viernes, 24 de enero de 2020

publico otro cuento de mi colección...................... LA HORA DE 3.000 AÑOS

LLAMADLA REINA
Luis Melero

I
Aquél era para los bástulos un tiempo más proceloso que un torbellino en el mar, una violenta y amenazadora marejada continua donde hasta el optimismo más luminoso e ilusionado naufragaba.
En la guerra terrible e interminable que mantenían desde hacía tantas generaciones como eran capaces de recordar, los hombres se veían obligados a conseguir dureza de roca para sus cuerpos y templaza casi sobrenatural para sus espíritus. Cuerpos capaces de sobrevivir a las heridas más espantosas y espíritus que pudieran sobreponerse a las peores barreras, y superarlas.
Tal espanto cotidiano ocurría en un rincón junto al mar que, sin guerra, cualquiera hubiese considerado el paraíso. La ciudad había sido erigida en tiempo inmemorial, bordeando una estrecha ensenada, casi una ría, que penetraba tierra adentro por donde el río desembocaba, envolviendo la punta rocosa del Monte Ojo, cuya proa negra emergía entre la playa y la rada como un gigantesco barco de titanes varado sobre la arena oscura. Los bástulos convivían con plantas feraces, flores que llenaban el aire de aromas hipnóticos, cardúmenes como plata alborotada en el agua y bandadas de pájaros de cobre y lapislázuli en el aire más diáfano y resplandeciente del mundo. Un paraíso tan disputado por cuantos tenían noticia de su existencia, que nunca se les había permitido disfrutarlo en paz.
Sabían que todo el que contemplaba su ciudad una vez ambicionaba quedarse, expulsándoles a ellos. Sabían que habitaban el más hermoso y ameno de los jardines celestiales, pero aunque los bendijera la diosa Naturaleza con todos los placeres que ambicionaban sus sentidos, vivir era un escalofrío perpetuo a causa la sempiterna acechanza del enjambre de ojos encendidos que difícilmente conseguían entrever al otro lado del Río de la Ciudad, chisporroteando y destilando odio tras las marañas negras de la jungla.
Los veían más con el entendimiento que con la mirada. Aunque no se dejaban ver jamás, presentían que estaban allí, acechando, buscando la ocasión de masacrarlos y expulsarlos del edén. Siempre embozados en la tiniebla viscosa y traicionera. Siempre vivos y amenazadores aunque parecieran sombras de otro mundo. Perpetuamente.
Cada voz llegada del bosque representaba una amenaza y cada mirada entrevista a través de las brumas, una tétrica acechanza, porque las voces aullaban restallando con estridencias de tormenta y las miradas centelleaban como maldiciones infernales.
Mas cuando el dios Sol consentía en desterrar el peligro y el rebalaje se vestía de resol de plata, olvidaban el terror y dejaban de vigilar en derredor como si el dolor y la muerte fuesen fatalidades inminentes. El gozo era tan intenso bajo la luz, que nadie sentía necesidad de soñar gloria más plena, y durante buena parte del paseo cotidiano del dios Sol llegaban a olvidar, descuidándolo, el alerta exigido por la vecindad del horror, que sólo retornaba cuando el dios Sol se zambullía en las profundidades escarlatas donde dormía. Tras el último reflejo rojizo, comenzaba la tensa vigilia en la que toda la ciudad participaba por turnos, que eran siempre los mismos asignados por familias generación tras generación.
II
Cuenta la leyenda que cuando faltaban aún muchos años para que los fenicios se apoderasen de sus playas a causa de la abundancia de búzanos, con los que elaboraban el más extravagante de sus lujos, vestir de púrpura, reinaba en la ciudad el más grande de los reyes bástulos que hubieran conquistado a lo largo de los siglos el Monte Ojo. Se llamaba Zerain, y al contrario que todos sus súbditos, tenía solamente un hijo, un único y amantísimo heredero llamado Calain.
Estaban a punto de cumplirse dos lunas desde que Calain se internara en las selvas del Río de la Ciudad, las mismas dos lunas que el rey Zerain lloraba todas las noches su desconsuelo en la torre vigía, construida con troncos de pinsapos y enramados de quejigos y sabinas, encima de los muros de roca negra.
La torre había servido durante las últimas dos mil lunas para vigilar la esquina noroeste de la fortificación del reino, el único punto por donde los mastienos ululantes podían intentar el asalto secularmente repelido, pero pronto reintentado. Allí, abierta la ciudad al mar prisionero de la ría, no había cómo cerrar la embocadura del río. El límite del reino, su punto más vulnerable y, por ello, el que debía vigilarse más.
Todos los atardeceres subía Zerain a la torre, a otear a través de sus lágrimas la neblinosa selva que era una pared verdinegra a sólo trescientos pasos de la muralla. Escudriñaba en busca de un rastro de la sangre joven de su propia sangre, suspirando para que no hubiera sido vertida por los mastienos, anhelando entre crujidos de su corazón herido poder ver al fin que Calain regresaba vivo e indemne de su rito de iniciación. Agitaba el collar mágico de conchas de búzanos y, alzándolo hacia el cielo, repetía el nombre de Calain.
• Vuelve, Calain, hijo mío -lloraba con la garganta rajada.
Detrás del rey, abajo, en el extenso Llano de los Vítores, intramuros y apisonado por veinte generaciones de aglomeración, los súbditos, tendidos boca abajo en el suelo de tierra, derramaban también lágrimas entre salmodias que rugían por encima del crepitar de las hogueras y los alaridos de las mujeres, ocultas tras las celosías de junco trenzados que cubrían las ventanas de las cabañas. Los destellos del fuego acompañaban los gemidos.
• ¡Vuelve, Calain! -gritaban todos al unísono, en un clamor audible aun en las distantes colinas de Entrerríos, donde residía el terror.
• ¡Que el dios del Tormento permita que Calain sea mucho más poderoso que los crueles mastienos y vuelva sano y entero! -conjuraba el sumo sacerdote, erguido orgulloso en medio de los orantes tendidos a su alrededor, con la piel teñida de azul por los incontables tatuajes de su rango y la cabeza adornada con una toca gigantesca de plumas blancas y caracolas de nácar.
• Que la diosa del bosque confunda a los mastienos y haga que Calain sea invulnerable -clamaban los bástulos a coro.
Todos se agitaban estremecidos por el temor, espantados por los designios temibles de las fuerzas oscuras, porque si Calain no volvía, no tendrían rey cuando Zerain muriese, ya que el soberano había jurado sobre la piedra del dios Nunca no volver a tomar mujer tras la desaparición de Cálape, la diosa que había parido a Calain. Sin el amparo del “Supremo que habla con los dioses”, los bástulos serían masacrados y barridos por los mastienos.
III
Los bástulos fundaban familias extensísimas, formadas por tantas mujeres como cada hombre era capaz de alimentar, de modo que en algunos casos llegaban a contar centenares de hijos. Lo imponía el afán de supervivencia, porque vivían desde el comienzo del tiempo en guerra permanente con el salvaje reino de mastienos situado junto al Río Mayor. Los soldados de un codicioso rey del oriente, llamado Salomón, que ansiaba apoderarse de las riquezas marinas de sus playas, de la rada, del muro de piedras negras construido por antiguas generaciones de bástulos, del puerto y del Monte Ojo que lo protegía, ayudaban a los mastienos con lanzas que no se rompían y carros capaces de volar, para reforzar sus encarnizados ataques al pueblo de Zerain.
Eran tantos los jóvenes sacrificados en las batallas, y habían pasado tantas lunas desde que la guerra comenzara, que tenían que procrear hijos innumerables para no extinguirse como pueblo. Un pueblo orgulloso que, según afirmaban los “sabios conocedores de las cosas” y el oráculo de la Montaña de la Fuente, había dominado antaño todas las tierras que bañaba el mar y ahora parecía abocado a hundirse en el olvido. Creían firmemente que su destino era reconquistar ese poder, librar a los pueblos marineros de la crueldad salvaje de los mastienos. Multiplicarse y perpetuarse en los hijos era la única vía de mirar con esperanza el futuro.
Zerain sólo había conseguido amar una vez. Como rey, tenía la potestad de tomar para sí a cualquier mujer de su pueblo, soltera o casada; niña, adolescente o adulta. Pero el día que, recién heredado el trono, vio a Cálape sobre el madero que las olas habían entregado a la playa, supo que nunca podría amar a otra. Acababa de lancear un cazón que medía más de cuatro palmos, una maravilla que abandonó coleteando en el rebalaje, para acudir a contemplar la plateada esfinge mágica que le entregaba el mar.
Al primer instante, creyó que era una estatua o un cadáver, pues carecía de temperatura. Luego comprendió que la frialdad se debía a haber pasado, tal vez, muchos días flotando sobre los restos de un barco naufragado. Cuanto palpó su cuello, descubrió que aún le quedaba vida, pero, entonces, Cálape abrió los ojos y Zerain, tembloroso y agitado por un escalofrío, se arrodilló ante ella, convencido de que era una diosa, porque aquellos ojos no eran como los de la gente sino que tenían el color del mar.
Cálape emitía unos sonidos muy extraños que Zerain no comprendió, pero consiguió tranquilizarla con gestos y la llevó en brazos a la Morada de los Dioses, donde el sumo sacerdote le administró una pócima que, poco a poco, fue devolviéndole el movimiento. Una vez que pudo contemplarla erguida sobre sus piernas, con su desnudez de diosa y sus ojos de mar, supo que por fin había encontrado a su reina.
IV
Los festejos nupciales duraron todo el cálido mes de la Estancia del Sol. Los ritos y la magia de la ceremonia ante la Morada de los Dioses parecieron calmar a Cálape lo suficiente como para dejar de debatirse, lo que no había parado de hacer desde el mismo instante en que, luego de ser rescatada y reconfortada, se sintió lo bastante fuerte como para valerse por sí misma.
En el cuerpo a cuerpo, Cálape era como un uro furioso y Zerain se vio obligado a contenerse a lo largo de muchos días, mordiéndose los labios hasta sangrar, porque la hermosa diosa de ojos como el mar se mostraba capaz de vencer a un hombre y él, que acaso pudiera abatirla, no quería golpearla ni forzarla en ningún sentido ni circunstancia. Sólo ansiaba que ella correspondiese su amor.
Pero el día de la boda dejó de agitarse y gritar, y de dar patadas y arañazos cuando seis ancianas entraron en la cabaña con grandes ramos de flores entre los brazos y todos los objetos y prendas de su acicalamiento. Tras un momento de duda recelosa, Cálape paró de aullar y de componer ademanes de amenaza, y aceptó la manipulación de su cabello y que extendieran en sus mejillas y en toda la cara los tintes y unturas con que realzaron su belleza.
Cuando fue conducida a través del llano hasta la Morada de los Dioses, se mostraba serena y hasta creyeron algunos de los presentes que había esbozado una sonrisa. Así le pareció también a Zerain, que no conseguía interesarse por nada que no fuese la contemplación absorta del hermosísimo rostro.
Terminados los rituales oficiados por el sumo sacerdote, durante los que ella permaneció quieta y con los ojos muy abiertos, siguieron los cánticos, el baile y la simulación colectiva y pública del acto con que Zerain y Cálape tendrían que consumar su matrimonio. Empezaron con el baile en ruedo, los hombres con las manos entrelazadas, las mujeres dentro del círculo, fingiendo desinterés e inclusive simulando ignorar la presencia de los hombres. Éstos vestían la corta túnica blanca ceremonial, de lino, que les descubría las piernas y los brazos profusamente enjoyados de aros de metal brillante y sartas de caracolas de nácar. Las mujeres que participaban del baile lucían las galas más abrumadoras y abundantes que dictaba la tradición; sus túnicas teñidas de azul les cubrían hasta los pies y llevaban velos sobre la aparatosidad enjoyada de sus peinados, caídos sobre sus hombros prácticamente ocultos bajo los seis o siete collares que cada una portaba.
Los movimientos de ellas eran suaves, casi etéreos, mientras que los de ellos eran enérgicos, entre saltos, elevación de los pies por encima de la cabeza de ellas y giros rapidísimos.
Cuando todos los cuerpos masculinos se cubrieron de chorros copiosos de sudor, la cadencia de los timbales se amortiguó y todos cambiaron los brincos y evoluciones por una cadencia perezosa, como si en ese instante preciso se hubieran percatado de la existencia de las mujeres. Simultáneamente, ellas se volvieron hacia ellos con lentitud y alzaron los brazos abiertos en actitud de aceptación.
Entonces, ellos se despojaron de las túnicas y se acercaron a las mujeres, que les acogieron entre sus brazos, quedando ambos cubiertos por el manto. A continuación, aumentó nuevamente, poco a poco, el ritmo de los timbales mientras se agitaban voluptuosamente por parejas, como si estuvieran amándose en un rito colectivo de fertilidad.
