», repuso el fantasma. «Yo la hice, eslabón a eslabón,
yarda a yarda; por mi propia voluntad me la ceñí y por mi propia voluntad la llevo. ¿Te resulta
extraño el modelo?»
Scrooge cada vez temblaba más.
«¿O ya conoces», prosiguió el fantasma, «el peso y la longitud de la apretada espiral que tú
mismo arrastras? Hace siete Navidades ya era tan pesada y tan larga como ésta. Desde entonces,
has trabajado en ella aún más. ¡Tienes una cadena impresionante!»
Scrooge miró de reojo a su alrededor como si esperase encontrarse rodeado por cincuenta o
sesenta brazas de cadenas, pero no vio nada.
«Jacob», dijo implorante. «Querido Jacob Marley, cuéntame más. Dime algo tranquilizador,
Jacob».
«No puedo», contestó el fantasma. «Eso tiene que venir de otras regiones, Ebenezer Scrooge, y
son otros ministros quienes lo aplican a otra clase de personas. Tampoco puedo decirte todo lo
que quisiera; sólo un poquito más me está permitido. Yo no tengo reposo, no puedo quedarme en
ninguna parte, no puedo demorarme. Mi espíritu nunca salió de nuestra contaduría -¡óyeme
bien!-, en vida mi espíritu jamás se aventuró más allá de los mezquinos límites de nuestro tugurio
de cambistas. ¡Y ahora me esperan jornadas agotadoras! »
Siempre que se ponía meditabundo, Scrooge tenía la costumbre de meter las manos en los
bolsillos de los pantalones. Así lo hizo ahora, pero sin alzar la mirada y sin ponerse en pie,
mientras ponderaba las palabras del fantasma.
«Has debido estar un poco torpe, Jacob, comentó Scrooge con tono de negociante profesional,
aunque con humildad y deferencia.
«¡Torpe!», repitió el fantasma.
«Siete años muerto», musitó Scrooge, «¿y viajando todo el tiempo?>
«Todo el tiempo», dijo el fantasma. «Sin descanso, sin paz, con la incesante tortura de los
remordimientos»
«¿Viajabas rápido?», dijo Scrooge.
«En las alas del viento», contestó el fantasma.
«Has debido pasar por encima de muchos terrenos en siete años», dijo Scrooge.
Al oír esto el fantasma dio otro alarido y restalló la cadena en el silencio de muerte de la noche,
con tal estrépito que la Patrulla Nocturna habría tenido toda la razón si le hubiera denunciado por
escándalo público.
«¡Oh! cautivo, preso, aherrojado», gimió el fantasma, «¡sin saber que son necesarios años y
años de incesante labor de criaturas inmortales para que esta tierra entre en la eternidad después
de haber hecho en ella todo el bien que sea posible. Sin saber que todo espíritu cristiano,
actuando caritativamente en su pequeña esfera, sea la que sea, se encontrará con que su vida
mortal es demasiado breve para sus grandes posibilidades de servicio. Sin saber que ninguna
clase de arrepentimiento podrá enmendar la oportunidad perdida en vida! ¡Y ése fui yo! ¡Ay, eso
me sucedió!»
«Pero tú siempre fuiste un buen hombre de negocios, Jacob, balbuceó Scrooge, que ahora
empezaba a aplicarse el cuento.Este documento ha sido descargado de
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«¡Negocios!», exclamó el fantasma entrelazando otra vez las manos. «El género humano era
asunto mío. El bienestar general era negocio mío; la caridad, compasión, paciencia y benevolencia
eran todas de mi incumbencia. Mis relaciones comerciales no eran más que una gota de agua en el
anchuroso océano de mis asuntos».
Levantó la cadena con el brazo extendida, como si ella fuera la causa de su irreparable dolor, y
la tiró con violencia contra el suelo.
«En esta época del año es cuando sufro más», dijo el espectro. «¿Por qué habré andado entre la
multitud de mis semejantes con la mirada baja, sin alzar nunca mis ojos hacia esa bendita Estrella
que guió a los Santos Reyes hasta el humilde portal? ¡Como si no existieran hogares a los que me
hubiera podido conducir su luz!»
Al oír al espectro expresarse en aquellos términos, Scrooge se sentía sumamente acongojado y
empezó a temblar como una hoja.
«¡Escúchame!», exclamó el fantasma. «Mi tiempo se acaba».
«Lo haré», dijo Scrooge, «¡pero no seas cruel! ¡No te pongas poético, Jacob! ¡Te lo suplico!»
«No podría decirte cómo me aparezco ante ti de manera visible, pero he estado sentado a tu
lado, invisible, durante días y días».
No era una idea muy agradable. Scrooge se estremeció y enjugó el sudor de su frente.
«Y no es una parte ligera de mi penitencia», prosiguió el fantasma. «Esta noche estoy aquí para
advertirte que aún te queda una oportunidad para escapar a un destino como el mío. Una
oportunidad, una esperanza que yo te he conseguido, Ebenezer».
«Siempre fuiste un buen amigo», dijo Scrooge. «¡Gracias!>
«Vas a ser hechizado por Tres Espíritus», continuó el fantasma.
El semblante de Scrooge se quedó casi tan desencajado, como el del fantasma.
«¿Era eso la oportunidad y la esperanza que mencionaste, Jacob?», preguntó con voz quebrada.
«Lo es».
«Yo..., yo casi estoy pensando que mejor no», dijo Scrooge.
«Sin esas visitas», dijo el fantasma, «no tendrás esperanza de evitar un destino como el mío. El
primero vendrá mañana, cuando las campanas den la una».
«¿No podrían venir los tres y acabar de una vez, Jacob?», insinuó Scrooge.
«Espera al segundo a la noche siguiente a la misma hora. El tercero, a la siguiente noche,
cuando se extinga la vibración de la última campanada de las doce. No volverás a verme y, por la
cuenta que te sigue, ¡recuerda todo lo que ha sucedido entre nosotros!»
Tras pronunciar estas palabras, el espectro recogió el pañuelo de encima de la mesa y se lo
volvió a enrollar bajo la mandíbula, tal como lo tenía antes. Scrooge supo que así lo había hecho
por el sonido de los dientes al chocar cuando el vendaje volvió a juntar las mandíbulas. Se atrevió
a levantar la mirada otra vez y se encontró con el visitante sobrenatural encarándole en actitud
erguida, con la cadena enroscada al brazo.
La aparición se ajejó retrocediendo y a cada paso que daba la ventana se iba abriendo poco a
poco, de manera que al llegar el espectro estaba abierta de par en par. Le hizo señas a Scrooge
para que se aproximase y éste así lo hizo. Cuando estaba a dos pasos de distancia, el fantasma de
Marley levantó la mano para advertirle que no siguiera acercándose. Scrooge se detuvo. Se detuvo
más por miedo y sorpresa que por obediencia: nada más levantar la mano comenzaron a oírse
extraños ruidos; sonidos incoherentes de lamentación y pesar; quejidos de indecible
arrepentimiento y compunción. El espectro, tras escuchar por un momento, se unió al macabro
gorigori y salió flotando hacia la negra y siniestra noche.
Scrooge continuó hasta la ventana con desesperada curiosidad. Se asomó.
Por el aire se movían sin descanso, de un lado a otro, numerosísimos fantasmas que gemían al
pasar. Todos llevaban cadenas como las del fantasma de Marley; unos cuantos (tal vez gobiernos
culpables) iban encadenados en grupo; ninguno estaba libre de cadenas. Scrooge había conocido
en vida a muchos de ellos. Había tenido bastante relación con un viejo fantasma que llevaba un
chaleco blanco y una monstruosa caja de caudales atada al tobillo, que lloraba compungido
porque le era imposible auxiliar a una desdichada mujer con un hijito, a la que estaba viendo allá
abajo apoyada en el quicio de la puerta. Claramente se percibía que el tormento de todos ellos
consistía en que deseaban intervenir, para bien, en situaciones humanas, pero habían perdido
para siempre la capacidad de hacerlo.
Scrooge no sabría decir si aquellas criaturas se disolvieron en la niebla o si la niebla les ocultó,
pero ellos y sus voces espectrales desaparecieron a la vez. La noche volvió a ser como cuando él
llegó a su casa.Este documento ha sido descargado de
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Cerró la ventana y examinó la puerta que había cruzado el fantasma. Seguía con el doble cierre
que había echado con sus propias manos y los cerrojos estaban intactos. Intentó decir
«¡Tonterías!», pero se quedó en la primera sílaba. Estaba extenuado y, ya sea por las emociones
vividas, las fatigas del día, los atisbos del Mundo Invisible, la sombría conversación con el
fantasma o lo tardío de la hora, se fue directamente a la cama, sin desvestirse, y se quedó dormido
al instante.
SEGUNDA ESTROFA
EL PRIMERO DE LOS TRES ESPIRITUS
Cuando Scrooge se despertó, la oscuridad era tan intensa que al mirar desde la cama apenas
podía diferenciar la trasparencia de la ventana de las paredes opacas de su aposento. Cuando
estaba intentando traspasar la oscuridad con sus ojos de gavilán, las campanas de una iglesia
cercana dieron los cuatro cuartos; él permaneció atento a la hora.
Para su gran sorpresa, la campana mayor pasó de las seis a las siete, de las siete a las ocho, y así
sucesivamente hasta las doce; luego dejó de sonar. ¡Las doce! Cuando se acostó eran mas de las
dos. El reloj no funcionaba bien. Tal vez se le había incrustado un carámbano en la maquinaria.
¡Las doce!
Apretó el resorte de su reloj repetidor para comprobar el error del otro reloj enloquecido, pero
su pequeña pulsación acelerada latió doce veces y se detuvo.
«Pero, ¿qué está pasando? ¡Es imposible!», dijo Scrooge. «No es posible que haya estado
durmiendo un día completo hasta la noche siguiente ¡Y es imposible que le haya sucedido algo al
sol y sean las doce del mediodía!
La idea no dejaba de ser alarmante; saltó de la cama y se fue acercando a tientas hasta la
ventana. Para poder ver algo tuvo que frotar la escarcha con la maga de la bata; aún así, logró ver
muy poco. Sólo consiguió comprobar que continuaba una niebla y un frio muy intensos y que no
se oía ruido de actividad de gente alarmada, como se habría escuchado ineludiblemente si la
Noche hubiese derrotado al claro Día, tomando posesión del mundo. Era un gran alivio porque
sino hubiera días que contar lo de «a tres días de esta primera de cambio, pagaré al señor
Ebenezer Scrooge o a su orden...etc.» se habría convertido en papel mojado, como los pagarés de
los Estados Unidos.
Scrooge se volvió a la cama, pensó y repensó pero no se le ocurria ninguna explicación. Cuando
más pensaba, más perplejo estaba, y cuanto más procuraba no pensar, más pensaba en ello. El
fantasma de Marley le había trastomado profundamente. Cada vez que, tras madura reflexión,
llegaba a la conclusión de que todo era un sueño, sus pensamientos, al igual que un fuerte muelle
tensado, volvían a la posición inicial y replanteaban el mismo problema: «¿era o no era un
sueño?».
Scrooge permaneció en tal estado hasta que las campanas dieron otros tres cuartos de hora y
entonces, súbitamente, recordó que el fantasma le había anunciado una aparición cuando la
campana diera la una. Decidió permanecer alerta hasta que pasase ese tiempo. Y considerando
que tenía tanta posibilidad de dormirse como de ir al cielo, tal vez aquella fuese la resolución más
prudente que podía haber adoptado.
El cuarto de hora se le hizo tan largo que en más de una ocasión tuvo la impresión de haberse
adormecido sin oír el reloj. Al fin, un repique llegó a sus oídos atentos.
«Ding, dong»
«Y cuarto», dijo Scrooge, contando.
«¡Ding, dong!»
«¡Y media!», dijo Scrooge.
«¡Ding, dong! »
«Menos cuarto», dijo Scrooge.
«¡Ding, dong! »
«La hora», dijo Scrooge triunfalmente, «¡y nada de nada! »Este documento ha sido descargado de
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Había hablado antes de que sonase la campana de las horas, que lo hizo a continuación con una
profunda, triste, cavernosa y melancólica U N A . Al instante, la habitación quedó inundada de luz
y se corrieron los cortinajes de su cama.
Las cortinas de la cama fueron descorridas -lo aseguro- por una mano. No las coronas de la
cabecera ni de los pies, sino las del lado hacia el que miraba. Las cortinas de la cama fueron
descorridas; Scrooge se incorporó precipitadamente y, en postura semi-recostada, se encontró
cara a cara con el visitante ultraterrenal que las había descorrido. Estaba tan cerca de él como yo
lo estoy de ti, lector, y en espíritu estoy a tu lado.
Era un extraño personaje, como un niño, y sin embargo parecía un anciano visto a través de una
cierta áurea sobrenatural que le daba el aspecto de haber ido retrocediendo del campo visual
hasta quedar reducido a las proporciones de un niño. El cabello le caía hasta los hombros y era
blanco; como el de un anciano, sin embargo, no había arrugas en su rostro sino la más
aterciopelada lozanía. Tenía unos brazos muy largos y musculosos, igual que las manos, dando
una impresión de fuerza excepcional. Sus piernas y pies, al igual que los miembros superiores,
estaban desnudos y maravillosamente conformados. Vestía una túnica inmaculadamente blanca y
ceñía su cintura un lustroso cinturón con hermoso brillo. En la mano llevaba una rama verde de
acebo y, en extraña contradicción con tal invemal emblema, su ropaje estaba salpicado de flores
estivales. Pero lo más sorprendente era el chorro de luz fulgente que le brotaba de la coronilla y
hacía visibles todas estas cosas. También tenía un gorro con forma de gran matacandelas, que
ahora llevaba bajo el brazo, pero sin duda utilizaría en los momentos de apagamiento.
Con todo, no era esto lo más extraordinario. Cuando Scrooge le miró con creciente atención vio
que el cinturón destellaba y titilaba ora en un punto, ora en otro, y donde en un instante había luz,
en otro momento estaba apagado, de manera que fluctuaba la propia imagen del personaje: ahora
era una cosa con un brazo, ahora con una pierna, después con veinte piernas, o un par de piernas
sin cabeza, o una cabeza sin cuerpo. Las partes que se disolvían estaban fundidas con las densas
tinieblas de modo que nada de ellas se podía vislumbrar. Y lo maravilloso es que reaparecía
nuevamente con más claridad y nitidez que antes.
«¿Es usted, señor, el espíritu cuya llegada se me anunció?», preguntó Scrooge.
«Yo soy».
La voz era suave y afable, curiosamente apagada, como si en vez de estar tan cerca, hablase
desde lejos.
«¿Quién y qué es usted!», preguntó Scrooge.
«Soy el fantasma de la Navidad del Pasado».
«¿Pasado lejano?», inquirió Scrooge mientras observaba su estatura minúscula. .
«No. Tu pasado».
Si alguien le hubiera preguntado, Scrooge tal vez no habría sabido explicar la razón, pero sentía
un deseo especial de ver al espiritu con el gorro puesto y le rogó que se cubriera.
«¡Qué dices!», exclamó el fantasma, «¿ya quieres apagar, con tus manos mundanas, la luz que
te doy? ¿No te basta con ser uno de esos cuyas pasiones hicieron este gorro y me han obligado a
llevarlo encasquetado hasta las cejas durante años y años?».
Con la mayor reverencia, Scrooge negó cualquier intención de ofender y todo conocimiento de
haber «encapotado» voluntariamente al espíritu en ningún momento de su vida.
Luego le preguntó abiertamente qué asuntos le habían llevado allí.
«¡Tu propio bien!», dijo el fantasma.
Scrooge expresó sus agradecimientos, pero sin dejar de pensar que para alcanzar esa finalidad
hubiera sido preferible dejarle descansar toda la noche, sin sobresaltos. El espíritu debió de leer
su pensamiento porque dijo de inmediato:
«¡Y todavía te quejas! ¡Ten cuidado!
Y al decir esto, extendió su poderosa mano y le agarró por brazo con suavidad.
«¡Levántate y ven conmigo!»
De nada habría servido que Scrooge arguyera que ni el clima ni la hora resultaban los más
adecuados para sus propósitos peatonales, ni que la cama estaba caliente y el termómetro muy
por debajo del punto de congelación; ni que iba muy ligero de ropa, en zapatillas, bata y gorro de
dormir, o que estaba sufriendo un resfriado. El apretón, aunque suave como el de una mano
femenina, era ineludible. Scrooge se levantó, pero al ver que el espíritu se dirigía a la ventana se
colgó de su túnica y suplicó:
«Yo soy hombre mortal y podría caerme».Este documento ha sido descargado de
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«Basta un simple toque de mi mano ahí», dijo el espíritu posándola sobre su corazón, «y
quedarás salvo para esto y más aún».
Tras pronunciar estas palabras, atravesaron la pared y fueron a dar a una carretera en plena
campiña, con campos de labor a ambos lados. La ciudad se había desvanecido por completo, hasta
el último vestigio. La oscuridad y la bruma habían desaparecido con la ciudad, dando paso a un
día invernal, claro y con nieve cubriendo el suelo.
«¡Cielo Santo!», dijo Scrooge enlazando sus manos y observando el entorno. «¡Yo nací en este
lugar! ¡Aquí pasé mi infancia! ».
El espíritu le miró de soslayo con indulgencia. El suave toquecito, aunque ligero y breve, parecía
seguir afectando a las sensaciones del anciano, percibía mil olores flotando en el aire, cada cual
relacionado con mil recuerdos, ilusiones y preocupaciones, olvidados largo, largo tiempo atrás.
«Te tiemblan los labios», dijo el fantasma. «Y ¿qué tienes en la mejilla?»
Scrooge musitó, con inusual vacilación en la voz, que era un grano, y rogó al fantasma que le
llevara a donde tuviera que llevarle.
«¿Recuerdas el camino?», interrogó el espíritu.
