lunes, 28 de octubre de 2013

MILAGRO EN TEOTIHUACÁN

No deje de leer el cuento titulado
MILAGRO EN TEOTIHUACAN,
publicado un poco más abajo.

Se trata de un cuento lleno de magia y misterio,
que se desarrolla entre Nueva York y México.

domingo, 27 de octubre de 2013

viernes, 25 de octubre de 2013

MILAGRO EN TEOTIHUACÁN

CUENTOS DEL AMOR VIRIL.  LUIS MELERO



MILAGRO EN TEOTIHUACAN

-Los mexicanos tenemos un apreciable porcentaje de sangre india -afirmó Javier Robledo.
Protegido por el embozo que le proporcionaba el gigantesco sombrero que el fotógrafo de turistas le había obligado a ponerse, Jenaro Senmenat examinó de reojo el rostro de Javier. Que el mexicano prestase atención a la ranchera que cantaba muy desafinadamente el grupo de mariachis, junto con la algarabía del local, le ayudaba a disimular la intensidad y el hambre de su mirada.
Javier no era guapo en el sentido clásico, pero su exuberante virilidad agreste, y la pastosidad de su voz, le dotaban de un atractivo sexual arrebatador y sí, el trazado de sus cejas y sus ojo, vagamente achinados, que le proporcionaban cierto parecido con Antony Quinn, revelaban un toque de sangre indígena, no mayor que el de Jorge Negrete. Sin embargo, su oscuro y poblado vello desmentía ese origen, dado que los amerindios suelen ser lampiños.
Y por mucho que se esforzaba, no conseguía dejar de mirar su bragueta. Lanzaba miradas de soslayo que se cosían al empinadísimo abultamiento del pantalón y tenía que realizar esfuerzos heroicos para que sus ojos no desvelaran sus pensamientos. Se preguntaba qué podía haber ocasionado la erección de Javier, pero la razón le aconsejaba suponer que se trataba sólo del efecto del alcohol y la divertida placidez del momento. No se le ocurría plantearse otra posibilidad distinta.
Desviando la mirada hacia la esplendorosa y ancha sonrisa de Javier, Jenaro se preguntó si la visita a Ciudad de México iba a servirle para conquistar, por fin, lo que llevaba quitándole el sueño cerca de un año.

El traslado a Nueva York, un año antes, no pudo ser más incierto. Jenaro disponía sólo de cinco millones de pesetas ahorrados con mucho esfuerzo, y necesitaba aprender inglés, culminar el curso de actuación y vivir la experiencia de desenvolverse durante un año en la Babilonia norteamericana, para seguir creyendo en sí mismo como actor y darse gas para continuar en una profesión que en España era una extenuante carrera de obstáculos. La austeridad que debía imponerse para resistir un año y volver a Madrid con medios suficientes para reiniciar la carrera, vedaba toda posibilidad de alquilar un apartamento privado, a los precios exorbitantes de los alquileres de Nueva York. Gracias a un anuncio en uno de los periódicos en español, encontró habitación en el Bronx, en un piso de la avenida Melrose, compartido con dos hispanos.
Roberto, el uruguayo, era hematólogo; preparaba un master que lo convertiría en una autoridad médica de su país. Javier, el mexicano, era un simple oficinista de la legación mexicana ante las Naciones Unidas. Juntos, pudieron permitirse un apartamento de tres dormitorios, que según los parámetros neoyorkinos habría sido un lujo asiático para cualquiera de los tres. A Jenaro le asignaron la habitación que daba a la calle, puesto que era el que tenía menores obligaciones laborales de horario y no importaba si el ruido turbaba su sueño, cosa que ocurría con demasiada frecuencia.
Se trataba de una habitación sin puerta, comunicada con el salón por un arco de medio punto, que había sido el despacho del propietario. El español carecía de la privacidad que disfrutaban el mexicano y el uruguayo, por lo que le fue concedida una participación menor en los gastos. Mientras cerraban el acuerdo, Roberto, el uruguayo, aludió en varios momentos a la falta de aislamiento… “que te obligará a encerrarte en el baño cada vez que te pique la entrepierna”. Tanto Javier como Jenaro ponían cara de circunstancias ante tales alusiones, que a Roberto le hacían sonreír con  mucha ironía.
La falta de aislamiento fue el origen de todo.
Sólo había un aparato telefónico, que estaba en el salón. Sólo había un baño, cuya puerta daba también al salón, en línea con el cabecero de la cama de Jenaro. Tanto Roberto como Javier, acudían siempre en calzoncillos a las llamadas del teléfono; los dos entraban en el  baño frecuentemente desnudos o, a lo sumo, cubiertos parcialmente por una toalla. Roberto, con su aspecto centroeuropeo, poseía una belleza escultural espléndida aunque fría: piel celta ebúrnea, cuerpo meticulosamente trabajado en el gimnasio, demasiado armónico y simétrico como para parecer de carne, pelo castaño muy claro, probablemente tratado frecuentemente con camomila, vello depilado hasta en los rincones más íntimos; el hecho de tener una novia fija y frecuentes aventuras con norteamericanas, que metía sin tapujos en su habitación, le desterraba de las expectativas y ensoñaciones de Jenaro.
Javier, en cambio, no era mujeriego militante y su aspecto de macho tópico, ancho, robusto y fibroso como un labrador, y piel atezada igual que cuero, como un estibador, le dotaban de un atractivo apremiante que ocasionaba frecuentes erecciones a Jenaro mientras lo veía hablar por teléfono, despatarrado, acariciándose distraídamente la abundante pelambrera oscura del voluminoso escroto que asomaba, impúdico, por la pernera del calzoncillo o pasándose la palma de la mano por los prominentes pectorales cubiertos de vello.
Era una belleza imperfecta. El hombro izquierdo era algo más redondo que el derecho, los muslos eran demasiado descomunales y tan densamente velludos que apenas se veía la piel.  Sus gemelos abultaban tanto, que sus piernas parecían torneadas patas de sillón barroco. El vello del vientre formaba una ristra tan abundante y compacta, y sobresalía tanto de perfil, que Jenaro estaba siempre a punto de pedirle que le permitiera recortárselo un poco.
Fingiendo dormitar o sin necesidad de ello, puesto que Javier se comportaba con desinhibición algo exhibicionista, Jenaro contemplaba el bulto desmesurado y palpitante de los genitales del mexicano a placer, obligándose a esfuerzos heroicos para sacudirse la tentación de saltar a acariciarlo, a pesar de que nunca antes le había atraído esa clase de desproporciones. Antes del deslumbramiento por Javier, ni siquiera recordaba haberse fijado en hombres muy velludos ni en el tamaño del pene de nadie.
Hasta recordaba haber eludido mirar a ese tipo de hombres en las saunas de Valencia. Aunque un pene penduleante que alcanzara el medio muslo resultaba sumamente atractivo para los gays, a él le causaba algo de repulsión, y cuando se cruzaba con algún tipo muy velludo solía pensar que tal vez oliera mal.
Aunque veía a Javier desnudo con frecuencia, nunca había dado la casualidad de que tuviera una media erección al entrar o salir del baño, sólo había visto ese órgano completamente fláccido, de modo que Jenaro se preguntaba la dimensión que podría alcanzar al endurecerse un pene que era el mayor que jamás había imaginado que pudiera existir. ¿Crecería mucho al llenarse de sangre con una erección? ¿Conseguiría levantarse hasta la vertical algo tan enorme? Tamaña barbaridad, anchísima y desmesurada, ¿alcanzaría la dureza majestuosa y casi metálica que obtenía el suyo? Si fláccido parecía pasar de veinte centímetros, ¿se aproximaría a los cuarenta erguido? Había oído comentar a sus amigos de Valencia que los penes demasiado grandes no conseguían endurecerse del todo jamás. ¿Sería el de Javier uno de esos miembros medio inútiles?
Era la primera vez en su vida que se hacía esta clase de preguntas, puesto que, antes, lo único que percibía cuando alguien le interesaba era la magia que irradiase. Sus ojos, su boca, su sonrisa, su expresión corporal. Todavía no había sufrido la clase de enamoramiento enfermizo que observaba en mucho de sus conocidos, aunque sí había amado con algo de tibieza, amor que siempre era producto de la magia que derramase el otro. Javier emitía magia, un intenso poder de seducción de apariencia hechicera, pero era, al mismo tiempo, un prodigio de erotismo animal que desprendía ondas urentes que convulsionaban la entrepierna de Jenaro y excedían a cualquier ser humano que recordara haber contemplado. Sin duda tenía que ser el prodigio de una combinación tan infrecuente; el resultado fatal de alearse el oro con los rayos del sol. 
Soñaba con él y siempre tenía orgasmos. Aunque nunca hubiera dado importancia al tamaño de los penes, la dimensión alucinante del de Javier le obsesionaba; con frecuencia, lo imaginaba cárdeno y enhiesto, con el tamaño, la sinuosidad y los relieves venosos del brazo de un culturista, cuyo puño sería semejante al glande. Era un cilindro oscuro y punzante que le hacía sentir deseos que nunca había experimentado. En el frondoso bosque púbico de Javier, emergía primero –en sus sueños- como una anaconda que iba convirtiéndose en un obelisco oscuro y granítico que ansiaba que estuviese dentro de sí. Aunque nunca lo habían penetrado con algo ni remotamente tan grande, imaginaba de modo muy vivo el dolor y el éxtasis de tal intrusión, junto al calor del terciopelo de la piel de Javier contra la suya.
Con el paso, primero, de las semanas y, luego, de los meses, el descubrimiento de la personalidad de Javier multiplicó por ciento el embrujo y el atractivo para los ojos y el corazón de Jenaro.
Porque Javier, aparte de su pene increíble, poseía otras peculiaridades.

