lunes, 25 de febrero de 2019

Luis Melero ENFERMO DE CELIBATO

Las cartas de Pepe eran desconcertantes, pero no le desalentaban, sino todo lo contrario, porque a veces se desvelaba si una respuesta demoraba demasiado en llegarle. Manolo trataba de contestar honestamente las preguntas, sin mentiras, aunque se descubría a sí mismo teniendo que vadear demasiadas cuestiones. Muchas de las frases que Pepe escribía eran demasiado difíciles de replicar, puesto que Manolo contaba sólo catorce años y todavía le quedaba prácticamente todo por aprender; no sólo de las emociones humanas y las relaciones, sino también del lenguaje.
Por ello, tardaba a veces varios días en responder las cartas de Pepe, a ratos nocturnos plenos de vértigo y turbación; a pesar de sus costumbres y de que era muy despierto para su edad, no sabía explicarse por qué, pero escondía siempre la carta a medio escribir entre sus libretas escolares, porque presentía que no sería conveniente que su madre la descubriera, aunque en realidad no había nada en las palabras que escribía que fuera reprensible Todavía no tenía edad suficiente para haber aprendido a ser cínico ni suspicaz; por ello, por no incurrir en imposturas que su temperamento rechazaba, siempre vadeaba abordar francamente las cuestiones que Pepe parecía ansiar que comentase.
No podía confesarle sus sueños; no podía hablarle de que polucionaba todas las noches ni las veces que tenía que masturbarse todos los días desde que descubriera el placer por casualidad. Cuando había descubierto que le estaba brotando vello en el pubis, se examinó por todos lados ante el espejo, tratando de encontrar los rincones donde crecía; inesperadamente, y sin haberse dado cuenta de la erección, le asaltó el orgasmo como el bamboleo de una ola de la playa en pleno rebalaje. Se sintió zarandeado y estremecido por algo que no podía controlar. Era como si estuviera dentro de un torbellino, igual que si se lo llevara el viento al hermoso país de las fantasías a través de explosiones estelares. Los minutos siguientes, permaneció estupefacto, preguntándose qué había sucedido; permaneció con la mente en blanco, incapaz de otro pensamiento que la exaltación del instante maravilloso que había sentido. Unos días más tarde, como no había encontrado a nadie a quien preguntar, repitió los tocamientos a ver si aquello volvía a ocurrirle; la erección llegó de inmediato, lo que le hizo recordar lo que los niños mayores del barrio solían decir: “Parece mentira lo que la picha estira”. Casi en el mismo instante, sintió una onda que avanzaba en su interior, espalda abajo y por la cintura. Aquella chispa eléctrica iba a llegar a sus genitales, tenía que apresurarse. Movió la mano intensamente y con rapidez, para advertir con horror que manchaba la colcha sobre la que estaba sentado en la cama. Durante unos minutos, se preguntó qué hacer para evitar que su madre descubriera esa huella; durante su vacilación, notó que el líquido blanquecino estaba empapando no sólo la colcha; seguramente había calado las sábanas. No podía hacer nada. Como ya había almorzado, salió presuroso de su casa mareado por la pregunta de qué hacer y adónde ir. Permaneció muchas horas deambulando por las calles de su barrio, tantas, que se perdió la merienda y llegó tarde a la cena. En contra de sus temores, nadie dijo nada de lo que había sucedido.
En vista de que el mundo no se había hundido ni a él se lo había llevado el diablo, al día siguiente repitió la escena, pero tomando la precaución de sentarse frente al espejo de modo que aquello cayera en el suelo. Desde entonces, de eso hacía más de dos años, lo repitió tres o cuatro veces cada día.
La pasión que Pepe desbordaba en cada renglón de sus cartas conseguía penetrar por alguno de los vericuetos de su corazón, produciéndole una alegría extraña y expectante, pero esa alegría se entreveraba con un temor que no sabía definirse a sí mismo, temor que metía espinas en los mismos vericuetos del corazón. Es que, inopinadamente, experimentaba erecciones con la lectura, sin que expresamente hubiera ninguna palabra que pudiera estimularlas. Era más la música que la letra lo que lo arrebataba.
