viernes, 30 de julio de 2010

LOS TERCIOS DE OMAR CANDELA. Séptima entrega


IX – Tanteo

-Mira quién está allí -indicó el Cañita.
-¿Quién?
-La noruega de Vélez, allí, en medio de sol, en el cinco, ¿la ves?
-No. ¡Joé, sí!
-Ésa ha venido por ti.
-Antes, soy capaz de enrollarme con la travesti. ¿Usted sabe, don Manuel, cómo jode esa tía?
-Puedo imaginármelo por la que se armó. Bueno, ¿cómo te sientes hoy?
-Regular, don Manuel. ¡Tengo un queso!
-¿Por qué no descargas un poco, antes del paseíllo?
-Ya no me van esas cosas, don Manuel. De pronto, no comprendo cómo he podido meneármela tanto los últimos cuatro años.
-¿Podrás aguantar hasta el final de la novillá, con todas esas tías gritándote piropos?
-¡Qué remedio!
-¿Seguro?
-¡Que sí!, que ya no soy un niño, joé.
"Los toreros están obligados a madurar pronto", pensó el Cañita. Pero Omar Candela era un niño todavía, con los emperramientos propios de la infancia. Emperramiento que su libidinosidad tan desmesurada convertía en inaguantable. Lo de la tradición de que los toreros no tuvieran sexo antes de las corridas había dado resultado; el chico parecía haberlo asimilado. Tenía que inventarse otras tradiciones semejantes, falsas, por supuesto, pero que produjeran el mismo efecto, porque el chiquillo tenía magníficas hechuras y podía malograr el futuro con los ardores de su entrepierna, que le quitaban concentración la mitad de los días de entrenamiento. Era natural que hubiera tantos toreros que se casaban jóvenes. Antes de ser mentalmente hombres del todo, se encontraban en el centro de una corte de aduladoras, que lo primero que ensalzaban eran sus atributos, tan notorios por lo ajustado de los trajes de luces, dispuestas a comérselos vivos y eso no hay cuerpo que lo resista. Claro que Omarito no podía casarse todavía, no antes de, por lo menos, dos o tres años más. Si aquella muchacha de Valladolid se pusiera a tiro... Y si también se pusiera a tiro la tía...
El alguacilillo estaba preparado. Había llegado la hora.
Salvo por el hecho de que las miradas, los guiños y los apretamientos de tetas de Magrit ocasionaron de nuevo que gritaran bromas en los tendidos sobre los embutidos que Omar guardaba en la taleguilla, la tarde nerjeña fue distinta de la de Vélez, ya que no tuvo que padecer el tormento de que le devolvieran un novillo a los corrales. Tampoco cortó dos orejas, sólo una en el primero, pero dio la vuelta al ruedo en los dos. El triunfador de la tarde fue uno de Estepona, que salió a hombros.
-Van a dar una fiesta en el ayuntamiento, niño, y no podemos faltar -dijo el Cañita.
-Pero ¿no quería usted que me encamara con la guiri?
-Lo dije sólo para que te serenaras, a ver si no pensando tanto en el sexo al dejarlo para más tarde, conseguías dejar de estar empalmado todo el rato y no te estorbaba el bulto a la hora de matar. A esa tía no puedes volver a follártela, a pique de que te meta otra vez en un escándalo. Mira, Omarito, iremos a la fiesta municipal, porque a partir de ahora tendremos que hacer muchas relaciones públicas, y luego, cuando la fiesta termine, te llevaré donde la Nancy. Has estado muy bien esta tarde.
-¿Ahora está más convencío de que llegaré a figura?
-Sí, hombre.
Era la primera vez que el Cañita usaba esta expresión al hablarle, le había llamado "hombre" y hasta ayer mismo sólo le llamaba "niño". Estaba progresando. Omar Candela sonrió, tratando de escamotear el gesto a la mirada de su apoderado para que no le preguntara el motivo de la risa. En cuanto empezara a salir regularmente en los periódicos y en la televisión, llegaría la hora de darle a la niña de Valladolid la lección que merecía. No conseguía comprender por qué necesitaba tanto tomarse la revancha por lo ocurrido en el tren, por qué se acordaba todos los días de Marisa. Encontraría la manera de vengarse.
Aunque iba con ropa de calle, la gente lo reconoció en el recorrido entre la plaza y el ayuntamiento. Ésta sí que era una novedad, más todavía que el hecho de que el Cañita le hubiera llamado "hombre". A pesar de que predominaban las muchachas jóvenes que le gritaban "¡guapo!", muchos hombres lo jalearon y varios llegaron a exclamar algún "¡Olé, maestro!"
En el ayuntamiento siguieron aclamándolo, aunque no tanto como al esteponero, que era el centro de la fiesta.
-¿Tú también eres malagueño? -le preguntó una señora que podía tener unos treinta y tantos, o cuarenta, muy bien vestida y perfumada, que no hablaba andaluz.
-Sí, de Cártama.
-¡De Cártama! -exclamó la mujer, como si el dato tuviese especial significación.
-¿Conoce usted gente de allí?
-Oye, no me hables de usted, que no soy tan carroza. Sí, conocí una vez a un cartameño donde vivo, en Valencia, hace muchos años. Trabajaba en nuestro hotel. Pero también me han hablado de los hombres cartameños algunas amigas.
-¿Sobre qué?
-Uniendo lo que mis amigas me contaron y mi propia experiencia con aquel muchacho, una llega a la conclusión de sois un tanto especiales.
-No comprendo.
La dama no aclaró más. Presentaba una expresión curiosa mientras miraba distraídamente el gentío que llenaba el patio de estilo andaluz, tratando todos de llenar las copas de vino de Cómpeta; una expresión que parecía revivir un recuerdo muy placentero, acaso muy feliz, que chisporroteaba en el brillo de sus ojos. El novillero buscaba desesperadamente algo que decir, porque le agradaba estar conversando con aquella señora tan elegante, pero no se le ocurría nada
-Ven un momento, Omar -le dijo el Cañita-, que el alcalde quiere decirte una cosa.
Volvió la cabeza hacia la valenciana, tratando de que entendiera que debía esperarle porque deseaba continuar hablando con ella o, más exactamente, escuchándola.
-Tienes muy buenas hechuras -elogió el alcalde-. Viéndote torear esta tarde, no he parado de acordarme de Antonio Ordóñez. Te felicito. Me parece que vamos a tener pronto una figura malagueña en las plazas de toda España.
-Gr... gracias -murmuró Omarito, casi atragantado por su propio pavoneo.
-Voy a tratar -dijo el alcalde-, de que te metan en el cartel de este año de la feria de Nerja.
-¡Muchas gracias! -exclamó el Cañita, viendo que a su pupilo no le salían las palabras.
Cuando se apartaron del alcalde, el Cañita preguntó:
-¿Sabes con quién estabas hablando?
-¡El alcalde! A ver.
-No, niño. Me refiero a la gachí, aquélla tan elegante que está allí, en el rincón, con la mujer del consejero.
-Me ha dicho que es de Valencia.
-Su marido tiene un montón de hoteles. El mejor hotel de por aquí es suyo también. Veo que empiezas a tener buen olfato a la hora de hacer amistades.
-Yo... no...
-Me vas a decir que ha sido ella la que ha empezado la charla. ¡Me lo figuro!, porque tú no vas pa Castelar. Lo que trato de decirte es que me parece muy bien que le des conversación a esa clase de personas.
Omar notó que la valenciana le estaba mirando y, más por lo bien que le hacía sentir que por los consejos del Cañita, fue hacia ella.
-¿Conoces a mi amiga? -preguntó la dama.
-No... tengo... el gusto.
-Es la esposa del consejero -Omar inclinó la cabeza a modo de saludo-, pero también es valenciana como yo. Llevamos diez minutos discutiendo a propósito de ti.
-Y... ¿cuál es el motivo de la discusión?
-Ya te lo diremos. Ven con nosotras arriba, que te vamos a enseñar el despacho del alcalde. Es muy bonito, ya verás -Omar notó que guiñaba el ojo izquierdo, disimuladamente, en dirección a la otra mujer y como si quisiera que él no lo adviertiera-. Mi amiga se llama Pilar y yo, Quimeta.
Hablaba y gesticulaba muy suavemente, con desenvoltura mundana pero sin agresividad; al novillero le seguía pareciendo que el brillo de sus ojos reflejaba recuerdos añorados, ironía, picardía y muchas cosas que no sabía explicarse. Las dos mujeres subieron la escalera por delante de él y ya no pudo remediar lo de siempre; el bamboleo de los dos pares de nalgas a la altura de sus ojos, unido a la estela de perfume caro que iban dejando, tuvo el efecto que era previsible y ello lo sumergió en el sonrojo de costumbre; ellas iban a notar el abultamiento del pantalón y él no sabría dónde meterse.
-¿Qué te parece, Omar? -preguntó Quimeta señalando con la mano el perímetro del despacho.
-Mu bonito.
En realidad, el joven no estaba en condiciones de apreciar la calidad de la decoración.
-Hemos hecho una apuesta Quimeta y yo -dijo Pilar-. ¿Querrás ayudarnos a descubrir cuál de las dos gana?
-¿Qué tengo que hacer?
-Bajarte los pantalones.
Omar sonrió jubilosamente. En ese terreno se sentiría más confiado.
-¡Eso está hecho!, a ver -declaró, haciendo lo que se le pedía.
-¡Caramba! -exclamó Pilar-. El chico no necesita estímulo.
-¿Qué te decía yo?
-Pero, ¿tú crees?
-Te digo que sí.
Omar no comprendía de qué iba el juego. Quimeta estaba rebuscando entre los objetos colocados en el escritorio del alcalde y en los cajones de una mesa axuliar. Sintió que Pilar situaba la mano encima de la protuberancia del calzoncillo.
-¿Qué tendría que hacer para que esto alcance todo su esplendor?
-Como no quite usted la mano, va a ver usted esplendor y fuegos artificiales.
-¿Como en las fallas?
-¡Y con surtidores luminosos! A ver.
-Pues entonces, no la quitaré -dijo Pilar entre carcajadas, mientras apretaba y acariciaba el bulto.
-No siga usted, si no quiere tener que llevar ese vestido tan bonito a la tintorería.
-¡Es verdad! Ya está, Quimeta, mira.
-Aguanta un poco, que no la encuentro -pidio la hostelera-. No vaya a explotar el muchacho y se le afloje.
-Tiene que haber una por ahí -afirmó Pilar.
Quimeta se mostraba impaciente, pero parecía ser por la necesidad de volver en seguida a la fiesta, para que la ausencia no fuese advertida. Por más que rebuscaba, no aparecía lo que estuviera buscando, y Omarito conservaba en el vientre la calentura de las dos horas de corrida con las tetas estrujadas y los lameteos de los labios de Magrit y las apreturas de la taleguilla. En el momento que Pilar bajó la mano un poco hacia el escroto cubierto por el calzoncillo, le flaquearon las piernas y contuvo el rugido, pero no pudo contener el manantial que se derramó por las perneras del calzoncillo muslos abajo.
-¡Ay, qué pena! -murmuró Pilar, con decepción-. Ya no hay nada que hacer, Quimeta, déjalo, no busques más. Mira el niño.
Quimeta observó los grumos blanquecinos que se deslizaban por las piernas y sonrió.
-¡Eso es una erupción, y no la del Vesubio! -alabó.
-La apuesta se ha quedado sin ganadora -se lamentó Pilar.
-¿Qué le vamos a hacer? Otra vez será.
-¿Qué pasa? -preguntó Omar.
-Que al correrte -informó Pilar-, no podemos comprobar lo que habíamos apostado.
-¿Ne... necesitan ustedes que me... empalme otra vez?
-No te esfuerces, muchacho -dijo Quimeta con dulzura-. Ahora ya será imposible.
-¿Imposible? A ver.
Sintiéndose más seguro y ya definitivamente en su terreno. Omarito se quitó los calzoncillos, los hizo un gurruño, enjugó la chorrera de semen y se puso en jarras.
-¿Podría levantarse la falda una de ustedes? -preguntó.
-¿Cuál de las dos prefieres? -preguntó Quimeta.
-Usted. Siéntese en esa butaca y súbase el vestido, que yo la vea.
-Está bien, de acuerdo -aceptó Quimeta-. Pilar, búscala tú, que conoces mejor que yo este despacho.
-Debe estar por aquí -dijo Pilar señalando los estantes y las puertas correderas del mueble que había tras el escritorio, puertas que abrió, poniéndose a rebuscar dentro.
Quimeta se acomodó en la butaca frente a Omar y levantó despacio la falda del vestido. Tenía muslos un poco gruesos, pero firmes y bien formados, enfundados en medias oscuras, que emergían provocativos e incitadores de unas bragas de satén de color salmón con mucho encaje y puntillas, sobre una vulva voluminosa que el brillo del tejido marcaba reveladoramente. Omar no tuvo apenas que acariciarse. Siete minutos después del orgasmo, volvía a presentar una erección tan firme como de costumbre.
-¡Mira, Pilar! -alertó Quimeta- ¡Lo que yo te decía! ¿Has encontrado la regla milimetrada?
-Sí, aquí está -respondió Pilar-. Pero ese aparato no puede medir más de veinte centímetros. No hay penes de más de veinte centímetros.
-¡En Cártama, sí! -afirmó Quimeta con mucha convicción, mientras se arrodilladaba al lado de Omar-. Ven a medirlo.
Mientras Pilar se acercaba con la regla de plástico, Quimeta despegó el pene que estaba rígidamente adosado al vientre y lo situó con la palma de su mano en una posición cómoda para ser medido. Pilar puso la regla a lo largo del falo y exclamó:
-¡No lo puedo creer, veintitrés efe!
-¿Veintitrés efe?, ¿qué quieres decir?
-Efe de falo y veintitrés de cifra para la historia. ¡Has ganado!
En ese instante, se abrió de par en par la puerta y entró distraídamente el alcalde mirando hacia alguien que venía detrás. Al ir a indicar algo a su compañante, volvió la cabeza y se encontró con el cuadro. Omar de pie, en jarras, presentando armas, Quimeta, arrodillada, sosteniendo el arma y Pilar, en cuchillas, calibrando el arma. Tras la expresión de sorpresa y un instante de vacilación, el alcalde soltó una carcajada y dijo:
-Ya veo que queréis regalarle un traje de luces a Omar Candela y estáis tomando medidas.
El que llegaba detrás del alcalde, un gaditano que era compañero del marido de Pilar, comentó:
-Pues si el sastre tiene en cuenta esa medida concreta, quedará la mar de lucido y las mujeres no van a dejarnos a los hombres entrar en las plazas de toros.

