viernes, 30 de abril de 2010

LOLO -cuento estremecedor-


Cuentos del amor viril. Luis Melero

LOLO

Era enloquecedoramente hermoso. Ojos grises envueltos en pestañas abundantes y densas como un cañaveral, cejas pobladas, largas y arqueadas, nariz patricia, labios casi femeninos de tan bien perfilados, risa de sátiro ingenuo cuando exhibía la luminosa y regular dentadura, mentón cuadrado pero ajustado al canon clásico, orejas dibujadas como en un boceto de Leonardo, pelo castaño claro ensortijado como el de una estatua de Alejandro Magno. El bozo de Lolo apenas comenzaba a ensombrecerle la barbilla y el bigote, pero transmitía ya el ciclón de su masculinidad acentuada por la anchura de sus muñecas campesinas, el moreno tostado de sus mejillas, el poder de sus hombros cuadrados y la estrechez de los pantalones que apenas abarcaban sus muslos.
Sin embargo, sólo tenía quince años.
Uno de esos muslos comprimidos y firmes, el izquierdo, se apoyaba con insistencia, como al azar, en el muslo derecho de Emilio. Cada vez que lo notaba, éste iba apartándose disimuladamente, intentando embozar su turbación, pero llegó el momento en que la pequeña mesa redonda donde estaba comiendo con la familia de su amigo Tomás no daba para mayor recorrido. Sentía como algo material el aura de las hormonas alborotadas del chico, que abrasaban al tacto a través del dril de los pantalones vaqueros. A los pocos momentos de apartarse, el muslo de Lolo forzaba el ángulo de apertura un poco más hasta volver a tropezar con el suyo, de modo que le obligaba a una nueva retirada. Había llegado al límite, ya no podía apartarse más sin levantarse bruscamente del asiento y cambiar de sitio, lo que representaría desvelar su incomodidad a las cuatro personas sentadas a la mesa. Se sentía rígido, tan tenso que se creyó a punto de vomitar lo que había comido, incluido el postre que apenas acababa de tragar. Tomás acudió en su auxilio.
-Ven, voy a enseñarte el certificado.
Dedujo que ese certificado, que ya había examinado, era sólo un pretexto. El informe médico aseguraba que Lolo no consumía cocaína ni heroína y que no estaba enfermo; de otro modo, no se hubiera comprometido. Tomás quería hacerle alguna advertencia última sobre Lolo.
-¿Qué te parece mi hermano? -le susurró en la estrecha terraza.
-Bien. Me había hecho una idea distinta con tu descripción.
-¿En qué sentido?
-Hombre, Tomás; si llegas y me dices que tu hermano tiene problemas con las drogas, lo lógico era que me representara mentalmente a un chico flaco y macilento, ensimismado, indiferente. Tu hermano parece sano y se comporta con normalidad.
-Pero es verdad que tiene problemas. Mi madre cree que no puede enderezarlo, por eso le ha obligado a venir conmigo. No parece que esté muy enganchado, y por eso me he comprometido con mi madre, que desde que se quedó viuda se siente tan desorientada, que supone que no es capaz de solucionar este problema. De todos modos, si tienes reparos, no te preocupes; buscaré a otra persona que quiera tenerlo en su casa. Este piso es demasiado chico para alojar a otro, porque ya nos viene estrecho a mi hijo, mi mujer y yo.
-No te preocupes, Tomás. Siempre cumplo mi palabra.
-¿Vas a llevártelo ahora?
-Sí. Pero voy a tener que dejarlo muchas horas solo en casa esta semana hasta que no acabe la grabación de este capítulo, y eso me preocupa un poco. Preferiría pasar más horas con él, al menos al principio.
-A la primera vez que meta la pata, me lo dices inmediatamente y lo facturamos de vuelta al pueblo.

-¿De qué conoces a mi hermano? -le preguntó Lolo una vez que emprendieron la marcha en el coche.
Emilio comprendió que la pregunta contenía extrañeza y, tal vez, segundas intenciones. Era doce años mayor que Tomás, que sólo tenía treinta y dos, diferencia lo bastante importante como para que una amistad tan estrecha entre ambos resultase llamativa.
-¿No te lo ha contado?
Lolo negó con la cabeza.
-Participamos en un montaje escénico antes de casarse. Él cantaba flamenco y yo recitaba monólogos alternativamente, acompañados por dos guitarras y un violín. Tuvimos bastante éxito y estuvimos a punto de hacernos famosos. Fue tu cuñada la que lo convenció de que el trabajo farandulero era demasiado inseguro y le obligó a conseguir el empleo fijo en el banco, con la amenaza de no casarse con él si no lo hacía. El grupo tuvo que disolverse, porque no encontramos otro cantaor con las características de tu hermano.
-¡Qué putada!
-Lo importantes es que vivan a gusto.
-Pero tú sí has triunfado.
-Hombre, Lolo, no se puede llamar triunfo a actuar de secundario en una serie de televisión.
-Claro que sí. Ojalá yo pudiera conseguir una cosa igual.
-Condiciones naturales no te faltan. Otra cuestión es que te interese lo suficiente como para aceptar sacrificarte con la preparación, que es una tarea muy ardua que obliga a renunciar a muchas cosas.
Pronunció esta última frase mirándole a la cara, sin dejar de atender la conducción del coche, con objeto de que captara la indirecta.

El lunes de grabación había sido agotador y demasiado largo; el reloj marcaba las nueve cuarenta y cinco de la noche cuando abrió la puerta del piso.
Oyó el sonido de la ducha. A Emilio le sorprendió que Lolo estuviera bañándose a esas horas. La puerta del baño estaba abierta, por lo que le saludó desde el dintel.
-¿Lolo? Buenas noches.
El chico asomó la cabeza entre las dos piezas de la cortina de plástico.
-Hola. He estado casi toda la tarde haciendo gimnasia en la terraza. No te importa que me duche más de una vez, ¿verdad?
-No, qué va. ¿Comiste lo que te dejé preparado?
-Era demasiado. Sobró mucho.
-¿Qué quieres cenar?
-Da igual. Me puedo comer lo que sobró a mediodía.
-¡Qué tontería! ¿Te preparo un bistec con patatas y huevos?
-Vale.
Se encontraba terminando de pelar y cortar las patatas, cuando Lolo se asomó a la puerta de la cocina completamente desnudo; el estallido de la pubertad no había borrado del todo la suavidad infantil; era ya un hombre total, íntegramente desarrollado en sus miembros, en su musculatura y, desde luego, en las dimensiones de sus órganos sexuales, pero conservaba la delicadeza casi femenina de un adolescente amado por un pintor renacentista. Era la versión animada de una de las esculturas de Antinoo que Adriano mandó erigir en todos los rincones del imperio. Blandía un pequeño slip con las dos manos. Viéndole, Emilio estuvo a punto de causarse una herida con el cuchillo.
-Todos los calzoncillos se me han quedado chicos y me aprietan una barbaridad -dijo Lolo-. ¿Puedes prestarme uno?
-Cógelo de mi armario; el segundo cajón del gavetero izquierdo.
Continuó preparando la comida con una pregunta angustiosa: ¿podría mantener la serenidad conviviendo con alguien tan arrebatadoramente atractivo y tan desinhibido? Debía mantenerse alerta. Era el hermano de Tomás, a quien le debía lealtad y, además, se trataba de un menor.

La semana discurrió entre frecuentes escenas semejantes. Lolo recorría desnudo el pasillo para ir de su habitación al baño y no se cubría con la toalla al volver, jamás cerraba la puerta del cuarto mientras se cambiaba de ropa, iba en slip al salón o a la cocina, a veces con notorias erecciones. Actuaba con naturalidad, pero Emilio descubría cierto propósito de provocación, dado que se tocaba los genitales frente a él con descaro o se introducía las manos en el calzoncillo por los glúteos, ahuecando el tejido como si se rascara aunque en realidad sólo se acariciaba.
En tales momentos, Emilio rehuía mirarle. Fingía abstraerse en lo que estuviera haciendo, pero temía que su nerviosismo fuese perceptible.
El viernes, la grabación terminó antes de lo previsto. Volvió al piso a las cinco y media de la tarde. Lolo se encontraba en la sala, mirando la televisión, de nuevo desnudo del todo; al verle llegar, se acarició el pecho y el escroto. Emilio notó el olor a porro. Sintió descomposición.
-Has incumplido las órdenes de Tomás -le dijo.
Lolo sonrió de un modo ligeramente extraviado.
-Es un resto que me he encontrado en el bolsillo de la cazadora. Te prometo que ya no lo haré más. No se lo digas a mi hermano, por favor.

El sábado por la mañana, cuando regresó de llevar a Lolo a pasar el fin de semana con Tomás, revisó a fondo su habitación, procurando dejar cada cosa exactamente en el mismo sitio donde la encontraba, para que el espionaje no fuese advertido. Examinó todos los recovecos del armario y la estantería llena de libros, los bolsillos de la ropa, bajo la funda del colchón, la maleta y la bolsa de mano, el espacio entre los cristales y la persiana, tranquilizándole no descubrir marihuana ni nada parecido.
Pasó la noche de sábado más loca desde hacía más de diez años. Sus costumbres solían ser ordenadas y no era frecuente que cometiera excesos, pero esa noche estuvo primero en dos bares de striptease masculino, luego en una discoteca y amaneció en una sauna, donde se dejó conquistar por primera vez en un lugar de esa clase, encuentro que no disfrutó porque el sujeto con el que se encerró en la cabina tenía mal aliento.
Después de comer con un actor de reparto de la serie y desahogarse sexualmente durante toda la tarde del domingo en su compañía, se sintió lo bastante calmado para acudir a casa de Tomás en busca de Lolo.
A mitad del trayecto de vuelta, el chico le dijo:
-No aguanto más. ¿Por qué no vamos a conseguir un poco de hachís?
-¿Te has vuelto loco?
-Sólo un poco, Emilio, por favor. Llevo sin fumar desde el viernes. Estas cosas no se pueden dejar de golpe. Hay que ir poco a poco. Te prometo que será la última vez.
-Ni pensarlo. Si quieres, doy la vuelta y te llevo de nuevo a casa de tu hermano.
-¡No, por favor! Vale, vamos para tu piso. Ya no te molestaré más.
Al acostarse, Emilio escuchó que Lolo se agitaba en la cama. Daba vueltas y más vueltas, notablemente inquieto, y suspiraba con frecuencia. Se puso la bata y se acercó a la puerta de su cuarto, que, al contrario que los demás días, estaba cerrada. Llamó.
-¿Necesitas algo, Lolo?
-No me encuentro bien.
Abrió. La luz estaba encendida. Notó que sudaba.
-¿Qué te pasa?
-No me puedo dormir. Me hace falta un poco de yerba.
Pocos días antes, Emilio había asistido a la grabación de un coloquio entre especialistas de desintoxicación. Todos remacharon con insistencia sobre la necesidad de afecto que sentían los drogadictos en tratamiento de desenganche.
-Asunto cerrado, Lolo. Proponme otra opción -dijo.
-Siéntate aquí conmigo y háblame.
Tomó asiento a los pies de la estrecha cama y le habló de sus posibilidades actorales, sobre todo por su aspecto físico. Le contó anécdotas de trabajo y chismes sobre los actos famosos. Pasaron tres horas; Lolo continuaba agitándose, sin trazas de sueño. Emilio tenía que levantarse a las siete, porque la grabación empezaba a las ocho.
-¿Quieres venir a mi cama?
Lolo sonrió con la satisfacción de quien gana una carrera.
-Sí.
En cuanto se acostaron, Lolo intentó abrazarse a él. Emilio le rechazó.
-Trata de imaginar -dijo- que soy tu hermano o tu tío. Veo que necesitas estar acompañado y que te consuele por esta noche, pero eso es todo.
-Pero tú... mi hermano...
-¿Qué?
-Nada.
Cuando a Emilio le pareció que Lolo se adormilaba, se abandonó por fin al sueño. Despertó poco después. Percibió el abrazo desnudo y ereccionado de Lolo, que movía las caderas con golpes afanosos Tenía los ojos cerrados; Emilio no supo discernir si estaba dormido o fingía estarlo. Se apartó con cuidado, salió del dormitorio y pasó el resto de la noche durmiendo en el cuarto de Lolo.

Como temía dejarle solo tras una noche tan agitada, decidió llevarlo consigo al estudio de grabación el lunes.
Pese a que no tenía buena cara a causa de su estado, la rotundidad de su belleza recibió la atención esperable entre la experta y desacomplejada gente de la televisión. Desde el set donde actuaba, Emilio lo vio rodeado todo el tiempo de chicas y actores de mediana edad, que le obsequiaban refrescos, bombones o cigarrillos, mientras calibraba cada uno las posibilidades de llevárselo a la cama. Hacia el final de la mañana, incluso lo vio hablar con el director de la serie, cincuentón casado y con tres hijos mayores, a quien Emilio no le atribuía ninguna clase de veleidades eróticas.
Durante la pausa del bocadillo, preguntó a Lolo:
-¿De qué has hablado con Carlos Parrondo?
-Me preguntó si tú y yo somos familia.
-¿Qué le has dicho?
-Que soy mucho más que un amigo tuyo.
-Y... ¿eso qué significa, exactamente?
-No sé, fue lo que se me ocurrió. Se lo he dicho, porque estaba metiéndome mucho los dedos. No sé lo que pensaba.
Emilio comprendió. Nunca había negado su orientación sexual, le parecía una incomodidad superflua. Parrondo se habría asombrado de verle con alguien tan joven; su barrunto unidireccional debía de parecerle lógico.
-A partir de ahora, a quien te pregunte esas cosas le dices que eres mi sobrino.
-¿Por qué?
-Es lo más conveniente. Y es lo que más se aproxima a la realidad. Tomás y yo éramos como hermanos hace diez años y él tiene edad casi para ser tu padre.
Cuando volvían en el coche, en una parada ante un semáforo, Lolo le pasó los brazos por el cuello y le dio un beso en la mejilla.
-¿Qué haces?
-¿No eres mi tío? Los tíos se besan con los sobrinos.
-Nosotros no. No vuelvas a hacerlo.

