viernes, 6 de agosto de 2010

LOS TERCIOS DE OMAR CANDELA. 13ª entrega


XVI – Espantá

El Cañita había tenido el buen sentido de elegir el vestido de color tabaco, menos mal. El negro, el tabaco y el burdeos eran los que menos dejaban notar la trempera, y eso le venía de perlas, porque Marisa estaba con su tía en la barrera del dos y, sólo diez personas más hacia la izquierda, Silvia, con el bizcocho mojado y rancio de su marido, ocultos los hermosos ojos por grandes gafas de sol, a pesar de lo cual, notaba que lo miraba por la sonrisa casi indetectable.
Otra vez en el foco de atención por ser debutante en la plaza. Menos mal que la gente de Castilla no era tan chillona y bromista como la de Andalucía, porque de frente no se notaba nada, pero sabía que de perfil tenían que verse a mil leguas los Picos de Europa, porque no había acabado tampoco la faena con la marquesa y estaba igual que cuando la noruega lo dejó a medio satisfacer. Tenía que habérsela cascado antes del paseíllo, pero comenzaba a darle apuro seguir comportándose como un niño delante del Cañita. Por esa razón, estuvo deslucido con el capote, no les disputó el quite a los compañeros y no se decidió a clavar banderillas. Se sintió en un compromiso a la hora de brindar la lidia del toro; tenía que ofrecérselo al público y lo hizo, era lo más comercial, pero, por un lado, sabía que no estaba inspirado y, por el otro, intuía que Marisa esperaba que se lo brindase a ella, lo que también crearía un conflicto con la marquesa. El conjunto de tensiones interrelacionadas estuvo a punto de ocasionar que de nuevo le devolvieran el toro a los corrales. Por suerte, atinó al sexto intento con una media lagartijera cuando iba a sonar el tercer aviso, y el animal rodó, aunque necesitó puntilla.
Siguió el resto de la lidia con escasa concentración, pensando que necesitaba pedirle al Cañita que lo embozara para aliviarse, pero sin decidirse.
En la barrera del tendido dos, conversaban Isabel y Marisa:
-No te preocupes -dijo la tía-, también en Vélez falló con el primero.
-Parece estar muy preocupado -comentó Marisa.
-Los toreros tienen mucho amor propio. Además, me huelo que desea deslumbrarnos, así que ahora, el pobre, tiene que estar hecho polvo.
-Le estará bien empleado, por chulo. No puedo soportar esos desplantes que hace, abierto de piernas y metiendo el culo para dentro, para que todos comprueben lo bien que le ha dotado la naturaleza.
-Que no es eso, chica. Todos los toreros hacen lo mismo.
Detrás de ellas, dos aficionados charlaban:
-¿Has escuchado el chisme?
-¿A qué te refieres?
-A lo de Omar Candela.
Marisa prestó atención al oír el nombre. Continuaron a sus espaldas:
-No me ha parecido gran cosa.
-En la plaza, no, pero cuentan que es un calentorro de cuidado. Ahoche, andaba descolgándose por los balcones del hotel, huyendo de un marido cornudo que quería matarlo y le amenazaba con un revólver.
-¡No me digas!.
-Creételo. Parece que el cornudo lo sorprendió el plena faena. Tuvo que escapar en pelotas y media Palencia le ha visto los huevos. Cuentan y no acaban. Dicen que se las gasta del calibre cincuenta.
El otro soltó una carcajada.
-Me voy -dijo Marisa.
-¿Estás segura? -preguntó Isabel.
-Sí. Me repugna ese tipejo. No tendríamos que haber venido.
-Por lo menos, vamos a verlo torear.
-No. Quédate tú si quieres, pero yo me voy.
-Caramba, Marisa, no exageres. Cualquiera diría que el chico te hace tilín y te ha puesto celosa el comentario de ésos que están ahí detrás.
-Lo que me da son arcadas. Me voy.
-Bueno, vámonos.
Omar vio que las dos mujeres se levantaban y salían del tendido. Supuso que irían a los aseos, y acechó el regreso con ansiedad, pero no volvieron. Cuando el clarín anunció su toro, el sexto, estaba de tan mal humor, que llevaba más de media hora sin pensar siquiera en las solicitudes de la entrepierna.
Recibió mecánicamente al novillo, pero como sonaron varios olés, se vino arriba. Bordó la faena con el capote, puso entre clamores los tres pares de banderillas y, sintiéndose seguro, brindó el toro a Silvia, que cogió al vuelo la montera sin advertir el gesto de desagrado que dibujaba su esposo, el marqués. A continuación, realizó la mejor faena de su corta vida y mató de una estocada al volapié. Cuando el toro cayó bocarriba, la plaza era un clamor. Dio dos vueltas al ruedo y, cuando llegó ante la marquesa para que le devolviera la montera, notó que ella introducía en la copa un papelito doblado.
Aguardó a estar de nuevo en el callejón para leerlo. "Cuando pases por Madrid, llámame, pero sólo de cuatro a siete de la tarde los días laborables". Al pie, un número de teléfono y una silueta de sus labios marcada con carmín.
-Niño -dijo el Cañita abrazándolo por los hombros-, vamos directos a la gloria.
-¿Ya no me va a poner el ojo a la virulé?
-Tendría que hacerlo, pero me aguantaré.
-Gracias, don Manuel. ¿Se le ha pasao el cabreo conmigo?
El Cañita sonrió con ternura. Amagó un golpe en la barbilla del joven.
-Vamos a hacer un convenio. Tú te resistes cuarenta y ocho horas antes de cada corrida y, a cambio, te llevaré con la Nancy todas las demás noches, si te apetece

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