miércoles, 29 de febrero de 2012

La leyenda de Don Pelayo



Según la leyenda, Pelayo era un noble visigodo, hijo del duque Favila. Debido a las intrigas entre la nobleza visigoda, el rey Witiza conspiró para asesinar a su padre. Pelayo huyó a Asturias, donde tenía amigos o familia. Posteriormente, al sentirse inseguro en la Península, marchó como peregrino a Jerusalén. Allí permaneció hasta la muerte de Witiza y entronización de Rodrigo, del que era partidario. Con éste, ocupó el cargo de conde deespatarios o de la guardia del rey y como tal combatió en la batalla de Guadalete en abril o mayo del año 711. Tras la batalla se refugió en Toledo y, a la caída de la ciudad (714), mientras otros escapaban a Francia, él volvió a Asturias, supuestamente custodiando el tesoro del rey visigodo.

Las primeras incursiones árabes en el norte fueron las de Muza entre los años 712 y 714. Entró en Asturias por el puerto de Tarna, remontó el río Nalón y tomó Lucus Asturum (Santa María de Lugo de Llanera) y luego Gijón, donde dejó a cargo al gobernador Munuza. Las familias dominantes del resto de las ciudades asturianas capitularon y probablemente también la familia de Pelayo.
En 718 tuvo lugar una primera revuelta encabezada por Pelayo (al parecer porque Munuza se había casado por la fuerza con su hermana Adosinda), que fracasó. Pelayo fue detenido y enviado a Córdoba. Sin embargo, consiguió escapar y volver a Asturias, donde encabezó una segunda sublevación y se refugió en las montañas de Covadonga y Cangas, donde se mantenía la resistencia.

En 722 Munuza envió a un general, Al Qama, a someter a los sublevados. Al Qama se dirigió hacia Bres (Piloña), donde se encontraba Pelayo. Éste se dirigió huyendo hasta el monte Auseva, en el valle de Cangas y allí, en la Batalla de Covadonga, aniquiló al destacamento de Al Qama que venía de la península para ayudar a eliminar definitivamente la resistencia en las montañas.
Posteriormente a esta batalla, el gobernador militar al mando de la mitad norte de la península Ibérica, Munuza, que tenía como base Gigia (actual Gijón), intentó escapar de Asturias y alcanzar la seguridad de sus posiciones en la meseta, pero fue dado alcance y muerto junto con su séquito y sus tropas en un valle del centro de Asturias.