Transcurrieron dos semanas más, durante las que Lolo pareció olvidar la droga. Algunos días, Emilio lo llevó al plató, causando siempre un efecto semejante al primero, y los moscones fueron haciéndose más numerosos, con lo que si algún día aspiraba a trabajar en televisión, encontraría allanada buena parte del camino. Al regreso, se mostraba sereno, feliz, pero cada vez permanecía más tiempo exhibiéndose desnudo por todo el piso. Con frecuencia, se echaba contra Emilio cuando miraban la televisión, lo que forzaba al actor a separarse o levantarse del sofá. Siempre que le rehuía, el chico fruncía los labios con expresión de rabieta infantil. Emilio tenía los nervios desatados, porque había empezado a tener erecciones cuando lo veía desnudo y manoseándose, erecciones que eran instantáneas cuando se le echaba encima en el sofá.
Se acercaba la fiesta de san José cuando Emilio decidió hablar francamente con él. Le impondría condiciones para la convivencia, para lo que necesitaba más tiempo que las escasas horas de las veladas o los viajes de ida y vuelta a casa de su hermano cada fin de semana.
-¿Conoces las fallas de Valencia? -le preguntó.
-Qué va.
-Llama a tu hermano y dile que este fin de semana no vas a ir a su casa. Pasaremos cuatro días en Valencia.

El viaje fue razonablemente rápido, porque Emilio tomó la precaución de salir a las cuatro de la mañana un día antes de la esperable desbandada de tráfico en dirección a las fallas. Lolo dormitó casi todo el trayecto, de modo que no hubo ocasión de empezar a cumplir el propósito.
Tomaron la habitación que tenían reservada en el hotel Sidi Saler. El día era espléndido; desde la ventana, el mar parecía un terso manto de satén azul resplandeciente bajo el sol de la mañana.
-Vamos a nadar un poco -propuso Lolo.
-El agua estará muy fría.
-No lo creo. De todos modos, podemos tomar el sol.
Efectivamente, el agua no invitaba al chapoteo. Se recostaron en un lugar resguardado del viento. Aunque Emilio sentía sueño, como Lolo parecía muy despejado tras dormir todo el viaje, consideró que había llegado la oportunidad de hablar.
-Escucha, Lolo. Tú sabes que soy homosexual, ¿verdad?
-¿Eres homosexual?
-Oye, aunque sólo tienes quince años, se nota que no acabas de salir del cascarón. No te hagas el sorprendido.
-Sí, lo sé.
-Entonces, deberías saber también que algunas cosas tuyas me causan... desasosiego. Quiero que no andes a todas horas desnudo por la casa y que no me provoques más. No hace falta que hagas nada de eso para que yo quiera ayudarte. Tu hermano es muy importante para mí.
-Ya lo sé.
-Entonces, ¿está todo claro?
Con alarma, Emilio notó que Lolo se ahuecaba la cintura elástica del bañador para que contemplase sin trabas su erección.
-¿Ves, Lolo? Esas cosas me... No hagas esas cosas, por favor.
-¿A qué te refieres?
Evidentemente, aunque menor, había crecido lo suficiente para ser cínico.
-Me estás enseñando la polla dura.
-No, sólo me estaba rascando.
-Pues hazlo cuando yo no te mire.
-Pero tú y mi hermano...
-¿Qué?
-Algo habréis hecho.
-Estás loco.
-El me dijo que tú eres maricón para que estuviera preparado. Si lo sabe, será porque habéis tenido algo que ver.
-Lo sabe porque yo jamás lo oculto. Y no te lo dijo para que estuvieras preparado, para protegerte de mí ni para que me sedujeras. Te lo habrá dicho para que nada en mi vida te coja de sorpresa.
-Pero pareces un hombre.
-Claro que soy un hombre. ¿Ves? ¿Quieres ver una polla? Esta es una polla de hombre. ¿O qué te crees?
-Es una polla estupenda, muy bonita -Lolo sonrió con picardía-, pero ya te la había visto cuando te bañas.
A Emilio le costó digerir la confidencia de que había estado observándole a hurtadillas.
-Ah, ¿sí? Bueno, pues ya sabes que soy un hombre normal.
-Pues mi hermano se entiende con ese concejal con el que sale tanto.
Emilio sintió estupor. El concejal de fiestas era natural de un pueblo vecino al de Tomás; solían confraternizar en una peña regional a donde acudían también sus respectivas esposas.
-¿Con Antonio? ¡Qué equivocado estás!
-Él mismo me lo contó hace ya la tira. Si se acuesta con el concejal, también se acostaría contigo.
-¿Tomás te contó que se acuesta con Antonio?
-Sí. Bueno, no ahora; lo hicieron muchas veces antes de casarse.
-Aunque me cuesta mucho creerte, si eso es verdad te aseguro que conmigo no ocurrió nada parecido. Tu hermano es para mí un artista importante que frustró voluntariamente su carrera; siempre lo quise mucho, pero principalmente porque lo admiro como artista.
Durante la comida, Emilio, que se había sentado frente a Lolo en lugar de a su lado, para que no le rozara la pierna, permaneció todo el tiempo absorto, tratando de digerir el dato sobre Tomás y el concejal. Dudaba que fuera cierto.
A lo largo de dos días, Lolo no dio muestras de respetar el pacto. En la habitación, estaba todo el tiempo desnudo, cuando salían por la noche se pegaba a él como una lapa, y en la playa, procuraba con toda clase de pretextos que viera sus erecciones reforzadas por el sol.
La tarde del día que se produciría la cremá de las fallas, Emilio dispuso que durmieran la siesta, dado que iban a pasar toda la noche de fiesta. Recién subidos a la habitación tras la comida, Emilio entró en el baño para lavarse los dientes. Cuando volvió a la habitación, se paró en seco porque encontró a Lolo despatarrado en su cama, completamente desnudo, acariciándose el pene erecto. Era la primera vez que lo veía desde ese ángulo y parecía descomunal.
-Ayúdame, Emilio, por favor.
-¡Qué estás diciendo!
-Sólo un poco. Mira mi polla, ¿no te gusta? Estoy que reviento.
Emilio se vistió precipitadamente para salir al pasillo. Pasó toda la tarde mirando la televisión en la cafetería.
Salieron a recorrer las fallas al anochecer, ambos con el ceño adusto. Ante cada uno de los efímeros monumentos, Emilio tuvo que explicarle el significado humorístico, dado que Lolo no parecía haber recibido en su pueblo mucha información sobre la actualidad. Pasadas las once de la noche, cuando contemplaban la falla oficial ante el ayuntamiento, Lolo le dijo:
-No te muevas de aquí. Voy a mear.
Tardó casi una hora en volver. La multitud envolvía a Emilio y la falla estaba a punto de ser incendiada. Sintió alguien fuertemente pegado a su espalda; fue a retirarse y como el sujeto forzó más la presión haciéndole notar su erección, que trataba de encajarle entre los glúteos, giró la cabeza. Era Lolo. Se volvió hacia él, notando en seguida el brillo de sus ojos dilatados.
-¿Por qué has tardado tanto?
-No te encontraba.
-No me he movido de aquí.
-Pero yo no estaba seguro de qué sitio era donde te dejé.
-Estás mintiendo.
Lolo reía con extravío, lo que maculaba su belleza con un velo desagradable.
-¡Has fumado un porro!
-Habla más bajo.
-Esto no es lo que habíamos acordado. Creo que ya no podré soportar más esta situación.
Asistieron a la cremá en silencio. Constantemente, Lolo le pasaba el brazo por la cintura o se pegaba fuertemente a él con toda clase de simulaciones aunque nadie le empujase.
-En vez de irnos mañana -dijo Emilio cuando de la falla oficial sólo quedaban rescoldos-, será mejor que nos vayamos ahora mismo, para no tener problemas de tráfico. Vamos al hotel a coger el equipaje y pagar.
-No, Emilio, por favor. Descansemos esta noche y pasemos mañana el día en la playa, como habías previsto. Estoy pasándolo muy bien todo el tiempo contigo. En Madrid nunca estás conmigo más de dos horas, con tanto como trabajas.
-Esto se va a acabar, Lolo. No has cumplido el pacto. Yo no quiero ser responsable ante tu hermano de que te conviertas en un drogadicto a mi lado.
-Te juro que no lo voy a hacer más.
-No te creo.
-Haré todo lo que tú me digas. Ya no me verás desnudo ni intentaré más que me quieras. Pero no le digas nada a Tomás, por favor. Déjame estar contigo.
Emilio pasó el viaje dudando y cavilando. Lamentaba su propia decisión de acabar el asunto, pero era demasiado angustioso lo que estaba pasándole. La atracción que Lolo ejercía sobre él acabaría obligándole a rendirse casi sin darse cuenta; ello representaría una ofensa a Tomás y, en esencia, un acto repugnante, porque Lolo sólo tenía quince años y él iba a cumplir cuarenta y cuatro. Tenía que acabar.
Como lucía el sol cuando entraron en Madrid, en vez de conducir hacia su piso, se dirigió a la casa de Tomás.
-Bájate, Lolo.
-Por favor.
-No. El asunto ha terminado. Esta noche te traeré el equipaje que tienes en mi casa.

Tomás le llamó a las cuatro de la tarde. Debía de hacer muy poco tiempo que había salido del trabajo.
-Eres un sinvergüenza -dijo como respuesta al saludo.
-¿Qué significa esto, Tomás?
-Te entregué a mi hermano, confiando que lo respetarías. Me había equivocado contigo, toda mi confianza era una estupidez, porque has llegado al colmo de llevártelo a tu cama y enseñarle tu polla de pervertido. Al final, resulta que eres una maricona asquerosa, que no se para ante un niño.
-¿De qué estás hablando, Tomás?
-Sabes muy bien de lo que estoy hablando, Emilio. Mira, esta noche voy a pasar a recoger su equipaje, pero como no quiero ni verte la cara, déjalo a mi nombre en el bar que hay bajo tu piso. Y no quiero volver a verte.

El primer día de rodaje tras la pausa del puente de san José, Emilio notó por la tarde cierta tensión en su entorno. Finalizada la grabación, Parrondo lo llevó aparte.
-Oye, Emilio, vamos a eliminar tu personaje de la serie.
-No comprendo. La semana pasada, me diste guiones para siete capítulos y me dijiste que los estudiara.
-Sí, pero las circunstancias han cambiado.
-¿Cuáles circunstancias?
-Mira, con sinceridad, Emilio: no puedo permitirme escándalos en este rodaje. El guión ya es lo bastante audaz como para exponerme a que los periódicos caigan sobre mí como fieras.
-Sigo sin comprender, Carlos. ¿De qué clase de escándalo estás hablando?
-Joder, Emilio, ¿no te parece suficiente escándalo que hayas tratado de montártelo con un niño?
-¡Eso es una calumnia!
-¿Calumnia? El chico ha venido esta mañana con su cuñada a hablar conmigo, llorando los dos a lágrima viva. La verdad, Emilio, te tenía en mejor consideración. Ahora veo que eres un sujeto indigno de confianza. Sube a administración. Tienes la liquidación preparada.

Durante cuatro días, Emilio trató de salir del estupor no parando de hablar por teléfono con todas las productoras. En realidad, carecía de urgencia, pues disponía de ahorros para aguantar, pero necesitaba retomar inmediatamente la rutina de su vida para que el absurdo de la situación no le rompiera los nervios.
Mas descubrió con alarma que el rumor había circulado profusamente en el medio. Gente con la que había trabajado en el pasado con resultados excelentes, se excusaba con argumentos poco creíbles y, al final, todos aludían a la dificultad de trabajar "con alguien así".
¿Qué hacer? La bola de nieve había crecido hasta un volumen avasallador en sólo cuatro días. Ir a hablar con Tomás no le serviría de nada. Mucho menos, intentarlo con Lolo. Ni siquiera le permitirían acercarse a él.
Sonó el timbre del intercomunicador.
-¿Quién es? -preguntó.
-¿Es usted don Emilio Bélmez?
-Sí, ¿quién es usted?
-Somos policías. Tenemos que hablar con usted.
Tras un interrogatorio breve, durante el que le explicaron que había sido denunciado por intento de violación y por corrupción de menores, fue empujado hasta el coche celular, esposado.
Pasó la noche entre pesadillas en el camastro que le proporcionaron después de tomarle las huellas dactilares, fotografiarle y obligarle a entregar el contenido de los bolsillos. Por la mañana, le llevaron a una sala que parecía una enfermería.
-Bájese los pantalones y los calzoncillos -le ordenó el hombre de la bata.
Una vez que lo hizo, y tras examinar atentamente sus genitales, afirmó:
-Sí, coincide con la descripción.
A continuación, entró un policía con una cámara polaroid. Fotografió sus genitales desde tres ángulos.