La mezcla de sentimientos que le producían las cartas de Pepe no podía describirla ni explicársela. Era una especie de resquemor atávico, como si su carne hubiera sido herida. Como las masturbaciones a todas horas le llenaban el pecho de sentimiento de culpabilidad, se veía obligado a celar para evitar que su madre hurgara en las escasas pertenencias de su rincón de la habitación: una cartera de plástico, los libros de la escuela, una pequeña regla milimetrada y rotuladores junto a lápices y bolígrafos.
La realidad más palpable era que la dedicación de Pepe hacia él le enorgullecía y le alentaba, como contrapunto de la pobreza y dificultades de su adolescencia incipiente. No había colores en su cotidianidad, sino el gris frío y opaco de la indiferencia. No recordaba que su padre hubiera puesto nunca la mano en su hombro para conducirle a una facción cualquiera de conocimiento; ni siquiera podía recordar una caricia moral ni física de su padre. En cambio, la predilección de Pepe por él convertía en luminoso su mundo, donde no abundaban las perspectivas, solamente vericuetos estrechos con finales oscuros. Nada fulgía en los ojos expectantes de su adolescencia. En los momentos de mayor temor, comprendía que sólo descubriera la luz y el color desde que conociera a Pepe.
Porque aunque nunca lo habían maltratado demasiado, su niñez había sido triste y solitaria. Sentía desprecio en las contadas miradas de los ojos grises de su padre, cuando coincidían a la hora de comer, lo que era muy poco frecuente. Incomunicado. La incomunicación era lo que más le apenaba, sin alcanzar a comprender el significado ni las razones para el desapego de sus padres. Pero tampoco contaba con el consuelo de la gente de su edad. No le interesaban las conversaciones infantiles que escuchaba al pasar por su calle o en los recreos de la escuela. Cuando los demás hablaban en la mesa familiar, sentía a cada momento el peligroso impulso de contradecirles, peligroso porque, según su padre, era demasiado pequeño para decir las cosas rarísimas que le ocurrían
Desde el principio, Pepe abatió todos los muros que Manolo había sufrido hasta entonces; la incomunicación de un padre desatento y una madre equivocada; la imposibilidad de comunicarse con sus semejantes; su incapacidad de comprender a sus vecinos; la huida disimulada cuando surgía la oportunidad de tratar a otro niño de los alrededores. Carecía de amigos íntimos y nadie le había explicado que era él mismo el culpable de ello. No era consciente de poseer mayor capacidad cognitiva y por ello no se daba cuenta de lo muy selectivo que era para elegir interlocutores ni de que todos los demás detectaban en sus ojos un rechazo que ni siquiera era consciente de sentir.
Pepe había irrumpido como un ángel de luz en ese panorama pedregoso y minado de aristas. La primera vez que le habló como si fuese un adulto, le pareció que levitaba. Tuvo que bajar la cabeza, lleno de turbación, porque le desagradaba que los demás notasen su expresión de plenitud. El respeto y la consideración de Pepe eran regalos grandiosos, por inesperados y porque todo hasta entonces le había hecho creer que nunca merecería ser objeto de elogio o un presente. Jamás habían festejado su cumpleaños, y mucho menos su santo, por caer en Año Nuevo, fecha demasiado renombrada aunque tampoco su familia la celebrara.
El papel que sostenían sus manos hambrientas era una guirnalda de luces de colores, como un maravilloso juego pirotécnico. En esos momentos, su delgado cuerpo emergente se llenaba de vigor, como si las más violentas fuerzas telúricas infiltraran ríos de lava en sus venas. Inconscientemente, de tanto sobarla y estrujarla, estaba a punto de reducir la última carta de Pepe a pulpa de papel:
“Me acosté pensando en ti y no he podido dormir; a las dos de la mañana, tuve que salir de la cama y arrodillarme en el suelo, donde pedí a Dios Nuestro Señor que me ilumine. Lo hago la mayoría de las noches, cuando me desvelo pensando en ti. A veces no es que me desvele, sino que en ocasiones me despierto llorando, sin comprender al pronto por qué.
Es que tú has aportado tibieza consoladora al frío que con frecuencia se aposenta en mi corazón. Eres como un río tibio capaz de arrastrar todas las piedras de mi pecho. Eres flujo permanente de frescura sobre mi cabeza febril, un antídoto contra el frío polar que me agarrota la garganta, donde siento a todas horas millares de cuchillos lacerándome la piel y como si mi frente estuviera estrujada por una corona de espinas.