viernes, 24 de febrero de 2012

ADRIÁN Y ANTONIO

CUENTOS DEL AMOR VIRIL. LUIS MELERO


La ausencia era dolorosa.
El rastro de Kepa latía en todos los objetos del piso. En el sofá de cuero blanco donde había pasado horas y horas hablando por teléfono, en la silla donde se sentaba a comer, en la consola donde le aguardaban todavía cinco cartas del banco, en los cacharros de la cocina que tanto había usado para alardear de su talento culinario y, sobre todo, en la cama, en el lado derecho de la cama del que le había desplazado "porque aquí se ve mejor la televisión".
Cinco años. La relación más larga y más arrebatadora que registraban los cuarenta y seis años de edad que contaba Adrián.
Cinco años que habían representado la serenidad tras una juventud loca. Antes de conocer a Kepa, había jadeado en millares de camas, en la mayoría de las saunas y en casi todos los cuartos oscuros, donde su sexualidad impetuosa le permitía descargar las tensiones acumuladas en el estudio de televisión. Un día, descubrió a Kepa en un plano congelado del monitor de la cámara número tres, mientras grababa uno de los últimos capítulos del programa que le había llevado a la cresta de la ola; al principio lo miró igual que a todos los bailarines, con el ojo crítico de un realizador apremiado todos los días por la necesidad de superarse; terminada la grabación, sin embargo, aquel plano congelado continuaba en su memoria y tuvo que indagar, y luego recurrir a artimañas, hasta conseguir hablar a solas con Kepa, que entendió sin dificultad y sin aspavientos lo que Adrián deseaba, y sin pretenderlo y sin exigírselo, con él había llegado la estabilidad. Adrián abandonó la promiscuidad sin añorarla, porque la compulsión erótica del bilbaíno era tan vehemente como la suya y entre sus brazos encontró gas suficiente para alimentar el fuego sin necesidad de buscar a diario más combustible.
Y ahora, tras cinco años de éxtasis permanente, hacía dos semanas de su abandono. Kepa se lo explicó con naturalidad:
-Cumplo treinta y un años el mes que viene. Es hora de casarme y formar una familia. No se puede vivir esta locura para siempre.
-¿Casarte?
-Tengo novia desde antes de conocerte, Adrián. Nunca me he atrevido a decírtelo, sabía que te iba a sentar mal. Yo la quiero y ahora que he ahorrado lo suficiente, ya podemos casarnos. La boda es el catorce de junio. Me gustaría que vinieras a Bilbao.
Tenía grabado el diálogo en la memoria como si fuera un sketch del programa, como si debiera desmenuzarlo para ir indicando los planos a los cámaras. De haber estado dirigiendo a Kepa en el plató, le hubiera pedido que se mostrase menos tranquilo, más preocupado, en lugar de la indiferencia monocorde con que hablaba; le hubiera ordenado que su tono reflejase el sinsentido de hacer tal anuncio a quien había obligado dos veces a llegar al orgasmo la noche anterior.
Contemplaba la fotografía de Kepa con la misma mezcla de nostalgia y estupor de las últimas dos semanas, cuando sonó el teléfono.
-¿Adrián? -era la voz de Joaquín-. ¿Qué haces encerrado en tu piso un sábado a estas horas? Me estás cabreando. Siendo las doce y media de la noche, pensaba dejarte un recado en el contestador para invitarte a comer mañana, y resulta que te encuentro ahí. Seguro que estás solo y pensando en Kepa como una Penélope enlutada.
La impaciencia de su ayudante de realización había ido creciendo los últimos días, porque notaba su indiferencia y desinterés en el estudio de grabación. Le había bastado preguntarle dos veces por Kepa para descubrir en sus respuestas lo que pasaba.
-Mira, Adrián. Comprendo que te duela tanto. Si mi mujer me dejara así, de repente, sé que me pasaría lo mismo que a ti. Pero, hombre, tú eres mucho más experto y maduro que yo; me parece que deberías ponerle remedio a esta situación. Hay muchos comentarios en la emisora; todos preguntan qué te pasa. Si Kepa te ha abandonado, no puedes arruinar tu carrera por eso. Búscate otro, métete en orgías, contrata a un chapero, lo que sea. Pero no te jodas más, hombre. ¿Quieres venir mañana al chalet?
-¿Mañana?. Estarán tus suegros.
-Creo que sí, pero no son malas personas.
-No me apetece, Joaquín. Cenamos cualquier noche de la semana que viene.
-Como quieras. Pero hazme caso. Sal ahora mismo a echar un polvo, hombre, y no te jodas más.
Colgó el auricular dejando la mano encima. Joaquín tenía razón, debía reaccionar. Kepa no iba a volver, la invitación de boda llegada en el correo del viernes retrataba todos los tintes de la situación convencionalmente burguesa en la que se había dejado atrapar. El tono indiferente del diálogo tantas veces reproducido en su memoria, significaba que se sentía a gusto en tal proyecto de vida y que no iba a echarse atrás. Le convenía hacer caso de Joaquín, salir a correrse una juerga, como en los viejos tiempos.
Pero los cinco años de convivencia le habían deshabituado. Apenas conocía el funcionamiento de la vida nocturna actual y no le atraía la cita a ciegas que representaba contratar a un chulo de las páginas del periódico. Tenía que salir.
Puso el coche en marcha y condujo sin rumbo entre la animación primaveral de la noche sabatina madrileña. En todos los coches que se paraban a su lado en los semáforos había gente eufórica, acudiendo a su cita con la diversión del fin de semana sin preocupaciones, personas alegres que no compartían su sensación de vacío.
La calle Almirante era la solución. Sabía reconocer a los drogadictos y llevaba una caja de condones en la guantera, así que no había problema. Pararse junto a un chapero en la calle tenía la ventaja de que le vería la cara, observaría sus gestos y podría calibrarle sin haber realizado previamente un pacto telefónico.
-¿Paseando? -le preguntó el chico.
No era el moreno por el que había parado, a quien vio por el espejo retrovisor, medio encogido junto a un coche estacionado, mirándole de reojo con expresión de timidez. El que había acudido era portugués, un exuberante campesino rubio con aspecto de camionero y la desenvoltura de la experiencia.
-No -respondió Adrián, mientras ponía el freno de mano y abría la portezuela.
-Tudos os panaleiros sao iguais -dijo el portugués, viendo que Adrián se acercaba al muchacho moreno.
-¿Esperas a alguien? -le preguntó.
-No. Yo...
Parecía asustado.
-¿Quieres tomar algo?
-¿No será usted policía?
Adrián sonrió.
-No, qué va. Ven, no tengas miedo.
-Yo cobro.
-¿Quién lo duda?
-¿Cuánto me va a pagar usted?
Hablaba con prevención y con un acento que parecía valenciano. Muy joven, unos diecinueve años, sin embargo su figura hacía suponer que había trabajado muy duro. De cerca, resultaba extremadamente guapo, cosa que no era tan notable visto desde dentro del coche, probablemente a causa de su expresión de miedo o reserva; algo velludo para su edad, la barba ensombrecía un mentón firme y enjuto, enmarcando los labios magníficamente dibujados y que debían de sonreír muy bien, si es que alguna vez reunía ánimos para hacerlo; la nariz era el ideal de un cliente de cirujano plástico y los ojos, dos enormes luminarias negras rodeadas de pestañas abundantes y largas, como si fueran producto de la cosmética femenina; pocas veces había contemplado pómulos mejor esculpidos ni más fotogénicos. Adrián se encontró lamentando que no fuese un poco más alto que el metro setenta y cinco que debía medir, porque podía tener algún futuro en la televisión dada su prodigiosa fotogenia. Supuso que debía tener defectuosa la dentadura, puesto que apenas entreabría los labios tensados por el rictus defensivo.
-¿Cuánto quieres que te pague?
-Yo no voy con nadie por menos de... cinco mil.
-De acuerdo. ¿Cómo te llamas?
-Antonio.
Una vez dentro del coche, Antonio preguntó sin alzar el mentón del pecho:
-¿Podría comerme un bocadillo?
-¿Tienes hambre?
-Desde que salí... no he comido desde ayer.
Esta información le produjo a Adrián un estremecimiento.
-¿Hablas en serio?.
Antonio se encogió de hombros. Parecía embozar un sollozo. Mientras lo miraba de reojo, Adrián se dijo que con la ropa sucia que vestía no podía invitarle a comer en un Vips, no le permitirían entrar. Tampoco quería llevarlo al piso todavía. Antes, tenía que conocerlo un poco, al menos, y calcular si correría algún riesgo; por otro lado, temía que el recuerdo de Kepa le inhibiera. Aparcó a la puerta de una tienda china y le dio un billete de mil.
-Toma, Antonio, cómprate algo ahí.
-¿Cuánto puedo gastar?
-¿Qué? ¡Ah! Puedes gastarte las mil pesetas, si quieres.
Volvió cinco minutos más tarde, con tres sandwiches envasados y una lata de refresco de naranja.
-¿Quieres un bocadillo?
-No. Come tranquilo -respondió Adrián mientras emprendía la marcha.
Estaba convencido de que Antonio no consumía drogas, por lo que resultaba difícil entender su desaseo propio de toxicómano. Olía mal, aunque a un nivel soportable. Necesitaba urgentemente un baño , pero aún no encontraba el ánimo ni la confianza para llevarlo al piso.
-¿Quieres ir a una sauna?
-¿Eso qué es?
-Un sitio donde podrías... disculpa que te lo diga. Podrías tomar un baño.
-Ah, estupendo.
-Vamos en seguida, antes de que empieces a hacer la digestión.
En el vestuario, Adrián notó la vergüenza con que se desnudaba. Primero creyó que era por el hecho mismo de mostrarse desnudo, pero en seguida comprendió el motivo: los calcetines renegros estaban llenos de agujeros, lo mismo que los calzoncillos. Al aflojarse el pantalón sin correa, advirtió que era varias tallas mayor que su cintura, y que la cremallera estaba rota.
-Espérame aquí, Antonio. Siéntate en ese taburete y no te muevas ni hagas caso de quien trate de darte conversación. Volveré en un momento.
Se puso de nuevo el pantalón y la camisa y se dirigió a la recepción. El chico que atendía la taquilla debía de tener una talla muy parecida a la de Antonio.
-¿Tienes por casualidad una muda de ropa?
-¿Qué?
-Te la pagaría muy bien.
-Sólo tengo la ropa que me pondré para ir a mi casa.
-¿Cuánto te costó?
-Los pantalones, cinco mil. La camiseta, dos mil. Los zapatos...
-Los zapatos no los necesito. Te compro los calzoncillos, los calcetines, los pantalones y la camiseta por treinta mil.
-¿Treinta mil? -la expresión del joven demostraba los cálculos mentales que estaba haciendo-. Necesitaría que me traigan otra ropa. Tendría que llamar a mi pareja...
-Hazlo. Aquí tienes -dijo Adrián, exhibiendo los seis billetes de cinco mil.
-Bueno, vale -asintió sin poder contener su expresión de júbilo-. Tómala. Pero es sólo por hacerte un favor...
Adrián volvió al vestuario. Cubierto por la toalla y con la cabeza y los hombros hundidos, Antonio parecía aterrorizado bajo la mirada de los cuatro hombres que trataban de darle conversación.
-Toma. Tira toda tu ropa a la basura.
Los cuatro hombres se apartaron precipitadamente. Antonio se alzó y Adrián examinó con disimulo sus brazos, en busca de una señal que pudiera contradecir su convicción de que no se drogaba. No encontró ninguna y, tras constatarlo, su pensamiento quedó dispuesto para la contemplación. No se había preparado para el descubrimiento: el cuerpo de Antonio complementaba admirablemente el rostro, un cuerpo tallado por Fidias en el más idealizado de sus sueños creadores. La piel ligeramente morena no tenía ni una mancha; el vello, menos abundante de lo que había previsto, parecía dispuesto para resaltar el dibujo perfecto de los pectorales y los abdominales, así como el profundo y nítido canal de las caderas. Notó el rubor del muchacho y dejó de examinarle, sobre todo porque supuso que le alarmaría notar lo repentinamente que había aparecido su erección. Intuyó que tenía que contenerse y esperar a que estuviese preparado.
-Cierra la taquilla. Date un baño y córtate las uñas de los pies y las manos. Toma mi cortauñas. No hagas caso de los que se te acerquen. Te espero allí, ¿ves?, aquella puertecilla pequeña es la de la sauna.
Cuando Antonio abrió esa puerta quince minutos más tarde, sonreía, razón por la cual a Adrián le costó reconocerle. Se trataba de la sonrisa más atractiva que había visto en su vida, y los dientes eran perfectos. El baño le había quitado el miedo o cualquiera que fuese el sentimiento que le oprimía. Con el pelo mojado y las gotas que brillaban en sus hombros, se había convertido en modelo publicitario de un perfume de lujo.
-Hace mucho calor aquí.
-Tienes razón. Creo que no es conveniente para ti, media hora después de haber comido. Vamos a la sala de reposo. Quiero que me cuentes algo.
Ya sentados en el incómodo banco de madera, le preguntó:
-¿Cuál es exactamente tu situación? No consigo encajarte.
-No comprendo.
-Me has hablado como un chapero, pero no te comportas como tal. Tu aspecto es el de una persona con... bueno, sí, con clase, pero me dijiste hace un rato que no comías desde ayer.
-Yo... -volvía a bajar la mirada.
-¿Consumes drogas?
-Ya no.
-Pero has consumido.
-Unos porros en la...
-¿Dónde?
-Si te lo digo, ya no vas a querer nada conmigo.
-Inténtalo.
-Estaba en... prisión. Seis meses. Me soltaron ayer.
Adrián se mordió los labios. El recuerdo de Kepa y su estado de ánimo de antes de salir le habían reducido la capacidad de observación.
-¿Por qué no te fuiste con tus padres al quedar libre?
-No tengo.
-¿No tienes padres? ¿Desde cuando?
-Desde siempre. Me he pasado la vida en orfelinatos -los ojos de Antonio brillaban por el amago de llanto-. Como nadie quiso adoptarme, me escapé a los trece años. Trabajé cinco años en un barco de pesca, en Castellón, pero el año pasado mi patrón se arruinó. Me vine a Madrid en busca de trabajo y...
-Y te pusiste a robar.
-Sí. Bueno, no. Un colega me convenció para que fuera con él a robar a un chalet que según él estaba vacío, pero nos pillaron con las manos en la masa. ¿Cómo te llamas?
-Adrián.
-Te juro, Adrián, que eso es todo lo que pasó. He estado más de seis meses en la cárcel porque no había nadie que pagara la fianza. Me han soltado y ni siquiera tengo que ir a juicio ni nada por el estilo. Yo no hice nada. Lo pasé muy mal allí dentro... me pasó de todo. Un compañero, me dijo que podía buscarme la vida en ese sitio donde me has encontrado, pero he pasado más de veinticuatro horas sin atreverme.
Sorprendido de lo fácil y rápidamente que había cedido su propia reticencia, Adrián le propuso ir al piso. Cuando al abrir la puerta vio en la consola el retrato de Kepa, descubrió que no había pensado en él las últimas dos horas.