La primera que vez que despertó en la cárcel, le costó identificar dónde se encontraba. Le anestesiaba el pasmo, la incomprensión de por qué había llegado a ese lugar, a esa situación, a ese infierno.
Notó en los pasillos por donde se dirigía hacia el comedor que algunos de los internos y todos los funcionarios le miraban con atención y volvían la cabeza para observarle cuando se cruzaba con ellos o le adelantaban, como si todos conocieran su cara.
Todo actor sueña con que eso le ocurra algún día, que los desconocidos se fijen en él con curiosidad, que reconozcan su rostro, sentirse acosado por las miradas de admiración. Pero las miradas que ahora le dedicaban no reflejaban admiración, sino chispazos de expectativa alerta, desdén y odio. En todas las expresiones resultaba patente la repugnancia.
Comprendió el motivo con la primera ojeada que dio al televisor. El telediario repetía la que, al parecer, constituía la noticia bomba del día y que seguramente era la enésima vez que transmitían esa mañana. Su cara, en primer plano a foto fija, presentaba en el ángulo inferior izquierdo de la pantalla un rótulo que rezaba: "Acusado de corrupción de menores". También el periódico que leía el funcionario de la garita de control publicaba su rostro en primera plana. Pudo leer el título al pasar: "El actor Emilio Bélmez, detenido por violación".
Se había materializado en mala hora el sueño de aparecer en todas las noticias del día. Ahora alcanzaba una celebridad que veinte años de trabajo no habían conseguido; repentinamente, era el actor del que más se hablaba. Para su desgracia, la riada de celebridad no le conducía al estrellato del teatro ni de la televisión, sino que cavaba una fosa sin fondo a sus pies.
Estaba hundido para siempre. Jamás conseguiría rehabilitarse de la calumnia que todos creían y seguirían creyendo aunque algún día la justicia le declarase inocente. El resto de su vida tendría que cargar con la culpa de un pecado no cometido. Si el juez, como parecía lógico y justo, no llegaba a reunir las pruebas necesarias para condenarle, ello carecería de virtualidad; conservaría para siempre jamás el sambenito.
Terminado el desayuno, mientras andaba por el pasillo por donde le habían mandado circular, alguien le aferró el brazo y le empujó hacia el interior de lo que parecían un taller de mecánica, al tiempo que otros cuatro o cinco presos le cercaban propinándole golpes y tarascadas. Dentro, siguieron más golpes, rodillazos, puñetazos que le hicieron sangrar la nariz y los labios al instante. "Violador asqueroso", decían. "Maricón degenerado" mascullaba uno que, situado tras él, le bajó el pantalón. Entre patadas e insultos, fue sodomizado sin tregua durante cerca de dos horas por los hombres que habían formado una fila impaciente y exaltada, donde todos pugnaban disputándose el turno.

Siete meses en la cárcel, siete meses de comer bazofia, de asistir al espectáculo alucinante que componían los condenados, picándose en las duchas, realizando públicamente sus masturbaciones y sus encuentros sexuales, y él teniendo que defecar entre ellos, duchándose entre ellos, degradándose en medio de una caterva de seres desahuciados en su mayoría del género humano.
Un día, reconoció, con un estallido de rabia y desesperación, a Lolo en la pantalla del televisor. Protagonizaba una serie cuyo personaje principal parecía que hubiera sido inventado a su medida, un chico perverso que capitaneaba un grupo de casi delincuentes juveniles a quienes un sacerdote trataba de rescatar del fango. La proximidad de la cámara le dotaba de un atractivo diabólico; el maquillador había hecho un trabajo excelente, reforzando el dibujo inquietante de sus pómulos y su mentón y ensombreciendo sus párpados para que resaltase el gris mefistofélico de sus ojos. La productora era la misma para la que Emilio había trabajado por última vez. El director, Carlos Parrondo.
Se le escapó una lágrima de rabia y, sintiéndose incapaz de resistir más, pidió que le permitieran telefonear a su abogado.
Para pagar la fianza, tuvo que vaciar la libreta de ahorros.
El día que, finalmente, le dieron la libertad condicional, le quedaban sólo unos miles de pesetas.
En cuanto llegó a su casa, y luego de revisar los estadillos del banco acumulados en el buzón, calculó que los próximos recibos domiciliados del alquiler, la luz, el agua, el gas y el teléfono serían devueltos el mes siguiente. Llamó ansiosamente a todas las productoras y a todos los amigos que creía tener en el medio. Los proyectos se encontraban en marcha, la próxima temporada quedaba lejos, nadie le dio esperanzas, todos murmuraron disculpas que no disimulaban la prisa por cortar la comunicación.
Malcomiendo a base de enlatados caducados que habían permanecido en la cocina y la nevera cuando la detención, siguió obsesivamente durante tres semanas los capítulos de la serie protagonizada por Lolo. Parrondo sabía sacar partido de su ambigüedad, de la pervesidad sugestiva de su mirada, de su ingenuidad malvada, del atractivo machoinfantiloide de su exuberante cuerpo. Iba a arrasar. Estaba arrasando ya, porque varias revistas de chismes y de televisión lo habían sacada en la portada.
Tenía que hablar con él, comprobar de cerca que tanta perfidia existía verdaderamente en una mente tan joven, que no había actuado bajo la influencia de su cuñada o de su hermano, a quien tanto había querido.
Se contempló en el espejo colgado sobre la consola junto a la puerta de salida del piso. Tenía mal aspecto. Volvió sobre sus pasos para darse un masaje balsámico en la cara y echarse una gota de colirio en los ojos.
Mientras ponía el coche en marcha, se preguntó cuánto le darían por él si decidía venderlo, aunque esa era la manera más directa de quedar imposibilitado de recorrer las localizaciones de extrarradio donde funcionaban las televisoras. Sin coche, tendría que renunciar a seguir buscando trabajo. Pero, ¿qué otra opción tenía?
¿Qué iba a decirle a Lolo que él no supiera de sobra? Indudablemente, siendo el actor principal de su drama, sabría de su detención y de los siete meses pasados entre cochambre humana, y tenía por fuerza que imaginar el boicot laboral, el cerco social. ¿Tan insensible y cruel era en realidad? Tenía que obligarle a afrontar la mirada de sus ojos, ver si eran capaces de sostener la suya sin cerrarse de vergüenza, ver si era capaz de afirmar en su presencia lo mismo que le había dicho a su hermano, primero, y después al juez instructor.
El portero del plató le saludó cordialmente y le abrió la puerta con una sonrisa. El hombre ignoraba su desgracia y creía que volvía al trabajo.
Presenció más de una hora de grabación. Lolo era un actor natural formidable; Parrondo apenas tenía que corregirle los movimientos de las manos; la voz, en cambio, exteriorizaba a la perfección la malignidad del personaje, lo mismo que sus expresiones y la mirada con que traspasaba la cámara.
Dada por buena una escena, Parrondo anunció un receso de media hora.
Hubo el clásico trasiego de cámaras, eléctricos, decoradores, maquilladoras y scripts. Emilio notó que Lolo le había descubierto.
Se alzó de su asiento y acudió presuroso hacia él, seguido por la mirada de Parrondo, severa y muy dura cuando comprobó a dónde se dirigía.
-Emilio, qué alegría verte.
Su cinismo rayaba en lo vomitivo.
-¿Estás bien? -preguntó Lolo con tono de inocencia-. He oído que no tienes trabajo. Si quieres ayudarme con los ensayos, puedo pagarte bien. Dame un beso, tenía muchas ganas de verte.
Se echó con los brazos extendidos hacia el cuello de Emilio. Antes de completar el abrazo, cayó al suelo con el corazón partido.
Emilio contempló en trance el cuchillo ensangrentado que aferraba su mano.

jueves, 29 de abril de 2010

XANA DE TARDE EN TARDE

El anuncio de la revista "Integral" pedía "un ayudante para ciertas tareas campesinas, que no fume, que tenga coche o furgoneta y esté dispuesto a acompañarme a vender productos naturales en mercadillos". Incluía un número de teléfono con el prefijo 985, pero no indicaba más señas.
Dejó abierta la revista por la página de anuncios, sujeta con el cenicero, y se retrepó en el asiento. ¿A qué zona correspondería el 985? No disponía de mapas ni de esas agendas donde relacionan los prefijos. Más tarde, se acercaría al locutorio de Telefónica, a ver; antes trataría de imaginar cómo podía ser la mujer que buscaba un ayudante, a quien ofrecía "vivienda, comida y pequeña ayuda económica". ¿Joven?; no demasiado, de otro modo no encargaría esa clase de anuncio. ¿Vieja?; tampoco, temería a los desconocidos. Debía de estar entre los cuarenta y los cincuenta, probablemente una viuda cuyos hijos habían emigrado del campo a la ciudad, en busca de nuevos horizontes.
Antes de llamarla, calcularía si iba a ser capaz de dejar de fumar, ya que la anunciante especificaba esa exigencia. De todos modos, estaba fumando cada día menos, obligado por las circunstancias, ya que sólo le quedaban catorce mil pesetas y no aparecía en el futuro inmediato la posibilidad ni siquqiera remota de conseguir empleo. Podía dejar de fumar, por supuesto que sí.
Damián Sanz tenía treinta y nueve años, y era cuanto podía afirmar que tenía, aparte del coche, porque lo había perdido todo hacía diecisiete meses. Todo. Siete de años de trabajo en un bar, donde, a los treinta, sepultó todos sus ahorros; siete años había resistido, trabajando hasta veinte horas diarias, y nunca había podido más que sobrevivir cercado por las deudas. Un desahucio por orden del banco le había quitado ese precario medio de supervivencia a los treinta y siete, y descubrió con desolación, y furor, que la Seguridad Social no le reconocía ningún derecho a subsidio de paro aunque había cotizado escrupulosamente, como autónomo, todos los meses de esos siete años. No había nadie dispuesto a dar empleo a un hombre con treinta y siete; los anuncios lo dejaban claro: "máximo 30 años", decían la mayoría y los que no, situaban el límite a los veinticinco o veintiséis. Nadie le iba a emplear y los gobernantes le sugerían por activa y por pasiva que debía convertirse en un mendigo... o suicidarse. La Seguridad Social le condenaba a muerte.
Diecisiete meses había sobrevivido malvendiendo sus pertenencias. Ahora, el coche era lo único que tenía. Y treinta y nueve años. Y una habitación cedida por un amigo... "pero sólo un par de meses, ¿eh?", y habían pasado tres ya.
Le gustó la voz de la mujer. Le pareció una descortesía preguntarle la edad, pero estaba claro que no era vieja. La voz sonaba clara, sin falsetes ni resoplidos. Tirando por lo alto, podía tener unos cuarenta y cinco.

La cita era en una gasolinera de carretera cercana a Pola de Lena "porque si te digo que vengas en el coche hasta la aldea, te resultaría muy complicado encontrar el camino". Ella iba a viajar en autobús hasta Pola y luego tomaría un taxi hasta la gasolinera. Sólo le había dicho que vestiría una zamarra roja y que se llamaba Lina; a su vez, Damián le había descrito su ropa, una pelliza azul oscuro y un vaquero.
Era la hora del café de sobremesa en el restaurante de la gasolinera y el mostrador estaba lleno; a lo largo de la barra, sólo vio una zamarra roja. Examinada de perfil, la mujer tenía una apariencia desagradable; algo gorda, el pelo aparecía desgreñado y mostraba en el perfil una doble papada. ¿La abordaba?, ¿qué otra salida tenía? Había gastado en gasolina un pico importante de todo su capital y ya le había devuelto la llave de la habitación a su amigo. Se acercaría, qué remedio.
La mujer volvió la cabeza hacia él y, al reconocerlo, le sonrió. Damián había debido de sufrir alguna clase de ilusión óptica; enfocando mejor su mirada, la mujer no sólo no era gorda, sino que poseía una bellísima sonrisa, hermoso pelo castaño muy claro y ojos vivísimos, chispeantes de luz, de color verde mar. No debía de tener más de treinta y cinco años. El corazón de Damián se aceleró.
-¿Has tenido buen viaje?
La voz sonó algo rasposa, diferente de la musicalidad que había escuchado a través del auricular del teléfono.
-Sólo en los últimos kilómetros aparecieron dificultades. El pavimento está helado y no traigo cadenas.
-Ahora compraremos un juego.
Esta vez, la voz sí era la misma del teléfono. ¿Qué cosa extraña ocurría con sus sentidos? En menos de dos minutos, había sufrido una alucinación visual y otra auditiva. Estaría más cansado de lo que suponía, a causa del viaje... y el ayuno.

Tras comprar el juego de cadenas y colocarlo en las ruedas, Damián condujo según le fue indicando Lina.
-Mi casa está al borde de un parque natural protegido -afirmó.
A pesar del frío, conforme ascendía por el estrecho camino, Damián descubrió que estaba cruzando el umbral de un paraíso. Valles y montañas completamente verdes, umbríos en unas laderas y esplendorosos en otras. ¡Cuánta belleza encerraba esa tierra! No esperaba que cuanto le habían dicho sobre el paisaje asturiano fuera verdad, pero la realidad superaba las descripciones. Para un mediterráneo como él, el panorama, que encerraba todos los matices imaginables del verde, parecía mágico, sobrenatural, impresión acentuada por los jirones de niebla que ascendían de algún riachuelo oculto por el bosque. Se repitió a sí mismo que entraba en el paraíso, un mundo prodigioso donde cualquier sueño se podía materializar, donde todos los encantos serían posibles. ¿Había acabado el sufrimiento de diecisiete meses?
Tenía la mirada fija al frente, para no resultar descortés observando a Lina con descaro. Su cansancio era, evidentemente, muy intenso, a causa de lo mal que se había estado alimentando las últimas semanas, ya que, en ocasiones, miraba de reojo las piernas de la mujer sentada a su lado y eran unos cilindros gruesos, informes, incluso algo repulsivos, pero cuando fijaba la mirada para constatar la observación, resultaban ser unas piernas muy bien torneadas, como si fuese Marlene Dietrich quien viajaba en el asiento del copiloto, una diosa con todas las sugestiones de una fantasía cinematográfica.
-Ahí es -señaló Lina hacia una construcción de piedra, alzada junto a media docena más de edificios campesinos.
Se trataba de una casa pequeña, pero de aspecto muy acogedor. Tenía las ventanas pintadas de verde y había muchos tiestos en los alféizares; aunque no presentaban la sensualidad multicolor de las macetas mediterráneas, éstas proporcionaban a la vivienda una pincelada de mimo, revelando que su dueña era una persona primorosa y de buen carácter. Una vez estacionado el coche, cuando Damián fue a trasladar su equipaje, Lina tomó la maleta más pesada.
-No, por favor -dijo Damián, algo escandalizado-. Ésa la llevo yo. En realidad, no tienes por qué cargar ninguna.
-¿Qué te has creído, que soy una damisela raquítica? -la expresión de Lina no tenía nada de humorística aunque la frase lo fuera. Parecía enojada.
Algo hizo que Damián presintiera que no era conveniente contradecirla.