Nunca debí aceptar el traslado, porque presentía que iba a languidecer lejos de ti. Ya te dije que me dieron libertad de optar por quedarme, pero, por lo que sabía, venir aquí podía solucionar varios problemas acuciantes, lo que ha sucedido, en efecto. Pero habiendo cumplido ya el que parecía el principal objeto de mi venida, siento como si me hubiera vuelto paralítico. Es como si mis miembros se agarrotasen por un virus desconocido. Estoy moralmente hundido. Escribirte me consuela un poco, pero si te tuviera ante mí, si pudiera mirarte y oír tu voz, sé que recobraría la vitalidad.
¡Qué tristeza más grande!
Como imaginarás, mis compromisos cotidianos me obligan a actuar siempre con serenidad y sin que mis problemas se reflejen en mis expresiones. Todos esperan de mí consuelo, no que yo se lo pida. ¡Triste de mí! Soy yo el que anhela ser consolado, soy yo el que se retuerce por el dolor, soy yo el que sangra día y noche por las esquinas, como un alma en pena.
Y nadie puede saberlo. Nadie puede ayudarme porque ante nadie puedo acudir. Ay, Dios mío, si hubiera aquí en mi cuarto una ventanita mágica por donde pudiera contemplar tu rostro cada vez que lo necesitase… Ver progresar ese bozo incipiente de cuyo nacimiento he sido testigo; extasiarme con esa sonrisa que no prodigas pero que te hace irradiar luz cuando te apetece sonreír; comprobar una y otra vez la inteligencia infinita que brota de las chispas de tus ojos verdes; maravillarme con las oleadas de aromas que desprendes a dos metros de distancia; guardarme la mano en el pecho para no acariciarte”…
En este momento de la lectura Manolo sintió una especie de mareo, como si su cabeza quisiera alejarse de su cuerpo. No podía asimilar la intensidad de lo que Pepe narraba. Su cuerpo ardía con frecuencia como brasas; ocurría varas veces cada día, pero se trataba de ardor físico nada más; los ardores mentales no formaban parte todavía de su equipaje intelectual. Se trataba de instinto, no elaboraciones sentimentales, era la urgencia del cuerpo la que lo obligaba a masturbarse tantas veces cada día, tal como contaban que hacían los idiotas.
Sin plantearse ninguna duda, entró en el retrete. Se encerró echando el pestillo, porque en el recorrido de los tres o cuatro metros de pasillo, el abultamiento de su calzoncillo habría resultado muy obvio para cualquiera; su madre se daría cuenta de inmediato, pero de cruzarse con cualquiera de sus hermanos habría sido mucho peor, porque se habría burlado a gritos. No recordaba haberse fijado en que ninguno de ellos pasara con un abultamiento semejante; tal vez nadie se fijaba en esas cosas, pero se sentía desnudo, completamente en evidencia, porque había oído a su madre comentar a una vecina que “el Manolito tiene una cosa bastante especial”. No había precisado más, pero él sospechaba lo que podía ser.
Se masturbó de modo muy impaciente, pero no se sintió calmado con el orgasmo, que se había vuelto previsible de tanto usarlo. Casi de inmediato necesitó hacerlo otra vez, todavía de modo más apresurado por si alguien trataba de abrir la puerta y quería entrar. Como esta vez demoró mucho más, llegó a sudar copiosamente por la prisa y los anhelos, hasta que el estallido llegó menos intenso pero mucho más prolongado. Recuperó el aliento a duras penas. Notó que había alguien al otro lado de la puerta; dudó unos instantes, a ver si lo oía alejarse, pero no. Salió al fin, mirando para el lado contrario de quien esperaba, que era su padre. Volvió a su rincón prácticamente sin pisar el suelo, y continuó la lectura de la carta de Pepe:
“Me hablas de tu empeño por que tu madre no revise lo que me escribes. Haces muy bien; tú y yo somos especiales, Manolo. En realidad, somos seres superiores y pocos serían capaces de entendernos. La gente común lo confunde o tergiversaría todo.
En cambio, tú nunca encuentras segundas intenciones en nada. Siempre lo entiendes todo a la primera. Cuando todavía estaba ahí, me sorprendía a cada momento la facilidad con que asimilas, tu capacidad directa e ilimitada de aprendizaje. Pensar a dónde podrías llegar me produce vértigo. No creo que exista techo ni limitación espacial para tu talento. Lo malo es que tenemos que pagar por nuestra superioridad, Manolo. Como decía Jacinto Benavente; “Disimula tu talento, porque si descubren que lo tienes te arrancarán la piel a tiras” La sociedad cobra peaje a la gente como nosotros, lo comprobarás en cuanto empieces a buscarte un empleo.