Con frecuencia, había alguien en la emisora que preguntaba lo mismo:
-Oye Adrián, ese amigo tuyo ¿no estaría interesado en hacer un pequeño papel en la serie que voy a empezar a grabar la semana que viene?
-¿Qué personaje interpretaría?
-El novio de la hija.
-Tendré que preguntárselo. No creo que quiera.
-Coño, Adrián, no lo protejas tanto. Nadie va a violarlo.
-No se trata de mí, Rafa; Antonio se niega siempre que le propongo una cosa así, de veras. Pero voy a intentarlo.
-Convéncelo, por favor. Tiene un físico espectacular. Con esa cara, lo haríamos famoso en tres o cuatro capítulos.
-Estoy de acuerdo, pero... él se emperra en su negativa.
-¿Pasa algo raro con él?
-No, de veras que no.
Adrián lanzó una mirada hacia el lugar donde Antonio le esperaba. Resplandecía. Todos los que pasaban a su lado, hombres y mujeres, no conseguían evitar contemplarle, algunos de soslayo y otros, descaradamente. A veces, le divertía el efecto que Antonio causaba entres quienes le miraban; cualquiera que pasaba cerca de él, aunque transitase absorto en los asuntos siempre urgentes de la televisión, acababa parándose en seco, a ver si efectivamente se trataba de un ser humano y no del más perfecto y realista de los maniquíes, realizado por un artesano que hubiera decidido aunar en una figura todas las idealizaciones de todos los escultores clásicos.
Lo sorprendente era que un dechado de belleza tan conmovedora estuviese complementado con tanta sensibilidad y una inteligencia tan viva. Antonio había sabido adaptarse en seguida a la vida que él le ofrecía y, con naturalidad pasmosa, se había acostumbrado en pocos meses a las claves de su círculo profesional y el de sus amigos más íntimos. Y lo más inesperado, se había ganado la confianza de todos en un plazo increíblemente corto.
Porque todo en él era verdad. Sus entusiasmos y sus agradecimientos, sus elogios y sus críticas, tan juicioso, que obligaba a los demás a olvidar su juventud.
Bendita fuera la hora en que se le ocurrió pasar por la calle Almirante.

Los exámenes del primer curso universitario los superó todos con una nota media aceptable, pero Antonio no estaba conforme.
Adrián merecía mejores resultados.
Abrumado por tal convicción, decidió sentarse un rato en un banco de la Plaza de España, a ver si reunía valor para presentarse ante Adrián con calificaciones tan mediocres.
-¿Eres de por aquí? -le preguntó un hombre en la treintena.
Antonio lo observó. Muy delgado y con gafas, resultaba difícil de encajar en la clase de hombres que compraban favores callejeros. Pero, a fin de cuentas, ¿no era así como había conocido a Adrián? Tampoco él tenía aspecto de pagador de prostitutos.
-No -respondió secamente.
El de las gafas no se desalentó.
-Pero eres español.
-Sí.
-En el primer momento, creí que podías ser griego.
-¿Qué quiere usted?
-No me hables de usted, hombre, que no soy ningún carca. ¿No te apetece tomar una copa?
-No.
-Joder, tu carácter no se corresponde con tu físico.
-¡Qué!
-Eres la cosa más hermosa que he visto nunca, pero eres un cardo. ¡Mierda!.
Mientras se alejaba, Antonio sonrió. Sólo con haber sido un poco más cordial con ese fulano, hubiera sentido que traicionaba a Adrián.
Le desagradaba que elogiasen tanto su físico y Adrián había sabido comprenderlo a tiempo; ya no le venía casi nunca con propuestas de trabajar en la televisión y no había vuelto a ensalzar una belleza que Antonio consideraba una pesada carga, porque impedía que la gente le tomase tan en serio como él creía merecer, puesto que, embobados y embobadas, tendían todos a calcular las posibilidades de llevárselo a la cama en vez de considerar el posible interés de su conversación. Por ahora, sólo algunos de los amigos más íntimos de Adrián le resultaban soportables, dado que le trataban como a una persona y no como un objeto de exposición.
¿Iba a enfadarse Adrián por las notas?
Por fin, se dijo que el asunto no tenía arreglo y decidió volver al piso. Sabedor de que iba a llegar con la papeleta de calificaciones, Adrián aguardaba, evidentemente comido por los nervios. Estaba sentado en el sofá del salón y se alzó como impulsado por un resorte. El ánimo de Antonio se volvió más sombrío.
-¿Qué tal?
-Regular.
Antonio notó eclipsarse el brillo de sus ojos por la veladura de la decepción. Extendió la papeleta con mano temblorosa y un escalofrío en la espalda. Los intantes que Adrián tardó en darle una ojeada parecieron siglos. Finalmente, exclamó mientras lo abrazaba con los ojos húmedos.
-¡Esto es maravilloso!
-¿Te parece suficiente?
-¿Suficiente? ¡Las has aprobado todas y tienes tres notables. Estaba convencido de que lo conseguirías. Vamos a celebrarlo.
Antonio se cambió de ropa con un extraño estado anímico. Le quedaban rastros del miedo a decepcionar a Adrián en medio del júbilo por su reacción.
En el restaurante, le dijo Adrián:
-Quieren que interpretes un papel en una serie.
-¿Otra vez con eso?
-Antes, tenía miedo de que la interpretación te distrajera de los estudios. Ahora veo que puedes compaginar las dos cosas.
-Pero no me interesa.
-¿Sabes cuánto van a pagarte?
-Aunque fueran mil millones. ¿Tú necesitas ese dinero? Porque, si lo necesitas, haré ese papel.
-No, hombre, ¿cómo voy a necesitar ese dinero? Lo digo por ti, por tu futuro.
-Mi futuro está a tu lado y en la universidad. Yo no necesito dinero ninguno.