Como no podía dejar de contemplarla, el rey Zerain detectó en los ojos de su esposa la comprensión de lo que estaba sucediendo que, por sus bruscos cambios de humor, no había llegado a entender durante la larga ceremonia; de repente, cayó en la cuenta de que acababa de casarse. Lo miró con expresión de horror, se alzó con lentitud de la estera donde ambos estaban recostados, tomó una lanza y trató de atravesar con ella a su esposo y, a continuación, advirtiendo la conmoción y el alboroto que su actuación producían, gritó de una manera sobrehumana y echó a correr hacia el mar.
Tras correr tras ella con los peores presagios en el pecho, Zerain tuvo que esforzarse a fondo para conseguir rescatarla, puesto que Cálape parecía haber tomado la decisión de alcanzar a nado su lejanísimo país o, de lo contrario, morir en el intento. Con un desgarro en el alma, Zerain golpeó la cabeza de Cálape hasta conseguir que perdiera el conocimiento. De tal modo pudo remolcarla hasta la orilla.
V
• Tienes que domarla, Zerain –dijo el sumo sacerdote al rey-. Existen en nuestro pueblo muchas tradiciones para un caso como éste. Se te permite azotarle el culo hasta que sangre y, aunque afirmes que no deseas mancillarla, da la impresión de que no te queda otro camino. Aunque te repugne pegarle, recuerda que cuentas ya veintitrés soles y debes dar a los bástulos un heredero. De lo contrario, no olvides que tienes cuatro parientes de sangre que sueñan con ocupar tu puesto. Y que intrigan con malas intenciones, si tienes memoria para ello, y podrían buscar la manera de perderte.
Zerain dejó vagar la mirada en torno. Había llamado al sumo sacerdote a su lugar favorito, la torre más cercana al mar y la bocana del río, porque no deseaba someterse a los convencionalismos y formulismos de la Morada de los Dioses. El paisaje parecía en ese instante el más idílico del universo. Cinco barcas sobrevolaban el mar con sus velas blancas como gaviotas y la brisa traía aromas y promesas de tierras remotas y misteriosas.
• ¿No tienes alguna clase de encantamiento que pudiera servir para vencer la terquedad de mi esposa?
• El único encantamiento que necesitas es provocar su miedo y rendirla, Zerain. Tienes que hacerlo, y mejor antes de que por su culpa y por la pasión que te ciega llegues a poner en riesgo tu reinado.
• ¿No podría encontrar solución en la Montaña de la Fuente?
• Es lo que iba a proponerte. Que subas y pidas consejo al oráculo de la Diosa Reina. Pero no olvides los peligros que conlleva. De un lado, tendrías que ausentarte de la ciudad y, tal como están las cosas, tanto en la guerra como con tus ambiciosos parientes, no parece muy buena idea; y de otro, correrías el riesgo de morir, por muy bien que organices la subida.
• Pero debo hacerlo, gran sacerdote. Seguramente, la diosa me inspirará una solución en la que todavía no hayamos reparado aquí abajo, con la voluptuosidad del mar adormeciendo a todas horas nuestras intenciones y propósitos.

VI
Media luna más tarde, se puso en marcha el grupo mejor armado que nunca se había visto en la ciudad salir de expedición. Lo formaban doce hombres cubiertos de petos, braceletes y grebas de cuero, portando cada una concha de tortuga gigante como escudo. A la cintura, las mortales falcatas, y a la espalda, los arcos. Cada carcaj portaba un buen haz de flechas y las lanzas cruzadas ante sus pechos, que sujetaban sobre nudos de esparto para mayor firmeza, eran pértigas gigantescas, capaces de romper el cráneo de un onagro de un solo golpe.
Conocedor de lo penoso del viaje, puesto que era la cuarta vez que subía a lo largo de su vida a la Montaña de la Fuente, Zerain no aceptó ser llevado en andas. En cambio, sí lo fue Cálape, porque era la única manera de poder transportarla con cierta dignidad, a pesar de las amarras que la inmovilizaban para que no escapase.
El camino ascendía como un complicado caracol de tierra apisonada por los siglos de uso, montaña arriba, entre las frondas de las encinas, pinares, sabinas y alcornocales, entre helechos y musgo. Cada repecho que coronaban era un peldaño que les acercaba más al cielo y cada revuelta, la oportunidad de contemplar el paisaje inmenso extendido a sus pies, con los dos ríos, que parecían sobrevolar por un milagro. Llegó un momento en que la ciudad, allí abajo, se difuminó en turquesa paradisíaco en la frontera entre el azul del mar y el del cielo, fundida con la calima y las brumas de la ría, el Monte Ojo, la playa, el Río de la Ciudad y la selva. En verdad, era un retazo del paraíso, consideró Zerain, y por ello hallaba incomprensible que Cálape se negara a disfrutar de cuanto le ofrecía.
A las dos jornadas de viaje, avistaron la Fuente de la Diosa.
Manaba incesante, en todas las épocas del año, de un repecho situado a la izquierda del camino, y los bástulos consideraban que era un regalo de los dioses, puesto que no se agotaba ni durante los más calurosos meses del sol. Como todo cuanto envolvía a su ciudad, los bástulos creían que tenía poderes mágicos. Beber de esa agua no sólo curaba las heridas y todas las enfermedades; también solventaba los problemas del espíritu.
Desentendido de Cálape por un momento, Zerain se postró ante la fuente, rindió sus armas, las colocó ante sí en el suelo, alzó la cabeza hacia el cielo mientras levantaba las manos, y oró:
• Diosa Reina que moras en esta antesala del cielo, apiádate del corazón afligido del rey de los bástulos.
Primero fue como un rumor del viento, pero, poco a poco, fue convirtiéndose en un bramido que estremecía las piedras y agitaba los árboles. Aunque notó que sus soldados mostraban temor y parecían a punto de echar a correr, Zerain permaneció quieto y apenas miró a su esposa de reojo.
Cálape dejó de debatirse en su lecho sobre las andas. Miraba hacia el chorro de agua como si fuese capaz de ver algo que sólo existía para sus ojos y que nadie más podía distinguir. Movió la cabeza varias veces en lo que parecía ademanes de negación y, luego, de asentimiento. Y a partir de entonces, ya nunca volvió a revolverse más ni trató de agredir a nadie.
VII
A pesar de su nueva actitud, el pueblo bástulo no aceptó jamás a Cálape. Eran incapaces de mirarla a los ojos y temblaban aterrorizados por el color dorado de su pelo. Nunca pronunció una palabra que pudieran entender ni mostró esfuerzo alguno por intentar comprenderles. Aunque había dejado de esbozar muecas de ira y no descomponía ya el rostro para proferir lo que sin duda habían sido terribles insultos, se podía detectar en el fondo de sus ojos el desprecio que sentía por la ciudad y sus moradores.
Sin embargo, el amor del rey era tan firme como el Monte Ojo.
Todas las noches, Zerain se arrodillaba ante ella y la adoraba largamente antes de amarla con gran ternura y cuidado, contrariando los brutales y precipitados usos de su comunidad, que su propio padre había pasado seis meses enseñándole. La poseía despacio y conseguía con grandes esfuerzos que ella abandonase su lejanía unos instantes, que para él eran sublimes, aunque jamás consiguió que pronunciase una frase inteligible ni le devolviera una caricia.
El día que nació Calain, cuando todavía debía de sentir dolor, y mientras todos festejaban con júbilo la llegada del heredero, Cálape desapareció engullida por el mismo mar que la había depositado en la playa, y Zerain no fue capaz de volver a amar a otra.
Después de tres días de búsqueda en todos los territorios que permanecían bajo su poder y del rastreo agónico de la orilla del mar, Zerain se encerró una luna completa en la cabaña real, rehusando alimentarse, dispuesto a morir.
Hasta que el sumo sacerdote se encerró con él en silencio. Se mantuvo callado y quieto dos días enteros, sentado frente al rey y sin dejar de mirarlo muy fijamente.
Al tercer día, el rey esbozó una media sonrisa antes de decir:
• ¿Crees poseer mayor firmeza que yo?
• Sólo soy más viejo, Zerain.
• ¿Piensas morir conmigo?
• Así será si así lo quieres. Si deseas morir y que el pueblo bástulo desaparezca para siempre, lo aceptaré.
• El pueblo bástulo no desaparecerá conmigo. Siempre hemos conseguido sobrevivir, aún frente a las peores adversidades.
• La adversidad de ahora no lo permitirá, Zerain. Tus cuatro primos, que están ahí fuera, vigilando a la espera de certificar tu muerte, enfrentarán a los bástulos contra los bástulos, y los mastienos nos vencerán sin luchar y sin pérdidas. Y tu hijo será asesinado para que no pueda reclamar nunca el trono que le pertenece. Claro que todo ello no tendrá importancia ninguna, al lado de tu dolor por el abandono de una mujer que jamás te amó.
• ¿Mi hijo será asesinado?
• ¿Lo dudas?
Zerain suspendió el ayuno y el encierro en ese instante. A partir de ese día, entregó cada uno de los latidos de su corazón al hijo emergido de las entrañas de Cálape. Tenía, como ella, el cabello dorado, aunque más oscuro, pero, por fortuna para su futuro real, sus ojos podían ser mirados sin espanto por sus conciudadanos. Aunque era el rey, Zerain sentía en ocasiones el impulso de arrodillarse ante su hijo y adorarle por su belleza sobrenatural, tal como había hecho con su madre todas las noches durante diez lunas.
VIII
El día que Zerain descubrió que el pubis de Calain comenzaba a cubrirse de vello amarillo, lloró toda la noche. Aun siendo su heredero, no podía sustraerse a los milenarios ritos de su pueblo, que exigían exponerse a la aventura de iniciación en cuanto asomase el primer signo de virilidad. Al amanecer, llevó a su hijo a la orilla del mar y le pidió que le probase que era capaz de fecundar a una mujer. Cuando Calain le obedeció, Zerain volvió a llorar, pero escamoteó sus ojos húmedos a la mirada de su hijo.
• ¿Ya sabes lo que tienes que hacer? -le preguntó.
• Sí, padre. Debo vivir una luna en la montaña, alimentarme todo ese tiempo de lo que pueda cazar sin llevar armas y, luego, cuando la luna vuelva a morir en el cielo, tendré que bajar a las tierras de Entrerríos y matar a un mastieno evitando que él me hiera, y traer como prueba su oreja izquierda para que nadie dude de mi valentía.
Nueve días más tarde, cuando la luna se ausentó del cielo, en una oscuridad completa rota sólo por una hoguera en el centro del Llano de los Vítores, se congregó toda la ciudad en la explanada, para ser testigo y testimoniar para la posteridad que Calain iba completamente desarmado.
Durante esos nueve días, el sumo sacerdote le había tatuado casi toda la piel con los símbolos mágicos propios de los hombres, más los correspondientes a su condición de iniciado en las ciencias ocultas y futuro rey. El príncipe había soportado los lacerantes pinchazos sin un gemido, asombrando a todos con su entereza y enorgulleciendo a su padre.
Esa noche de Luna muerta en el Llano de los Vítores, con los reflejos de la hoguera su cuerpo parecía teñido de azul, ya que apenas podía vérsele algún retazo de piel sonrosada. El sumo sacerdote le obligó a girar sobre sí mismo para que todos pudieran contemplar los signos de su madurez. Siguió el canto que despertaba a los dioses, entonado a coro por todo el pueblo.
Alzado sobre su tarima real, Zerain rompió el arco y la lanza que habían pertenecido a su hijo desde que sus brazos fueron capaces de usarlos. Nadie osó mirar descaradamente el llanto copioso que fluía de los ojos del rey, todos desviaron la mirada para contemplar al debutante con una mezcla de amor y temor por su suerte.
Cumplida la parte pública del rito, la puerta de la muralla se abrió lo justo para dejarle salir y Calain corrió a ocultarse en la arboleda del Monte Ojo, lejos del río, cuya orilla de poniente vigilaban los mastienos.
Zerain emitió un último suspiro, contuvo el llanto que se agolpaba en su garganta y afrontó las miradas compungidas y compasivas del pueblo bástulo.
IX
Además de tenebrosa, la selva exuberante que cubría los montes que rodeaban la ciudad estaba llena de espíritus en las abundantes cascadas y pozas de un río que fluía perpetuo y fresco, aunque harto proceloso. Proliferaban los rincones umbríos y la floresta era tan densa, que causaba espanto. Todas las oquedades de las quebradas boscosas albergaban dioses y demonios, rincones llenos de rumores espeluznantes, aves hermosas y alucinaciones.