El primer atisbo lo tuvo Jenaro un viernes por la tarde, cuando sólo llevaba dos meses conviviendo con sus dos compañeros.
-¿No piensas salir? -preguntó Javier con la música de su acento, mientras se sobaba la bamboleante prominencia del calzoncillo con distraído abandono.
-Más tarde -respondió Jenaro, desperezándose en la cama e intentando disimular la mirada elusiva del  voluminoso bulto-. Hay un montaje off Broadway que necesito ver y después me han invitado a una fiesta en el Village. Por eso trato de echarme una siestecita.
-Siento perturbarte el sueño; es que espero que me llame mi madre.
El calzoncillo era corto y suelto, sin botones, de modo que no le cubría suficientemente. Por encima del elástico y bajo los perniles el vello se escapaba frondoso y perfumado, junto con un escroto demasiado voluminoso y pesado como para ser contenido por tan escueta prenda.
-¿Te ha dicho que va a llamarte? –preguntó Jenaro, mientras apretaba los muslos para ocultar su erección.
-No. Necesito hacerle un encargo, y estoy transmitiéndole mentalmente el mensaje de que me llame ella. Si la llamara yo, tendríamos cuentas de teléfono astronómicas.
Su expresión era la de alguien seguro de su lógica, como si estuviese hablando de acontecimientos vulgares y cotidianos. Jenaro sintió que sus pupilas se cerraban como si contemplase una luz cegadora. Muy abiertos, los ojos de Javier miraban infinitamente más allá de la pared que tenía enfrente. Sentado con abandono indiferente a pesar de la exaltadora inmovilidad de su cabeza, los testículos, como grandes madejas de hilo negro, y parte del glande, como una gran ciruela  cárdena, asomaban por el pernil izquierdo del blanquísimo calzoncillo.
-A ver, Javier. ¿Quieres decir que crees que puedes influir telepáticamente en tu madre y obligarla a llamarte?
-Naturalmente –respondió Javier con algo de jactancia y sin disminuir la alucinación de su mirada, mientras se ajustaba el pene para que no se rebelara del todo escapando del calzoncillo-. Lo hago casi todas las semanas.
Sin acabar de pronunciar esta frase, sonó el timbre del teléfono. Javier alzó el auricular al instante.
-¿Mami? -preguntó antes de haber tenido tiempo de escuchar ningún sonido al otro lado del hilo. Dio la impresión de que -al hablar con su madre- sus genitales se encogieran pudorosos.
Luego de sentir un escalofrío porque había inundado la habitación un hálito que olía a otro mundo, Jenaro asistió estupefacto al monólogo que siguió:
-Esta vez tardaste en llamarme más que otras veces, mami. Llevo desde esta mañana pidiendo que me llames... No, no puedo viajar a Ciudad de México por mi cumpleaños, mami... por eso necesitaba que me llamases... Haré una pequeña fiesta en casa. Mándame la receta de tu guacamole y tu enchilada, pues las de aquí apestan.
Cortada la comunicación, preguntó Jenaro:
-¿Lo consigues siempre que quieres o sólo de vez en cuando?
-Muy pocas veces falla. Cuando no le pongo toda la fuerza, porque tengo otra preocupación
Alrededor del rostro del mexicano relucía un nimbo de inocencia angelical que hacía brillar su cutis y chisporrotear sus pupilas. Vueltos a su tamaño natural, sus genitales asomaban, de nuevo, en su totalidad y orgullosos sobre el dibujo oscuro del vello del muslo izquierdo.
Lo contempló mientras se alejaba hacia su cuarto. Las proporciones de su espalda eran como las de un luchador de grecorromana y parecía ser la única parte de su cuerpo libre de vello. El trasero, prominente pero estrecho, hizo que Jenaro suspirase.

La víspera del cumpleaños, Jenaro se ofreció a ayudar a Javier con la esperanza de aumentar la camaradería. Los tres convecinos pasaron casi todo el día preparando platos mexicanos y canapés apátridas.
-Cuidado -le dijo el mexicano, de espaldas a la mesa donde Jenaro picaba finamente la cebolla, y sin volver la cabeza -. Ese cuchillo puede hacerte mucho daño.
Aparte del que estaba usando, había otros tres cuchillos sobre la mesa inestable en la que Jenaro trabajaba, arrimada a la cocina por la excepcionalidad de la ocasión. Uno de ellos, el más pesado, se hallaba muy cerca del borde. El actor vio que iba a caer al suelo, de modo que soltó el que empleaba con objeto de intentar detener la caída del otro, que podía herirle el pie. Al sujetarlo, se hizo un corte en la segunda falange del dedo corazón de la mano derecha. Gimió. Javier acudió presuroso.
-¿Ves? -le reprendió-. Lo había visto venir.
No podía haberlo visto; estaba de espaldas.
Mientras Javier le chupaba el dedo pudo desmayarse; a continuación lo envolvió con papel de cocina y le empujó hacia el cuarto de baño para curarle, en tanto que Jenaro estaba más asombrado que preocupado por la sangre, porque tenía en la memoria una imagen fotográfica del instante en que sujetara el cuchillo; cuando movía la mano para evitar la caída, había sentido una fuerza extraña que trataba de paralizar su mano.

Durante la fiesta, en la que casi todos eran mexicanos, Javier pasó mucho rato hablando con una muchacha semejante a una María Félix rejuvenecida. Jenaro asistió con desconsuelo a sus gestos de intimidad; la familiaridad con que él apoyaba la mano en el hombro de ella y el abandono con que ella se echaba contra Javier no podía significar más que una cosa. Creyó que el pantalón de Javier se había abultado con una erección, aunque con sus esfuerzos por desviar la mirada no podía constatarlo completamente. Pero la lógica le insuflaba la certeza de que la erección se había producido. Sintió una tormenta de celos que brotó en sus ojos.
El humor de Jenaro fue agriándose a lo largo de las cuatro horas que duró la celebración. Trataba de pensar en el texto que debía aprenderse para la próxima evaluación en el estudio teatral, con el propósito de rescatarse a sí mismo de los celos que se infiltraban en su corazón; también se esforzó por revisar su biografía, desde el grupo aficionado que había formado, seis años atrás, junto con otros doce muchachos vecinos suyos de la Malvarrosa. Cómo una aparición en un concurso de televisión le había valido para conseguir un pequeño papel en una comedia y cómo saltó a la miniserie que protagonizó, reclamado desde Madrid. Lo que al principio pareció un éxito fulgurante, se quedó en nada y, a los veinticinco años, se encontró desahuciado de la profesión. "Jenaro Senmenat es demasiado guapo para la farándula española -había escrito un crítico-; su tipo físico cuadraría más en Hollywood". Esta opinión fue la que le inspiró la idea de huir hacia adelante formándose en Nueva York, lo que le dotaría de las herramientas para convertirse en actor internacional, si la suerte le acompañaba.
El tipo físico de Irasema, la María Félix que se echaba sobre Javier, también podía permitirle triunfar en el cine. No lo podía evitar. Jenaro sufría un temporal en el alma; les miraba reprobadoramente a los dos sin apenas conseguir disimularlo, y se preguntó cuántas veces habrían follado.
Pocos segundos después de hacerse esta pregunta, notó que el mexicano retiraba la mirada de su acompañante y le clavaba los ojos con la intensidad de un disparo de revólver, como si quisiera decirle algo inaplazable. A continuación, se aproximó hacia él con la copa vacía, puesto que Jenaro se hallaba junto al mueble sobre el que estaban las bebidas. Mientras se preparaba un margarita, el mexicano dijo en un susurro:
-Jamás me he acostado con ella. Somos primos.
El asombro impidió que Jenaro saboreara su júbilo.

Durante los meses siguientes, Jenaro aprendió a adivinar cuándo iba a sonar el teléfono por una llamada de la madre de Javier. Éste se sentaba junto al aparato con la misma expresión espacial y telúrica; invariablemente, se producía la llamada poco después.
Ya no sentía el corazón de tanto que sangraba. Javier era insólito, irregular, desconcertante, y por todo ello fascinante. Jenaro lo amaba locamente, pero igual que se ama la belleza de una montaña nevada, consciente de que se trata de veneración por una majestuosa imposibilidad.
Se repitieron muchas veces sucesos parecidos al del cuchillo: Javier comentaba o hacía observaciones sobre cosas que ocurrían a sus espaldas y que no podía haber visto. Con frecuencia, le decía a Jenaro algo que parecía una respuesta o una aclaración de lo que el actor se había preguntado mentalmente. Eran tan cotidianos estos hechos, que Jenaro dejó de asombrarse, aunque nunca pudo acostumbrarse ni dejar de ponérsele carne de gallina a su pesar.
Pero un día, cuando ya llevaba ocho meses viviendo en el Bronx, ocurrió un prodigio.
Esa mañana, había fingido dormir cuando Javier salió del baño completamente desnudo. Notó que le miraba fijamente, como si intentara asegurarse de que estaba durmiendo. Esa mirada le había pesado toda la mañana en el ánimo, porque no paraba de preguntarse qué podía haber ocurrido si le devolvía la mirada a Javier y le hacía notar su erección. Las preguntas y su propia desazón acentuaron la impresión del prodigio.
Volvía en metro desde el sur de Manhattan, tras las charlas en el estudio. Eran las dos de la tarde. Javier debía de estar todavía en el edificio de la ONU, de donde salía a las cinco. De pie en el vagón, Jenaro observaba a un grupo de jóvenes hispanos, que armaban mucho escándalo y estaban incomodando a los demás pasajeros. Uno de ellos guardaba cierto parecido con Javier, detalle éste al que el actor se aferraría después para tratar de encontrar una explicación a lo que ocurrió a continuación; mientras le miraba, Jenaro sintió la necesidad indeclinable de volver atrás, al tiempo que resonaba en su mente una especie de salmodia antigua, un murmullo procedente de algún momento de la historia que nada tenía que ver con el presente. Cerró los ojos un momento y vio tras sus párpados una empinada escalera a cuyo pie brillaba la sangre de una inmolación reciente; la escalera estaba llena de gente semidesnuda que le esperaba a él. El clamor sonaba a cantos pero estaba seguro de que eran jaculatorias de respuesta a los salmos que gritaba desde lo alto de la pirámide un chamán adornado con gigantescos tocados de plumas de muchos colores, aunque su cuerpo estaba completamente desnudo. Tenía una bella serpiente viva enroscada en el pene y un enjoyado colgante pendía de sus testículos. En el pecho y el vientre brillaban dibujos encarnados que alguien debía haber trazado con la sangre que refulgía por todos lados. Se dio palmadas impacientes sobre los párpados apretados, intentando que la horrorosa visión se desvaneciera
En estado cercano al trance, se apeó en la siguiente estación, tomó un tren que circulaba en la dirección contraria y, sin saber por qué, se le ocurrió salir a la superficie en Times Square. Un resplandeciente Javier le sonreía desde arriba, junto al último peldaño de la salida del metro, emitiendo un vendaval magnético que hizo tiritar al actor. Le envolvió una salva de fuegos artificiales que recorrieron su piel entre escalofríos preorgásmicos. Sin poder evitarlo, miró con descaro la salvaje y rotunda prominencia del muslo del mexicano, que resultaba espléndidamente descomunal vista desde abajo.
-Menos mal que viniste -dijo Javier con naturalidad-. Compré una colección de veinte archivadores antiguos, que no puedo cargar solo.
-¿Qué quieres decir con eso de "menos mal que viniste"? Yo no acostumbro a venir a Times Square a estas horas.
-Ya lo sé. Llevo una hora tratando de transmitirte la idea de acudir aquí. Ya habías salido del estudio cuando te llamé.
A pesar del volumen de los cinco paquetes que cargaban, Jenaro sintió en su vientre la tibieza próxima del vientre de Javier durante todo el trayecto, hasta el Bronx. La carga les desequilibraba un poco a los dos y el traqueteo de los anticuados trenes del metro de Nueva York ocasionaba que se rozaran levemente, uno frente al otro, mientras Jenaro hacia tensos esfuerzos por echarse hacia atrás.