Antonio se preguntó si debía llamar a Adrián a la emisora. Sólo en casos muy graves podía telefonearle, según sus órdenes, y sólo había tenido que hacerlo en dos ocasiones, ambas por llamadas urgentes de la madre en relación con la salud del padre. ¿Era el de ahora un caso suficientemente grave?.
Se recostó en el sofá y encendió la televisión. El programa en directo que dirigía Adrián no había terminado todavía. Como de costumbre, sintió el orgullo que le producía saber que cada uno de aquellos cambios de plano, cada uno de los movimientos de las personas y las cámaras, eran consecuencia de una orden de Adrián. La mano de Adrián era para él lo más omnipresente aunque nunca apareciera en pantalla.
Los cuatro años que llevaba a su lado eran lo mejor que había ocurrido en su vida. Él había sido la madre que le abandonó y el padre que desconocía; un padre-madre afectuoso, compresivo y generoso que predominaba sobre el amante que nunca le apremiaba; en realidad, era generalmente Antonio quien tenía que recordarle el sexo y, a veces, cuando Adrián estaba preocupado por los preparativos de un programa nuevo, casi forzarle. Antonio había escenificado en ocasiones verdaderas violaciones para liberarle de la preocupación y que se diera cuenta de que estaba a su lado. Amaba a Adrián sobre todas las cosas y ya no era capaz de imaginar la vida sin él. Él le había proporcionado objetivos, metas, y los medios para conseguirlos. Dentro de tres años, acabaría la carrera. Podía ser una persona que antes de conocer a Adrián ni siquiera era capaz de imaginar. Y ahora, resultaba que todo era imposible.
A Adrián no le gustaba que fumase. "Cuídate los dientes", le decía. Quería a toda costa que trabajase en la televisión, auque a él no le entusiasmaba la idea, porque había estado muchas veces en el plató observando a Adrián y le parecía que estar bajo sus órdenes, bajo la tensión densa de las luces y las cámaras, ocasionaría roces y malentendidos. El amor podía resentirse. Se negaba a arriesgarlo. Se incorporó en el sofá y cambió de postura; sentado, encendió un cigarrillo, apoyó los codos en las rodillas y se cubrió los ojos con las manos. Estaba llorando.
¿Por qué había tenido que ocurrir?.
Tenía veintitrés años y Adrián cincuenta, que habían celebrado hacía un mes con una cena en Justo, tras la que Antonio le entregó el producto de seis meses de ahorro, un colgante de diamantes con forma de corazón. Ambicionaba fervientemente cumplir también él los cincuenta a su lado y que Adrián le diera, asimismo, simbólicamente el corazón.
Había dejado de tener pesadillas a los cuatro o cinco días de dormir abrazado a él. Las violaciones tuvieron lugar la primera y la segunda noche que pasó en la cárcel. Fueron cinco fulanos la primera y seis o siete la segunda; la mayoría, extranjeros. Golpeado, con los labios rotos a puñetazos e inmovilizado por cuatro, le forzaron por turno. Le costó más de un mes conseguir sentirse limpio bajo la ducha y casi tres consumar la venganza. A todos ellos había conseguido causarles algún perjuicio importante, sin descubrirse. Pero las pesadillas protagonizaron todas las noches que pasó entre rejas. Cuando creía que ese tormento nocturno duraría toda la vida, en sólo cuatro noches consiguió Adrián que se desvaneciera.
Adrián era un emperador. Imperaba en el plató, donde su poder era ilimitado, y también imperaba en su vida, y no tenía el menor deseo de rebelarse. Se entregaba del todo, sin reservas. Sabía que había madurado en esos cuatro años, se reconocía más experto e incomparablemente más sabio que cuando le conociera, pero el tiempo no había reducido la altura donde le había colocado desde el momento de conocerlo. Todo lo contrario. El sitial se hacía cada día más alto, más resplandeciente, en esa gloria desde donde le prodigaba no sólo el amor, sino todo lo que pudiera ambicionar.
Cuando Adrián abrió la puerta, todavía estaba en el sofá. Al no alzarse para correr a su encuentro en busca del beso impaciente de costumbre, al no poder embozar el llanto, Adrián supo que algo grave ocurría.
Le costó varias horas reunir coraje para contárselo.
-¿Estás seguro? -preguntó Adrián.
-Me he hecho dos veces el análisis. No hay duda.
-¿Por qué fuiste al médico? ¿Qué sentías?
-No tengo ningún síntoma. Estoy bien de salud, igual que de costumbre. Pero... siempre he estado preocupado por una cosa que me pasó en prisión...
-¿Qué?
-No quiero contártelo. Me siento muy mal cuando me acuerdo. La cuestión es que, el mes pasado, hubo una charla en la universidad sobre el tema y me dio por hacerme la prueba. Ahora, ya es un hecho.
-Bueno, qué le vamos a hacer. Con esos tratamientos de ahora, el sida ya no es más que una enfermedad crónica. No te preocupes, podemos vivir con eso.
-¿Podemos?
-Por supuesto. Seguramente, yo lo tendré también. Y aunque no lo tuviera, esto es cosa de los dos.
-¿No quieres que me vaya?
-¿Estás loco?
-Yo creo que debo irme.
-Tú no estás bien de la cabeza. Venga, vamos a hablar de otra cosa.
Permanecieron abrazados y en silencio hasta la hora de acostarse. Mientras miraban la televisión, Antonio percibió en varias ocasiones, en la agitación de su pecho, que Adrián reprimía los gemidos. También a lo largo del pasillo que conducía al dormitorio notó sus esfuerzos por controlarse.
Antes de apagar la luz, Antonio abrió los envases de dos condones, que preparó sobre la mesilla.
-¿Qué haces?
-Tienes que protegerte, Adrián. A lo mejor ha habido suerte y no te he contagiado.
Adrián le contempló con expresión severa.
-Escucha, Antonio. Tengo veintisiete años más que tú. ¿Crees que a estas alturas yo sería capaz de vivir sin ti? No vamos a cambiar nuestras costumbres, no vamos a cambiar nada, ¿te enteras? Ya no vamos a hablar más del asunto si no es para tomar las medidas oportunas para preservar tu salud. Seguramente yo lo tengo también: son cuatro años los que llevamos haciéndolo sin protección, así que lo más probable es que sea portador del virus. Pero si no lo tengo, lo más sensato sería tratar de contagiarme y que recorramos juntos el camino que nos falte.
Antonio fue a contradecirle, pero Adrián le obligó a callar mordiéndole los labios. Sin embargo, y a pesar de que Adrián le impidió usar los condones todas las veces que lo intentó, procuró a lo largo de la noche ajustarse a lo que habían explicado en la universidad sobre sexo seguro.
Apenas hablaron de ello durante el fin de semana. En vez de quedarse en casa e invitar a algunos amigos a comer como de costumbre, pasaron el domingo visitando Pedraza. Adrián consiguió obligarle casi todo el tiempo a pensar en otras cosas, pero, a veces, Antonio caía en la melancolía, mientras recorrían el museo de Zuloaga o contemplaban desde la muralla medieval el paisaje esplendoroso que renacía con la primavera. En tales momentos, sentía la mano de Adrián en su cintura o en su brazo, comunicándole una promesa eterna.
El lunes por la mañana, mientras desayunaban, dijo:
-Quiero que te hagas también el análisis.
-No, Antonio. No hay ninguna necesidad. Caso cerrado.
-Entonces, en cuanto te vayas, haré las maletas.
Adrián lo observó con los dientes apretados.
-Pero, vamos a ver, Antonio. ¿Qué coño vamos a sacar de esos análisis?. No cambiarían nada. Lo único que quiero es que muramos juntos; pondremos todos los medios necesarios para que eso no sea hasta dentro de muchos años.
-Pero has cumplido cincuenta años, Adrián. Si no lo tienes, estupendo. Pero, si lo tienes, tendrás que andar con mucho más cuidado que yo, que estoy fuerte y soy joven. Es necesario que lo sepamos, no hay más remedio.
-No quiero hacerlo, Antonio. Si todavía no me he contagiado, no sería bueno que te sintieras culpable por el miedo a que ocurra, y si ya tengo el virus, tampoco quiero que te sientas culpable de haberme contagiado. Punto final.
-Tengo trescientas setenta y cinco mil pesetas en el banco; puedo vivir cuatro o cinco meses en una pensión. Si no me prometes que esta tarde vamos a ir a que te hagan el análisis, haré las maletas en cuanto salgas por esa puerta y desapareceré.
Adrián reflexionó largos minutos, parado en el dintel con el hombro apoyado en la jamba. Antonio había dejado de ser un muchacho hacía mucho tiempo. Le asombró la madurez que había en la resolución de su cara.
-Está bien. Ven a buscarme a la emisora e iremos juntos.
Cuando la puerta se cerró, Antonio se cambió de ropa. No iría a la universidad, ¿para qué?. Permanecería lo más cerca posible del rastro de Adrián, la huella de calor que había dejado en la silla o el olor que conservaba la toalla. Necesitaba respirar el aire que contenía el aliento de Adrián ahora que dejar de respirar era una posibilidad no demasiado lejana. Tomó de la vitrina el libro que ya había querido leer otras veces, "Memorias de Adriano"; ahora le sobraba tiempo.
Supieron el resultado el miércoles por la tarde.
Milagrosamente, Adrián estaba limpio.
Antonio se mostró entusiasmado toda la tarde, durante la cena y cuando se disponían a acostarse, mientras que Adrián parecía ausente. Cuando se apagó la luz, éste escuchó el sonido del plástico al ser rasgado.
-¿Otra vez con eso, Antonio?
-Ahora más que nunca. Ya nunca haremos el amor sin condón.
-Mira, Antonio; no me has contagiado en cuatro años y no hay ninguna razón para creer que a partir de hoy va a ser diferente.
-Pero ahora lo sabemos. Tengo la obligación de protegerte.
-Tú no tienes que protegerme de lo que yo no me quiero proteger, Antonio. He leído que hay gente que no se contagia aunque se exponga, gente que los médicos están estudiando para ver si está ahí la clave de la solución para el sida. Es posible que yo sea uno de esos. Si es así, no tenemos que preocuparnos.
-Pero, si te contagias...
-Sería lo mejor, Antonio. Ojalá ocurriera.
-Me da pánico escucharte.
-Y a mí me da pánico perderte.
-Si me muriera pronto, todavía podrías enamorarte de otro y seguir creando esos programas maravillosos de televisión.
-No creo que tengas que morir pronto. Cada día se te ve más fuerte y más sano. Pero si te murieras, todo acabaría para mí. Así que, Antonio, no pongas una barrera de látex entre nosotros.
Adrián se torció en la cama para alcanzar con la boca el preservativo que Antonio se había enfundado ya. A mordiscos, lo arrancó a jirones.