Los primeros dos días, Calain fue incapaz de cazar. Los animales pequeños corrían más que él y desaparecían en agujeros imposibles de sondear. Los grandes, como los feroces jabalíes, los ciervos gigantes, los onagros encabritados y chillones y las capras de enorme cornamenta, eran demasiado peligrosos para un joven que sólo disponía de sus manos. Pese a que comía sin parar moras, fresas, manzanas, endrinas, raíces de palmito y hongos, era imposible satisfacer los apremios de su estómago ni de su organismo privilegiado, y empezó a sentirse vulnerable a pesar de la anchura de sus hombros y la fortaleza de sus miembros.
La cuarta noche, una diosa blanca como las estrellas brotó de la estrecha raja de la Luna creciente y le dijo en sueños que fabricase una lanza de caña. Al despertar, Calain contradijo a su propio sueño, pues sabía que las cañas verdes no servían como arma, porque eran flexibles y quebradizas. Pero pese a su escepticismo y resistencia algo le obligaba a una y otra vez a pensar en el consejo de la diosa blanca. Miraba las frías y quietas aguas de un remanso, y brillaban los ojos de la diosa. Contemplaba el movimiento de las ramas de los árboles contra el firmamento, y era el vuelo etéreo de la diosa. “Haz una lanza de caña”, le decía el rumor de la brisa al besar las hojas; “haz una lanza de caña”, le susurraba el canto del agua; “haz una lanza de caña”, gritaban las nubes en el cielo. Tuvo que taparse los oídos, porque, juntas, todas las voces formaban un estruendo insoportable.
La madrugada que la diosa le anunció que moriría pronto de inanición, cedió por fin y aceptó seguir el consejo. Restregó dos piedras durante horas, hasta conseguir que una tuviese un canto suficientemente filoso. Con ella, cortó varias cañas, que desolló y afiló. Consiguió trenzar un carcaj con fibra de palmito, en el que aseguró siete de las lanzas recién elaboradas, inspirado por el número que figuraba en los ornamentos sagrados del sacerdote.
Las lanzas eran tan altas, que le dificultaban avanzar por la selva.
El Río de la Ciudad, rumoroso en la lejanía, desprendía jirones de niebla que velaban cuanto le rodeaba, pero aun así pudo Calain distinguir la silueta de un onagro que parecía retarle en la distancia. Se lanzó hacia él con tan buena fortuna, que la bestia quedó acorralada porque tenía detrás un repecho de roca imposible de escalar por los cascos equinos. Le lanzó uno de los venablos, que se dobló como si fuese de arcilla fresca. Impulsado por el hambre desesperado y la rabia, tomó la lanza que, entre las seis restantes, le pareció más sólida, y corrió con ella en ristre hacia la bestia; la atravesó de parte a parte a través del costillar y el équido cayó fulminado, boca arriba.
Comió hasta satisfacerse, arrancando tasajos del sangrante animal, en una orgía de sangre y carne fresca que duró hasta que su cuerpo pareció a punto de reventar por el hartazgo.
Una vez saciado, lo despiezó con un esfuerzo agotador, ya que sólo disponía de sus manos y la piedra afilada; luego, colgó los miembros, costillares y lomo atándolos con fibra de palmito de las ramas más altas de un quejigo. Esparció a continuación las entrañas en una zona muy alejada de su árbol, para que las carroñeras no pudieran de localizar su despensa. Con suerte, tendría suficiente para toda la luna que debía permanecer en la selva.ç
X
Veinticinco días más tarde, sentía haber crecido diez años. Sus piernas y brazos se habían vuelto mucho más robustos y su pecho cubierto de músculos endurecdos por el esfuerzo permanente parecía invulnerable. Con sorpresa, notó que la voz con que gritaba a las bestias iba siendo más grave.
“Ha llegado la hora de enfrentarme a un mastieno”, se dijo mientras saboreaba con delectación el último muslo del onagro, que, casi seco, acababa de asar en una hoguera. Consiguió comer casi toda la carne y, aunque el sol estaba todavía alto, se echó a dormir. Necesitaba acumular fuerzas para la caminata de regreso y la pelea a muerte, que representaría su salvoconducto para volver a la ciudad con la cabeza erguida, habiéndose ganado por sí mismo el derecho a reinar algún día.
Durmió quince horas.
La diosa de la Luna le visitaba todas las noches para darle consejos tan útiles como la primera vez. Le indicaba las fuentes más saludables y los frutos más refrescantes. Le exigía sumergirse en las pozas como si retozara en el mar y que no olvidara untarse fango en el cabello y las ingles para que no se le poblasen de parásitos. En esta ocasión, la diosa de la luna sólo sonrió sin alterar su prolongado descanso, y le acarició la nuca toda la noche.
Al despertar, Calain se sintió poderoso como el uro castaño que su padre montaba todos los solsticios del reinado del sol para reafirmar su autoridad. Descendió las laderas hacia la corriente rumorosa y se sumergió en el Río de la Ciudad para cruzarlo y adentrarse en el territorio de Entrerríos, donde encontraría mastienos. Eran éstos seres balbucientes y crueles incapaces de hablar, al menos no eran capaces de hablar tal como su pueblo lo hacía. Gritaban sonidos guturales como los cerdos y estridentes como las grullas, ininteligibles y estremecedores.
El pelo de los mastienos era del mismo color que el de Calain, pero él no era consciente de este detalle, puesto que jamás se había visto a sí mismo reflejado en parte alguna y, por otro lado, casi siempre llevaba la melena endurecida y oscurecida por la arcilla.
El baño en el río le resultó tan tonificante y placentero, que Calain permaneció largo rato nadando. El baño disolvió la arcilla de su melena, cuyo color dorado brilló en todo su esplendor de mediodía. Cuando echó a andar por el territorio de Entrerríos, su larga cabellera ondeaba al viento.
XI
Se acercaba el atardecer y no conseguía dar con un mastieno.
Tras caminar toda la jornada, sólo tenía una vaga idea de la dirección donde se alzaba su ciudad, suponía que en el otro extremo de la planicie que se extendía más abajo de las colinas que atravesaba en busca de mastienos. Habían pasado tantas horas, que descuidó el alerta y cuando las brumas del atardecer comenzaron a fundirse con las que se elevaban del Río Mayor, en un claro de la selva se encontró de repente rodeado por una turba de mastienos rugientes que aparecían en tropel de detrás de todos los árboles.
Nunca había visto ninguno tan cerca.
No tenían hocico, como afirmaban las consejas bástulas; tampoco cuernos ni pezuñas. A diferencia de los marinos rojos que a veces visitaban la playa para comprar búzanos y maderas de olor, marinos cuyas narices eran agudas y colgantes y cuyo pelo era ensortijado y oscuro, los mastienos parecían idénticos a su pueblo, con el cabello de color amarillo en lugar de marrón.
Era verdad lo de sus voces ininteligibles. Calain no entendió lo que decían, pero notó que examinaban sus tatuajes con mucho interés y que reconocían el que le distinguía como hijo del rey de los bástulos.
Le ataron los brazos y piernas junto con dos grandes trancas, que usaron como parihuelas para cargarlo entre cuatro hacia el poblado, más tosco que su ciudad aunque cuatro o cinco veces mayor, y situado en una colina desde la que se veía el Río Mayor, que rodeaba el promontorio por tres de sus lados.
Fijaron las trancas a las ramas de un quejigo seco que se alzaba en el centro del poblado, frente a la puerta de una choza más grande que las demás. Sus captores entonaron una letanía ante esa puerta y al cabo de un largo rato salió un hombre cuya carne colgaba como pingajos, pero cuya cara no pudo contemplar Calain, ya que la llevaba cubierta por la cabeza seca y vaciada de un uro. Parecía tener dificultad para soportar su peso y por ello, y por su piel fláccida, comprendió el príncipe que debía de ser muy viejo. Agitó frente a él un fruto seco y hueco que sonó rítmicamente, por lo que Calain entendió que contenía pequeños guijarros en su interior. Sin parar de hacerlo sonar, el rey-brujo-uro bailó mucho tiempo a su alrededor, palpando reiteradamente los tatuajes reales, aunque los demás temían tocarle. Cuando llegó la noche, todos se encerraron a dormir y lo dejaron atado a su armazón hasta el amanecer, cuando el brujo de la cabeza de uro salió de nuevo de su cabaña y volvió a bailar a su alrededor.
XII
Calain se sentía molesto por la forzada posición, amarrado a las trancas pero, sobre todo, se sentía muy hambriento. Y furioso. Si no iban a matarle, a qué venía tanta incomodidad. Había pasado la noche forzando los brazos y piernas, a ver si era capaz de soltarse, pero las ligaduras eran abundantes y fuertes.
A mediodía, el brujo-uro-rey alzó ante él una de las lanzas que le proporcionaba el rey Salomón, las armas irrompibles que tanto ambicionaban todos los de su pueblo y él más que ninguno. El gesto pareció una señal. Cuatro hombres se acercaron al mismo tiempo y cortaron las ligaduras con tajos muy certeros, todo ello sin rozarle siquiera. Cuando se encontró libre, y mientras estiraba los miembros tratando de relajarlos, Calain advirtió que estaba rodeado por un denso y cerrado círculo de lanzas, mientras el uro-brujo-rey le indicaba que lo siguiera.
Obedeció.
Fue conducido al centro de la explanada, que mientras permaneciera atado quedaba fuera de su vista. Habían realizado un extraño decorado circular de flores, esteras de juncos y esparto trenzado y ramas de pinsapo, con una hoguera en medio. El rey le señaló una de las esteras, la más profusamente decorada, y le ordenó recostarse en ella. Se tendió boca abajo, pero el rey negó con la cabeza, haciéndole comprender que debía permanecer echado de lado, con un codo apoyado en la estera y la cabeza sujeta con la mano. Cuando compuso la figura que, según le pareció, era la correcta, sintió que un brazo cálido y delgado se apoyaba en el suyo; casi sin mover la cabeza, descubrió que una adolescente no demasiado hermosa había sido obligada a recostarse en la misma posición que él, pero en sentido inverso, de modo que sus codos quedaron juntos.
Permanecieron hasta el anochecer en la misma postura, inmóviles, durante una larga, tediosa y agotadora ceremonia, al final de la cual recibieron una copiosa lluvia de pétalos de flores. Calain sintió que la muchacha se movía al fin y le tomaba de la mano, invitándolo a alzarse.
Precedidos por el brujo-rey y rodeados por la multitud, fueron conducidos al interior de una cabaña.
En ese momento, comprendió Calain que acababa de casarse y que estaba obligado a consumar la unión, pero no sentía deseo alguno de la muchacha y sólo le agitaba un hambre convulsiva que le corroía las entrañas. Por suerte, descubrió dentro de la cabaña un banquete dispuesto para la pareja. Fue a precipitarse sobre el aromático muslo de jabalí asado, pero la muchacha le contuvo y le hizo entender por señas que la consumación debía ser antes. De una ojeada, vio Calain que el poblado en pleno rodeaba la cabaña, materialmente pegado a ella y atento a los ruidos que los dos produjesen. Comprendió que no tenía escapatoria. Todavía no había sido instruido por los adultos en los ritos sexuales, enseñanza que sólo era impartida por los más viejos una vez cumplimentado el rito de iniciación, pero había visto cómo lo hacían sus amigos mayores y aunque carecía del conocimiento preciso de los resortes y métodos, se echó torpemente sobre la muchacha y la penetró al instante.
Más que gemir, ella emitió un alarido prolongado, que enfrió la sangre de su invasor.
Mas el grito era la señal que los demás esperaban, ya que fue audible a continuación el tumulto de la retirada. Calain escuchó distanciarse el ruido rítmico del sonajero del rey.
Una vez que la muchacha dejó de gritar, le sonrió y le pidió por señas que volviera a penetrarla. Sentía Calain tanta hambre, que la satisfizo en unos segundos para poder lanzarse al fin sobre el muslo de jabalí, que devoró en las horas siguientes. Comió durante buena parte de la noche. Las mandíbulas le dolían de tanto masticar, pero la carne era tan deliciosa, estaba tan bien asada y salada, que no quiso parar de comer hasta roer los huesos y dejarlos limpios y pulimentados.
XIII
La muchacha dormía.
Calain se recostó y arrimó el oído al suelo; sorprendentemente, no se notaba ningún movimiento y nadie había en las proximidades de la cabaña. Aun así, salió sigilosamente, y reptó a lo largo de los millares de pasos que le separaban del bosque. Acechó los sonidos al lado de la última cabaña. Pudo distinguir tres respiraciones; supuso que podría darles muerte a los tres antes de que reaccionaran. Tanteó desde fuera y localizó a tientas una de las lanzas irrompibles; con ella en la mano, introdujo la cabeza por la baja abertura, a fin de no errar los golpes. Mató a dos sin dificultad, pero el tercero gritó antes de rebanarle el cuello. Mientras les cortaba las orejas izquierdas, que serían ante su padre, el rey, y ante sus conciudadanos la prueba de su hazaña, notó que los demás corrían hacia él. Abandonó presuroso la cabaña y se dirigió a saltos hacia la densa y enmarañada penumbra de la selva.