LOS TERCIOS DE OMAR CANDELA. Sexta entrega


VII – Rejón de castigo

El asunto ése de no poder estar con una mujer cuarenta y ocho horas antes de una corrida era un rollo moruno; en la próxima novillada, iba a preguntarle a un compañero si era verdad. Sabía que esa noche tenía que dormir bien, pero ¿quién podía dormir a pierna suelta con una tercera pierna, nada suelta, sino muy firme, estorbando enmedio? Iba a tener que masturbarse o tendría sueños raros otra vez.
-Niño -le dijo su madre-, que ya sabes tú que don Manuel mandó que te acostaras temprano.
-No tengo sueño.
-Son las once y cuarto. Ya es hora de que te acuestes.
-Un ratillo más, mamá. Cuando acabe la película.
-Bueno, un ratillo, pero ni un minuto más... o llamo a tu padre.
-Deja a mi padre tranquilo, que bastante tiene con vigilar la cañaduz de noche, pa que andes llamando al móvil por chuminás.
Libre de la conversación materna, Omar volvió a sus cavilaciones. ¿Cómo sería acostarse con una muchacha de su edad, sin tener que pagarle? Porque sí, porque ella quisiera, con los tiras y aflojas propios de las adolescentes. Desde que la metiera por primera vez en caliente, sólo había estado con la Nancy y otras tías pagadas, además de la guiri de Torre del Mar... sin contar la broma asquerosa que le había gastado el Cañita tres días antes. Joder, ¡un travesti! Escupió involuntariamente y, al darse cuenta, fue al baño en busca de un poco de papel higiénico para limpiar el escupitajo, que la vieja tenía muy malas pulgas y todavía venía de vez en cuando a sacudirle con la esportilla.
Marisa sí que tenía un buen polvo. Bueno, muchos más de uno y otras muchas cosas. Una niña así era lo que necesitaba. El Cañita había conseguido una novillada en Palencia, a menos de cincuenta kilómetros de Valladolid. Ojalá viniera Marisa. Le iba a dar unos cuantos "folladme" escritos con carmín. A ver.

LOS TERCIOS DE OMAR CANDELA. Quinta entrega


VII – Revolera

-¿Quién es? -preguntó Isabel Gámez al responder el teléfono.
-Manolo Rodríguez, ¿cómo está usted?
-¿Manolo Rodríguez? ¡Ah, el nazareno!
-¿Le gustó la procesión?
-Mucho. ¿Es verdad esa leyenda que cuentan del bandido?
-Creo que sí; por lo menos, los malagueños creemos a pies juntillas que el bandolero Zamarrilla existió de verdad y que los migueletes no lo pudieron descubrir cuando se refugió en la ermita del Perchel, bajo el manto de la Virgen. La imagen es pequeña y el manto era muy chiquitillo y, aunque no lo escondía del todo, los migueletes no lo vieron, como si la Virgen hubiera decidido protegerlo. En agradecimiento, él le tiró desde abajo una rosa blanca atravesada con su puñal, que fue a clavarse en el pecho de la imagen; al instante, esa rosa blanca se volvió roja. Fue un milagro... pero yo la llamaba pa otra cosa. Dentro de dos sábados toreamos en Palencia... ¿Eso no está cerca de ustedes?
-Pues sí, a cuarenta y siete kilómetros. ¿En Palencia capital?
-Allí mismito.
-No creo que podamos, don Manuel. Vamos a ver... El sábado de la semana que viene, mi sobrina va de excursión a las cuevas de Altamira.
-¡Qué lástima! Al niño le hace una ilusión...
-Me extraña. Yo creía que, después de la broma que le gastó Marisa en el tren, no iba a tener más ganas de vernos en toda su vida. Es una pena que no podamos ir, don Manuel...
-Osú, déjese de tantos dones. Tráteme de Manolo.
Isabel calló un instante. En las apreturas, durante el multitudinario encierro de la procesión, había notado las miradas golosas que el apoderado le dedicaba, y no acababa de decidir si el interés que tales miradas revelaban le halagaba o no. Se aclaró la voz para cambiar de tema:
-¿Cómo va el muchacho? Lo del domingo fue estupendo. Después de una tarde como la de Vélez, ¿sigue usted con tanto escepticismo sobre sus condiciones toreras, como me dijo el día de la procesión?
-De momento, estoy a liquindoy, porque con este chiquillo no sabe uno a qué carta quedar. A las primeras de cambios podría dar la espantá. Pa enfrentarse a los toros hay que tener mucho valor, ¿sabe usted?, y por ahora el niño ha dao menos pruebas de valentía que una liebre en un canódromo. Mañana tenemos una novillá en Nerja; ojalá que repita el faenón y lo del domingo pasao no haya sido un pronto.
A pesar de sus dudas, Isabel sentía deseos de encontrarse de nuevo con Manolo el Cañita. Suponía que por lo divertida que resultaba su charla. Otra vez se aclaró la voz.
-Escuche, Manolo, la verdad es que a mí me gustaría mucho volver a verlo. Así que, aunque mi sobrina no pueda, creo que iré a Palencia.
-Eso está muy requetebién. Tengo yo ganas de contarle esa leyenda del Zamarrilla con más detalle.
-Pues allí estaré.
-Le dejaré una barrera a su nombre en la taquilla.
-No tiene que molestarse...
-Claro que sí. ¿Qué menos puedo hacer, ya que se tomará usted la molestia del viaje?
-Magnífico. Pues nos veremos el sábado.
-¿Podremos invitarla a cenar?
-Ya veremos.
Era por el niño, se dijo el Cañita cuando colgó el auricular, por el enchochamiento que parecía tener Omarito con Marisa. Pero, si sólo era por eso, ¿por qué se sentía tan contento de que la sargenta estuviera dispuesta a encontrarse con él dentro de ocho días?
Bueno, ahora, lo importante era ocuparse del trabajo. Además de la plaza de Palencia, habían requerido la presencia de Omar Candela en Colmenar Viejo, Játiva, Albacete y Fernán Núñez. Más novilladas pagadas de las que había tenido Omarito toda la temporada anterior. Las cosas empezaban a funcionar, pronto podría recuperarse de la inversión, pero... ¿y si el niño daba otro gatillazo mañana en Nerja? Mejor no pensarlo.