Tras desepedirse de Adrián en el ascensor con un beso, Antonio salió con los libros, como siempre que iba a la universidad. Pero no fue.
La mañana era soleada; bajo el júbilo primaveral que estallaba en retoños por doquier, en los árboles de la plaza de España, en los setos de la plaza de Oriente, en los rosales de los jardines de Sabatini, resultaba increíble que un miserable bicho lo estuviera devorando. Un bicho que, por su maldición, también devoraría a Adrián, a cambio de un amor que no tenía por qué ser el último de su vida. Adrián era un cincuentón muy juvenil, podía vivir todavía treinta o cuarenta años creando maravillosa televisión, escribiendo magníficos guiones, derrochando sabiduría. Era bueno, deseable, gentil y generoso; el amante perfecto que soñaran durante generaciones seres desamparados como él. Muchos podían amarle y, de hecho, se había sentido celoso con frecuencia porque observaba que algunos, tan jóvenes como él, trataban de seducirlo. Merecía volver a amar, corresponder el amor de alguien que no constituyera un peligro para él, una sentencia de muerte.
Sonriendo, cruzó ante la catedral de la Almudena. Se representó mentalmente el día que la visitó por primera vez; Adrián apoyaba la mano en su hombro. En aquel momento, anheló con toda su alma que pudieran entrar abrazados al templo y que su unión fuera bendecida y consagrada para siempre.
Sobre la sonrisa, una lágrima recorrió su mejilla izquierda.
Saltó sobre el pretil del viaducto. Sus labios conservaron la sonrisa durante el vuelo de veinte metros.

miércoles, 22 de febrero de 2012

LA FIESTA

No es fácil empezar, después de leer mi historia lo entenderán. Vivía en una pequeña casa, aislada de la ciudad, ya que por la enfermedad de mi madre nos tuvimos que mudar aquí, mi mamá tenía pánico a la gente y se alteraba demasiado.

En mi casa somos tres, mi madre, mi medio hermano y yo, mi papá murió cuando yo tenía sólo siete años.

Como decía, la casa es pequeña, pero tenebrosa, y mis compañeros de curso lo sabían, por eso insistieron celebrar aquí la fiesta de halloween, a lo cual accedí.
Llegó el día, todos mis amigos y yo estábamos en mi casa, pero en mitad de la fiesta a alguien se le ocurrió proponer:

- Juguemos a la ouija. Todos aceptaron.

Lo preparamos todo minuciosamente, hasta el último de los detalles, ocupamos nuestros puestos y comenzamos la invocación. Increíblemente el testigo respondió inmediatamente a nuestra llamada, se habían cumplido nuestras expectativas. Pero de repente una extraña sensación llegó a mi ser, se escuchaban gritos en la segunda planta, un frío penetró de golpe las almas de todos los presentes y una ráfaga de viento abrió bruscamente las ventanas, todos quedamos impasibles. ¿Qué estaba pasando?, al fin reaccionamos y algunos empezaron a gritar, otros reaccionaron riéndose, como si quisieran creer que todo era una broma. Pero no, en mi casa nunca habían pasado cosas así.

Pasados unos segundos, el silencio volvió y los ánimos se iban calmando, pero de pronto uno de nuestros compañeros rompió el silencio, estaba pronunciando palabras que ninguno de nosotros podía entender, parecía que hablaba en latín. Algunos empezaron a reír y otros no lo soportaban más, querían que se callase, pero el no paraba, los ánimos se caldearon de nuevo y una amiga empezó a pelearse brutalmente con un compañero.
El panorama era dantesco, unos reían como endemoniados otros gritaban, se peleaban y varios cayeron desmallados, era horroroso e insoportable.

Por fin llegó un momento de calma, pero no duro mucho, una nueva oleada de cólera descontrolada invadió a los allí presentes, los gritos aumentaron, ya no se podía más, era horrible, la sangre salpicaba las paredes, el testigo de la ouija se movía solo, pero de forma controlada, pude leer:

- Fue un gran error…

A pesar de todo lo que estaba ocurriendo en aquella sala, yo intentaba mantenerme tranquila y razonable, pero no aguante mucho, el tablero empezó a temblar bruscamente y de el salió un resplandor, allí pude ver a mi padre, él estaba provocando todo esto, ahora sabía lo que estaba ocurriendo, habíamos abierto la puerta, y él no se iba a peder tan esperada cita por nada del mundo, buscaba venganza…Pero…¿Por qué?.

Reaccioné inmediatamente y subí las escaleras de tres en tres, tenía que encontrar a mi madre, pero al llegar al segundo piso la encontré muerta, y mi hermano yacía muerto a su lado. ¿Por qué los mató?...

Poco después encontré el diario de mi madre, allí encontré todas las respuestas. Mi madre lo había asesinado, junto con el papá de mi medio hermano, mi padre había cumplido su amenaza…

Ahora entiendo los gritos, eran ellos, de un día a otro mi familia y mis amigos habían desparecido para siempre. Nunca olvidaré aquel halloween.