Corrió en la única dirección que permanecía libre, colina arriba, sintiendo casi en la piel las afiladas puntas de sus lanzas..
Corrió sin desmayo durante horas. Cada vez que se detenía a recuperar el aliento, oía el rumor de la persecución nunca lo bastante lejana. Cuando creía haber coronado la más alta de las montañas del hemiciclo distante que se veía desde su ciudad, descubría que tras un corto descenso tenía que volver a ascender. El amanecer le encontró en plena carrera, una afanosa escapada que prosiguió hasta que el sol se encontraba casi en el punto más alto del cielo.
En el momento que Calain se concedió un corto respiro, descubrió que los huesos de sus pies podían asomar en cualquier momento a través de la carne macerada y que las piernas y brazos le sangraban por múltiples heridas. Comprendió que no podía seguir huyendo de igual modo; que no conseguiría salvarse si no cambiaba de táctica.
Trepó a lo alto de un quejigo para acechar mejor el eco de sus persecutores, con todos los miembros en tensión y tratando desesperadamente de distinguir el rumor de la persecución de todos los demás rumores del bosque. Una vez que creyó haber identificado sin lugar a dudas la ruta que seguían, impregnó con su sangre varias ramitas y hojas, que esparció en círculo en todas las direcciones del sol y los vientos, desparramando por doquier sus rastros olfativos.
A continuación, eligió el más escarpado de los taludes descendentes y se dejó caer rodando. Cada vez que le detenía el tronco de un árbol o un espinoso matorral, volvía tenazmente a ponerse en posición de rodada. Era como un ser irracional insensible al sufrimiento y el dolor; sólo había cabida en su mente para la determinación de escapar y vencer de esa manera la resolución de los mastienos; si ellos no abandonaban la persecución, él jamás abandonaría la huida.
Cuando el sol comenzó su declive hacia las moradas de la noche, logró llegar a un arroyo fresco y limpio, un ancho afluente del Río de la Ciudad, cuyas aguas le sirvieron de bálsamo para los pies lacerados.
Sabía que no podía detenerse mucho tiempo.
El olor de su sangre debía de ser muy intenso, puesto que los mastienos habían seguido el rastro fielmente hasta la cima del monte. Aunque ahora, tras el largo descenso, los hubiera desorientado, suponía por su personal modo tozudo de proceder que no tardarían en localizarlo de nuevo, de modo que, ayudado por la corriente del arroyo, fue arrastrándose por el lecho muchos centenares de palmos para que el agua embozara su olor, hasta alcanzar un remanso muy grande y profundo, donde nadó largo rato, lo que lo libró del terrible dolor de caminar sobre sus pies deshechos.
Según se iba adormeciendo el dolor, despertaba su pensamiento, y así fue capaz de caer en la cuenta de que el lugar donde se encontraba era una especie de fortaleza natural. El sol estaba a punto de ocultarse ya en las moradas escarlatas, pero sus ojos podían examinar todavía el lugar con suficiente detalle. Desde la orilla del territorio que todos consideraban propiedad de los mastienos hasta un repecho muy escarpado, la anchura de la poza permitiría a un centinela atento descubrir toda aproximación con mucha antelación. El repecho, protegía de las acometidas de las bestias grandes del bosque. Y salvo una estrecha orilla cubierta de matorrales muy densos, no había más terreno ni trochas por donde acercársele ni sorprenderlo.
Calain decidió que podía permitirse reposar en el refugio y esperar. Salió del agua arrastrándose y reptó alrededor de la zarzamora. Detrás, había una oquedad bajo el repecho casi vertical, una morada tan seca y confortable como su casa de la ciudad. Permaneció unos instantes atento a los rumores que llegaban de la orilla opuesta, pero le venció el cansancio y sus ojos se cerraron a pesar de sus esfuerzos de mantenerlos abiertos. Pocos instantes más tarde, y cuando el sol había dejado ya de iluminar el cielo con la indecisa luz del crepúsculo, le pareció que la dulce muerte se apoderaba de su cuerpo y se entregó a ella con complacencia.
XIV
• Van a quitarte tu reino, Zerain.
El rey de los bástulos trató de aclararse un poco la mirada, nublada por el llanto, y la enfocó en la dirección que el gran sacerdote le indicaba. Bajo la muralla, a unos cincuenta pasos de distancia, sus cuatro primos parecían monolitos de piedra con los ojos fijos en él.
• Míralos. ¿No son como rapaces carroñeras, a la espera de tu rendición? Deja de llorar de una vez, rey de los bástulos, y si has perdido a tu hijo, consuélate con el recuerdo de las responsabilidades que cargas y piensa en tu futuro y en el de tu pueblo. Tienes juventud y fuerzas para criar cien hijos más.
Zerain contempló el Llano de los Vítores. Desde que terminara la primera luna de la ausencia de Calain, la gente dejó de suplicar a los dioses por su regreso y había vuelto a sus labores de siempre. El mercado funcionaba con normalidad, los pescadores exhibían con orgullo y jactancia las capturas de esa madrugada, las matronas imponían orden en los disparates de sus maridos regresados de las minas y los jóvenes y los niños retozaban entre risas y gritos, ajenos e indiferentes todos ellos a su dolor de padre. Su pueblo había dejado de compadecerse con él de la suerte de Calain.
• Tengo algo aquí en el pecho que no me deja pensar en otras mujeres ni en otros hijos.
El gran sacerdote sonrió con algo de ironía.
• Por ello he preparado este elixir, uno que nunca te había ofrecido, porque es el que la tradición reserva para los grandes héroes en las grandes ocasiones. Espero que los dioses de la Tierra y las diosas de la Noche comprendan que los bástulos estamos desesperados por la conducta de nuestro rey, y me perdonen. Te ruego, rey, que bebas este licor y luego, duermas, para que los dioses te inclinen a favor de tu pueblo.

XV
Cuando despertó Calain, era medianoche. Alzó la cabeza al cielo y consiguió entrever por encima de la zarzamora un afilado semicírculo de luz. Respiró muy hondo. Notó tanto vigor y bienestar, que comprendió que estar muerto era mucho mejor que vivir.
Pero no podía estar muerto. O tal vez era que cuando se moría ingresaba la gente en una nueva clase de vida, porque sentía la suave brisa del arroyo en su piel, llegaban a su nariz los perfumes intensos de las flores que se abrían al atardecer, escuchaba el gorjeo de las aves y todos los rumores nocturnos del bosque y su estómago pedía a gritos una inmensa comilona. Podía volver a devorar un onagro entero.
No estaba muerto. Porque la diosa plateada de la Noche no sujetaba ya su cabeza ni le consolaba, ni le complacía. Estaba solo, y por lo tanto continuaban vivas sus responsabilidades y obligaciones de príncipe.
La luna en creciente le indicó que había dormido siete días y siete noches. La diosa plateada le había visitado con frecuencia, pero él no advertía el paso del tiempo; la diosa le decía siempre que tenía que despertar, pero sus ojos se negaban a abrirse.
Según se aclaraba su pensamiento paralizado tanto tiempo, sentía tanta hambre que algo iluminó su entendimiento y le obligó a bajar la mirada hacia sus pies, que ya no le dolían. Las heridas habían cicatrizado. Pero la progresiva claridad del despertar le reveló que si caminaba, volverían a ulcerársele en seguida, de modo que permaneció recostado y así transcurrió otra semana, comiendo sólo moras y royendo las raíces que pudo extraer escarbando con el más extraordinario de los trofeos obtenidos, la lanza irrompible.
Las tres orejas de los mastienos ejecutados estaban cubiertas de gusanos. Deseó comérselas, pero le detuvo el pensamiento de que se quedaría sin la prueba que su padre, el rey, aguardaba, de modo que las lavó en el río, extrajo los gusanos con una ramita y las atravesó con otra un poco mayor, para llevarlas colgadas del cuello, al aire y expuestas al sol, lo que evitaría que siguieran pudriéndose.
Llevaba más de luna y media fuera de su ciudad. Como debía haber regresado al cumplirse una luna, consideró que el rey habría mandado exploradores en su busca. Decidió volver cuanto antes a la ciudad. Pero aunque presentía más que veía el mar allá abajo, a lo lejos, no consiguió encontrar el camino de regreso. El primer intento fue seguir la corriente del arroyo, pero llegó a una cascada muy alta, por la que se precipitaba toda posibilidad de seguirlo. Trató de descender por otro punto, y luego de un tiempo perdió de vista no sólo la idea de por dónde seguir, sino el arroyo mismo.
Los demonios que seguramente invocaban los mastienos conseguían desorientarle con un sortilegio, y le alejaban de la ciudad cuanto más intentaba acercarse a ella.
Cada vez que elegía una trocha que pudiera conducirle al Río de la Ciudad, que a su vez le llevaría derecho junto a los suyos, encontraba un obstáculo insalvable que le obligaba a retornar sobre sus pasos. Volvió la noche sobre él varias veces, la luna llegó a su plenitud y un amanecer, cuando la luna había adelgazado hasta casi desaparecer, comprendió que volvía a estar desfallecido y enfermo y que nunca encontraría a través de la selva el camino de regreso
XVI
Iban a cumplirse dos lunas de la ausencia de Calain y media desde que aceptara tomar el bebedizo.
El efecto del elixir del gran sacerdote no había sido el esperado. El rey durmió muchas horas, como embriagado por los excesos del vino, y cuando despertó se encontró llorando de nuevo la ausencia de su hijo.
Sin embargo, había tratado al día siguiente de complacer lo que la sabiduría del gran sacerdote le dictaba. Mandó que desfilasen ante él todas las mujeres vírgenes de la ciudad. Al poco, se reunió ante la casa real una multitud alborozada de madres llenas de ambición e hijas revoltosas, engalanadas con los ajuares de toda la familia. Zerain fue examinándolas, alerta al dictado de su corazón. Pero después de dos días de desfile incesante, su pecho no había recibido inspiración alguna, y decidió desistir.
De nuevo, desde hacía un cuarto de luna, el rey Zerain volvía a llorar cada noche la desaparición del príncipe. Desesperado, roto de dolor por lo que pudiera haberle sucedido a su único hijo, se desentendió del gran sacerdote, rehusó no sólo sus elixires sino también sus consejos, y comenzó a ofrecer por su cuenta sacrificios a todos los dioses y demonios que le indicaba la desesperación. Mandó invocar también al dios del mar con una gigantesca hoguera encendida en su honor en la playa.
Ya no sólo pasaba las noches en su torre de troncos de pinsapos, sino que permanecía allí arriba a todas horas. Un amanecer, arrebatado por la fiebre y casi incapaz de articular palabras, pues tenía los labios cubiertos de costras, contempló largo rato el monte Ojo que convertía a la ciudad en invulnerable por el este.
Se dijo que si Calain estaba aún con vida, tenía que reconocer sin duda ese monte en la distancia. Al mismo tiempo, objetó a su pensamiento que, a lo lejos, desde lo más alto de la selva, el monte, difuminado en la calima, podía parecer un promontorio más. Si su hijo vivía, debía indicarle el camino de regreso.
Mandó el rey que ardiera en lo alto del monte Ojo una inmensa hoguera día y noche, sin pausa, con la esperanza de que el humo de día, y la luz de noche, sirvieran a su hijo de guía. Mandó que la hoguera envolviera toda la cumbre como una corona gigantesca, para que fuese visible desde cualquier claro de las boscosas montañas y de cualquiera de las direcciones del viento y el sol. Desde todos los puntos donde su pobre hijo desaparecido pudiera encontrarse.
XVII
El príncipe sentía más hambre que nunca y a pesar de ello consideró que estaba a punto de morir, porque el desaliento desterraba las fuerzas de sus miembros.
Había ensayado mil rutas, sin atinar con la de su destino.
Maldijo con rencor inmenso a la Diosa de la Luna y a los demonios complacientes con los mastienos. La una le había abandonado y los otros le perdían.
Se arrebujó bajo el refugio de una encina, en un claro junto a la ladera de una montaña, y allí decidió dejarse morir. Si tanto la naturaleza como los dioses lo querían muerto, que así fuera.
Pero una noche, justo un poco antes del alba, creyó soñar. Desde el claro donde se había recostado, descubrió de pronto allá abajo lo que parecía una corona de fuego suspendida sobre el mar. Fue amaneciendo y el príncipe permaneció con la mirada fija en la corona de luz y humo hasta que el sol comenzó a alzarse sobre el horizonte. Cuando la luz del día se hizo más intensa, el príncipe comprendió que aquella especie de diadema coronaba a su ciudad porque por su forma y el contraste del sol del amanecer no podía ser otro lugar que el monte Ojo y, por lo tanto, le señalaba el camino de regreso.