Los meses escasos que restaban para abandonar Nueva York, Jenaro intentó que un mensaje circulase en la dirección opuesta. Dado que él recibía con frecuencia creciente mensajes que Javier le transmitía, debía resultar igualmente fácil que el mexicano recibiera los suyos y comprendiera la pasión que le estrujaba el ánimo.
Pero no ocurría. El corazón y las entrañas de Jenaro se convulsionaban sin que llegara el consentimiento o una señal de asentimiento. Encima de las fulgurantes nubes perfumadas de viejos encantos, Javier seguía con su vida de siempre, con sus amistades de siempre y con su conducta de siempre hacia Jenaro, amable, atenta, pero sin el ansiado derribo de la muralla, sin ningún atisbo de complicidad al margen de los momentos en que parecía adueñarse de su voluntad.
No obstante, una semana antes de la fecha en que Jenaro debía marcharse a Madrid, le dijo:
-No puedes volver a España sin visitar México.
-Eso está fuera de mis posibilidades.
-No lo creo. Puedo arreglarlo para que el pasaje Nueva York-México-Madrid te cueste sólo unos dólares más y en México no necesitas gastar ni un peso. Dispones de la casa de mi madre y, como es natural, yo no permitiría que un invitado mío tuviera ningún gasto.
-¿Es una proposición, Javier?
-Claro que sí, mano. Un actor que va a ser famoso, como tú, tiene que conocer México, para pensar en el futuro. México es el mayor pueblo de lengua española del mundo. Seguro que puedes aprovechar una visita a mi país para hacer buenos contactos. Mi madre y yo te los facilitaremos

Lo primero que había conocido de México era la plaza del Zócalo; lo segundo, la plaza de Garibaldi y sus bares con mariachis, un lugar demasiado tópico, demasiado comercializado para agradarle.
Desde que bajara del avión, Jenaro no había podido pensar en otra cosa que en el abrazo con el que necesitaba envolver la exuberante anatomía de Javier. Ahora, bajo el pesado sombrero mexicano, tenía un sollozo en la garganta, porque Javier era el más amable y dulce de los anfitriones, pero, lejos de la camaradería que proporciona compartir un piso, resultaba de pronto distante, como si hubiera decidido someterse a las reglas de un país tan machista como el suyo o como si las piedras aztecas de la plaza del Zócalo se interpusieran entre los dos.
Trató de hacerse oír sobre las rancheras desafinadas:
-Javier, estoy cansado de esto. ¿No podemos ir a otro lugar?
-Sí, vamos, pero no a otro local, sino a casa. Mañana nos levantaremos temprano para ir a Teotihuacan.
Estaban sentados juntos en una especie de banco adosado a la pared; la rodilla de Jenaro ardía por la presión de la de Javier. Al ponerse éste de pie, Jenaro observó el abultamiento de una erección estratosférica y sintió los ojos del mexicano siguiendo la dirección de su mirada. El alucinante macho sonrió triunfante.
La casa del barrio de San Ángel era mucho más lujosa de lo que Jenaro había supuesto que era la situación mexicana de Javier. A mediodía, recién llegado del aeropuerto, la madre le enseñó la casa como la guía de un museo, mostrándole con orgullo la espléndida colección de flores que iluminaba el jardín, antes de precederle hacia la habitación que le había asignado, situada en una especie de torreón, demasiado lejos del que le había dicho que era el cuarto de Javier.
De regreso de la visita a la plaza de Garibaldi, la madre no se encontraba en casa, lo que alentó las expectativas de Jenaro. Algo tenía que ocurrir, tan frecuentes intuiciones no podían carecer de base. A pesar de que Javier no acortaba la distancia, era notable que se había apoderado conscientemente de su voluntad, que le complacía notar las miradas apreciativas hacia el abultamiento de sus genitales y que su interés porque visitara México era genuino. Detrás de todo ello tenía que existir alguna clase de sentimiento, aunque no correspondiera del todo la pasión demente que a Jenaro lo estaba volviendo loco.
Sin embargo, le deseó buenas noches y lo dejó solo en la lejanía del dormitorio del torreón, tras advertirle que iba a despertarlo a las seis y media de la mañana. Pero, en el momento de marcharse, Jenaro advirtió con júbilo que Javier volvía a tener una durísima e inocultable erección.
A pesar de los cuatro tequilas que había tomado, apenas durmió a causa del apremio de su propia virilidad.

A las seis y cuarto, entró en la ducha, dispuesto a borrarse las ojeras. No quería presentar mal aspecto cuando Javier acudiese a llamarlo. Llevaba mucho rato bajo el chorro de agua cuando el mexicano apartó la cortina:
-Vaya, mano, tienes piel de chamaca -dijo Javier, en cuyos ojos brillaba una apreciativa luz, mientras se sobaba descaradamente la entrepierna.
El actor notó que se humedecía los labios con la lengua, sin ningún disimulo, lo que hizo que el pene de Jenaro se irguiera de inmediato, macizo y recto como un asta de madera.
-Buenos días -saludó Jenaro, tratando de que no se le notara el desagrado por el comentario, pero forzando un poco las caderas hacia delante, como si tratase inconscientemente de magnificar su erección.
-Es la primera vez que te veo completamente desnudo –Javier contempló franca y largamente el endurecido pene de Jenaro, y sonrió-. Ahora comprendo por qué en el Bronx andabas siempre cubierto con la piyama. Te da vergüenza que vean un cuerpo tan delicado.
-No fotis, Javier. ¿Estás sugiriendo que mi cuerpo es feminoide?
-He dicho "delicado", no "feminoide".
-¿No es lo mismo?
-Claro que no. Tu cuerpo es de hombre, un hombre completamente masculino, bello y maravilloso, pero tu piel es como nácar... no este duro cuero de maleta barata que es la mía…
 Jenaro no encontró valor para decidir si había sido piropeado o no. De repente se sintió incapaz de contemplar la prominencia del pantalón de Javier, porque notó progresar por sus riñones las oleadas de un orgasmo que no estaba seguro de desear que ocurriera. El agua caliente corría por su pecho y rebotaba en su erección reforzando la sensación de que podía explotar inesperadamente. Se preguntó si le avergonzaría tener un orgasmo frente a Javier y se respondió que no; más bien, deseaba que ocurriera, que algo tan desusado sirviera para derrumbar lo que todavía se interponía entre los dos. Pero veintiséis años de prejuicioso condicionamiento llenaron su mente de contradicciones. La voz de Javier le hizo volver a la realidad:
-Termina rápido. Quiero que lleguemos a Teotihuacan antes de que el calor apriete.

La ciudad sagrada de los aztecas era una especie de Ciudad del Vaticano, pero mucho mayor. Recintos enormes circundados por gradas de piedra, canchas de pelota, pequeñas pirámides escalonadas, barrocamente adornadas con esculturas aztecas; viales monumentales, anchísimos, como la Roma de cartón piedra que Hollywood recreaba, sólo que esta Roma precolombina era real, palpable; pirámides inmensas que debían de haber requerido muchos más obreros que el total de habitantes que los guías turísticos decían que había tenido el lugar.
-Mira, Jenaro, quiero que subas a la pirámide de la Luna, mientras yo subo a aquella, que es la del Sol.
-¿Por qué?
-Ya lo verás.
El sol comenzaba a apretar. A la distancia, se veía el hongo amarillento de contaminación, como una explosión atómica, que pende sobre Ciudad de México. Jenaro alcanzó jadeante y sudoroso el pináculo de la pirámide de la Luna y vio que Javier estaba ya sobre la del Sol; aunque no podía reconocerlo a tanta distancia, era inconfundible su silueta contundente, que parecía la de un ser de otro mundo, una especie de poderoso dios nórdico. Estaba con los brazos en jarras, vuelto de cara hacia él.
Jenaro le imitó. También puso los brazos en jarras.
En ese instante, le envolvió una oleada magnética que convirtió sus vellos y su pelo en electrificados alambres enhiestos y multiplicó por ciento la intensidad de sus sentidos táctiles. Un chisporroteo de luces recorrió su piel de los pies a la cabeza, endureciendo sus pezones casi dolorosamente, mientras el aire se convertía en perfumados pétalos de nardos y jazmines. Volvió por un segundo la visión que había tenido cuando decidiera en el metro de Nueva York regresar hacia Times Square, la procesión multitudinaria de seres antiguos que recorrían desnudos una escalera ensangrentada. Escuchaba sus invocaciones y las entendía, a pesar de no comprender las palabras. Las huellas de sangre se volvieron corpóreas convirtiéndose a continuación en una serpiente gigantesca que avanzó hacia él, pero consideró que no le amenazaba. La serpiente colorada cruzó impetuosa a través de su vientre, pero no le produjo dolor, sino éxtasis. Notó que levitaba al tiempo que la pirámide de la Luna se volvía de cristal inmaterial y el poderoso animal lo traspasaba una y otra vez suspendiéndolo en el aire, derramando en su interior aliento volcánico, mientras una lluvia de estrellas caía contra su pecho, incendiándolo para hacerlo renacer convertido en una nube atravesada por un rayo. Era una especie de torbellino formado por los más intensos placeres descritos en los libros. Su cuerpo se dividió por la mitad al tiempo que el poderoso huésped que hurgaba sus entrañas se alzaba en medio de una nebulosa de estrellas lejanas, lanzándolo hacia un infinito poblado de galaxias tormentosas. Tuvo el más arrebatador orgasmo que sintiera jamás. Larguísimos minutos. Oleadas de temblores que subían por sus muslos como un mar embravecido, estrujaban su cintura, golpeaban su pecho y agitaban sus brazos y cuello. Estremecido, abrió los ojos y habían desaparecido las dos pirámides y todo Teotihuacan. Sólo quedaban Javier y él, suspendidos en un vacío donde no había nada más.
No debía volver a España. Eran dos seres a punto de fundirse en uno para siempre. Juntos, serían amantes legendarios. Tenía que  permanecer a su lado. No, en Nueva York, no; en México. Javier iba a dejar su puesto de Naciones Unidas, que sólo había sido un peldaño en la preparación de su carrera política.
"No, no pienso casarme para satisfacer los severos prejuicios machistas de la vida política mexicana. Sí, efectivamente, si no pienso casarme es porque no me interesa ninguna mujer. Antes de conocerte, tenía dudas. Ahora no. Tú eres la única persona que yo puedo amar. No quería que lo supieras antes de que yo mismo estuviese seguro, mano. Adoro tu ingenio, adoro cómo te organizas, adoro tu piel de seda clara, me enloquecen tu voz y tu aliento de naranjas mediterráneas. Te adoro, Jenaro, y sé que tú también me adoras. No puedes volver a España. Mi madre lo sabe, hablamos mucho mientras viajaba en el avión, ¿no te diste cuenta de que estuve callado más de una hora? Está de acuerdo. Ella sólo quiere que yo sea feliz. No te detendré si decides continuar viaje a Madrid, pero en esto sí me sale el macho mexicano: Querré partirte el corazón de un navajazo si no aceptas vivir conmigo el resto de tu vida"


Durante la fiesta organizada para celebrar el centésimo capítulo de la telenovela que Jenaro protagonizaba para Televisa, sonó un mensaje por la megafonía del local: "El senador Javier Robledo se excusa por no haber acudido a la fiesta. Lo hará a última hora, cuando acabe la sesión que preside en el parlamento".

domingo, 20 de octubre de 2013

LLAMADLA REINA

Este cuento forma parte de mi colección 
LA HORA DE 3.000 AÑOS,
TREINTA Y TRES FABULACIONES 
SOBRE MITOS Y PROBABILIDADES HISTÓRICAS 
DE MÁLAGA. 