El piso superior de la casa era diáfano y sólo un biombo separaba el espacio que serviría de dormitorio para Damián del perteneciente a Lina. La situación no dejaba de resultar extraña, puesto que esa hermosa y apetecible señora parecía no temer su proximidad, ya que no oponía verdaderas barreras a un desconocido, a quien ni siquiera le había pedido fotocopia del carné de identidad como medida de precaución. Damián decidió no romperse la cabeza con las conjeturas; si ella no le temía, él tenía aún menos que temer. Una vez deshecho el equipaje, Lina llamó desde abajo:
-¡Damián! la cena está preparada.
Cuando inició el descenso por la escalera de madera y sin pasamanos, Damián llegó, definitivamente, a la conclusión, de que sufría un agotamiento muy agudo, ya que le pareció que todo el piso inferior estaba envuelto en brumas; mas la neblinosidad de sus ojos se despejó al bajar el último peldaño. De repente, la gran sala-cocina estaba muy cálidamente iluminada por la luz eléctrica y el fogón, y la sólida mesa de madera presentaba un banquete principesco, que Lina había preparado y dispuesto en sólo los veinticinco minutos que Damián había tardado en ordenar su ropa y enseres.

Despertó por el ruído que Lina producía al trajinar en la cocina. Antes de salir de la cama, Damián halló sorprendente su estado, tanto físico como mental. No había sido asaltado durante la noche por las pesadillas angustiosas que perturbaran sus noches los últimos diecisiete meses, sino todo lo contrario; había protagonizado un sueño maravilloso; sí, tenía que ser un sueño, porque tales cosas nunca ocurren en la vida real: el ascenso al paraíso, la plenitud de sus facultades viriles ejercidas hasta el vértigo, el recorrido por senderos cubiertos de colores y perfumes arrebatadores, el viaje de retorno a la adolescencia que revelaba la humedad de su calzoncillo. Sentíase vigoroso y colmado de posibilidades. Miró el reloj; sí, todo eso tenía que ser un sueño, había dormido profundamente y sin interrupciones más de ocho horas, algo que había olvidado que fuese posible. Debía prepararse para el trabajo; se puso la ropa apropiada y bajó. Otra vez tuvo la impresión, desde lo alto de la escalera, de que el piso inferior estuviera envuelto en brumas grises, una oscuridad lechosa que lo desdibujaba todo, pero cuando su pie derecho tocó el suelo de grandes losas de piedra, descubrió que no había bruma, que todo estaba lleno de color, la madera pintada de azul, el mantel rojo, las flores silvestres y las ristras de embutidos caseros que colgaban de la chimenea del hogar. Lo único que contiuaba siendo impreciso era la silueta de Lina, vuelta de espaldas a él. Mas, cuando giró la cabeza para saludarle, brilló más que toda la estancia. Una presencia refulgiente que retumbó en su pecho como una buenaventura.
-Buenos días, Damián. El desayuno estará en un par de minutos.
-Me alcanza con un café.
Lina rió como si sonaran campanas de cristal, caramillos y ocarinas.
-Los del sur no sabéis comer para un clima como el nuestro. Necesitas muchas calorías para enfrentarte al clima montañés.
-,Qué trabajo hago esta mañana?
-¿Tienes que preguntármelo? Tú, sal al terruño, y que te lo dicte la intuición.
Damián halló harto sorprendente la respuesta. Después de todo, se trataba de una mujer que hacía frente a la vida en soledad, y quién sabe cuáles serían sus rarezas. Lina colocó en la mesa, ante él, un plato muy grande sobre el que se le ofrecía la comida más opípara que había tenido en diecisiete meses: dos huevos, chorizos, una morcilla, panceta y patatas fritas con cebolla, un tomate asado y una remolacha pelada. Al lado, un trozo de pan que, por sí solo, representaba una golosina, de tan crujiente y bien dorado. Mientras comía con un voraz apetito que ignoraba sentir, Damián volvió a preguntar:
-¿No has pensado qué quieres exactamente que haga?
-Mira el campo, y decide tú.

El campo era una retazo de huerto que parecía dibujado en un envase de herbolario; los caballones, trazados con tiralíneas, dibujaban rectángulos llenos de yerbaluisa, menta, sésamo, romero, tomillo y otras muchas plantas imposibles, si tomaba en consideración que el otoño estaba a punto de acabar y que el paisaje que ascendía por la ladera de la montaña aparecía cubierto de escarcha. Curado de asombro, Damián supuso que alguna clase de prodigio creaba un microclima en el terreno cercado de aulagas doradas de flores, zarzamoras a punto de abatirse por el peso de los frutos y endrinos rebosantes de bayas. Sin la menor extrañeza, recolectó con cuidado todo lo que le pareció que estaba maduro como para ser ofrecido en el mercadillo, hizo atados en manojos pequeños que se pudieran vender, lo dispuso todo en un poyete de piedra adosado a la casa y llamó a Lina.
-¡Maravilloso! -alabó ésta-. Veo que mereces tu suerte.
Damián observó a la mujer, tratando de encontrar sentido a la frase de significado inextricable. ¿Suerte?, sí, era una suerte inmensa sentirse como se sentía después de diecisiete meses de zozobra. ¿Merecimiento?, sí, merecía esa suerte porque había anhelado hasta la extenuación una salida y, una vez que la había encontrado, estaba dispuesto a cualquier sacrificio por conservarla.
-Pues nada hará que la pierdas -dijo Lina, y Damián se preguntó si, en lugar de meditar, había estado hablando en alta voz.

Sólo permanecieron dos horas y media en el mercadillo, porque todas sus mercancías se agotaron en ese tiempo. Antes de poner el coche en marcha, Damián extrajo el dinero y lo fue ordenando sobre el salpicadero.
-¿Qué estás haciendo? -preguntó Lina.
-Presentarte cuentas.
-El dinero no me interesa y ni siquiera conozco su valor. Guárdalo, me ofende mirarlo.
-No comprendo.
-Tú manejarás el dinero. Te ocuparás de que todo funcione.
Damián seguía sin comprender. Tal vez se trataba de una prueba; sí, eso tenía que ser: Lina quería comprobar su grado de honradez. Pues bien, no necesitaría realizar ningún esfuerzo, porque se sentía tan portentosamente bien, que en modo alguno tomaría una moneda que ella no le hubiera autorizado ni haría nada que la ofendiera, ni siquiera que pudiera enojarla.
-Toma -dijo Lina, ofreciéndole una manzana que sacó de su bolsillo.
Sin apartar la mirada del camino por donde transitaban ni soltar el volante, Damián miró de reojo la fruta; de forma perfecta y brillante, su color iba del amarillo al granate. Una manzana recortada de un cuadro holandés.
La mordió distraídamente, porque la vía era muy estrecha y sinuosa, y el terreno debía de estar resbaladizo por la helada. En el momento que el trozo de manzana entró en contacto con su paladar, fue como un estallido de pirotecnia levantina, como si cada uno de los átomos de su boca hubiera sido alcanzado por un estruendo de sabor visible como luces mágicas. Comió con avidez anhelante la totalidad del fruto, como si de ello dependiera el resto de su vida. Después de experimentar un placer palatial de esa intensidad, nunca sería capaz de saborear una manzana que no le hubiera entregado Lina.
Sonrió. Sí, el tormento de diecisiete meses de incertidumbre había terminado. Miró de reojo las hermosísimas piernas de la mujer; la deseaba, pero sólo se atrevería a mirarla reveladoramente cuando ella se mostrase dispuesta. ¡Qué feliz podía ser a su lado! Tanto, que haría esfuerzos sobrehumanos para merecerla. Nada apetecía que no fuese una vida eterna compartida con Lina.

¿Has visto qué buen mozo acompañaba hoy a Lina? -comentó la cacharrera a su marido, mientras recogían el tenderete junto al que había desarmado el suyo Damián.
-¿Cómo lo habrá pescado, a sus años?
-¡Quién sabe! El chico parecía muy feliz.
-Pero no tendrá ni cuarenta años...
-Lina es Lina.
-En su aldea aseguran que viene de una estirpe muy antigua de xanas.
-Pues será xana de tarde en tarde, Arturo, porque, si no, no habría sufrido aquel accidente que la tuvo a punto de morir en el hospital.
-Sí, pero con los casi ochenta años que tiene, cualquiera que no fuese xana habría muerto y ¿qué vemos ahora? A una mujer que parece tener las ganas de vivir propias de una muchacha. ¿No has visto cómo lo miraba?
-Era amor correspondido, Arturo. Él la miraba igual.

miércoles, 28 de abril de 2010

ESCENA BUfA DEL SOFÁ


VERSIÓN BUFA DE LA ESCENA DEL SOFÁ
Para ser representada casi en víspera de Difuntos en el programa de Pepe Navarrro,LA SONRISA DEL PELÍCANO. Personajes: don Juan, PEPE, doña Inés, LOLES LEÓN
pepe me dijo que se habÍa reído mucho leyéndolo, pero que iba a hacer una escena "adlibitum" con la Veneno.


DON JUAN TENORIO DEL PELÍCANO

Juan:
¿A dónde vais, doña Inés?

Inés:
Dejadme salir, don Juan.

Juan:
¿Que os deje marchar?

Inés:
Dejadme,
que si no vuelvo a las once
mi padre me quitará
la mesada, y me pondrá
carabina por las noches.

Juan:
A vuestro padre informé
que estáis en mi compañía.

Inés (palmoteando):
Y... ¿podré volver de día
y con vos amanecer?

Juan:
No achuchéis, que la velada
acaba de comenzar.
De momento, procurad
para mí bollo o bocata...

Inés (frunciendo el ceño):
Lo de vos, don Juan, no es
romántico devaneo.
La carpanta os da mareos
y por si mordéis... me iré.

Juan:
Tranquilízate, ricura;
siéntate aquí por un rato,
que me aprietan los zapatos
y tengo dos rozaduras
(se sienta).

Inés:
Tal os pasa por comprarlos
en mercadillo boutiq (ue)
¿Queréis que me siente ahí
para un jamoneo darnos?

Juan:
Esa cruel acusación
ignora lo que me duele
la próstata desde el jueves...
Pues... mi "moral"... descendió.
Mas si vos, al mencionar
"jamoneo" preguntáis
si yo quiero un piscolabis,
¡acabáis de acertar!.

Inés:
¡Quitad, don Juan, ay, quitad
de vuestros labios la hambruna!.
Ved cómo brilla la luna...
¡Quiero con vos retozar!
(se echa encima de él en el sofá)

Juan:
¿No es verdad, ángel de amor,
que en esta apartada orilla
están asando sardinas
y hasta aquí llega el olor?
Y con la "guza" que tengo
mis tripas se convulsionan.
¡Oid, mi bella paloma!

Inés (acercando el oído al vientre de don Juan):
¿Tenéis solitaria dentro?


Juan:
No es solitaria, que es
ayuno de una semana.
Procuradme unas patatas
con costillas... y un café.

Inés:
Oh, don Juan, ¡qué pesadez!
Ya sabéis que en el convento
no nos llega el presupuesto...
¿Vamos, por fin, a yacer?
(Trata de meterle mano).

Juan:
Sentid cómo se estremecen
mis jugos gástricos viles.
¿No tendrán vuestras monjiles
cocinas arroz con leche? (a cada pregunta, Inés niega)
¿O algo de tocino fresco?
¿O un potaje de judías?
¿O un pinchito de tortilla?
¿O un bocadillo de queso?
Mi carne, trémula está
por la carpanta que tengo.
¿Paloma mía, no es cierto
que una baguet (te) me darás?

Inés:
Ni baguette... ni potaje.
¡Si la abadesa se entera!.
Abridme la cremallera
y vos, quitaros el traje
(Trata de meterle mano, él se encoge).

Juan:
Tened por Dios compasión,
tened por Dios caridad...
Una morcilla tomad
y ponedla en el fogón...
o de cerdo unas manitas...
o unas galletas María...
¿No veis, gacela mía,
cómo mi cuerpo se agita?
Inés:
¡Jolines, qué aburrimento!
Yo sí que estoy agitada,
pues llevo una temporada
que ni una rosca meriendo.
Desnudad las galanuras
de vuestro atlético cuerpo
y recorredme este cuerpo.
¡Hacedme mil florituras!
(le ataca de nuevo).

Juan:
Vuestras palabras están
filtrando insensiblemente
mi corazón... Mas traedme
al menos café y croasán...
O un tocinillo de cielo...
¿No podrías, bella estrella
darme donut o madalena
o un flan de coco y de huevo?

Inés:
¡Ah, callad, por compasión,
que oyéndoos me parece
que no tenéis intereses
por mi volcán de pasión!.