Tuvo que empezar a buscarlo en seguida. Quería estudiar bachillerato, pero su padre le respondió que “ni en sueños. Tienes que ganarte cuanto antes el pan que te comes”. Tras meditar varios días, decidió que a lo mejor podía trabajar al tiempo que estudiaba bachillerato nocturno. Pero necesitaba dinero hasta para comprar los libros, que su padre se negaba a financiar. Un ex compañero del colegio trabajaba de “botones” en una oficina; le pidió orientación y pocos días más tarde ese chico le anunció que “una oficina de al lado busca un aprendiz”. Corrió al lugar donde, tras la primera entrevista, ni siquiera le dijeron que lo avisarían; el entrevistador lo sorprendió:
-Bueno… eh…tú eres demasiado “fino” para lo que estoy buscando, pero… Puedes empezar el lunes, si quieres
Quiso. El domingo víspera, tomó la precaución de satisfacerse todas las veces que pudo, porque temía que sus necesidades pudieran dominarlo y hacerle cometer algún error a causa del cual perdiera el empleo. Todavía no había sido capaz de preguntar a nadie cuál sería el número más conveniente de masturbaciones diarias, mucho menos a Pepe. Con su padre no había posibilidad. Él era un ser lejano, demasiado distante; distante no sólo por su trato, sino porque con frecuencia le parecía que él hablaba un idioma distinto al suyo. Pero lo relativo al número no era su única pregunta; no había conseguido encontrar un libro donde se hablase claramente de la cuestión, solamente conocía las homilías de misa de los domingos a los niños de la escuela y cometarios sueltos donde se hablaba de locura, debilidad de los huesos, pérdida de la vista y toda clase de deficiencias de la salud, por masturbarse. ¿Cualquiera que fuese la cantidad de orgasmos? Se vigilaba a sí mismo, por si algo en su pensamiento le hacía sospechar que rozaba la locura; pero su mundo personal era demasiado corriente; no sentía destellos. Pudiera ser que fuera cuestión de tiempo; ¿y si se volvía loco al llegar a la edad adulta? Pero su ánimo le aseguraba que enloquecería de inmediato si limitaba o renunciaba a sus orgasmos.
En cuanto comenzó a trabajar y sin pretenderlo, aprendió a masturbarse de manera instantánea, como si echara una moneda en una máquina expendedora de refrescos. Sentía las erecciones con tanta frecuencia, intensificadas por el rubor, que se veía obligado a correr a los aseos como si tuviera diarrea, tanto en la oficina como cuando lo mandaban a algún recado. Dominó la mecanografía en poco tiempo, y en la oficina habían empezado ya a ordenarle que copiase cortos textos, lo que cada día sucedía con mayor frecuencia. Una tarde, se acercó el jefe a hacerle una pregunta sobre lo que estaba escribiendo, y se puso de pie para escuchar y responderle. En esa posición, dentro del pantalón, su glande quedaba justo sobre la larga tecla espaciadora de la máquina de escribir, que pulsó involuntariamente unas cuantas veces mientras hablaba, por la presión de su propia entrepierna. Tales movimientos de la mayor tecla de la máquina de escribir ocasionaron una erección violenta y un orgasmo inmediatos, hechos que disimuló como pudo, tratando de no descomponerse, aunque notó en los ojos del jefe que parecía preguntarse el motivo de su expresión.
Cada vez que hablaba con algún vecino de su edad o un ex compañero del colegio, se preguntaba si el muchacho haría lo que él tanto hacía. No era sólo curiosidad, sino necesidad de información práctica. Comentarios mojigatos de las vecinas, o de sus vecinos mayores, continuaban asegurando que un chico podía volverse tísico y estúpido si se masturbaba más de la cuenta. Pero ¿cuál sería esa cuenta? No tenía ni idea de cuánto sería demasiado ni conseguía atreverse a preguntárselo a nadie, mucho menos escribirlo en una carta dirigida a Pepe. Su necesidad de complacerse a sí mismo no parecía tener límite. Su adolescencia estaba repleta de curiosidad y ambición de saber, la búsqueda de conocimiento era constante y apasionada, pero había tiempo de sobra para su salacidad incesante. A veces, decidía sin demasiada convicción que no podía repetirlo tanto, cuando pasaban de cuatro las veces el mismo día. Pero no porque se sintiera satisfecho del todo, ya que invariablemente tenía una nueva erección en cuanto se acostaba, que boca arriba resultaría demasiado obvia por lo que se encogía en posición fetal. Dormía en un cuarto compartido, lo que de noche lo disuadía de cualquier tentación.