En "Llamadla Reina", fabulo sobre un poblado bástulo, cuyo rey se enamora de una misteriosa náufraga, que resulta ser una invasora.

La hora de 3.000 años
cuento número 4

LLAMADLA REINA
Luis Melero
I
Aquél era para los bástulos un tiempo más proceloso que un torbellino en el mar, una violenta y amenazadora marejada continua donde hasta el optimismo más luminoso e ilusionado naufragaba.
En la guerra terrible e interminable que mantenían desde hacía tantas generaciones como eran capaces de recordar, los hombres se veían obligados a conseguir dureza de roca para sus cuerpos y templaza casi sobrenatural para sus espíritus. Cuerpos capaces de sobrevivir a las heridas más espantosas y espíritus que pudieran sobreponerse a las peores barreras, y superarlas.
Tal espanto cotidiano ocurría en un rincón junto al mar que, sin guerra, cualquiera hubiese considerado el paraíso. La ciudad había sido erigida en tiempo inmemorial, bordeando una estrecha ensenada, casi una ría, que penetraba tierra adentro por donde el río desembocaba, envolviendo la punta rocosa del Monte Ojo, cuya proa negra emergía entre la playa y la rada como un gigantesco barco de titanes varado sobre la arena oscura. Los bástulos convivían con plantas feraces, flores que llenaban el aire de aromas hipnóticos, cardúmenes como plata alborotada en el agua y bandadas de pájaros de cobre y lapislázuli en el aire más diáfano y resplandeciente del mundo. Un paraíso tan disputado por cuantos tenían noticia de su existencia, que nunca se les había permitido disfrutarlo en paz.
Sabían que todo el que contemplaba su ciudad una vez ambicionaba quedarse, expulsándoles a ellos. Sabían que habitaban el más hermoso y ameno de los jardines celestiales, pero aunque los bendijera la diosa Naturaleza con todos los placeres que ambicionaban sus sentidos, vivir era un escalofrío perpetuo a causa la sempiterna acechanza del enjambre de ojos encendidos que difícilmente conseguían entrever al otro lado del Río de la Ciudad, chisporroteando y destilando odio tras las marañas negras de la jungla.
Los veían más con el entendimiento que con la mirada. Aunque no se dejaban ver jamás, presentían que estaban allí, acechando, buscando la ocasión de masacrarlos y expulsarlos del edén. Siempre embozados en la tiniebla viscosa y traicionera. Siempre vivos y amenazadores aunque parecieran sombras de otro mundo. Perpetuamente. 
Cada voz llegada del bosque representaba una amenaza y cada mirada entrevista a través de las brumas, una tétrica acechanza, porque las voces aullaban restallando con estridencias de tormenta y las miradas centelleaban como maldiciones infernales.
Mas cuando el dios Sol consentía en desterrar el peligro y el rebalaje se vestía de resol de plata, olvidaban el terror y dejaban de vigilar en derredor como si el dolor y la muerte fuesen fatalidades inminentes. El gozo era tan intenso bajo la luz, que nadie sentía necesidad de soñar gloria más plena, y durante buena parte del paseo cotidiano del dios Sol llegaban a olvidar, descuidándolo, el alerta exigido por la vecindad del horror, que sólo retornaba cuando el dios Sol se zambullía en las profundidades escarlatas donde dormía. Tras el último reflejo rojizo, comenzaba la tensa vigilia en la que toda la ciudad participaba por turnos, que eran siempre los mismos asignados por familias generación tras generación.

II
Cuenta la leyenda que cuando faltaban aún muchos años para que los fenicios se apoderasen de sus playas a causa de la abundancia de búzanos, con los que elaboraban el más extravagante de sus lujos, vestir de púrpura, reinaba en la ciudad el más grande de los reyes bástulos que hubieran conquistado a lo largo de los siglos el Monte Ojo. Se llamaba Zerain, y al contrario que todos sus súbditos, tenía solamente un hijo, un único y amantísimo heredero llamado Calain.
Estaban a punto de cumplirse dos lunas desde que Calain se internara en las selvas del Río de la Ciudad, las mismas dos lunas que el rey Zerain lloraba todas las noches su desconsuelo en la torre vigía, construida con troncos de pinsapos y enramados de quejigos y sabinas, encima de los muros de roca negra.
La torre había servido durante las últimas dos mil lunas para vigilar la esquina noroeste de la fortificación del reino, el único punto por donde los mastienos ululantes podían intentar el asalto secularmente repelido, pero pronto reintentado. Allí, abierta la ciudad al mar prisionero de la ría, no había cómo cerrar la embocadura del río. El límite del reino, su punto más vulnerable y, por ello, el que debía vigilarse más.
Todos los atardeceres subía Zerain a la torre, a otear a través de sus lágrimas la neblinosa selva que era una pared verdinegra a sólo trescientos pasos de la muralla. Escudriñaba en busca de un rastro de la sangre joven de su propia sangre, suspirando para que no hubiera sido vertida por los mastienos, anhelando entre crujidos de su corazón herido poder ver al fin que Calain regresaba vivo e indemne de su rito de iniciación. Agitaba el collar mágico de conchas de búzanos y, alzándolo hacia el cielo, repetía el nombre de Calain.
-Vuelve, Calain, hijo mío -lloraba con la garganta rajada.
Detrás del rey, abajo, en el extenso Llano de los Vítores, intramuros y apisonado por veinte generaciones de aglomeración, los súbditos, tendidos boca abajo en el suelo de tierra, derramaban también lágrimas entre salmodias que rugían por encima del crepitar de las hogueras y los alaridos de las mujeres, ocultas tras las celosías de junco trenzados que cubrían las ventanas de las cabañas. Los destellos del fuego acompañaban los gemidos.
-¡Vuelve, Calain! -gritaban todos al unísono, en un clamor audible aun en las distantes colinas de Entrerríos, donde residía el terror.
-¡Que el dios del Tormento permita que Calain sea mucho más poderoso que los crueles mastienos y vuelva sano y entero! -conjuraba el sumo sacerdote, erguido orgulloso en medio de los orantes tendidos a su alrededor, con la piel teñida de azul por los incontables tatuajes de su rango y la cabeza adornada con una toca gigantesca de plumas blancas y caracolas de nácar.
-Que la diosa del bosque confunda a los mastienos y haga que Calain sea invulnerable -clamaban los bástulos a coro.
Todos se agitaban estremecidos por el temor, espantados por los designios temibles de las fuerzas oscuras, porque si Calain no volvía, no tendrían rey cuando Zerain muriese, ya que el soberano había jurado sobre la piedra del dios Nunca no volver a tomar mujer tras la desaparición de Cálape, la diosa que había parido a Calain. Sin el amparo del “Supremo que habla con los dioses”, los bástulos serían masacrados y barridos por los mastienos.

III
Los bástulos fundaban familias extensísimas, formadas por tantas mujeres como cada hombre era capaz de alimentar, de modo que en algunos casos llegaban a contar centenares de hijos. Lo imponía el afán de supervivencia, porque vivían desde el comienzo del tiempo en guerra permanente con el salvaje reino de mastienos situado junto al Río Mayor. Los soldados de un codicioso rey del oriente, llamado Salomón, que ansiaba apoderarse de las riquezas marinas de sus playas, de la rada, del muro de piedras negras construido por antiguas generaciones de bástulos, del puerto y del Monte Ojo que lo protegía, ayudaban a los mastienos con lanzas que no se rompían y carros capaces de volar, para reforzar sus encarnizados ataques al pueblo de Zerain.
Eran tantos los jóvenes sacrificados en las batallas, y habían pasado tantas lunas desde que la guerra comenzara, que tenían que procrear hijos innumerables para no extinguirse como pueblo. Un pueblo orgulloso que, según afirmaban los “sabios conocedores de las cosas” y el oráculo de la Montaña de la Fuente, había dominado antaño todas las tierras que bañaba el mar y ahora parecía abocado a hundirse en el olvido. Creían firmemente que su destino era reconquistar ese poder, librar a los pueblos marineros de la crueldad salvaje de los mastienos. Multiplicarse y perpetuarse en los hijos era la única vía de mirar con esperanza el futuro.
Zerain sólo había conseguido amar una vez. Como rey, tenía la potestad de tomar para sí a cualquier mujer de su pueblo, soltera o casada; niña, adolescente o adulta. Pero el día que, recién heredado el trono, vio a Cálape sobre el madero que las olas habían entregado a la playa, supo que nunca podría amar a otra. Acababa de lancear un cazón que medía más de cuatro palmos, una maravilla que abandonó coleteando en el rebalaje, para acudir a contemplar la plateada esfinge mágica que le entregaba el mar.
Al primer instante, creyó que era una estatua o un cadáver, pues carecía de temperatura. Luego comprendió que la frialdad se debía a haber pasado, tal vez, muchos días flotando sobre los restos de un barco naufragado. Cuanto palpó su cuello, descubrió que aún le quedaba vida, pero, entonces, Cálape abrió los ojos y Zerain, tembloroso y agitado por un escalofrío, se arrodilló ante ella, convencido de que era una diosa, porque aquellos ojos no eran como los de la gente sino que tenían el color del mar.
Cálape emitía unos sonidos muy extraños que Zerain no comprendió, pero consiguió tranquilizarla con gestos y la llevó en brazos a la Morada de los Dioses, donde el sumo sacerdote le administró una pócima que, poco a poco, fue devolviéndole el movimiento. Una vez que pudo contemplarla erguida sobre sus piernas, con su desnudez de diosa y sus ojos de mar, supo que por fin había encontrado a su reina.