martes, 21 de febrero de 2012

lunes, 20 de febrero de 2012

LA DRUIDESA Y EL CABALLO Luis Melero



Desde el espacio, cuanto más se elevaba más negro parecía el bosque Negro. Debía de ocupar toda la Tierra, pues por vertiginosa que fuera la distancia etérea de la observación, no parecía tener fin. Los más aventurados y audaces cazadores del poblado decían haber visto grandes extensiones de tierra desnuda, de color marrón claro, donde sólo crecían pastos y algunos matorrales, pero hasta donde alcanzaba la vista de Taranis no conseguía ver más que la masa verdinegra, misteriosa e inextricable del bosque Negro. Lo único diferente eran las altísimas y lejanas fumarolas que brotaban por el este, cerca del gran lago Kimbergsee ahora invisible, donde decían que moraba la madre Dana, además del monte Feldberg cubierto en ese momento por una pátina violácea por la húmeda lejanía
Cuando montaba a Cabull no podía determinar si soñaba o vivía la realidad. Sobre el bellísimo y prodigioso caballo blanco, casi todo lo material pasaba para sus sentidos a un estado cuya proporción de materialidad nunca era capaz de determinar; tal vez el lago y las montañas estaban tan sólo en su imaginación soñadora, como la extensión verdinegra que, abajo, no parecía tener fin. Su melena rubia se expandía y flotaba como si se sumergiera en las aguas termales de la gruta de los dioses menores, desaparecía el cansancio si lo padecía, su espíritu alcanzaba un estado de placidez infinita y llegaban a su olfato aromas tan placenteros que no podían existir.
Por todo ello, volar no era tan sólo una facultad. Era, sobre todo, una necesidad, cuando las circunstancias ponían demasiado en evidencia el destino que le esperaba si no lograba el medio de librarse de la más agorera de las acechanzas y malquerencias de su vida. Cabull le había sido ofrecido por su padre cuando cumplió los diez años; al principio, notó que el caballo saltaba sobre cualquier obstáculo que hubiera en los caminos, sin que necesitase una orden; más tarde, probó a obligarlo a saltar sobre los arbustos y los matorrales; un día que se encontró a punto de refrenarlo frente a un corpulento roble que se interponía en la dirección por donde deseaba transitar para observar unas piedras humeantes que le habían descrito; el caballo saltó como si jugara pero en seguida sobrevoló el gigantesco árbol sin ninguna dificultad. Pocas semanas más tarde, descubrió que Cabull se lanzaba hacia las nubes más altas cuando alguna pena ensombrecía el ánimo de la muchacha.
Taramis no era capaz de responder con odio al odio ni de maquinar defensas contra los sutiles ataques de la rival enloquecida, problema cuya búsqueda de solución ocupaba últimamente la mayoría de sus vuelos.
Todo había comenzado cuando cumplió los quince soles y se extendió a lo largo de los bosques y por todos los clanes la fama de su belleza. Los ojos azules que superaban la profundidad y el misterio del más hermoso lago, la luz irradiada por toda su piel de pétalos de flor, el pelo pajizo que volaba como el pensamiento, el cuerpo enjuto y vigoroso a un tiempo, la sensualidad de la diosa metida en una frágil gacela, capaz de conmover hasta los más pétreos corazones.
Pensaba una tarde en la extraña enemistad de la druidesa del clan más cercano al suyo, enemistad insólita en los bosques que habitaban los celtas, mientras miraba por la ventana el oscilante ramaje de un roble centenario, cuando la voz de su madre sonó a sus espaldas:
-Taranis; el bardo te ordena que acudas a su presencia cuando el sol comience a dormir.

Sin volverse, a Taranis se le ensombreció el ceño. Nunca había hablado personalmente con el bardo, que ni siquiera le había dedicado jamás un saludo personal.
Penó toda la tarde, porque temía haber cometido sin darse cuenta una mala acción. En realidad, vivía en un estado de tensión latente desde que cumpliera los nueve soles, cuando comenzaron a manifestarse síntomas que podían revelar el toque de la diosa. Fueron sus compañeras de juegos las que le obligaron a observarlo: cuando jugaban en zonas muy intrincadas del bosque, los animales grandes y las fieras eludían acercarse; se apartaban a un lado frente a ella o, sencillamente, daban vuelta sobre sí mismos y corrían en la dirección contraria. En cuanto las otras niñas divulgaron en el poblado la posibilidad de que la diosa la hubiera favorecido, empezó a sentir un vago temor que la acompañó siempre, sobre todo cuando un adulto la miraba fijamente a los ojos. Su mayor preocupación era que pudieran acusarla de alguna clase de impostura, idea que reforzaba su rubor casi continuo. Ahora, la llamada del bardo podía ser para recriminarle algún acto de presunción del cual no hubiera sido consciente, porque la verdad era que discutía con bravura con sus amigas, tratando de quitarles de la cabeza la idea de que la diosa hubiera pasado la mano por su frente.
El bardo permanecía todos sus días en una magnífica cabaña construida al lado del nementone, proximidad que se debía a su obligación de mantener limpio y despejado el impresionante círculo de piedras donde celebraban las ceremonias, bajo las mayores afloraciones de muérdago de todo el bosque.
Tras cerciorarse de que los rayos del sol no acariciaban ya ni las ramas más altas de los árboles, pidió permiso para entrar en la cabaña. No recibió respuesta. Apartó el cortinaje de piel de oso y adelantó un poco el rostro hacia el iluminado interior, comprobando que el bardo Taliesin se encontraba tan enfrascado en lo que estaba haciendo, que seguramente no la había oído.
Tuvo que superar la timidez para alzar la voz un poco más:
-Bardo Taliesin, ¿puedo entrar en vuestro aposento?
Notó que el anciano estiraba un poco el cuello, aunque no llegó a volver la cabeza.
-¿Eres Taranis?
-Sí.
-Entra y acomódate sobre ese haz de ramas.
En cuanto obedeció, el bardo reanudó su labor. Maceraba en un matraz yerbas o frutos que Taranis no pudo identificar desde donde se encontraba. Taliesin se concentraba siempre en los ritos hasta casi el trance, pero ahora no sólo parecía en trance sino arrebatado por alguna clase de encantamiento. Visto de perfil, debido a la abstracción de su rostro, parecía poseído por la suspensión vital de la muerte, por lo que la muchacha sufrió un escalofrío muy intenso.
-No me distraigas con emociones tan fuertes, Taranis –reprochó el bardo-; debo terminar este elixir antes de que la diosa Luna riegue el bosque.
Con objeto de ser capaz de obedecer, Taranis dejó de mirarlo y volvió los ojos hacia la tierra apisonada del suelo. Todas las cabañas del poblado eran circulares, pero no todas tenían dentro el reborde de piedras que circundaba la estancia de Taliesin, donde el lecho sólo podía intuirse tras un pesado cortinaje de bejucos trenzados. La mesa no era tosca como las de todas las familias, sino que había sido construida con tablas desbastadas y pulidas, presentando ahora encima un desordenado batiburrillo de probetas, velones encendidos, tarros llenos de líquidos de muchos colores, matraces, haces de yerbas y montoncitos de frutos. Aunque no hubiera demasiado metal a la vista, y todo fuera casi igual que en las demás viviendas, la de Taliesin resultaba mucho más suntuosa. Por tal razón, coligió que la estancia del Druida, situada al otro lado del nementone, debía de ser inimaginablemente rica.
-Vas a cumplir diecisiete soles, Taranis -murmuró Taliesin sin mover los labios.
La muchacha asintió, en silencio. Todos sabían en el bosque los soles que cada uno cargaba en su costal de la vida, por lo que no tenía nada que añadir.
-Es la edad en que debes comenzar a dar la cara a tus responsabilidades.
Esa frase le pareció amenazante. Nunca le había comunicado su madre que tuviera que afrontar cualquier clase de responsabilidades en el futuro. ¿Qué quería decir el bardo?
-Lo que quiero decir –añadió Taliesin-, es que voy a empezar a formarte como futura druidesa.
Taranis sintió que caía una roca gigantesca sobre su cabeza.
-¿Recordáis, señor, que soy Taranis? –el bardo no la había mirado todavía.
-Sé muy bien que eres Taranisi, y tú también sabes que este día había de llegar. A menos que quieras ofender a la diosa mostrándole tu ingratitud.
-No… -Taranis balbuceó.
-Iniciarás tu formación junto con Taunis y Fergus, pero siempre he sostenido ante nuestro querido Druida que tú eres la mejor dotada para ser la próxima druidesa. Tu luz sólo tiene un punto de oscuridad: el odio que te profesa la druidesa Dagda, nuestra vecina. Y como bien sabes, para tu consagración final a los veinticinco soles, necesitamos la concurrencia de otros dos druidas aparte del nuestro. Tienes que reunir luz en tu espíritu suficiente para vencer las tinieblas que Dagda riega sobre ti desde hace más de un sol.