Tomó sus tesoros, la lanza irrompible y las tres orejas ensartadas, y comenzó el descenso. Mediada la tarde, encontró un otero desde donde ya alcanzó a distinguir vagamente la desvaída silueta de la empalizada, en cuya torre más alta debía de esperarle su amado padre.
Con los ojos anegados de llanto, Calain se arrodilló y tendió los brazos hacia Málaga.
XVIII
Zerain lo vio antes con el corazón que con los ojos.
No llegaba desde el Río de la Ciudad, en cuya orilla contraria moraba el horror de los mastienos, sino desde las alturas situadas más allá del monte Ojo.
Corrió con despreocupación y sin miedo a los peligros que jamás dejaban de acechar a su ciudad, pero cuando los centinelas de las cuatro torres dieron la alarma, una multitud de bástulos corrió tras su rey, entre un clamor jubiloso porque todos vieron que Calain, su príncipe adorado, se había vuelto un hombre, portaba una lanza de las que no se rompían y lucía en el cuello tres orejas de los malditos mastienos.
En seguida, se organizó la fiesta de bienvenida. Engalanaron el sitial ante la casa del rey y allí se acomodaron Zerain y su hijo, ambos con las manos entrelazadas.
• ¿Qué te señaló el camino de regreso, hijo?
• La corona de fuego que mandaste encender en el monte Ojo, padre. La ciudad parecía coronada como una reina.
• Pues en agradecimiento a los dioses que te han devuelto a mí, Reina llamaremos a nuestra ciudad desde ahora.
Zerain se alzó y mandó detenerse el jolgorio, pidiendo atención.
• ¡Oídme, bástulos! Una Diosa reina, tal vez la Diosa de la Fuente, inspiró mi decisión de encender en el monte Ojo una corona de fuego para orientar a mi hijo, vuestro príncipe. Por ello, desde hoy, nuestra ciudad tiene un nuevo nombre. ¡Llamadla Reina!
Y así se denominó la ciudad desde entonces. Reina fue para los inquietos navegantes del Mar del Centro de la Tierra y como Reina fue conocida en todos sus puertos y entre todos sus pueblos, y entre todos sus dioses.
Y Reina fue su nombre para siempre. En todos los idiomas y en todos los confines del Mundo.


martes, 21 de enero de 2020

LA HORA DE 3.00 AÑOS Luis Melero cuento nuevo

La cabeza del dios
El chamán no era compasivo ni había tratado jamás de parecer cordial. Tampoco había disimulado nunca su intención de ser tenido por cruel o extremadamente cruel. Meng miró de reojo a su compañero de condena; aunque consideraba que era un poco más viejo, parecía más joven que él, y ni siquiera giró el cuello mientras se adelantaba, por no verlo quedarse atrás y sentarse a dudar sobre un tronco abatido por un rayo; tenía miedo. Ah tenía miedo, una novedad demasiado inesperada. ¿Era el chamán el que conseguía ese efecto? Tenía que ser eso; A Ah le atemorizaba la indiferencia con que el chamán perforaba el pecho de los sacrificados y bebía su sangre. Nunca antes había visto flaquear la determinación de su compañero. Debía alegrarse, pero tenía que fijarse bien en lo que el chamán hacía y decía.
Ah tenía que haber conocido más de quince soles, pero exhibía jactanciosamente una fuerza y un poderío que Meng envidiaba desde que tenía memoria. No sabía poner nombre a ningún sentimiento, ni la envidia ni el placer, pero deseaba poseer el poder de Ah, que siempre fuera tan imbatible, y ahora, ante el chamán, flaqueaba tan ostensiblemente.
Meng nunca estaba del todo seguro de en qué mundo vivía, el placentero y luminoso que recorría después de dormirse en el fondo de la cueva o el sudoroso donde pasaba la mayor parte del tiempo buscando comida, siempre con Ah, nunca sin él. Después del cansancio, al rendirlo los demonios de lo oscuro, hablaba reposadamente con seres refulgentes, tan bellos como la luna llena. Uno de esos seres, acudía con frecuencia a recibirlo en su jardín; sólo tenía pelo en la cabeza, una larga fronda amarilla que le llegaba a las pantorrillas; el resto de ese ser era sonrosado como una flor al estallar, a diferencia del suyo y el de Ah, que eran como mantos de yerba seca. No recordaba haber tocado nunca a ese ser, sólo tenía constancia del apremio de su deseo, que nunca era capaz de dilucidar si consistía en hambre o embrujo; tal vez quería comérsela porque debía ser deliciosa de paladear o tal vez deseaba adorarla como una diosa, pero el chamán no hablaba jamás de diosas en femenino. Ahora, el único mundo era el de las penalidades, y le tocaba penar junto a Ah. Con él. Temiendo quedarse sin él.
De reojo, vio que Ah continuaba sentado en el tronco, resistiéndose a obedecer la orden del chamán. Meng, en cambio, se arrodilló de inmediato, esperando lo que se le asignarse; podía ser un gigantesco pedrusco que le partiera la cabeza, un afilado pedernal que abriera su pecho o una antorcha ardiente que cauterizara sus ojos.
La condena se la habían ganado, tanto él como Ah, por disputarse violentamente los favores de una hembra, la más casquivana de la tribu. Ambos sabían de sobra que Tarna regalaba sin límites sus mieles a todos los machos en edad de hacerle sentir placer; lo único que Meng y Ah habían hecho mal era tratar de matarse mutuamente, por unos favores que ambos podían haber conseguido sin ninguna clase de dificultad, si no hubiesen pretendido gozar de Tarna el mismo día y a la misma hora, puesto que nunca se separaban.
El chamán actuaría tan expeditivamente como siempre. Los dos condenados sabían que los chamanes de otras tribus se comportaban de manera diferente; convocaban a los más ancianos de la tribu, se reunía una especie de asamblea y aunque el poder de resolución de los chamanes fuera siempre igual de indiscutible, al menos los demás hacían participes a sus respectivas tribus de la clase de condenas que dictaban. El chamán de su tribu, no. Arrodillado, Meng miró el reguero de su sangre que se mezclaba con la tierra; sentado en su tronco, Ah también continuaba sangrando, pero sin compadecerse de sus heridas, el chamán se alzó ante ellos en actitud altiva, indicó con el índice derecho hacia el norte, mientras señalaba cinco con la otra mano.
Meng notó que Ah, con los ojos cerrados, trataba de no enterarse de la orden. Por ello, y como la condena ya había sido dictada, abandonó la postración y, acercándose a él, le tendió la mano para obligarlo o ayudarle a alzarse. Tenían que caminar cinco noches completas, siempre en pos de aquel misterioso lucero que todos ellos adoraban, porque así lo habían ordenado los dioses. Al quinto día, tales dioses les dirían qué debían hacer. Era la palabra del chamán que nadie podía discutir.
Durante cuatro noches, siguieron a través de la selva un sendero ascendente. Tan empinado, que no paraban de jadear. Tuvieron que enfrentarse a feroces animales que nunca habían visto, sobre todo los onagros chillones cuyos aspavientos alertaban a todo el bosque. Eran otra clase de seres. Gruñían, relinchaban o rugían, pero ninguno era capaz de decir su nombre ni decirles cualquier otra cosa, sólo querían matarlos. En muchos momentos, Meng cubrió con su cuerpo el de Ah para protegerlo mientras se libraban de los rugidos; en otros momentos, era Ah quien protegía a Meng. Sorprendentemente, ambos se protegieron, porque sería más fácil sobrevivir los dos que uno solo y, sin saberlo, ninguno de los dos creía que pudiera vivir sin el otro.
Nunca llegaban a saciar el hambre del todo. Como habían tenido que emprender desarmados la condena, no podían cazar más que seres pequeños que sabían de antemano que no podían comunicarse, pero eran castañas y otros frutos lo que más comían. Siempre al borde del desfallecimiento, no les aliviaba el baño en las pozas ni devorar raíces o legiones de insectos. El hambre era un agujero sin fondo en su cuerpo. Una tronera por donde se les escapaba el orgullo, el odio, la rivalidad y el rencor. Sin acordarlo, dormían las tardes completas, por turnos; uno soñaba misterios mientras el otro velaba y constantemente se protegieron como si jamás hubiesen querido matarse. Pero, ahora, nunca volvía Meng a entrar en el jardín del ser sonrosado de melena dorada. Algo estaba ocurriendo. El poder de la condena del chamán les alcanzaba allí donde estuvieran, aunque les separasen de él montañas monstruosas. La condena abarcaba toda su vida, sólo podían liberarlos los dioses cuando cumplieran sus órdenes.
Cada vez que se hundía el sol, los ruidos de la selva transportaban demonios terribles. Cuando los dioses permitían que volviera, los demonios sólo se escondían tras las rocas o entre las raíces de los árboles, al acecho. Ya no tenía que temer las miradas o las acometidas de Ah, ahora era su aliado, como lo había sido siempre hasta la irrupción en sus cuerpos de aquella clase nueva de placer.
Vieron el cuarto amanecer desde un promontorio, desde donde divisaron una extensa llanura. La temperatura era muy inferior a la de las piedras calientes junto al gran paisaje de agua que habían abandonado allí abajo. Ahora sentían frío. Habían ultrapasado, a su izquierda, una muralla divina hecha de piedras cortadas por desconocidos titanes, una especie de espinazo gris de animal imaginario, a cuyo lado pasaron sigilosamente, por temor a despertarlo.
Ah señaló un punto indeterminado. Meng notó que deseaba ordenarle algo, pero no podía obedecerle y miró hacia el lado contrario. Los dos eran simples exiliados, condenados a no sabían todavía el qué.
La llanura era más verde que el paisaje junto a la gran superficie de agua, pero con menos árboles. No había nada que anunciase tribus; ni humo ni el resplandor madrugador de fuegos dispuestos para los primeros alimentos; los únicos signos de vida eran varias bandadas de aves muy grandes que, a lo lejos, se dirigían al sur. Pese a lo mucho que se odiaban, tanto Ah como Meng se comunicaban sin apenas sonidos, con sólo algún gesto y constantes miradas. No sabían si compartían madre o padre, pero no recordaban haber estado jamás lejos el uno del otro. Lo más sobresaliente eran los retozos alborotados mientras los zarandeaban las ondas líquidas llenas de misterios y maravillas. Siempre permanecían uno al lado del otro, en las disputas por la comida, en las persecuciones de rivales comunes, en las luchas contra seres peludos que les doblaban en altura y podían comerse, y en el recreo del ronroneo al sol. Todos sus recuerdos eran a dúo; las cacerías; las incursiones en la procelosas aguas en busca de aquellos animales tan resbaladizos; los bailes ceremoniales; los juramentos de sangre. Los primeros aprendizajes del placer, que fue lo que les inclinó a odiarse. Pero ignoraban por qué nunca se habían separado.
Los ojos de Ah dijeron “vamos abajo”, Meng asintió tras una corta vacilación y ambos emprendieron el descenso. Cuando la pendiente acabó, comprendieron que todavía les quedaba un largo trecho por recorrer, porque el sol tardaría en hundirse. Pararían una vez que refulgiera del todo el quinto amanecer.
Una vez que dieron por culminada la primera parte de su condena, el camino, se echaron despreocupadamente a dormir. No sabían cuándo ni dónde llegaría el mandato de los dioses; debían aguardar mansa y humildemente. Al menos, Meng lo consideraba así pese a la actitud incomprensible de Ah,que no mostraba la paciente mansedumbre a que les obligaba la condena.
Los dioses no les hablaban. Llevaban acampados tanto tiempo en el mismo lugar, que se comunicaron la intención de fundar un poblado allí mismo, pero no había mujer para comenzar el poblamiento. Y no podían volver atrás ni seguir adelante. El tiempo pasaba sin recibir sonidos en ninguna de las dos vidas, la del día ni la de la noche. Un día, despertaron temblando a causa de un desconocido fuego blanco, que les escocía en la piel y enrojecía sus dedos. Habían asistido a la desaparición de las hojas de todos los árboles, seguramente por el maleficio de algún dios desconocido, pero ese fuego blanco era todavía más extraño y mucho peor.
El fuego blanco les impedía echarse en el suelo, les obligaba a temblar con los miembros descontrolados, y tuvieron que moverse. Siempre dormían entre las zarzas, en procura de que los temblores se calmaran, pero esa tarde no encontraron ninguna, sólo una extensión verde sin ningún abrigo a la vista. La primera parte de la noche no consiguieron dormir, por lo que se afanaron en amontonar las piedras más pesadas que encontraron, para componer un pequeño abrigo, hasta que el agua de su piel empezó a convertirse en humo. Meng se preguntaba a cada paso en qué momento trataría Ah de partirle la cabeza con una de esas rocas, pero dejó de preguntárselo cuando ya no era capaz de ver su cara, envueltos ambos por las tinieblas. Cayeron exhaustos, sin capacidad de recordar preguntas ni miedos.
