martes, 27 de agosto de 2019

PORNO STAR POR NECESIDAD

PACO PORN STAR
El tiempo iba pasando y el desaliento de Paco crecía mientras su autoestima disminuía y se le instalaba un hierro ardiente en el pecho. Tras caducar el subsidio de desempleo hacía dos meses, ya no podía satisfacer ni el menor capricho de Carmi. Y eso que ella había reducido el tono de sus exigencias aunque sin renunciar a ellas. Hasta tres o cuatro meses atrás, Carmi solía decirle “Tienes que comprarme tal cosa o cual otra”; ahora, ya casi nunca decía “tienes”; se limitaba a decir “deberías” la mayor parte de las veces. Pero la renuncia al verbo imperativo conllevó el aumento de sus “dolores de cabeza” como pretextos y el espaciamiento de su aceptación del sexo con él. Se había distanciado, y Paco necesitaba ansiosamente recuperarla, no sólo porque la quería; también, porque su cuerpo ardía y se derretía, sobre todo de noche. .
Debía encontrar un trabajo, porque hacía tres o cuatro semanas que había decidido delinquir por ella y no había sido capaz. ¿Cómo se asaltaba una tienda? ¿Cómo se convertía uno, al menos, en ratero de gran almacén? Era muy acuciante el ayuno sexual a que lo sometía Carmi. Paco era un hombre fuerte y apasionado; poseía gran apetito erótico adobado con un fuerte atractivo viril, un apetito que ahora estaba convirtiéndose en padecimiento, un fuego que lo consumía, porque su obsesión por Carmi representaba también enorme indiferencia hacia las demás mujeres. Estaba perdiendo el control día a día. Sudaba en la cama por sus deseos insatisfechos y los sueños que por convertirse en pesadillas no le proporcionaban siquiera el desahogo de poluciones involuntarias y ya no era capaz de contener ni disimular sus erecciones en todas partes, el autobús, las colas del supermercado… En todas partes vivía del tormento al rubor. No tenía más remedio que encontrar una solución.
Revisaba meticulosamente las secciones de ofertas de trabajo de los periódicos de anuncios clasificados; muy pocas ofrecían de veras trabajo, se trataba casi siempre de anuncios de algún “sistema” para ganar dinero mediante “pequeñas inversiones” o pagando por el ingreso en determinadas páginas de internet, que al final resultaban ser fraudulentas y despiadadas incitaciones a entrar en páginas de casino, cuando no invitaciones a prostituirse. No había ninguna posibilidad de conseguir un empleo, tenía que reconocerlo. Y jamás sería capaz de emigrar, porque su obsesión de conseguir un sueldo era consecuencia de su obsesión por Carmi, ya que sus padres cubrían sus principales necesidades vitales, pues le daban todavía una cama y la comida, y a Carmi no la tendría en otro lugar. Pero tampoco sus padres estaban en condiciones de ayudarle; no podían hacerle un préstamo para ninguna iniciativa ni podían siquiera avalarle un crédito.
Padecía insomnio aunque sólo contaba veintisiete años. Siempre probaba a masturbarse a la hora de acostarse, pero le quedaba siempre tal frustración y sentimiento de soledad, que pocas veces se decidía a hacerlo.
Últimamente, cada vez que le suplicaba a Carmi lo que ella se resistía tanto a darle, se le escapaban tonos lastimeros a pesar de querer disimularlos. Estaba perdiendo la dignidad.
Tras pasar una noche de sueño alterado y pesadillas inclementes, se levantó una mañana muy temprano para revisar las ofertas de trabajo antes que nadie, no fuera a presentarse una oportunidad en la que otro se le adelantara. Tras varios repasos desalentadores, se fijó en una oferta que no había visto anteriormente: “Buscamos hombres fuertes y bien dotados, que quieran actuar en películas para adultos”. Había que escribir a una dirección de internet y mandar fotografías de cuerpo entero en slip, una de frente y otra de perfil. ¿Cómo iba a mandar por las buenas fotografías casi desnudo, a una dirección anónima? Además, no disponía del sistema digital necesario para ello. Ni se sentía capaz de actuar en una película que seguramente sería pornográfica.
Caviló sobre ese anuncio tres o cuatro días, porque lo seguían publicando mientras su desesperación crecía y su resistencia iba aflojándose. Llevaba más de una semana sin sexo con Carmi; caviló que trabajar en una película de tal clase podía actuar como sustituto y representar un alivio. Pero… ¿podía hacerlo? Por otro lado, no imaginaba que a Carmi le agradase que él tuviera esa actividad, aunque solo fuera una vez.
Pasados dos días más, con su angustia y su desolación en aumento, resolvió que no perdería nada con intentarlo. Recurriría a su primo Joaquín, que tenía ordenador y sabía mucho de informática; creía recordar que también tenía cámara de fotografía. Con lo fanático que era Joaquín de las tecnologías modernas, la cámara sería digital. No frecuentaba mucho la amistad con ese primo, porque desde la adolescencia le parecía que no era demasiado macho, pero qué otra cosa podría hacer. Lo llamó por teléfono; tras explicarle lo que necesitaba y disculparse Paco por sus silencios, Joaquín le dijo:
-Sí, con mi cámara podemos meter tus fotos en un correo de internet, pero no tengo luces ni los flashes necesarios para tomar fotos en interior. Tendríamos que buscar un lugar discreto al aire libre. Medita a ver qué sitio se te ocurre y ven a buscarme el sábado que viene a primera hora de la mañana.
Paco caviló mucho e inspeccionó con el coche los alrededores de la ciudad, para descubrir el lugar donde poder hacer esas fotos, lo que tuvo el efecto de permitirle descansar a ratos de su obsesión por Carmi y su frustración sexual. Eligió un paraje que nunca había visitado antes, y que le pareció que sería discreto. A las diez y media de la mañana del sábado siguiente, llegaron los dos primos a un soto que bordeaba el río cercano a la ciudad; un lugar muy alejado de cualquier población y distante varios centenares de metros de la carretera. Lo recorrieron durante un largo rato, a fin de que Joaquín encontrara un espacio abierto cuya iluminación considerase conveniente.
-Aquí –dijo por fin-. Desnúdate.
-Pueden vernos desde la carretera.
-¿Tú crees que la gente conduce mirando hacia el interior de los bosques como este? Además, ¿no pretendes trabajar en una película porno? ¿Te vas acojonar por quedarte en calzoncillos?
-Has dicho “desnúdate”.
-Bueno, quería decir que te quedes en slip, pero tampoco sería malo que te hicieras la foto desnudo, tratándose de lo que se trata.
-¡No jodas!
-Venga, Paco, quítate el pantalón deprisa, porque la luz cambia muy rápidamente a estas horas.
Inesperadamente, Joaquín disparó muchísimas tomas durante varios minutos mientras le pedía que se girase o adoptara ciertas posturas. Tras una toma de perfil, Joaquín preguntó:
-¿Estás empalmado?
Realmente, la prominencia del calzoncillo era llamativa.
-¡Qué va, estás loco!
-Entonces, ¿todo eso es de verdad tu polla?
Paco enrojeció. Pero al mismo tiempo sintió un ataque de vanidad que le impulsó a echar involuntariamente las caderas hacia delante. ¿Qué estaba ocurriendo? ¿Podía tener una erección porque otro hombre lo alabara? Escandalizado, se encogió de nuevo, mientras Joaquín comentaba:
-Si pretendes trabajar en el porno, deberías depilarte el cuerpo.
Estupefacto, Paco bajó la mirada para contemplarse. No tenía demasiado vello; sólo las piernas y los antebrazos eran medianamente velludos, aparte de la parte superior del pecho y el típico cordón umbilical propio de los hombres. No necesitaba depilar su cuerpo, ni ello le agradaría a Carmi.
-Tú no estás bien de la cabeza.
-Es lo que está de moda en el porno en la actualidad. Se depilan hasta la entrepierna.
-¡Qué tontería! Será en el porno gay.
Joaquín apretó los labios y tragó saliva. Le sorprendía la imprevista clarividencia de ese primo medio desconocido.
-¡Qué va! Los machos del porno hetero también se depilan.
-Pues yo no voy a depilarme. Sería la mar de asqueroso. Si les gusta como soy, al natural, estupendo. Si no, yo no soy un faraón egipcio.
Joaquín sonrió. No había tenido demasiado trato con su primo, sobre todo a partir de la adolescencia. Le estaba sorprendiendo mucho y por muchas razones y, en ese momento, supuso que Paco se había envalentonado por el comentario sobre el abultamiento de su calzoncillo, porque se lo bajó rápida y resueltamente, con movimientos muy rápidos, como si tratara de no arredrarse a medias por querer mostrarse desnudo. Casi magnetizado, Joaquín avanzó hacia él, agachado, para enfocar la magnificencia de su entrepierna.
-¿Qué haces? –se quejó Paco, pero no se movió.
-Tengo que hacerle una foto a tu polla, porque si no, cuando nos vayamos voy a creer que he tenido una alucinación. ¿Sabes que es formidable?
Paco calló. Se sonrojó al tiempo que forzaba su vientre de modo reflejo, como si quisiera que la fotografía ganase en espectacularidad.
Terminada la sesión, volvieron al domicilio de Joaquín. El ordenador estaba en su dormitorio; su primo le ofreció una silla pegada al suya, pero Paco la apartó un poco. Sentía todavía una clase de prevención que la lógica le decía que estaba injustificada; su primo no iba a intentar agredirlo sexualmente. Trató de evocar cómo era Joaquín cuando jugaban de niños; evocó que lo quería muchísimo entonces, y que el distanciamiento de la adolescencia sobrevino, sobre todo, por los comentarios de sus padres acerca de una supuesta debilidad viril. Ahora no sentía el mismo afecto por él que antaño, le parecía un extraño de quien se apartaría en cuanto tuviera lo que necesitaba. Y no se trataba de la sospecha de su homosexualidad, lo que no le importaba gran cosa, sino porque realmente se habían convertido en extraños.
-Mira, han salido muy bien –comentó Joaquín señalando la pantalla del ordenador.
A Paco le costó un poco reconocerse. A primera vista, parecían fotos de un artista de cine, tanto había cuidado Joaquín los enfoques, las luces y los ángulos. Cuando llegaron al primer plano del pene, Paco dijo:
-Esa no la puedo mandar.
-¿Por qué no? Con esto, seguro que te contratarían.
-¡Qué vergüenza! Ni pensarlo. Guárdala tú, pero no se la enseñes a nadie. Haz con ella… lo que quieras.
Enviaron las fotos por internet a la dirección que figuraba en el anuncio. Como no disponía de ordenador, Paco reseñó su dirección postal, por lo que esperó inútilmente una carta durante los siguientes diez días.
Una noche, su madre le dijo al llegar:
-Tu primo Joaquín te ha llamado unas cuantas veces esta tarde.
-¿Te dijo lo que quería?
-No ha querido. Me ha dicho que no necesitas llamarlo y que vayas sin falta esta noche a su casa.
Extrañado, Paco cenó deprisa para evitar que la madre de Joaquín lo convidara a comer y tuviera que aceptar. Mientras se cambiaba de ropa varias veces antes de decidirse, se preguntó por qué intentaba aparecer presentable; se dijo que no era lo mismo andar por la calle de día que de noche. Era jueves; no creía que su primo llegase temprano a su casa una noche de jueves, pero de todos modos fue. El primo Joaquín fue quien le abrió la puerta.