Juan:
El solo volcán que anhelo
es la lumbre de un fogón
donde se cueza el mejor
plato de lacón con grelos.

Inés:
¿Cómo podré, ay de mí,
lograr que abráis vuestros brazos
y que me deis un pedazo
del placer que antaño os di?
¡Don Juan, don Juan, yo te imploro
por la gloria de tu mare!:
Olvídate de potajes.
¡Rodemos por los rastrojos.

Juan:
Alma mía, esas palabras
mi hambruna no desbaratan.
¡Podría comerme una vaca
y una docena de cabras!.

Inés:
¿Tal vez Satán puso en vos
tan formidable apetito
para volverte un poquito
o un mucho mariposón?

Juan:
Bueno, un poquito... tal vez,
pues toda esta temporada
de hambre tan desaforada
tuve que desmerecer
y buscarme los bocatas
entre basuras y latas...
¡Hasta que apareció él!

Inés:
¿Él... quién?

Juan:
Don Luis Mejías,
que, muy ladino, ofreció
hacerme rey y señor
de albergue y posadería...
Y tan pronto comprendiera
que entre vos y don Luis
como más allí que aquí...
crucéme hacia la otra acera.

Inés:
En ese caso, abordemos
francamente la cuestión:
Ya no yaceré con vos...
y, por lo tanto, bordemos.
(Cogen dos bastidores y se ponen a bordar)

martes, 27 de abril de 2010

LLAMADLA REINA


Historia mítica de Málaga. La hora de 3.000 años

Llamadla Reina

I
Aquél era para los bástulos un tiempo más proceloso que un torbellino en el mar, una violenta y amenazadora marejada continua donde hasta el optimismo más luminoso e ilusionado naufragaba.
En la guerra terrible e interminable que mantenían desde hacía tantas generaciones como eran capaces de recordar, los hombres se veían obligados a conseguir dureza de roca para sus cuerpos y templaza casi sobrenatural para sus espíritus. Cuerpos capaces de sobrevivir a las heridas más espantosas y espíritus que pudieran sobreponerse a las peores barreras, y superarlas.
Tal espanto cotidiano ocurría en un rincón junto al mar que, sin guerra, cualquiera hubiese considerado el paraíso. La ciudad había sido erigida en tiempo inmemorial, bordeando una estrecha ensenada, casi una ría, que penetraba tierra adentro por donde el río desembocaba, envolviendo la punta rocosa del Monte Ojo, cuya proa negra emergía entre la playa y la rada como un gigantesco barco de titanes varado sobre la arena oscura. Los bástulos convivían con plantas feraces, flores que llenaban el aire de aromas hipnóticos, cardúmenes como plata alborotada en el agua y bandadas de pájaros de cobre y lapislázuli en el aire más diáfano y resplandeciente del mundo. Un paraíso tan disputado por cuantos tenían noticia de su existencia, que nunca se les había permitido disfrutarlo en paz.
Sabían que todo el que contemplaba su ciudad una vez ambicionaba quedarse, expulsándoles a ellos. Sabían que habitaban el más hermoso y ameno de los jardines celestiales, pero aunque los bendijera la diosa Naturaleza con todos los placeres que ambicionaban sus sentidos, vivir era un escalofrío perpetuo a causa la sempiterna acechanza del enjambre de ojos encendidos que difícilmente conseguían entrever al otro lado del Río de la Ciudad, chisporroteando y destilando odio tras las marañas negras de la jungla.
Los veían más con el entendimiento que con la mirada. Aunque no se dejaban ver jamás, presentían que estaban allí, acechando, buscando la ocasión de masacrarlos y expulsarlos del edén. Siempre embozados en la tiniebla viscosa y traicionera. Siempre vivos y amenazadores aunque parecieran sombras de otro mundo. Perpetuamente.
Cada voz llegada del bosque representaba una amenaza y cada mirada entrevista a través de las brumas, una tétrica acechanza, porque las voces aullaban restallando con estridencias de tormenta y las miradas centelleaban como maldiciones infernales.
Mas cuando el dios Sol consentía en desterrar el peligro y el rebalaje se vestía de resol de plata, olvidaban el terror y dejaban de vigilar en derredor como si el dolor y la muerte fuesen fatalidades inminentes. El gozo era tan intenso bajo la luz, que nadie sentía necesidad de soñar gloria más plena, y durante buena parte del paseo cotidiano del dios Sol llegaban a olvidar, descuidándolo, el alerta exigido por la vecindad del horror, que sólo retornaba cuando el dios Sol se zambullía en las profundidades escarlatas donde dormía. Tras el último reflejo rojizo, comenzaba la tensa vigilia en la que toda la ciudad participaba por turnos, que eran siempre los mismos asignados por familias generación tras generación.

II
Cuenta la leyenda que cuando faltaban aún muchos años para que los fenicios se apoderasen de sus playas a causa de la abundancia de búzanos, con los que elaboraban el más extravagante de sus lujos, vestir de púrpura, reinaba en la ciudad el más grande de los reyes bástulos que hubieran conquistado a lo largo de los siglos el Monte Ojo. Se llamaba Zerain, y al contrario que todos sus súbditos, tenía solamente un hijo, un único y amantísimo heredero llamado Calain.
Estaban a punto de cumplirse dos lunas desde que Calain se internara en las selvas del Río de la Ciudad, las mismas dos lunas que el rey Zerain lloraba todas las noches su desconsuelo en la torre vigía, construida con troncos de pinsapos y enramados de quejigos y sabinas, encima de los muros de roca negra.
La torre había servido durante las últimas dos mil lunas para vigilar la esquina noroeste de la fortificación del reino, el único punto por donde los mastienos ululantes podían intentar el asalto secularmente repelido, pero pronto reintentado. Allí, abierta la ciudad al mar prisionero de la ría, no había cómo cerrar la embocadura del río. El límite del reino, su punto más vulnerable y, por ello, el que debía vigilarse más.
Todos los atardeceres subía Zerain a la torre, a otear a través de sus lágrimas la neblinosa selva que era una pared verdinegra a sólo trescientos pasos de la muralla. Escudriñaba en busca de un rastro de la sangre joven de su propia sangre, suspirando para que no hubiera sido vertida por los mastienos, anhelando entre crujidos de su corazón herido poder ver al fin que Calain regresaba vivo e indemne de su rito de iniciación. Agitaba el collar mágico de conchas de búzanos y, alzándolo hacia el cielo, repetía el nombre de Calain.
-Vuelve, Calain, hijo mío -lloraba con la garganta rajada.
Detrás del rey, abajo, en el extenso Llano de los Vítores, intramuros y apisonado por veinte generaciones de aglomeración, los súbditos, tendidos boca abajo en el suelo de tierra, derramaban también lágrimas entre salmodias que rugían por encima del crepitar de las hogueras y los alaridos de las mujeres, ocultas tras las celosías de junco trenzados que cubrían las ventanas de las cabañas. Los destellos del fuego acompañaban los gemidos.
-¡Vuelve, Calain! -gritaban todos al unísono, en un clamor audible aun en las distantes colinas de Entrerríos, donde residía el terror.
-¡Que el dios del Tormento permita que Calain sea mucho más poderoso que los crueles mastienos y vuelva sano y entero! -conjuraba el sumo sacerdote, erguido orgulloso en medio de los orantes tendidos a su alrededor, con la piel teñida de azul por los incontables tatuajes de su rango y la cabeza adornada con una toca gigantesca de plumas blancas y caracolas de nácar.
-Que la diosa del bosque confunda a los mastienos y haga que Calain sea invulnerable -clamaban los bástulos a coro.
Todos se agitaban estremecidos por el temor, espantados por los designios temibles de las fuerzas oscuras, porque si Calain no volvía, no tendrían rey cuando Zerain muriese, ya que el soberano había jurado sobre la piedra del dios Nunca no volver a tomar mujer tras la desaparición de Cálape, la diosa que había parido a Calain. Sin el amparo del “Supremo que habla con los dioses”, los bástulos serían masacrados y barridos por los mastienos.

III
Los bástulos fundaban familias extensísimas, formadas por tantas mujeres como cada hombre era capaz de alimentar, de modo que en algunos casos llegaban a contar centenares de hijos. Lo imponía el afán de supervivencia, porque vivían desde el comienzo del tiempo en guerra permanente con el salvaje reino de mastienos situado junto al Río Mayor. Los soldados de un codicioso rey del oriente, llamado Salomón, que ansiaba apoderarse de las riquezas marinas de sus playas, de la rada, del muro de piedras negras construido por antiguas generaciones de bástulos, del puerto y del Monte Ojo que lo protegía, ayudaban a los mastienos con lanzas que no se rompían y carros capaces de volar, para reforzar sus encarnizados ataques al pueblo de Zerain.
Eran tantos los jóvenes sacrificados en las batallas, y habían pasado tantas lunas desde que la guerra comenzara, que tenían que procrear hijos innumerables para no extinguirse como pueblo. Un pueblo orgulloso que, según afirmaban los “sabios conocedores de las cosas” y el oráculo de la Montaña de la Fuente, había dominado antaño todas las tierras que bañaba el mar y ahora parecía abocado a hundirse en el olvido. Creían firmemente que su destino era reconquistar ese poder, librar a los pueblos marineros de la crueldad salvaje de los mastienos. Multiplicarse y perpetuarse en los hijos era la única vía de mirar con esperanza el futuro.
Zerain sólo había conseguido amar una vez. Como rey, tenía la potestad de tomar para sí a cualquier mujer de su pueblo, soltera o casada; niña, adolescente o adulta. Pero el día que, recién heredado el trono, vio a Cálape sobre el madero que las olas habían entregado a la playa, supo que nunca podría amar a otra. Acababa de lancear un cazón que medía más de cuatro palmos, una maravilla que abandonó coleteando en el rebalaje, para acudir a contemplar la plateada esfinge mágica que le entregaba el mar.
Al primer instante, creyó que era una estatua o un cadáver, pues carecía de temperatura. Luego comprendió que la frialdad se debía a haber pasado, tal vez, muchos días flotando sobre los restos de un barco naufragado. Cuanto palpó su cuello, descubrió que aún le quedaba vida, pero, entonces, Cálape abrió los ojos y Zerain, tembloroso y agitado por un escalofrío, se arrodilló ante ella, convencido de que era una diosa, porque aquellos ojos no eran como los de la gente sino que tenían el color del mar.
Cálape emitía unos sonidos muy extraños que Zerain no comprendió, pero consiguió tranquilizarla con gestos y la llevó en brazos a la Morada de los Dioses, donde el sumo sacerdote le administró una pócima que, poco a poco, fue devolviéndole el movimiento. Una vez que pudo contemplarla erguida sobre sus piernas, con su desnudez de diosa y sus ojos de mar, supo que por fin había encontrado a su reina.

IV
Los festejos nupciales duraron todo el cálido mes de la Estancia del Sol. Los ritos y la magia de la ceremonia ante la Morada de los Dioses parecieron calmar a Cálape lo suficiente como para dejar de debatirse, lo que no había parado de hacer desde el mismo instante en que, luego de ser rescatada y reconfortada, se sintió lo bastante fuerte como para valerse por sí misma.
En el cuerpo a cuerpo, Cálape era como un uro furioso y Zerain se vio obligado a contenerse a lo largo de muchos días, mordiéndose los labios hasta sangrar, porque la hermosa diosa de ojos como el mar se mostraba capaz de vencer a un hombre y él, que acaso pudiera abatirla, no quería golpearla ni forzarla en ningún sentido ni circunstancia. Sólo ansiaba que ella correspondiese su amor.
Pero el día de la boda dejó de agitarse y gritar, y de dar patadas y arañazos cuando seis ancianas entraron en la cabaña con grandes ramos de flores entre los brazos y todos los objetos y prendas de su acicalamiento. Tras un momento de duda recelosa, Cálape paró de aullar y de componer ademanes de amenaza, y aceptó la manipulación de su cabello y que extendieran en sus mejillas y en toda la cara los tintes y unturas con que realzaron su belleza.
Cuando fue conducida a través del llano hasta la Morada de los Dioses, se mostraba serena y hasta creyeron algunos de los presentes que había esbozado una sonrisa. Así le pareció también a Zerain, que no conseguía interesarse por nada que no fuese la contemplación absorta del hermosísimo rostro.
Terminados los rituales oficiados por el sumo sacerdote, durante los que ella permaneció quieta y con los ojos muy abiertos, siguieron los cánticos, el baile y la simulación colectiva y pública del acto con que Zerain y Cálape tendrían que consumar su matrimonio. Empezaron con el baile en ruedo, los hombres con las manos entrelazadas, las mujeres dentro del círculo, fingiendo desinterés e inclusive simulando ignorar la presencia de los hombres. Éstos vestían la corta túnica blanca ceremonial, de lino, que les descubría las piernas y los brazos profusamente enjoyados de aros de metal brillante y sartas de caracolas de nácar. Las mujeres que participaban del baile lucían las galas más abrumadoras y abundantes que dictaba la tradición; sus túnicas teñidas de azul les cubrían hasta los pies y llevaban velos sobre la aparatosidad enjoyada de sus peinados, caídos sobre sus hombros prácticamente ocultos bajo los seis o siete collares que cada una portaba.
Los movimientos de ellas eran suaves, casi etéreos, mientras que los de ellos eran enérgicos, entre saltos, elevación de los pies por encima de la cabeza de ellas y giros rapidísimos.
Cuando todos los cuerpos masculinos se cubrieron de chorros copiosos de sudor, la cadencia de los timbales se amortiguó y todos cambiaron los brincos y evoluciones por una cadencia perezosa, como si en ese instante preciso se hubieran percatado de la existencia de las mujeres. Simultáneamente, ellas se volvieron hacia ellos con lentitud y alzaron los brazos abiertos en actitud de aceptación.
Entonces, ellos se despojaron de las túnicas y se acercaron a las mujeres, que les acogieron entre sus brazos, quedando ambos cubiertos por el manto. A continuación, aumentó nuevamente, poco a poco, el ritmo de los timbales mientras se agitaban voluptuosamente por parejas, como si estuvieran amándose en un rito colectivo de fertilidad.
Como no podía dejar de contemplarla, el rey Zerain detectó en los ojos de su esposa la comprensión de lo que estaba sucediendo que, por sus bruscos cambios de humor, no había llegado a entender durante la larga ceremonia; de repente, cayó en la cuenta de que acababa de casarse. Lo miró con expresión de horror, se alzó con lentitud de la estera donde ambos estaban recostados, tomó una lanza y trató de atravesar con ella a su esposo y, a continuación, advirtiendo la conmoción y el alboroto que su actuación producían, gritó de una manera sobrehumana y echó a correr hacia el mar.
Tras correr tras ella con los peores presagios en el pecho, Zerain tuvo que esforzarse a fondo para conseguir rescatarla, puesto que Cálape parecía haber tomado la decisión de alcanzar a nado su lejanísimo país o, de lo contrario, morir en el intento. Con un desgarro en el alma, Zerain golpeó la cabeza de Cálape hasta conseguir que perdiera el conocimiento. De tal modo pudo remolcarla hasta la orilla.