Al amanecer, Meng despertó sacudido por las patadas que le daba Ah, erguido junto a él. Al incorporarse un poco, entendió el apresuramiento y la emoción de Ah. En la dirección del sol resurgente, se recortaba majestuosa e imponente la cabeza del dios, aureolado el gigantesco perfil por la luz creciente. ¿Estaría dormido? Permanecía recostado, pero el contraluz les impedía comprobar si tenía los ojos cerrados. Estaba echado, inmóvil, majestuoso y grandioso, el mentyóm apuntando hacia el norte. Tan grande como el mundo. La gigantesca cabeza no se movía ni siquiera por el viento que normalmente brotaba del pecho, por lo que probablemente estaba muerto. En tal caso, ellos no podrían cumplir el mandato del chamán. Se explicaron la razón de haber tenido que esperar tanto por un silencio tan prolongado. El dios no les hablaría, lo que añadía incertidumbre a su turbación. Ansiaron fervorosamente que diera señales de vida, que despertara. La luz crecía sin parar y pronto estaría sobre la vertical de la cabeza del dios. Ambos se postraron en dirección al prodigio y lo adoraron con recogimiento.
Entonces, el prodigio se hizo sonoro. No podían ver con claridad, sus ojos estaban velados por su propio miedo y, sobre todo, por la veneración. Pero lo sentían, notaban en la piel y las entrañas el poder que emanaba. Los dos entendieron la orden. Debían volver al amontonamiento de piedras que juntaran la noche anterior para vencer el frío, y esperar.
El fuego blanco había uniformado el paisaje, tanto que resultó difícil encontrar el lugar, pues no abundaban los árboles ni las rocas que sirvieran de referencia, nada que les indicara el lugar, del que no se habían distanciado demasiado. Fue el olfato el que les guió; encontraron el rastro de su propio olor, hasta postrarse ante las piedras con temor y humildad. Ya se iba la luz, no podían hacer más. Tenían que dormir de nuevo.
Despertaron los dos al mismo tiempo, en el instante en que la cabeza del dios empezó a recortarse contra la primera luz. Ahora sí escucharon su voz. Era un trino de pájaros de colores cegadores; el sonido del agua al caer por una cascada espumosa; el rumor de la brisa en primavera. Entendieron la orden, pero no las palabras. Debían buscar más piedras, sin parar, hasta que el dios les ordenara otra cosa.
Obedecieron sin darse cuenta de un prodigio: No necesitaron comer mientras el sol les acarició. El apilamiento de piedras resultante a la hora que el sol mostraba intenciones de esconderse, era mucho mayor que la primera vez, aunque habían conseguido arrastrar peñas de gran tamaño, de peso muy superior a cualquier cosa que hubieran manejado nunca. Meng no se preguntaba sobre sí mismo, sino que se admiraba del brío que Ah derrochaba al sujetar al hombro moles que doblaban su propio peso. No sentir hambre no podía asombrarles, porque cuando cazaban animales muy grandes, llegaban a saciarse tanto que luego sesteaban la digestión más de tres soles.
En el momento de recostar la mejilla sobre la tierra, Meng trató de distinguir el rostro de Ah entre las tinieblas. No recordó por qué deseaba analizar sus ojos, pero en su pecho se agitaba la sombra borrosa de un recuerdo que sólo le advertía de la necesidad de no bajar la guardia. Formaba parte de su naturaleza. No podía distanciarse de Ah, pero debía temerle.
Durante la vida de la ensoñación, sintió toda la noche estar rodeado de dioses que se desplazaban ininterrumpidamente muy cerca. Hubo una ocasión en que quiso reprocharles que perturbasen tanto su descanso, pero el cuerpo no le obedeció. Permaneció en ese mundo mudo y quieto. En tales momentos, Ah no le acompañaba; él debía de recorrer un mundo diferente.
Volvieron a despertarle las patadas de Ah, que golpeaba sin mirarlo, vueltos sus ojos hacia algo situado a su izquierda, fuera del campo de visión de Meng, que se alzó al momento, convencido de que la mayor y más fiera bestia peluda caía sobre ellos. Ah podía estar alertándolo a causa de un grave peligro inminente.
Pero lo que Ah miraba no estaba vivo. Sobre los apilamientos de rocas que los dioses le habían ordenado componer, ahora había una montaña. Demasiado pulida, suave como el agua, pero altiva como una nube. ¿Cómo había llegado esa montaña ahí?
Dado que todavía no habían aprendido a especular, no pudieron recrearse más en su asombro. El dios les ordenaba continuar apilando piedras, y su orden se convertía en sus pechos en anhelo insoslayable, en necesidad imperiosa y aterrorizada. Lo hicieron todo el tiempo que el sol se lo permitió, porque la voz del dios había sonado terriblemente amenazadora dentro de sus vientres. De acuerdo con la orden, continuaron el apilamiento en línea hacia el oeste, al lado de la montaña aparecida. Al amanecer siguiente, la mole ya no estaba sola, aislada. Había otra a su lado.
Hicieron lo mismo un número incalculable de soles. No eran capaces de contar el paso del tiempo, pero sus cuerpos sí; sólo advirtieron que sus voces se estaban volviendo muy roncas, y cada vez que llamaban al otro, lo que salía de su garganta se parecía al rugido de un fiero animal. Había otras evoluciones, pero se desdibujaban para su atención en los ríos de sudor y no había hembras a la vista que pudieran hacerles notar los cambios. El agotador esfuerzo cotidiano les hacía olvidar también el odio; sus tripas y sus miembros exigían tanto consuelo, que todo lo demás se difuminaba.
Con el alba, siempre había una mole nueva y ellos dejaron de demostrar asombro, porque en seguida la orden les apremiaba llenándolos de temor: debían afanarse en la búsqueda de más piedras que transportar, aunque tuvieran que arrastrarse y jadear por los esfuerzos supremos. Habían exterminado las piedras de todo su alrededor y cada vez tenía que acarrearlas de más lejos. Cierto sol, hubo una novedad: el dios les volvió a exigir nueva búsqueda de piedras, pero debían apilarlas frente a la primera, a una distancia de dos pasos largos; tras hacerlo, Ah y Meng se mostraron de acuerdo con las miradas; estaban prisioneros, los dioses les obligarían a permanecer en ese lugar hasta el día del sueño total, levantando una tras otra y más filas de montañas hasta cubrir todo el paisaje. Poco a poco, la voluntad dejó de inspirarles otra idea que la de sobrevivir. Cada vez que Ah se alzaba tras haber depositado una piedra, Meng miraba su rostro sudoroso sin acabar de entender si debía volver a odiarlo, tan abatido por el cansancio parecía. Pero Ah había sido siempre el más robusto de los dos, al menos eso era lo que Meng suponía. No se daba cuenta de que Ah realizaba dos recorridos por cada uno de los suyos, como si quisiera pavonearse.
El abatimiento de Ah fue siendo más y más grave. Meng dejó de sentir impulsos de ahogarlo o machacarle la cabeza con una de las piedras que apilaban, y comenzó a sentir necesidad de cuidarlo, a causa de lo espantosa que era la idea de quedarse solo. Cuando el sol se escondía, permanecía vigilando disimuladamente su sueño mucho rato, por si hubiera por qué inquietarse. Tras varias noches de vigilia, una luz se encendió dentro de su cabeza; Ah necesitaba engullir más sangre palpitante. Dormían bajo la protección de la primera montaña alzada por los dioses. Meng se arrastró muy sigilosamente, enderezándose varios pasos más adelante. Sus ojos no le servían con el sol escondido; tenía que bastarle el olfato. Empleó tanto tiempo, que el olor de su propia sangre, resbalando por sus pies, llegó a confundirle, pero consiguió cazar un volumen que le pareció suficiente. Se acercó sigilosamente al abrigo y lo depositó todo junto a Ah, donde él pudiera verlo en cuanto abriera los ojos al renacimiento del sol.
Con la primera claridad, llegó de nuevo la voz del dios. Ya no les asombraban la nueva mole de cada amanecer y por lo tanto no miraban siquiera hasta el conjunto; Meng intentó no sentir el mandato, porque permaneció con los ojos semi cerrados para observar la reacción de Ah ante lo que había cazado. Notó que tuvo que hacer un esfuerzo para no volver el rostro hacia él; lo engulló todo de inmediato.
A partir de entonces, cada vez que le parecía que Ah flaqueaba, repetía la cacería nocturna y la oferta. Ya nunca sentía el impulso de partir la cabeza de Ah; necesitaba que no lo dejase solo. Los dioses les dieron órdenes todas las noches, hasta completar un extraño apilamiento bajo el que se abría un largo pasadizo; en conjunto, todas las piedras amontonadas por Meng y Ah y las colocadas por los propios dioses, formaban una pequeña montaña. Cuando pareció que ya no había donde colocar más piedras, recibieron una orden extraña: antes del siguiente amanecer, debía internarse en el oscuro pasadizo y volverse completamente hacia la entrada, así debían esperar el regreso del sol.
Fue Meng quien despertó primero; sacudió a Ah y corrieron hacia el fondo del pasadizo de piedras erguidas, coronadas por losas inmensas. Hicieron tal como los dioses habían mandado: sin duda, era un prodigo creado por los propios dioses expresamente para ellos. El resurgimiento del sol encima del entrecejo de la cabeza del dios, apareció esplendoroso justo en el centro de la entrada del pasadizo. El primer rayo luminoso les alcanzó de lleno, iluminando la totalidad del recinto. Pareció que los dioses le autorizaban a volver al poblado allí abajo, junto al agua infinita.
A mitad del descenso de los selváticos montes, acordaron sumergirse en una clara poza del rio. Con el baño, se libraron de las miserias acumuladas en sus cuerpos en aquella fría llanura donde habían amontonado tantas piedras. Al abandonar el agua, Meng se giró hacia el centro de la poza, porque deseaba beber abundantemente, antes de emprender la etapa final del regreso. Al asomarse hacia la poza, sintió un estremecimiento: mientras él inclinaba el torso hacia el agua, vio el reflejo del rostro de Ah, pero Ah seguía retozando en medio de la poza. ¿Cómo podía haber dos Ah? ¿Qué embrujamiento les habían causado los dioses?
Espantado, Meng se enderezó y vio que el Ah reflejado se incorporaba también, a la inversa. Gritó al otro Ah, el que nadaba despreocupadamente en medio de la poza, para que contemplase también el prodigio, pero éste se había desvanecido al ponerse de pie.

jueves, 16 de enero de 2020

EL TEMPLO DEL CATACLISMO Luis Melero

LA HORA DE 3.000 AÑOS


I - El templo del Cataclismo.
Antes de disponerse a dar por cumplido el mandato, miró hacia abajo, en la dirección del Sol alto que brillaba como el fuego de invierno encima de la lejana agua infinita. Llevaba muchos soles habitando con los demás un repecho del terreno, cerca del templo, y cuando llegaron harían lo menos cincuenta o sesenta lunas según creía recordar, el paisaje descendente era completamente blanco hasta fundirse a lo lejos con aquel temible dios de agua, que los viejos afirmaban que no se podía beber.
Aunque todavía faltaba mucho tiempo para la cálida temporada de las flores y las frutas, ahora podía ver grandes retazos de tierra que habían ido aflorando durante la última luna caliente en buena parte del panorama cercano al agua, en cuyas inmediaciones comenzaba poco a poco a emerger verdor. Y la antaño lejanísima línea del agua infinita, iba acercándose cada amanecer un poco más.
Por mucho que le aterrorizara cumplir la última etapa del mandato del chamán, debía acatarlo cuanto antes. Purificarse para poder seguir viviendo y conseguir mirar a los otros a la cara. Dejar de una vez de andar encorvado, ocultando el rostro. Lo había ido postergando y el paso de las lunas aumentaba y agriaba los reproches de toda la tribu. Hasta las hembras que lo habían cuidado de niño le negaban sus ojos. Temía que si lo retrasaba más, la ascendente línea del agua infinita acabase por engullir la tierra que pisaba ahora y que invadiera en oleadas impetuosas las intrincadas salas del Templo del Cataclismo.
Miró la entrada, tan irresoluto como siempre. Sabía que, detrás de él, todos estaban observándolo desde recatados escondites. Presentía su presencia y, en algunos momentos, hasta llegaba a oír leves rumores de sus voces, aunque no pudiera verlos. Seguro que todos los machos estaban convencidos de que nunca se arrastraría por la boca tenebrosa del templo. Las hembras, simplemente le compadecerían entre burla y burla. Cuando estaban en grupo, los adultos eran crueles y despiadados en sus juicios, sobre todo al valorar o desmerecer a un joven como él, que sólo había cumplido nueve soles. Los veteranos de catorce soles y los ancianos de veinticinco, estarían mofándose y hasta serían capaces de señalar algún temblor en los músculos de su espalda.