-Menos mal que has venido. Tienes que ir por la mañana…
Joaquín se interrumpió. Su madre estaba cerca.
-Vamos a mi cuarto –continuó Joaquín-. Quiero enseñarte una cosa.
Paco lo siguió un poco escamado pero al cerrar la puerta del dormitorio tras ellos, notó que el ordenador estaba encendido.
-Como mandamos tu respuesta desde mi correo, los promotores de esas películas han respondido aquí, creyendo que sería el tuyo. Tienes que presentarte mañana por la mañana.
-A mí no me han mandado ninguna carta.
-Claro, Paco. Si mandan el correo por internet, no se preocupan de otras cosas. Lo importante es que te han respondido, aunque todavía no digan que vayan a darte el trabajo.
-Me da un reparo… me acojona un poco.
-¿Quieres que te acompañe?
Paco miró a su primo mientras reflexionaba. Se había preocupado por él, evidentemente, dándose prisa por encontrarlo para que no perdiera la oportunidad. Sin duda, quedaba algo del cariño que se habían profesado de niños.
-Sería estupendo. Contigo al lado, a lo mejor no hacen nada raro.
-Joder, Paco; parece que temieras que quieran violarte… Con lo fuerte que eres y la pinta de gallito que tienes, nadie se atrevería a provocarte, creo yo.
-Bueno, pero por si las moscas, ir acompañado será más seguro.
-Vale, estupendo, iré contigo.
El local de la cita había sido en otro tiempo un gran almacén de los ferrocarriles, de extensión enorme; el rótulo de la puerta rezaba simplemente “Productora Elazaz y Marvin”. Joaquín se había callado todo comentario al notar el cuidado que había puesto Paco para dar buena impresión. Toda su ropa debía de ser lo que él consideraba lo mejor de su ropero. Se había afeitado muy a fondo y el peinado mostraba trazas de un meticuloso trabajo de decisión y aplicación de gomina. Ahora, en el momento de entrar donde lo esperaban, decidió abogar todo lo que pudiera en su favor, puesto que consideraba a Paco algo cándido y no muy batallador.
Tuvieron que llamar a un portero automático. Al entrar, Joaquín observó la cantidad de grandes fotografías de hombres desnudos, pero Paco pareció no fijarse; se desplazaba con la cabeza gacha, como si anticipara una catástrofe. Joaquín se enterneció.
Llamado por una recepcionista muy madura, les atendió un hombre de alrededor de cuarenta años; iba en camiseta de tirantes.
-¿Los dos venís por el anuncio?
-No –respondió Joaquín-. Sólo este.
-Ah muy bien. Yo soy el productor. Ven conmigo tú solo, que tu novio te espere aquí.
Paco enrojeció.
-No es mi novio. Es mi primo, y solo no entro.
El hombre se encogió de hombros diciendo:
-Como quieras, tú mismo. Si no te importa…
Los condujo a una habitación de tamaño mediano, donde solo había un sillón de orejas en el centro, tapizado de skay rojo.
-Tú te desnudas del todo y te sientas ahí –le dijo a Paco y a continuación, a Joaquín: -Tú tendrás que quedarte de pie, pero pegado a aquella pared y sin moverte.
-¿Desnudarme del todo? -preguntó Paco con tono quejumbroso.
-¿No sabías que se trata de películas porno? Claro que tienes que desnudarte del todo; detrás de ese espejo, hay una cámara que estará filmando tu prueba, a ver cómo respondes. ¿Qué tipo de películas porno te gustan?
-No comprendo –respondió Paco, mientras Joaquín, asombrado, le daba un leve codazo.
-Tenemos que comprobar que funcionas bien –informó el productor- ¿Te gusta el sado, lo romántico, lo muy guarro, los maduros o lo juvenil?
-Me da igual.
Tras desnudarse Paco y sentarse con mucha prevención, se encendieron un foco a cada lado y, al mismo tiempo, una pantalla grande de televisión situada bajo el espejo. En seguida, comenzó una escena pornográfica donde dos hombres jóvenes hacían sexo muy apasionadamente.
-¿Qué coño es esto? –exclamó Paco.
-Seguramente, se trata de hacer películas pornográficas gay, Paco –observó Joaquín.
-¡Ni pensarlo! ¿Fíjate, cómo voy a excitarme con esa guarrería?
Contradiciendo la exclamación, el pene de Paco comenzaba a ponerse morcillón.
-Pues mírate –dijo Joaquín-, se te ha puesto grande. Empiezas a excitarte.
-Será una reacción natural, pero yo no voy a hacer esas porquerías.
Joaquín asintió con la cabeza. Reflexionó un momento antes de decir:
-El porno gay es el que más paga a los hombres. Y la mayoría de los modelos que actúan en estas películas son heterosexuales, como tú; precisamente, los buscan con pinta muy de machos, parecidos a ti, porque es lo que más vende. Y necesitan que sean muy eróticos, muy apasionados, como tú cuentas que eres, para tener la seguridad de que no sufrirán gatillazos.
-Pues yo no… -Paco calló y volvió a mirar la pantalla. ¿Sería verdad que esos hombres no eran gays? Parecían pasarlo muy bien.
-¿Qué te importa? –continuó Joaquín- Al fin y al cabo, venías dispuesto a tener sexo delante de una cámara por dinero; no hay tanta diferencia, Y de todos modos, sea gay o heterosexual, nadie de la familia va a ver esas películas. Y si necesitas ganarte un poco la vida, ganarás mucho más con el porno gay
-Pero… Imagina si la Carmi se entera…
-¿Por qué se iba a enterar? Ya que estás aquí, decídete, que no vas a perder nada.
Paco volvió a mirar la pantalla. Cerró los ojos un instante, buscando resolución en su ánimo, y de nuevo se fijó en la película. Sentía una angustiosa mezcla de impulsos, porque lo que veía lo considera repugnante, pero su cuerpo estaba respondiendo. Ver varios penes muy erectos excitaban a todo el mundo, incluidos los machos aunque fueran muy militantes, le habían dicho una vez. Ahora llevaba más de dos semanas sin sexo, Carmi se había vuelto inabordable, la masturbación le aburría mucho y la nostalgia de un orgasmo se estaba convirtiendo en apremiante. A los cinco minutos, Joaquín sonrió, porque el pene de su primo mostraba ya toda su llamativa y espléndida plenitud. Pasaron sólo unos tres minutos antes de abrirse la puerta y entrar el productor muy sonriente:
-Estupendo. Puedo darte un papel en una película que vamos hacer el lunes y el martes. No te preocupes por la ropa, porque te la proporcionaremos aquí. Vamos a firmar.
Paco se vistió deprisa, sintiendo un profundo sonrojo. No podía hacerlo, tenía que salir de ese sitio. Notando su vacilación, Joaquín le puso la mano en la espalda, empujándolo suavemente, mientras murmuraba en su oído:
-Tranquilízate. Todo está bien, primo.
El productor le dio a leer el contrato tras anotar en una casilla de la primera página, con letras de molde, el nombre de Paco. Todavía dudó este un instante, pero Joaquín, sentado a su lado, tocó su rodilla después de fijarse en lo que iban a pagarle por dos días de algo que no podía llamarse verdaderamente trabajo. Paco firmó, pero sentía gran angustia. En cuanto salieron del local, dijo:
-No voy a poder hacerlo, primo. Sería superior a mis fuerzas.
-Ya has firmado, Paco. Tratándose de la actividad que se trata, no creo que sean demasiado legalistas, pero a lo mejor podrían buscarte las cosquillas si no cumples.
-Joder. Tendré que beberme unos cuantos pelotazos antes de venir el lunes.
-No bebas, Paco. Un poco de alcohol puede estimular, pero si te pasas, ni se te empina.
-¿Podrás venir conmigo? –el tono de Paco era suplicante.
-¡Claro! Me saltaré la universidad esos dos días, no te preocupes. ¿No quieres depilarte el cuerpo?
-Ese tío no ha dicho nada. No sé… ¿tú me ayudarías?
-Por supuesto. Si quieres, te afeito yo…
Paco apretó los labios. Si era cierto lo que sospechaba hacía tiempo, sin duda Joaquín se sentiría muy complacido de hacer eso. Pero al recordar a Carmi, se dijo que no sabría improvisar una excusa si ella le daba la oportunidad de mostrarse desnudo.
-Prefiero quedarme como estoy, Joaquín. Si ese tipo no ha hecho ningún comentario sobre mi vello, será que le gusta como soy.
-Vale. El lunes iré temprano a tu casa para acompañarte. Antes, báñate con mucho cuidado y aféitate a fondo. Tus cejas… a ver.
Joaquín le puso la mano en la frente.
-Tengo que arreglarte un poco las cejas. Iré a tu casa una hora antes.
Joaquín llegó el lunes a la casa de los padres de Paco a las ocho de la mañana. En cuanto entró, se dio cuenta de que Paco, que ya estaba vestido, se había esmerado. Su pelo trigueño presentaba un corte y un peinado muy a la moda; se había puesto una camisa roja de seda que permitía apreciar su buen desarrollo muscular, y un pantalón blanco de tipo vaquero, bastante ajustado. A Joaquín le conmovió su afán de agradar a pesar de su cacareada heterosexualidad. No esperaba encontrarlo así de bien; durante el desplazamiento para llegar a su casa, había previsto que tendría que aconsejarle al respecto, pero no era necesario; además, el productor les había advertido de que él proporcionaría la ropa.
-Vamos a tu cuarto –dijo Joaquín-. Tengo que arreglarte un poco las cejas.
-No irás a depilarme como esos tíos que van como las mujeres.
-No te preocupes, primo. Sólo se trata de aclararte el entrecejo y perfilarte un poco las puntas. Unos cuantos pelillos, nada más.
En cuanto llegaron a la productora, el mismo hombre de la otra vez le dijo a Paco mientras le daba una cajita:
-Ten; desnúdate y ponte esto. Ve a prepararte en la habitación del fondo del pasillo. En seguida irá la maquilladora. ¿Quieres tomarte un Cialis?
-¿Eso qué es?
-No es necesario –atajó Joaquín- Paco no lo necesita.
-Primo, ven conmigo dijo Paco, agarrando el brazo de Joaquín.
Ya en la habitación señalada, Paco abrió la cajita antes de desnudarse. Se trataba de una especie de tanga muy pequeña. De color rojo, sin parte trasera.
-Yo no me pongo esto –dijo Paco con tono terminante.
-Te lo pondrás por muy poco rato, Paco. Recuerda que es una película porno donde estarás casi todo el tiempo desnudo; esto es para los preliminares. Se llama jock, y es la evolución sexy de una especie de suspensorio que usan los atletas en los Estados Unidos.
-¡Qué porquería! Me quedará el culo al aire.
-¿Y qué más te da?
Unos golpes en la puerta les anunciaron que la maquilladora había llegado. Para sorpresa de ambos, apenas se detuvo en el rostro de Paco; en cambio, examinó con mucha atención su cuerpo y fue aplicándole maquillaje de diferentes tonos y lápices oscuros para resaltar la musculatura del abdomen, las venas de los brazos y otros detalles. El productor abrió la puerta diez minutos más tarde.
-¿Estás listo?