IV
Los festejos nupciales duraron todo el cálido mes de la Estancia del Sol. Los ritos y la magia de la ceremonia ante la Morada de los Dioses parecieron calmar a Cálape lo suficiente como para dejar de debatirse, lo que no había parado de hacer desde el mismo instante en que, luego de ser rescatada y reconfortada, se sintió lo bastante fuerte como para valerse por sí misma.
En el cuerpo a cuerpo, Cálape era como un uro furioso y Zerain se vio obligado a contenerse a lo largo de muchos días, mordiéndose los labios hasta sangrar, porque la hermosa diosa de ojos como el mar se mostraba capaz de vencer a un hombre y él, que acaso pudiera abatirla, no quería golpearla ni forzarla en ningún sentido ni circunstancia. Sólo ansiaba que ella correspondiese su amor.
Pero el día de la boda dejó de agitarse y gritar, y de dar patadas y arañazos cuando seis ancianas entraron en la cabaña con grandes ramos de flores entre los brazos y todos los objetos y prendas de su acicalamiento. Tras un momento de duda recelosa, Cálape paró de aullar y de componer ademanes de amenaza, y aceptó la manipulación de su cabello y que extendieran en sus mejillas y en toda la cara los tintes y unturas con que realzaron su belleza.
Cuando fue conducida a través del llano hasta la Morada de los Dioses, se mostraba serena y hasta creyeron algunos de los presentes que había esbozado una sonrisa. Así le pareció también a Zerain, que no conseguía interesarse por nada que no fuese la contemplación absorta del hermosísimo rostro.
Terminados los rituales oficiados por el sumo sacerdote, durante los que ella permaneció quieta y con los ojos muy abiertos, siguieron los cánticos, el baile y la simulación colectiva y pública del acto con que Zerain y Cálape tendrían que consumar su matrimonio. Empezaron con el baile en ruedo, los hombres con las manos entrelazadas, las mujeres dentro del círculo, fingiendo desinterés e inclusive simulando ignorar la presencia de los hombres. Éstos vestían la corta túnica blanca ceremonial, de lino, que les descubría las piernas y los brazos profusamente enjoyados de aros de metal brillante y sartas de caracolas de nácar. Las mujeres que participaban del baile lucían las galas más abrumadoras y abundantes que dictaba la tradición; sus túnicas teñidas de azul les cubrían hasta los pies y llevaban velos sobre la aparatosidad enjoyada de sus peinados, caídos sobre sus hombros prácticamente ocultos bajo los seis o siete collares que cada una portaba.
Los movimientos de ellas eran suaves, casi etéreos, mientras que los de ellos eran enérgicos, entre saltos, elevación de los pies por encima de la cabeza de ellas y giros rapidísimos.
Cuando todos los cuerpos masculinos se cubrieron de chorros copiosos de sudor, la cadencia de los timbales se amortiguó y todos cambiaron los brincos y evoluciones por una cadencia perezosa, como si en ese instante preciso se hubieran percatado de la existencia de las mujeres. Simultáneamente, ellas se volvieron hacia ellos con lentitud y alzaron los brazos abiertos en actitud de aceptación.
 Entonces, ellos se despojaron de las túnicas y se acercaron a las mujeres, que les acogieron entre sus brazos, quedando ambos cubiertos por el manto. A continuación, aumentó nuevamente, poco a poco, el ritmo de los timbales mientras se agitaban voluptuosamente por parejas, como si estuvieran amándose en un rito colectivo de fertilidad.
Como no podía dejar de contemplarla, el rey Zerain detectó en los ojos de su esposa la comprensión de lo que estaba sucediendo que, por sus bruscos cambios de humor, no había llegado a entender durante la larga ceremonia; de repente, cayó en la cuenta de que acababa de casarse. Lo miró con expresión de horror, se alzó con lentitud de la estera donde ambos estaban recostados, tomó una lanza y trató de atravesar con ella a su esposo y, a continuación, advirtiendo la conmoción y el alboroto que su actuación producían, gritó de una manera sobrehumana y echó a correr hacia el mar.
Tras correr tras ella con los peores presagios en el pecho, Zerain tuvo que esforzarse a fondo para conseguir rescatarla, puesto que Cálape parecía haber tomado la decisión de alcanzar a nado su lejanísimo país o, de lo contrario, morir en el intento. Con un desgarro en el alma, Zerain golpeó la cabeza de Cálape hasta conseguir que perdiera el conocimiento. De tal modo pudo remolcarla hasta la orilla.

V
-Tienes que domarla, Zerain –dijo el sumo sacerdote al rey-. Existen en nuestro pueblo muchas tradiciones para un caso como éste. Se te permite azotarle el culo hasta que sangre y, aunque afirmes que no deseas mancillarla, da la impresión de que no te queda otro camino. Aunque te repugne pegarle, recuerda que cuentas ya veintitrés soles y debes dar a los bástulos un heredero. De lo contrario, no olvides que tienes cuatro parientes de sangre que sueñan con ocupar tu puesto. Y que intrigan con malas intenciones, si tienes memoria para ello, y podrían buscar la manera de perderte.
Zerain dejó vagar la mirada en torno. Había llamado al sumo sacerdote a su lugar favorito, la torre más cercana al mar y la bocana del río, porque no deseaba someterse a los convencionalismos y formulismos de la Morada de los Dioses. El paisaje parecía en ese instante el más idílico del universo. Cinco barcas sobrevolaban el mar con sus velas blancas como gaviotas y la brisa traía aromas y promesas de tierras remotas y misteriosas.
-¿No tienes alguna clase de encantamiento que pudiera servir para vencer la terquedad de mi esposa?
-El único encantamiento que necesitas es provocar su miedo y rendirla, Zerain. Tienes que hacerlo, y mejor antes de que por su culpa y por la pasión que te ciega llegues a poner en riesgo tu reinado.
-¿No podría encontrar solución en la Montaña de la Fuente?
-Es lo que iba a proponerte. Que subas y pidas consejo al oráculo de la Diosa Reina. Pero no olvides los peligros que conlleva. De un lado, tendrías que ausentarte de la ciudad y, tal como están las cosas, tanto en la guerra como con tus ambiciosos parientes, no parece muy buena idea; y de otro, correrías el riesgo de morir, por muy bien que organices la subida.
-Pero debo hacerlo, gran sacerdote. Seguramente, la diosa me inspirará una solución en la que todavía no hayamos reparado aquí abajo, con la voluptuosidad del mar adormeciendo a todas horas nuestras intenciones y propósitos.

VI
Media luna más tarde, se puso en marcha el grupo mejor armado que nunca se había visto en la ciudad salir de expedición. Lo formaban doce hombres cubiertos de petos, braceletes y grebas de cuero, portando cada una concha de tortuga gigante como escudo. A la cintura, las mortales falcatas, y a la espalda, los arcos. Cada carcaj portaba un buen haz de flechas y las lanzas cruzadas ante sus pechos, que sujetaban sobre nudos de esparto para mayor firmeza, eran pértigas gigantescas, capaces de romper el cráneo de un onagro de un solo golpe.
Conocedor de lo penoso del viaje, puesto que era la cuarta vez que subía a lo largo de su vida a la Montaña de la Fuente, Zerain no aceptó ser llevado en andas. En cambio, sí lo fue Cálape, porque era la única manera de poder transportarla con cierta dignidad, a pesar de las amarras que la inmovilizaban para que no escapase.
El camino ascendía como un complicado caracol de tierra apisonada por los siglos de uso, montaña arriba, entre las frondas de las encinas, pinares, sabinas y alcornocales, entre helechos y musgo. Cada repecho que coronaban era un peldaño que les acercaba más al cielo y cada revuelta, la oportunidad de contemplar el paisaje inmenso extendido a sus pies, con los dos ríos, que parecían sobrevolar por un milagro. Llegó un momento en que la ciudad, allí abajo, se difuminó en turquesa paradisíaco en la frontera entre el azul del mar y el del cielo, fundida con la calima y las brumas de la ría, el Monte Ojo, la playa, el Río de la Ciudad y la selva. En verdad, era un retazo del paraíso, consideró Zerain, y por ello hallaba incomprensible que Cálape se negara a disfrutar de cuanto le ofrecía.
A las dos jornadas de viaje, avistaron la Fuente de la Diosa.
Manaba incesante, en todas las épocas del año, de un repecho situado a la izquierda del camino, y los bástulos consideraban que era un regalo de los dioses, puesto que no se agotaba ni durante los más calurosos meses del sol. Como todo cuanto envolvía a su ciudad, los bástulos creían que tenía poderes mágicos. Beber de esa agua no sólo curaba las heridas y todas las enfermedades; también solventaba los problemas del espíritu.
Desentendido de Cálape por un momento, Zerain se postró ante la fuente, rindió sus armas, las colocó ante sí en el suelo, alzó la cabeza hacia el cielo mientras levantaba las manos, y oró:
-Diosa Reina que moras en esta antesala del cielo, apiádate del corazón afligido del rey de los bástulos.
Primero fue como un rumor del viento, pero, poco a poco, fue convirtiéndose en un bramido que estremecía las piedras y agitaba los árboles. Aunque notó que sus soldados mostraban temor y parecían a punto de echar a correr, Zerain permaneció quieto y apenas miró a su esposa de reojo.
Cálape dejó de debatirse en su lecho sobre las andas. Miraba hacia el chorro de agua como si fuese capaz de ver algo que sólo existía para sus ojos y que nadie más podía distinguir. Movió la cabeza varias veces en lo que parecía ademanes de negación y, luego, de asentimiento. Y a partir de entonces, ya nunca volvió a revolverse más ni trató de agredir a nadie.

VII
A pesar de su nueva actitud, el pueblo bástulo no aceptó jamás a Cálape. Eran incapaces de mirarla a los ojos y temblaban aterrorizados por el color dorado de su pelo. Nunca pronunció una palabra que pudieran entender ni mostró esfuerzo alguno por intentar comprenderles. Aunque había dejado de esbozar muecas de ira y no descomponía ya el rostro para proferir lo que sin duda habían sido terribles insultos, se podía detectar en el fondo de sus ojos el desprecio que sentía por la ciudad y sus moradores.
Sin embargo, el amor del rey era tan firme como el Monte Ojo.
Todas las noches, Zerain se arrodillaba ante ella y la adoraba largamente antes de amarla con gran ternura y cuidado, contrariando los brutales y precipitados usos de su comunidad, que su propio padre había pasado seis meses enseñándole. La poseía despacio y conseguía con grandes esfuerzos que ella abandonase su lejanía unos instantes, que para él eran sublimes, aunque jamás consiguió que pronunciase una frase inteligible ni le devolviera una caricia.
El día que nació Calain, cuando todavía debía de sentir dolor, y mientras todos festejaban con júbilo la llegada del heredero, Cálape desapareció engullida por el mismo mar que la había depositado en la playa, y Zerain no fue capaz de volver a amar a otra.
Después de tres días de búsqueda en todos los territorios que permanecían bajo su poder y del rastreo agónico de la orilla del mar, Zerain se encerró una luna completa en la cabaña real, rehusando alimentarse, dispuesto a morir.
Hasta que el sumo sacerdote se encerró con él en silencio. Se mantuvo callado y quieto dos días enteros, sentado frente al rey y sin dejar de mirarlo muy fijamente.
Al tercer día, el rey esbozó una media sonrisa antes de decir:
-¿Crees poseer mayor firmeza que yo?
-Sólo soy más viejo, Zerain.
-¿Piensas morir conmigo?
-Así será si así lo quieres. Si deseas morir y que el pueblo bástulo desaparezca para siempre, lo aceptaré.
-El pueblo bástulo no desaparecerá conmigo. Siempre hemos conseguido sobrevivir, aún frente a las peores adversidades.
-La adversidad de ahora no lo permitirá, Zerain. Tus cuatro primos, que están ahí fuera, vigilando a la espera de certificar tu muerte, enfrentarán a los bástulos contra los bástulos, y los mastienos nos vencerán sin luchar y sin pérdidas. Y tu hijo será asesinado para que no pueda reclamar nunca el trono que le pertenece. Claro que todo ello no tendrá importancia ninguna, al lado de tu dolor por el abandono de una mujer que jamás te amó.
-¿Mi hijo será asesinado?
-¿Lo dudas?
Zerain suspendió el ayuno y el encierro en ese instante. A partir de ese día, entregó cada uno de los latidos de su corazón al hijo emergido de las entrañas de Cálape. Tenía, como ella, el cabello dorado, aunque más oscuro, pero, por fortuna para su futuro real, sus ojos podían ser mirados sin espanto por sus conciudadanos. Aunque era el rey, Zerain sentía en ocasiones el impulso de arrodillarse ante su hijo y adorarle por su belleza sobrenatural, tal como había hecho con su madre todas las noches durante diez lunas.