Pocos meses después de haber empezado a trabajar, recibió una carta de Pepe donde le decía: “Siento tanta nostalgia de ti, que me paso la vida sufriendo. Es como una enfermedad”. Tomó literalmente lo de “enfermedad”, lo que le causó preocupación sin especular por el sentido del conjunto de la frase. Estaba ahorrando la parte de su sueldo que su padre le permitía quedarse, con objeto de empezar en septiembre el bachillerato nocturno. Pero tenía muchas ganas de comprar una bicicleta, para lo que sus ahorros bastaban ya.
El proyecto de la bicicleta ocupaba gran parte de sus pensamientos durante las caminatas de ida y vuelta al trabajo. Solía andar muy ensimismado, por lo que descubrió aquella mirada debido a una casualidad; a los pocos metros de salir de su casa, notó que llevaba desatado el cordón del zapato izquierdo; se agachó a hacer el nudo y, al alzarse, advirtió que lo miraba fijamente una vecina de su edad que se llamaba Raquel. Sabía que la pretendían casi todos los vecinos adolescentes, por lo que le pareció increíble que ella se hubiera dado cuenta siquiera de su existencia. Miró atrás, a ver si no sería otro a quien miraba, pero no había nadie. En cuanto se cruzaron sus ojos, ella los bajó rápidamente fingiendo que se alisaba la falda. Manolo comprobó en dos o tres días que ella salía con dirección al instituto de bachillerato a la misma hora que él iba a trabajar; por consiguiente, el cruce de miradas se repitió varias veces por la mañana, y dejó de dudar que lo mirase a él.
Pero ella cursaba ya bachillerato, y él no había podido empezarlo todavía ni sabía si sería capaz de examinarse de ingreso y seguirlo mientras trabajaba. No podía abordarla, ella estaba en un plano muy superior. Pero le gustaba mucho verla caminar. No poseía conocimientos ni elementos de comparación, pero le parecía que las piernas de Raquel eran bellas y se movían con gracia al caminar. Por no atreverse a abordarla, perseguirla se convirtió en costumbre, y no tardó en comprender que ella se daba cuenta de la persecución y la toleraba, porque un día ella dio un paso atrás en el momento de entrar en el portal del instituto, y volvió la cabeza para comprobar que él la seguía.
Desde entonces, todo ocurrió entre ellos por sobreentendidos. Las vecinas más chismosas comenzaron a comentar que eran novios… “El Manolito está por la Raquel…, aunque quién sabe a dónde podría llegar esa niña”
Tales comentarios lo disuadieron en lugar de alentarlo. Raquel poseía un porte más majestuoso que cualquier vecina de su edad. Sin ser espectacularmente guapa, poseía más distinción y elegancia que las demás, y se decía que iba a estudiar química, lo que la alejaba de toda ambición de sus convecinos.
Y además, estaba lo “otro”. Lo otro eran las numerosas masturbaciones de Manolo y lo que había con frecuencia en sus pensamientos mientras gozaba; a veces era alguna palabra o frase de las cartas de Pepe y otras, que había escuchado a dos niños vecinos hablar de sexo. Imaginar a uno de ellos con el pene enhiesto y frente a él mientras se masturbaba, resultó ser un estímulo muy fuerte y desconcertante. Surgían en su imaginación imágenes que, cuanto más las rechazaba, más expresivas se volvían.
Nunca pensaba en Raquel en tales ocasiones, lo que le producía extrañeza. Sin embargo, la tenía en la mente a todas horas, no sólo cuando la perseguía. No soñaba con ella ni la muchacha protagonizaba ninguna de sus fantasías, pero sentía necesidad urgente de equipararse con ella en los estudios y la categoría social. Se trataba de una necesidad extraña, que nunca había sentido en relación con nadie, lo que convertía a Raquel en un caso insólito en su vida. Un día la vio de lejos a la vuelta del trabajo; no llegaba del instituto, sino de una visita o de algún recado de su madre; no portaba libros ni caminaba deprisa. En lugar de parar en su portal, pasó de largo. Asombrado, decidió ver a dónde iba.