Paco cogió otra vez a su primo del brazo, para dejar claro que irían juntos. El productor les precedió hasta una habitación bastante mayor, con muchas luces encendidas. El único mueble era una especie de sofá tumbona de color blanco, donde esperaba ya un muchacho desnudo, muy depilado tal como aconsejaba Joaquín, y con una dotación erecta sorprendente en un chico tan delicado. Junto a una cámara muy grande, había tres hombres. Viendo que Joaquín les seguía también, el productor le dijo:
-Pégate a aquella pared y no te muevas. Si dices algo, habla muy bajito -dirigiéndose a Paco, añadió: -Ponte de pie casi sentado en el respaldo del sofá.
En seguida, el productor fue junto a la cámara, y desde allí continuó ordenándole a Paco:
-Mueve el hombro derecho hacia la cámara y gírate un poco; haz como si descubrieras de repente que ese muchacho, que se llama Gustavo, está echado. Trata de poner cara de sorpresa.
Paco obedeció, pero exageró demasiado la supuesta sorpresa. Tras ordenar “corten”, el productor volvió a su lado de un salto.
-No abras la boca como un bobo – lo decía mientras forzaba el mentón de Paco-. Se trata de abrir un poco los ojos y mover los labios. No te equivoques ahora ni me hagas perder tiempo.
Tras volver junto a la cámara y ordenar de nuevo “acción”, está vez pareció quedar satisfecho con la expresión de Paco. La cámara continuó rodando mientras el productor iba ordenando:
-Tira de los dos elásticos del “jock” y juega con ellos… Bien. Ahora, ve bajándotelo muy lentamente… Eso, así despacio… Ahora, mueve el muslo derecho por encima del sofá y, poco a poco, ve echándote encima de Gustavo un instante, pero enderézate en seguida...
Tras mandar parar la cámara de nuevo, el productor le indicó a Paco que se retrepara en el sofá y cerrase los ojos. A la nueva orden de “acción”, sintió que el otro muchacho le besaba reiteradamente en el cuello y después le lamía los pezones; en el primer momento, esa cálida humedad le pareció desconcertante, pero poco a poco consiguió frenar su impulso de rechazarla y escapar; minutos más tarde, decidió que esa caricia no era desagradable.
-Pajéate un poco –oyó que le ordenaba el productor.
Paco obedeció, pero el pene no. Oyó algunos murmullos que no consiguió entender, y a continuación sintió que el otro muchacho comenzaba a lamerle el pene. Carmi se resistía a hacer eso; las escasas veces que había conseguido convencerla, sólo lo hacía muy brevemente; parecía repugnarle. Ahora, se admiró por lo muy experta que aquella boca era. Abrió las piernas todo lo que pudo, trató de relajarse y se representó mentalmente las escenas más tórridas que había vivido con Carmi. Unos minutos más tarde, notó que conseguía la erección, seguida de exclamaciones de los que estaban junto a la cámara. El productor le dijo con tono de aprobación.
-Muy bien, Paco. Estupendo. Mantén los ojos cerrados y deja que Gustavo lo haga todo.
El joven continuó su experto trabajo unos minutos. Inesperadamente, Paco comenzó a sentir que podía eyacular y se puso a mover las caderas con impaciencia. Los demás se dieron cuenta; Paco sintió una mano enérgica que le abrazaba fuertemente el pene, casi dolorosamente, para impedir el orgasmo.
-Aguanta -dijo el productor-. Gustavo, hazlo ahora. Paco, mantén los ojos cerrados.
Tras una nueva orden de “acción”, Paco advirtió por el sonido que el tal Gustavo le enfundaba un condón y a continuación se sentaba sobre sus muslos. En seguida, notó que el chico trataba de introducirse su pene, pero al mismo tiempo tomó consciencia de que sentía sobre el vientre el peso de la erección de Gustavo. De inmediato, su pene se contrajo.
-¡Joder! –exclamó el productor-. Y ahora, ¿qué?
Paco abrió los ojos. Era evidente que no podía hacer eso. Tenía que irse en seguida, mientras escuchaba que el productor decía con tono muy rajado:
-Eres como la mayoría de los heterosexuales; no se te empina con un tío y no eres capaz ni de penetrar; va a haber que acabar haciendo como con casi todos los que son como tú, penetrarte, que es para lo único que valéis.
Paco se alarmó tanto, que hizo ademán de disponerse a saltar del sofá y huir. Pero sonó de inmediato la voz de su primo Joaquín preguntando al productor:
-¿Puedo ponerme detrás del sofá y hablarle a Paco?
Tras dudar un momento, el productor se encogió de hombros diciendo:
-Bueno, a ver si consigues algo…; pero solamente esperaremos diez minutos más, que el tiempo aquí cuesta dinero. No creo que tu primo funcione, qué pérdida de tiempo. A ver qué puedes conseguir tú, pero habla lo más bajo que puedas. Venga, Gustavo, retoma la acción y tú, Paco, vuelve a cerrar los ojos. Acción.
Paco consideró que nadie podía describir lo que le recorría el pecho. Ni él mismo podría. Repugnancia, anhelo de cumplir, náusea, deseo de no quedar en ridículo, temor a decepcionar a Joaquín y cierta forma de parálisis; todo ello se amalgamaba en su mente formando una especie de grito desesperado. Estaba seguro de que no podía esperar nada más que redondear el fracaso. Pero comenzó a oír la voz de Joaquín, que situado detrás del sofá, debía de haberse agachado en una posición cercana a su cabeza, desde la que le llegase clara su voz en tono muy suave:
-Anda… Paco, folla; tú puedes. Siempre he sabido que eres el macho más macho y poderoso de la familia; no puedes fallar. Sé que no vas a fallar. Estoy seguro de que harás en la vida todo lo que te propongas, en cuanto te des cuenta de que la gente se detiene para verte pasar y caer a tus pies. Pues, claro que puedes. Todos estamos orgullosos de ti.
Paco escuchaba solamente la voz de su primo; todos los demás sonidos del plató enmudecieron para sus oídos. Sintió que sus ingles se relajaban y que dejaban de pesarle tanto las piernas de Gustavo sobre sus muslos. Empezaba a desaparecer el miedo.
-Siempre te he admirado –continuó Joaquín en el mismo tono acariciante y sugerente-. Y también te envidiaba. Eres todo lo que a cualquier tío de nuestra edad le gustaría ser. No es que te parezcas a Brad Pitt, pero seguramente eres el muchacho más atractivo del barrio… y de muchos kilómetros a la redonda. Y tú polla, bueno, tienes la polla más poderosa y atractiva que he visto nunca, y te confieso que he visto muchas. Nadie se quedaría indiferente viéndotela. Tú puedes, Paco. Eres poderoso…
Efectivamente, la erección volvió. Paco ansió mentalmente que Joaquín no parase de hablar. Empezó a empujar las caderas y los glúteos con fuerza, al tiempo que escuchaba que Gustavo se ponía a gemir de manera mucho más estridente que Carmi, de modo que temió que podía desinflarse de nuevo, pero Joaquín continuó, ahora en un tono un poco más alto, como queriendo vencer el sonido de la voz de Gustavo:
-Nadie pondrá en duda jamás lo muy macho que eres. Podrías cepillarte a media ciudad, y quedarte ganas de más, porque eres un volcán; ya de niño me daba cuenta. Ni puedes imaginar las veces que te adoré cuando todavía jugábamos juntos; ni te imaginas las veces que soñaba contigo y solamente éramos un par de muñequitos; pero entonces, ya era notable tu fuerza, tu pasión, tu poder…
Llegaba. Sin darse cuenta, Paco fue acompasando progresivamente sus gemidos con los de Gustavo, de modo que éste anticipó lo que iba a ocurrir. Volvió la cabeza a medias, pidiendo permiso al productor, y este asintió. Se alzó unos centímetros para que Paco saliese de él y le desenfundó con rapidez el condón. De inmediato, se produjo el orgasmo más violento que Paco recordaba; al quedar libre el pene de la opresión elástica, las tres semanas largas de ayuno sexual a que Carmi lo había sometido se convirtieron en un violento géiser islandés, que brotó generoso produciendo un surtidor impresionante.
-Magnífico –exclamó con admiración el productor.
Paco volvió en busca de la ropa, acompañado de Joaquín. Se duchó lenta y minuciosamente, porque necesitaba liberar su piel no sabía bien de qué. Tuvo que apresurarse a vestirse, porque llamaron a la puerta anunciando que el productor esperaba para pagarle.
Sin apartarse de Joaquín, Paco avanzó contento hacia la atiborrada mesa de despacho de la entrada. El productor contaba el dinero en efectivo, en billetes de cincuenta euros.
-Voy a pagarte ahora –dijo-, porque viajo esta tarde por un par de días. Pero tienes que venir mañana a las diez, para dos tomas de exteriores y el comienzo de la escena; sólo vestido. Ese pantalón estará bien, pero te quedaría mejor una camiseta azul fuerte, muy apretada. Si no tienes, tendrás preparada una por la mañana. Mañana, pregunta por Alfredo. Toma.
Puso el fajo en las manos de Paco, causándole una alegría de intensidad imprevista, pues volvía a tener dinero en el bolsillo después de mucho tiempo.
-La semana que viene, tengo otra película para ti, si te interesa. Si quieres –siguió, dirigiéndose a Joaquín-, tú también puedes actuar en esa película
Nunca había pensado Joaquín en que eso fuera posible. ¿Actuar en una película porno? No debería distraerse de los estudios, pues ya era un poco mayor porque había suspendido dos cursos. Además, no se sentía atractivo, al menos, en comparación con su primo. Con sorpresa, escuchó que este preguntaba:
-¿Actuaríamos juntos los dos?
El productor dudó un instante antes de asentir con la cabeza.
-¿Y a él le pagaría lo mismo que a mí?
-Supongo que sí, pero tendría que esforzarse.
Paco le dio un codazo a Joaquín, al tiempo que amagaba una palmada en su culo.

sábado, 17 de agosto de 2019

EL MASAJISTA


-Es el mal de los ejecutivos, Javi. El estrés que padecen todos los profesionales que pasan más horas de la cuenta en tensión, inclinados sobre la mesa del despacho; nada más que eso, el fruto de las malas costumbres.
Javier Rodríguez observó de reojo la sonrisa irónicamente afectuosa de Paulino Ugarte, el único médico que le inspiraba confianza porque era amigo suyo desde la niñez y, por lo tanto, el único a quien le permitía que hurgara en sus malestares. Se encontraba sentado en la camilla, con el torso desnudo, y Paulino le examinaba la espalda y el cuello.
-Pues aunque sea el mal de los ejecutivos, es una cabronada de mal.
-Lo que te pasa no es esencialmente físico, Javi, lo sabes de sobra.
-¿Estás seguro?
-Mira, Javi; casi todos los días llegan a la consulta recién divorciados. Me refiero a hombres, porque las mujeres viven esas cosas con otro talante. Todos los hombres recién separados se quejan de molestias, a veces tremendas, y te puedo asegurar que lo que les pasa al noventa por ciento es que están deprimidos. Presentan síntomas de ansiedad y, sobre todo, de estupor, porque los hombres sobrellevamos la soledad peor que las mujeres.
-¿No estarás intentando convencerme de ir a un psiquiatra?
-Bastaría con que tomaras un ansiolítico suave durante unos días. Estás demasiado tenso. Tienes los músculos de la espalda como piedras.
-Sabes que no me gusta tomar drogas.