martes, 27 de julio de 2010

LOS TERCIOS DE OMAR CANDELA. Cuarta entrega


V- Alamares

Sentíase rendido esa noche cuando cayó en la cama, más por la tensión que por cansancio verdadero, y pasó un buen rato dando vueltas sobre sí mismo, desvelado. Primero, creyó que eran todavía las ondas replicantes del seismo de emoción que le había conmocionado al oír, por primera vez en su carrera, cómo sonaba un coso enardecido a causa de su arte, pero conforme pasaban minutos y más minutos sin conseguir dormirse, con la sábana formando cabaña india, se dio cuenta de que prevalecía la frustración de no haber rematado la faena con la noruega. La gritona lo había dejado a medias... y ahora, ¿qué? ¿Meterse otra vez en el cuarto de baño con la revista de tetas de papel, a machacarse a pajas?
Carmen, su madre, asomó la cabeza y un brazo por la puerta entreabierta. Su expresión era conmovida y risueña, tal como había sido desde que el Cañita lo dejó ante la casa, escandalosamente emocionada por el éxito del niño, que durante dos horas no paró de contar por teléfono, con pelos y señales e infinidad de superlativos, a todas las comadres del pueblo y a los familiares residentes en las poblaciones de los alrededores. Pero, se dijo Omar, de las expresiones de una persona como su madre no podía uno fiarse, porque era capaz de pasar sin transición de la inundación a la sequía en un segundo, sin que fuera posible verla venir ni dilucidar si había o no que tomarse en serio y literalmente sus expresiones, porque lo que parecía un cabreo podía ser en realidad el preparativo de una broma y lo que parecía una sonrisa de bienvenida podía resultar ser el preámbulo de una bofetada.
-¿No tienes sueño, con el trajín que llevas?
-Es que...
-¡Osú, niño!, ¿por qué estás sujetando un poste de teléfono debajo de la sábana?
Su boca contenía el gesto, pero en el brillo de sus ojos había una carcajada. Omar se ruborizó, encendido hasta las orejas. Alzó las rodillas para que el pene enhiesto no resaltara.
-Voy a tener que ponerte pañales todas las noches antes de acostarte, porque tus sábanas están hechas cachos de tanto lavarlas. ..
-¡Mamá! -Omar esbozó un puchero.
Nunca le había hablado de esas cosas con tanta franqueza.
-... y, además -continuó Carmen, como si no hubiera oído la queja-, que te vas a quedar tísico, con los conciertos que organizas en el baño.
Encima, eso. Así que no bastaban las precauciones que tomaba.
-¿Por qué no vas buscándote una novia, ahora que parece que eso de los toros te va a servir de algo? Porque, por lo que veo, tu patrón no te deja que vayas tanto a Torremolinos...
Insistía en llamar "patrón" al Cañita, por la fuerza de las costumbres campesinas. Deducía que su madre se había olido lo que buscaba sin encontrarlo, cuando, hacía de eso ya un montón de meses, se escapaba con el primo Tomás y los amigos a Málaga y Torremolinos. El rubor se le volvió rojo púrpura. Ella pareció compadecerse.
-¿Quieres que te traiga un vasillo de leche? Te dará sueño.
-No... mamá, déjame dormir.
-No, claro, ¿cómo vas a necesitar más leche todavía? -comentó Carmen con picardía, mientras apagaba la luz y cerraba la puerta.
El sonrojo por el descubrimiento de que su madre podía tener ojos repartidos por toda la casa, se sumó a las demás emociones, y el pene sin parar de dar brincos de aviso y los testículos, a punto de reventar. Ahora no iba a ser capaz de masturbarse, convencido de que el más leve rumor sería detectado por Carmen.
¿Y si se levantaba y salía a dar una vuelta o se machacaba un poco, retando a una carrera a los amigos que quedaran en la taberna? Qué va, tenía que levantarse a las siete, porque el Cañita le daba una bronca cada vez que llegaba al tentadero aunque fuera un minuto más tarde de las ocho y media, y la caminata hasta la cortijá era de cuatro kilómetros.
Siguió dando vueltas sobre el colchón un buen rato, con cuidado de no hacer ruído para que su madre no sacase conclusiones equivocadas, sin parar de maldecir a la noruega y sus alaridos. Cuando despertó por la mañana, se dijo que Carmen iba a pensar de nuevo en ponerle pañales, ya que las sábanas presentaban grandes huellas del sueño.
¡Qué extraño había sido! ¿Cómo era posible soñar tales cosas?
Estaba en el centro de la plaza, pero, en vez de albero, pisaba una extensión inmensa de grandes baldosas blancas y negras, en damero, sobre la que todo se reflejaba, de tan pulimentada. Mirábase a sí mismo con extrañeza, porque lo que vestía no era un traje de luces, sino unas ajustadas calzas de color azul sobre la que brillaban los bombachos de tiras bordadas que iban de la cintura hasta medio muslo. En vez de llevar el capote en las manos, se encontraba sujeto a su espalda mediante un tirante de pedrería que le abrazaba el cuello. Contemplándose hacia abajo, vio en el reflejo que no llevaba montera sino un ancho sombrero adornado con plumas.
Volvía a sentir tanto miedo como durante las novilladas que había toreado el año anterior, cuando el burel corría más detrás de él que él detrás del toro... pero qué raro era ese toro. Sus cuernos refulgían como si estuviesen cubiertos de plata bruñida y pendía de cada punta un velo de tul que llegaba a arrastrarse por el suelo, y no bramaba ni corría en su dirección, sino que se movía ceremoniosa y pausadamente entre contoneos, arrastrando la cola de seda bordada. ¿Qué cola de seda bordada? El toro no era un toro, joé, sino Magrit vestida de princesa. Bueno, vestida era un decir, porque el traje de damasco recamado tenía un escote que descubría totalmente sus pechos y, a partir de la cintura, se encontraba abierto, mostrando el pubis y los muslos, abertura que, al desplazarse, se hacía mayor ya que el tejido barroco de la ampulosa falda se refrenaba al deslizarse sobre el pulido suelo.
¿Qué quería Magrit? ¿Qué significaban su expresión y sus gestos?
¿Decirle a don Luis Mejías que viniera a compartir la lida con él?, ¿quién era don Luis Mejías? Ningún torero compartía la lidia con nadie, salvo durante los quites del tercio de varilargueros. Él se bastaba.
¿Que no se bastaba, que un sujeto al que llamaba "comendador" era su enemigo y lo estaba acechando? ¿Por qué tenía que temerle? El único enemigo de un lidiador era el toro y el público cuando se cabreaba. Él no necesitaba a nadie más.
¿Que podían matarlo? Bueno, y qué. Ése era un riesgo asumido por todos los toreros.
¿Que, si ganaba en el trance, obtendría un premio mucho mejor que las orejas? ¿Un rabo? Entonces, ¿qué? ¡El éxtasis!, qué coño significaba esa palabra.
¿De qué tenía que convencer a Brígida?, ¿y quién era Brígida?
¿A un mausoleo? ¿Quién iba a mandarlo para un mausoleo si no se guardaba del comendador y dónde estaba ese sitio con un nombre tan estrambótico?
¿Que en vez de engañarla en el sofá la pidiera en matrimonio? No le faltaba más, casarse con una gachí que no hablaba español y que era una pila de años más vieja que él. ¡Vamos, anda!
Si quería, como sugería la guarrada de su vestido, que se la follara, que lo dijera claro, joé, pero eso de casarse eran palabras mayores. ¡Pues no le daría guantazos su madre si llegaba por las buenas y le decía que iba a obligarla a tener una nuera con la que no podría pasar horas y horas en la cocina, contando chismes, porque no entendería ni un pimiento!
¿Otra vez con eso del "éxtasis"? Tenía que dejar de usar palabras noruegas, coño, que él era un chiquillo de pueblo y no había estudiado idiomas.
¿Llevarla al delirio, como el viejo sacristán, que decían que se bebía a diario el vino de consagrar y contaban que había acabado en el manicomio de Málaga con "delirium tremens"? Ahora, qué pretendía, ¿que la emborrachara? Si él tenía prohibido por el Cañita beber alcohol y, en cualquier caso, lo más que había conseguido tomar una vez fueron dos cubatas y pasó luego una semana con resaca. Joé, que se dejara de tanto rollo y se abriera el toro de patas de una vez, o sea, que Magrit se abriera de piernas, porque los bombachos tan bonitos y tan historiados se iban a romper por la presión y no quería mancharlos por si era eso lo que quería el comendador o la Brígida, quitarle esa ropa que debía de valer un dineral y que seguramente le había prestado esa gente de nombres tan raros.
Con desolación, notó que la pedrería de los bombachos salía disparada igual que metralla, como si hubiera estallado una granada, y que el pene emergía de la tela igual que un ariete de las películas de romanos. ¡Estaba listo! Ahora iba a llegar el tal comendador a darle de hostias, al ver que no sólo rompía el traje, sino que lo dejaba asqueroso, de tan embadurnado de semen de arriba abajo.
Volvió a preguntarse por qué había soñado eso.
Observando la sábana manchada, maldijo por enésima vez a la noruega, sus gritos y los vecinos entrometidos. Bueno, ya que la cosa no tenía remedio y su madre iba a ver el rosetón, volvería a aliviarse otra mijilla; necesitaba tener una chiquilla cerca, parecida a la vallisoletana pero que no tuviera tan malas intenciones. Sudó para obtener el orgasmo, lo cual no estaba mal. Llegaría al tentadero sin necesitar los ejercicios de precalentamiento que le ordenaba el Cañita.
Mientras comía un pan de medio kilo tostado, con aceite de oliva virgen y restregado con ajo, vio que su madre cruzaba por el pasillo con las sábanas hechas un gurruño en la mano, dirigiéndose a donde estaba la lavadora. De nuevo se ruborizó. Bebió aprisa, atragantándose, el vaso de cacao con leche y salió para no tener que afrontar la mirada irónica de Carmen y sus bromas.
Bajó la cuesta hacia el río. El sol, no muy alto todavía, tenía ya pretensiones veraniegas aunque sólo empezaba la primavera en el calendario. Subía una tenue calima húmeda del estrecho riachuelo, cuyo caudal se encontraba retenido en la parte más alta de la Hoya por un montón de presas. La brisa movía indolentemente los cañaverales, los dardos de los cipreses apenas se balanceaban al otro lado del río y los matorrales nevados de margaritas permanecían quietos, como en una postal. Las densas formaciones de adelfas aparecían minadas de capullos que no tardarían en comenzar a abrirse, vistiendo a esas plantas venenosas de un inocente, sugestivo y engañador aspecto de jardín del paraíso. Junto a las cercas y en las quebradas, las chumberas tenían también sus pencas circundadas de botoncitos que serían higos chumbos cuando llegase el verano, unos frutos de los que, espinándose las manos, se había atiborrado con sus amigos y el primo Tomás desde que tenía memoria.
No había desayunado lo suficiente, el temor a darse de cara con su madre tras lo de la sábana le había impedido quedar satisfecho, porque habría tostado otro pan si no hubiera tenido que echar a correr. ¿Qué podía echarse al coleto?, ¿chupar una cañaduz?, ¿quedarían cañaduces por los alrededores? No, todas estaban más abajo, donde su padre y su tío cuidaban con mimo la finquilla que cultivaban a medias. Hambre y ganas de meterse tras un seto a cascársela. ¡Joé, cómo olían ya los naranjos! Ese olor le hacía hervir la sangre más todavía. Mierda con la noruega. Mierda con la vallisoletana. Como el Cañita le pusiera alguna pega para no llevarlo a follar con la Nancy esa noche, iba a rabiar.