VIII
El día que Zerain descubrió que el pubis de Calain comenzaba a cubrirse de vello amarillo, lloró toda la noche. Aun siendo su heredero, no podía sustraerse a los milenarios ritos de su pueblo, que exigían exponerse a la aventura de iniciación en cuanto asomase el primer signo de virilidad. Al amanecer, llevó a su hijo a la orilla del mar  y le pidió que le probase que era capaz de fecundar a una mujer. Cuando Calain le obedeció, Zerain volvió a llorar, pero escamoteó sus ojos húmedos a la mirada de su hijo.
-¿Ya sabes lo que tienes que hacer? -le preguntó.
-Sí, padre. Debo vivir una luna en la montaña, alimentarme todo ese tiempo de lo que pueda cazar sin llevar armas y, luego, cuando la luna vuelva a morir en el cielo, tendré que bajar a las tierras de Entrerríos y matar a un mastieno evitando que él me hiera, y traer como prueba su oreja izquierda para que nadie dude de mi valentía.
Nueve días más tarde, cuando la luna se ausentó del cielo, en una oscuridad completa rota sólo por una hoguera en el centro del Llano de los Vítores, se congregó toda la ciudad en la explanada, para ser testigo y testimoniar para la posteridad que Calain iba completamente desarmado.
Durante esos nueve días, el sumo sacerdote le había tatuado casi toda la piel con los símbolos mágicos propios de los hombres, más los correspondientes a su condición de iniciado en las ciencias ocultas y futuro rey. El príncipe había soportado los lacerantes pinchazos sin un gemido, asombrando a todos con su entereza y enorgulleciendo a su padre.
Esa noche de Luna muerta en el Llano de los Vítores, con los reflejos de la hoguera su cuerpo parecía teñido de azul, ya que apenas podía vérsele algún retazo de piel sonrosada. El sumo sacerdote le obligó a girar sobre sí mismo para que todos pudieran contemplar los signos de su madurez. Siguió el canto que despertaba a los dioses, entonado a coro por todo el pueblo.
Alzado sobre su tarima real, Zerain rompió el arco y la lanza que habían pertenecido a su hijo desde que sus brazos fueron capaces de usarlos.  Nadie osó mirar descaradamente el llanto copioso que fluía de los ojos del rey, todos desviaron la mirada para contemplar al debutante con una mezcla de amor y temor por su suerte.
Cumplida la parte pública del rito, la puerta de la muralla se abrió lo justo para dejarle salir y Calain corrió a ocultarse en la arboleda del Monte Ojo, lejos del río, cuya orilla de poniente vigilaban los mastienos.
Zerain emitió un último suspiro, contuvo el llanto que se agolpaba en su garganta y afrontó las miradas compungidas y compasivas del pueblo bástulo.

IX
Además de tenebrosa, la selva exuberante que cubría los montes que rodeaban la ciudad estaba llena de espíritus en las abundantes cascadas y pozas de un río que fluía perpetuo y fresco, aunque harto proceloso. Proliferaban los rincones umbríos y la floresta era tan densa, que causaba espanto. Todas las oquedades de las quebradas boscosas albergaban dioses y demonios, rincones llenos de rumores espeluznantes, aves hermosas y alucinaciones.
Los primeros dos días, Calain fue incapaz de cazar. Los animales pequeños corrían más que él y desaparecían en agujeros imposibles de sondear. Los grandes, como los feroces jabalíes, los ciervos gigantes, los onagros encabritados y chillones y las capras de enorme cornamenta, eran demasiado peligrosos para un joven que sólo disponía de sus manos. Pese a que comía sin parar moras, fresas, manzanas, endrinas, raíces de palmito y hongos, era imposible satisfacer los apremios de su estómago ni de su organismo privilegiado, y empezó a sentirse vulnerable a pesar de la anchura de sus hombros y la fortaleza de sus miembros.
La cuarta noche, una diosa blanca como las estrellas brotó de la estrecha raja de la Luna creciente y le dijo en sueños que fabricase una lanza de caña. Al despertar, Calain contradijo a su propio sueño, pues sabía que las cañas verdes no servían como arma, porque eran flexibles y quebradizas. Pero pese a su escepticismo y resistencia algo le obligaba a una y otra vez a pensar en el consejo de la diosa blanca. Miraba las frías y quietas aguas de un remanso, y brillaban los ojos de la diosa. Contemplaba el movimiento de las ramas de los árboles contra el firmamento, y era el vuelo etéreo de la diosa. “Haz una lanza de caña”, le decía el rumor de la brisa al besar las hojas; “haz una lanza de caña”, le susurraba el canto del agua; “haz una lanza de caña”, gritaban las nubes en el cielo. Tuvo que taparse los oídos, porque, juntas, todas las voces formaban un estruendo insoportable.
La madrugada que la diosa le anunció que moriría pronto de inanición, cedió por fin y aceptó seguir el consejo. Restregó dos piedras durante horas, hasta conseguir que una tuviese un canto suficientemente filoso. Con ella, cortó varias cañas, que desolló y afiló. Consiguió trenzar un carcaj con fibra de palmito, en el que aseguró siete de las lanzas recién elaboradas, inspirado por el número que figuraba en los ornamentos sagrados del sacerdote.
Las lanzas eran tan altas, que le dificultaban avanzar por la selva.
El Río de la Ciudad, rumoroso en la lejanía, desprendía jirones de niebla que velaban cuanto le rodeaba, pero aun así pudo Calain distinguir la silueta de un onagro que parecía retarle en la distancia. Se lanzó hacia él con tan buena fortuna, que la bestia quedó acorralada porque tenía detrás un repecho de roca imposible de escalar por los cascos equinos. Le lanzó uno de los venablos, que se dobló como si fuese de arcilla fresca. Impulsado por el hambre desesperado y la rabia, tomó la lanza que, entre las seis restantes, le pareció más sólida, y corrió con ella en ristre hacia la bestia; la atravesó de parte a parte a través del costillar y el équido cayó fulminado, boca arriba.
Comió hasta satisfacerse, arrancando tasajos del sangrante animal, en una orgía de sangre y carne fresca que duró hasta que su cuerpo pareció a punto de reventar por el hartazgo.
Una vez saciado, lo despiezó con un esfuerzo agotador, ya que sólo disponía de sus manos y la piedra afilada; luego, colgó los miembros, costillares y lomo atándolos con fibra de palmito de las ramas más altas de un quejigo. Esparció a continuación las entrañas en una zona muy alejada de su árbol, para que las carroñeras no pudieran de localizar su despensa. Con suerte, tendría suficiente para toda la luna que debía permanecer en la selva.

      X
       Veinticinco días más tarde, sentía haber crecido diez años. Sus piernas y brazos se habían vuelto mucho más robustos y su pecho cubierto de músculos endurecdos por el esfuerzo permanente parecía invulnerable. Con sorpresa, notó que la voz con que gritaba a las bestias iba siendo más grave.
"Ha llegado la hora de enfrentarme a un mastieno", se dijo mientras saboreaba con delectación el último muslo del onagro, que, casi seco, acababa de asar en una hoguera. Consiguió comer casi toda la carne y, aunque el sol estaba todavía alto, se echó a dormir. Necesitaba acumular fuerzas para la caminata de regreso y la pelea a muerte, que representaría su salvoconducto para volver a la ciudad con la cabeza erguida, habiéndose ganado por sí mismo el derecho a reinar algún día.
Durmió quince horas.
La diosa de la Luna le visitaba todas las noches para darle consejos tan útiles como la primera vez. Le indicaba las fuentes más saludables y los frutos más refrescantes. Le exigía sumergirse en las pozas como si retozara en el mar y  que no olvidara untarse fango en el cabello y las ingles para que no se le poblasen de parásitos. En esta ocasión, la diosa de la luna sólo sonrió sin alterar su prolongado descanso, y le acarició la nuca toda la noche.
Al despertar, Calain se sintió poderoso como el uro castaño que su padre montaba todos los solsticios del reinado del sol para reafirmar su autoridad. Descendió las laderas hacia la corriente rumorosa y se sumergió en el Río de la Ciudad para cruzarlo y adentrarse en el territorio de Entrerríos, donde encontraría mastienos. Eran éstos seres balbucientes y crueles incapaces de hablar, al menos no eran capaces de hablar tal como su pueblo lo hacía. Gritaban sonidos guturales como los cerdos y estridentes como las grullas, ininteligibles y estremecedores.
El pelo de los mastienos era del mismo color que el de Calain, pero él no era consciente de este detalle, puesto que jamás se había visto a sí mismo reflejado en parte alguna y, por otro lado, casi siempre llevaba la melena endurecida y oscurecida por la arcilla.
El baño en el río le resultó tan tonificante y placentero, que Calain permaneció largo rato nadando. El baño disolvió la arcilla de su melena, cuyo color dorado brilló en todo su esplendor de mediodía. Cuando echó a andar por el territorio de Entrerríos, su larga cabellera ondeaba al viento.