«¡Que si lo recuerdo!», exclamó Scrooge con fervor. «Podría reconocerlo a ciegas».
«Es raro que te hayas olvidado durante tantos años», observó el fantasma. «Vámonos».
Echaron a andar por la carretera. Scrooge iba reconociendo cada portilla, cada poste, cada
árbol, hasta que apareció en la lejanía un pueblecito con su puente, iglesia y serpenteante río.
Ahora veían trotar, en dirección a ellos, unos cuantos caballitos peludos, montados por chicos que
llamaban a otros chicos subidos en carretas y carros conducidos por granjeros. Todos
manifestaban gran animación y el ancho campo terminó llenándose de una música tan alegre que
hasta el aire fresco se reía al escucharla.
«Solamente son las sombras de lo que ha sido», dijo el fantasma. «No son conscientes de
nuestra presencia».
La bulliciosa comitiva se iba acercando; Scrooge sabía los nombres de todos. ¡Cómo disfrutó al
verlos! ¡Qué brillo tenían sus fríos ojos y qué palpitaciones en su corazón mientras pasaban! Se
sintió inundado de gozo cuando les oyó felicitarse la Navidad, al despedirse en los cruces de los
caminos para ir cada cual a su hogar ¿Qué era para Scrooge la Feliz Navidad? ¡Y dale con feliz
Navidad! ¿Qué bien le había proporcionado a él?
«La escuela no está vacia del todo», dijo el fantasma. «Aún queda allí un niño solitario,
abandonado por sus compañero».
Scrooge dijo que ya lo sabía. Y sollozó.
Dejaron la carretera principal para continuar por un sendero, bien recordado y enseguida
llegaron a una mansión de ladrillo rojo deslucido, con una cúpula en el tejado coronada por una
veleta de gallo y una campana. Era una gran casa, pero venida a menos. Las espaciosas
dependencias se utilizaban muy poco y las paredes estaban húmedas y enmohecidas, las ventanas
rotas, las puertas vencidas. Por los establos se contoneaban y cacareaban las aves de corral. La
hierba invadía cocheras y cobertizos. El interior de la casa no había conservado mejor su antiguo
esplendor; cuando penetraron en el sombrío vestíbulo y dieron un vistazo por las puertas abiertas
de numerosas habitaciones, las encontraron pobremente amuebladas, frías y destartaladas. Había
algo en el aire, en la desolada desnudez del lugar, que de alguna manera se asociaba al hecho de
madrugar demasiado y comer muy poco.
El fantasma y Scrooge atravesaron el vestíbulo hasta llegar a una puerta en la parte trasera de la
casa. Se abrió y dio paso a un cuarto largo, melancólico y desnudo, desnudez aún más acentuada
por las sencillas alineaciones de bancos y pupitres. En uno de ellos, un muchacho solitario leía
cerca de un fuego exiguo. Scrooge se sentó en un banco y se le cayeron las lágrimas al ver su pobre
y olvidada persona tal y como había sido.
El eco latía en la casa, chilliditos y carreras de ratones tras el entarimado, un goteo de la fuente
semicongelada del deslucido patio trasero, un susurro entre las ramas sin hojas de un álamo
desesperado, el inútil balanceo de una puerta de despensa vacía, el chisporroteo del fuego,
llegaron al corazón de Scroope con su influjo enternecedor y dieron rienda suelta a sus lágrimas.
El espiritu le tocó en el brazo y señaló hacia su joven persona, absorta en la lectura. De pronto,
apareció tras la ventana un hombre maravillosamente real y visible, exóticamente ataviado, con
una segur en su cinturón y llevando de la brida un asno cargado de leña.
«¡Es Alí Babá!», exclamó Scrooge extasiado. «¡Es mi querido y honrado Alí Babá! ¡Sí, sí, yo lo
se! Una Navidad, cuando aquel niño solitario tuvo que quedarse aquí completamente solo, él vino,
por primcra vez, igual que ahora. ¡Pobre muchacho! ¡Y Valentine y su hermano salvaje Orson, ahíEste documento ha sido descargado de
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van! ¡Y ese otro, ¿cómo se llama?, al que pusieron en calzoncillos, dormido, en la puerta de
Damasco. ¿No lo ves! ¡Y el caballerizo del Sultán colocado por los Genios boca abajo, ahí está de
cabeza! ¡Se lo merecía; me alegro, ¿quién le mete a casarse con la princesa?!.
Los hombres de negocios que conocían a Scrooge se habrían llevado una sorpresa mayúscula si
le hubiesen visto gastar toda su energía en tales asuntos, con un tono de voz de lo más singular, a
medio camino entre la risa y el llanto, y si hubiesen observado su rostro excitado y acalorado.
«¡Ahí está el Loro!», exclamó Scrooge. «El cuerpo verde y la cola amarilla, con algo parecido a
una lechuga saliéndole de lo alto de la cabeza. ¡Ahí está! Pobre Robin Crusoe, le dijo cuando
volvió a casa tras navegar alrededor de la isla. "Pobre Robin Crusoe, ¿dónde has estado Robin
Crusoe?". El hombre pensó que soñaba, pero no. Era el loro, ¿verdad?. ¡Allá va Viernes, corriendo
hacia la pequeña ensenada para salvarse! ¡Vámos! ¡Corre!».
Después, con una repentina transición, muy lejana a su habitual carácter, dijo compadeciéndose
de su pasado: «¡Pobre muchacho!», y volvió a llorar.
«Desearía...», murmuró metiendo la mano en el bolsillo y mirando alrededor, tras secar los ojos
con la manga, «pero ahora ya es demasiado tarde».
«¿De qué se trata», preguntó el espíritu.
«Nada», contestó Scrooge, «nada. Anoche, un chico estuvo cantando un villancico en mi puerta.
Desearía haberle dado algo; eso es todo».
El fantasma sonrió pensativamente a hizo un ademán con la mano mientras decía: «¡Veamos
otra Navidad!».
Con estas palabras, la persona del Scrooge juvenil se hizo mayor y la estancia se volvió un poco
más oscura y más sucia. Los paneles encogidos, las ventanas rotas; fragmentos de yeso se habían
desprendido del techo dejando a la vista las rasillas. Pero Scrooge no sabía cómo se habían
producido estos cambios; no sabía más que tú, lector. Lo único que sabía es que era cierto, así
había sucedido; y sabía que él estaba allí, otra vez solo, cuando todos los demás chicos se habían
ido a casa a pasar las festivas vacaciones.
Ahora no estaba leyendo sino dando pasos arriba y abajo, desesperado. Scrooge miró al
fantasma y con un dolorido movimiento de negación con la cabeza, dirigió una mirada llena de
ansiedad hacia la puerta. La puerta se abrió y una niñita, de edad mucho menor que el muchacho,
entró como una exhalación, le echó los brazos al cuello y le besaba repetidamente llamándole
«Querido, querido hermano».
«¡He venido para llevarte a casa, querido hermano!», decía la niña palmoteando con sus manos
pequeñas y encogida por las risas. ¡Para llevarte a casa, a casa, a casa!
«¿A casa, mi pequeña Fan?», contestó el muchacho.
«¡Sí!», dijo la niña desbordante de felicidad. «A casa, a casa para siempre. Ahora Padre está
mucho más amable, nuestra casa parece el cielo. Una bendita noche, cuando me iba a la cama, me
habló tan cariñoso que me atreví a preguntarle una vez más si tú podrías volver; y dijo que sí, que
era lo mejor, y me mandó en un coche a buscarte. ¡Ya vas a ser un hombre», dijo la niña, abriendo
los ojos, «y nunca vas a volver aquí; estaremos juntos toda la Navidad y será lo más maravilloso
del mundo!»
«¡Eres toda una mujer, Fan!», exclamó el chico.
Ella palmoteaba, reía a intentó llegarle a la cabeza, pero era demasiado pequeña y reía otra vez,
y se puso de puntillas para abrazarle. Luego empezó a arrastrarle, con infantil impaciencia, hacia
la puerta, y él de muy buen grado la acompañó.
Una voz terrible gritó en el vestíbulo «¡Bajad el baúl del Sr. Scrooge, aquí!». Y en el vestíbulo
apareció el director de la escuela en persona, observó al Sr. Scrooge con feroz condescendencia y
le estrechó las manos, sumiéndole en un estado de terrible confusión. A continuación condujo a
Scrooge y su hermana hasta la sala de visitas más estremecedora que se haya visto, donde los
mapas en la pared y los globos terráqueos y celestes en las ventanas estaban cerúleos por el frio.
Allí sacó una licorera de vino sospechosamente claro, y un bloque de pastel sospechosamente
denso, y administró a los jóvenes «entregas» de tales exquisiteces. Al mismo tiempo, envió fuera a
un enflaquecido sirviente para que ofreciese un vaso de «algo» al chico de la posta, quien
respondió que daba las gracias al caballero, pero si lo que le iban a dar salía del mismo barril que
ya había probado anteriormente, prefería no tomarlo. El baúl del señor Scrooge ya estaba amarrado en el carruaje; los niños se despidieron gustosos del director de la escuela, se acomodaron
en él y rodaron alegremente hacia la curva del parque, las veloces ruedas pulverizaban y rociaban
de escarcha y de nieve las oscuras hojas perennes de los arbustos.Este documento ha sido descargado de
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«Fue siempre una criatura tan delicada que podía caerse con un soplo. ¡Pero qué gran corazón
tenía!», dijo el fantasma.
«¡Sí que lo tenía!», lloró Scrooge. «Tienes razón. No seré yo quien lo niegue, espíritu. ¡Dios me
libre!».
«Murió cuando ya era una mujer», dijo el espíritu, «y tenía, creo, hijos».
«Un hijo», puntualizó el fantasma. «¡Tu sobrino!».
Scrooge sintió malestar y contestó solamente «sí».
Aunque sólo hacía un momento que había dejado atrás la escuela, ahora se encontraban en la
bulliciosa arteria de una ciudad, donde sombras de transeúntes pasaban y volvían a pasar, donde
sombras de carruajes y coches luchaban por abrirse paso, y donde se producía todo el tumulto y
estrépito de una ciudad real. Por el adorno de las tiendas se notaba claramente que también allí
era el tiempo de la Navidad. Pero era una tarde y las calles ya estaban alumbradas.
El fantasma se detuvo en la puerta de cierto almacén y preguntó a Scrooge si lo conocía.
«¡Conocerlo!», dijo, «¿Acaso no me pusieron de aprendiz aquí?».
Ante la visión de un viejo caballero con peluca galesa, sentado tras un pupitre tan alto que si él
hubiese sido dos pulgadas más alto su cabeza habría chocado contra el techo, Scrooge exclamó
con gran excitación:
«¡Pero si es el viejo Fezziwig!, ¡Dios mio, es Fezziwig vivo otra vez!».
El viejo Fezziwig posó la pluma y miró el reloj de la pared, que señalaba las siete. Se frotó las
manos, se ajustó el amplio chaleco, se rió con toda su persona, desde la punta del zapato hasta el
órgano de la benevolencia y gritó con una voz consoladora, profunda, rica, sonora y jovial:
«¡Eh, vosotros! ¡Ebenezer! ¡Dick!».
El Scrooge del pasado, ahora ya un hombre joven, apareció con prontitud acompañado por su
compañero aprendiz.
«¡Dick Wilkins, claro está!», dijo Scrooge al fantasma. «Sí. Es él. Me quería mucho, Dick,
¡Pobre Dick! ¡Señor, señor!». «¡Hala, chicos! », dijo Fezziwig, «se acabó el trabajo por hoy.
¡Nochebuena, Dick! ¡Navidad, Ebenezer! ¡A echar el cierre! », exclamó Fezziwig con una sonora
palmada,¡sin esperar un momento! ».
¡No se podría creer la rapidez con que los chicos se pusieron manos a la obra! Cargaron a la
calle con los cierres -uno, dos, tres-, los colocaron en su sitio -cuatro, cinco, seis-, echaron las
barras y los pasadores -siete, ocho, nueve- y volvieron antes de poder contar doce, trotando como
caballos de carreras.
«¡Vamos allá!», exclamó Fezziwig resbalando desde el alto pupitre con pasmosa agilidad.
«¡Despejad todo, muchachos, aquí hay que hacer mucho sitio! ¡Venga Dick! ¡Muévete, Ebenexer!
».
¡Despejad! No había nada que no quisiesen o pudiesen despejar bajo la mirada del viejo
Fezziwig. Quedó listo en un minuto. Se apartaron todos los muebles como si se desechasen de la
vida pública para siempre. El suelo se barrió y fregó. Se adornaron las lámparas y se amontonó
combustible junto al hogar, y el almacén se convertió en un salón de baile tan acogedor, caliente,
seco y brillante como uno desearía ver en una noche de invierno.
Llegó un violinista con un libro de partituras y se encaramó al excelso pupitre convirtiéndolo en
escenario, y al afinar sonaba como un dolor de estómago. Entró la señora Fezziwig, sólida y
consistente, toda sonrisas. Entraron las tres señoritas Fezziwig, radiantes y adorables. Entraron
los seis jóvenes pretendientes cuyos corazones ellas habían roto. Entraron todos los hombres y
mujeres jóvenes empleados en el negocio. Entró la criada, con su primo el panadero. Entró la
cocinera con el amigo de su hermano, el lechero. Entró el chico de enfrente, del cual se
sospechaba que su patrón no le daba comida suficiente; entró disimuladamente tras la chica de la
puerta siguiente a la de al lado, de la que se había comprobado que su señora le daba tirones de
orejas. Todos entraron, uno tras otro. Algunos tímidamente, otros descaradamente; unos con
gracia, otros desmañados; unos tirando, otros empujando. De una a otra forma, entraron todos. Y
allí estaban veinte parejas a la vez, de las manos media vuelta y de espalda para atrás; juntos en el
medio y otra vez adelante; gira y gira en diversas figuras de afectuosa agrupación; la vieja pareja
de cabeza, girando siempre hacia el lado equivocado; la nueva pareja de cabeza a empezar otra vez
cuando les tocaba el tumo; todos parejas de cabeza y ninguna de cola. Cuando se vio el resultado,
el viejo Fezziwig, dando palmadas para detener la danza, gritó: ¡Muy bien!, y el violinista hundió
su rostro acalorado en un gran tanque de cerveza, especial para la ocasión. Sin querer más
descanso, volvió a empezar al instante, aunque todavía no tenía bailarines, como si al violinistaEste documento ha sido descargado de
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anterior lo hubiesen tenido que llevar a su casa agotado. Ahora parecía un hombre nuevo,
dispuesto a vencer o morir.
Hubo más danzas; luego, juego de prensas y más danzas; había tarta, sangría caliente, un gran
pedazo de asado frío y un gran pedazo de hervido frío, pastelillos de carne y abundante cerveza.
Pero el gran efecto de la velada se produjo tras el asado y el hervido, cuando el violinista (un perro
viejo; la clase de persona que sabía lo que hacía mejor que nadie) atacó los acordes de «Sir Roger
de Coverley». El viejo Fezziwig sacó a bailar a la señora Fezziwig, encabezando la danza otra vez
frente a unas parejas que no se achicaban fácilmente, gente capaz de danzar aunque no tuviesen
noción de andar.
Pero aunque hubiesen sido muchas más parejas, el viejo Fezziwig habría podido medir fuerzas
con todos, y lo mismo la señora Fezziwig. Por lo que a ella respecta, merecía emparejarse con él en
todos los sentidos de la palabra, y si ésta no es alabanza suficiente, digaseme otra y la utilizaré.
Ellas brillaban como lunas en todas las fases de la danza. No se podía predecir qué harían al
momento siguiente. Y cuando el viejo Fezziwig y señora realizaron todas las figuras de la danza
-avance y retirada, sujetando a la pareja de las manos, inclinación y reverencia; movimiento en
espital; «enebra la aguja y vuelve a tu sitio»-, Fezziwig «cortó»; cortó tan gallardamente que
pareció parpadear con las piernas en el aire antes de caer de pie sin una vacilación.
Este baile doméstico se dio por terminado cuando sonaron las once. El señor y señora Fezziwig
tomaron posiciones a ambos lados de la puerta y fueron dando la mano a todos, uno por uno, a
medida que salían, y al mismo tiempo les desearon Felices Navidades. Lo mismo hicieron con los
dos aprendices; se fueron apagando las voces alegres y los dos chicos se dirigieron a sus camas,
situadas bajo un mostrador de la trastienda.
Durante todo este tiempo Scrooge actuó como un hombre fuera de sus cabales. Su corazón y su
alma estaban puestos en la escena con su antiguo ser. Lo corroboraba todo, recordaba todo,
disfrutaba con todo, y era presa de la más extraña agitación. Hasta que los iluminados rostros de
Dick y su yo anterior quedaron fuera de la vista, no se había acordado del fantasma, y ahora fue
consciente de que éste le miraba intensamente mientras la luz de su cabeza iluminaba con
brillante claridad.
«Con qué poca cosa», dijo el fantasma, «se sienten llenos de gratitud esos dos tontos».
«¡Poca cosa!», repitió Scrooge.
El espiritu le hizo seña de que escuchase a los dos aprendices, que se deshacían en alabanzas de
Fezziwig. Después dijo:
«¡Pero si es cierto! No ha hecho más que gastarse unas pocas libras de tu dineto mortal, tal vez
tres o cuatro. ¿Merece por eso tal gratitud?».
«No es así», dijo Scrooge irritado con la observación y hablando sin querer como su yo pasado y
no como el actual.
«No se trata de eso, espíritu. Tenía la facultad de hacernos felices o desgraciados, de hacer
nuestro trabajo agradable o pesado, un placer o un tormento. Su facultad estaba en las palabras y
en las miradas, en cosas tan insignificantes y sutiles que resulta imposible valorarlas. La felicidad
que proporciona vale más que una fortuna».
Percibió la mirada del espíritu y se calló.
«¿Qué sucede? », preguntó el espíritu.
«Nada de particular», dijo Scrooge.
«Yo pienso que sí», insistió el fantasma.