Paulino Ugarte carraspeó. Su amigo Javier había sido igual desde la niñez, demasiado rígido, demasiado ajustado a las normas y excesivamente reacio a experimentar con nada. Cualquier joven lo consideraría un "carca", a pesar del éxito de su empresa financiera, que tan moderna parecía. Sonrió, tratando de que su amigo no lo advirtiese.
-También podrías darte unos masajes -aconsejó.
-¡No faltaba más! Como si me sobrara el tiempo.
-Esa es otra cuestión, Javi. ¿Te has preguntado si el abandono de Leticia no se deberá a lo mucho que trabajas? A ninguna mujer le gusta que su marido vuelva de la oficina a las doce de la noche, casi siempre.
-Leticia no es un dechado de romanticismo.
-Sí, bueno, ya se sabe que, según el tópico, las norteamericanas no son tan apasionadas como las españolas. Pero la realidad es que vives demasiado absorbido por tu empresa, Javi. Necesitas divertirte, ahora más que nunca.
-Yo me divierto con mi trabajo.
-Pero tu cuerpo te lo reclama y acabará pasándote factura. Tienes, como yo, cuarenta y ocho años, ya no somos niños, y con tanto deporte como hiciste en el pasado, ahora da la impresión de que también eso lo consideras una pérdida de tiempo. Trata de relajarte, chico, comprobarás que retomas el trabajo con mejor disposición. Unos masajes te sentarían muy bien.
-¿Puedes recomendarme alguna masajista?
-Ten la tarjeta de este gabinete de fisioteapia. No los conozco, pero me han dicho que son buenos.

Despertó con el cuello agarrotado por la tortícolis y lo primero que recordó fue el consejo de Paulino. Maldijo el dolor que sentía. Al abandonar la consulta, como era viernes, había proyectado dedicar el fin de semana al deporte, pero la tirantez y el dolor de los deltoides iban a impedirle también ese desahogo.
Contempló la habitación, enorme ahora que Leticia no andaba trajinando entre el cuarto de baño y el vestidor, dubitativa como siempre a la hora de elegir la ropa, y más enorme aún porque no sonaban en la planta baja ni en el jardín las risas de los niños. ¿Por qué habían tenido que abandonarle ahora, cuando estaba a punto de cerrar la operación de Brasil, que representaría el primer paso de la implantación internacional de su empresa? Cuando estaba a punto de materializar el sueño que tan afanosamente persiguiera, Leticia había cumplido su reiterada amenaza de irse con la niña y el niño a fin de tomarse los dos años de reflexión en los Estados Unidos, que hacía tres años que decía necesitar. Ahora, el éxito empresarial perdía justificación porque había perdido a las personas por las que lo buscaba. Solo en el chalé, sentía que se quedaba sin fuelle y la casa resultaba gigantesca, inhóspita.
Marcó el número de la clínica fisioterapéutica. Respondió un contestador.
Tomó una prolongada ducha caliente, a ver si el dolor se aliviaba. Se afeitó desganadamente, observando con desagrado al sujeto de cara avinagrada que reflejaba el espejo. Sí, como decía Paulino, a los cuarenta y ocho años uno ya no es un niño, por muy sólida que pareciera su carne y aunque todavía usara la talla cuarenta y dos de pantalones. Era un hombre maduro, tenía que reconocerlo, un solitario y abúlico personaje cuyas ilusiones se estaban desmoronando. Y, para colmo, con un dolor que le impedía girar la cabeza.
Dado que había pasado una hora desde el primer intento, volvió a marcar el número de la clínica. De nuevo el contestador automático. Era lógico; en sábado no trabajarían, aunque también era lógico suponer que la gente recurriría a los masajistas preferentemente los fines de semana, cuando se disponía de tiempo para cosas tan superfluas.
Miró por la ventana a ver si ya le habían dejado los periódicos. Viendo que sí, bajó a recogerlos y les dio una ojeada mientras preparaba café.
Bueno, si la clínica estaba cerrada en sábado, podía recurrir a los anuncios del periódico. Todos los de mujeres sugerían que, en vez de masajes, estaban ofreciendo otra cosa. Encontró uno que le pareció serio: "Masajista rumano, experto profesional, Fisioterapeuta titulado. Masajes relajantes y sensitivos. Preguntar por Marian". La persona que contestó al teléfono debía de ser la dueña de una pensión, pues le respondió "voy a ver si el rumano está en su habitación". Una voz muy grave, con fortísimo acento extranjero, respondió unos minutos después:
-¿Quién es?
-Llamo por el anuncio.
-¿Cuál?
-El de los masajes.
-Disculpe, estaba durmiendo. Sí, por supuesto, masajes... ¿Qué clase de masaje desea usted?
-Me duele la espalda.
-Ah, ¿sólo quiere usted un tratamiento fisioterapéutico?
-Creo que sí.
-¿Nada más?
-Tengo una tortícolis muy dolorosa.
-Ah, comprendo. Serán... cinco mil pesetas.
-Está bien.
-Deme la dirección.
Tras dictársela, el rumano preguntó:
-¿Qué línea de metro pasa cerca de su casa?
-No, aquí no llega el metro. ¿No tiene usted coche?
-No.
-Entonces, debe tomar un taxi. Esta urbanización está fuera de Madrid.
-En ese caso, serán cinco mil más el taxi. Pero... hay un problema. En estos momentos, no tengo suficiente dinero. Tendría que esperarme en la puerta, para pagar el taxi.
-De acuerdo.
-Dígame el número de teléfono, para que pueda llamarle yo y comprobar.
Luego de dictárselo, Javier colgó según le indicó el masajista. El teléfono sonó un minuto más tarde.
-¿Javier Rodríguez?
-Sí.
-Soy yo, el masajista. Estaré ahí dentro de una hora.
Mientras aguardaba tomando el sol en el jardín en la zona más próxima al portalón de la verja, trató de imaginar qué clase de persona sería el rumano. El mismo Paulino Ugarte le había hablado unos meses atrás de los excelentes profesionales de Europa oriental que llegaban a España y no podían ejercer sus carreras, siendo en algunos casos incluso médicos muy buenos. Claro que Paulino no era del todo imparcial, porque llevaba tres años conviviendo con un muchacho que, si no le fallaba la memoria, era búlgaro. Su amigo de la infancia había decidido desde muy joven franquearse con los camaradas, a quienes les habló sinceramente de su homosexualidad y, desde entonces, se le habían conocido tres parejas, con quienes observaba la conducta leal de un marido fiel, obligando en consecuencia a sus amigos a respetarles como si de esposas se tratase. El búlgaro, sin embargo, le parecía a Javier demasiado guapo, joven y frívolo como para mantener con él la misma atitud que con sus dos antecesores.
El masajista rumano podía ser un gran profesional obligado a buscarse la vida en España con lo que encontraba. Por su voz profunda, podía tener cuarenta años y ser un antiguo campeón olímpico o a lo mejor, quién sabe, se trataba de un médico estupendo, obligado a ejercer de masajista.
Hora y media después de hablar con él, oyó llegar el taxi.
Pagó al taxista mientras el masajista se apeaba, de modo que sólo cuando el coche arrancó le dedicó una mirada. Si el taxi no se hubiera distanciado ya, lo llamaría para que se lo llevara de vuelta. Era un joven de unos veinticinco años con figura de bailarín, no el robusto masajista que había imaginado.
-¿Seguro que es usted profesional del masaje?
Como respuesta, el joven sacó del bolsillo una abultada cartera, de la que extrajo una especie de carnés muy toscos. Javier los examinó, sin entender nada.
-Este es mi título de masajista. Y éste, el de jardinero. ¿Quiere usted que le dé una pasada al jardín después del masaje?
-¿Qué necesita para darme el masaje?
-Yo traigo el aceite y la crema. No tengo camilla portátil, porque me la robaron hace un mes. ¿Su cama es dura?
-Normal.
-Entonces, será mejor hacerlo en una alfombra. Traiga dos toallas grandes para que la alfombra no se manche con el aceite.
Cuado Javier volvió con las dos toallas de baño, se detuvo asombrado y receleso porque el joven se había despojado de la ropa, ahora cubierto sólo por un calzoncillo tipo boxer. Efectivamente, parecía un bailarín clásico por su musculatura suave y fibrosa, las fuertes y nervudas piernas carentes de grasa y la cintura exageradamente fina.
-¿Puedo ducharme antes? -le preguntó, mientras acababa de extender las toallas bajo el sol que entraba por la ventana.
-Sí. Use un cuarto de baño que encontrará por ese pasillo, la segunda puerta a la izquierda.
-Ponga música suave, mejor clásica. Desnúdese y tiéndase boca abajo sobre la toalla mientras vuelvo, estire los brazos hacia arriba de su cabeza y trate de relajarse. El sol le ayudará a aflojar los músculos.
Javier obedeció. Resultaba curiosa la autoridad de profesional experto que empleaba el rumano y le divertía someterse a las órdenes de otro, él que pasaba el día dictando órdenes que todos acataban sin discusión. Sorprendentemente, el simple hecho de abandonarse a la dureza del suelo con la caricia del sol en la espalda, atemperó el dolor al instante. Casi había dejado de necesitar el masaje, estaba sintiéndose más relajado de lo que recordaba a pesar de haber un extraño en casa. Bueno, tal vez a eso se debía el relax repentino, el hecho de que hubiera alguien en la casa, fuera quien fuese. Paulino siempre tenía razón, por mucho que constantemente sintiera la necesidad de contradecirle, sobre todo porque las preferencias eróticas de su amigo le inclinaban, a su pesar, hacia esa clase de reserva que la sociedad adoptaba ante quienes transgredían las normas. No escuchó los pasos de aproximación del rumano; sintió las manos, que ahuecaban el elástico y tiraban de su calzoncillo y se los bajaban, obligándole a alzar un poco las caderas para facilitar la salida del slip. A continuación, notó que el joven se sentaba a horcajadas sobre sus muslos dando comienzo al masaje.
Durante veinte minutos, las manos, más enérgicas de lo que correspondía a alguien tan estilizado, pellizcaron la piel de su espalda arriba y abajo, presionaron su cintura, sus omoplatos y sus hombros y acariciaron una y otra vez su columna vertebral. Inesperadamente, tales presiones y pellizcos resultaban muy placenteros, aunque todavía temía girar el cuello para no resentirse de la punzada. Abandonado, notaba todos sus sentidos pendientes de esas manos, cuya actuación deseaba de repente que no cesara, por lo que se le desbloqueó la memoria, abatiendo la muralla con que había confinado aquel recuerdo de treinta años atrás. Paulino había acudido al vestuario tras el partido de tenis que Javier acababa de ganar; le preguntó si le dolían las piernas y la cintura; como le respondió que sí, Paulino, que ya cursaba el primer año de medicina, le ofreció un masaje, que se convirtió a los pocos minutos en verdaderas caricias y que, ante la incontenible erección de Javier, pasó a ser un encuentro sexual que escenificaron como un ataque de locura. Ambos tenían poco más de dieciocho años, por lo que la casi total abstinencia sexual que la moral de su ambiente familiar les imponía estalló igual que un géiser. Durante meses, Javier tuvo dificultades para mirar frente a frente a su amigo; cuando, poco a poco, la relación de amistad fue recomponiéndose, Javier se cerró para siempre al recuerdo de lo ocurrido en el vestuario y Paulino jamás lo mencionó.