V
-Tienes que domarla, Zerain –dijo el sumo sacerdote al rey-. Existen en nuestro pueblo muchas tradiciones para un caso como éste. Se te permite azotarle el culo hasta que sangre y, aunque afirmes que no deseas mancillarla, da la impresión de que no te queda otro camino. Aunque te repugne pegarle, recuerda que cuentas ya veintitrés soles y debes dar a los bástulos un heredero. De lo contrario, no olvides que tienes cuatro parientes de sangre que sueñan con ocupar tu puesto. Y que intrigan con malas intenciones, si tienes memoria para ello, y podrían buscar la manera de perderte.
Zerain dejó vagar la mirada en torno. Había llamado al sumo sacerdote a su lugar favorito, la torre más cercana al mar y la bocana del río, porque no deseaba someterse a los convencionalismos y formulismos de la Morada de los Dioses. El paisaje parecía en ese instante el más idílico del universo. Cinco barcas sobrevolaban el mar con sus velas blancas como gaviotas y la brisa traía aromas y promesas de tierras remotas y misteriosas.
-¿No tienes alguna clase de encantamiento que pudiera servir para vencer la terquedad de mi esposa?
-El único encantamiento que necesitas es provocar su miedo y rendirla, Zerain. Tienes que hacerlo, y mejor antes de que por su culpa y por la pasión que te ciega llegues a poner en riesgo tu reinado.
-¿No podría encontrar solución en la Montaña de la Fuente?
-Es lo que iba a proponerte. Que subas y pidas consejo al oráculo de la Diosa Reina. Pero no olvides los peligros que conlleva. De un lado, tendrías que ausentarte de la ciudad y, tal como están las cosas, tanto en la guerra como con tus ambiciosos parientes, no parece muy buena idea; y de otro, correrías el riesgo de morir, por muy bien que organices la subida.
-Pero debo hacerlo, gran sacerdote. Seguramente, la diosa me inspirará una solución en la que todavía no hayamos reparado aquí abajo, con la voluptuosidad del mar adormeciendo a todas horas nuestras intenciones y propósitos.

VI
Media luna más tarde, se puso en marcha el grupo mejor armado que nunca se había visto en la ciudad salir de expedición. Lo formaban doce hombres cubiertos de petos, braceletes y grebas de cuero, portando cada una concha de tortuga gigante como escudo. A la cintura, las mortales falcatas, y a la espalda, los arcos. Cada carcaj portaba un buen haz de flechas y las lanzas cruzadas ante sus pechos, que sujetaban sobre nudos de esparto para mayor firmeza, eran pértigas gigantescas, capaces de romper el cráneo de un onagro de un solo golpe.
Conocedor de lo penoso del viaje, puesto que era la cuarta vez que subía a lo largo de su vida a la Montaña de la Fuente, Zerain no aceptó ser llevado en andas. En cambio, sí lo fue Cálape, porque era la única manera de poder transportarla con cierta dignidad, a pesar de las amarras que la inmovilizaban para que no escapase.
El camino ascendía como un complicado caracol de tierra apisonada por los siglos de uso, montaña arriba, entre las frondas de las encinas, pinares, sabinas y alcornocales, entre helechos y musgo. Cada repecho que coronaban era un peldaño que les acercaba más al cielo y cada revuelta, la oportunidad de contemplar el paisaje inmenso extendido a sus pies, con los dos ríos, que parecían sobrevolar por un milagro. Llegó un momento en que la ciudad, allí abajo, se difuminó en turquesa paradisíaco en la frontera entre el azul del mar y el del cielo, fundida con la calima y las brumas de la ría, el Monte Ojo, la playa, el Río de la Ciudad y la selva. En verdad, era un retazo del paraíso, consideró Zerain, y por ello hallaba incomprensible que Cálape se negara a disfrutar de cuanto le ofrecía.
A las dos jornadas de viaje, avistaron la Fuente de la Diosa.
Manaba incesante, en todas las épocas del año, de un repecho situado a la izquierda del camino, y los bástulos consideraban que era un regalo de los dioses, puesto que no se agotaba ni durante los más calurosos meses del sol. Como todo cuanto envolvía a su ciudad, los bástulos creían que tenía poderes mágicos. Beber de esa agua no sólo curaba las heridas y todas las enfermedades; también solventaba los problemas del espíritu.
Desentendido de Cálape por un momento, Zerain se postró ante la fuente, rindió sus armas, las colocó ante sí en el suelo, alzó la cabeza hacia el cielo mientras levantaba las manos, y oró:
-Diosa Reina que moras en esta antesala del cielo, apiádate del corazón afligido del rey de los bástulos.
Primero fue como un rumor del viento, pero, poco a poco, fue convirtiéndose en un bramido que estremecía las piedras y agitaba los árboles. Aunque notó que sus soldados mostraban temor y parecían a punto de echar a correr, Zerain permaneció quieto y apenas miró a su esposa de reojo.
Cálape dejó de debatirse en su lecho sobre las andas. Miraba hacia el chorro de agua como si fuese capaz de ver algo que sólo existía para sus ojos y que nadie más podía distinguir. Movió la cabeza varias veces en lo que parecía ademanes de negación y, luego, de asentimiento. Y a partir de entonces, ya nunca volvió a revolverse más ni trató de agredir a nadie.

VII
A pesar de su nueva actitud, el pueblo bástulo no aceptó jamás a Cálape. Eran incapaces de mirarla a los ojos y temblaban aterrorizados por el color dorado de su pelo. Nunca pronunció una palabra que pudieran entender ni mostró esfuerzo alguno por intentar comprenderles. Aunque había dejado de esbozar muecas de ira y no descomponía ya el rostro para proferir lo que sin duda habían sido terribles insultos, se podía detectar en el fondo de sus ojos el desprecio que sentía por la ciudad y sus moradores.
Sin embargo, el amor del rey era tan firme como el Monte Ojo.
Todas las noches, Zerain se arrodillaba ante ella y la adoraba largamente antes de amarla con gran ternura y cuidado, contrariando los brutales y precipitados usos de su comunidad, que su propio padre había pasado seis meses enseñándole. La poseía despacio y conseguía con grandes esfuerzos que ella abandonase su lejanía unos instantes, que para él eran sublimes, aunque jamás consiguió que pronunciase una frase inteligible ni le devolviera una caricia.
El día que nació Calain, cuando todavía debía de sentir dolor, y mientras todos festejaban con júbilo la llegada del heredero, Cálape desapareció engullida por el mismo mar que la había depositado en la playa, y Zerain no fue capaz de volver a amar a otra.
Después de tres días de búsqueda en todos los territorios que permanecían bajo su poder y del rastreo agónico de la orilla del mar, Zerain se encerró una luna completa en la cabaña real, rehusando alimentarse, dispuesto a morir.
Hasta que el sumo sacerdote se encerró con él en silencio. Se mantuvo callado y quieto dos días enteros, sentado frente al rey y sin dejar de mirarlo muy fijamente.
Al tercer día, el rey esbozó una media sonrisa antes de decir:
-¿Crees poseer mayor firmeza que yo?
-Sólo soy más viejo, Zerain.
-¿Piensas morir conmigo?
-Así será si así lo quieres. Si deseas morir y que el pueblo bástulo desaparezca para siempre, lo aceptaré.
-El pueblo bástulo no desaparecerá conmigo. Siempre hemos conseguido sobrevivir, aún frente a las peores adversidades.
-La adversidad de ahora no lo permitirá, Zerain. Tus cuatro primos, que están ahí fuera, vigilando a la espera de certificar tu muerte, enfrentarán a los bástulos contra los bástulos, y los mastienos nos vencerán sin luchar y sin pérdidas. Y tu hijo será asesinado para que no pueda reclamar nunca el trono que le pertenece. Claro que todo ello no tendrá importancia ninguna, al lado de tu dolor por el abandono de una mujer que jamás te amó.
-¿Mi hijo será asesinado?
-¿Lo dudas?
Zerain suspendió el ayuno y el encierro en ese instante. A partir de ese día, entregó cada uno de los latidos de su corazón al hijo emergido de las entrañas de Cálape. Tenía, como ella, el cabello dorado, aunque más oscuro, pero, por fortuna para su futuro real, sus ojos podían ser mirados sin espanto por sus conciudadanos. Aunque era el rey, Zerain sentía en ocasiones el impulso de arrodillarse ante su hijo y adorarle por su belleza sobrenatural, tal como había hecho con su madre todas las noches durante diez lunas.

VIII
El día que Zerain descubrió que el pubis de Calain comenzaba a cubrirse de vello amarillo, lloró toda la noche. Aun siendo su heredero, no podía sustraerse a los milenarios ritos de su pueblo, que exigían exponerse a la aventura de iniciación en cuanto asomase el primer signo de virilidad. Al amanecer, llevó a su hijo a la orilla del mar y le pidió que le probase que era capaz de fecundar a una mujer. Cuando Calain le obedeció, Zerain volvió a llorar, pero escamoteó sus ojos húmedos a la mirada de su hijo.
-¿Ya sabes lo que tienes que hacer? -le preguntó.
-Sí, padre. Debo vivir una luna en la montaña, alimentarme todo ese tiempo de lo que pueda cazar sin llevar armas y, luego, cuando la luna vuelva a morir en el cielo, tendré que bajar a las tierras de Entrerríos y matar a un mastieno evitando que él me hiera, y traer como prueba su oreja izquierda para que nadie dude de mi valentía.
Nueve días más tarde, cuando la luna se ausentó del cielo, en una oscuridad completa rota sólo por una hoguera en el centro del Llano de los Vítores, se congregó toda la ciudad en la explanada, para ser testigo y testimoniar para la posteridad que Calain iba completamente desarmado.
Durante esos nueve días, el sumo sacerdote le había tatuado casi toda la piel con los símbolos mágicos propios de los hombres, más los correspondientes a su condición de iniciado en las ciencias ocultas y futuro rey. El príncipe había soportado los lacerantes pinchazos sin un gemido, asombrando a todos con su entereza y enorgulleciendo a su padre.
Esa noche de Luna muerta en el Llano de los Vítores, con los reflejos de la hoguera su cuerpo parecía teñido de azul, ya que apenas podía vérsele algún retazo de piel sonrosada. El sumo sacerdote le obligó a girar sobre sí mismo para que todos pudieran contemplar los signos de su madurez. Siguió el canto que despertaba a los dioses, entonado a coro por todo el pueblo.
Alzado sobre su tarima real, Zerain rompió el arco y la lanza que habían pertenecido a su hijo desde que sus brazos fueron capaces de usarlos. Nadie osó mirar descaradamente el llanto copioso que fluía de los ojos del rey, todos desviaron la mirada para contemplar al debutante con una mezcla de amor y temor por su suerte.
Cumplida la parte pública del rito, la puerta de la muralla se abrió lo justo para dejarle salir y Calain corrió a ocultarse en la arboleda del Monte Ojo, lejos del río, cuya orilla de poniente vigilaban los mastienos.
Zerain emitió un último suspiro, contuvo el llanto que se agolpaba en su garganta y afrontó las miradas compungidas y compasivas del pueblo bástulo.