Frente a las demás etapas de la penitencia no había presentado tanta irresolución. Terror, en realidad, era lo que ahora mismo sentía.
Recordaba, sobre todo, la etapa anterior. Un templo al que llamaban “del Tesoro”, que carecía de las horribles, amenazadoras y terroríficas piedras colgantes que tanto abundaban en el del Cataclismo, según aseguraban. El Templo del Tesoro lo llamaban así por las numerosas conchas de colores que encontraban por doquier y que eran las galas que más apreciaban, porque con dos de ellas, si eran lo bastante hermosas, podían comprar el favor de cualquier hembra, incluida la que había ocasionado el pecado que le obligaban a expiar con la peregrinación que hoy podría acabar, si es que conseguía reunir el coraje indispensable y se atrevía a internarse en las entrañas laberínticas del Templo del Cataclismo.
En el Templo del Tesoro no había piedras colgantes ni cuchillos emergiendo del suelo. Ni monstruos agazapados por doquier. Las paredes eran onduladas, mórbidas y amables como pecho de hembra y, en lo más profundo, la luz de las antorchas no desvelaba ninguna amenaza… según lo que todos y todas le habían aseverado: que prácticamente no debía temer nada en el Templo del Tesoro. Sus anfractuosidades y revueltas eran suaves, como si hubieran sido talladas por las caricias de los dioses. En cambio, cuantos habían visitado alguna vez el Templo del Cataclismo hablaban con espanto de los malvados espíritus que habitaban todas sus sombras, detrás de cada uno de los afilados cuchillos pétreos.
De vez en cuando, soñaba con el día que se trastornó entre los brazos de aquella hembra que casi no tenía pelo. Hasta el sueño le producía temblores, por el temor de que el chamán leyera sus ensoñaciones y aumentase la condena al sorprenderlo en el nuevo sacrilegio, en vez de que alguno se lo contara, como debían de haber hecho en realidad. Lo había cometido recostados ambos en un lecho de flores de aulaga entre aromas divinos y la música del viento y, aunque ella apretaba a veces los labios porque la lanza era mayor que la de sus congéneres, no se quejó en ningún momento de manera audible. Había sido un día mucho más cálido de lo habitual, y yacieron largamente bajo la sombra de un árbol lleno de frutos morados. Bandadas de pájaros llegaban procedentes de la dirección del agua infinita y tuvo la visión de que sonreían al descubrirles.
Cómo pudo el chaman averiguarlo era para él un misterio, pero estaba seguro de que la hembra no lo había delatado, porque había visto sus ojos revueltos hacia el aire y tuvo que contener sus convulsiones con un fuerte abrazo, y al despedirse, había descubierto en sus ojos el deseo de que se repitiera. ¿Quién les había espiado? Tuvo que ser un hembra ociosa y chismosa la que aireara su culpa. Una culpa por la que ahora se iba a encontrar en medio de las mayores amenazas que podía encontrar en cualquier territorio equidistante del mundo de los dioses y el humano.
Había tenido sólo un sobresalto en el Templo del Tesoro, cuando creía hallarse ya muy cerca de la morada de la diosa. Al doblar un recodo particularmente abrupto, sintió la aplastante presencia como una montaña que le cayera sobre la cabeza. En el primer instante, algo que podía ser un cuerpo. Y no sólo la sintió, como sentían todos en el poblado la cercanía de otras vidas, sino que, a continuación, fue rozado al acercarse mucho aquello a donde él estaba. Era caliente, muy caliente, pero el frío en su propio interior creció hasta lo insoportable. Notó las guedejas embarradas del pelo de la piel y el aliento pestilente, que alcanzaba sus mejillas como si fuera el soplo de los espíritus de las profundidades. Pero eso no era un espíritu. Se trataba de un cuerpo verdadero, material. Podía oír la respiración y oler el hedor. Ocurría una cosa demasiado incomprensible; notaba la presencia, era real porque notaba tanto su contacto como el pestilente aliento, pero cuando era él quien alargaba la mano para tocarlo, solamente hallaba el vacío. Nada, no había nada material para sus manos, aunque todas sus alarmas de cazador estaban gritando.
Temeroso, dio sin embargo un paso hacia aquella cosa. La experiencia tanto como el chamán le habían mostrado el camino para vencer el espanto: afrontarlo. Y en aquella circunstancia, consideró que el mejor modo de vencer un terror que se alimentaba vorazmente de su perplejidad, era entrar en contacto con aquello y, si fuese necesario, luchar hasta vencerlo.
Pero en las lóbregas profundidades por donde trató de avanzar a pesar del temblor de sus piernas, halló solamente la nada. Comenzó a oír lejano el soplo y el rumor de una corriente de agua, lo que significaba que su meta se hallaba cerca. En esencia, estaba pisando ya el territorio sagrado de la diosa. ¿Por qué se mofaba de él, de su flaqueza, enviándole la terrorífica presencia? Que era real, material y, por consiguiente, temible por su fiereza evidente, pero ¿por qué no conseguía tocarla? ¿Había dotado la diosa de invulnerabilidad al monstruo? ¿No había en su mano ni en su voluntad nada que pudiera hacer?
Aunque agitaba su pecho la urgencia de cumplir el homenaje a la diosa y abandonar el templo cuanto antes, tuvo el convencimiento de que se había quedado paralítico. Le resultaba imposible levantar el pie, siquiera levemente, a fin de dar un corto paso. Nada, ningún esfuerzo bastaba para triunfar en su intento. Los pies se habían adherido a una especie de limo con textura de grasa de mamut y la presencia peluda de aliento pestilente volvía a rozarlo. Y poco a poco se dio cuenta de que no era la única presencia; otros seres chapoteaban despacio en el limo y no era capaz de calcular su número. ¿La guardia privada de la diosa? ¿El escollo que estaba obligado a superar?
A pesar de la parálisis, sintió deseos imperiosos de huir para librarse de la oscuridad casi compacta que lo envolvía, pero no sólo sería inútil la huida para escapar de esos seres tan esquivos y engañosos, sino que no habría cumplido el mandato puesto que estaba obligado a tocar el agua aunque sólo fuera levemente, a fin de que la diosa le concediera algún don, para expiar su culpa de lascivia desviada.
Tras denodados esfuerzos, consiguió levantar levemente un pie, pero el chapoteo de los monstruos y la intensidad de sus expiraciones flatulentas se multiplicaron. Lo rodeaban. Iban a caer sobre él. Podían ahogarlo. Moriría a un paso de su meta. También podía morir de miedo, como había visto a tantos miembros de la tribu morir ante una pieza de caza demasiado violenta, tras sufrir un terror insuperable, como aquel compañero que murió súbitamente ante un oso que habían cercado pero que ni siquiera lo tocó. Mas, aunque inmovilizado por algo cuya naturaleza no podía ni sospechar, los sentidos le advirtieron de que un cambio estaba a punto de producirse.
Un ligerísimo soplo de brisa que le llegó del curso acuático, que sin duda se hallaba ya muy cerca, produjo en su mente una revelación determinante; los monstruos no iban a atacarle, nada tenía que temer. El pie que había levantado sólo un poco debido al gran esfuerzo que representaba, pareció liberarse repentinamente de un freno interior y lo sintió ligero. En seguida movió el otro pie, con lo que la parálisis y el terror se diluyeron. Pudo llegar al agua en sólo dos pasos más. Se sintió capaz de vislumbrar la sonrisa de la diosa y su toque inmaterial traspasando las tinieblas impenetrables que lo envolvían, y ello le convenció de que se había convertido en un nuevo ser, más capaz., intrépido y sabio. Ni siquiera pensó que acababa de superar una prueba ni que la tribu podía hablar de su hazaña durante miles de soles. Volvió al exterior pausadamente pero sin inquietudes ni angustias. La luz del Sol reflejada por el agua infinita le hirió los ojos, pero tenía alas en el pecho.
Para llegar hasta donde se encontraba el templo del Tesoro, había tenido de que caminar durante ocho amaneceres en la dirección del Sol declinante, hasta alcanzar una revuelta tras la cual se abría una bahía maravillosa, llena de ensoñaciones y promesas de ventura. Pero el agua infinita se encontraba a una distancia de muy pocos codos de la entrada, y ése había sido el primer terror que tuvo que superar. Vencer el miedo a que la abultada y rumorosa masa líquida lo engullera y se lo llevara para alimentar a los gigantescos monstruos que cobijaba en sus entrañas. Ya dentro, el terror de los guardianes inmateriales de la diosa había sido de otra naturaleza, más espiritual.
Ahora, frente al Templo del Cataclismo, la anticipación del terror era superior a cualquier espanto que hubiera experimentado jamás. Los bramidos del mamut que cazó al cumplir la edad sagrada de siete soles no le habían impresionado tanto. Ni el bisbiseante acercamiento de aquel dragón del bosque de piedra blanca, cuya lengua bifurcada era tan temible como la boca de las montañas ardientes. Conversar con la diosa en el Templo del Cataclismo era la prueba suprema que todos los machos de su tribu tenían que superar alguna vez a lo largo de la vida, cometiesen o no un pecado tan grave como el suyo. Todos los adultos hablaban entrecortadamente de lo que representaba, pero eran las hembras quienes más lo susurraban entre lamentos, aunque nunca habían tenido que superar esa prueba reservada a los machos. Ningún terror conocido vencía el del recorrido sagrado por el Templo del Cataclismo.
Durante todo un cuarto de Sol, había conseguido embozar su terror simulando dificultades insuperables para encender la antorcha. Pero la habilidad de prender fuego de inmediato era su virtud más encomiada en la tribu, lo que no le disuadió de prolongar la simulación. Casi todos habían debido de adivinar que las aparentes dificultades con la antorcha era un subterfugio ingenuo de alguien tan joven como él, que todavía no había producido de manera legítima un nuevo miembro para la tribu. Durante el último sol, había cubierto a distintas hembras veces incontables, pero ninguna se había abultado todavía. Sólo la profanación que ahora debía expiar había resultado en un hinchamiento, cuyo fruto llegaría mucho antes del solsticio, lo que habría sido su perdición si no cumpliera la penitencia que estaba a punto de culminar.
Justo había tenido que asaltarla a ella. Era una hembra cuya desnudez resaltaba más que las otras, porque tenía poco pelo en el cuerpo. Siempre había deseado cubrirla, era un impulso que desde los siete soles se había convertido en apremiante como el hambre. Llevaba dos soles estirando hasta el límite la cuerda de sus habilidades, tratando de impresionar a la tribu para que todos reconocieran sus méritos y nadie tratase de disuadirle. Pero lo había hecho sin aguardar con paciencia un asentimiento tribal que en aquel caso era indispensable y que tenía muy pocas posibilidades de obtener. En su interior reconocía que ese asentimiento no llegaría jamás, lo que con el paso de las lunas fue trasmutando el impulso en obsesión. Por ello, las miradas golosas de ella y sus insinuaciones llegaron a ser irresistibles.
La antorcha brillaba con fuerza a pesar de que el Sol estaba en su cenit. No podía retrasar más la entrada. Cualquier macho podía venir a golpearlo para azuzarle, sobre todo el chamán. El chamán al que había ofendido. Tal vez no iba a ser capaz de llegar hasta el Templo del Cataclismo por las entrañas de la tierra, a través de todos los obstáculos y pruebas que la diosa pondría en su camino. Pero los que se ocultaba a sus espaldas se estaban impacientando. Llegó a oír la risita nerviosa de alguna hembra. Se prometió encontrar fuerzas dentro de sí, donde ya parecían haberse agotado.
Se dejó deslizar por la oscura boca hasta el conocido repecho que él y sus compañeros habían visitado infinidad de veces, en busca de animales pequeños que comer. La verdadera entrada al templo, un
simple boquete en la roca vertical, casi a la altura del suelo, apenas resultaba visible bajo la húmeda semipenumbra que ensombrecía el lugar, ya que la luz de fuera apenas se filtraba entre los matorrales de la superficie y la estrechez de la boca, una penumbra crepuscular que la antorcha no era aún capaz de despejar.
Tuvo que arrastrarse unos veinte codos, con la antorcha a punto de quemarle el pelo y las pestañas, y de pronto el estrecho pasadizo se abrió a una estancia muy grande pero no demasiado honda, ya que sólo rodó la altura de un oso. Supuso que el techo estaría repleto de afiladas piedras colgantes pero palpó el suelo y no tocó ningún cuchillo. En cambio, había algo parecido a las gradas ascendentes que su tribu había excavado en la ladera de una colina, para oír las consejas y admoniciones del chamán; era como una cascada petrificada, que formaba ondulaciones y pequeños recovecos. También palpó lo que parecía un colmillo muy viejo de mamut y varios objetos de piedra que otros machos habían debido de olvidar en sus incursiones.