Ahora, la rememoración de la dulzura inquietante de aquel día, sumada a las evoluciones de las manos en su espalda, había operado el mismo efecto. Tenía una erección, que se reforzó cuando el rumano le masajeaba los muslos, las pantorrillas y los glúteos, una erección durísima cuya rigidez llegaba a ser dolorosa, oprimida entre su peso y la toalla, por lo que cuando el joven le indicó que se diese la vuelta, se resistió. Le daba vergüenza que viera su estado.
-Date la vuelta -repitió de nuevo el masajista, que con el tuteo hablaba español con mayor fluidez.
Como estaba inmóvil y en silencio, el joven debió de creer que se había dormido, porque, empleando una fuerza inesperada, le pasó los brazos por el viente y le forzó a girarse. Sólo en este momento descubrió Javier que Marian estaba también completamente desnudo. Cerró los ojos, alarmado, porque la mirada se le escapaba hacia los genitales del joven.
Arrodillado junto a su costado, le masajeó el cuello y los deltoides, luego el pecho y el vientre, sin dar importancia al miembro erecto que tenía que apartar para hacer su trabajo. Los vaivenes fueron convirtiendo el órgano en un pistón lanzado hacia el estallido. Por suerte, el masajista dedicaba ahora sus esfuerzos a los costados, pellizcando la cintura y los dorsales hasta las axilas, y siguió por los brazos. Javier estaba haciendo esfuerzos mentales a fin de contraer los músculos de la pelvis para impedir el orgasmo.
-Estás muy tenso otra vez -dijo el rumano-. ¿Te hago daño?
-No... no. Está bien.
Quería pedirle que por favor saliera de la habitación, para descargar de una vez, pues le resultaba insoportable la idea de que ocurriese en su presencia. Mas, después de traccionar ambos brazos y estirarle los dedos, Marian se sentó a horcajadas de nuevo sobre sus muslos. Ahora, con los jos entrecerrados, y al mirar en dirección a su propio pene para comprobar que manaba líquido preseminal, Javier se concedió observar el del rumano. También estaba casi erecto, aunque no erguido; descubrió algo extraño, una protuberancia cerca del glande en el lado derecho y otra un poco más arriba, en el izquierdo. Por suerte, el pensamiento de que tales anomalías podían deberse a una enfermedad le produjo mucha alarma; su órgano comenzó a aflojarse.
Por consiguiente, la reducción de su tensión mental aminoró la de su cuerpo y de nuevo volvió a sentirse relajado. Desde su posición de rodillas con ambas piernas abarcando las suyas, el joven le estaba masajeando de nuevo el cuello y los pectorales, lo que le obligaba a reclinarse sobre él; cada vez que lo hacía, los penes se rozaban. Javier no recordaba ninguna sensación parecida, sentíase incapaz de discernir si sentía repulsión o placer con tales roces, pero ahora comenzó el rumano a masajearle los pezones con las palmas de las manos extendidas en movimientos circulares. De nuevo volvió la erección y ahora sabía que el problema no tenía solución.
Iba a ocurrir sin remedio cuando el rumano se alzó, sonriente, poniéndose de pie.
-¿Quieres algo más que el masaje? -preguntó.
-Yo...
-Tendrás que pagarme doce mil.
La comprensión de la frase le produjo a Javier profundo enojo. Así que se trataba de eso, el chico embozaba la prostitución con el masaje. Se alzó con expresión adusta y se cubrió con una de las toallas.
-El masaje ha terminado -dijo.
-Faltaban los pies -murmuró Marian.
-Da igual. Vístete. Hemos terminado.
El joven estaba desconcertado, la perplejidad era visible en su expresión. Agachó la cabeza con aire abstraído mientras se vestía, operación durante la cual no consiguió Javier eludir contemplarle. Sin duda, tenía que haber sido bailarín, no sólo por las características de sus músculos, sino porque se movía con la elegancia ágil y alada de un profesional del ballet clásico. Sintió ganas de preguntarle por ello, pero el enojo prevalecía en su ánimo y se contuvo.
-Toma las cinco mil, más el importe del taxi de vuelta, más una propina.
Cerró la puerta a sus espaldas sin decirle adiós.
La mañana del lunes fue muy ajetreada a causa de los trámites que faltaban para organizar la reunión definitiva con los brasileños, que habría de celebrarse el jueves próximo. Por la tarde, sin embargo, comprobó que el afán con que se había dado a la tarea por la mañana le había dejado sin asuntos pendientes. Volvía a dolerle el cuello y acarició el auricular del teléfono varias veces, con el número de teléfono del rumano en la otra mano.
Recordó lo ocurrido la noche anterior, cuando a duras penas consiguió dormir y, una vez que lo logró, despertó poco después a causa del sueño: Tenía dieciocho años, entraba en el vestuario después de jugar un partido de tenis y Paulino acudía a ofrecerle un masaje; pero Paulino tenía la apariencia exacta de Marian, que sin esperar su respuesta se entregaba a las caricias arrebatadoras que les arrastraban a la locura a los dos. El sentimiento de atracción-repulsión le hizo emerger del sueño, para notar que la erección volvía a ser tan incontenible como la mañana del sábado. Hizo lo que no había hecho a lo largo de los últimos veinte años, masturbarse.
Ahora se odiaba por ello. Se alzó del sillón giratorio y fue al baño privado para echarse agua en la cara. Se examinó en el espejo. De no ser por la expresión de marido burlado, conservaba gran parte de su atractivo; no tenía por qué recurrir a la masturbación, todos los días surgían oportunidades en la propia empresa, posibilidad a la que siempre se había negado, y también en los lugares de ocio que frecuentaba, posibilidad ésta que sí se había permitido algunas veces mientras permaneció casado con Leticia. ¿Por qué se había masturbado anoche, en vez de, simplemente, llamar a alguna amiga o, por qué no, a una profesional?
"Joder -pensó-, me duele el cuello, y si Paulino está en lo cierto, es que de nuevo me domina la tensión. ¿Por qué coño he permitido que volviera aquel recuerdo?"
-Otra vez tengo tortícolis -dijo al auricular con cierta sensación de desdoblamiento, porque no recordaba haber tomado la decisión de llamar.
-¿Sólo quieres masaje, nada más? -preguntó Marian.
-Sí.
-Tu casa está muy lejos. El sábado podía haber dado dos masajes en el tiempo que gasté en la ida y en la vuelta.
-Está bien. Te pagaré diez mil, más el taxi.
Abandonó la oficina para dirigirse apresuradamente al chalé.

Esperó anhelante la llegada del taxi. Como la noche se había cerrado ya, el taxista debía de tener mayores dificultades para encontrar la dirección, esa sería la razón del retraso. No, aún no marcaba el reloj la hora acordada. ¿Qué le pasaba, por qué esa impaciencia? Al fin y al cabo, se trataba de un simple prostituto, un ser despreciable dispuesto a venderse a cualquiera.
Mas, cuando vio detenerse el coche, salió con premura a pagar.
El rumano le sonrió muy afectuosamente, incluso con una alegría que Javier halló fuera de lugar.
Se repitió la escena del sábado sobre la alfombra del salón, aunque, como no entraba sol por la ventana, Marian le pidió que pusiera una lámpara de infrarrojos cerca de la toalla. Cuando, aliviado el dolor del cuello, llegó la ereción, Javier no hizo ningún esfuerzo y permitió que el orgasmo se produjera. Tras ello, Marian se alzó sonriente, contemplándole desde arriba.
-¿Qué son esos bultos que tiene tu... órgano?
-¿Esto? -preguntó Marian mientras señalaba las dos protuberancias-. Muchos rumanos lo hacen también.
-¿Hacer qué?
-Es una operación muy sencilla. Nos metemos bolitas de vidrio, para que las mujeres gocen más.
Javier cerró los ojos, escandalizado. Ahora se sentía sucio, culpable. Se puso de pie, anudándose la toalla a la cintura. Sacó tres billetes de cinco mil de la cartera y fue a entregárselos.
-¿Tienes prisa porque me vaya?
Javier detuvo el gesto, asombrado. En realidad, no tenía prisa.
-¿No es tarde para ti?
-Es demasiado tarde para salir a buscar un taxi.
-Lo llamaré por teléfono.
-¿Te importaría...
-¿Qué?
-¿Puedo dormir aquí?
Durante un instante, pasó un ciclón de recelo, temores y desconfianzas por la imaginación de Javier. Por otro lado, notaba que el hecho de que hubiera alguien en la casa le relajaba. ¿Qué podía perder?
-¿Tendré que pagarte más?
-Si tú...
-¿Qué?
-No. No tendrías que pagarme más. Incluso puedes ahorrarte el dinero del taxi si por la mañana me llevas con tu coche hasta una estación de metro, cuando vayas a tu oficina.
-¿Has cenado?
-¿Quiere eso decir que puedo quedarme?
-Sí.
Marian sonrió de un modo que extrañó a Javier.
Calentó en el microondas la comida que la asistenta le había dejado precocinada; preparó una ensalada y, cuando iba a aliñarla, Marian detuvo su mano.
-Deja que lo haga yo.
El rumano cogió varios frascos del estante de las especias, mezcló distintas dosis de cada uno, añadió aceite y zumo de limón, rociando a continuación las hortalizas. Cuando Javier se llevó un trozo de lechuga a la boca, le pareció que algo mágico cosquilleaba su paladar.
-Está deliciosa.
Marián volvió a sonreir del mismo modo indescifrable.
En el momento de acostarse, Marian rehusó hacerlo en el dormitorio que Javier le ofreció.
-Deja que duerma contigo, por favor.
Resultaba desasosegante encontrarse con otra persona en la habitación, como si Leticia hubiera dejado instalada una cámara de vídeo para vigilarle. Y, mucho más extraño, que esa persona fuese un hombre. Viéndolo desnudarse, de nuevo pensó en la elegante levedad de un danzarín.
-¿Has sido bailarín?
-Algo parecido. ¿Te apetece hacer el amor?
-En este momento, no.
-Mejor. Tengo sueño. Vamos a dormir, anda -dijo Marian palmeando la sábana en el lugar que Javier debía ocupar.
En cuanto Javier obedeció, Marian se enroscó a su cuerpo como si fuera un niño en busca de protección. Se quedó dormido al instante.
A Javier le costó dormir por la falta de costumbre de sentir otro cuerpo abrazado al suyo, ya que a los dos meses de abandono de Leticia había que sumar los remilgos que su mujer había mantenido los últimos años; sin embargo, se sentía relajado a pesar del estado de estupor. Estupor que se debía no tanto a lo que le estaba pasando, sino al sorprendente hecho de no sentir remordimientos. Despertó en algún momento, pero prefirió creer que era un sueño; estaban haciendo el amor y la gloria que recorrió sólo podía recorrerse en los sueños. Una vez que despertó de veras, con el sol entrando a raudales por la ventana, Marian no estaba en la cama.
"Ya está -se dijo-. Quiso quedarse para robar lo que pudiera. Bueno, qué más da. Sea lo que sea lo que se ha llevado, será poco en relación con lo que he sentido esta noche. No tiene importancia".
Mientras se duchaba, escuchó lo que parecía una voz que le llamaba desde abajo. Creyó que tenía alucinaciones, porque había sentido por un momento que no habían pasado dos meses desde la huída de Leticia y que, como siempre que se duchaba, sonaban las voces de los niños en el jardín. Mas, en el momento de secarse tras cesar el ruído del agua, volvió a oír la llamada.