XI
Se acercaba el atardecer y no conseguía dar con un mastieno.
Tras caminar toda la jornada, sólo tenía una vaga idea de la dirección donde se alzaba su ciudad, suponía que en el otro extremo de la planicie que se extendía más abajo de las colinas que atravesaba en busca de mastienos. Habían pasado tantas horas, que descuidó el alerta y cuando las brumas del atardecer comenzaron a fundirse con las que se elevaban del Río Mayor, en un claro de la selva se encontró de repente rodeado por una turba de mastienos rugientes que aparecían en tropel de detrás de todos los árboles.
Nunca había visto ninguno tan cerca.
No tenían hocico, como afirmaban las consejas bástulas; tampoco cuernos ni pezuñas. A diferencia de los marinos rojos que a veces visitaban la playa para comprar búzanos y maderas de olor, marinos cuyas narices eran agudas y colgantes y cuyo pelo era ensortijado y oscuro, los mastienos parecían idénticos a su pueblo, con el cabello de color amarillo en lugar de marrón.
Era verdad lo de sus voces ininteligibles. Calain no entendió lo que decían, pero notó que examinaban sus tatuajes con mucho interés y que reconocían el que le distinguía como hijo del rey de los bástulos.
Le ataron los brazos y piernas junto con dos grandes trancas, que usaron como parihuelas para cargarlo entre cuatro hacia el poblado, más tosco que su ciudad aunque cuatro o cinco veces mayor, y situado en una colina desde la que se veía el Río Mayor, que rodeaba el promontorio por tres de sus lados.
Fijaron las trancas a las ramas de un quejigo seco que se alzaba en el centro del poblado, frente a la puerta de una choza más grande que las demás. Sus captores entonaron una letanía ante esa puerta y al cabo de un largo rato salió un hombre cuya carne colgaba como pingajos, pero cuya cara no pudo contemplar Calain, ya que la llevaba cubierta por la cabeza seca y vaciada de un uro. Parecía tener dificultad para soportar su peso y por ello, y por su piel fláccida, comprendió el príncipe que debía de ser muy viejo. Agitó frente a él un fruto seco y hueco que sonó rítmicamente, por lo que Calain entendió que contenía pequeños guijarros en su interior. Sin parar de hacerlo sonar, el rey-brujo-uro bailó mucho tiempo a su alrededor, palpando reiteradamente los tatuajes reales, aunque los demás temían tocarle. Cuando llegó la noche, todos se encerraron a dormir y lo dejaron atado a su armazón hasta el amanecer, cuando el brujo de la cabeza de uro salió de nuevo de su cabaña y volvió a bailar a su alrededor.

XII
Calain se sentía molesto por la forzada posición, amarrado a las trancas pero, sobre todo, se sentía muy hambriento. Y furioso. Si no iban a matarle, a qué venía tanta incomodidad. Había pasado la noche forzando los brazos y piernas, a ver si era capaz de soltarse, pero las ligaduras eran abundantes y fuertes.
A mediodía, el brujo-uro-rey alzó ante él una de las lanzas que le proporcionaba el rey Salomón, las armas irrompibles que tanto ambicionaban todos los de su pueblo y él más que ninguno. El gesto pareció una señal. Cuatro hombres se acercaron al mismo tiempo y cortaron las ligaduras con tajos muy certeros, todo ello sin rozarle siquiera. Cuando se encontró libre, y mientras estiraba los miembros tratando de relajarlos, Calain advirtió que estaba rodeado por un denso y cerrado círculo de lanzas, mientras el uro-brujo-rey le indicaba que lo siguiera.
Obedeció.
Fue conducido al centro de la explanada, que mientras permaneciera atado quedaba fuera de su vista. Habían realizado un extraño decorado circular de flores, esteras de juncos y esparto trenzado y ramas de pinsapo, con una hoguera en medio. El rey le señaló una de las esteras, la más profusamente decorada, y le ordenó recostarse en ella. Se tendió boca abajo, pero el rey negó con la cabeza, haciéndole comprender que debía permanecer echado de lado, con un codo apoyado en la estera y la cabeza sujeta con la mano. Cuando compuso la figura que, según le pareció, era la correcta, sintió que un brazo cálido y delgado se apoyaba en el suyo; casi sin mover la cabeza, descubrió que una adolescente no demasiado hermosa había sido obligada a recostarse en la misma posición que él, pero en sentido inverso, de modo que sus codos quedaron juntos.
Permanecieron hasta el anochecer en la misma postura, inmóviles, durante una larga, tediosa y agotadora ceremonia, al final de la cual recibieron una copiosa lluvia de pétalos de flores. Calain sintió que la muchacha se movía al fin y le tomaba de la mano, invitándolo a alzarse.
Precedidos por el brujo-rey y rodeados por la multitud, fueron conducidos al interior de una cabaña.
En ese momento, comprendió Calain que acababa de casarse y que estaba obligado a consumar la unión, pero no sentía deseo alguno de la muchacha y sólo le agitaba un hambre convulsiva que le corroía las entrañas. Por suerte, descubrió dentro de la cabaña un banquete dispuesto para la pareja. Fue a precipitarse sobre el aromático muslo de jabalí asado, pero la muchacha le contuvo y le hizo entender por señas que la consumación debía ser antes. De una ojeada, vio Calain que el poblado en pleno rodeaba la cabaña, materialmente pegado a ella y atento a los ruidos que los dos produjesen. Comprendió que no tenía escapatoria. Todavía no había sido instruido por los adultos en los ritos sexuales, enseñanza que sólo era impartida por los más viejos una vez cumplimentado el rito de iniciación, pero había visto cómo lo hacían sus amigos mayores y aunque carecía del conocimiento preciso de los resortes y métodos, se echó torpemente sobre la muchacha y la penetró al instante.
Más que gemir, ella emitió un alarido prolongado, que enfrió la sangre de su invasor.
Mas el grito era la señal que los demás esperaban, ya que fue audible a continuación el tumulto de la retirada. Calain escuchó distanciarse el ruido rítmico del sonajero del rey.
Una vez que la muchacha dejó de gritar, le sonrió y le pidió por señas que volviera a penetrarla. Sentía Calain tanta hambre, que la satisfizo en unos segundos para poder lanzarse al fin sobre el muslo de jabalí, que devoró en las horas siguientes. Comió durante buena parte de la noche. Las mandíbulas le dolían de tanto masticar, pero la carne era tan deliciosa, estaba tan bien asada y salada, que no quiso parar de comer hasta roer los huesos y dejarlos limpios y pulimentados.

XIII
La muchacha dormía.
Calain se recostó y arrimó el oído al suelo; sorprendentemente, no se notaba ningún movimiento y nadie había en las proximidades de la cabaña. Aun así, salió sigilosamente, y reptó a lo largo de los millares de pasos que le separaban del bosque. Acechó los sonidos al lado de la última cabaña. Pudo distinguir tres respiraciones; supuso que podría darles muerte a los tres antes de que reaccionaran. Tanteó desde fuera y localizó a tientas una de las lanzas irrompibles; con ella en la mano, introdujo la cabeza por la baja abertura, a fin de no errar los golpes. Mató a dos sin dificultad, pero el tercero gritó antes de rebanarle el cuello. Mientras les cortaba las orejas izquierdas, que serían ante su padre, el rey, y ante sus conciudadanos la prueba de su hazaña, notó que los demás corrían hacia él. Abandonó presuroso la cabaña y se dirigió a saltos hacia la densa y enmarañada penumbra de la selva.
Corrió en la única dirección que permanecía libre, colina arriba, sintiendo casi en la piel las afiladas puntas de sus lanzas..
Corrió sin desmayo durante horas. Cada vez que se detenía a recuperar el aliento, oía el rumor de la persecución nunca lo bastante lejana. Cuando creía haber coronado la más alta de las montañas del hemiciclo distante que se veía desde su ciudad, descubría que tras un corto descenso tenía que volver a ascender. El amanecer le encontró en plena carrera, una afanosa escapada que prosiguió hasta que el sol se encontraba casi en el punto más alto del cielo.
En el momento que Calain se concedió un corto respiro, descubrió que los huesos de sus pies podían asomar en cualquier momento a través de la carne macerada y que las piernas y brazos le sangraban por múltiples heridas. Comprendió que no podía seguir huyendo de igual modo; que no conseguiría salvarse si no cambiaba de táctica.
Trepó a lo alto de un quejigo para acechar mejor el eco de sus persecutores, con todos los miembros en tensión y tratando desesperadamente de distinguir el rumor de la persecución de todos los demás rumores del bosque. Una vez que creyó haber identificado sin lugar a dudas la ruta que seguían, impregnó con su sangre varias ramitas y hojas, que esparció en círculo en todas las direcciones del sol y los vientos, desparramando por doquier sus rastros olfativos.
A continuación, eligió el más escarpado de los taludes descendentes y se dejó caer rodando. Cada vez que le detenía el tronco de un árbol o un espinoso matorral, volvía tenazmente a ponerse en posición de rodada. Era como un ser irracional insensible al sufrimiento y el dolor; sólo había cabida en su mente para la determinación de escapar y vencer de esa manera la resolución de los mastienos; si ellos no abandonaban la persecución, él jamás abandonaría la huida.
Cuando el sol comenzó su declive hacia las moradas de la noche, logró llegar a un arroyo fresco y limpio, un ancho afluente del Río de la Ciudad, cuyas aguas le sirvieron de bálsamo para los pies lacerados.
Sabía que no podía detenerse mucho tiempo.
El olor de su sangre debía de ser muy intenso, puesto que los mastienos habían seguido el rastro fielmente hasta la cima del monte. Aunque ahora, tras el largo descenso, los hubiera desorientado, suponía por su personal modo tozudo de proceder que no tardarían en localizarlo de nuevo, de modo que, ayudado por la corriente del arroyo, fue arrastrándose por el lecho muchos centenares de palmos para que el agua embozara su olor, hasta alcanzar un remanso muy grande y profundo, donde nadó largo rato, lo que lo libró del terrible dolor de caminar sobre sus pies deshechos.
Según se iba adormeciendo el dolor, despertaba su pensamiento, y así fue capaz de caer en la cuenta de que el lugar donde se encontraba era una especie de fortaleza natural. El sol estaba a punto de ocultarse ya en las moradas escarlatas, pero sus ojos podían examinar todavía el lugar con suficiente detalle. Desde la orilla del territorio que todos consideraban propiedad de los mastienos hasta un repecho muy escarpado, la anchura de la poza permitiría a un centinela atento descubrir toda aproximación con mucha antelación. El repecho, protegía de las acometidas de las bestias grandes del bosque. Y salvo una estrecha orilla cubierta de matorrales muy densos, no había más terreno ni trochas por donde acercársele ni sorprenderlo.
Calain decidió que podía permitirse reposar en el refugio y esperar. Salió del agua arrastrándose y reptó alrededor de la zarzamora. Detrás, había una oquedad bajo el repecho casi vertical, una morada tan seca y confortable como su casa de la ciudad. Permaneció unos instantes atento a los rumores que llegaban de la orilla opuesta, pero le venció el cansancio y sus ojos se cerraron a pesar de sus esfuerzos de mantenerlos abiertos. Pocos instantes más tarde, y cuando el sol había dejado ya de iluminar el cielo con la indecisa luz del crepúsculo, le pareció que la dulce muerte se apoderaba de su cuerpo y se entregó a ella con complacencia.