VI – Pinchazo

-Tenemos una novillá en Nerja el sábado que viene -dijo el Cañita sin permitir a su pupilo interrumpir el entrenamiento en el tentadero.
-¿Y cuándo en Valladolid, don Manuel?
El apoderado sonrió.
-Así que estás enchochao con aquella muchacha...
-Me tocó el amor propio.
-Todavía no nos han llamado de por aquella parte. Cualquier día lo harán, no te preocupes. Según hablan los periódicos de lo que hiciste en Vélez, va a llegarnos tal aluvión, que ya estoy pensando en organizarte la alternativa esta misma temporada.
Habían pasado tres días desde el suceso con la noruega, tres días con sus noches correspondientes. La alternativa y el ascenso a matador parecían cuestiones demasiado lejanas y brumosas como para distraer a Omar de otro problema más acuciante. No rematar la lidia con Magrit le había dejado un sentimiento de inconclusión que no sabía cómo resolver, porque hacía ya varios meses que el manoseo había dejado de ser satisfactorio.
En el tentadero, situado en un cortijo de la parte naranjera de la Hoya malagueña, olía a azahar, un intenso aroma que se mezclaba con el de eucalipto y pino, llenando el aire caliente de vitalidad renacida, que se aliñaba también con el olor penetrante de los junquillos silvestres y los hinojos recién brotados. El conjunto aromático causaba cierta perezosa embriaguez que invitaba a abondonarse a los sentidos. Las grandes zancudas refugiadas en la laguna de Fuente Piedra sobrevolaban la Hoya en busca de alimento; cerca de la placita, en la rama más baja de una araucaria, cantaba un jilguero; los geranios de las ventanas de la casa reventaban en rosas y carmines, las paredes de cal viva reverberaban bajo la inundación de sol, todo el entorno iniciaba el esplendorosamente colorido progreso de la primavera que la sangre altera, y la sangre del novillero llevaba alterada más de setenta y dos horas.
-Voy a estallar y me dará un síncope. Tengo que ir esta noche en busca de la Nancy, don Manuel.
-Imposible, Omarito. Mañana salimos a las seis de la mañana pa Alcalá de los Gazules. Matarás una vaquilla, a ver si le coges el tranquillo del tó.
-Peor será si no duermo...
-¿Qué estás diciendo?
-Llevo tres noches sin pegar ojo y pajeándome como un loco. La guiri del otro día me dejó con la miel en los labios...
-¿Que no duermes bien?
-Creo que no.
-Será que no te das cuenta de que te quedas dormido... sí, eso tiene que ser. Mira, Omarito, tú sabes de sobra que no puedes tener sexo pocas horas antes de vértelas con un toro. Después, es otra cuestión.
-Ésas son cosas de viejas, don Manuel.
-¿Cosas de vieja? ¿Quién te ha metío esa idea en la cabeza, niño? Entérate, el toro huele que has tenío ración de coño y eso le hace ir directo a por ti. ¿Es que no has hablado de esto con tus compañeros?
-¡Qué va!
-Pues no encontrarás un torero que no pase un par de días de ayuno sexual antes de la corría. Convéncete, no puedes follar por lo menos cuarenta y ocho horas antes de enfrentarte a un toro.
-No puedo resistirlo.
Manuel Rodríguez el Cañita observó a su pupilo con preocupación. Sabía que esa clase de tensiones desconcentraban al novillero y que ello podía significar una vuelta atrás del paso de gigante que había dado el domingo anterior en Vélez, pero estaba dispuesto a mantenerse en sus trece, porque el toreo tenía sus ritos y sus claves sagradas que nadie podía transgredir.
-No puedes tener coño hoy, Omarito. Mira, te diré lo que vamos a hacer. ¿Tiene vídeo tu madre?
-No.
-Entonces, cuando termines voy a llevarte a mi casa. Por el camino, alquilaré dos películas pornográficas y te dejaré allí, solo. ¿Sabes manejar un vídeo? -el joven negó-. Yo te enseñaré.
-Pero eso es más de lo mismo. Ya le he dicho que las pajas no me molan ni mijita.
-Será distinto con una película pornográfica, ya verás. La imaginación cuenta mucho en el sexo.
-¡Que no, don Manuel! Que ya no tengo más ganas de "amor propio", joé, que me hierven hasta las túrdigas. Me cago en...
-Cuida tu lenguaje, Omarito, que mañana por la noche van a entrevistarte en la radio. Vamos a ver... ¿serías capaz de permitir que una tía te manipule sin correr como un loco a metérsela?
-Yo...
-Ya lo veo que no.
-No aguanto más.
-Creo que lo que te hizo la vallisoletana en el tren te lo tenías merecío. Eres un salío sin clase ni categoria.
-Marisa es cosa aparte.
-¡Vaya! Así que no te has olvidao del nombre. Que me huelo yo...
-Don Manuel, por favor. Voy a reventar; tengo una cojonera que va a dejarme inútil.
El Cañita meditó unos minutos. Se sentía cercado por la vehemencia del muchacho, pero era imposible renunciar a los principios. Adoptó un tono didáctico para decir:
-Mira, Omarito. Una mujer puede hacerte disfrutar de muchas maneras, sin necesidad de penetración. Hay muchas cosas que te faltan aprender en el sexo y hoy es un buen día para que empieces un cursillo acelerao. Te buscaré una que te deje seco, pero yo voy a tener que hacer de eunuco y estaré presente pa que no se la metas. ¿Me prometes dejarlo de mi cuenta y que no vas a hacer lo que no debes hacer, o sea, que no llegarás a Alcalá de los Gazules con olor a coño?
-Yo...
-¿Lo prometes, o no?
-Sí, don Manuel. A ver.
-Pues al avío. Ve a darte una ducha fría de media hora. Corre.
Mientras el niño obedecía, el Cañita consultó atentamente la guía de relax del periódico. No podía correr riesgos, de modo que tomó una decisión inspirada por uno de los anuncios. Marcó el número de teléfono y habló durante doce minutos largos.
Manuel Rodríguez el Cañita contaba nueve años de viudez y aburrimiento rentista. Su piso, en el paseo marítimo de Picasso, pese a conservar muchos de los objetos de la mujer ausente, mantenía escaso estilo femenino. Con todo y que la asistenta acudía a limpiar y poner orden tres veces por semanas, era una vivienda típica de hombre solitario, llena de cimeros de revistas por todos los rincones, objetos heterogéneos de carácter taurino recolectados en corridas y encuentros con empresarios, calendarios de mujeres desnudas obsequiados por talleres mecánicos, ceniceros robados en los hoteles y restaurantes y vídeos de toros amontonados tanto junto al televisor como en el aparador y la mesa del comedor. En paredes opuestas, las más extremas, dos cabezas de toro que a Omarito le parecieron de tiranosauros. El apoderado encendió el televisor y el vídeo, señaló al joven el sofá más cómodo, le indicó cómo hacer funcionar el telemando, desenfundó una de las dos películas pornográficas que había alquilado, la metió en el vídeo, lo puso en play y dijo al novillero:
-Bueno, niño, ve caldeándote, que en pocos minutos viene la gachí. Ábrele tú la puerta pa que no piense cosas raras; se llama Jenny, pero recuerda que voy a estar ahí al lado, tras la puerta del comedor, pendiente de lo que haces. Cómo me dé cuenta de que tratas de tirártela, salgo y te parto la jeta.
Sonó el timbre diez minutos más tarde. Sólo un par de segundos de pitido, porque, de un salto, Omarito se había plantado en la puerta como una exhalación. Abrió y se dio de cara con la mujer más exuberante que había visto jamás. Aupada en unos tacones vertiginosos de charol escarlata, le sacaba al novillero una cuarta, ojos verdes casi líquidos, labios bembones como los de una africana cubiertos de carmín rojo fuego, pómulos de eslava, quijada de vampiresa, todo bajo una melena estilo Tina Turner de color panocha con reflejos rojizos. Lo miró un instante a los ojos, pero en seguida se deslizaron los suyos hacia la prometedora trempera que abultaba el pantalón. Adelantó la mano hacia la cima y murmuró con gran delicadeza:
-¡Vida mía!, esto es un pollón y no lo que venden en los sex shops.
Su voz tenía un matiz extraño, curioso pero sugestivo. Uno tono ronco, contenido, como el de algunas actrices de cine. Confirmó a continuación su elegante estilo:
-Te voy a arrancar los vaqueros a bocaos y te voy a hacer una mamada que te va a dejar sin una gota de leche.
Bueno, no era una mala promesa. Todavía en el mismo lenguaje cortesano, añadió Jenny:
-Demuéstrame que no eres una maricón hijo de puta. Échate ahí y ábrete de piernas, que te vea las pelotas a gusto. Joder, mamonazo, vaya par de balones.
Mientras Omar se quitaba el pantalón, la camisa y los calzoncillos, ella se había desabrochado la blusa, soltándose el sostén. Echó los hombros hacia atrás para mostrar en todo su esplendor unos pechos pequeños, puntiagudos y muy duros. Omar fue a aferrarlos para comprobar la incitadora firmeza, pero ella reculó un poco y se los cubrió con las manos. Continuó con sus áulicas expresiones:
-¡Vaya pelambrera que tienes en los cojones, cariño! Después del trabajito que voy a hacerte, acabarás con la permanente. A ver si tienes este pollón tan limpio como los calzoncillos -retiró el prepucio de un jalón-. ¡Coño!, vaya cabezón. Joder, me vas a atragantar. Pero si muero ahogada por esta trompa, la diñaré a gusto.
No se había quitado las bragas, el liguero ni las medias negras. Tampoco los tacones ni la media docena de collares que le cubrían el cuello casi completamente. Tenía brazos y piernas muy largos, caderas estrechas y hombros huesudos. Cuando se arrodilló ante el muchacho, éste trato de acariciarla.
-Se mira pero no se toca. Estate quieto.
Evidentemente, el Cañita la había aleccionado al detalle y no le parecía a Omarito que fuese posible convencerla por señas de que se dejara penetrar, sin tener que discutirlo de manera que el apoderado no escuchara nada. El viejo debía de haber cerrado un acuerdo muy riguroso, que la fulana no estaba dispuesta a contradecir.
Ésta engulló el pene, trabajándolo con la lengua con innegable talento. Debía de estar atragantada, porque los labios abarcaban la base del órgano y una parte del escroto, pero no parecía incomodarse por ello. Daba fuertes bufidos por la nariz y, cuando Omar estalló, notó que ella seguía absorbiendo; parecía poder tragarse hasta la próstata, porque los cosquilleos recorrían en oleadas todo el interior del novillero hasta notarlos nalgas arriba, casi en la cintura. La tía lo estaba devorando.
-Esto no es más que el principio -dijo Jenny con su ya acreditado estilo y todavía con el glande a flor de labios-. Necesito más leche, mamón, que estoy muy débil. Dámela toda, necesito un litro para quedarme satisfecha.
Retiró la cara del pene, lo sujetó con la mano izquierda, agachó la cabeza y se puso a morderle el pie izquierdo. En la pantalla del televisor, aunque sin sonido, continuaba la versión resumida de "Las mil y una noches" o sea, una especie de tienda de campaña con el suelo lleno de arena, ocho o diez cojines, dos rubias, una morena, dos moros con el pelo teñido y los ojos azules y un enano mulato con una especie de apagafuegos entre las piernas. Mientras el enano tenía la boca sumergida en la vulva de una de las rubias, que estaba de pie y de espaldas a la cámara, la otra rubia y la morena competían por la manguera al tiempo que eran penetradas por detrás por los dos moros fingidos que, aunque desnudos, conservaban los turbantes con sus plumas y sus perlas falsas.
Delante de la pantalla, el novillero tenía los ojos fijos en la grupa de Jenny mientras ella le mordía la pantorrilla sin soltar el pene. El escaso recorrido de la mirada desde la película a las nalgas, bastó para que volviera a empinarse, cimbreante como una viga metálica.
-Joder, macho -dijo Jenny-, voy a tener que recomendarte a seis amigas, porque tú no eres un tío, sino un caballo cimarrón.
Ahora no volvió a engullir el órgano, sino que, apretándose los pechos, lo encerró entre ellos, emprendiendo un masaje que a Omarito le supo a vagina, mientras Jenny le mordía por todo el pecho, jugueteando con sus pezoncillos con la lengua endurecida. El espejismo táctil funcionó con mayor eficacia que la boca y el surtidor alcanzó la melena leonina. Ella sacudió las gotas como si se peinara con la mano abierta, y dijo:
-Ven aquí, míster polla, que ahora te vas a enterar.
Lo forzó a arrodillarse sobre la alfombra abierto de piernas, de cara al sofá, con los codos apoyados en el asiento y el culo levantado.
-¿Qué haces? -protestó Omarito al sentir que ella tensaba con las manos cada una de sus nalgas hacia afuera.
-Quédate quiero, cariño, que voy a lavarte para un mes. ¿Has oído hablar del beso negro?
Sintió su lengua en el esfínter y dio un empujón para impedirlo. Pero la enorme mujer era tan fuerte como parecía, por lo que consiguió inmovilizarlo y mantuvo la lengua en el mismo lugar, sin penetrarlo pero jugueteando por todo el aro. Sorprendentemente, Omar descubrió que tal invasión del último de sus santuarios era muy placentera. Bueno, mientras no metiera la lengua en honduras, que hiciera lo que quisiera. Ella jugueteó con esa prenda unos veinte minutos y, contra lo que el novillero esperaba, volvió a trempar. Una vez que Jenny lo notó, lo aferró con la derecha y deslizó la lengua en dirección a la bolsa escrotal, tragándosela entera. Todo eso era nuevo para él, demasiado extraordinario, pero le estaba permitiendo descubrir inesperadas dimensiones del placer y, en efecto, como ella había prometido, era capaz de dejarlo sin una gota, aunque sentía que ya habían vuelto a llenársele, todavía dentro de la boca femenina.
Esta vez tenía que descargar dentro de ella. Tanteó con su mano derecha hacia atrás a ver si conseguía agarrarla y obligarla a tenderse en el suelo para echarse encima antes de que pudiera reaccionar, pero Jenny le dio una fortísima palmada en la mano y una tarascada en la nalga.
-¡Mira que te capo! -exclamó, soltando por un instante lo que estaba a punto de reventar en su boca, y engulléndolo de nuevo en seguida.
Omarito temió que pudiera cumplir su amenaza de un mordisco y la dejó hacer, porque si alguna joya de su cuerpo tenía que ser preservada, ésa era la principal. Manteniendo todo el escroto dentro de la boca, ella tomó con una mano el pene, colocando la otra, cerrada, casi en el ano, que presionó. El novillero sintió que la cosa no tenía ya remedio. El Cañita iba a tener que mandar los cojines del sofá a la tintorería. Antes de acabar la erupción, Jenny sorbió las últimas gotas y volvió a tragarse todo el pene como la primera vez. Ahora, ya estaba desfallecido. Omar se dejó caer sobre la alfombra, rodó para situarse boca arriba y cerró los ojos. Era suficiente, ya no iba a sufrir trempera en una semana pero, sin embargo, aún le quedaba la frustración de no haberla penetrado. Con la fuerza que tenía la tía, debía de tener un coño soberbio, duro, palpitante, capaz de ordeñarlo en busca de lo poco que le quedara dentro.
Ella se había alzado y lo contemplaba desde su altura de torre parroquial, sonriente.
-¿Quieres más?
-Tengo que metértela, a ver -murmuró Omar, confiando que el Cañita no pudiera oírle.
-Eso sí que no, cariño. El lunes, después de que torees, te lo haré gratis. Tiemblo con sólo pensar que me metas ese pollón.
-Yo quiero ahora...
-No, cariño.
El joven fue a alzarse, con la mano extendida hacia la entrepierna femenina. Ella le empujó, poniéndole el enorme zapato derecho sobre el pecho.
-Quédate quieto, o se lo digo a papaíto. ¿Quieres correrte otra vez?
-Sí, pero dentro.
-¡Que no, joder! El lunes.
-Déjame -gimió, ya descontrolado y sin recordar que el Cañita podía escucharle.
Jenny volvió a empujarle, pero él era un torero, ágil como un atleta de diecisiete años. Fingió unos segundos estar relajado en el suelo para que ella se confiase; cuando notó que dejaba de estar alerta, se alzó como un gato y buscó con la mano la gruta de la perdición.
-¡Qué mierda es esto! -exclamó el novillero.
En vez del hueco, había palpado un relieve.
-¡Maricón, hijo de puta! -insultó.
En ese momento, el Cañita irrumpió en la sala.
-¡Quieto, Omarito! Ya te dije que hoy no podías tener coño. Ya has disfrutao lo tuyo, ¿no? Pues deja a la chica tranquila.
-¡Chica!, joé, me ha traído usted a un travesti.
-Pero es el mejor travesti en doscientos kilómetros a la redonda. ¿No es eso lo que me dijiste, Jenny? -ella asintió-. Tranquilízate, niño, que esto no se contagia. Toma, Jenny, aquí tienes las quince mil. Coge tu ropa y sal echando leches.
-Eso, desde luego. Llevo dentro lo menos medio litro de leche de este semental -se dirigió hacia la puerta mientras se ajustaba el sostén-. Y lo dicho, mister pollón, el lunes te lo hago gratis.
-¡Maricón de mierda!
-Pero has disfrutado como un guarro, ¿no? -ironizó Jenny cerrando la puerta tras ella.
-Joé, don Manuel. No me esperaba esto de usted.
El apoderado no podía contener las risas.
-Ella tiene razón. ¿No has disfrutao? Pues a otra cosa.
A pesar del enfado, esa noche durmió Omarito como el adolescente sin culpas que era. No necesitó manoseo.