-¡Javier! El desayuno está preparado.
Sintió un salto del corazón. Marian no se había ido. Bajó presuroso, para encontrar una mesa preparada con el desayuno mejor dispuesto que jamás hubiera visto en el ofice de su casa.
Hizo el trayecto de vuelta al centro de Madrid canturreando. Llegados a la estación de metro que Marian le había indicado, éste le preguntó:
-¿Volveré a verte?
-Yo... creo que sí.
La necesidad retornó esa misma tarde. Habían surgido pegas con los contratos que tenía que hacer firmar a los brasileños porque los abogados de la otra parte trataban de anudar más de lo cuenta, de modo que la tensión volvió a acumulársele en los deltoides. De nuevo la tortícolis. A última hora, marcó el número de la pensión de Marian.
-El rumano ya no vive aquí -dijo de modo agrio la hospedera.
Colgó el teléfono en estado de incomprensión alucinada.
Toda la semana trascurrió con el mismo desdoblamiento; por un lado, el ejecutivo firme y agresivo que iniciaba el desarrollo internacional de su empresa para conquistar la más importante de sus metas; por el otro, el muchacho de dieciocho años al que habían dejado anhelante de más caricias en el vestuario de una cancha de tenis. ¿A qué podía deberse la desaparición de Marian? Curiosamente, lo que sentía no era deseo de sexo, sino añoranza del efecto que la presencia del rumano en su casa había causado a su ánimo.
El sábado, amaneció con la tortícolis agravada. Todavía extrañado por el desvanecimiento de Marian, inicó en el periódico la búsqueda de otro masajista. Ninguno le inspiraba confianza; en realidad, la nostalgia le impedia decidirse. Se preguntaba qué hacer, cuando sonó el teléfono:
-¿Javier?
Un galope del corazón. Era la voz de Marian.
-Te llamé el martes y te habías marchado. ¿Qué has hecho todos estos días?
-Estoy en la cárcel.
Javier calló durante un largo minuto.
-¿Javier, estás ahí?
-Sí.
-Yo no he hecho nada, Javier. Es un error. Necesito que vengas a verme mañana.
-Creo... eso es imposible, Marian,
-¡Por favor!
-Me lo pensaré.
-Dime tu nombre completo y el número de carné, para que pueda dárselo al funcionario. Mi nombre verdadero es Viorel Mirika, no preguntes por Marian.
Javier le dictó los datos que le había pedido.
-Voy a estar muy nervioso hasta que vengas mañana -comentó Marian-. Esto es muy malo, malo.
-No puedo prometerte que vaya. Yo... ¡esto me parece tan raro!

Le costó tres horas localizar a su abogado. Le explicó el caso eludiendo entrar en detalles, aunque tenía consciencia de que el magistrado podía sacar las conclusiones correctas.
-Veo difícil poder averiguarlo hoy, Javi, pero lo voy a intentar.
Le llamó a las cuatro y media de la tarde.
-Está acusado de robo, Javi. Es un pájaro de cuidado. Dos amigos suyos se ligaron a un... a un viejo mariquita en la Puerta del Sol; mientras, este Viorel y otro les vigilaban, porque los cuatro estaban compinchados. Viorel y el otro amigo siguieron al viejo y los otros dos en un taxi. El resto, te lo puedes imaginar. Irrumpieron en el piso, amarraron al pobre hombre y lo desvalijaron. Ya sabes, televisor, equipo de música, objetos de decoración, talonarios de cheque, tarjetas de crédito y dinero. Total, unos dos millones de peseta. Le va a caer una buena.
-¿Cuándo ocurrió todo eso?
-Lo detuvieron el martes por la mañana.
-Pero ¿cuándo fue el robo?
-La noche del lunes.
Javier oyó el dato con alegría.
-No puede ser, esa noche...
-¿Qué tratas de decir?
-Esa noche la pasó en mi casa. Él no participó en ese robo.
-Escucha, Javi, no te metas en complicaciones. Tendrías que ir a declarar a favor de un delincuente que, además, es un inmigrante ilegal.
-¿Es indispensable? ¿No hay otro medio de sacarlo de allí?
-Supongo que lo dejarían libre pagando una fiaza, pero eso no le libraría del juicio.
-¿Cuándo se puede resolver?
-Habrá que esperar al lunes, Javi. Estamos en pleno fin de semana.
-Ocúpate de ello y me avisas el lunes a la oficina.
El domingo, a mediodía, la impaciencia ineludible le obligó a guardar turno en una cola compuesta por familiares de presos, gente que en su mayoría tenía aspecto marginal y que miraban con extrañeza su camisa de seda natural de Armani, el pantalón de Calvin Klein, los zapatos de Lotus y el Rolex de oro. A través del cristal de la cabina, vio acercarse a Marian con la cabeza gacha, pero con una alegría inmensa en los ojos.
-Yo no he hecho nada, Javier. Es un error.
-Ya lo sé. ¿Por qué te relaciona la policía con ellos, Marian, por qué tienes esa clase de amigos?
-Soy rumano. Mis amigos son rumanos, que no imaginas lo mal que lo están pasando; tienen que comer. Ninguno es gente mala, pero de algo tienen que comer.
-¿Robando?
-Cada uno hace lo que puede. A mí no me gusta robar.
-¿Por qué viniste a España?
-Por lo que vienen todos mis paisanos, a buscar trabajo.
-¿Y tu familia?
-No tengo.
-¿Cómo es eso?
-Mi madre murió cuando yo tenía diez años. Mi padre está casado con otra y yo no le intereso. Nunca le interesé.
-¿Cómo has vivido?
-¿Recuerdas lo a gusto que estaba el lunes abrazado a ti en la cama? Me sentía como si estuviera con mi padre; Javier, túeras mi padre el lunes. A los once años, cuando llevaba un año entero durmiendo en las calles de Bucarest, me recogió un hombre, un bailarín muy famoso de mi país, que fue mi padre desde entonces. Él cuidó de mí hasta los veinte años, aunque no consiguió que fuese bailarín como él, porque yo no valgo para eso; él fue quien quiso que me pusiera las bolitas de vidrio en el pene, porque... él... bueno, me da vergüenza. Murió hace cuatro años, Javier, y desde entonces todo me salió mal. Llevo cuatro años dando saltos de un lado a otro, hablo alemán, francés, inglés, turco, griego, italiano y portugués y ¿crees que me sirve para algo? Pura mierda. Todo es una mierda. Ya sabes cómo tengo que ganarme la vida.
-¿De verdad hablas todos esos idiomas?
-Sí.
-¿Igual de bien que hablas el español?
-Sí
-¿Qué harías si consigo sacarte de aquí?
-Tengo que encontrar trabajo. Lo del anuncio del periódico es una porquería, me cuesta más de lo que gano con una o dos llamadas que me hacen a la semana. Necesito un contrato para ver si me dan el permiso. ¿Tú...?; perdona, no quiero molestarte. Bastante te he molestado ya.
-Termina lo que ibas a preguntar.
-Tu jardín no está bien cuidado. Contrátame aunque no me pagues nada, sólo por la comida y la cama; te llevarías una sorpresa con lo que puedo hacer en tu jardín.
La expansión internacional de la empresa de Javier se había acelerado durante los dos últimos años. Sorprendentemente, entre las diferentes iniciativas inversoras, el negocio que mejor estaba funcionando, el que se había convertido en la punta de lanza de la financiera y en su mejor baza, era el de paisajismo y jardinería.
-Le llama don Viorel por la línea dos -le dijo la secretaria.
Pulsó la tecla.
-¿Marian?
-¿Dónde estuviste ayer toda la tarde? No conseguí hablar contigo en ninguna de las cuatro llamadas que hice.
Javier sonrió. No había manera de que Marian desistiera de los celos.
-Tuve dos reuniones fuera de la oficina. ¿Cómo va eso?
-Terminando. Tres días más, y estará listo el jardín del hotel de Estambul. Pero queda el otro hotel, el de Esmirna.
-Diles que esperen un poco y vente un par de días a Madrid.
-¿Estás seguro, Javi?
-De lo único que estoy seguro es de que tres semanas sin verte es suficiente. Yo no puedo viajar a Turquía en estos momentos, así que vente el fin de semana, por lo menos.
-Llegaré el viernes. Espérame en el aeropuerto.

domingo, 4 de agosto de 2019

DOS POLICÍAS VENEZOLANOS

DOS POLICÍAS VENEZOLANOS
Leo no se sentía bien en Caracas; la empresa le había exigido residir ese año en el extranjero “como un sacrificio por nuestro futuro en Hispanoamérica”… y sí que constituía un sacrifico.
Eran excesivas las incomodidades. Resultaban difíciles de conseguir hasta los artículos de consumo más comunes, ni siquiera había papas en los supermercados, todos hablaban de antaño como del paraíso (aunque Leo había leído que también se daban entonces dramáticas desigualdades y mucha corrupción), se sentía en peligro en casi toda la ciudad, y todos se mostraban empeñados en parecer hostiles y maleducados con quien tuviera acento foráneo. Había perdido la cuenta del tiempo que llevaba sin desahogarse sexualmente, porque nadie le apetecía. No había sentido aún esa especie de descarga eléctrica que ocurre cuando, al estar frente a frente, uno sabe que lo desea. Y, además, había notado cuánto alardeaban de tamaños increíbles; desconfiaba de la petulancia y en el caso de que las descripciones de superdotaciones fueran ciertas, no estaba seguro de que pudieran atraerle.
Él no padecía el desabastecimiento, porque la empresa le proporcionaba cuanto necesitaba, trayéndolo de Colombia principalmente, y muchas especialidades de España. Le habían descrito la inmensidad de la riqueza que llegaba al país en el pasado, en especial inmediatamente después de la crisis del petróleo de 1973, pero todo había sido dilapidado y seguían dilapidando. La peligrosidad la prevenía su empresa contratando un acompañante cuando Leo quería salir de noche, tuviera lo que tuviera que hacer, y por tan incómoda compañía eludía los sitios demasiado caracterizados que pudieran delatarlo, aunque tales acompañantes solían sobarse los genitales con frecuencia y descaro, haciendo notar volúmenes aterradores por inconcebibles. En cuanto a los complejos “nacionalistas” de la gente corriente, nada que no fuera buena educación podía contrarrestarlos. La mayoría de las pieles eran cetrinas, lo que constituía una barrera psicológica. Permanecía en forzada e indeseada castidad, pero añoraba derretirse en un orgasmo.
No acababa de decidir si alguien le gustaba. Los hombres siempre eran jactanciosos de superdotación y según los estudios de mercado, demasiado acomplejadamente machistas; incluyendo a los jóvenes. Por lo visto un poco de soslayo en los vestuarios del gimnasio, ninguno presentaba bajo la cintura señales de haber tomado sol en la playa, por lo que supuso que o bien nadaban desnudos, o su piel era naturalmente demasiado tostada para que se notaran esas señales. En tales momentos, ellos parecían estimularse voluntariamente para exhibir penes monstruosos. La mayoría de los que coincidían en la gran ducha colectiva al mismo tiempo que él, empujaban las caderas hacia adelante para resaltar sus volúmenes, que sí eran bastante rollizos por término medio, comparados con la generalidad de lo que había visto en otros países; le producía inquietud imaginarlos erectos. Era imposible no fijarse, no sólo por los tamaños, notables siempre, sino porque ellos se mostraban presuntuosos aunque ninguno podía ser considerado excepcional dada la dotación común.