«No», dijo Scrooge, «No. Me gustaría tener la oportunidad de decirle un par de cosas a mi
escribiente ahora mismo. Eso es todo».
Mientras formulaba este deseo, su ser del pasado apagaba las lámparas. Scrooge y el fantasma
volvieron a quedar al aire libre.
«Me queda poco tiempo, observó el espítitu. «¡Rápido!».
No se dirigía a Scrooge ni a nadie visible, pero produjo un efecto inmediato. Scrooge volvió a
contemplarse otra vez. Ahora tenía más edad, un hombre en plenitud de vigor. Su rostro no
presentaba los agrios y rígidos rasgos de años posteriores, pero empezaba a mostrar signos de
preocupación y avaricia. Sus ojos tenían una movilidad ansiosa, codiciosa, incesante, que indicaba
la pasión que en él se había enraizado y seguiría creciendo.
No estaba solo. Una joven rubia y vestida de luto estaba sentada junto a él; en sus ojos había
lágrimas que brillaban a la luz del fantasma de la Navidad del pasado.
«¿Qué ídolo te ha desplazado?», replicó él.
«Uno de oro».Este documento ha sido descargado de
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«¡Pero si es la actividad más imparcial del mundo!», dijo él. «Nada hay peor que la pobreza y no
hay por que condenar con tal severidad la búsqueda de la riqueza».
«Tienes demasiado miedo al mundo», dijo ella dulcemente. «Todas las demás ilusiones las has
sepultado con la ilusión de quedar fuera del alcance de los sórdidos reproches del mundo. He
visto sucumbir, una tras otra, tun más nobles aspiraciones hasta quedar devorado por la pasión
principal, el Lucro. ¿No es cierto?».
«¿Y qué? », replicó él. «¡Y qué si ahora soy mucho más listo?. Contigo nada ha cambiado».
Ella negó con la cabeza.
«¿En que he cambiado?', preguntó él.
«Nuestro compromiso fue hace tiempo. Se hizo cuando ambos éramos pobres y conformes con
serlo hasta que, con mejores tiempos, pudiéramos mejorar de fortuna con paciente labor. Tú eres
lo que ha cambiado. Cuando non comprometimos eras otro hombre.
«Era un muchacho», dijo él con impaciencia.
«Tu propio sentido lo dice que no eres el mismo», replicó ella. «Yo sí. Aquella que prometió
felicidad cuando no éramos más que un solo corazón, está abrumada por el dolor ahora que
somos dos. No sabes cuán a menudo y con qué profundidad lo he pensado. Me basta con haberlo
tenido que pensar para que te libere de tu compromiso».
«¿Acaso te lo he pedido? ».
«Con palabras, no. Nunca».
«Entonces, ¿cómo? ».
«Con una naturaleza cambiada, con un espíritu alterado, otra atmosfera vital, otra Ilusión como
gran meta. Con todo aquello que había hecho mi amor valioso a tun ojos. Si entre nosotros no
hubiera existido esto», dijo la joven mirándole dulcemente pero con fijeza, «contéstame, ¿me
habrías buscado y habrías intentado conquistarme? ¡Ah, no! ».
El, sin poderlo evitar, pareció rendirse a la justicia de sus suposiciones. Pero hizo un esfuerzo
para decir: «No pienses así».
«Con mucho gusto pensaría de otro modo si pudiera», respondió, «¡bien lo sabe Dios! Tras
haber constatado una verdad como ésta, sé lo fuerte a irresistible que debe ser. Pero si hoy,
mañana, ayer, estuvieses libre de compromisos, ¿podría yo creerme que ibas a elegir a una chica
sin dote -tú, que todo lo mides por el rasero del Lucro? O si la eligieses, traicionando tun propios
principios, sé que pronto te arrepentirías y lo lamentarías. Por eso te devuelvo tu libertad. De todo
corazón, por el amor de aquel que fuiste un día».
El estaba a punto de decir algo, pero ella prosiguió apartando su mirada:
«Es posible que te duela, casi lo deseo en memoria de nuestro pasado. Transcurriría un tiempo
muy, muy corto y lo olvidarás todo, gustosamente, como si te despertases a tiempo de un sueño
improductivo. ¡Que seas feliz con la vida que has elegido! ».
Ella le dejó y se separaron.
«¡Espíritu, no quiero ver más! », dijo Scrooge. Llévame a casa. ¿Por qué te complaces
torturándome? ».
«¡Sólo una imagen más! », exclamó el fantasma.
«¡Ni una más! », gritó Scrooge. «¡Basta! ¡No quiero verlo! ¡No me muestres más! »
Pero el implacable fantasma le aprisionó entre sun brazos y le obligó a observar lo que sucedió a
continuación.
Era otra escena y otro lugar: una habitación no muy grande ni elegante, pero llena de confort.
junto a la chimenea invérnal se hallaba sentada una bella joven tan parecida a la anterior que
Scrooge creyó que era la misma hasta que la vió a ella, ahora matrona atractiva, sentada frente a
su hija. En aquella estancia el ruido era completo tumulto pues había más niños allí de los que
Scrooge, con su agitado estado mental, podía contar. Y, al contrario que en el celebrado rebaño
del poema, no se trataba de cuarenta niños comportándose como uno solo, sino que cada uno de
los niños se comportaba como cuarenta. Las consecuencias eran tumultuosas hasta extremos
increíbles, pero no parecía importarle a nadie; por el contrario, la madre y la hija se reían con todas las ganas y lo disfrutaban. La hija pronto se incorporó a los juegos y fue asaltada por los
jóvenes bribones de la manera más despiadada. ¡Lo que yo habría dado por ser uno de ellos!
¡Claro que yo nunca habría sido tan bruto, no, no! Por nada del mundo habría despachurrado
aquel cabello trenzado ni le habría arrancado de un tirón el precioso zapatito. ¡De ninguna
manera! Lo que sí habría hecho, como hizo aquella intrépida y joven nidada, es tantear su cintura
jugando; me habría gustado que, como castigo, mi brazo hubiera crecido en torno a su cintura y
nunca pudiera volver a enderezarse. Y también me habrá encantado tocar sus labios y haberleEste documento ha sido descargado de
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hecho preguntas para que los abriese; haber mirado las pestañas de sus ojos bajos sin provocar un
rubor; haber soltado las. ondas de su pelo y conservar un mechón como recuerdo de valor
incalculable; en suma: me habría gustado, lo confieso, haberme tomado las libertades de un niño
siendo un hombre capaz de conocer su valor.
Pero ahora se escuchó una llamada en la puerta, inmediatamente seguida de tales carreras que
ella, con un rostro risueño y el vestido arrebatado, fue arrastrada hacia el centro de un acalorado y
turbulento grupo justo a tiempo para saludar al padre que llegaba al hogar, auxiliado por un hombre cargado de juguetes navideños y regalos. Luego todo fue vocear, luchar y asaltar
violentamente al indefenso porteador. Le escalaron con sillas, bucearon en sus bolsillos, le expoliaron los paquetes envueltos en papel marrón, le sujetaron por la corbata, se le colgaron del
cuello, aporrearon su espalda, y le dieron patadas en las piernas con un amor irreprimible. ¡Las
exclamaciones de admiración y contento que siguieron a cada apertura de paquete! ¡La terrible
noticia de que habían sorprendido al bebé en el momento de llevarse a la boca una sartén de
juguete, y se sospechaba con mucho fundamento que se había tragado un pavo pegado a una
planchita de madera! ¡El alivio inmenso al descubrir que era una falsa alarma! ¡El gozo, la
gratitud, el éxtasis! No es posible describirlos. Baste decir que, por orden de gradación, los niños y
sus emociones salieron del salón y, de uno en uno, se fueron por una escalera a la parte más alta
de la casa; allí se metieron en la cama y, por consiguiente, se apaciguaron.
Y ahora Scrooge miró con mayor atención que nunca, cuando el señor de la casa, con su hija
cariñosamente apoyada en él, se sentó con ella y con la madre en su sitio junto al fuego. A Scrooge
se le nubló la vista cuando pensó que una criatura tan grácil y llena de promesas como aquella podría haberle llamado «padre» y ser una primavera en el macilento invierno de su vida.
«Belle», dijo el marido volviéndose sonriente hacia su mujer, «esta tarde he visto a un viejo
amigo tuyo».
«¿Quién era?».
«No sé... ¡Ya lo sé!», añadió de un tirón, riendo sin Parar. «El señor Scrooge».
«Era el señor Scrooge. Pasé por delante de su despacho y como tenía encendida la luz, casi no
pude evitar el verle. He oído decir que su socio se está muriendo y allí estaba él solo, sentado. Solo
en la vida, creo yo».
«¡Espíritu!», dijo Scrooge con la voz quebrada, «sácame de aquí».
«Te he dicho que éstas eran sombras de las cosas que han sido», dijo el fantasma. «Son lo que
son ¡No me eches la culpa! »
«¡Sácame!», exclamó Scrooge. «¡No lo resisto!».
Se giró hacia el fantasma y viendo que le contemplaba con un rostro en el que, de cierto modo
extraño, había fragmentos de todos los rostros que le había mostrado, forcejeó con él.
«¡Déjame! ¡Llévame de vuelta! ¡No sigas hechizándome!».
En el forcejeo, si se puede llamar forcejeo aunque el fantasma, sin resistencia notaria por su
parte, no parecía afectado por los esfuerzos de su adversario, Scrooge observó que su luz era
intensa y brillante; vagamente asoció este hecho con el influjo que sobre él ejercía, y agarró el
gorro-apagador y, con un movimiento repentino, se le incrustó en la cabeza.
El espíritu cayó debajo, de manera que el apagador le cubrió totalmente. Pero aunque Scrooge
lo presionaba con todas sus fuerzas, no pudo apagar la luz, que salía por debajo en chorro
uniforme sobre el suelo.
Se sentía agotado y vencido por un irresistible sopor; también se dio cuenta de que estaba en su
propio dormitorio. Dio un último empujón al gorro y su mano se relajó; apenas tuvo tiempo de
llegar tambaleante a la cama antes de hundirse en un sueño profundo.
TERCERA ESTROFA
EL SEGUNDO DE LOS TRES ESPIRITUS
Cuando se despertó en medio de un prodigioso ronquido y se sentó en la cama para aclarar sus
ideas, nadie podía haver avisado a Scrooge de que estaba a punto de dar la una. Supo que había
recobrado la conciencia justo a tiempo para mantener una entrevista con el segundo mensajero,
que se le enviaba por mediación de Jacob Marley. Pero sintió un frío desagradable cuando
empezó a preguntarse qué cortina descorrefia el nuevo espectro; por eso las recogió todas él mismo, se tumbó de nuevo y dirigió una cortante ojeada en torno a su cama. Quería plantar cara al
espíritu cuando apareciera y no deseaba que le cogiera desprevenido porque se pondría nervioso.Este documento ha sido descargado de
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Los caballeros del tipo poco ceremonioso, que se jactan de conocer bien la aguja de marear a
cualquier hora del día o de la noche, expresan su amplia capacidad para la aventura diciendo que
son buenos para cualquier cosa, desde jugar a «cara o cruz» hasta cometer un asesinato; entre
estas dos actividades extremas, qué duda cabe, hay toda una amplia gama. Sin atteverme a decir
otro tanto de Scrooge, no es equivocado pensar que estaba preparado para recibir una gran
variedad de extrañas apariciones y que nada, desde un bebé hasta un rinoceronte, le habría cogido
muy de sorpresa.
Ahora bien, al estar preparado para casi todo, en modo alguno estaba preparado para nada. Por
consiguiente, cuando la campana dio la una y no apareció ninguna forma, Scrooge fue presa de
violentos temblores. Cinco minutos, diez, un cuarto de hora, una hora... y nada. Todo ese tiempo
permaneció tendido encima de la cama, que se había convertido en origen y centro del resplandor
de luz rojiza que había fluido sobre ella cuando el reloj proclamó la hora; al no ser más que luz
resultaba más alarmante que una docena de fantasmas porque él era incapaz de adivinar su
significación y su propósito. En algunos momentos, Scrooge temió hallarse en el momento
culminante de un interesante caso de combustión espontána, sin tener el consuelo de saberlo. Sin
embargo, al final acabó pensando -como usted o yo hubiéramos pensado desde el principio, pues
la persona que no está metida en el problema es quien mejor sabe lo que se debe hacer-, al final,
como decía, acabó pensando que tal vez encontraría la fuente y el secreto de esta luz fantasmal en
la habitación de al lado, donde parecía resplandecer. Cuando esta idea acaparó toda su mente, se
levantó sin ruido y se deslizó en sus zapatillas hasta la puerta.
En el momento de asir la manilla de la puerta, una voz le llamó por su nombre y le ordenó
entrar. Scrooge obedeció.
Era su propio salón, sin duda alguna, pero había sufrido una transformación sorprendente. El
techo y las paredes estaban tan cubiertos de vegetación que parecía un bosquecillo donde
brillaban por todos lados bayas chispeantes. Las frescas y tersas hojas de acebo, muérdago y yedra
reflejaban la luz como si se hubiesen esparcido allí y allá numerosos espejitos, y en la chimenea
rugían tales llamaradas como nunca había conocido aquel triste hogar petrificado en vida de
Scrooge, de Marley, ni en muchos, muchísimos inviernos atrás. En el suelo, amontonados en
forma de trono, había pavos, ocas, caza, pollería, adobo, grandes pemiles, lechones, largas ristras
de salchichas, pastelillos de carne, tartas de ciruela, cajas de ostras, castañas de color rojo intenso,
manzanas de rojo encendido, naranjas jugosas, deliciosas peras, inmensos pasteles de Reyes y
burbujeantes boles de ponche que empañaban la estancia con sus efluvios deliciosos.
Cómodamente instalado sobre todo ello, estaba sentado un Gigante festivo, de esplendoroso
aspecto, que sostenía una antorcha encendida, parecida a un cuerno de la Abundancia; la sostenía
muy alta para que la luz cayera sobre Scrooge cuando cruzó la puerta y miró de hito en hito.
«¡Entra!», exclamó el fantasma. «¡Entra y me reconocerás mejor!»
Scrooge avanzó tímidamente a inclinó la cabeza ante el espíritu. Ya no era el obstinado Scrooge
de antes, y aunque los ojos del espíritu eran francos y amables, no le gustó encontrarse con
aquella mirada.
«Soy el fantasma de la Navidad del Presente», dijo el espíritu. «¡Mírame!»
Scrooge lo hizo reverentemente. Estaba vestido con una simple túnica, o manto, de color verde
oscuro, ribeteado con piel blanca. Esta prenda le quedaba muy holgada, dejando al descubierto su
ancho pecho como si desdeñara protegerse u ocultarse con cualquier artificio. Sus pies, visibles
bajo los amplios pliegues del manto, también estaban desnudos, y en la cabeza no llevaba más
cobertura que una guirnalda de acebo salpicada de brillantes carámbanos. Sus bucles, de color
castaño oscuro, eran largos y caían libremente, libres como su rostro cordial; su chispeante
mirada, su mano generosa, su animada voz, sus ademanes espontáneos y su aire festivo. Ceñía su
cintura una antigua vaina, pero sin espada, y la antigua funda estaba herrumbrosa.
«¡Nunca habías visto nada como yo!», exclamó el espíritu.
«Jamás», logró responder Scrooge.
«¿Nunca has salido con los miembros más jóvenes de mi familia; quiero decir -porque yo soy
muy joven- mis hermanos mayores, nacidos en estos últimos años?», prosiguió el fantasma.
manos mayores, nacidos en estos últimos años?», prosiguió el fantasma.
«Creo que no», dijo Scrooge. «Me temo que no. ¿Tienes muchos hermanos, espíritu?»
«Más de mil ochocientos», dijo el fantasma.
«¡Familia tremenda de mantener! », murmuró Scrooge.
El fantasma de la Navidad del Presente se levantó.Este documento ha sido descargado de
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«Espíritu», dijo Scrooge sumisamente, «condúceme a donde desees. Anoche me llevaron a la
fuerza y aprendí una lección que ahora estoy aprovechando. Este noche, si tienes algo que
enseñarme, lo aprenderé con provecho».
«¡Toca mi manto!»
Scrooge hizo lo que se le indicó con mano firme.
Acebo, muérdago, bayas rojas, yedra, pavos, ocas, caza, pollos, adobo, ternera, lechones,
salchichas, ostras, pastelillos, tartas; fruta y ponche desaparecieron instantáneamente. También
desapareció la habitación, el fuego, el rojizo resplandor, la hora de la noche, y ellos estaban en las
calles de la ciudad en la mañana del día de Navidad. El tiempo era crudo y la gente hacía una
especie de música chocante, pero viva y nada desagradable, al quitar la nieve de la acera de sus
casas y de los tejados; para los chicos era una delicia total ver cómo caía la nieve explotando en la
calle y salpicando con pequeños aludes artificiales.
En contraste con la blanca y lisa capa de nieve de los tejados y con la nieve más sucia del suelo,
las fachadas de las casas parecían negras y las ventanas todavía más negras. En la calle, las
pesadas ruedas de coches y carros habían arado con profundas rodadas la última nieve caída, y
esos surcos se cruzaban y entrecruzaban cientos de veces en las intersecciones de las grandes
atterias y formaban intrincados canales, difíciles de rastrear, en el espeso lodo amarillo y agua
helada. El cielo estaba oscuro y las calles más cortas taponadas por una neblina negruzca, medio
derretida, medio helada, cuyas partículas más pesadas caían cual ducha de átomos de hollín;
parecía que todas las chimeneas de Gran Bretaña se habían puesto de acuerdo para encenderse a
la vez y estuviesen disparando a discreción para satisfacción de sus queridos fogones. En el clima
de la ciudad no había nada alegre; no obstante, flotaba en el aire un júbilo muy superior al que
podría producir el sol más brillante y el aire más límpido del verano.