lunes, 26 de julio de 2010

LOS TERCIOS DE OMAR CANDELA. Tercera entrega

III- Altar de estampas

Varios de los cofrades de la Hermandad de Zamarrilla eran grandes aficionados a los toros. Gracias a ellos había nacido la devoción procesional de Manuel Rodríguez el Cañita.
-¿Cómo va ese pupilo tuyo, Manolo? -le preguntó, mientras se apretaba el cíngulo de la túnica de nazareno, Álvaro García, un boticario que aspiraba a convertirse en hermano mayor de la hermandad.
-No sé qué pensar -respondió el Cañita, con ganas, aunque todavía no estaba vestido del todo, de encajarse el capirote con objeto de que su amigo no advirtiera su expresión de cabreo.
-Te vas a quedar sin un duro con ese cagueta, Manolo. Yo que tú, lo mandaba a la gran puñeta, porque es imposible sacar de donde no hay.
-Eres un exagerao, Álvaro. Omarito todavía es un niño y es natural que tenga un poquitillo de miedo...
-¿Un poquitillo? Tós los amigos de la peña hacen apuestas, a ver cuánto vamos a tardar en verlo cagarse, literalmente, en la taleguilla, en medio de la plaza de toros. Mira, Manolo, por tu santa que está en la gloria, que te vas a ver pidiendo limosna como sigas persiguiendo el imposible de convertir a ese manúo en torero.
El Cañita recordó con ternura a su mujer, muerta nueve años atrás. Ella había sido una muralla insuperable contra su afición taurina, una muralla de cordura que se había opuesto a todos sus intentos de patrocinar a los mocitos en quienes creía descubrir facultades toreras. Muerta Carmela, y conseguida a continuación la jubilación, la afición se había transformado en una obsesión de la que creyó liberarse cuando conoció a Omar Candela. Aquel día, hacía un año, le pareció estar ante alguien que podía convertirse en una leyenda si se le ayudaba. ¿Habría sufrido un espejismo? ¿Estaba a punto de arruinarse por una quimera?
Dio la espalda a Álvaro y se encajó el capirote, como si con ello contrarrestara la tentación de rendirse ante Álvaro, lo que demostraría mucho más sentido común que continuar esperando que Omar actuase algún día con un valor del que carecía. A través de los agujeros del terciopelo rojo, alzó la mirada hacia la imagen de la Virgen de la Amargura-Zamarrilla. Tenía que acordarse de llevar una estampa y obligar al novillero a encomendarse a Ella antes de todos los paseíllos.