A Leo no le bastaba el tamaño o la sensualidad de ningún atributo, le atraía el conjunto y tendía a fijarse en las personalidades y actitudes más de lo necesario cuando se busca sólo placer. Mas la frecuente exposición de falos en el gimnasio era un mercado de flores, con una competencia impresionante de capullos, exposición de la que era difícil sustraerse por el descaro exhibicionista colectivo. Resultaba perturbador para Leo observar algunas veces que dos de ellos, que habían alcanzado erección con el manoseo bajo la ducha, se iban retirando disimuladamente hacia los ángulos más discretos, de donde salían al poco con el mismo disimulo, pero con los penes medio erectos todavía y goteando. Nadie se recataba ni demostraba temer que pudieran pensar prejuiciosamente. Les daba lo mismo; a Leo le habían comentado en ocasiones varios venezolanos de la empresa que los penes no tienen ojos y hay que darles gusto. El gimnasio era caro para los niveles económicos locales, por lo que todos debían de ser de clases acomodadas. Aunque era obvio el deseo de ser admirados, Leo temía que si miraba contemplando descaradamente sus órganos, podía encontrarse con problemas, ante un reproche a gritos de alguien que fingiera sentirse ofendido o se ofendiera de verdad. Nunca permitió que sus ojos se soldaran a tales atributos, por lo que las miradas esquinadas no le pudieron confirmar si las exageradas dimensiones eran naturales y no solamente producto de tan reiterados, deliberados y lúbricos tocamientos durante el enjabonado. Usualmente, la mayoría de ellos se enjabonaban muy lentamente la entrepierna y el culo. Aparentaban naturalidad e indiferencia, pero Leo notaba que había verdadero recreo erótico exhibicionista en los tocamientos.
Con remordimiento, reconocía que no le gustaba el país y nunca podría mencionarlo con agrado cuando volviera a España.
Cuando se veía obligado a realizar viajes en coche, tropezaba casi siempre con una de las muchas salvedades de Venezuela: encontraba puntos de control como si fueran de frontera, pero en cualquier lugar, sin que pudiera vislumbrarse la proximidad de cualquier línea divisoria territorial. A esos puestos de control los llamaba alcabalas, un nombre muy antiguo castellano.
Fue mandado parar en una alcabala un día que viajaba con prisas hacia Puerto La Cruz. Conducía un coche algo ostentoso para la situación del país, un Malibú deportivo de Chevrolet. El que le hizo la señal de que parara era un joven de no más de veintisiete años; le indicó que saliera del coche.
La empresa y los compañeros que antes habían tenido el mismo destino provisional que ahora Leo tenía, le habían advertido contra el trato de los policías. Asombrosamente, aseguraban que muchos de los agentes eran analfabetos funcionales y les pagaban tan mal, que ellos aprovechaban todas las ocasiones de ser “untados”. En una oportunidad, conduciendo por Caracas, paró ante un semáforo en rojo, pero al frenar quedó unos centímetros por encima de la línea que marcaba el paso de peatones. Se le acercó un policía y en vez de saludar ni pedirle aún los documentos, dijo:
-Ciudadano, ha cometido usted la infracción de parar sobre la línea continua de paso. ¿Es consciente usted de que puedo detenerlo y podría pasarse hasta setenta y dos horas en el puesto policial?
La empresa le había dicho lo que tenía que hacer en esos casos, pero él era español, donde había que tomarse a los policías en serio. Debía preparar los documentos, metiendo entre ellos un billete de cincuenta bolívares, y así lo hizo. Con el corazón alborotado por el miedo y mano temblorosa, entregó los documentos cuando el policía se los pidió. Este sonrió al encontrar el billete, asintió y le permitió continuar sin más, pero Leo tardó horas en recuperar el pulso.
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Ahora, mientras bajaba del coche en la alcabala, se preguntaba cómo realizar disimuladamente un soborno semejante, de pie y a la vista de los demás policías, situados a escasa distancia..
En vez del gesto adusto que esperaba, se encontró con una sonrisa luminosa, espléndida, con una dentadura aceptable. Antes de hablarle, el joven uniformado se ajustó, despacio, los genitales en el pantalón, recreándose en su volumen desmesurado y llamativo, y palpándose con clara intención de que lo observase. El español no hallaba lógico que se marcara tan prominentemente el bulto en el pantalón de lo que debía ser un anodino uniforme, pero lo que sobaba el joven aparecía con precisión propia de la desnudez, marcándose bien el glande y hasta las venas. Desvió la mirada para evitar que sospechasen de su interés, pero descubrió que los demás policías presentes, de diferentes edades, estaban sobándose igualmente la entrepierna con sonrisas muy libidinosas y los ojos fijos en él. No les gustaban los calzoncillos, pues un par de ellos tenían algún botón de la bragueta desabrochado, por donde se podían apreciar partes de las pelambreras aunque les mirase de pasada. Todos exhibían orgullosamente lo que a Leo le pareció erecciones gigantescas, y se restregaban con expresiones incitadoras y lametones de labios. Asombrado, notó que uno presentaba una mancha circular de humedad muy reciente bajo el abultamiento del glande. Leo evocó una película fetichista pornogay vista en Nueva York.
¿Sería posible que esos policías estuvieran sugiriéndose, como parecía? Olía a semen, como si hubiesen estado masturbándose antes de que él llegara.
El que lo había detenido le preguntó, encendiendo aún más su sonrisa:
-¿A dónde se dirige?
-A Puerto La Cruz.
-¿Sí? ¡Ojalá pudiera yo acompañarle, para nadar por Playa Colorada o por ahí! Le prometo que usted iba a pasárselo de maravilla –mientras hablaba, volvió a sobarse el pene, estirándolo hacia abajo-.Tenga usted cuidado con las picudas, y conduzca con cuidado. Que se lo pase usted muy bien.
Nada más. Leo se sintió anonadado; su alerta había dado paso al agradecimiento por la simpatía del joven, adobado todo con la sorprendente exhibición fálica. Decidió tratar de comprender el porqué de la amabilidad del joven, tan poco frecuente.
-¿Es de por aquí, agente?
-¿Yo? No, soy de Barquisimeto. Estoy destinado aquí provisionalmente pero he solicitado que me manden a Caracas, porque mi esposa vive en La Guaira.
Agradado por el trato, Leo tuvo la ocurrencia de decir:
-Aquí tiene mi tarjeta. Si le destinan a Caracas antes de ocho meses, que es el tiempo que me queda de estar en Venezuela, llámeme para invitarle a comer… o algo.
Notó que el policía sonreía con satisfacción mientras se guardaba la tarjeta cuidadosamente en la cartera.
Pasados cinco meses desde el viaje a Puerto La Cruz, le llamó uno diciendo que era Mario. No tenía ni idea de quién se trataba.
-Soy el policía de aquella alcabala, ¿se acuerda?
Recordó en seguida.
-¿Quiere usted que lo invite…?
-La pinga, pana. No me hables de usted. Tenemos casi la misma edad, ¿no?
Leo apretó los labios. No le gustaba que se tomaran tales licencias sin él autorizarlas previamente. Decidió ignorar el tuteo:
-¿Necesita mi ayuda para algo?
-Pues sí. Verás… hoy tengo guardia hasta medianoche, y ya no conseguiré transporte para La Guaira... ¿No podría dormir en tu casa?
El piso que la empresa le había proporcionado era grande, pero la mayor parte estaba dedicada a un amplio salón, para celebrar cócteles en honor de los clientes que gestionaba. Había varios sofás muy amplios, pero se traba de un dúplex. Aunque el policía se hubiera comportado tan amigablemente, no podía fiarse de su honradez dejándolo solo abajo. En el piso superior, sólo un despacho y su cuarto suite. Aunque se tratara de una cama anchísima, sólo tenía una.
-Temo… -Leo dudó-, que sólo hay una cama en mi casa. No sé...
-Bueno, si a ti no te importa, yo puedo dormir en tu cama también; imagina, soy policía acostumbrado a cuarteles increíbles, nada me estorba.
Leo no supo qué responder. Recordó el volumen insólito de los genitales de ese joven policía. Su mente se llenó de sombras y luces, esperanzas y decepciones. Vivía en un incómodo armario; la incultura bruta de su padre y la mojigata estupidez de su madre lo habían condicionado desde la niñez a tales extremos, que a sus treinta y dos años podía considerarse virgen. No estaba cómodo en el armario, sentía angustia permanente, el miedo era una constante en su vida, la tortura infantil lo había incapacitado para el placer y estaba obligado a tratar de resolverlo antes de que se le “pasara el arroz”, pero creía que el éxito profesional que disfrutaba lo perdería si alguien en la empresa descubría su tendencia sexual. Recibir en su cama a un huésped en calzoncillo, con aquella “posesión” casi descubierta, le produciría angustia. ¿No podrían delatarle las miradas que se le escaparan?
Decidió dejar las cosas ocurrir. Le dijo a Mario que esperaría a que llegase, sin más que interesarse por si debía prever comida.
-No te preocupes. Habré cenado de sobra en el retén.
A la medianoche, se dio cuenta de que estaba muy cansado por haber tenido un día agitado, pero Mario tardaría todavía en llegar. A la una de la mañana, aún esperaba, ya a punto de caer dormido en el sofá.
El timbre sonó a la una cuarenta y cinco. Dio un salto, porque estaba dando una cabezada. Al abrir la puerta, se encontró con que Mario no llegaba solo. Eran dos los policías, de rostros extrañamente semejantes. Adiós a sus sueños, que ni siquiera se había atrevido a definírselos mentalmente. No le asombró el parecido, pues siendo como eran los venezolanos mayoritariamente mestizos, solía tener dificultades para diferenciar las caras. A lo mejor esos dos no eran tan parecidos.
-Perdona Leo. He tenido que traer a mi hermano, que tiene el mismo problema, porque también vive en La Guaira...
Si había decidido no ceder toda la planta inferior a uno solo, menos se la iba a ceder a los dos. Estaba a punto de enojarse, lo que tal vez fue evitado por el cansancio que sentía.
-No te hagas problemas por nosotros –prosiguió Mario-. Somos gemelos y estamos acostumbrados a dormir casi uno encima del otro desde niños. Podemos acomodarnos los dos en el espacio que hayas previsto cederme en tu cama.
Los precedió hasta arriba. Al entrar en el cuarto, Mario silbó.
-¡La pinga! Esto no es una cama… es un piscina olímpica.
Leo sonrió sin mucho entusiasmo.
-¿Podemos ducharnos?
Bastó un leve asentimiento para que los dos se despojaran del uniforme de inmediato, en el mismo instante, delante de él.
-La tela de los uniformes es infernal –dijo el hermano de Mario, llamado Rodrigo, estirándose de modo ostentoso el pene medio erecto -. Cuando sudas, se vuelve de cartón piedra. Qué placer estar en bolas. Gracias, pavo, eres más que… maravilloso, más de lo que me dijo mi hermano.
Leo no quería mirar, pero no podía evitarlo, porque ninguno se recataba. Los genitales de Mario eran más voluminosos de lo que parecían bajo el uniforme, al menos un cincuenta por ciento mayores que los suyos, calculó Leo. El de su hermano, bastante más.