IX
Además de tenebrosa, la selva exuberante que cubría los montes que rodeaban la ciudad estaba llena de espíritus en las abundantes cascadas y pozas de un río que fluía perpetuo y fresco, aunque harto proceloso. Proliferaban los rincones umbríos y la floresta era tan densa, que causaba espanto. Todas las oquedades de las quebradas boscosas albergaban dioses y demonios, rincones llenos de rumores espeluznantes, aves hermosas y alucinaciones.
Los primeros dos días, Calain fue incapaz de cazar. Los animales pequeños corrían más que él y desaparecían en agujeros imposibles de sondear. Los grandes, como los feroces jabalíes, los ciervos gigantes, los onagros encabritados y chillones y las capras de enorme cornamenta, eran demasiado peligrosos para un joven que sólo disponía de sus manos. Pese a que comía sin parar moras, fresas, manzanas, endrinas, raíces de palmito y hongos, era imposible satisfacer los apremios de su estómago ni de su organismo privilegiado, y empezó a sentirse vulnerable a pesar de la anchura de sus hombros y la fortaleza de sus miembros.
La cuarta noche, una diosa blanca como las estrellas brotó de la estrecha raja de la Luna creciente y le dijo en sueños que fabricase una lanza de caña. Al despertar, Calain contradijo a su propio sueño, pues sabía que las cañas verdes no servían como arma, porque eran flexibles y quebradizas. Pero pese a su escepticismo y resistencia algo le obligaba a una y otra vez a pensar en el consejo de la diosa blanca. Miraba las frías y quietas aguas de un remanso, y brillaban los ojos de la diosa. Contemplaba el movimiento de las ramas de los árboles contra el firmamento, y era el vuelo etéreo de la diosa. “Haz una lanza de caña”, le decía el rumor de la brisa al besar las hojas; “haz una lanza de caña”, le susurraba el canto del agua; “haz una lanza de caña”, gritaban las nubes en el cielo. Tuvo que taparse los oídos, porque, juntas, todas las voces formaban un estruendo insoportable.
La madrugada que la diosa le anunció que moriría pronto de inanición, cedió por fin y aceptó seguir el consejo. Restregó dos piedras durante horas, hasta conseguir que una tuviese un canto suficientemente filoso. Con ella, cortó varias cañas, que desolló y afiló. Consiguió trenzar un carcaj con fibra de palmito, en el que aseguró siete de las lanzas recién elaboradas, inspirado por el número que figuraba en los ornamentos sagrados del sacerdote.
Las lanzas eran tan altas, que le dificultaban avanzar por la selva.
El Río de la Ciudad, rumoroso en la lejanía, desprendía jirones de niebla que velaban cuanto le rodeaba, pero aun así pudo Calain distinguir la silueta de un onagro que parecía retarle en la distancia. Se lanzó hacia él con tan buena fortuna, que la bestia quedó acorralada porque tenía detrás un repecho de roca imposible de escalar por los cascos equinos. Le lanzó uno de los venablos, que se dobló como si fuese de arcilla fresca. Impulsado por el hambre desesperado y la rabia, tomó la lanza que, entre las seis restantes, le pareció más sólida, y corrió con ella en ristre hacia la bestia; la atravesó de parte a parte a través del costillar y el équido cayó fulminado, boca arriba.
Comió hasta satisfacerse, arrancando tasajos del sangrante animal, en una orgía de sangre y carne fresca que duró hasta que su cuerpo pareció a punto de reventar por el hartazgo.
Una vez saciado, lo despiezó con un esfuerzo agotador, ya que sólo disponía de sus manos y la piedra afilada; luego, colgó los miembros, costillares y lomo atándolos con fibra de palmito de las ramas más altas de un quejigo. Esparció a continuación las entrañas en una zona muy alejada de su árbol, para que las carroñeras no pudieran de localizar su despensa. Con suerte, tendría suficiente para toda la luna que debía permanecer en la selva.

X
Veinticinco días más tarde, sentía haber crecido diez años. Sus piernas y brazos se habían vuelto mucho más robustos y su pecho cubierto de músculos endurecdos por el esfuerzo permanente parecía invulnerable. Con sorpresa, notó que la voz con que gritaba a las bestias iba siendo más grave.
"Ha llegado la hora de enfrentarme a un mastieno", se dijo mientras saboreaba con delectación el último muslo del onagro, que, casi seco, acababa de asar en una hoguera. Consiguió comer casi toda la carne y, aunque el sol estaba todavía alto, se echó a dormir. Necesitaba acumular fuerzas para la caminata de regreso y la pelea a muerte, que representaría su salvoconducto para volver a la ciudad con la cabeza erguida, habiéndose ganado por sí mismo el derecho a reinar algún día.
Durmió quince horas.
La diosa de la Luna le visitaba todas las noches para darle consejos tan útiles como la primera vez. Le indicaba las fuentes más saludables y los frutos más refrescantes. Le exigía sumergirse en las pozas como si retozara en el mar y que no olvidara untarse fango en el cabello y las ingles para que no se le poblasen de parásitos. En esta ocasión, la diosa de la luna sólo sonrió sin alterar su prolongado descanso, y le acarició la nuca toda la noche.
Al despertar, Calain se sintió poderoso como el uro castaño que su padre montaba todos los solsticios del reinado del sol para reafirmar su autoridad. Descendió las laderas hacia la corriente rumorosa y se sumergió en el Río de la Ciudad para cruzarlo y adentrarse en el territorio de Entrerríos, donde encontraría mastienos. Eran éstos seres balbucientes y crueles incapaces de hablar, al menos no eran capaces de hablar tal como su pueblo lo hacía. Gritaban sonidos guturales como los cerdos y estridentes como las grullas, ininteligibles y estremecedores.
El pelo de los mastienos era del mismo color que el de Calain, pero él no era consciente de este detalle, puesto que jamás se había visto a sí mismo reflejado en parte alguna y, por otro lado, casi siempre llevaba la melena endurecida y oscurecida por la arcilla.
El baño en el río le resultó tan tonificante y placentero, que Calain permaneció largo rato nadando. El baño disolvió la arcilla de su melena, cuyo color dorado brilló en todo su esplendor de mediodía. Cuando echó a andar por el territorio de Entrerríos, su larga cabellera ondeaba al viento.

XI
Se acercaba el atardecer y no conseguía dar con un mastieno.
Tras caminar toda la jornada, sólo tenía una vaga idea de la dirección donde se alzaba su ciudad, suponía que en el otro extremo de la planicie que se extendía más abajo de las colinas que atravesaba en busca de mastienos. Habían pasado tantas horas, que descuidó el alerta y cuando las brumas del atardecer comenzaron a fundirse con las que se elevaban del Río Mayor, en un claro de la selva se encontró de repente rodeado por una turba de mastienos rugientes que aparecían en tropel de detrás de todos los árboles.
Nunca había visto ninguno tan cerca.
No tenían hocico, como afirmaban las consejas bástulas; tampoco cuernos ni pezuñas. A diferencia de los marinos rojos que a veces visitaban la playa para comprar búzanos y maderas de olor, marinos cuyas narices eran agudas y colgantes y cuyo pelo era ensortijado y oscuro, los mastienos parecían idénticos a su pueblo, con el cabello de color amarillo en lugar de marrón.
Era verdad lo de sus voces ininteligibles. Calain no entendió lo que decían, pero notó que examinaban sus tatuajes con mucho interés y que reconocían el que le distinguía como hijo del rey de los bástulos.
Le ataron los brazos y piernas junto con dos grandes trancas, que usaron como parihuelas para cargarlo entre cuatro hacia el poblado, más tosco que su ciudad aunque cuatro o cinco veces mayor, y situado en una colina desde la que se veía el Río Mayor, que rodeaba el promontorio por tres de sus lados.
Fijaron las trancas a las ramas de un quejigo seco que se alzaba en el centro del poblado, frente a la puerta de una choza más grande que las demás. Sus captores entonaron una letanía ante esa puerta y al cabo de un largo rato salió un hombre cuya carne colgaba como pingajos, pero cuya cara no pudo contemplar Calain, ya que la llevaba cubierta por la cabeza seca y vaciada de un uro. Parecía tener dificultad para soportar su peso y por ello, y por su piel fláccida, comprendió el príncipe que debía de ser muy viejo. Agitó frente a él un fruto seco y hueco que sonó rítmicamente, por lo que Calain entendió que contenía pequeños guijarros en su interior. Sin parar de hacerlo sonar, el rey-brujo-uro bailó mucho tiempo a su alrededor, palpando reiteradamente los tatuajes reales, aunque los demás temían tocarle. Cuando llegó la noche, todos se encerraron a dormir y lo dejaron atado a su armazón hasta el amanecer, cuando el brujo de la cabeza de uro salió de nuevo de su cabaña y volvió a bailar a su alrededor.

XII
Calain se sentía molesto por la forzada posición, amarrado a las trancas pero, sobre todo, se sentía muy hambriento. Y furioso. Si no iban a matarle, a qué venía tanta incomodidad. Había pasado la noche forzando los brazos y piernas, a ver si era capaz de soltarse, pero las ligaduras eran abundantes y fuertes.
A mediodía, el brujo-uro-rey alzó ante él una de las lanzas que le proporcionaba el rey Salomón, las armas irrompibles que tanto ambicionaban todos los de su pueblo y él más que ninguno. El gesto pareció una señal. Cuatro hombres se acercaron al mismo tiempo y cortaron las ligaduras con tajos muy certeros, todo ello sin rozarle siquiera. Cuando se encontró libre, y mientras estiraba los miembros tratando de relajarlos, Calain advirtió que estaba rodeado por un denso y cerrado círculo de lanzas, mientras el uro-brujo-rey le indicaba que lo siguiera.
Obedeció.
Fue conducido al centro de la explanada, que mientras permaneciera atado quedaba fuera de su vista. Habían realizado un extraño decorado circular de flores, esteras de juncos y esparto trenzado y ramas de pinsapo, con una hoguera en medio. El rey le señaló una de las esteras, la más profusamente decorada, y le ordenó recostarse en ella. Se tendió boca abajo, pero el rey negó con la cabeza, haciéndole comprender que debía permanecer echado de lado, con un codo apoyado en la estera y la cabeza sujeta con la mano. Cuando compuso la figura que, según le pareció, era la correcta, sintió que un brazo cálido y delgado se apoyaba en el suyo; casi sin mover la cabeza, descubrió que una adolescente no demasiado hermosa había sido obligada a recostarse en la misma posición que él, pero en sentido inverso, de modo que sus codos quedaron juntos.
Permanecieron hasta el anochecer en la misma postura, inmóviles, durante una larga, tediosa y agotadora ceremonia, al final de la cual recibieron una copiosa lluvia de pétalos de flores. Calain sintió que la muchacha se movía al fin y le tomaba de la mano, invitándolo a alzarse.
Precedidos por el brujo-rey y rodeados por la multitud, fueron conducidos al interior de una cabaña.
En ese momento, comprendió Calain que acababa de casarse y que estaba obligado a consumar la unión, pero no sentía deseo alguno de la muchacha y sólo le agitaba un hambre convulsiva que le corroía las entrañas. Por suerte, descubrió dentro de la cabaña un banquete dispuesto para la pareja. Fue a precipitarse sobre el aromático muslo de jabalí asado, pero la muchacha le contuvo y le hizo entender por señas que la consumación debía ser antes. De una ojeada, vio Calain que el poblado en pleno rodeaba la cabaña, materialmente pegado a ella y atento a los ruidos que los dos produjesen. Comprendió que no tenía escapatoria. Todavía no había sido instruido por los adultos en los ritos sexuales, enseñanza que sólo era impartida por los más viejos una vez cumplimentado el rito de iniciación, pero había visto cómo lo hacían sus amigos mayores y aunque carecía del conocimiento preciso de los resortes y métodos, se echó torpemente sobre la muchacha y la penetró al instante.
Más que gemir, ella emitió un alarido prolongado, que enfrió la sangre de su invasor.
Mas el grito era la señal que los demás esperaban, ya que fue audible a continuación el tumulto de la retirada. Calain escuchó distanciarse el ruido rítmico del sonajero del rey.
Una vez que la muchacha dejó de gritar, le sonrió y le pidió por señas que volviera a penetrarla. Sentía Calain tanta hambre, que la satisfizo en unos segundos para poder lanzarse al fin sobre el muslo de jabalí, que devoró en las horas siguientes. Comió durante buena parte de la noche. Las mandíbulas le dolían de tanto masticar, pero la carne era tan deliciosa, estaba tan bien asada y salada, que no quiso parar de comer hasta roer los huesos y dejarlos limpios y pulimentados.