IV - Clamores

-Las vallisoletanas vendrán a Vélez -anunció el Cañita a su pupilo al emprender el viaje.
-¿A verme torear?
-Torear o... lo que vayas a hacer. Porque, mira, Omarito, ya empiezas a salirme más caro que un hijo poeta. Tienes hechuras de torero, sabes mover con gracia el capote y la muleta, pero, niño, es que se te huele el pánico desde las andanadas de gallinero. Esfuérzate un poco, chiquillo, que esto no es toreo de salón sino una pelea a muerte.
-¿Marisa va a verme torear?
-Si no se pierden ella y su tía por el camino...
No consiguió localizarlas durante el paseíllo, aunque el Cañita le había dicho que estaban en la contrabarrera del tendido cinco. Como era nuevo en la plaza, estarían los aficionados examinándolo con rayos X y, para colmo, había una guiri en la barrera del tendido uno, una nórdica despampanante con unas tetas que ni las campanas de la ermita de los Remedios, que se relamió los labios con la mirada fija en su paquete, lo que impulsó instantáneamente el contenido hasta la vertical. Y el Cañita no había tenido otra ocurrencia que elegir el terno blanco, que marcaba hasta los granos. La había armado. Y ahora, ¿qué? No tenía ánimos para esconderse a descargar; los nervios por la erección evidentísima se sumarían a los causados por aquel marrajo de mirada aviesa. Escuchó algunas risitas; sabía a qué se debían.
-¡Viva el salchichón de la Hoya! -aclamó un bromista.
-¿Salchichón de la Hoya? -ironizó otro-. ¡Eso es mortadela italiana!
Sonaron carcajadas. Si fallaba también hoy, no iba a volver a vestir una taleguilla en su vida. Aferró el capote bajo la barbilla y, con más rabia de la que nuca había sentido, salió en busca del toro con determinación pero con pasos poco seguros. Le temblaban las piernas, el sudor bajaba en torrentes por sus ingles volviendo transparente el blanco del vestido, sentía una punzada en la nuca, algo como una pinza le quitaba el aliento y el corazón le latía a doscientos. Pero todo ello lo causaba algo distinto de lo de otras tardes. No era sólo el miedo, ahora sentía rabia, furor, frustración, ira, ganas de matar a alguien. Como un sonámbulo, extendió el capote y el toro pasó bajo una revolera. Algo que no eran risas sonó ahora en los tendidos. No lo podía creer. ¡Eran olés! Se ajustó la montera, que el vuelo del capote le había ladeado, y echó a correr tras el cornúpeta para tratar de reproducir todas las fotografías de Ordóñez que había visto en el Museo Taurino de Málaga. Cuando los clarines anunciaron el cambio de tercio, la plaza era un clamor. Aplaudieron mucho al compañero que entró al quite en el tercio de varas, pero no se podía comparar con las aclamaciones que le habían dedicado a él. Tenía que banderillear. Todavía no había localizado a las vallisoletanas, para ofrecerle a Marisa un par de banderillas, puesto que el primer toro no se lo podía brindar, ya que, al ser debutante, lo usual era que se lo brindara al respetable, y la guiri tetuda continuaba con el juego de relamerse cada vez que sus ojos se cruzaban con los de ella, de modo que toda la plaza conocía ya al detalle el calibre que se gastaba.
Trató de recordar lo que había ensayado en imitación de Víctor Mendes. Aferró las dos banderillas con ambas manos y fue despacio al encuentro del toro, contoneándose, casi girando el torso a izquierda y derecha. Vio de reojo que el burel arrancaba la carrera en su dirección, pero todavía mantuvo el mismo ritmo, fingiendo ignorar la montaña que se le venía encima. La plaza, que tenía fama de bullanguera, había quedado en silencio total, un silencio tan completo, que las pisadas del mastodonte zaíno retumbaban como las de King Kong. Entonces, echó a correr al encuentro del bicho. A punto de caer avasallado bajo la mole, dio un quiebro de caderas y clavó las dos banderillas en pleno centro del cerviguillo. Las aclamaciones y los olés fueron ensordecedores.
Había llegado la hora de la verdad. El tercio de muleta. Cuando se acercó a la talanquera a por los trastes, dijo el Cañita:
-¡Yo lo sabía! Antes de agosto, serás figura.
Sonaba un pasodoble, pero no tenía claro el muchacho que fuese la banda municipal la que lo interpretaba, puesto que las notas incluían el nombre de Omar Candela; sin duda, era música celestial que tocaban clarines de gloria dentro de su cabeza. Aturdido, sin tener muy claro quién era ni qué hacía él allí, Omarito mojó el pico de la muleta para que pesara más y no la agitara la brisa, ajustó el estoque simulado y salió en busca de la fiera, dibujando dos tandas de naturales para rematar con un pase de pecho que puso la plaza en pie. ¡Lo había conseguido! Vio la expresión de arrobamiento del Cañita y, un poco más arriba, la guiri se estaba apretando las tetas como diciéndole "después de la corrida, te espero para otra". Ignoraba si la erección había decaído en algún momento, pero ahora fue consciente de nuevo de la rigidez que abultaba su taleguilla sobre el muslo izquierdo. Trató de forzar el paquete hacia abajo, para que no le estorbase, pero o se había quedado sin fuerzas en las manos o había demasiada fuerza en el aguijón, de modo que cuando cambió el estoque simulado por el acero, tenía la atención dividida entre la necesidad de rematar la faena y la de proteger la acerada posesión de su hombría.
Entró a matar y resultó un metisaca que al toro debió de parecerle la picadura de una avispa. Volvió a intentar acomodarse el pene hacia abajo, pero era imposible; la tela elástica cedía dibujando un relieve con el que media plaza pensaba en el Mulhacén. Esperó para asegurarse de que el toro estaba cuadrado, y volvió a intentarlo. Hueso.
Fueron ocho los intentos. El clamor se había convertido en rechifla y, ahora sí, maldita sea, se encontró con la mirada desolada de Marisa cuando sonó el último aviso. En vez de la burla del tren, y en lugar de consternación, había un pozo de dudas en los ojos, a punto de convertirse en desdén. Salieron los cabestros y de nuevo fue devuelto al corral vivo un toro lidiado por él. Los pitos debieron de oírse en Valladolid.
Cuando se acercó al Cañita, éste miró para otro lado. El apoderado sentía de nuevo el impulso de salir de una vez de la vida del joven que no podía superar su cobardía. No tenía pundonor; ni siquiera tenía vergüenza. Pasaba ya de cinco millones lo que se había gastado en él y no parecía recordar su parte de responsabilidad. ¿Permanecía en la plaza o cogía el coche y echaba a correr, para no tener que avergonzarse de su pupilo entre los compañeros ni maldecir el día que lo conoció? Mientras el Cañita luchaba consigo mismo, Omar lloraba.
Tras el velo de llanto, asistió a la lidia de los toros que siguieron como si todo hubiera terminado para él. No es que los otros dos novilleros alcanzaran un éxito apoteósico, pero el más veterano cortó una oreja. Faltaba ya muy poco para su segundo, que sería el último de la tarde. Como tuviera la ocurrencia de la mirar a la guiri, y ésta se tocase las tetas, iba a verse en la misma situación, de modo que se escondió tras la antebarrera del callejón destinada a las autoridades, le pidió al Cañita que se pusiera a su lado sin mirarle, se aflojó el cinto y metió la mano taleguilla abajo. Bastaron cuatro pases y un afarolao para sacar la mano empringada, humedad que enjugó con el capote de paseo, añadiendo más cera a la que ya estaba dispuesta a arder, y se volvió a ajustar el cinto.
-Ahora va a ver usted, don Manuel, por mi madre.
Decidido a no mirar a la guiri ni para pedirle árnica, se echó agua por la cabeza, se ajustó la chaquetilla, encajóse la montera, apretó los labios, pisó firme y salió dispuesto a comerse crudos a diez miuras de cinco años si fuera el caso, aunque el canguelo continuaba cosquilleándole y agarrotándole los muslos.
Recibió con una larga cambiada de rodillas y el clamor solidificó el aire en una refulgiente granizada de oro. Siguieron las revoleras, que encendieron sobre su piel la épica de cien héroes mitológicos, épica que arrinconó circunstancialmente al miedo. Enrabietado, casi ciego todavía por los rastros secos de lágrimas en sus pestañas, entró al quite negándoselo al compañero a pesar de las señas frenéticas que el Cañita estaba haciéndole para recordárselo. Mecido por las aclamaciones, clavó dos pares de banderillas sin caer en la cuenta de que reproducía con fidelidad fotográfica los contoneos de Mendes y la majeza chulesca de Rivera. Llegada la hora de la verdad, la granizada de oro se había convertido en manantial estelar; el albero ascendía como un torbellino de purpurina que le encerraba en una burbuja de fuerza primordial que le hizo creer imbatible, rescatado de sus propios temores; ebrio de sangre y música coral, remató tres veces con el pase de pecho igual número de afiligranadas tandas de naturales, dibujó luminosos pases inventados y, cuando se dispuso a matar, tenía aún tanta hiel en el pecho, que no pudieron endulzarla los vítores que llevaban diez minutos atronando sin parar. Ya no había miedo, el miedo era una sombra tan vaga en el esplendor de la tarde veleña, que nadie podía recordarla; en su lugar, rabia, tenacidad, éxtasis, mientras una lucidez desconocida le susurraba al oído cada uno de los gestos que tenía que componer para lograr que la fiera cuadrase como sólo sabían conseguir los grandes maestros. El toro rodó patas arribas a la primera estocada.
El clamor parecía capaz de hundir los tendidos bajo el mar de pañuelos blancos. Junto a su tía, de los ojos de Marisa se había desterrado hacía mucho rato aquella chispa de ironía que los encendiera en el compartimento del tren. Ya había recibido su lección, pensó Omar. Ahora, le tiraría una de las dos orejas, para que viera, a ver. Después, arrieritos somos y en el camino del cuarto nos encontraremos. Esta noche, iba a ver. Pero al darse de nuevo la vuelta hacia las dos mujeres ya no estaban en su grada de la contrabarrera del cinco.
-Se han tenido que ir deprisa -le informó el Cañita-. Su tren sale dentro de tres cuartos de hora y son treinta kilómetros de carretera. Tenían que haberse ido anoche, porque la tía entra a trabajar mañana temprano en Valladolid, y sólo se han quedao un día más por verte torear. Pero no te preocupes, niño; me han dejao la dirección y el teléfono. Dicen que no dejemos de avisarlas si toreas por aquellos andurriales. Ten por seguro que eso será muy pronto. Con la que has armado esta tarde, nos van a llover los contratos.
-Yo esperaba...
Le interrumpió la mano que se posó en su hombro, alcanzándolo a través de la barrera. La tetuda no hablaba una palabra de español, ni falta que le hacía. Más ducho en tales menesteres, el Cañita la convenció de que aceptase una cita para más tarde, le pidió por señas que escribiera su dirección y, también por señas e indicando el reloj, le aseguró que Omarito iría a visitarla una hora y media después.
-Se hospeda en un apartamento de Torre del Mar -dijo el Cañita cuando puso el coche en marcha-. ¿Quieres ir?
-Tendría que esperarme para llevarme a Cártama. ¿No le importa?
-¿Que si me importa? Mira, niño, si hoy no hubiera otras razones, la idea de ahorrarme las diez mil pesetas que le das a la Nancy ca vez que vas a que disfrute ella más que tú, bastaría para convencerme. De toas maneras, hoy soy capaz de complacerte aunque me pidas la Luna. Vamos a Torre del Mar.
La guiri no se andaba por las ramas. Cuando le abrió la puerta, sólo vestía unas minúsculas bragas de encaje.
-Tú, Omar Sharif; yo, Magrit.
-¿Omar Sharif? No, tía. Me llamo Omar Candela.
-¿Omar Candila? ¡Fantastic! Come.
Magrit, llegada directamente de un fiordo del que se había apartado por primera vez en su vida, acababa de descubrir que el ardor de las playas mediterráneas no era un cuento de viejas junto a una lumbre del Ártico. Tenía treinta y dos años y una salud rebosante de fósforo de salmón, que ella se había afanado por resaltar cociéndose al sol meridional en top-less, del alba al anochecer, sin perder ni un minuto de cochura en los cuatro días que llevaba en Torre del Mar. Los pechos enrojecidos como gambas cocidas parecían tan duros como bueyes de mar, cosa que Omarito se dispuso a comprobar sin demora.


