lunes, 9 de agosto de 2010

LOS TERCIOS DE OMAR CANDELA 16ª entrega



XIX – Arrastre

Al regreso de Cártama, tras dejar a Omarito ante su casa, Manuel Rodríguez sentía la tentación de telefonear a Valladolid. Pero tenía que echar cuentas porque los entrenamientos y lo que el niño acaparaba del resto de su tiempo por las calenturas, le impedía calcular si no estaría pillándose los dedos con la inversión, a punto de quedarse manco.

Omar necesitaba otro vestido, lo que a lo mejor le obligaba a vender más bonos del estado. Lo precisaba de veras, porque el primero que le compró de segunda mano, el negro, ya no podía usarlo a pesar de los añadidos, porque seguía creciendo y madurando. A ver si no tendría que emborracharlo unas cuantas veces para que no creciera más, que iba a acabar compitiendo con Terminator y hasta dejaría de tener figura torera. Por otro lado, era una pejiguera llevarlo a la sastra, con tantas chalaúras con el asunto del paquete, como si no hubiera cientos de toreros dispuestos a cambiárselo. Porque había visto cada cosa cuando otros apoderados lo invitaban a ver vestirse a sus pupilos, privilegio concedido a muy pocos. Por las fotografías que luego salían en la prensa, deducía que recorrían las plazas de toros centenares de calcetines colocados en lugares que no eran los pies.
¿Sería verdad lo que le habían contado en Palencia? El tal estaba casado y tenía tres hijos y dos nietas, por lo que al Cañita le resultaba muy difícil de creer que el torero del que era apoderado lo obligara, para aliviarse, a arrodillarse ante él en la limusina para saborear lo que sólo resultaba notable cuando lo envolvía en calcetines deportivos. ¿Y lo del torero que cultivaba fama de macho erotómano, hasta el punto de que salían decenas de famosillas en la prensa disputando por él, y sin embargo estaba, en realidad, liado con un francés que le exigía constantemente lo que su nacionalidad sugería, antes de ponerlo mirando al tendido para entrarle por derecho? ¿Y lo del escritor norteamericano que tenía una colección impresionante de fotografías en primeros planos de los objetos de su adoración, sin calcetines, fotos para las que algunos posaban con gran complacencia en las habitaciones de los hoteles un par de horas antes de las corridas, para lo que tenían que adelantar alguna que otra?

Tales casos eran, por lo que sabía, excepciones insólitas, aunque era innegable que el vestido torero constituía una tentación irresistible para todos los sexos, sobre todo el equidistante. Reconocía que ese bulto llevaba a mucha gente a las plazas, incluyendo a algunos con el talonario en la mano. Sin embargo, sabía vidas y milagros de casi todas las figuras, y en su mayoría eran buenos y decentes padres de familia, porque, eso sí, alguna clase de determinismo profesional les inspiraba a casi todos la idea de casarse muy jóvenes. En muchos casos, y a pesar de la abrumadora cantidad de oportunidades que tenían, sobre todo a causa del abultamiento de la taleguilla, resultaban ser aburridísimos monógamos.
Sumó los gastos del último mes y puso al lado la columna escuálida de los ingresos. Miró hacia el retrato de la parienta difunta como pidiéndole perdón, y anotó los valores de los que era indispensable desprenderse.
Lo de la Nacy representaba un pellizco considerable de los gastos, y menos mal que a Omarito, vistas las ocasiones, le daría pronto por aliviarse sin pagar. Pronto pagaría... a guardaespaldas para quitarse de encima a las que querrían, incluso, pagarle.
Arrastró los totales. Frunció los labios. Empezaba a necesitar el triunfo de Omarito casi más que él mismo, o acabaría a la puerta de la catedral con una gorra en el suelo y un cartelito.

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