-¿Sabéis por qué?
-¿Nadie te lo ha dicho?
Taranis agachó la cabeza. Sentía vergüenza de su ignorancia, pero era verdad que nadie le había aclarado las razones del odio de Dagda, a pesar de que hacía varias lunas que sentía la sombra de ese odio. Nunca había visto el rostro de Dagda y, sin embargo, sus rasgos aparecían con mucha frecuencia en sus pesadillas.
-Desde hace diez soles, Dagda considera que es la mujer más hermosa del mundo –añadió Taliesin con voz gutural-. Ahora tenemos que encontrar el modo de que todos olvidemos tu belleza deslumbrante para que asumamos que figuras en el trío de aspirantes a druida, junto a esos dos jóvenes.
Taunis y Fergus eran dos fuertes muchachos por los que suspiraban casi todas las adolescentes del bosque. Hacía varios soles que ambos eran señalados como probables sustitutos del Druida. Taranis no creía que nadie hubiera hablado nunca de que ella también pudiera ser candidata. Aunque le causara tanta desazón, la malquerencia de Dagda tal vez pudiera librarla de ese peso tan tremendo. Se consideraba una adolescente corriente y nunca había tenido más anhelo que ser amada por aquél al que amase, que podía muy bien ser uno de los dos futuros aprendices de druida. La fama de su belleza se había convertido en un fardo en sus espaldas, como el mismo Taliesen acababa de señalar explícitamente.
-¿Imaginas cuál es la raíz más profunda del odio de Dagda? –preguntó Taliesin volviendo por primera vez el rostro hacia ella y mirándola muy fijamente.
Taranis cerró los ojos, bajó la cabeza y negó suavemente.
-Una característica –continuó Taliesin- que, desde mi punto de vista, la descalifica para su misión de druida: La inseguridad. Una debilidad que ella demuestra con celos y suspicacia. A lo mejor has oído mencionar lo que pasó con su primer esposo…
Aún con los ojos bajos, Taranis negó con la cabeza.
-También era un hombre extremadamente bello –continuó Taliasin-. A lo mejor lo has visto alguna vez, o seguramente lo has oído nombrar, porque lleva el nombre de nuestro padre Lugh.
Taranis sintió un estremecimiento. Claro que había visto a Lugh, a cuyos padres habían tildado muchos de blasfemos por llamarlo con el nombre del dios supremo. A despecho de que Taliesin afirmase que era bello, el que ella recordaba era un hombre que producía espanto. Vagaba por los bosques completamente desnudo, y ocioso a causa de su cojera; la barba hirsuta le colgaba libre hasta más abajo de la cintura y su poblada melena de color ala de cuervo caía desordenada por su espalda, formando una cascada que llegaba a tocarle los muslos. Era un loco pacífico, que no agredía a nadie pero a todos asustaba. Topaba con él de vez en cuando, ya que cuando no jugaba con sus amigas, recorría el bosque en busca de yerbas raras, por mandato de su madre. Una de las veces, él la miró muy fijamente y pareció que intentaba sonreír, pero Taranis no tuvo tiempo de ver si lo hizo porque echó a correr.
Taliesin continuó:
-Lugh era no sólo bello como una gema, ya que poseía muchas virtudes. De niño, lo habían designado para formar parte de la tríada a educar para druida, pero no llegó a serlo. Mas sus dotes y habilidades, así como su capacidad de sanar a los heridos, le granjearon muchas simpatías y llegó a tener mucho poder y ascendencia sobre la mayoría de los jóvenes de su clan. Fue enriquecido por la fortuna y llegó a poseer casi tanta ascendencia como un bardo; la suya era una de las mejores cabañas, poseía un uro macho y dos hembras, más un rebaño grande de ciervos. Sin ostentar ningún cargo en el clan, era determinante su influencia, ya que los hombres lo eligieron libremente como general para cuando hubieran de pelear batallas. Por todos esos motivos, Lugh era deseado como esposo por las mejores muchachas del clan y, por supuesto, también por Dagda, que acababa de ser consagrada como druidesa. Celebraron esponsales cuando ambos contaban veinticinco soles, pero muy pronto corrió por el bosque el rumor de que a Lugh no le bastaba con un solo amor. Ser druidesa dotaba a Dagda de muchas facultades, y una era la de tener servidores dispuestos a hacer lo que ordenase. Torturada por los celos, mandó a uno de ellos que vigilase a su esposo noche y día. No hicieron falta muchos, ya que pasado un cuarto de luna llegó el sirviente con la noticia de que Lugh retozaba a escondidas, a la vera del lago Kimbergsee, con una muchacha romana. El sirviente describió a ésta como el cúmulo de la voluptuosidad. Dagda le mandó describir con los detalles más meticulosos el lugar donde los amantes acostumbraban a retozar. Un día que Lugh se marchó temprano “a pastorear”, según dijo, Dagda aguardó a que el sol comenzara a descender para tomar el caballo y marchar con dirección al lago. Tras la larga cabalgada, se aproximó sigilosamente al punto descrito por el sirviente y los vio. Impúdicos, se revolcaban sobre la hierba al aire libre. Arrebatada por una ceguera insoportable, Dagda espoleó al caballo hacia la pareja y lo refrenó cuando estaba sobre ellos, de modo que una de las pezuñas coceó aplastando el pie derecho de Lugh. La cojera fue su primera desgracia, porque ya sabes que no es buena cosa ser un lisiado entre los celtas. Perdió el favor popular que disfrutaba y poco a poco perdió su fortuna también, e inclusive su casa. Un sol después de aquel suceso, inició esa peregrinación por todos los Bosques Negros que aún prosigue. Mientras, el poder de Dagda no sufrió menoscabo, porque su bardo consiguió presentar la agresión como un accidente. Pero sigue desde entonces soñando con los brazos fuertes y viriles de Lugh, de modo que él se cree libre y mendicante, pero permanece vigilado a todas horas por los sirvientes de Dagda. Y resulta que hace ya más de un sol que se alaba tu belleza en todos los clanes de los Bosques Negros, y para colmo de males, Lugh anda propalando por todos lados que se ha cruzado contigo, se ha cegado por tu resplandor y que eres encarnación viva de la madre Dana.
Taranis sentía las lágrimas a punto de brotar de sus ojos, que trataba de que el bardo no viera. De modo que aquel pobre loco cojo le profesaba adoración. Si no hubieran sido tan graves las implicaciones del caso, se habría echado a reír.
Las lecciones comenzaron para el trío una semana más tarde. Sentados en las piedras del nementone, el druida y su bardo recitaron una y otra vez las fórmulas de los veintiún elixires, las invocaciones de cada uno de los dioses y los instruyeron en el uso de los instrumentos simbólicos, sobre todo la cruz-árbol de Karnun, que era el más pesado y difícil. Tres años después, los tres muchachos habían avanzado bien en su formación, pero el problema de Taranis continuaba irresuelto.