XIII
La muchacha dormía.
Calain se recostó y arrimó el oído al suelo; sorprendentemente, no se notaba ningún movimiento y nadie había en las proximidades de la cabaña. Aun así, salió sigilosamente, y reptó a lo largo de los millares de pasos que le separaban del bosque. Acechó los sonidos al lado de la última cabaña. Pudo distinguir tres respiraciones; supuso que podría darles muerte a los tres antes de que reaccionaran. Tanteó desde fuera y localizó a tientas una de las lanzas irrompibles; con ella en la mano, introdujo la cabeza por la baja abertura, a fin de no errar los golpes. Mató a dos sin dificultad, pero el tercero gritó antes de rebanarle el cuello. Mientras les cortaba las orejas izquierdas, que serían ante su padre, el rey, y ante sus conciudadanos la prueba de su hazaña, notó que los demás corrían hacia él. Abandonó presuroso la cabaña y se dirigió a saltos hacia la densa y enmarañada penumbra de la selva.
Corrió en la única dirección que permanecía libre, colina arriba, sintiendo casi en la piel las afiladas puntas de sus lanzas..
Corrió sin desmayo durante horas. Cada vez que se detenía a recuperar el aliento, oía el rumor de la persecución nunca lo bastante lejana. Cuando creía haber coronado la más alta de las montañas del hemiciclo distante que se veía desde su ciudad, descubría que tras un corto descenso tenía que volver a ascender. El amanecer le encontró en plena carrera, una afanosa escapada que prosiguió hasta que el sol se encontraba casi en el punto más alto del cielo.
En el momento que Calain se concedió un corto respiro, descubrió que los huesos de sus pies podían asomar en cualquier momento a través de la carne macerada y que las piernas y brazos le sangraban por múltiples heridas. Comprendió que no podía seguir huyendo de igual modo; que no conseguiría salvarse si no cambiaba de táctica.
Trepó a lo alto de un quejigo para acechar mejor el eco de sus persecutores, con todos los miembros en tensión y tratando desesperadamente de distinguir el rumor de la persecución de todos los demás rumores del bosque. Una vez que creyó haber identificado sin lugar a dudas la ruta que seguían, impregnó con su sangre varias ramitas y hojas, que esparció en círculo en todas las direcciones del sol y los vientos, desparramando por doquier sus rastros olfativos.
A continuación, eligió el más escarpado de los taludes descendentes y se dejó caer rodando. Cada vez que le detenía el tronco de un árbol o un espinoso matorral, volvía tenazmente a ponerse en posición de rodada. Era como un ser irracional insensible al sufrimiento y el dolor; sólo había cabida en su mente para la determinación de escapar y vencer de esa manera la resolución de los mastienos; si ellos no abandonaban la persecución, él jamás abandonaría la huida.
Cuando el sol comenzó su declive hacia las moradas de la noche, logró llegar a un arroyo fresco y limpio, un ancho afluente del Río de la Ciudad, cuyas aguas le sirvieron de bálsamo para los pies lacerados.
Sabía que no podía detenerse mucho tiempo.
El olor de su sangre debía de ser muy intenso, puesto que los mastienos habían seguido el rastro fielmente hasta la cima del monte. Aunque ahora, tras el largo descenso, los hubiera desorientado, suponía por su personal modo tozudo de proceder que no tardarían en localizarlo de nuevo, de modo que, ayudado por la corriente del arroyo, fue arrastrándose por el lecho muchos centenares de palmos para que el agua embozara su olor, hasta alcanzar un remanso muy grande y profundo, donde nadó largo rato, lo que lo libró del terrible dolor de caminar sobre sus pies deshechos.
Según se iba adormeciendo el dolor, despertaba su pensamiento, y así fue capaz de caer en la cuenta de que el lugar donde se encontraba era una especie de fortaleza natural. El sol estaba a punto de ocultarse ya en las moradas escarlatas, pero sus ojos podían examinar todavía el lugar con suficiente detalle. Desde la orilla del territorio que todos consideraban propiedad de los mastienos hasta un repecho muy escarpado, la anchura de la poza permitiría a un centinela atento descubrir toda aproximación con mucha antelación. El repecho, protegía de las acometidas de las bestias grandes del bosque. Y salvo una estrecha orilla cubierta de matorrales muy densos, no había más terreno ni trochas por donde acercársele ni sorprenderlo.
Calain decidió que podía permitirse reposar en el refugio y esperar. Salió del agua arrastrándose y reptó alrededor de la zarzamora. Detrás, había una oquedad bajo el repecho casi vertical, una morada tan seca y confortable como su casa de la ciudad. Permaneció unos instantes atento a los rumores que llegaban de la orilla opuesta, pero le venció el cansancio y sus ojos se cerraron a pesar de sus esfuerzos de mantenerlos abiertos. Pocos instantes más tarde, y cuando el sol había dejado ya de iluminar el cielo con la indecisa luz del crepúsculo, le pareció que la dulce muerte se apoderaba de su cuerpo y se entregó a ella con complacencia.

XIV
-Van a quitarte tu reino, Zerain.
El rey de los bástulos trató de aclararse un poco la mirada, nublada por el llanto, y la enfocó en la dirección que el gran sacerdote le indicaba. Bajo la muralla, a unos cincuenta pasos de distancia, sus cuatro primos parecían monolitos de piedra con los ojos fijos en él.
-Míralos. ¿No son como rapaces carroñeras, a la espera de tu rendición? Deja de llorar de una vez, rey de los bástulos, y si has perdido a tu hijo, consuélate con el recuerdo de las responsabilidades que cargas y piensa en tu futuro y en el de tu pueblo. Tienes juventud y fuerzas para criar cien hijos más.
Zerain contempló el Llano de los Vítores. Desde que terminara la primera luna de la ausencia de Calain, la gente dejó de suplicar a los dioses por su regreso y había vuelto a sus labores de siempre. El mercado funcionaba con normalidad, los pescadores exhibían con orgullo y jactancia las capturas de esa madrugada, las matronas imponían orden en los disparates de sus maridos regresados de las minas y los jóvenes y los niños retozaban entre risas y gritos, ajenos e indiferentes todos ellos a su dolor de padre. Su pueblo había dejado de compadecerse con él de la suerte de Calain.
-Tengo algo aquí en el pecho que no me deja pensar en otras mujeres ni en otros hijos.
El gran sacerdote sonrió con algo de ironía.
-Por ello he preparado este elixir, uno que nunca te había ofrecido, porque es el que la tradición reserva para los grandes héroes en las grandes ocasiones. Espero que los dioses de la Tierra y las diosas de la Noche comprendan que los bástulos estamos desesperados por la conducta de nuestro rey, y me perdonen. Te ruego, rey, que bebas este licor y luego, duermas, para que los dioses te inclinen a favor de tu pueblo.

XV
Cuando despertó Calain, era medianoche. Alzó la cabeza al cielo y consiguió entrever por encima de la zarzamora un afilado semicírculo de luz. Respiró muy hondo. Notó tanto vigor y bienestar, que comprendió que estar muerto era mucho mejor que vivir.
Pero no podía estar muerto. O tal vez era que cuando se moría ingresaba la gente en una nueva clase de vida, porque sentía la suave brisa del arroyo en su piel, llegaban a su nariz los perfumes intensos de las flores que se abrían al atardecer, escuchaba el gorjeo de las aves y todos los rumores nocturnos del bosque y su estómago pedía a gritos una inmensa comilona. Podía volver a devorar un onagro entero.
No estaba muerto. Porque la diosa plateada de la Noche no sujetaba ya su cabeza ni le consolaba, ni le complacía. Estaba solo, y por lo tanto continuaban vivas sus responsabilidades y obligaciones de príncipe.
La luna en creciente le indicó que había dormido siete días y siete noches. La diosa plateada le había visitado con frecuencia, pero él no advertía el paso del tiempo; la diosa le decía siempre que tenía que despertar, pero sus ojos se negaban a abrirse.
Según se aclaraba su pensamiento paralizado tanto tiempo, sentía tanta hambre que algo iluminó su entendimiento y le obligó a bajar la mirada hacia sus pies, que ya no le dolían. Las heridas habían cicatrizado. Pero la progresiva claridad del despertar le reveló que si caminaba, volverían a ulcerársele en seguida, de modo que permaneció recostado y así transcurrió otra semana, comiendo sólo moras y royendo las raíces que pudo extraer escarbando con el más extraordinario de los trofeos obtenidos, la lanza irrompible.
Las tres orejas de los mastienos ejecutados estaban cubiertas de gusanos. Deseó comérselas, pero le detuvo el pensamiento de que se quedaría sin la prueba que su padre, el rey, aguardaba, de modo que las lavó en el río, extrajo los gusanos con una ramita y las atravesó con otra un poco mayor, para llevarlas colgadas del cuello, al aire y expuestas al sol, lo que evitaría que siguieran pudriéndose.
Llevaba más de luna y media fuera de su ciudad. Como debía haber regresado al cumplirse una luna, consideró que el rey habría mandado exploradores en su busca. Decidió volver cuanto antes a la ciudad. Pero aunque presentía más que veía el mar allá abajo, a lo lejos, no consiguió encontrar el camino de regreso. El primer intento fue seguir la corriente del arroyo, pero llegó a una cascada muy alta, por la que se precipitaba toda posibilidad de seguirlo. Trató de descender por otro punto, y luego de un tiempo perdió de vista no sólo la idea de por dónde seguir, sino el arroyo mismo.
Los demonios que seguramente invocaban los mastienos conseguían desorientarle con un sortilegio, y le alejaban de la ciudad cuanto más intentaba acercarse a ella.
Cada vez que elegía una trocha que pudiera conducirle al Río de la Ciudad, que a su vez le llevaría derecho junto a los suyos, encontraba un obstáculo insalvable que le obligaba a retornar sobre sus pasos. Volvió la noche sobre él varias veces, la luna llegó a su plenitud y un amanecer, cuando la luna había adelgazado hasta casi desaparecer, comprendió que volvía a estar desfallecido y enfermo y que nunca encontraría a través de la selva el camino de regreso.


XVI
Iban a cumplirse dos lunas de la ausencia de Calain y media desde que aceptara tomar el bebedizo.
El efecto del elixir del gran sacerdote no había sido el esperado. El rey durmió muchas horas, como embriagado por los excesos del vino, y cuando despertó se encontró llorando de nuevo la ausencia de su hijo.
Sin embargo, había tratado al día siguiente de complacer lo que la sabiduría del gran sacerdote le dictaba. Mandó que desfilasen ante él todas las mujeres vírgenes de la ciudad. Al poco, se reunió ante la casa real una multitud alborozada de madres llenas de ambición e hijas revoltosas, engalanadas con los ajuares de toda la familia. Zerain fue examinándolas, alerta al dictado de su corazón. Pero después de dos días de desfile incesante, su pecho no había recibido inspiración alguna, y decidió desistir.
De nuevo, desde hacía un cuarto de luna, el rey Zerain volvía a llorar cada noche la desaparición del príncipe. Desesperado, roto de dolor por lo que pudiera haberle sucedido a su único hijo, se desentendió del gran sacerdote, rehusó no sólo sus elixires sino también sus consejos, y comenzó a ofrecer por su cuenta sacrificios a todos los dioses y demonios que le indicaba la desesperación. Mandó invocar también al dios del mar con una gigantesca hoguera encendida en su honor en la playa.
Ya no sólo pasaba las noches en su torre de troncos de pinsapos, sino que permanecía allí arriba a todas horas. Un amanecer, arrebatado por la fiebre y casi incapaz de articular palabras, pues tenía los labios cubiertos de costras, contempló largo rato el monte Ojo que convertía a la ciudad en invulnerable por el este.
Se dijo que si Calain estaba aún con vida, tenía que reconocer sin duda ese monte en la distancia. Al mismo tiempo, objetó a su pensamiento que, a lo lejos, desde lo más alto de la selva, el monte, difuminado en la calima, podía parecer un promontorio más. Si su hijo vivía, debía indicarle el camino de regreso.
Mandó el rey que ardiera en lo alto del monte Ojo una inmensa hoguera día y noche, sin pausa, con la esperanza de que el humo de día, y la luz de noche, sirvieran a su hijo de guía. Mandó que la hoguera envolviera toda la cumbre como una corona gigantesca, para que fuese visible desde cualquier claro de las boscosas montañas y de cualquiera de las direcciones del viento y el sol. Desde todos los puntos donde su pobre hijo desaparecido pudiera encontrarse.

XVII
El príncipe sentía más hambre que nunca y a pesar de ello consideró que estaba a punto de morir, porque el desaliento desterraba las fuerzas de sus miembros.
Había ensayado mil rutas, sin atinar con la de su destino.
Maldijo con rencor inmenso a la Diosa de la Luna y a los demonios complacientes con los mastienos. La una le había abandonado y los otros le perdían.
Se arrebujó bajo el refugio de una encina, en un claro junto a la ladera de una montaña, y allí decidió dejarse morir. Si tanto la naturaleza como los dioses lo querían muerto, que así fuera.
Pero una noche, justo un poco antes del alba, creyó soñar. Desde el claro donde se había recostado, descubrió de pronto allá abajo lo que parecía una corona de fuego suspendida sobre el mar. Fue amaneciendo y el príncipe permaneció con la mirada fija en la corona de luz y humo hasta que el sol comenzó a alzarse sobre el horizonte. Cuando la luz del día se hizo más intensa, el príncipe comprendió que aquella especie de diadema coronaba a su ciudad porque por su forma y el contraste del sol del amanecer no podía ser otro lugar que el monte Ojo y, por lo tanto, le señalaba el camino de regreso.
Tomó sus tesoros, la lanza irrompible y las tres orejas ensartadas, y comenzó el descenso. Mediada la tarde, encontró un otero desde donde ya alcanzó a distinguir vagamente la desvaída silueta de la empalizada, en cuya torre más alta debía de esperarle su amado padre.
Con los ojos anegados de llanto, Calain se arrodilló y tendió los brazos hacia Málaga.

XVIII
Zerain lo vio antes con el corazón que con los ojos.
No llegaba desde el Río de la Ciudad, en cuya orilla contraria moraba el horror de los mastienos, sino desde las alturas situadas más allá del monte Ojo.
Corrió con despreocupación y sin miedo a los peligros que jamás dejaban de acechar a su ciudad, pero cuando los centinelas de las cuatro torres dieron la alarma, una multitud de bástulos corrió tras su rey, entre un clamor jubiloso porque todos vieron que Calain, su príncipe adorado, se había vuelto un hombre, portaba una lanza de las que no se rompían y lucía en el cuello tres orejas de los malditos mastienos.
En seguida, se organizó la fiesta de bienvenida. Engalanaron el sitial ante la casa del rey y allí se acomodaron Zerain y su hijo, ambos con las manos entrelazadas.
-¿Qué te señaló el camino de regreso, hijo?
-La corona de fuego que mandaste encender en el monte Ojo, padre. La ciudad parecía coronada como una reina.
-Pues en agradecimiento a los dioses que te han devuelto a mí, Reina llamaremos a nuestra ciudad desde ahora.
Zerain se alzó y mandó detenerse el jolgorio, pidiendo atención.
-¡Oídme, bástulos! Una Diosa reina, tal vez la Diosa de la Fuente, inspiró mi decisión de encender en el monte Ojo una corona de fuego para orientar a mi hijo, vuestro príncipe. Por ello, desde hoy, nuestra ciudad tiene un nuevo nombre. ¡Llamadla Reina!
Y así se denominó la ciudad desde entonces. Reina fue para los inquietos navegantes del Mar del Centro de la Tierra y como Reina fue conocida en todos sus puertos y entre todos sus pueblos, y entre todos sus dioses.
Y Reina fue su nombre para siempre. En todos los idiomas y en todos los confines del Mundo.