La gente que paleaba la nieve en los tejados estaba llena de jovialidad y cordialidad; se llamaban
unos a otros desde los parapetos y, de vez en cuando, intercambiaban bolazos de nieve -proyectil
bastante más inofensivo que muchos comentarios jocosos-, riendo con todas las ganas si daba en
el blanco y con no menos ganas si fallaba. Las tiendas de los polleros todavía estaban medio
abiertas y las de los fruteros irradiaban sus glorias. Allí había grandes cestos de castañas
redondos, panzudos como viejos y alegres caballeros, recostados en las puertas y desbordando
hacia la calle en su apoplética opulencia. Había rojizas cebollas de España, de rostro moreno y
amplio contorno, de gordura reluciente como frailes españoles que, desde los estantes, guiñaban
el ojo con irresponsable malicia a las chicas que pasaban y luego elevaban la mirada serena al
muérdago colgado. Había peras y manzanas, apiladas en espléndidas pirámides. Había racimos
de uvas colgando de ganchos conspicuos por la buena intención de los tenderos, para que a la
gente se le hiciera la boca agua, gratis, al pasar; también había pilas de avellanas, marrones,
aterciopeladas, con una fragancia que evocaba los paseos por los bosques y el agradable caminar
hundido hasta los tobillos entre las hojas secas; había manzanas de Norfolk, regordetas y
atezadas, resaltando entre el amarillo de naranjas y limones y, con la gran densidad de sus
cuerpos jugosos, pidiendo a gritos que se las llevasen a casa en bolsas de papel para comerlas
después de la cena. Hasta los peces dorados y plateados, desde una pecera expuesta entre los
exquisitos frutos, y a pesar de pertenecer a una especie sosa y aburrida, parecían saber que algo
estaba sucediendo y daban vueltas y más vueltas en su pequeño mundo con la excitación lenta y
desapasionada propia de los peces. ¡Y en las tiendas de ultramarinos! ¡Ah, los ultramarinos! A
punto de cerrar, con uno o dos cierres ya echados, pero ¡qué visiones por los huecos! Los platillos
de las balanzas golpeaban el mostrador con alegre sonido; el rollo de bramante desaparecía con
rapidez; los enlatados tableteaban arriba y abajo como en manos de un malabarista; los
mezclados aromas del té y el café eran una delicia para el olfato; estaba lleno de pasas extrañas,
almendras blanquísimas, largos y derechos palos de canela y otras especias delicadas, y los frutos
confitados, bien cocidos y escarchados con azúcar, hacían sentir desvanecimientos, y después una
sensación biliosa, incluso a los espectadores más fríos. Los higos estaban húmedos y pulpusos, las
ciruelas francesas se ruborizaban con modesta acrimonia desde sus cajas tan ornamentadas.
Todos los comestibles eran magníficos y bien presentados para la Navidad. Pero eso no era todo.
Los clientes estaban tan apresurados y agitados con la esperanzadora promesa del día que
tropezaban unos con otros en la puerta, entrechocaban sus cestos, olvidaban la compra en el
mostrador y volvían corriendo a recogerla, cometiendo cientos de equivocaciones de esa clase con
el mejor humor. El especiero y sus dependientes eran tan campechanos y bien dispuestos que los
pulidos corazones con que ataban sus mandilones por detrás podrían haber sido sus propiosEste documento ha sido descargado de
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corazones, llevados por fuera para inspección general y para ser picoteados por cuervos navideños
si así lo prefiriesen.
Pero pronto los campanarios llamaron a la oración en iglesias y capillas, y allá se fue la buena
gente en multitud por las calles, con sus mejores galas y su más jubilosa expresión. Y al mismo
tiempo, desde muchas callejuelas, pasadizos y bocacalles sin nombre, emergieron innumerables
personas que llevaban su cena a asar en las panaderías. El espíritu parecía estar muy interesado
por estos pobres festejadores, pues se detuvo con Scrooge junto a la entrada de una panadería
para levantar las cubiertas de las cenas que transportaban y las rociaba de incienso con su
antorcha. La antorcha era de una clase muy poco corriente, pues en una o dos ocasiones en que
algunos de los que acarreaban las cenas tropezaron con otros y hubo palabras mayores, el espíritu
los roció con unas gotas de agua de la antorcha, y de inmediato recuperaron el buen humor;
decían que era una vergüenza disputar en el día de Navidad. ¡Y era muy cierto!
Las campanas dejaron de sonar y se cerraron las panaderías, pero permaneció una confortante
y vaga representación de todas esas cenas en el derretido manchón de humedad sobre cada horno
de panadero, donde el suelo todavía humeaba como si se estuvieran cociendo las losas.
«¿Tiene algún sabor especial eso que salpicas con la antorcha?», preguntó Scrooge.
«Sí lo tiene. Mi propio sabor».
«¿Serviría para cualquier cena de hoy?», preguntó Scrooge.
«Para cualquiera que se celebre con afecto. Pero más para una cena pobre».
«¿Por qué más para una pobre?», preguntó Scrooge.
«Porque lo necesita más».
«Espíritu», dijo Scrooge tras un momento de vacilación, «de todos los seres que hay en los
muchos mundos que nos rodean, me asombra que seas tú el que más desea restringir las
oportunidades de esa gente para disfrutar inocentemente».
«¡Yo!», exclamó el espíritu.
«Les quitarías sus medios para poder cenar cada séptimo día, a menudo el único día en que se
puede decir que cenan», dijo Scrooge, «¿verdad?:..
«¡Yo! », exclamó el espíritu.
«¿No quieres que se cierren estos locales los días del Señor?», dijo Scrooge. «Pues llegas al
mismo resultado».
« ¡Que yo quiero! », exclamó el fantasma.
«Perdóname si me equivoco. Se ha hecho en tu nombre o, al menos, en el de tu familia», dijo
Scrooge.
«En esta tierra tuya hay algunos», replicó el espíritu; «que pretenden conocernos y que
cometen sus actos de pasión, orgullo, mala voluntad, odio, envidia, beatería y egoísmo en nuestro
nombre; pero son tan ajenos a nosotros y nuestro género como si nunca hubieran vivido.
Recuerda esto y échales la culpa a ellos, no a nosotros».
Scrooge prometió que así lo haría y se marcharon, invisibles igual que antes, hacia los suburbios
de la ciudad. Una notable cualidad del fantasma (Scrooge la había observado en la panadería)
consistía en que, pese a su talla gigantesca, podía acoplarse a cualquier sitio fácilmente, y
mantenía su gracia de criatura sobrenatural tanto si el techo era muy bajo como si se encontraba
en un grandioso vesti'bulo.
Y tal vez por el placer que el buen espíritu encontraba en demostrar esa facultad, o bien por su
propia naturaleza generosa, afable, cordial, y su simpatía por los pobres, condujo a Scrooge asido
a su manto directamente a casa de su escribiente. En el umbral, el espíritu sonrió y se detuvo para
bendecir el hogar de Bob Cratchit con las aspersiones de su antorcha. ¡Imagínate! Bob sólo
ganaba quince «pavos» a la semana; los sábados no se embolsaba más que quince copias de su
propio nombre, ¡y a pesar de todo el fantasma de la Navidad del Presente bendijo su casa de
cuatro habitaciones!
La señora Cratchit, esposa de Bob Cratchit, engalanada pobremente con un vestido al que ya le
había dado la vuelta dos veces, pero esplendoroso en cintas (baratas y muy lucidas por cuatro
perras), se levantó y puso el mantel ayudada por Belinda Cratchit, la segunda de sus hijas,
igualmente aderezada con lazos. Mientras tanto, el señorito Peter Cratchit hundía un tenedor en
la cazuela de las patatas y se metía en la boca los picos de su monstruoso cuello de camisa
(propiedad privada de Bob, transferida a su hijo y heredero en honor a la festividad del día),
encantado de encontrarse tan elegantemente ataviado y ansioso por exhibirse en los parques y
paseos de moda. Y ahora dos pequeños Cratchit, niño y niña, llegaron corriendo precipitadamente
y gritando que habían olido la oca fuera de la panadería y que sabían que era la suya; entreEste documento ha sido descargado de
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placenteros pensamientos de cebolla y salvia, estos jóvenes Cratchit bailaban en torno a la mesa y
ensalzaban al señorito Peter Cratchit mientras él (sin orgullo, aunque el cuello casi le
estrangulaba) atizaba el fuego hasta que el lento hervor de las patatas sonó fuerte al chocar con la
tapadera y quedaron listas para sacar y pelar.
«¿Qué estará haciendo vuestro dichoso padre?», decía la señora Cratchit. «Y vuestro hermano,
Tiny Tim; ¡y Martha ya había llegado hace media hora, el año pasado!»
«¡Aquí está Martha, madre! », dijo una chica apareciendo por la puerta.
«¡Aquí está Martha, madre!», gritaron los dos Cratchit pequeños. «¡Hurra! ¡Martha, hay una
oca...! »
«¡Ay, mi niña querida, qué tarde vienes!», dijo la señora Crarchit besándola una y otra vez, y
quitándole el chal y el sombrerito con celo oficioso.
«Anoche tuvimos que terminar un montón de trabajo», respondió la chica, «y esta mañana
despacharlo, madre». «¡Bueno! Ahora ya estás aquí y eso es lo que importa», dijo la señora
Cratchit. «Siéntate junto al fuego para entrar en calor, cariño».
«¡No, no! ¡Ya viene padre!», gritaron los dos jóvenes Cratchit que estaban en todo. «¡Escóndete,
Martha, escóndete!»
Martha así lo hizo antes de que entrase Bob, el padre, con tres pies de bufanda, cuando menos,
por todo abrigo, colgándole por delante, y su gastada indumentaria bien remendada y cepillada
para guardar una apariencia adecuada, y en sus hombros Tiny Tim. ¡Ay, Tiny Tim!: llevaba una
pequeña muleta y sus piernas enfundadas en armazones de hierro.
«¿Dónde está Martha?», exclamó Bob Cratchit mirando alrededor.
«No va a venir», dijo la señora Cratchit.
«¡Que no va a venir!», dijo Bob con súbito desánimo, pues había traído a Tim a caballo todo el
trayecto desde la iglesia y había llegado a casa desenfrenado. «¡No venir el día de Navidad?»
Martha no quería verle disgustado, ni siquiera por broma, de manera que salió antes de tiempo
de su escondite tras la puerta del armario y corrió a sus brazos, mientras los dos pequeños
Cratchit se apoderaron de Tiny Tim y le arrastraron hasta el lavadero para que pudiera escuchar
el sonido del pudding de Navidad metido en el barreño.
«¿Y qué tal se portó Tiny Tim?», preguntó la señora Cratchit cuando Bob ya se había
recuperado del susto y, muy contento, había estrechado a su hija entre sus brazos.
«Tan bueno como un santo o más», dijo Bob. «Al estar sentado solo tanto tiempo, se vuelve
pensativo y piensa las cosas más extrañas que se puedan imaginar. Cuando volvíamos a casa me
dijo que esperaba que la gente se fijase en él en la iglesia porque está tullido, y para ellos sería
agradable recordar en el día de Navidad a quien hizo andar a los mendigos cojos y ver a los
ciegos».
La voz de Bob era trémula al contarlo, y todavía tembló más cuando dijo que Tiny Tim estaba
creciendo fuerte y sano.
Antes de que se hablase otra palabra, se oyeron los golpes de la activa muletita contra el suelo y
Tiny Tim regresó escoltado por su hermano y su hermana hasta su taburete junto a la chimenea;
mientras tanto, Bob, recogiendo las mangas -como si, ¡pobre hombre! , pudieran quedar todavía
más raídas- preparó un brebaje caliente de ginebra y limones en una jarra, lo revolvió a
conciencia y lo puso a calentar en la chapa de la cocina. El señorito Peter y los dos ubicuos Cratchit pequeños se fueron a recoger la oca y con ella regresaron pronto en animada procesión.
Sobrevino una excitación tal que cualquiera hubiera creído que una oca era la más rara de las
aves, un fenómeno plumoso, a cuyo lado un cisne negro resultaría de lo más vulgar; y en realidad,
en aquella casa era algo así. La señora Cratchit puso la salsa (preparada de antemano en una
pequeña salsera) casi hirviente; el señorito Peter hizo puré las patatas con incteíble energía; la
señorita Belinda endulzó la salsa de manzana; Martha limpió las fuentes; Bob puso a su lado a
Tiny Tim en una esquina de la mesa; los dos jóvenes Cratchit colocaron sillas para todo el mundo,
sin olvidarse de sí mismos, y montando guardia en sus puestos mantenían la cuchara en la boca
para no chillar pidiendo oca antes de que les llegara el turno de servirse. Por fin se trajeron las
fuentes y se bendijo la mesa. Luego siguió una pausa en la que no se les oía ni respirar, mientras
la señora Cratchit, mirando lentamente a lo largo del trinchante, se preparaba para hincarlo en la
pechuga; pero en cuanto lo hizo, cuando brotó el esperado borbotón del relleno, se alzó un clamor
de delectación por toda la mesa, a incluso Tiny Tim, excitado por los dos Cratchit pequeños,
golpeó el tablero con el mango del cuchillo y gritó débilmente: «¡Hurra!»
Nunca hubo una oca como aquélla. Bob decía que no podía creer que se hubiera cocinado jamás
una oca como aquélla. Su sabor, ternura, tamaño y bajo precio fueron temas de universalEste documento ha sido descargado de
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admiración. Acompañada por la salsa de manzana y el puré de patata, fue cena suficiente para
toda la familia; y más aún, como dijo muy contenta la señor Cratchit supervisando una pequeña
partícula de hueso en una fuente, ¡no se la habían acabado! El hecho es que cada cual tomó lo
suficiente, y en especial los pequeños Cratchit se habían atiborrado de cebolla y salvia hasta las
cejas. Pero ahora la señorita Belinda cambió los platos mientras la señora Cratchit salía del cuarto
sola -demasiado nerviosa para soportar testigos- para sacar el pudding y traerlo a la mesa.
¡Supongamos que no esté bien cocido! ¡Supongamos que se rompa al sacatlo! ¡Supongamos que
alguien haya saltado la pared del patio y lo haya robado mientras festejábamos la oca! -suposición
que puso lívidos a los dos jóvenes Cratchit-. Toda clase de horrores fueron supuestos.
¡Vaya! ¡Mucho vapor! El pudding se sacó del barreño. ¡Un olor como el de los días de hacer
colada! Era el paño. Un olor como el de un restaurante situado al lado de una confitería y una
lavandería. Era el pudding. La señora Cratchit volvió en medio minuto, acalorada pero sonriendo
con orgullo, con un pudding como una bala de cañón moteada, denso y firme, flambeado con la
mitad de medio cuartillo de brandy y omado de acebo en la parte superior.
Bob Cratchit dijo que era un pudding maravilloso y que lo consideraba lo mejor que la señora
Cratchit había hecho desde que se habían casado. La señora Cratchit dijo que, ahora que ya se le
había quitado el peso de encima, confesaría que había tenido sus dudas sobre la cantidad de la
harina. Todos tenían algo que decir sobre el pudding, pero nadie dijo, ni pensó, que era pequeño
para una familia tan grande; hacerlo hubiera sido como una blasfemia. Todos ellos habrían
enrojecido ante una insinuación semejante.
Al terminar la cena se despejó el mantel, se barrió la zona de la chimenea y se recompuso el
fuego. Se probó la mezcla de la jarra y se consideró perfecta, se trajeron a la mesa manzanas y
naranjas y se metió al fuego una paletada de castañas. Luego toda la familia Cratchit se agrupó en
tomo a la chimenea, en lo que Bob Cratchit llamaba «círculo» queriendo indicar medio círculo; y
al lado de Bob Cratchit se desplegaba la cristalería de la familia: dos vasos y un recipiente para
natillas, sin mango, que sirvieron para el líquido caliente de la jarra tan bien como si hubieran
sido copas de oro. Bob lo escanció con expresión radiante, mientras las castañas en el fuego
chascaban y se resquebrajaban ruidosamente. Luego Bob brindó:
«Felices Pascuas a todos nosotros, queridos. ¡Que Dios nos bendiga!
Toda la familia lo repitió.
«¡Dios bendiga a cada uno de nosotros! », dijo Tiny Tim en último lugar. Estaba sentado muy
cerca de su padre, en su pequeño escabel. Bob sostenía en su mano la manita marchita del niño,
como si le amase, como si quisiera tenerle muy cerca de sí y temiera que se lo arrebatasen.
«Espíritu», dijo Scrooge con un interés que nunca antes había sentido, «dime si Tiny Tim
vivirá».
«Veo un sitio vacante», contestó el fantasma, «en ese pobre rincón de la chimenea, y una
muleta sin dueño amorosamente conservada. Si esas sombras permanecen sin cambios en el
futuro, el niño morirá».
«No, no», dijo Scrooge. «¡Oh, no, amable espíritu! Dime que se salvará».
«Si esas sombras permanecen inalteradas por el futuro, ningún otro de mi especie», replicó el
fantasma, «le encontrara aquí. ¿Y qué más da? Si se tiene que morir, lo mejor es que así lo haga y
disminuya el exceso de población».
Scrooge hundió su cabeza al oír al espíritu citar sus propias palabras, y se sintió abrumado por
el arrepentimiento y la pena.
«Hombre», dijo el fantasma, «si tienes corazón humano, no de piedra dura, olvida esa malvada
jerga hasta que hayas descubierto qué es el exceso y dónde está el exceso. ¿Quién eres tú para
decidir qué hombres deben morir y qué hombres deben vivir? Es posible que a los ojos del cielo tú
seas menos valioso y menos merecedor de vivir que millones, como el hijo de ese pobre hombre.
¡Oh Dios! , ¡tener que escuchar al insecto en la hoja disertando sobre lo demasiado que viven sus
hambrientos hermanos en el suelo!»
Scrooge se encogió ante la reprobación del fantasma y, tembloroso, hincó la mirada en el suelo,
pero la levantó rápidamente al escuchar su nombre.