La parte de indio del mestizaje venezolano les hacía casi lampiños. Los dos policías tan parecidos, tenían sólo un poco de vello en el pecho, los antebrazos y las piernas. Nunca había visto Leo en la playa a un venezolano cuyos músculos se definieran con claridad; suponía que también por la herencia india. Los hermanos Mario y Rodrigo eran grandes sin ser gordos, un poco más altos que él y hombros adecuados a su tamaño, pero los muslos eran extraordinariamente robustos. Parecían orgullosos de exhibirse, tanto que Leo notó que adelantaban las caderas y movían la cintura, para balancear los pesados badajos. Como si siguieran mentalmente el ritmo de una música de salsa, bailaron y evolucionaron retardaron la exposición unos minutos todavía cerca de la cama sin objeto aparente, y no se dieron prisa por entrar contoneándose en el baño, adonde fueron juntos.
Dejaron la puerta abierta y en cuanto comenzó a sonar el agua, empezaron a reír de modo escandaloso y sin parar. Leo tenía tanto sueño, que al recostarse para esperarlos, se quedó dormido.
Despertó sobresaltado. Uno al lado del otro, de pie, completamente desnudos y goteando todavía, Mario le sacudía el hombro. Notó que Rodrigo se sobaba el pene ya erecto y monumental.
-Oye, pana, gracias –dijo Mario-. No quería molestarte. Duérmete tranquilo, que tienes dos guardaespaldas. Nos vamos a acostar y es posible que nos despertemos antes que tú, porque tenemos servicio a las siete de la mañana.
Leo notó más que vio que se metían en la cama por el otro lado. Volvió a dormirse.
Más tarde, sintió con un nuevo sobresalto un crujido y un leve traqueteo. Casi en duermevela, estuvo a punto de maldecir porque aunque no recordaba el sueño, sabía que era muy agradable. En el primer momento se preguntó si habría un temblor de tierra, cosa nada infrecuente, pero ladeó la cabeza hacia los hermanos y creyó por un instante que soñaba todavía. Mario estaba sentado encima de su hermano, este acomodado contra el cabecero; se movían al unísono, pero con cauteloso cuidado. Leo comprendió que Rodrigo penetraba a su gemelo, cuya expresión era de éxtasis aun visto de perfil.
Como si hubiera presentido que Leo despertaba, aunque no miró su cara, Rodrigo le tocó el hombro.
-¿Quieres tú también? –preguntó.
Impresionado, Leo había enmudecido.
-No, Rodrigo; deja que se la meta yo primero–dijo Mario-, que tu pinga no podrá aguantarla al principio. Ven Leo, ¿no quieres mi amor?
Leo negó con la cabeza, aunque no con demasiada energía.
-Por lo menos, ven a que te devuelva el favor. Ponte aquí.
Señaló el espacio entre sus piernas.
Como un autómata, Leo se dispuso a obedecer. Todo el tiempo que llevaba en Venezuela había evitado las tentaciones y no recurrió jamás a los servicios de un escort; se consideraba demasiado joven y lo suficientemente atractivo como para no necesitarlo.
Le habían hablado de la sensualidad desinhibida de los venezolanos, característica que ya había confirmado con estupor. En un par de ocasiones, estando en locales públicos, contempló con ternura los achuchones y besos de una pareja hetero joven; en los dos casos, notó que los hombres le hacían señas disimuladas a espaldas de ellas. Las dos veces, necesitó ir al urinario, y en ambas se encontró con que el hombre en cuestión entraba en seguida tras él; en las dos ocasiones se colocaron en el orinal contiguo, exhibiendo con descaro sus miembros endurecidos, pero nunca llegó Leo a observar más que de reojo. Aunque los dos le miraron clara e incitadoramente, ninguno habló, pero en ambas ocasiones quedó claro que querían seducirlo, esperando que él tomara la iniciativa, cosa que nunca sucedió.
Por consiguiente, todavía no había probado la pregonada sensualidad, cosa que tampoco creía que llegase a desear. Ahora, Mario acompañó la indicación con un tirón de su brazo derecho, forzándolo a situarse en el lugar indicado.
En seguida, el policía engulló su pene, pillando a Leo por sorpresa aunque debía haberlo visto venir. Rodrigo adelantó las manos entre los costados de su hermano, y acarició el pecho y el vientre de Leo con gran conocimiento.
Leo sintió la erección de su abstinencia de varios meses como si fuese un efecto desconocido. Se trataba de la erección más poderosa que recordaba de los años recientes, como si hubiera vuelto a la adolescencia. La sabiduría de Mario no podía haberla previsto; jamás habría esperado que esa boca y esa lengua fuesen tan placenteras. Y tampoco la experiencia de Rodrigo. Como si hubiera estudiado anatomía de manera rigurosa, pulsaba todos los resortes de su pecho y hombros que él conocía, y muchos que no conocía.
Visto desde arriba, el miembro dc Mario parecía a punto de reventar; no imaginaba que nadie que estuviera siendo penetrado por algo tan grande como el descomunal pene de Rodrigo pudiera mantener una erección tan vigorosa. Tenía que estar muy acostumbrado; probablemente, los gemelos llevaban haciéndolo desde la adolescencia o antes. No observaba en Mario el menor gesto de dolor o molestia por la voluminosa herramienta de su hermano, que era tremenda. Todo lo contrario; exclamaba expresiones de agradecimiento a Rodrigo, y la caricia que ahora Leo recibía de él era muy entusiasta, como si quisiera demostrarle innecesariamente su gratitud. Murmuraba sin parar:
-Dale, hermano… te adoro… me matas, me das la vida…
Rodrigo dijo en tono algo displicente:
-No podemos olvidarnos de Leo… que es lo mejor que nunca me has ofrecido, hermano.
¿Ofrecido? Leo no comprendió la frase.
-Ponte de pie y gírate –le pidió Mario.
Ahora sí que no tenía ni idea de lo que iba a pasar. Mario asió sus caderas y Leo comenzó a sentir algo húmedo que se agitaba junto a su ano. De momento, no comprendió; sólo después de varios minutos se dio cuenta de que se trataba de la lengua de Mario, porque sintió también la presión de sus labios y los bufidos de la nariz sobre su glúteo derecho. La lengua de Mario le estaba penetrando, produciéndole sensaciones imprevistas, jamás experimentadas. Por momentos, la lengua se endurecía como si fuera otra cosa, y avanzaba poco a poco. Leo lo había visto hacer en películas porno, pero creía que se trataba de eso, sólo de porno; que nadie haría eso en la vida real. La placentera invasión duraba mucho, cuando oyó a Rodrigo:
-Mario, ya lo tienes. Seguro que ahora entra.
Tenía que haberse convertido en un autómata, consideró Leo, porque Mario lo atrajo hacia sí, le hizo girar, lo obligó a ponerse en cuclillas y lo ensartó sin demasiada dificultad.
El dolor momentáneo pudo obligar a Leo a saltar, pero además de que Mario lo aferraba como si fuera un trofeo, Leo no deseaba huir. Notaba que Mario permanecía ensartado por su hermano, por lo que le pareció prodigioso el empuje que empleaba con él. Su experiencia de ser penetrado era muy escasa y no anticipaba poder gozar con ello, pero Mario, adivinando el dolor, le estaba masturbando de un modo apremiante, convulsivo, como si tuviera prisa, y de modo muy placentero.
Rodrigo volvió a intervenir:
-Ya… Déjamelo a mí, hermano. No creo que vaya a hacerle daño.
Manejado como si fuese un pelele, lo atravesaron en la cama. En seguida, Mario, de pie, le ofreció el pene obligándolo a forzar los labios. Al mismo tiempo, Rodrigo cayó sobre él y lo invadió de un solo golpe.
Ahora sí, el dolor fue extraordinario.
Sentía los tobillos de Rodrigo apretando sus caderas, por lo que dedujo que estaba en cuclillas sobre su cuerpo para facilitar la penetración. No podía rebullirse por la presión de ambos y de inmediato notó las manos acariciándolo. Debían de ser las de Rodrigo, que tanto conocimiento había evidenciado poco antes, porque le tocaba como si fuera un quiropráctico o un experto digitopuntor, palpando, acariciando y apretando puntos que le hacían olvidar el dolor y que, al contrario, le producían placer. Ese chico parecía haber ido a una escuela sexual; su sabiduría no era natural.
De modo insólito, cuando Leo cerraba los ojos veía luces de colores y llegó al convencimiento de que olía perfumes prodigiosos. Como si hubiera sido embrujado, Venezuela ya no era un lugar hostil sino amorosamente acogedor. ¿Qué le estaba pasando?
Los gemelos se comunicaban sin apenas hablar; debían de haber desarrollado un código de gestos y ademanes que les bastaba. Por sentirse cansado, Leo escupió el pene de Mario: Al instante, Rodrigo cesó.
-Pavo –dijo Rodrigo-, deja que te besemos. En este momento, eres la persona que más amamos en el mundo. Ven, ponte aquí.
Recostado de nuevo sobre el cabecero, Rodrigo señaló su pecho. Leo obedeció, pero con ganas de dormir. De inmediato, Mario se recostó también, pegado a él. Ambos hermanos condujeron sus manos para que Leo tomara simultáneamente sus penes, empezaron a gemir y a exclamar frases apasionadas, y se pusieron a besarlo al mismo tiempo. Entre los muchos descubrimientos de esa noche, Leo no había imaginado que tres personas se pudieran besar simultáneamente en los labios de esa manera tan apasionada, y sin parar de gemir.
Trató de calcular las medidas y las diferencias de cada órgano. Extrañamente, sentía mucha vergüenza y por ello no se atrevió a mover las manos para conseguir calcular longitudes y grosores.
Las exclamaciones de Mario y Rodrigo continuaron, medio balbuceadas a causa de los besos que no interrumpían, y sus impacientes movimientos de caderas y manos iban aumentando en intensidad y agitación, sin abandonar el beso en ningún momento. De manera inesperada, Leo sintió que sus manos se humedecían casi al unísono, a causa de unos generosos chorros que no cesaban.
Hubo una pausa de silencio y quietud, interrumpida por Mario que empezó a chupar y morder suavemente los pezoncillos de Leo, su cuello y orejas, mientras Rodrigo le masturbaba de un modo increíblemente sabio. Cruzaban entre sí apasionados y encendidos elogios a Leo, y gracias por “esta ocasión”.
Este despertó cuando ya era de día. Aunque no creía que fuese más de las siete, los dos hermanos se habían marchado. No recordaba nada más desde que experimentara el más arrebatador e intenso placer de su vida. Estaba derrengado, tenía que quedarse un rato en la cama, pero necesitaba ir a orinar. Al extender el brazo para ayudarse a incorporarse, tocó un papel apoyado sobre la almohada.
Con sorpresa, notó que era una nota:
“Eres maravilloso. Ni sueñes que no volvamos a vernos”
Ninguna firma. Sólo un corazón atravesado por una flecha, con tres gotas de sangre cayendo muy juntas.
Tras orinar, volvió a dormirse. Los hermosos paisajes venezolanos que había contemplado durante esos meses sin recrearse, surgieron en sus sueños convertidos en el país más hechicero del mundo. ¡Qué curioso!, se dijo a sí mismo en el sueño; de repente, amaba a Venezuela.
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