No conseguía oír nada que le revelase hacia dónde debía encaminarse para dar con la morada sagrada de la diosa. Ningún rumor de agua le alcanzaba, ni la más leve brisa soplaba sobre su rostro y tampoco conseguía proyectar la luz de la antorcha de modo que el camino se manifestara. Por ello, se vio obligado a recorrer cuidadosamente la planicie sintiendo crecer su terror porque alrededor de esa estancia sí afloraban del suelo grandes cuchillos de piedra. Detrás de estos, presentía la acechanza de horrores infernales.
En las noches de lumbre y consejas, en lo más hondo del repecho que habitaban, algunas viejas que habían rebasado los treinta soles relataban con ansiedad y entre gemidos las pruebas a que la diosa sometía a los que trataban de acercarse a su Templo del Cataclismo. Algunos no habían conseguido llegar al centro del santuario y hasta se habían dado casos de varios que no habían conseguido regresar. Se podía encontrar la muerte a causa de acechanzas que nadie había sabido describir. Ahora, presintió que en cualquier instante iba a topar con una de esas pruebas, ya que era incapaz de decidir hacia dónde dirigirse. Decían que pasada la primera cascada petrificada, había que descender mucho, algo así como altura de tres machos, pero ¿por dónde y hacia adónde?
Supo al instante la respuesta. Su brazo izquierdo, alzado hacia la oscuridad para no tropezar, fue impelido por algo que no sabía determinar qué era. No se traba de alguien que halase ni de ninguna fuerza que lo empujara. Simplemente, el brazo pareció animarse con voluntad propia y lo llevó a todo él detrás, mientras su cuerpo se estremecía torturado por dolores mayores que el causado por los colmillos de un tigre. Notó que caía mucho más de lo que le había parecido que el desnivel representaba, mientras una especie de minúsculos cuchillos de hielo se le clavaban no sólo en la piel, sino también en lo más profundo de las entrañas. De pronto, la oscuridad se desvaneció; todo cuanto creía que le rodeaba fue sustituido por cosas que no podían existir. Ningún acantilado podía ser tan blanco ni tan uniforme. No soplaba la brisa impetuosa y salobre proveniente del agua infinita ni se levantaban guedejas de niebla gélida para herirle la piel. Hacía calor, demasiado calor, como si permaneciera temerariamente muy cerca de una gran hoguera. Nada de lo que vio a primera vista parecía estar hecho por los dioses; había más acantilados igual de uniformes y pulidos, y perfectamente verticales, cubiertos de un blancor mucho más reverberante que el de la nieve; ante esos acantilados, en muchos puntos crecían profusamente hierbas trepadoras cubiertas de flores de color cárdeno y púrpura. El agua infinita estaba cerca, más allá de un acantilado verde que sólo podía adivinar; desde la resplandeciente superficie de agua, soplaba una amable y cálida brisa que transportaba aromas desconocidos pero sensualmente placenteros. Alrededor de la senda lisa y negra que pisaba, todo era verde también. Unos árboles muy pequeños eran agitados por la brisa y regaba hacia él aromas resinosos pero no desagradables, sino todo lo contrario. Esos soplos aliviaban el abrasador calor que a veces le resultaba insoportable.
Quiso dar la vuelta, a ver si esa visión desaparecía. Pero siguió viéndola y sintiéndola como si hubiera sido trasladado a otro mundo que no podía imaginar si sería infernal o divino. Un mundo que desafiaban los conocimientos adquiridos a lo largo de su vida y las consejas y anécdotas escuchadas a los viejos de todas las aldeas que conocía. Suponía que también desafiarían el saber de los más expertos de su propia tribu.
El blanco vertical y florido continuó envolviéndolo mientras avanzaba a ver si reencontraba su antorcha y podía comenzar a ver los cuchillos pétreos tras los que se ocultaban los monstruos. Tras rebasar unos arbustos recortados de modo muy antinatural y rectilíneo, se encontró con una fila de seres parecidos a sus congéneres, pero cubiertos de unas cosas de colores en vez de pelo. Emitían unos grititos ridículos, como pajaritos, y no paraban de cruzar esos sonidos mientras iban moviéndose muy lentamente y todos a la vez, hacia un extraño punto que brillaba mucho. No comprendía qué podía ser aquello, si esa fila estaría formada por los monstruos que guardaban a la diosa o si serían machos y hembras castigados por los seres de las profundidades. En realidad, no era capaz de imaginar nada más monstruoso que los machos y hembras recubiertos con tantas estridencias. Sintió un estremecimiento. ¿Podían ser seres de las profundidades a despecho de la esplendorosa luz que los envolvía?
Para escapar de tan negros augurios, giró sobre sí para volver atrás, y se dio de bruces de nuevo con las tinieblas más impenetrables de las profundidades. Volvía a tener la antorcha aferrada, pero tropezó con un enorme cuchillo de piedra emergido del suelo frente a él. Cuanto pisaba parecía estar compuesto de la misma dura piedra y, sin embargo, el cuchillo resonó al chocar contra él como si fuera la voz del viento.
Todo lo que conseguía iluminar la antorcha estaba formado por etéreos y pesados fantasmas blancos, semejantes a los fuegos nocturnos de los muertos, como para apretar los ojos a causa del pánico. Le habían dicho que todos los cuchillos ocultaban un monstruo cada uno; no conseguía escucharlos, aunque debían llevar mucho rato observándolo. Lo que oía era mucho más terrorífico que voces o pasos de seres oscuros; era un rumor muy lejano y, al mismo tiempo, tan próximo que parecía estar dentro de él, una especie escalofriante de gemido acallado por una mano apretada contra la boca.
Podía sonar como el aullido de un lobo durante una noche de tormenta. O un mamut perdido y herido barritando su agonía. O el silbido del viento, impetuoso, en su recorrido por un estrecho desfiladero. Todo eso podía ser lo que apenas conseguía escuchar.
Hacía esfuerzos casi físicos para lograr identificar el debilísimo rumor, cuando una sombra más oscura que todas las otras se movió detrás del cuchillo más cercano a su antorcha. Tuvo tiempo de verla aunque se desvaneció en cuanto volvió los ojos hacia ella. Sin ruido. Sin dejar olor ni huella ninguna en sus instintos alertas.
Gracias a la experiencia de cazador, comenzó a sentir que estaba rodeado por seres incontables. Eran millones, hablaban entre ellos aunque no pudiera oírlos y sobrevolaban su cabeza en formación. Estaban sedientos de sangre, lo sabía. ¿Por qué no se abalanzaban sobre él?
¿Lo impediría la diosa? ¿Era tan magnificente el templo que necesitaba legiones de guardianes? La estancia de la diosa tenía que disponer de un curso de agua, aunque fuese pequeño; pero por mucho que lo intentaba no escuchaba el agua correr. Con tantos seres infernales alrededor, el único sonido era el misterioso rumor no identificado.
Giró la mirada hacia el lado opuesto a la antorcha. Inesperadamente, la vio. Sonreía. Una hembra etérea y blancuzca que hasta tenía menos pelo que la hembra por cuya posesión se veía en ésas. Estaba sonriéndole, sí. Y no mostraba ningún temor a los tétricos guardianes.
En el cruce de sus miradas detectó el consejo de que no se dejase amilanar y continuara el camino.
Lo hizo. Avanzó unos diez codos hasta sentir que estaba al borde de un lugar bastante más profundo. Reculó un poco por temor a despeñarse hacia la muerte y adelantó la antorcha al tiempo que se agachaba. El desnivel que debía salvar no superaba la altura de un macho, por lo que saltó hacia abajo y en seguida se dio cuenta de que había calculado muy mal, porque siguió descendiendo durante un tiempo indeterminado pero largo. Iba a encontrar la muerte por inexperto. No había sabido hacer un cálculo que todos sus congéneres estaban obligados a realizar constantemente cuando hollaban territorios ignotos en busca de caza.
Lo mismo que la vez anterior, sintió el dolor generalizado y los pinchazos de los minúsculos cuchillos de hielo
Cayó suavemente en un blando colchón de arena dorada, bajo un sol inclemente. La temible agua infinita se encontraba a muy pocos codos y varias hembras muy extrañas estaban inmersas sin temor en el agua. Eran hembras, sí, pero muy diferentes de las que conocía. Sus cuerpos cubiertos solo por una pequeña pieza de colores estridentes que le herían los ojos, no tenían atisbo de pelo, pero el de la cabeza era muy largo y ondulante. El ruido del ir y venir del agua sobre la arena era ensordecedor, pero ellas reían placenteramente sin dejar de exclamar lo que parecían expresiones gozosas aunque no podía entenderlas.
Por mucho que sintiera el calor y por mucho que le envolviera la brisa llegada de la espantosa masa de agua, no creía que estuviera realmente en ese lugar tan extraño.
Este pensamiento produjo el mismo efecto que el despertar de un sueño. Repentinamente, le envolvía de nuevo la oscuridad. Pero se trataba de una oscuridad incompleta; no todo era tiniebla ya que podía distinguir claramente el perfil de los enormes cuchillos emergidos del suelo y algunos de los que pendían del techo y, a mayor distancia, algo que no sabía qué podía ser. Parecía de la misma naturaleza que todo lo demás, pero en vez de pender o emerger en vertical, formaba líneas oblicuas como la lluvia de nieve racheada.
Había oído mencionar un cataclismo muy antiguo, ocurrido hacía más soles de los que podía imaginar. Eso que miraba sin comprenderlo, ¿podía ser una de las consecuencias de aquella vez que la tierra gritó como un mamut malherido?
Al tiempo que se acercaba, cuanto más lo miraba menos lo comprendía. Aquello no podía ser. Nada de cuanto conocía tenía formas semejantes; ninguna montaña desafiaba la verticalidad de la atracción de los seres de las profundidades, de modo que aquello sólo podía ser divino. Aquellas formas incomprensibles tenían que ser por fuerza el aposento de la diosa.
El pensamiento fue como una invocación. Un resplandor, al principio muy débil, le dio la impresión de que podría convertirse en fulgurante, a pesar de que no despejaba las tinieblas. Se trataba de una luz más presentida que vista, con mayor presencia en la mente que en los ojos.
Pero él supo sin ninguna vacilación que estaba ante la diosa, porque todos los dolores, laceraciones, miedos y sobresaltos sentidos durante el recorrido por el Templo del Cataclismo se convirtieron de repente en la más intensa paz interior que había percibido en toda su vida. Dejó de sentir frío y el contacto de sus pies con el suelo; sencillamente, dejó de sentir. Solamente existía esa luz interior débil y fuerte a un tiempo y el efecto que producía en su espíritu, como si el chamán le hubiera dado uno de aquellos cocimientos con los que se volaba y que ahuyentaban a los espíritus. Sentía la misma anestesia, pero ningún sopor. Su mente se encontraba tan alerta como en una pelea a vida o muerte. Pero salvo por ese detalle, podía estar muerto y haber volado hacia el seno de los dioses, porque no era posible sentirse mejor.
No escuchaba la voz, pero la diosa estaba diciéndole que ya no debía sufrir más sonrojo ni culpa, porque había pagado su deuda y estaba en paz. Que saliera rápidamente del templo porque el sol no podía esperarle más y que dijera al chamán que la diosa lo amaba.
Aunque hubiera permanecido eternamente sin moverse frente aquel resplandor que le inundaba, desanduvo sus pasos con una celeridad que no era voluntaria. Aunque creía que había caídos dos veces por alturas insuperables, no halló ninguna dificultad en el regreso y, apagada la antorcha, cuando gateaba por el último pasadizo, notó que al extremo del túnel alumbraba todavía un ligero sol casi dormido.
Salió del túnel y emergió de la hondonada trasfigurado, feliz. No estaba preparado para lo que le vio.
Toda la tribu aguardaba su regreso frente a la boca.
Sonreían y sus gestos expresaban simpatía y afecto.
En el centro y delante de todos los demás, el chamán, cubierto de los maravillosos objetos sagrados de su oficio.
Y, junto a él, ella.
La hembra a la que había abultado reía abiertamente con el brazo de su padre, el chamán, sobre los hombros. Se había desprovisto de los colgantes que la señalaban como servidora de la diosa y alguien había tonsurado sus pechos como una madre cualquiera de la tribu, como si quisieran aclararle que su profanación había dejado de serlo. Desprovistas de pelo, las mamas constituían una invitación al deleite.
¿Qué milagro había obrado la diosa?
Aquélla por la que había estado a punto de convertirse en un proscrito le era ofrecida ahora con el asentimiento de la tribu y, lo que era mucho más importante, con la anuencia del chamán.