XIV
-Van a quitarte tu reino, Zerain.
El rey de los bástulos trató de aclararse un poco la mirada, nublada por el llanto, y la enfocó en la dirección que el gran sacerdote le indicaba. Bajo la muralla, a unos cincuenta pasos de distancia, sus cuatro primos parecían monolitos de piedra con los ojos fijos en él.
-Míralos. ¿No son como rapaces carroñeras, a la espera de tu rendición? Deja de llorar de una vez, rey de los bástulos, y si has perdido a tu hijo, consuélate con el recuerdo de las responsabilidades que cargas y piensa en tu futuro y en el de tu pueblo. Tienes juventud y fuerzas para criar cien hijos más.
Zerain contempló el Llano de los Vítores. Desde que terminara la primera luna de la ausencia de Calain, la gente dejó de suplicar a los dioses por su regreso y había vuelto a sus labores de siempre. El mercado funcionaba con normalidad, los pescadores exhibían con orgullo y jactancia las capturas de esa madrugada, las matronas imponían orden en los disparates de sus maridos regresados de las minas y los jóvenes y los niños retozaban entre risas y gritos, ajenos e indiferentes todos ellos a su dolor de padre. Su pueblo había dejado de compadecerse con él de la suerte de Calain.
-Tengo algo aquí en el pecho que no me deja pensar en otras mujeres ni en otros hijos.
El gran sacerdote sonrió con algo de ironía.
-Por ello he preparado este elixir, uno que nunca te había ofrecido, porque es el que la tradición reserva para los grandes héroes en las grandes ocasiones. Espero que los dioses de la Tierra y las diosas de la Noche comprendan que los bástulos estamos desesperados por la conducta de nuestro rey, y me perdonen. Te ruego, rey, que bebas este licor y luego, duermas, para que los dioses te inclinen a favor de tu pueblo.

XV
Cuando despertó Calain, era medianoche. Alzó la cabeza al cielo y consiguió entrever por encima de la zarzamora un afilado semicírculo de luz. Respiró muy hondo. Notó tanto vigor y bienestar, que comprendió que estar muerto era mucho mejor que vivir.
Pero no podía estar muerto. O tal vez era que cuando se moría ingresaba la gente en una nueva clase de vida, porque sentía la suave brisa del arroyo en su piel, llegaban a su nariz los perfumes intensos de las flores que se abrían al atardecer, escuchaba el gorjeo de las aves y todos los rumores nocturnos del bosque y su estómago pedía a gritos una inmensa comilona. Podía volver a devorar un onagro entero.
No estaba muerto. Porque la diosa plateada de la Noche no sujetaba ya su cabeza ni le consolaba, ni le complacía. Estaba solo, y por lo tanto continuaban vivas sus responsabilidades y obligaciones de príncipe.
La luna en creciente le indicó que había dormido siete días y siete noches. La diosa plateada le había visitado con frecuencia, pero él no advertía el paso del tiempo; la diosa le decía siempre que tenía que despertar, pero sus ojos se negaban a abrirse.
Según se aclaraba su pensamiento paralizado tanto tiempo, sentía tanta hambre que algo iluminó su entendimiento y le obligó a bajar la mirada hacia sus pies, que ya no le dolían. Las heridas habían cicatrizado. Pero la progresiva claridad del despertar le reveló que si caminaba, volverían a ulcerársele en seguida, de modo que permaneció recostado y así transcurrió otra semana, comiendo sólo moras y royendo las raíces que pudo extraer escarbando con el más extraordinario de los trofeos obtenidos, la lanza irrompible.
Las tres orejas de los mastienos ejecutados estaban cubiertas de gusanos. Deseó comérselas, pero le detuvo el pensamiento de que se quedaría sin la prueba que su padre, el rey, aguardaba, de modo que las lavó en el río, extrajo los gusanos con una ramita y las atravesó con otra un poco mayor, para llevarlas colgadas del cuello, al aire y expuestas al sol, lo que evitaría que siguieran pudriéndose.
Llevaba más de luna y media fuera de su ciudad. Como debía haber regresado al cumplirse una luna, consideró que el rey habría mandado exploradores en su busca. Decidió volver cuanto antes a la ciudad. Pero aunque presentía más que veía el mar allá abajo, a lo lejos, no consiguió encontrar el camino de regreso. El primer intento fue seguir la corriente del arroyo, pero llegó a una cascada muy alta, por la que se precipitaba toda posibilidad de seguirlo. Trató de descender por otro punto, y luego de un tiempo perdió de vista no sólo la idea de por dónde seguir, sino el arroyo mismo.
Los demonios que seguramente invocaban los mastienos conseguían desorientarle con un sortilegio, y le alejaban de la ciudad cuanto más intentaba acercarse a ella.
Cada vez que elegía una trocha que pudiera conducirle al Río de la Ciudad, que a su vez le llevaría derecho junto a los suyos, encontraba un obstáculo insalvable que le obligaba a retornar sobre sus pasos. Volvió la noche sobre él varias veces, la luna llegó a su plenitud y un amanecer, cuando la luna había adelgazado hasta casi desaparecer, comprendió que volvía a estar desfallecido y enfermo y que nunca encontraría a través de la selva el camino de regreso.

XVI
Iban a cumplirse dos lunas de la ausencia de Calain y media desde que aceptara tomar el bebedizo.
El efecto del elixir del gran sacerdote no había sido el esperado. El rey durmió muchas horas, como embriagado por los excesos del vino, y cuando despertó se encontró llorando de nuevo la ausencia de su hijo.
Sin embargo, había tratado al día siguiente de complacer lo que la sabiduría del gran sacerdote le dictaba. Mandó que desfilasen ante él todas las mujeres vírgenes de la ciudad. Al poco, se reunió ante la casa real una multitud alborozada de madres llenas de ambición e hijas revoltosas, engalanadas con los ajuares de toda la familia. Zerain fue examinándolas, alerta al dictado de su corazón. Pero después de dos días de desfile incesante, su pecho no había recibido inspiración alguna, y decidió desistir.
De nuevo, desde hacía un cuarto de luna, el rey Zerain volvía a llorar cada noche la desaparición del príncipe. Desesperado, roto de dolor por lo que pudiera haberle sucedido a su único hijo, se desentendió del gran sacerdote, rehusó no sólo sus elixires sino también sus consejos, y comenzó a ofrecer por su cuenta sacrificios a todos los dioses y demonios que le indicaba la desesperación. Mandó invocar también al dios del mar con una gigantesca hoguera encendida en su honor en la playa.
Ya no sólo pasaba las noches en su torre de troncos de pinsapos, sino que permanecía allí arriba a todas horas. Un amanecer, arrebatado por la fiebre y casi incapaz de articular palabras, pues tenía los labios cubiertos de costras, contempló largo rato el monte Ojo que convertía a la ciudad en invulnerable por el este.
Se dijo que si Calain estaba aún con vida, tenía que reconocer sin duda ese monte en la distancia. Al mismo tiempo, objetó a su pensamiento que, a lo lejos, desde lo más alto de la selva, el monte, difuminado en la calima, podía parecer un promontorio más. Si su hijo vivía, debía indicarle el camino de regreso.
Mandó el rey que ardiera en lo alto del monte Ojo una inmensa hoguera día y noche, sin pausa, con la esperanza de que el humo de día, y la luz de noche, sirvieran a su hijo de guía. Mandó que la hoguera envolviera toda la cumbre como una corona gigantesca, para que fuese visible desde cualquier claro de las boscosas montañas y de cualquiera de las direcciones del viento y el sol. Desde todos los puntos donde su pobre hijo desaparecido pudiera encontrarse.

XVII
El príncipe sentía más hambre que nunca y a pesar de ello consideró que estaba a punto de morir, porque el desaliento desterraba las fuerzas de sus miembros.
Había ensayado mil rutas, sin atinar con la de su destino.
Maldijo con rencor inmenso a la Diosa de la Luna y a los demonios complacientes con los mastienos. La una le había abandonado y los otros le perdían.
Se arrebujó bajo el refugio de una encina, en un claro junto a la ladera de una montaña, y allí decidió dejarse morir. Si tanto la naturaleza como los dioses lo querían muerto, que así fuera.
Pero una noche, justo un poco antes del alba, creyó soñar. Desde el claro donde se había recostado, descubrió de pronto allá abajo lo que parecía una corona de fuego suspendida sobre el mar. Fue amaneciendo y el príncipe permaneció con la mirada fija en la corona de luz y humo hasta que el sol comenzó a alzarse sobre el horizonte. Cuando la luz del día se hizo más intensa, el príncipe comprendió que aquella especie de diadema coronaba a su ciudad porque por su forma y el contraste del sol del amanecer no podía ser otro lugar que el monte Ojo y, por lo tanto, le señalaba el camino de regreso.
Tomó sus tesoros, la lanza irrompible y las tres orejas ensartadas, y comenzó el descenso. Mediada la tarde, encontró un otero desde donde ya alcanzó a distinguir vagamente la desvaída silueta de la empalizada, en cuya torre más alta debía de esperarle su amado padre.
Con los ojos anegados de llanto, Calain se arrodilló y tendió los brazos hacia Málaga.

XVIII
Zerain lo vio antes con el corazón que con los ojos.
No llegaba desde el Río de la Ciudad, en cuya orilla contraria moraba el horror de los mastienos, sino desde las alturas situadas más allá del monte Ojo.
Corrió con despreocupación y sin miedo a los peligros que jamás dejaban de acechar a su ciudad, pero cuando los centinelas de las cuatro torres dieron la alarma, una multitud de bástulos corrió tras su rey, entre un clamor jubiloso porque todos vieron que Calain, su príncipe adorado, se había vuelto un hombre, portaba una lanza de las que no se rompían y lucía en el cuello tres orejas de los malditos mastienos.
En seguida, se organizó la fiesta de bienvenida. Engalanaron el sitial ante la casa del rey y allí se acomodaron Zerain y su hijo, ambos con las manos entrelazadas.
-¿Qué te señaló el camino de regreso, hijo?
-La corona de fuego que mandaste encender en el monte Ojo, padre. La ciudad parecía coronada como una reina.
-Pues en agradecimiento a los dioses que te han devuelto a mí, Reina llamaremos a nuestra ciudad desde ahora.
Zerain se alzó y mandó detenerse el jolgorio, pidiendo atención.
-¡Oídme, bástulos! Una Diosa reina, tal vez la Diosa de la Fuente, inspiró mi decisión de encender en el monte Ojo una corona de fuego para orientar a mi hijo, vuestro príncipe. Por ello, desde hoy, nuestra ciudad tiene un nuevo nombre. ¡Llamadla Reina!
Y así se denominó la ciudad desde entonces. Reina fue para los inquietos navegantes del Mar del Centro de la Tierra y como Reina fue conocida en todos sus puertos y entre todos sus pueblos, y entre todos sus dioses.
Y Reina fue su nombre para siempre. En todos los idiomas y en todos los confines del Mundo.