«¡El señor Scrooge!, dijo Bob; «brindo por el señor Scrooge, Fundador de la Fiesta.
«¡El Hundidor de la Fiesta en verdad!», exclamó la señora Cratchit enrojeciendo. «Me gustaría
tenerle aquí. Para festejarlo le diría cuatro cosas y espero que tenga buenas tragaderas».
«Querida mía», dijo Bob; «los niños: es Navidad».Este documento ha sido descargado de
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«Tiene que ser Navidad, estoy segura, dijo ella, «para beber a la salud de un hombre tan odioso,
tacaño, duro a insensible como el señor Scrooge. ¡Sabes que es cierto, Robert! ¡Nadie lo sabe
mejor que tú, pobre mío!
«Querida, es Navidad», fue la tranquila respuesta de Bob.
«Bebo a su salud porque tú me lo piedes y por el día que es», dijo la señora Cratchit, «no por él.
¡Por muchos años! ¡Alegre Navidad y feliz Año Nuevo! El va a sentirse muy alegre y muy feliz, ¡no
me cabe la menor duda!»
Los niños bebieron detrás de ella. Era la primera de sus acciones que no tenía sinceridad. Tiny
Tim bebió el último, pero le importaba un comino. Scrooge era el ogro de la familia. La sola
mención de su nombre arrojó sobre la reunión una negra sombra que no se disipó hasta cinco
minutos más tarde. Pasada la sombra, estaban diez veces más contentos que antes por el mero
alivio de haber acabado con el Malvado Scrooge. Bob Cratchit les habló de la situación que tenía
en perspectiva para el señorito Peter, que, si se conseguía, supondría unos ingresos semanales de
cinco chelines y medio. Los dos jóvenes Cratchit se desternillaban de risa ante la idea de Peter
convertido en hombre de negocios; el propio Peter miraba pensativamente al fuego entre sus
cuellos como si meditara sobre las especiales inversiones que debería decidir cuando entrase en
posesión de un ingreso tan apabullante. Martha, que era una pobre aprendiza en un taller de
sombrerera, les contó la clase de trabajo que tenía que realizar, las muchas horas seguidas que
debía trabajar y cómo estaba deseando tomarse un largo descanso en cama a la mañana siguiente,
pues el día siguiente era festivo y lo pasaba en casa. También les contó que había visto a una
condesa y a un lord unos días antes, y que el lord «era de alto como Peter», ante lo cual Peter se
subió los cuellos tanto que no se le podía ver la cabeza. Todo este rato, las castañas y la jarra
hacían ronda, y después escucharon una canción sobre un niño perdido en la nieve; la cantaba
Tiny Tim con una vocecita quejumbrosa, y la cantó realmente muy bien.
No había nada de alta categoría en lo que hacían. No eran una familia distinguida; no iban bien
vestidos; sus zapatos estaban lejos de ser impermeables; sus ropas eran escasas, y Peter podría
haber conocido, y es muy probable que así fuera, el interior de una casa de empeños. Pero estaban
felices, agradecidos y satisfechos unos de otros, y contentos con el presente. Cuando empezaron a
perderse de vista, todavía parecían más felices, con el brillante chisporroteo de la antorcha del
espíritu que se marchaba, y hasta el último instante Scrooge no apartó de ellos sus ojos, sobre
todo de Tiny Tim.
En aquellos momentos comenzaba a oscurecer y nevaba intensamente. Scrooge y el espíritu se
fueron por las calles; era maravilloso el resplandor de los fuegos rugientes en las cocinas, salones
y toda clase de habitaciones. Aquí, el revoloteo de las llamas dejaba ver los preparativos para una
agradable cena, con platos calentándose junto a la lumbre y cortinas de color rojo oscuro a punto
de ser corridas para aislar del frío y la oscuridad. Allá, todos los niños de la casa salían corriendo
en la nieve para recibir a sus hermanas casadas, hermanos, primos, tíos, tías... , y ser el primero
en felicitarles. Aquí se reflejaban en las celosías las sombras de los invitados reuniéndose, y allá
un grupo de chicas guapas, todas con capucha y botas de piel y parloteando a la vez, se dirigían a
paso rápido hacia la casa de algún vecino donde, ¡ay del soltero que las viera entrar arreboladas
-bien lo sabían ellas, astutas hechiceras!
Pero a juzgar por el número de personas que se encaminaban a reuniones amistosas, cualquiera
diría que en las casas no habría nadie para dar la bienvenida; sin embargo, en todas se esperaba
compañía y se avivaban las lumbres hasta la altura de media chimenea. ¡Cómo exultaba el
fantasma! ¡Cómo henchía su desnudo pecho la respiración! ¡Cómo abría la palma de su mano
libre y regaba a chorros generosos todo lo que quedaba a su alcance con inofensivo regocijo! El
mismo farolero, que corría antes de puntear con motas de luz la calle lúgubte, iba arreglado para
pasar la noche en alguna parte y, sin más compañía que la Navidad, se rió sonoramente cuando
pasó el espíritu.
Y ahora, sin una sola palabra de advertencia del fantasma, se detuvieron en un hostil y desierto
páramo, con monstruosas masas pétreas diseminadas como si fuera un cementetio de gigantes. El
agua corría por todas panes -al menos así lo habría hecho si la helada no tuviera prisionera-, y
sólo crecían musgos, tojos y densas matas de burda hierba. Hacia el Oeste, el sol poniente había
dejado una banda de rojo ardiente que iluminó la desolación durante unos instantes, como un ojo
rencoroso, y se fue cerrando, cerrando cada vez más, hasta perderse en las espesas tinieblas de la
noche más negra.
«¿Qué sitio es éste?», preguntó Scrooge.Este documento ha sido descargado de
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«Un lugar donde viven los mineros, que trabajan en las entrañas de la tierra», contestó el
espíritu. «Pero me conocen. ¡Mira!»
Se encendió una luz en una cabaña y ellos se aproximaron rápidamente. Atravesaron la pared
de piedra y barro y encontraron una animada reunión en torno a una cálida lumbre. Un hombre
muy viejo y una mujer, con sus hijos y los hijos de sus hijos, y otra generación posterior, todos
engalanados con sus ropas de fiesta. El viejo, con una voz que apenas sobrepasaba el ulular del
viento en la yerma extensión, les cantaba un villancico que ya era muy antiguo cuando él había
sido niño, y de vez en cuando todos le acompañaban a coro. Cuando los demás unían sus voces, la
del viejo se volvía más alegre y potente, y cuando se callaban, él bajaba el tono.
El espíritu no se demoró allí; indicó a Scrooge que se sujetase al manto y, pasando sobre el
páramo, se dirigió rápidamente... ¿adónde? ¡No al mar? Sí, al mar. Para espanto de Scrooge, al
mirar hacia atrás vio al final de la tierra firme una temible alineación de rocas; sus oídos
quedaron ensordecidos por el retumbar del agua que se desmoronaba rugiendo y se estrellaba con
furia contra las siniestras cavernas que había ido socavando, y con fiereza intentaba perforar la
tierra.
A una legua aproximadamente de la costa se alzaba un faro solitario construido sobre un
siniestro arrecife de hundidas rocas, azotadas y arañadas por el oleaje. En la base colgaban
grandes aglomeraciones de algas y las aves marinas -se diría que nacían del viento, como las algas
del agua- se elevaban y caían a su alrededor como las olas que peinaban.
Pero incluso aquí los dos hombres que atendían las señales habían encendido una lumbre que, a
través del portillo abierto en los gruesos muros de piedra, arrojaba un rayo de luz sobre el mar
tenebroso. Estrechando sus encallecidas manos por encima de la mesa basta donde estaban
sentados, se desearon una Feliz Navidad con sus jarras de grog. Uno de ellos, el más viejo, con un
rostro marcado por la inclemencia del tiempo como el mascarón de proa de un viejo navío, entonó
una canción tan vigorosa como una tempestad.
Una vez más, el fantasma se fue apresuradamente sobre el negro y agitado mar lejos, muy lejos;
tan lejos de cualquier costa, como le dijo a Scrooge, que descendieron sobre un barco.
Permanecieron al lado del timonel, del vigía de proa, de los oficiales de guardia, fantasmales y
oscuras sombras en sus puestos, pero todos ellos tarareaban música navideña o tenían el
pensamiento puesto en la Navidad, o hablaban a sus compañeros de alguna Navidad pasada con
añoranza del hogar. Y todo hombre a bordo, despierto o dormido, bueno o malo, había tenido una
palabra más amable para los demás en ese día que en cualquier otro día del año; y había
compattido en alguna medida el festejo; y había recordado a los seres queridos, y había sabido
que ellos se acordaban de él.
Mientras escuchaba el aullido del viento y pensaba qué cosa tan grande es moverse a través de
solitarias tinieblas sobre un abismo desconocido, cuyos secretos son tan profundos como la
muerte, para Scrooge constituyó una gran sorpresa oír una sonora carcajada. Y la sorpresa
todavía fue mayor cuando reconoció que la había proferido su propio sobrino, y se encontró en
una estancia cálida y resplandeciente, con el espíritu sonriendo a su lado y mirando al sobrino con
aprobadora afabilidad.
«¿Ja, ja!», reía el sobrino de Scrooge. «¿Ja, ja, ja!»
Si por una improbable casualidad el lector conociera a un hombre con una risa más feliz que la
del sobrino de Scrooge, todo lo que puedo decir es que también a mí me gustaría conocerle.
Preséntemelo y yo cultivaré su amistad.
Es una ley de la compensación justa, equitativa y saludable, que así como hay contagio en la
enfermedad y las penas, nada en el mundo resulta más contagioso que la risa y el buen humor.
Cuando el sobrino de Scrooge se reía sujetándose los costados, girando la cabeza y arrugando el
rostro con las más extravagantes contorsiones, la sobrina de Scrooge -por matrimonio- reía con
tantas ganas como él. Y el grupo de sus amigos no se quedaba atrás y todos se desterniIlaban.
«¿Ja, ja! ¿Ja, ja, ja, ja!»
«¡Dijo que las Navidades eran tonterías, os lo juro!», exclamó el sobrino de Scrooge. «¡Y
además se lo creía!»
«Más vergüenza le debería dar, Fred!, dijo indignada la sobrina de Scrooge. Esas benditas
mujeres nunca hacen nada a medias. Se lo toman todo muy en serio.
Era muy atractiva, sumamente atractiva. Tenía un rostro encantador, con hoyuelos en las
mejillas y expresión de sorpresa; una boquita roja y suave que parecía estar hecha para ser besada
-lo era, sin duda-; todo tipo de pequitas junto a su barbilla, que se mezclaban unas con otras al
reírse; y el par de ojos más luminoso que se haya visto. Al mismo tiempo, era del tipo que seEste documento ha sido descargado de
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podría describir como provocativa, ya me entienden, pero de una manera adecuada. ¡Ah, sí,
perfectamente adecuada!
«Es un viejo tipo cómico», dijo el sobrino de Scrooge, «es la verdad; y no tan agradable como
podría ser. Sin embargo, en su pecado lleva la propia penitencia, y no quiero decir nada contra
él».
«Estoy segura de que es muy rico, Fred», apuntó la sobrina. «Al menos eso es lo que siempre
me has dicho».
«¡Y eso que importa, querida!», dijo el sobrino. «La riqueza no le sirve de nada. No hace con
ella nada bueno. No la utiliza para su bienestar. Ni siquiera tiene la satisfacción de pensar. Ja, ja,
ja, que algún día nosotros la disfrutaremos».
«Acaba con mi paciencia», observó la sobrina de Scrooge. Las hermanas de la sobrina y todas
las demás señoras expresaron igual opinión.
«Yo sí tengo paciencia», dijo el sobrino. «Me da lástima; no puedo enfadarme con él. El que
sufre por sus manías es siempre él mismo. Le da por rechazarnos y no querer venir a cenar con
nosotros. ¿Cuál es la consecuencia? No tiene mucho que perder con una cena. »
«Yo pienso que se pierde una cena muy buena», interrumpi6 la sobrina. Todos asistieron, y
eran jueces competentes puesto que acababan de cenar y, con el postre sobre la mesa, estaban
apiñados junto al fuego, a la luz de la lámpara.
«¡Bueno! Me alegra mucho escucharos», dijo el sobrino de Scrooge, «porque no tengo mucha fe
en estas jóvenes amas de casa. ¿Tú qué dices, Topper? »
Estaba claro que Topper le había echado el ojo a una de las hermanas de la sobrina, pues
respondió que un soltero no era más que un pobre proscrito sin derecho a expresar una opinión
sobre la materia. Ante lo cual la hermana de la sobrina -la rellenita con la pañoleta de encaje, no
la de las rosas- se ruborizó.
«Vamos, Fred, continúa», dijo la sobrina de Scrooge palmoteando. «¡Nunca termina lo que
empieza a contar! ¡Qué hombre más absurdo!»
Al sobrino de Scrooge le dio otro ataque de risa y como era imposible evitar el contagio, aunque
la hermana rellenita lo intentó de veras con vinagre aromático, su ejemplo fue seguido por
unanimidad.
«Iba a decir », dijo el sobrino de Scrooge, «que la consecuencia de su displicencia hacia
nosotros, y el no querer celebrar nada con nosotros es, pienso yo, que se pierde buenos ratos que
no le harían ningún daño. Estoy seguro de que se pierde compañías más agradables que las que
pueda encontrar en sus pensamientos, metido en esa oficina enmohecida o en su polvorienta
vivienda. Todos los años quiero darle la oportunidad, tanto se le gusta como si no, porque me da
lástima. Puede que reniegue de la Navidad hasta que se muera, pero siempre tendrá mejor
opinión si ve que voy de buen humor, año tras años, para decirle ¿cómo estás, tío Scrooge?
Aunque sólo sirviera para que se acordara de dejarle cincuenta libras a ese pobre escribiente suyo,
ya habría merecido la pena; y pienso que ayer le conmoví.
Ahora les tocaba reírse a los demás con la mención de haber conmovido a Scrooge. Pero el
sobrino tenía muy buen carácter, no le importaba que se rieran -se iban a reír de cualquier modoy les fomentó la diversión pasando la botella alegremente.
Tras el té, disfrutaron con un poco de música. Era una familia aficionada a la música, y puedo
asegurar que sabían lo que se traían entre manos cuando cantaban un solo, o a varias voces; sobre
todo Topper, que podia gruñir como un auténtico bajo sin que se le hincharan las venas de la
frente ni ponerse colorado. La sobrina de Scrooge tocaba bien el arpa y, entre otras piezas, tocó
una ligera tonada (insignificante, cualquiera podría aprender a silbarla en dos minutos) que había
sido muy familiar para la niña que había recogido a Scrooge en el internado, como le había hecho
recordar el Fantasma de la Navidad del Pasado. Al sonar esa musiquilla, le volvieron a la mente
todas las cosas que le había mostrado el fantasma; se fue enterneciendo cada vez más, y pienso
que si años atrás hubiera escuchado esa música a menudo, tal vez habría cultivado con sus
propias manos las cosas buenas de la vida para su propia felicidad, sin recurrir a la pala de
enterrador que sepultó a Jacob Marley.
No se dedicaron a la música toda la velada. Después de un rato jugaron a las prendas. Es buena
cosa volverse niños algunas veces, y nunca mejor que en Navidad, cuando se hizo Niño el
Fundador todopoderoso. ¡Un momento! Anteriormente hubo un juego a la gallina ciega. Por
supuesto que lo hubo. Y yo no me creo que Topper estuviese realmente a ciegas ni que tuviera ojos
en las botas. Mi opinión es que todo lo habían tramado él y el sobrino de Scrooge, y el Fantasma
de la Navidad del Presente lo sabía. Su manera de perseguir a aquella hermana rellenita, de laEste documento ha sido descargado de
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toca de encaje, era un ultraje a la credulidad del género humano. Daba topetazos a los hierros de
la chimenea, derribaba sillas, se estrellaba contra el piano, se asfixiaba entre los cortinajes, pero a
donde iba ella, él iba detrás. Siempre sabía dónde estaba la hermana rellenita. No quería agarrar a
nadie más. Si alguien tropezaba contra él, como algunos hicieron, y se quedaba quieto, fingía que
fallaba al procurar atraparle, de manera afrentosa para el humano entendimiento, y acto seguido
se deslizaba en dirección a la hermana rellenita. Ella gritó varias veces que era trampa, y con
razón. Pero cuando al fin la atrapó, cuando pese a los sedosos rozamientos y rápidas ondulaciones
de ella logró arrinconarla en una esquina sin escapatoria, entonces su conducta fue de lo más
execrable. Simulaba no saber que era ella; simulaba que era necesario tocar su peinado, y para
cerciorarse bien de su identidad tanteó una determinada sortija en sus dedos y una determinada
cadena en su cuello; ¡fue vil, monstruoso! Sin duda ella le hizo saber su opinión cuando otro hacía
de gallina ciega y ellos estaban juntos, muy confidenciales, detrás de los cortinajes.
La sobrina de Scrooge no estaba jugando, sino sentada cómodamente en un gran butacón, con
los pies sobre un escabel, en un atopadizo rincón, y el fantasma y Scrooge estaban detrás de ella.
Pero se incorporó al juego de prendas y obtuvo resultados admirables con todas las letras del
alfabeto. También lo hizo muy bien en el juego «Cómo, cuándo y dónde», y para secreto regocijo
del sobrino de Scrooge, sacó mucha ventaja a sus hermanas, que también eran chicas sagaces,
como Topper podría confirmar. Allí habría unas veinte personas, jóvenes y viejos, pero todos
estaban jugando, y también jugaba Scrooge; olvidando por completo los motivos por los que
estaba allí y que los demás no podía oírle, algunas veces daba las respuestas en voz alta y casi
siempre acertaba, pues la aguja más aguda, la mejor Whitechapel, y con el ojo bien abierto, no
superaba en agudeza a Scrooge, aunque él se empeñaba en ser terco.