-Ayayay...-murmuró Magrit, arrebatada por la mezcla de dolor y placer que las manos producían a sus pechos inflamados por el sol.
Omar no necesitaba más. Sin dejar de acariciar la profusión de carme con una y otra mano alternativamente, se quitó la camisa, se aflojó el cinturón, dejó caer el pantalón y deslizó hacia abajo el calzoncillo con dificultad, porque permanecía enganchado en el homenaje que su fogosidad ofrecía a la escandinava.
- Omar, ayayay..
Magrit parecía dispuesta a reinventar la ranchera mexicana, porque los ayayays se fueron multiplicando conforme Omarito aumentaba su inspiración. Mordió los pezones como si acabase de nacer y estuviera desfallecido de hambre, empujó hacia atrás a la mujer, que rebasaba su estatura en cuatro dedos, en dirección a la cama-sofá que esperaba incitadora al fondo de la salita, la hizo caer sobre la colcha de cretona y antes de que Magrit, sin dejar de entonar rancheras, llegara a enfundarle el condón, ya había saltado el géiser, que fue a depositarse entre la sien derecha y la quijada nórdica. Ella pareció a punto de caer en la decepción, pero Omarito, que ya comenzaba a creer que estaba en vías de superar a don Juan, se arrodilló a horcajadas sobre su cintura y movió la pelvis adelante y atrás, a izquierda y derecha, de modo que antes de que la decepción emergiera con palabras ininteligibles en la boca de Magrit, ya tenía dispuestas las reservas.
El preservativo había estallado, pero en la mesilla de estilo que imitaba burdamente el castellano había otros cinco. No permitió que abrieran el envase las manos de ella, provistas de largas uñas duras y cortantes como pedernal, y fue él quien rasgó el plástico e inició el enfundamiento con cuidado, porque la experiencia recientemente adquirida le había revelado que la lentitud de tales operaciones le ayudaba a espaciar la serie de orgasmos. Como el éxito de esa tarde le había dotado de nuevos bríos, la férrea rigidez del miembro aceptaba difícilmente la estrechez de la vaina de látex, lo que contribuyó aún más a facilitarle la espera. Las respectivas posiciones, él erguido y ella tendida, proporcionaba a la mujer una perspectiva magnificadora de la herramienta, lo que se evidenciaba en la mirada apreciativa de sus ojos asombrados. Cuando Omarito comenzó a penetrarla, habiendo profundizado menos de la cuarta parte, ella rebotó en el colchón, se le pusieron los ojos en blanco como a la niña de "El exorcista" y, como ésta, levitó y gritó en un idioma que seguramente acababa de inventar, para rematar con una cadena interminable de ayayays.
-¡Ayayay, ayayay...! ¡¡¡Ayayay!!!
Omar paró un momento, preguntándose si estaría haciéndole demasiado daño, pero, en el mismo instante que ella notó que se detenía, alzó las caderas con violencia y el novillero repitió de súbito e inesperadamente la estocada en todo lo alto que le había otorgado el triunfo esa tarde. Una vez sepultado el arma hasta la empuñadura en la suave carne enrojecida, Magrit se convirtió en una verdadera posesa. Sus pechos se agitaban como medusas entre dos aguas, la piel que jamás conseguiría broncearse parecía cáscara de naranja erizada de púas, sus manos golpeaban el colchón con impaciencia furiosa, sus pupilas bizquearon y la boca se abrió desmesuradamente para gritar:
-More!!!, more!!!. Ayayayayayayy....
Impresionado por el espectáculo, la erupción de Omarito se estaba retardando más que de costumbre. Con certeza, lo de Magrit no eran dolores, sino la más intensa y prolongada cadena de orgasmos múltiples que había presenciado jamás. Tenía que acabar en seguida si no quería malograr el suyo. Empujó las caderas adelante con furia, en imitación de la violencia desaforada de la mujer, lo que hizo traquetear la cama de manera que el somier batía con golpes fuertes y acompasados contra la pared. Primero sonaron puñetazos en la misma pared dados por el lado del apartamento vecino, luego fueron llamadas alarmadas a la puerta y, por fin, gritos procedentes del descansillo, en el exterior del piso:
-¿Qué pasa ahí dentro? ¡Abran, o llamamos a la policía!.
Omar se quedó paralizado, pero Magrit no estaba dispuesta a consentirlo ni dejarse impresionar por las voces que no comprendía. Viendo que él estaba inmóvil, ella flexionó las piernas y apoyó los pies en el colchón para forzar y profundizar más aún la penetración. Pero no paraba de gritar, gritos que el novillero estaba seguro de que serían oídos por el Cañita desde el coche aparcado en la calle. Los golpes de la puerta aumentaron su intensidad e impaciencia y presintiendo que la llamada a la policía o a los bomberos iba a producirse de veras y de que la puerta podía ser abatida en cualquier momento, Omar se liberó de la presa, cogió el pantalón del suelo, se cubrió con él la entrepierna y fue a abrir:
-¡Coño, que no pasa ná! -les dijo a las ocho personas de expresiones desencajadas que esperaban encontrarse con un asesinato- ¿Queréis dejarnos tranquilos?
-¿Qué estáis haciendo? -preguntó una vecina cuarentona-. ¿Qué clase de pervertidos sois?
-Eso a usted no le importa...
-Pero a la policía sí le va importar. Ya viene de camino.
Indiferente a lo que sucedía, Magrit continuaba gimiendo y llamándolo por su nombre para que volviera a la cama, pero Omar comprendió que podía no ser conveniente tener que vérselas con la policía en ese momento de su carrera. Sin importarle las miradas entre escandilazadas e interesadas que las ocho personas dirigieron a su desnudez, se puso precipitadamente la ropa y echó a correr escaleras abajo. Cuando se acomodaba en el asiento del Clío del Cañita, vio llegar el coche policial.
-Vámonos, don Manuel.
-¿Qué coño ha pasado?
-Esa tía es la hostia.
-Fíjate en el follón que se ha armado -señaló el apoderado mientras se alejaban en el coche-. Está todo el vecindario en las terrazas. ¿No le habrás hecho nada raro a la guiri?
-¡Qué va, don Manuel? Se lo ha pasao demasiao bien, pero es que me parece que quiere ser cantante de ópera.
-¿Una chillona berrenda? Bueno, me alegro de que hayas tenido el buen tino de salir echando leches antes de que llegara la autoridad.
-¡Eso, sí! Leches he echao una pechá.
El Cañita sonrió. El niño necesitaba una mijilla de pulimento, pero comenzaba a mostrar destellos de buen juicio. Murmuró:
-¡Eres muy listo! Por ahora, no nos convienen los escándalos. Más adelante, ya veremos...

domingo, 25 de julio de 2010

LOS TERCIOS DE OMAR CANDELA Segundas 10 páginas


II- Burladero

Volvían de Alcázar de San Juan con mucha pena y ninguna gloria. La pena de los pitos y los seis avisos, reforzada por el dolor del puntazo que el bicho le había endiñado en la cadera, y la gloria de cuatro meses de anhelos, preparativos y esperas, junto con otros siete meses de novilladas donde no cobraba, desvanecida por el atronador vendaval de los abucheos y la lluvia de almohadillas.
Embrujado por el sueño ansioso de emular a su dios, que ya no era Jesulín sino don Juan, toda su pasión eran las mujeres. Como el dolor agudo de la cadera y las magulladuras de su orgullo no le nublaban la vista, en cuando se acomodó en el departamento del tren, Omar se enamoró con la misma fuerza que se enamoraba dos o tres veces por semana desde lo de la Nancy. La adolescente sentada frente a él, al lado de quien no podía ser más que una tía soltera, brillaba como una ondina del Pisuerga, con su melena castaño claro de colegiala y un nosequé en la mirada que puso a hervir la sangre del novillero.
-Contente, niño -le dijo al oído el Cañita.
-Es que ya ve usted cómo está la niña, don Manuel.
-Sí, Omarito, que sí, que no soy miope. Pero tú, al toro, que es lo tuyo, porque ya ves la cara de la sargenta.
La sargenta era la supuesta tía solterona, que lo era en efecto. Soltera por propia voluntad, ya que había descubierto las ventajas de su estado antes de pillarse los dedos de la frustración con un casamiento vallisoletano destinado a consagrar el dicho de "la mujer en casa y con la pata quebrada". Había disfrutado la vida con inteligencia y sin complejos y ello le había dotado de un humor en estado de gracia permanente, que escondía tras la dureza de su expresión de funcionaria del grado veintisiete.
-A ese chico está a punto de darle un patatús por ti, Marisa -susurró al oído de su sobrina.
-¡Pues qué bien! -exclamó ésta con desdén.
-No está nada mal.
-¡Es un crío!
-Y tú... ¿qué eres?