Empezaba a oscurecer, lo que añadía misterio a la caminata de Raquel. Las niñas de catorce años no andaban solas de noche. Fue tras ella más por la necesidad que tenía que protegerla que por cortejarla. Atravesó tras ella un pequeño parque cercano, en cuyo lado contrario había sólo un reducido sector de casas unifamiliares, con pequeños y modestos jardines. Raquel recorrió una de las estrechas calles arboladas y, sin detenerse, superó el pequeño distrito para salir a un sendero terrizo bordeado de frondosos nopales, por donde se accedía a una de las muchas huertas que rodeaban la ciudad.
Sorprendentemente, tras un recorrido de unos trescientos metros, Raquel empujó confiadamente una verja mohosa para entrar con entera desenvoltura en un caserón que los vecinos de los alrededores creían abandonado. Circulaban por su barrio toda clase de leyendas sobre sangre, muertes violentas y fantasmas en ese edificio; no había electricidad, pero se aseguraba que en ocasiones veían en las ventanas reflejos de luces muy tenues y misteriosas, generalmente en movimiento. Precisamente, mientras Manolo se preguntaba qué hacer a continuación parado junto a la verja, en tanto que Raquel había entrado ya en la casona, creyó ver un reflejo fugaz y algo espectral en la ventana baja más cercana al portalón. Sintió un estremecimiento, pero el temor de que pudiera pasarle cualquier percance a Raquel le impulsó a avanzar por el sendero de unos doce metros de largo.
Era una puerta antigua, de madera maciza en su mitad inferior y con la superior acristalada tras una artística reja pintada con purpurina desconchada. Trató de empujar suavemente, pero la puerta no se abrió, por lo que la entrada de Raquel adquirió nuevo enigma. ¿Ella tenía llave de esa casa; a quién podía pertenecer? Con el estupor aumentando a cada paso, Manolo no conseguía escuchar ningún ruido o voz dentro, pero a través de los cristales esmerilados le pareció que una débil y lejana luz se desplazaba de izquierda a derecha, dentro pero muy lejos de la puerta. Ya había oscurecido casi del todo; las proximidades de la casa estaban cubiertas de maleza que lamían y escalaban los muros, maleza de donde emergían muchos rumores y también escalofríos.
En estado total de tensión, tanto que le dolían las articulaciones de las piernas, Manolo oyó con claridad que alguien le decía muy bajito “vete”. Giró la cabeza hacia donde había escuchado la voz, para estremecerse porque no había nadie a la vista. De inmediato pensó en Pepe y sus consejos de que debía mostrar entereza y valor para lo que le esperaba en la vida. Tenía entereza, puesto que no había echado a correr, pero valor sí que le faltaba, pues estaba temblando.
Tenía que reencontrar ese valor que, por las apariencias iba a necesitar si no escapaba de allí de inmediato. Casi palpando la alta maleza, trató de ocultarse para quien pudiera pasar por el sendero o por si Raquel miraba por una ventana. La masturbación duró sólo un par de minutos, pero fue seguida de un estado momentáneo de serenidad, por lo que volvió a intentar empujar la puerta, ahora con algo más de fuerza. Como tampoco consiguió abrirla, decidió que tenía que encontrar otro modo de entrar, porque la permanencia de Raquel en esa casa a oscuras le estaba poniendo muy nervioso. La pared de la izquierda no estaba tan invadida de maleza como la derecha; arrancó una tranca de un naranjo medio podrido que había a la entrada, y con él fue abatiendo la yerba más alta conforme avanzaba junto a esa pared. Todas las ventanas estaban enrejadas y en dos no había postigos. La planta de arriba no era excesivamente alta; comprendió que si persistía en su determinación de entrar tendría que escalar una reja e intentar alcanzar un balconcillo de la primera planta, que había estado pintado de verde. La reja tenía dos travesaños; se situó en el superior con mucha dificultad, pues solo tenía la pared para apoyarse y no podía agarrarse a nada. Forzó el brazo derecho, pero le faltaban unos cinco centímetros para alcanzar el balconcillo verde mohoso; además, con alcanzarlo no le bastaba, no era tan fuerte como para balancearse colgado de una sola mano y forzarse a subir al balcón. Volvió abajo para coger la tranca con la que había estado abriéndose paso.