Al fantasma le agradó mucho verle con aquella actitud y le miró con tal benevolencia que
Scrooge le suplicó como un niño que le permitiera quedarse hasta que los invitados se
despidieran. El espíritu le dijo que no era posible.
«Van a empezar otro juego», dijo Scrooge. «¡Sólo media hora, espíritu; sólo media!»
Era el juego llamado del «Sí y no»; el sobrino de Scrooge tenía que pensar en una cosa y los
demás descubrir lo que era haciéndole preguntas que únicamente podía responder con un «sí» o
un «no». Del continuo bombardeo de preguntas a que fue sometido se deducía que había pensado
en un animal, un animal vivo, un animal bastante desagradable, un animal salvaje, un animal que
a veces rugía y gruñía, y otras veces hablaba, y vivía en Londres, y andaba por la caIle, y no se le
exhibía al público, y nadie le llevaba atado, y no vivía en un zoológico, y nunca le mataron en un
mercado, y no era un caballo, asno, vaca, toro, tigre, perro, cerdo, gato no oso. Cada nueva
pregunta provocaba en el sobrino un ataque de risa tan irrefrenable que le obligaba a levantarse
del sofá y dar patadas al suelo. Finalmente, la hermana rellenita, que había caído en un ataque
similar, exclamó: «¡Ya lo tengo! ¡Ya sé lo que es, Fred! ¡Ya sé lo que es!»
«¿Qué es?», gritó Fred.
«¡Es tu tío Scro-o-o-o-oge!»
Así era, ciertamente. Hubo un sentimiento general de admiración, aunque algunos objetaron
que la respuesta a «¿Es un oso?» debió haber sido «Sí», puesto que la respuesta contraria era
suficiente para desviar el pensamiento del señor Scrooge, suponiendo que alguna vez se les
hubiera ocurrido pensar en él.
«Gracias a él hemos tenido un buen rato», dijo Fred, «y sería ingratitud no beber a su salud.
Aquí tenemos preparadas copas de vino caliente y brindo por tío Scrooge».
«¡Bueno! ¡Por tío Scrooge!», repitieron todos.
«¡Feliz Navidad y próspero Año Nuevo para el viejo, sea lo que sea!», dijo el sobrino. «El no me
lo aceptaría, pero da lo mismo. ¡Por tío Scrooge!
Tío Scrooge se había ido poniendo imperceptiblemente tan contento y animado que habría
correspondido bebiendo a la salud de la inconsciente reunión, y les habría dado las gracias con
palabras inaudibles si el fantasma le hubiera dado tiempo. Pero toda la escena se esfumó con el
hálito de las últimas palabras del sobrino, y él y el espíritu emprendieron nuevos viajes.
Vieron mucho, fueron muy lejos, visitaron muchos hogares, pero siempre con un desenlace
feliz. El espíritu permaneció junto al lecho de los enfermos y ellos se animaban; junto a los que
estaban en tierra extraña y se sentían más cerca de la patria; junto a los hombres que luchaban, y
les daba paciencia para alcanzar su mayor aspiración; junto a la pobreza y la convertía en riqueza.
En hospicios, hospitales, cárceles, en todos los refugios de la miseria donde la pequeña y vana
autoridad del hombre no había hecho cerrar las puertas para dejar al espíritu fuera, les dejó su
bendición y a Scrooge el ejemplo.Este documento ha sido descargado de
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Era una noche muy larga, si es que era solamente una noche, cosa que Scrooge dudaba puesto
que las fiestas navideñas parecían haberse condensado en el período de tiempo que pasaron
juntos. También era extraño que mientras la forma externa de Scrooge no se había alterado, el
fantasma había envejecido, había envejecido a ojos vista. Scrooge observó el cambio pero no
habló de ello hasta que salieron de un festejo infantil de víspera de Reyes y al mirar al espíritu
cuando salieron al exterior observó que se le había encanecido el cabello.
«¿Es tan breve la vida de los espíritus?», preguntó.
«Mi vida en este globo es muy corta», respondió el fantasma. «Se termina esta noche».
«¡Esta noche!», exclamó Scrooge.
«A medianoche. ¡Escucha! Se acerca la hora».
En aquel momento las campanas del reloj daban las doce menos cuarto.
«Perdóname si me equivoco», dijo Scrooge mirando con inquietud el manto del espíritu, «pero
estoy viendo algo raro que te asoma por el ropaje. ¡Es un pie o una garra!»
«Por la carne que tiene encima, podría ser una garra», fue la respuesta, cargada de tristeza, del
espíritu. «Mira esto».
De los pliegues del manto salieron dos niños; unos niños harapientos, abyectos, temibles,
espantosos, miserables. Se arrodillaron a sus plantas y se colgaron del manto.
«¡Hombre! ¡Mira esto! ¡Mira, mira bien!», exclamó el fantasma.
Eran un niño y una niña. Amarillos, flacos, mugrientos, malencarados, lobunos, pero también
prosternados en su humildad. Donde la gracia de la juventud debió haberles perfilado los rasgos y
retocado con sus más frescas tintas, una mano marchita y seca, como la de la vejez, les había atormentado, retorcido y hecho trizas. Donde podrían haberse entronizado los ángeles, acechaban los
demonios echando fuego por sus ojos amenazadores. Monstruos tan horribles y temibles como
aquellos no se han dado en ningún cambio, degradación o perversión de la humanidad a lo largo
de toda la historia de la maravillosa Creación.
Aterrado, Scrooge se echó atrás. Intentó decir que eran unos niños agradables, pero su lengua
se negó a pronunciar una mentira de tal magnitud.
«¿Son tuyos, espíritu?», fue todo lo que pudo decir.
«Son del hombre», dijo el espíritu mirándolos. «Y se agarran a mí apelando contra sus
progenitores. Este chico es la Ignorancia. Esta chica es la Necesidad. Guárdate de los dos y de
todos los de su género, pero guárdate sobre todo de este chico porque en la frente lleva escrita la
Condenación, a menos que se borre lo que lleva escrito. ¡Niégalo!», exclamó el espíritu señalando
con la mano hacia la ciudad. «¡Difama a quienes te lo dicen! Admítelo para tus propósitos tendenciosos y empeóralo todavía más. ¡Y aguarda el final!»
«¿No tienen refugio ni salvación?», gimió Scrooge.
«¿No están las cárceles?», dijo el espíritu devolviéndole por última vez sus propias palabras.
«¿No hay casas de misericordia?»
La campana dio las doce.
Scrooge miró a su alrededor y ya no vio al fantasma. Al cesar la vibración de la última
campanada recordó la predicción del viejo Jacob Marley y, elevando la mirada, vio cómo se
acercaba hacia él un fantasma solemne, envuelto en ropas y encapuchado, deslizándose como la
niebla sobre el suelo.
CUARTA ESTROFA
EL ULTIMO DE LOS ESPIRITUS
El fantasma se aproximó despacio, solemne y silenciosamente. Cuando estuvo cerca, Scrooge
cayó de rodillas porque hasta el mismo aire en que el espíritu se movía parecía emanar desolación
y misterio.
Iba envuelto en un ropaje de profunda negrura que le ocultaba la cabeza, el rostro, las formas, y
sólo dejaba a la vista una mano extendida, de no ser por ella, habría sido difícil vislumbrar su
figura en la noche y diferenciarle de la oscuridad que le rodeaba.
Scrooge notó que era alto y majestuoso y que su presencia misteriosa le llenaba de grave temor.
Nada más podía discernir pues el espíritu ni hablaba ni se movía.
«¿Me hallo en presencia del Fantasma de la Navidad del Futuro?» dijo.
El espíritu no respondió, pero señaló hacia delante con la mano.Este documento ha sido descargado de
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«Has venido para mostrarme las imágenes de cosas que no han sucedido pero sucederán más
adelante», prosiguió Scrooge. «¿Es así, espíritu?»
Los pliegues de la parte superior del ropaje se contrajeron por un instante, como si el espíritu
hubiera inclinado la cabeza. Esa fue la única respuesta.
Aunque por entonces ya estaba muy habituado a la compañía espectral, Scrooge tenía tanto
miedo a la silenciosa figura que sus piernas le temblaban y se dio cuenta de que apenas lograba
mantenerse en pie cuando se dispuso a seguirle. El espíritu hizo una pausa, como si hubiera
observado su condición y le concediera tiempo para recuperarse.
Para Scrooge fue peor. Un vago horror le hizo estremecerse al saber que unos ojos fantasmales
estaban fijamente clavados en él mientras sus propios ojos, forzados all máximo, no podían ver
más que una mano espectral y un bulto negro.
«¡Fantasma del Futuro!», exclamó, «te tengo más miedo a ti que a cualquiera de los espectros
que he visto. Pero sé que tu intención es hacerme el bien y como tengo la esperanza de vivir para
convertirme en una persona muy distinta de la que fui, estoy dispuesto para soportar tu compañía
y hacerlo con el corazón agradecido. ¿No vas a hablarme?»
No hubo contestación. La mano señalaba hacia delante.
«¡Dirígeme! », dijo Scrooge. «¡Dirígeme! Cae la noche y yo sé que el tiempo apremia.
¡Condúceme, espíritu! »
El fantasma se movió igual que se le había acercado. Scrooge le siguió a la sombra de su ropaje,
que le sostenía -pensó- y le llevaba en volandas.
Casi no parecía que hubiesen entrado en la city, sino que la city parecía haber brotado por su
cuenta para circundarles. Y allí estaban, en el mismo corazón de la city, en la Bolsa, entre los
hombres de negocios que se apresuraban de aquí para allá, hacían tintinear las monedas en sus
bolsillos, conversaban en grupos, miraban sus relojes, jugueteaban con sus grandes sellos de oro,
tal como Scrooge les había visto hacer con mucha frecuencia.
El espíritu se detuvo al lado de un grupito de negociantes. Al observar que les estaba señalando
con la mano, Scrooge avanzó para oír su conversación.
«No», decía un hombre muy gordo con una papada monstruosa, «no estoy muy enterado. Lo
único que sé es que está muerto».
«¿Cuándo murió?», preguntó otro.
«Anoche, creo. »
«¿De qué?, ¿que le pasaba?» «preguntó un tercero mientras sacaba una gran cantidad de rapé
de una caja enorme. «Pensé que no se iba a morir nunca. »
«Sabe Dios», dijo el primero dando un bostezo.
«¿Qué ha hecho con el dinero? » preguntó un caballero de rostro enrojecido y con una
penduleante excrecencia en la punta de la nariz que temblequeaba como el moco de un pavo.
«No he oído nadas dijo el hombre de la gran papada bostezando de nuevo. «Tal vez lo ha dejado
a su Compañía. A mí no me lo ha dejado. Es todo lo que sé».
Esta gracia fue recibida con una carcajada general.
«Seguramente tendrá un funeral muy barato», dijo el mismo, «porque os aseguro que no
conozco a nadie que vaya a ir. ¿Y si organizásemos una partida de voluntaríos? »
«No me importa ir si va a haber un almuerzo», observó el caballero de la excrecencia en la
nariz. «Pero si voy, hay que darme de comer. »
Más carcajadas.
«Bueno, después de todo, yo soy el más desinteresado», dijo el primer interlocutor, «pues
nunca llevo guantes negros y nunca almuerzo. Pero yo me ofrezco a ir si va alguien más. Cuando
me pongo a pensarlo, no estoy seguro de que no fuese yo su amigo más íntimo pues solíamos
detenernos a charlas cuando nos encontrábamos. ¡Adiós! »
Todos se dispersaron y se mezclaron con otros grupos. Scrooge los conocía y miró al espíritu
pidiendo una explicación.
El fantasma se deslizó hasta una calle. Señaló con los dedos a dos personas que se encontraban.
Scrooge volvió a prestar atención pensando que allí podría estar la explicación.
También conocía a esos dos hombres perfectamente. Eran hombres de negocios muy ricos e
importantes. Siempre había considerado esencial que le tuvieran en su estima desde un punto de
vista mercantil, claro está, exclusivamente desde el punto de vista de los negocios.
«¿Cómo está Vd.?», dijo uno.
«¿Qué tal está Vd.?» respondió el otro.
«¡Bien!» dijo el primero. «Por fin le ha llegado la hora al viejo diablo, ¿eh?»Este documento ha sido descargado de
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«Eso me han dicho», contestó el segundo. «Hace frío ¿verdad?»
«Normal para Navidad. ¿Querrá Vd. venir a patinar?»
«No, no. Tengo cosas que hacer. Buenos días.»
Ni otra palabra más. Ese fue el encuentro, la conversación y la despedida.
Al principio Scrooge estaba más bien sorprendido de que el espíritu concediera importancia a
conversaciones tan triviales, en apariencia. Pero tenía la seguridad de que en ellas se ocultaba
algún propósito y se puso a considerar cuál sería. Difícilmente podrían tener alguna relación con
la muerte de Jacob, su antiguo socio, pues se había producido en el pasado y el campo de acción
de este fantasma era el futuro. Tampoco lograba relacionarlas con alguien muy vinculado a él
mismo. Pero no le cabía duda de que, quienquiera que fuese el objeto de las conversaciones, éstas
contenían una moraleja para su provecho; por eso resolvió atesorar cada palabra que escuchase y
cada cosa que viese, y muy especialmente su propia imagen cuando apareciese. Tenía la esperanza
de que encontraría en su conducta del futuro la clave que le faltaba para resolver fácilmente los
acertijos.
Miró a su alrededor buscando su propia imagen pero en su esquina habitual estaba otro
hombre, y aunque el reloj señalaba la hora en que él solía estar allí, no vio rastro de su persona
entre las multitudes que cruzaban el porche. Sin embargo, no se sorprendió demasiado pues
había tomado la resolución de cambiar de vida y pensaba y deseaba que esa resolución ya se
empezaba a llevar a la práctica.
A su lado, silencioso y oscurecido, estaba el fantasma con la mano extendida. Cuando cesó la
pensativa búsqueda, Scrooge creyó adivinar, por el giro de la mano y su posición en relación a él,
que los ojos invisibles le estaban mirando inquisitavamente. Esto le hizo estremecerse y notar
intenso frío.
Salieron del ajetreado escenario para llegar a una tenebrosa zona de la ciudad, donde nunca
antes había penetrado Scrooge, aunque reconoció la localización y su mala reputación. Los
caminos eran tortuosos y angostos, la tiendas y las caws miserables, la gente medio desnuda,
borracha, desaseada, repugnante. Callejones y arcadas, como otros tantos pozos negros, vertían
sus ofensivos olores, suciedad y vida sobre las calles desparramadas, y el barrio entero apestaba a
crimen, a inmundicia y a miseria.
Muy en el interior de este antro de citas infames había un tenducho que sobresalía bajo el
tejado de un cobertizo y allí se compraba metal, trapos viejos, botellas, huesos y grasientos
despojos de carne. En el suelo del interior se apilaban llaves herrumbrosas, clavos, cadenas,
bisagras, limas, básculas, pesos y chatarra de toda clase. En aquellas montañas de trapos
inmundos, montones de grasa putrefacta y sepulcros de huesos, se mantenían y ocultaban
secretos que pocas personas habrían querido desvelar. Un bribón canoso, de unos setenta años,
estaba sentado en medio de sus mercaderías junto a una estufa de carbón hecha de ladrillos
viejos, se protegía del aire frío del exterior con una miscelánea de guiñapos sucios colgados de una
cuerda a modo de cortina, y estaba fumando su pipa con todo el bienestar de un tranquilo retiro.
Scrooge y el fantasma llegaron junto al hombre en el momento en que se introducía
subrepticiamente en la tienda una mujer con un pesado fardo. Apenas acababa de entrar cuando
otra mujer, igualmente cargada, también se metió. Un hombre, vestido de negro descolorido, las
siguió muy pronto y, al verlas; se sobresaltó tanto como ellas se habían sobresaltado al
reconocerse. Tras una corta pausa de turbada consternación, en la cual se había acercado a ellos el
viejo de la pipa, los tres estallaron en una carcajada.
«¡Qué sea la asistenta la primera!» exclamó la que había entrado en primer lugar. «La segunda,
la lavandera, y el empleado de la funeraria el tercero. ¡Viejo Joe, mira que es casualidad
encontrarnos aquí los tres sin querer!»
«No hay mejor sitio para que os reunáis», dijo el viejo Joe sacando la pipa de la boca. «Vamos al
salón. Tú hace ya mucho tiempo que entras, ya lo sabes; y las otras dos no son extrañas. Esperad a
que cierre la puerta de la tienda. ¡Ah, cómo rechina! Creo que en este sitio no hay un metal más
herrumbroso que esas bisagras; y estoy seguro de que no hay aquí huesos más viejos que los mios.
¿Ja, ja! Todos llevamos muy bien el oficio, nos entendemos bien. Vamos a la sala. Pasad a la sala.»
La sala consistía en el espacio que quedaba tras la cortina de trapos. El viejo atizó el fuego con
una vieja varilla de alfombra de escalera, despabiló la humeante lámpara (ya era de noche) con la
boquilla de su pipa y la volvió a meter en la boca. Mientras lo hacía, la mujer que había hablado
antes arrojó su fardo al suelo y se sentó en un taburete con ostensible complacencia cruzando los
codos en sus rodillas y mirando con abierto desafio a los otros dos.Este documento ha sido descargado de
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«¿Qué pasa, a ver? ¿qué pasa señora Dilber», dijo la mujer. «Todo el mundo tiene derecho a
cuidar de lo suyo. ¡El siempre lo hizo!»
«¡Esa es una gran verdad!» dijo la lavandera. «El más que nadie.»
«Bueno, pues entonces no se quede ahí mirando como si tuviera miedo, mujer; ¿quién es el más
precavido? Supongo que no vamos a andamos con miramientos.»
«¡Claro que no!», dijeron a la vez la señora Dilber y el hombre. «Esperemos que no.»
«Entonces, ¡muy bien!», exclamó la mujer. «Ya bastó. ¿A quién se perjudica con estas cuatro
cosas? Supongo que al muerto no.»