Según iba ascendiendo en el aire, más libre se sentía de la carga tan pesada depositada sobre sus frágiles hombros. Desde la conversación con el bardo había sido así, y mucho antes también; cuando fue tocada por la diosa, y desde el mismo instante en que se hizo evidente para todos en el poblado esa preferencia divina, su sentimiento más profundo había sido de miedo, que provenía de su convencimiento de que ella no podía estar a la altura de las responsabilidades de una druidesa, pues ser druida era la consecuencia ineludible del toque divino.
Pero después de tres años de aprendizaje, había superado la mayoría de los miedos y por muchos motivos comenzaba a sentir inclinación por llegar a ser la jefa suprema del clan. Había detectado gestos de vanidad y frivolidad tanto en Taunis como en Fergus. Notaba también que en tales momentos, el druida o su bardo fruncían levemente los labios, de modo que no se trataba de una impresión falsa ya que los dos hombres más sabios del clan reprochaban tales perversiones. Comenzó a desear que ninguno de los dos muchachos pudiese llegar a druida, de modo que como sólo quedaba un tercero y ese tercero era ella, fue reforzándose su determinación de conseguir ser la elegida aunque le pesase tanto.
Pero tales pensamientos se ensombrecían siempre por el recuerdo de la malquerencia de Dagda. En principio, era indispensable que Dagda la amase para poder ser consagrada, pero, últimamente, Lugh rondaba casi siempre por el territorio de su clan, y todos hablaban del caso. Mencionaban el deslumbramiento por Taranis como la más probable causa de las rondas del loco antaño tan poderoso. Taramis suponía que estos rumores harían enfurecer más aun a Dagda y la predispondrían contra ella con mayor fuerza.
Siempre que volaba, Cabull trotaba sobre las nubes con suavidad y sin ninguna clase de sobresaltos, pero en el momento que Taranis aventuraba para su propio pensamiento que Dagda continuaría odiándola para siempre, se encabritó.
-Calma- rogó Taramis mientras le acariciaba la crin-. ¿Crees que no tengo razón?
El caballo se aquietó instantáneamente, por lo que Taramis determinó que un equino tan prodigioso y tan viejo debía de conocer un medio de disolver la malquerencia de Dagda y que trataba de comunicárselo. Espoleó hacia abajo, con dirección al bosque, y refrenó bajo un bosquete de alisos junto a un rumoroso arroyo. Se apeó y, encarándose con Cabull, lo miró a los ojos. Notó un reflejo extraño en las grandes pupilas, por lo que giró el cuello. Lugh se encontraba a sus espaldas, con una exagerada expresión de alucinación en el rostro. Aunque él bajó un poco los ojos en señal de respeto, descubrió por primera vez su apostura embozada en la abundante y desordenada pilosidad. En el instante en que pudo imaginarlo tal como había sido, notó que el caballo cabeceaba como si asintiera. De manera impremeditada, ordenó a Lugh:
-Sígueme hasta el poblado.
La llegada del trío al centro de la aldea produjo una conmoción tan fuerte, que el clan en pleno salió a observarlos en silencio. La muchacha advirtió pronto el miedo en muchas de las miradas, sobre todo las femeninas, por lo que se apresuró a decir:
-Que nadie se inquiete.
Todos permanecieron en silencio, pero inmóviles como estatuas. Taramis giró sobre sí misma al tiempo que forzaba su imaginación, preguntándose cómo obrar.
La llegada apresurada de sus padres interrumpió sus cavilaciones:
-¿Qué te propones, hija? –preguntó su madre.
-No lo sé –confesó Taramis.
Cabull cabeceó de nuevo, ahora con mucha energía. La muchacha notó que trataba de hacerle mirar hacia el bardo, que había salido al umbral de su puerta y se encontraba aupado a una de las piedras del nementone. El cruce de miradas entre la alumna y uno de sus maestros produjo un efecto que se repetiría muchas veces a lo largo de la vida de la futura druidesa; comprendió que podía oír la voz del bardo aunque nadie más lo hiciera. Escuchó que Taliesin decía en silencio:
-Ordena a Lugh que se arrodille y acuda hacia mí sin alzarse.
Se aproximó al desafortunado paria, que bajó de nuevo los ojos. No tuvo que ordenarle que se pusiera de rodillas, porque él lo hizo para besar el borde de su túnica. Nadie pareció extrañarse por la respetuosa postración, pero ella sintió que su rostro se cubría de rubor.
Se aclaró la garganta para ordenar:
-No te alces y, caminando sobre tus rodillas, acude ante nuestro bardo Taliesin.
Taramis vio por primera vez sonreír a Lugh. No era la risa boba de un enajenado ni la mueca imperfecta de la maldad. La boca masculina, casi oculta tras la abundante y sucia barba, se abrió como una madreperla, mostrando la resplandeciente blancura de la inteligencia gestual. La futura druidesa se preguntó cuál sería el verdadero Lugh, el apestado que todos eludían o ese ser excepcional que acababa de intuir a través de su sonrisa.
Arrodillado y desplazándose por tanto muy lentamente, su barba y su melena se arrastraban por la tierra. Parecía una especie rara de alimaña. Ante Taliesin, se alzó un poco pero sin ponerse de pie. El bardo le tocó la cabeza mientras señalaba adentro de su cabaña.
Cayó el pesado cortinaje de piel de oso tras los dos, en tanto que el clan en pleno permanecía en silencio y tan inmóvil como piedras. Taramis había elaborado ya completamente el plan, mientras el caballo cabeceaba alegremente, expresando su aprobación.

Pasada media tarde, el bardo Taliesin reapareció en la puerta junto a un desconocido. Mejor dicho, todos reconocieron de inmediato al hombre poderoso y triunfador del que la druidesa Dagda se había enamorado. Cortadas la barba y la melena, bañado y cubierto de ungüentos perfumados, Lugh vestía una rica túnica ceremonial de Taliesin. Erguido, limpio y con mirada serena, volvía a ser el mismo hombre que había sido, adorado por todas las mujeres de todos los clanes del bosque y muchas de las enemigas romanas. Sin embargo, no había recuperado la expresión despectiva ni la vanidad. Su expresión era firme, serena y confiable. Irradiaba honradez y lealtad. Resultaría inimaginable que un hombre como él pudiera incurrir de nuevo en adulterio.
Al principio fue un rumor, pero poco a poco fue convirtiéndose en clamor. Todos conocían el condicionante que Dagda podía representar con vistas a la consagración de la futura druidesa Taramis, de modo que el clamor pasó a ser una letanía:
-Taramis, llévaselo a Dagda.
Cabull parecía decir también lo mismo, balanceando su tronco sobre las patas. La muchacha lo montó de un salto y pidió a su padre:
-Danos tu caballo, pues el caminar renqueante de Lugh sería muy lento.
El padre asintió. Un instante más tarde, Lugh fue aupado por dos hombres y, una vez en su montura, volvió a ser definitivamente el triunfador de antaño, pero madurado por la desgracia que había durado todo un curso solar.
Cabalgaron rumbo al clan de Dagda.
Durante la no muy dilatada cabalgada, Taramis no paró de conjeturar que la druidesa enviaría sus lanceros a recibirles. Seguramente, les esperarían antes de la entrada al poblado, para detenerlos o, tal vez, para matarlos. Cada vez que su mente se llenaba de malos presagios, notaba que Cabull agitaba el cuello, como si sacudiera la crin aunque en realidad sabía ella que estaba diciendo que no. Que no temiera. Que no se torturase.
La proximidad del poblado fue poniéndose de manifiesto por la abundancia de rebaños de unas reses extraordinarias que sólo criaban en ese lugar.
Taramis aguzó la vista, tratando de descubrir dónde podían esperarles apostados los lanceros.
Pero en lugar de lanceros, vio que varios criados saltaban de rama en rama en dirección al poblado –probables espías y se apresuraban a informar- y, un poco más adelante, escuchó la lira del bardo y una prodigiosa voz que daba la bienvenida a “la niña favorita de la diosa”.
El corazón de Taramis se sobresaltó. ¿Qué podía significar esa especie de saludo? ¿Qué consecuencias podía tener en el ánimo de la druidesa? Halló en parte la respuesta al notar que un cortejo se dirigía hacia ellos. Llevada en andas, Dagda era portada en su dirección. ¿Acudía a recibirlos?
Bastaron unos pasos de los caballos para encontrarse frente a ella. A Taramis le impresionó el fulgor de la mirada, el fuego volcánico e insondable que había en los ojos de Dagda..
-¿Cuál es tu cometido, aprendiza? –preguntó la druidesa.
Taramis introdujo la mano en su pecho para extraer la cruz-árbol de Karnun. La levantó lo más alto que le permitió el brazo mientras decía:
-Vengo a pedir el amor de la druidesa más hermosa que ha conocido el bosque Negro. Y porto el amor mismo, para ofrecértelo.
Señaló a Lugh. Notó al instante que los ojos de la druidesa se nublaban, desapareciendo como por ensalmo todo el fuego y el peso de su odio.
-Tú merecerás el título de hermosa druidesa, Taramis. Ahora, en prueba de mi amor por ti y tu clan, acepta este obsequio.
Mandó a un criado hacia ella, para ofrecerle un pectoral y un torques de oro, cubiertos ambos, abundantemente, de coloridas gemas.
Su camino hacia la consagración había quedado expedito.

viernes, 17 de febrero de 2012

CÁTAROS, LA LIBERTAD ANIQUILADA es un libro para reflexionar sobre los abusos de la Iglesia Católica

La humanidad deberíamos presentar cuentas a la Iglesia Católica y Francia, por el genocidio de los cátaros, uno de los mayores crímenes históricos contra la Humanidad

jueves, 16 de febrero de 2012

CÁTAROS La libertad aniquilada --- Luis Melero

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