De nuevo encaramado en el travesaño más alto de la reja, consiguió ajustar la tranca entre los barrotes de ésta y los del balconcillo; jaló hasta asegurarse de su firmeza y cuando le pareció que no tendría problemas, se colgó de la rama y fue avanzando mano a mano hasta rozar la peana del balconcillo. Estaba muy oscuro; no conseguía distinguir los barrotes de la balaustrada, por lo que se vio obligado a tantear muchas veces, muy poco a poco, hasta tocar uno. Hubo algún momento en que perdió la cuenta del tiempo que llevaba en esa postura, colgado como un trapecista, aunque no creía ser demasiado fuerte. Sin embargo, algún duende debió ayudarle, porque consiguió aferrar fuertemente el barrote. Tras muchos intentos, sudores y afán, fue alzándose hasta alcanzar el antepecho de hierro del balconcillo. Se apresuró a colocar los pies entre dos barrotes y ya pudo empujar la puerta del balcón, que sólo estaba entornada, sin ningún pestillo echado.
Era un dormitorio; la cama no tenía más que el somier; la cómoda presentaba ampulosos y enredados adornos barrocos, pero no había nada encima. Se trataba de un mueble que nadie había usado hacía mucho tiempo. Tenía esta reflexión ocupando su pensamiento cuando se llevó un susto al abrirse la puerta que comunicaba el dormitorio con el resto de la casa. Pudo reconocer la silueta de Raquel, aunque la oscuridad era casi total.
La muchacha abrió a medias el cajón inferior de la cómoda para meter algo que Manolo no consiguió identificar. A continuación, Raquel miró en todas las direcciones para asegurarse de que no podía haber sido vista y se marchó sigilosamente.

La pregunta de qué escondería Raquel en esa casa deshabitada desveló a Manolo varias noches, pero la curiosidad fue vencida por la preocupación por la salud de Pepe.
La frase de la carta de Pepe, alusiva a una enfermedad, le animó a comprarse la bicicleta en seguida, tras escribir: “Me gustaría visitarte un fin de semana; ¿podría dormir ahí una noche? Porque iría un sábado por la tarde y volvería el domingo por la mañana”. Sin esperar respuesta, compró la bicicleta pero no lo dijo en su casa. De momento, iba a guardarla de noche en el portal de la casa donde vivía Raquel..
Pepe le respondió a vuelta de correo. Naturalmente que podría dormir en su vivienda. El pueblo donde estaba destinado distaba sólo veintitrés kilómetros de la casa de Manolo, y se encontraba en el mismo valle, por lo que ni siquiera había cuestas difíciles. Manolo averiguó que podía tardar tan sólo un par de horas o tres en la ida y otras tantas en la vuelta.
Tras el entusiasmo y la emoción del reencuentro, Pepe tenía que decir su misa diaria y se despidió de Manolo con un “no dejes de asistir”. Luego, tras un ritual al que sólo habían acudido siete mujeres mayores, Manolo se apresuró a volver a la casa parroquial, porque Pepe había tropezado un par de veces y se mostró vacilante la mayor parte de los cuarenta minutos que duró la misa. Resultaba evidente que padecía alguna enfermedad.
Pepe se despojó de las vestimentas rituales despaciosamente, con una innegable lividez en su rostro. Parecía esforzarse por no mirar a la cara de Manolo.
-Me parece que no te sientes bien y, además, me parece que yo te hubiera molestado por algo.
-Qué va, Manolo. Es que…
Pepe apoyó ambas manos sobre el alto mueble de la sacristía. Daba la impresión de agarrarse a ese mueble como una tabla de salvación, porque su cuerpo evidenciaba el deseo de volverse hacia Manolo. El impulso de abrazarlo era tan poderoso, que el pobre sacerdote se sintió precipitarse por un abismo insondable hasta las llamas del infierno.
-Veo que te pasa algo. Dime si tengo que ir a la farmacia o buscar al médico del pueblo.
Tras un duro esfuerzo, Pepe se giró a medias, con el rostro crispado por una mueca equidistante entre el terror y el llanto.
-No, Manolo. Lo mío no puede arreglarlo el médico. Me muero porque quiero lo que no puedo querer. Estoy enfermo de celibato.