«Claro que no», dijo la señora Dilber riendo.
«Si quería quedarse con las cosas después de muerto, el viejo malvado y tacaño», prosiguió la
mujer, «por qué no fue una persona normal y corriente en vida? Si lo hubiera sido, alguien se
habría ocupado de él cuando estaba tocado de muerte en vez de estar ahí tirado, solo, dando las
últimas boqueadas. »
«Esa es la mayor verdad que se haya dicho nunca», dijo la señora Dilber. «Fue un castigo de
Dios.»
«Lástima qué no haya sido un castigo un poco más abundante», replicó la mujer, «y os aseguro
que lo hubiera sido si yo hubiera podido echar el guante a otras cosas. Abra el fardo, viejo Joe, y
dígame cuánto vale. Hable claro. No me importa ser la primera ni que éstos lo vean. Antes de
encontrarnos aquí ya sabíamos de sobra que nos estábamos socorriendo a nosotros mismos, creo
yo. No es ningún pecado. Abra el fardo, Joe».
Pero la cortesía de sus amigos no lo iba a permitir y el hombre de negro desteñido abrió la
brecha el primero y exhibió su botín. No era muy copioso. Un par de sellos, una caja de lapiceros,
unos gemelos de camisa y un alfiler de corbata sin gran valor. Eso era todo. El viejo Joe examinó y
valoró los objetos cuidadosamente y fue anotando con tiza en la pared las cantidades que estaba
dispuesto a dar por cada uno; cuando vio que no había más, hizo la suma total.
«Esta es la cuenta», dijo Joe, «y no doy un céntimo más aunque me aspen. ¿Quién es el
siguiente?»
La siguiente fue la señora Dilber. Sábanas y toallas, unas pocas prendas de vestir, dos viejas
cucharillas de plata, un par de pinzas para el azúcar y unas cuantas botas. Su cuenta quedó
expresada en la pared igual que la anterior.
«Siempre pago demasiado a las señoras. Es una debilidad que tengo y así es como me arruino»,
dijo el viejo Joe. «Esta es la cuenta, y si me discute por un penique más, me arrepentiré de ser tan
generoso y rebajo media corona.»
«Y ahora abra mí fardo, Joe, dijo la primera mujer.
Joe se puso de rodillas para abrirlo con más comodidad, y tras deshacer muchísimos nudos,
arrastró un rollo grande y pesado de una cosa oscura.
«¿Qué diréis que es ésto? », dijoJoe. «¡Cortinas de cama!»
¡«Ay!», exclamó la mujer riendo y echándose hacia delante sobre sus brazos cruzados.
«¡Cortinajes de cama!»
«No me irá a decir que las descolgó con anillas y todo mientras él estaba allí acostado» dijo Joe.
«Sí, lo hice», replicó la mujer. «¿Por qué no iba a hacerlo?»
«Usted ha nacido para hacer fortuna», dijo Joe, «y seguro que la hará. »
«Lo que sí es seguro, Joe, es que cuando alargo la mano a algo no lo voy a soltar por un hombre
como era él, le doy mi palabrax, respondió la mujer fríamente. «¡Cuidado!, que no se caiga el
aceite en las mantas.»
«¿Eran de él?» preguntó Joe.
«¿De quién piensa usted, si no?» replicó la mujer. «Me atrevo a decir que no va a coger frío sin
ellas.»
«Supongo que no habrá muerto de algo contagioso, ¿verdad?», dijo el viejo Joe interrumpiendo
el trabajo y mirando interrogativamente.
«No tema», respondió la mujer. «Yo no le tenía tanto apego como pata andar merodeando a su
alrededor para quedarme con esas cosas si lo de él hubiera sido contagioso. ¡Ah! , puede sacarse
los ojos mirando la camisa que no encontra.rá ni un agujero ni un hilo gastado. Es la mejor que él
tenía y además es muy buena. De no ser por mi, la habrían desperdiciado».
«¿A qué llama desperdiciar?» preguntó el viejo Joe.
«A ponérsela para enterrarlo, claro está», replicó la mujer con una risotada. «Alguien fue tonto
como para hacerlo, pero yo se la volví a quitar. Si el percal no sirve para éso, no sirve para nada y
al cadaver le sienta igual de bien; no podía estar más feo que con la otra».Este documento ha sido descargado de
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Scrooge escuchaba este diálogo horrorizado. Se habían sentado agrupados en torno al botín a la
escasa luz de la lámpara del viejo, y Scrooge les contemplaba con un aborrecimiento y una
repugnancia tales que no habrían sido mayores aunque hubiera tratado de demonios obscenos
comerciando con el mismísimo cadaver.
«Ja, ja», rió la misma mujer cuando el viejo Joe sacó una bolsa de franela con dinero y
distribuyó en el suelo las diversas ganancias de cada uno. «¡Así se acaba, ya ven! El espantaba a
todos cuando estaba vivo para que nos aprovechásemos nosotros cuando estuviera muerto. ¡Ja,
ja, ja!»
«¡Espíritu!», dijo Scrooge temblando de pies a cabeza. «Ya lo veo, ya me doy cuenta. El caso de
este desgraciado podría haber sido mi caso. Mi vida lleva ese camino hasta ahora. ¡Cielo santo!
¡¿Qué es eso?!»
Retrocedió aterrado pues la escena había cambiado y ahora casi tocaba una cama, una cama
desnuda, sin cortinas, y en ella, bajo una sábana andrajosa yacía algo tapado que, aunque mudo,
se anunciaba con espantoso lenguaje.
La habitación estaba muy oscura, demasiado oscura para ver con detalle aunque Scrooge,
obediciendo a un impulso secreto, miraba ansioso de saber qué clase de habitación era. Del
exterior venía una pálida luz que caía directamente sobre el lecho, y en éste yacía el cadaver de
aquel hombre, despojado, desposeído, sin que le velaran, sin que le lloraran, sin que le
atendieran.
Scrooge echó una ojeada al fantasma. Su mano invariable apuntaba a la cabeza. La cobertura
estaba colocada con tal descuido que la más ligera elevación, el movimiento de un dedo de
Scrooge, habría bastado para dejar el rostro al descubierto. El lo pensó, sabía cuán fácil sería y
estaba deseando hacerlo, pero para retirar el velo no tenía más capacidad que para alejar al
espectro de su lado.
¡Oh muerte fría, fría, rígida y atroz, eleva aquí tu altar y vístelo con esos pavores que sólo a ti
obedecen porque este es tu reino! Pero en tus terribles propósitos no podrás volver odioso un solo
rasgo ni tocar un solo cabello de los rostros amados, honrados y reverenciados. Y no es porque la
mano sea pesada y se desplome al soltarla, ni porque se hayan parado los pulsos y el corazón, sino
porque ERA una mano abierta, generosa; fiel; porque era un corazón valiente, cálido y tierno;
porque el pulso era un pulso de un hombre de verdad. ¡Golpea, sombra, golpea y verás cómo
manan de la herida sus buenas obras para sembrar en el mundo vida inmortal!
Ninguna voz pronunció esas palabras al oído de Scrooge y sin embargo las escuchó cuando
estaba mirando el lecho. Si este hombre se pudiera levantar ahora, pensó, ¿cuáles serían sus
sentimientos? ¿La avaricia, el trato despiadado, la intención de acaparar? ¡A buen fin le habían
llevado, en verdad!
Allí yacía el cadáver, en la oscura casa vacía, sin un hombre, mujer o niño que le dijera que
había sido atento con él en esto o aquello, y que en memoria de una palabra amable sería amable
con él. Un gato arañaba la puerta y se escuchaba un sonido de ratas royendo bajo la chimenea.
Scrooge no se atrevió a pensar qué buscaban en la habitación del muerto ni por qué estaban tan
agitados a impacientes.
«¡Espíritu», dijo él, «este lugar es horrible. Después de salir de aquí no olvidaré la lección,
creéme. ¡Vámonos!»
Pero el fantasma siguió apuntando con un dedo inmovil a la cabeza.
«Te comprendo», dijo Scrooge, «y lo haría si fuera capaz. Pero no tengo fuerzas, espíritu, no
tengo valor.»
Otra vez pareció que le miraba.
«Si hay en la ciudad alguna persona que sienta emoción por la muerte de este hombre», dijo
Scrooge dolido, «muéstramela, espíritu, te lo suplico.»
El fantasma desplegó su oscuro manto durante unos instantes, como si fuera un ala, y al
recogerlo dejó ver una estancia iluminada por la luz del día, donde estaba una madre con sus
hijos.
Ella esperaba a alguien con ansiedad, pues iba de un lado a otro de la habitación, se asomaba a
la ventana, miraba el reloj, intentaba -en vano- hacer labor con la aguja y apenas podía soportar
las voces de los niños que jugaban.
Al fin, se escuchó la llamada tanto tiempo esperada. Ella se precipitó a abrir la puerta para
recibir a su marido, un hombre cuyo rostro reflejaba preocupación y tristeza, aunque era joven.
Ahora tenía una expresión extraña, una especie de intenso regocijo que le hacía sentirse
avergonzado y que procuraba reprimir.Este documento ha sido descargado de
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Se sentó a cenar lo que ella había reservado cuidadosamente para él junto al fuego y, tras un
largo silencio, ella le preguntó tímidamente qué noticias había; él pareció incómodo al buscar una
respuesta.
«¿Son buenas o malas?», dijo ella para ayudarle.
«Malas», respondió él.
«No, Caroline. Todavía hay esperanza.»
«¡Sólo la hay si él se conmueve!», dijo ella espantada. «Si ha ocurrido tal milagro aún nos queda
una esperanza.»
«Ha hecho algo más que conmoverse», dijo el marido. «Se ha muerto.»
Si la cara es el espejo del alma, ella era criatura dulce y apacible pero al oírlo se sintió
agradecida en lo más profundo de su corazón y así lo expresó con las manos entrelazadas. Al
instante, pidió perdón y lo lamentó, pero el primero fue el sentimiento que le salió del alma.
«Resultó bastante cierto lo que me dijo aquella mujer medio borracha, que te conté anoche,
cuando intenté verle para conseguir un aplazamiento de una semana; yo pensé que era una excusa
para no recibirme, pero entonces él no sólo estaba muy enfermo sino que se estaba muriendo.»
' «¿A quién se traspasará nuestra deuda?»
«No sé, pero antes de que eso ocurra ya tendremos el dinero, y aunque no lo tuviéramos sería
muy mala suerte dar con un acreedor tan implacable. ¡Esta noche podremos dormir sin congoja,
Caroline!»
Sí. Se les había quitado un peso de encima. A los niños, enmudecidos y apiñados alrededor para
oír algo que apenas comprendían, se les había iluminado la cara, y el hogar era más feliz gracias a
la muerte de aquel hombre. La única emoción que el fantasma pudo mostrar a Scrooge fue una
emoción plancetera.
«Permíteme ver algo de cariño por un muerto», dijo Scrooge, «o jamás podré librarme, espíritu,
de la siniestra cámara que acabamos de dejar.»
El fantasma le llevó por varias calles que ya conocía y mientras avanzaban Scrooge miraba de
un lado a otro buscándose, pero no se le veía. Entraron en la casa del pobre Bob Cratchit, el hogar
que había visitado anteriormente, y encontraron a la madre y a los hijos sentados cerca del fuego.
Silenciosos. Muy silenciosos. Los ruidosos pequeños Cratchit estaban quietos como estatuas en
un rincón, sentandos mirando a Peter que tenía un libro. La madre y las hijas estaban ocupadas
en la costura, pero muy en silencio.
«Y él puso a un niño en medio de ellos».
¡Dónde había escuchado Scrooge aquellas palabras? No las había soñado. Tal vez las había leído
el muchacho en voz alta cuando él y el espíritu cruzaban el umbral. ¿Por qué no prosiguió?
La madre dejó la labor sobre la mesa y se llevó la mano al rostro.
«Me duelen los ojos de colorear», dijo.
¿De colorear? ¡Ay, pobre Tiny Tim!
«Ahora ya están mejor», dijo la esposa de Cratchit. «Me lloran con la luz de la vela y no quiero,
por nada del mundo, que vuestro padre los vea así cuando vuelva a casa. Ya debe ser casi la hora».
«Más bien pasa», respondió Peter cerrando el libro. «Pero creo que estas últimas tardes viene
andando más despacio que de costumbre, madre.»
Se quedaron otra vez muy silenciosos. Finalmente, con una voz firme, animada, que sólo se
quebró una vez, ella dijo:
«Le recuerdo andando con... le recuerdo andando con Tiny Tim en sus hombros muy deprisa.»
«Y yo también», exclamó Peter. «Con frecuencia.»
«¡Y yo también!» dijo otro. Todos se acordaban.
«Pero él pesaba tan poco», prosiguió ella, atenta a la labor, «y su padre le amaba tanto que no
era una molestia, ninguna molestia. ¡Y ahí esta vuestro padre en la puerta!»
Se precipitó a su encuentro y el pobre Bob, con su bufanda de lana -la necesitaba el buen
hombre- entró en la casa. Ya tenía el té preparado en la chapa de la cocina y todos procuraron
anticiparse a los demás para servirle. Después, los dos jóvenes Cratchit se sentaron en sus rodillas
y apoyaron en su rostro una pequeña mejilla como diciendo: «No te preocupes, padre. No estés
triste.»
Bob estuvo muy animado con ellos y muy agradable con toda la familia. Contempló la labor que
estaba sobre la mesa y alabó la habilidad y rapidez de la señora Cratchit y las chicas. Quedaría
terminada mucho antes del domingo, les dijo.
«¡Domingo! Entonces, ¿fuiste hoy, Robert?», dijo su esposa.Este documento ha sido descargado de
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«Sí, queridab, respondió Bob. «Me habría gustado que hubieras podido ir. Te habría
tranquilizado ver lo verde que es ese sitio. Pero ya lo verás con frecuencia. Le prometí que iría
andando un domingo. ¡Mi hijito, mi niño pequeño!», lloró Bob. «¡Mi niñito!»
Se desmoronó de una vez. No podía evitarlo. Tal vez hubiera podido si él y su hijo no hubiesen
estado unidos tan estrechamente.
Salió de la habitación y subió al cuarto de arriba, que estaba alegremente iluminado y decorado
con adornos navideños. Cerca del niño, había una silla y se notaba que alguien había estado allí
poco antes. El pobre Bob se sentó, y después de meditar un momento se recuperó y besó aquella
carita. Se sintió resignado con lo sucedido y volvió a bajar bastante animado.
Se agruparon junto al fuego y charlaron; las chicas y la madre continuaron trabajando. Bob les
habló de la extraordinaria amabilidad del sobrino del señor Scrooge, al que apenas había visto
una sola vez y sin embargo, al encontrárselo aquel día en la calle, se había dado cuenta de que Bob
parecía un poco -«sólo un poco apagado, ¿verdad?»- y le preguntó qué le sucedía. «Se lo contés,
dijo Bob, «porque es el caballero más amable que os podáis imaginar. «Lo lamento de todo
corazón, señor Cratchit», dijo, «y lo lamento de todo corazón por su buena esposa. Por cierto, no
se cómo podía saberlo.»
«¿Saber qué, cariño?»
«Pues eso, que tú eras una buena esposas, respondió Bob.
«¡Todo el mundo lo sabe!», dijo Peter.
«¡Muy bien dicho, hijo mio! » exclamó Bob. -Eso espero-. «Lo lamento de todo corazón» -dijo
él-, «por su buena esposa. Si de algo les puedo servir» -dijo él dándome su tarjeta-, «ahí es donde
vivo. Le ruego que venga a verme, pero no se trata de lo que hubiera podido hacer por nosotros;
era consolador por la manera tan afable de decirlo. Realmente parecía como si hubiese conocido a
nuestro Tiny Tim y sintiera nuestro dolor. »
«Tengo la seguridad de que es un alma bondadosa», dijo la señora Cratchit. «Estarías más
segura, querida, si le hubieras visto y hablado con él. No me sorprendería, escucha bien lo que te
digo, si él consiguiera para Peter una colocación mejor. »
«¿Has oído, Peter?», dijo la señora Cratchit.
«Y entonces», dijo una de las chicas, «Peter se asociará con otro y se establecerá por su cuenta.
»
«¡Cállate ya! », replicó Peter gesticulando.
«Es probable que ocurra un día de éstos», dijo Bob, «aunque para eso hay tiempo de sobra.
Pero aunque nos separemos unos de otros, sea cuando sea, estoy seguro de que ninguno se
olvidará de Tiny Tim, ¿verdad?, la primera separación de uno de nosostros».
«¡Jamás, padre! », exclamaron todos.
«Y ahora yo sé, queridos míos», dijo Bob, «yo sé que cuando recordemos lo paciente y tranquilo
que era, aunque era muy pequeño, un niño chiquitín, no reñiremos por naderías, olvidándonos
así del pobre Tiny Tim».
«¡No, jamás, padre! », dijo el pobre Bob. «¡Estoy muy contento! »
La Sra. Cratchit le besó, sus hijas le besaron, los dos jóvenes Cratchit le besaron, y Peter y él se
estrecharon las manos. ¡Espíritu de Tiny Tim, tu infantil esencia procedía de Dios!
«Espectro», dijo Scrooge, «presiento que ha llegado el momento de separarnos. No se cómo,
pero lo sé. Dime quién era el hómbre muerto que vimos».
El Fantasma de la Navidad del Futuro, igual que en anterior ocasión, le trasladó -aunque pensó
que eran otros tiempos pues no parecía existir un orden en las últimas visiones, si bien todas se
desarrollaban en el futuro- a los lugars frecuentados por los hombres de negocios, pero a él no se
le vela por ninguna parte. Además, el espíritu no se detenía sino que seguía directamente, como si
se encaminara a una meta ahora deseada, hasta que Scrooge le rogó que se detuviera unos
instantes.
«En este patios, dijo Scrooge, «que estamos atravesando rápidamente es donde tengo mi
despacho y ahí he trabajado durante largo tiempo. Estoy viendo la casa. Déjame contemplar cómo
estaré en el futuro».
El espíritu se detuvo pero la mano señalaba a otra parte.
«La casa está por allá», exclamó Scrooge. «¿Por qué señalas a otro lado?»
El dedo inexorable no cambió.
Scrooge se precipitó hacia la ventana de su oficina y miró el interior. Seguía siendo una oficina,
pero no la suya. Los muebles no eran los mismos y el personaje sentado no era él. El fantasma
seguía señalando la misma dirección.Este documento ha sido descargado de
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Scrooge se volvió a unir a él y, deseando saber por qué razón y a dónde iban, le acompañó hasta
una verja. Antes de entrar se detuvo un momento para mirat a su alrededor.
Un cementerio parroquial. Así pues, aquí yacía bajo tierra el desdichado hombre cuyo nombre
iba a conocer ahora. ¡El sitio merecía la pena! Emparedado entre edificios, cubierto de yerbajos
-vegetación de la muerte, no de la vida-, demasiado atiborrado de enterramientos, inflado de
voracidad satisfecha. ¡Bonito lugar!
El espíritu se detuvo entre las rumbas y señaló una. Scrooge avanzó hacia ella temblando. El
fantasma estaba exactamente igual que antes, pero Scrooge tenía miedo de ver una nueva
significación en su solemne forma.
«Antes de que siga acercándome a esa losa que señalass, dijo Scrooge, «respóndeme a una
pregunta. ¿Son las imágenes de cosas que van a suceder o solamente imágenes de cosas que
podrían suceder? »
Pero el fantasma señalaba, con el dedo hacia abajo, la rumba que tenía delante.
«El rumbo de la vida de un hombre presagia cierto final que se producirá si el hombre
perseverax, dijo Scrooge. «Pero si se modifica el rumbo, el final cambiará. ¡Dime que eso es lo que
me estás enseñando!»
El espíritu permaneció tan incomovible como siempre.
Tembloroso, Scrooge se arrastró hacia él y, siguiendo la indicación del dedo, leyó en la losa de la
abandonada rumba su propio nombre, EBENEZER SCROOGE.
«¿Soy yo el hombre que yace en la cama?», gritó arrodillado.
El dedo le señaló a él y otra vez a la tumba.
«¡No, espíritu! ¡No, no, no!»
Allí continuaba el dedo.
«¡Espíritu!', gritó agarrándose con fuerza al manto, «¡escúchame! Ya no soy como antes.
Gracias a este encuentro ya no seré el mismo que antes. ¿Por qué me muestras todo esto si ya no
hay esperanza para mí»
Por vez primera la mano pareció vacilar.
« ¡Espíritu bueno! », continuó diciendo postrado en el suelo. «Tu benevolencia intercede en mi
favor y me compadece. ¡Dime que todavía puedo modificar las imágenes que me has mostrado si
cambio de vida! »
La mano benéfica temblaba.
«Haré honor a la Navidad en mi corazón y procuraré mantener su espíritu a lo largo de todo el
año. Viviré en el Pasado, el Presente y el Futuro; los espíritus de los tres me darán fuerza interior
y no olvidaré sus enseñanzas. ¡Ay! ¡Dime que podré borrar la inscripción de esta losa»
En su agonía, se agarró a la mano espectral. La mano trató de soltarse pero Scrooge la retuvo
con fuerza implorante. El espíritu, aún con mayor fuerza, le rechazó.
Alzando sus manos en una postrer súplica para cambiar su destino, Scrooge vio una alteración
en la capucha y túnica del fantasma, que se encogió, se desmoronó y se convirtió en la columna de
una cama.
QUINTA ESTROFA
DESENLACE FINAL
¡Sí!, y la columna era suya, de su propia cama, y suya era la habitación. ¡Pero lo mejor de todo
es que el tiempo que le quedaba por delante era su propio tiempo y podía enmendarse!
Mientras gateaba para salir de la cama, Scrooge repetía «Viviré en el Pasado, el Presente y el
Futuro. Los tres espíritus del tiempo me ayudarán. ¡Oh, Jacob Marley! El Cielo y las Navidades
sean loados! ¡Lo digo de rodillas, viejo Jacob, de rodillas! »
Estaba tan alterado y tan acalorado con sus buenos propósitos que su quebrada voz apenas le
salía. Durante un conflicto con el espíritu había sollozado violentamente y su rostro aún seguía
humedecido por las lágrimas.
«¡No las han arrancado! », exclamó Scrooge acunando en los brazos una de las coronas de su
cama, «¡no las han arrancado con anillas y todo. Están aquí; yo estoy aquí y se disiparán las
sombras de las cosas que podrían haber sucedido. Sí, se desvanecerán, lo sé!»Este documento ha sido descargado de
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Todo este tiempo tenía las manos ocupadas en hurgar sus ropas, volviéndolas al revés,
poniendo lo de arriba para abajo, arrancándolas, poniéndoselas mal y haciendo con ellas toda
clase de extravagancias.
«¡No sé qué hacer!., decía Scrooge llorando y riendo al mismo tiempo, y haciendo con sus calzas
una perfecta representación de Laoconte. «Me siento tan ligero como una pluma, tan feliz como
un ángel, tan conrento como un colegial. Estoy tan embriagado como un borracho. ¡Feliz Navidad
a todos, feliz Año Nuevo para el mundo entero! ¡Hola eh! ¡Yuupy! ¡Hola!»
Entró en el salón brincando y allí se quedó de pie, completamente enredado.
«¡Ahí está el bol de las gachas!», exclamó empezando nuevamente a brincar junto a la
chimenea. «¡La puerta por dónde entró el fantasma de Jacob Marley! ¡La esquina donde se sentó
el fantasma de la Navidad del presente! ¡La ventana dónde vi a los espíritus errantes! ¡Todo es
verdad, todo ha sucedido de verdad. Ja, ja, ja!»
Para un hombre que llevaba sin practicar durante largos años, era realmente una risa
espléndida, una risa de lo más insigne. ¡La madre de una larga, larga descendencia de radiantes
carcajadas!
«¡No sé en qué fecha estamos!», dijo. «No sé cuanto tiempo he estado con los espíritus. No sé
nada. Estoy como un niño. Qué más da. No me importa. Es mejor ser como un niño. ¡Hola!
¡Yuppy! ¡Hola eh!»
Su paroxismo fue moderado por los repiques de campanas de iglesia más fragorosos que había
escuchado en toda su vida. ¡Tilín, talán, ding, dong, tilín, tolón! ¡Ah, glorioso, glorioso!
Corrió a la ventana, la abrió y asomó la cabeza. Ni bruma, ni niebla; claro, despejado, alegre,
estimulante, frío; frío como el sonido de una gaita que invita a la sangre a bailar. Sol dorado, cielo
azul, dulce aire fresco, alegres campanadas. ¡Ah, glorioso, glorioso!
«¿Qué día es hoy?», gritó Scrooge a un chico que estaba abajo muy endomingado y que tal vez
deambulaba por allí para fisgarle.
«¿Qué?», respondió el chico con el mayor asombro.
«Qué día es hoy, amiguito?», preguntó Scrooge.
«¡Hoy!», respondió el muchacho. «Bueno, NAVIDAD.»
«¡Es el día de Navidad!», dijo Scrooge hablando consigo mismo. «No me lo he perdido. Los
espíritus lo hicieron todo en una sola noche. Pueden hacer lo que quieran. Naturalmente. Claro
que pueden. ¡Hola, amiguito!»
«Hola», replicó el chico.
«¿Conoces la pollería que está a dos calles, en la esquina?», inquirió Scrooge.
«Desearía haberla conocido», replicó el chaval.
«¡Qué chico mas inteligente!», dijo Scrooge. «¡Un muchacho notable! ¿Sabes si han vendido el
pavo caro que tenían allí colgado? No digo el barato sino el pavo grande.»
«¡Cuál?, ¿uno que es tan grande como yo?», dijo el muchacho.
«¡Qué encanto de chico!», dijo Scrooge. «¡Da gusto hablar con él. Sí, caballerete!»
«Allí está colgado ahora», respondió el chico.
«¿De veras?», dijo Scrooge. «Vete a comprarlo.»
«¡Amos anda!», exclamó el muchacho.
«No, no», dijo Scrooge, «hablo en serio. Vete y cómpralo y diles que lo traigan aquí, que yo les
daré la dirección a la que deben llevarlo. Vuelve con el mozo y te daré un chelín. ¡Si vuelves con él
en menos de cinco minutos te daré media corona! »
El chico salió disparado, como si hubiera tenido una mano firme apretando un gatillo.
«¡Se lo enviaré a la familia de Bob Cratchit!», musitó Scrooge, frotándose las manos y
desternillándose de risa. «No sabrá quién se lo manda. Es de un tamaño doble que Tiny Tim. ¿Joe
Miller nunca gastó una broma tan graciosa!»
No estaba firme la mano con que escribió la dirección, pero la escribió como pudo y bajó para
abrir la puerta de la calle antes de que llegara el hombre de la pollería. Cuando estaba esperando,
la aldaba llamó su atención.
«¡La amaré mientras viva!», exclamó dándole palmaditas. «Apenas me había fijado en ella
anteriormente. ¡Qué expresión tan honrada tiene en el rostro! ¡Es una aldaba maravillosa! ¡Aquí
está el pavo! ¡Hola! ¡Yuupy! ¿Cómo está usted? ¡Felices fiestas!»
¡Aquello era un pavo! Aquel ave no podría haberse sostenido sobre sus patas; las habría
reventado en un momento como si fuesen palillos de lacre.
«Oiga, es imposible cargar con esto hasta Camdem Town», dijo Scrooge. «Tendrá que ir en
coche.»Este documento ha sido descargado de
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La risa ahogada con que dijo eso, y la risa ahogada con que pagó el pavo, y la risa ahogada con
que pagó el coche, y la risa ahogada con que recompensó al muchacho, solamente fue superada
por la risa ahogada con que se sentó, sin aliento, otra vez en su butaca, y continuó riéndose ahogadamente hasta que lloró.
Afeitarse no era una tarea fácil porque su mano seguía muy temblorosa y para afeitarse es
necesario prestar atención, incluso aunque no se esté bailando mientras uno se afeita. Pero
aunque se hubiera cortado la punta de la nariz, se habría puesto un esparadrapo y seguiría tan
satisfecho.
Se vistió, «con sus mejores galas» y, por fin, salió a la calle, llena de gente a aquellas horas, tal
como él había visto con el Fantasma del Presente. Caminando con las manos a la espalda, Scrooge
miraba a todos con sonrisa embelesada. Ofrecía un aspecto tan entrañable que tres o cuatro
personas simpáticas le dijeron «¡Buenos días, señor! ¡Que tenga feliz Navidad!» Y Scrooge solía
decir después que esos habían sido los sonidos más alegres que jamás había escuchado.
No había llegado lejos cuando vio venir hacia él el caballero solemne que, el día anterior, había
entrado en su despacho diciendo: «De Scrooge y Marley, creo». El corazón le latió con violencia al
pensar cómo le miraría aquel viejo caballero cuando se cruzasen; pero también sabía cuál era el
paso a dar, y lo dio.
«Estimado señor», dijo Scrooge acelerando el paso y asiendo al viejo caballero por ambas
manos. «¿Cómo está Ud.? Espero que haya tenido éxito ayer. Fue muy amable por su parte. ¡Feliz
Navidad, señor!»
«¿El señor Scrooge?»
«Sí», dijo Scrooge. «Ese es mi nombre y me temo que no le resulte grato. Permítame pedirle
perdón. Y tenga usted la bondad de...». Scrooge le murmuró algo al oído.
«¡Dios mío!», exclamó el caballero como si se le hubiera cortado la respiración. «Mi estimado
señor Scrooge, ¿lo dice en serio?»
«Se lo ruego», dijo Scrooge. «Ni un ochavo menos. Le aseguro que van incluidos muchos
atrasos. ¿Me hará Vd. este favor?»
«Mi estimado señor», dijo el otro estrechándole las manos. «¡No sé qué decir ante tal munifi...»
«No diga nada, por favor, atajó Scrooge. «Venga a verme. ¿Vendrá a visitarme?»
«¡Lo haré!», exclamó el caballero, y estaba claro que esa era su intención.
«Gracias», dijo Scrooge. «Muy agradecido. Un millón de gracias. ¡Adiós!»
Estuvo en la iglesia, deambuló por las calles, contempló a la gente apresurándose de un lado
para otro, dio palmaditas en la cabeza de los niños, se interesó por los mendigos, miró las cocinas
de las casas, abajo, y las ventanas de arriba, y descubrió que todo le resultaba un placer. Nunca
había imaginado que un paseo le pudiera reportar tanta felicidad. Por la tarde, encaminó sus
pasos hacia la casa de su sobrino.
Pasó por delante de la puerta una docena de veces antes de acumular el valor suficiente para
subir y llamar. Peto tuvo el atranque y lo hizo.
«¿Está el señor en casa, guapa?», dijo Scrooge a la chica. «¡Guapa chica, en verdad!»
«Sí, señor»
«¿Dónde está, cariño? », dijo Scrooge.
«Está en el comedor, señor, con la señora. Le acompañaré arriba, por favor. »
«Gracias. Ya me conoce», dijo Scrooge con la mano puesta en la manilla del comedor. «Voy a
entrar, guapa».
Abrió la puerta suavemente y asomó la cara. Ellos estaban revisando la mesa (magníficamente
puesta), pues estas parejas jóvenes siempre se ponen nerviosos con cosas así y les gusta que todo
esté como es debido.
«¡Fred!, dijo Scrooge.
«¡Ay, Señor, qué susto se llevó la sobrina política! Scrooge había olvidado que estaba sentada en
el rincón, con el escabel, si no, por nada del mundo lo habría hecho. »
«¡Válgame Dios! ¿Quién es? », exclamó Fred.
«Soy yo. Tu tío Scrooge. He venido a cenar. ¿Puedo quedarme, Fred? »
¡Que si podía! Fue una suerte que no se le cayera el brazo con las sacudidas. En cinco minutos
se sentía como en su casa. Nada podía ser más entrañable. La sobrina era igual que la había visto.
Y Topper, cuando llegó. Y la hermana rellenita, y todos los demás. ¡Maravillosa reunión,
maravillosos juegos, maravillosa concordia, ma-ra-vi-llo-sa felicidad!Este documento ha sido descargado de
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Pero a la mañana seguiente llegó temprano a la oficina. ¡Si pudiera ser el primero y sorprender
a Bob Cratchit llegando con retraso! En ello había puesto todo su empeño.
¡Y lo consiguió; sí, lo consiguió! En el reloj dieron las nueve. Bob sin aparecer. Dieron las nueve
y cuarto. Bob sin aparecer. Llegó con diciocho minutos y medio de retraso. Scrooge se sentó con la
puerta abierta para verle entrar en la Cisterna.
Antes de abrir la puerta ya se había quitado el sombrero y también la bufanda; en un santiamén
ya estaba en su taburete, trabajando intensamente con el lapicero como si intentara dar marcha
atrás al tiempo.
«¡Hola! », gruñó Scrooge, fingiendo lo mejor que supo su voz habitual. «¿Qué significa esto de
llegar a estas horas? »
«Lo siento mucho, señor», dijo Bob. «Me he retrasado» «¿Se ha retrasado?», repitió Scrooge.
«Sí. Eso creo. Haga el favor de venir».
«Es la única vez en todo el año, señor», se excusó Bob saliendo de la Cisterna. «No se volverá a
repetir. Ayer tuvimos un poco de fiesta, señor».
«Pues le diré una cosa, amigo mio», dijo Scrooge, «no voy a continuar consintiendo cosas como
ésta. Y por consiguiente», prosiguió, saltando de su asiento y aplicando a Bob tal empujón en el
chaleco que le hizo retroceder tambaleándose hasta la Cisterna otra vez, «y por consiguiente
¡estoy a punto de subirle el sueldo! »
Bob temblaba y se acercó un poco más a la vara de medir. Por un instante, tuvo la idea de pegar
a Scrooge con ella, sujetarle y pedir ayuda a la gente del patio y ponerle una camisa de fuera.
«¡Feliz Navidad, Bob! » dijo Scrooge con inconfundible acento de sinceridad, al tiempo que le
daba palmadas en la espalda. «¡La más Feliz Navidad, Bob, mi buen compañero, que yo le haya
deseado en muchos años! Le aumento el sueldo y me propongo auxiliar a su necesitada familia;
¡trataremos sus asuntos esta misma tarde ante un bol navideño de «obispo» humeante , Bob!
¡Atice las estufas y compre otro cubo de carbón antes de ponerse a escribir ni el punto de una «i»,
Bob Cratchit!»
Scrooge cumplió más de lo prometido. Lo hizo todo y muchísimo más; fue un segundo padre
para Tiny Tim, que no murió. Se convirtió en el amigo, amo y hombre más bueno que se conoció
en la vieja y buena ciudad o en cualquier otra buena ciudad, pueblo o parroquia del bueno y viejo
mundo. Algunas personas se reían al ver el cambio, pero él las dejaba reírse sin prestarles
atención pues era lo bastante sabio para darse cuenta de que nada bueno sucede en este globo sin
que determinadas personas se harten de reír al principio; sabía que tales personas siempre
estarían ciegas y consideraba el malicioso brillo y arrugas de sus ojos como una enfermedad
cualquiera, con manifestaciones menos atractivas. Su propio corazón reía y con eso le bastaba.
No volvió a tener trato con aparecidos, pero en adelante vivió bajo el Principio de Abstinencia
Total y siempre se dijo de él que sabía mantener el espíritu de la Navidad como nadie. ¡Ojalá se
pueda decir lo mismo de nosotros, de todos nosotros! Y así, como dijo Tiny Tim, ¡que Dios nos
bendiga a todos, a cada uno de nosostros!
FI