Emprendieron la travesía de La Mancha, dibujándose en las ventanillas el paisaje plano circunstancialmente verde de viñedos y aulagas, que cuando llegase el verano se convertiría en el océano de cuero descrito por Neruda. En cualquier tiempo, era un ondulado y grandioso mar mesetario que metía en los sentidos remembranzas quijotescas. Cuando el tren hubo alcanzado la velocidad de crucero, Manolo el Cañita observó el hervor de la dura carne adolescente de su pupilo, llegando a la conclusión de que Omarito tenía que desahogarse o le iba a costar el asunto otra semana de pataletas y caras largas, y más duros de los que le habían costado durante el invierno las repeticiones de la "noche con la Nancy", como la denominaba el novillero. De modo que urdió:
-Mira, niño; hazte el simpático con la chiquilla, que yo distraeré a la sargenta. A ver si puedo llevármela al vagón restaurante pa entretenerla con la conversación... y tú, ya sabes, al toro...
Entre tanto, viéndolos venir, la tía murmuró a su sobrina:
-El viejo va a tratar de engatusarme para que te deje sola con el chico.
-¡Ni hablar! Yo no me quedaría a solas con él ni amarrada. ¿No ves sus ojos y el aleteo de su nariz? Es un psicópata.
-No es peligroso, te lo aseguro. Se trata de locura hormonal transitoria, pero todavía es locura infantil y no tiene experiencia de forzar el arrebato. Míralo, está tan perdido, que bastaría un empujoncito para que se echara a llorar, pero el abuelo está maquinando la manera de que os quedéis solos. Escúchame con atención...
Empleó varios minutos en detallar el plan.
El Cañita, dotado de una verborrea fácil, entabló conversación con las dos, dando al novillero todas las ocasiones de meter baza que podía, aunque la facilidad de palabra no fuese la principal virtud del futuro matador por mucho que deseara emular a don Juan. Resaltó el apoderado con dramatismo el revolcón que Omar había sufrido y exageró hasta lo inverosímil los dolores que padecía. Tras casi una hora de charla, dijo:
-Que me parece a mí que me tomaría un cafecito. Como el niño no puede ni moverse, tendría que ir yo a traerle su vaso de leche calentita. ¿Puedo invitarla?
Lógicamente, la invitación iba dirigida sólo a la tía. Con inesperada prontitud, ésta respondió que sí y salieron los dos mayores rumbo al coche restaurante. A solas con Marisa, Omar perdió la escasa elocuencia que le quedaba, puesto que no sabía qué decir a una mujer con la que no hubiera por medio un trato monetario, y menos si era una muchacha "decente". Aventajada alumna de su tía, la chica inició la conversación:
-¿Es verdad que te duele tanto?
-Bueno...
-Pobrecito. ¡Qué pena! ¿Has tomado algún calmante?
-Bueno... las pastillas no me molan. Lo único que me aliviaría es un buen masaje. Si tú...
-¿Qué?
-Es que me duele mucho, de verdad.
Marisa sonrió con beatitud. ¿Cómo podían ser los chicos tan transparentes? Este andaluz, el primero con quien tenía oportunidad de hablar, antes, incluso, de las anheladas vacaciones de Semana Santa en Málaga, era bastante atractivo, muy sensual, pero su tía tenía razón: a pesar de que era un verdadero tarugo, parecía un tarugo arrastrado sin voluntad por la corriente de un río. El chico le gustaba físicamente, pero intuía que no sería capaz de mantener una conversación de más de dos minutos. ¡Qué aburrimiento! Recordó el plan.
-Tú quieres que te dé un masaje...
-Si tú...
-Sí, hombre, ¿por qué no? El año pasado estuve de voluntaria en la Cruz Roja y algo aprendí. ¿Dónde quieres que te lo dé?
-Aquí, en el costado y la cadera.
-Bájate los pantalones.
-¿Seguro?
-¿Tienes miedo?
-¿Miedo, yo? ¡A ver!
Dicho y hecho. Omar Candela, con la sangre haciéndole honor al apellido, comenzó a aflojarse el cinturón. Aseguran los muy viajados que el vaivén del tren es un afrodisíaco extraordinario, así que como llevaba más de una hora mecido por el vaivén, Omarito iba más preparado para la faena que cuando hizo el paseíllo en Alcázar de San Juan, lo que dificultaba el acto de bajarse el pantalón. Habían pasado cuatro meses desde la "noche de la Nancy" y ya sabía retardar todo lo que era conveniente retardar, pero lo que no tenía remedio era la alzada instantánea de la bandera cuando tenía enfrente a quien rendirle honores.
-Venga, chico -alentó Marisa-. ¿O es que te da vergüenza?
-¿Vergüenza, yo? ¡A ver!

El novillero encogió las piernas, empujó las nalgas hacia atrás y trató de no sentirse en evidencia embozando todo lo posible la rebeldía metálica de su órgano, mientras deslizaba hasta el suelo el ajustado vaquero. Al quedar en calzoncillos ante la muchacha, sabía por el ardor que tenía rojas las mejillas.
-Échate boca abajo -ordenó Marisa, muy en su papel de terapeuta.
Omar acató la orden, tendiéndose a lo largo del asiento. Se sentía muy indefenso, sometido por completo a la voluntad de la muchacha. Calculó lo que iba a hacer: en cuanto se le pasara el sofoco, una vez que consiguiera recobrarse, cuando la chica estuviera tocándolo daría media vuelta, exhibiría el esplendor de su joya y devolvería masaje por masaje, que bueno era él, a ver. Aunque soñaba arrebatado por la inminencia del comienzo de su carrera de donjuán capaz de conquistar a una mujer que no le pidiera dinero, lo que acabaría con el insatisfactorio rosario de polvos mercantilistas del invierno pasado, estaba dispuesto a tratar a Marisa con una gentileza semejante a la de don Juan, que aún no sabía como se ejercía. En todo caso, la vallisoletana iba a asombrarse de lo que era capaz un digno émulo de Tenorio.
-Oye, así no valdría de nada el masaje -dijo Marisa, todavía de pie y sin haberle tocado aún-. Sería mejor que te quitaras los zapatos y que te bajaras también el calzoncillo.
-¿Tú crees? -preguntó Omar, sin acabar de tenerlas todas consigo-. ¿Y si pasara alguien por el corredor?
-No te preocupes, hombre, ya he echado las cortinas. No tengas miedo.
-¿Miedo, yo? ¡ A ver!.
Sin abandonar la posición boca abajo, Omar se aflojó los cordones de los tenis, quitóse los calcetines preguntándose con angustia si no olerían mal y se bajó el calzoncillo hasta las pantorrillas. Mientras, Marisa trasteaba en el bolso de su tía. Una vez que el cuerpo del muchacho se le ofreció en su completa desnudez, ella acarició su cintura levemente, apenas con las uñas de la mano izquierda, lo justo para que Omar se abandonara al placer y no advirtiera lo que estaba haciendo con la derecha. Cuando hubo terminado, y con el pantalón vaquero sujeto bajo la axila izquierda, Marisa aferró con decisión el calzoncillo situado en las pantorillas y acabó de bajarlos, apoderándose de él. Con pantalón y calzoncillo en sus manos, descorrió la cortina, abrió la puerta a tope y salió al pasillo. Como Omarito era incapaz de enderezarse para mostrarse desnudo, y mucho menos en su estado, permaneció exhibiendo los cuartos traseros hasta que, quince minutos después, oyó las carcajadas del Cañita y la tía solterona.
-¿De veras quieres que te follen? -preguntó el apoderado ahogado por las risas.
-¿Qué dice usted, don Manuel?
-Eso es lo que está escrito en tu culo con carmín: "Folladme".
Tras las risas de la pareja, sonaron también las de Marisa. Manolo el Cañita ayudó a su pupilo, sin cambiar de postura, a ponerse los calzoncillos y los pantalones. Cuando pudo sentarse, mientras se calzaba los tenis, Omar se sentía tan humillado que no era capaz de mirar a la cara a las dos mujeres. Sabía que tenía las mejillas encendidas y notaba acuosos los ojos, capaces, los muy puñeteros, de ponerse a soltar lágrimas. El apoderado comprendió que tenía que acudir en su auxilio, tratando de hacerle olvidar el incidente.
-¿Van ustedes a Málaga? -preguntó.
-Sí. Pasaremos allí la Semana Santa -informó la tía.
-Yo soy cofrade de la Zamarrilla. Tienen que venir a verme en la procesión.
-¿A verlo? -ironizó Marisa-. ¿No llevará usted un capirote?
-Sí, pero yo las veré a ustedes y llamaré su atención. Me sobran dos abonos de la tribuna de la Alameda, que les puedo regalar los días que quieran.
-Hombre, eso nos vendría de perlas -afirmó la tía-. Y tú -dirigíase a Omar-, ¿no sales de procesión?
-¡Que va! -fue lo único que el novillero encontró ánimos para decir.
-Debe recuperarse del puntazo y entrenar un poco -comentó el Cañita-. Tenemos una novillá en Vélez el domingo de Resurrección. ¿Estarán todavía en Málaga?
-Pudiera ser.
Omar consiguió reunir coraje para mirar a Marisa, porque sabía que ella tenía los ojos vueltos hacia el paisaje. Vaya con la niña. Le había hecho pasar un sofocón mayor que el de Alcázar de San Juan, pero eso no podía quedar así. Menudo era él. El puntazo le dolía de verdad, pero todavía le dolía más la herida de su orgullo. Marisa era guapa como para volverse majara por ella; nariz breve pero no respingona, ojos de color caramelo, melena lisa casi rubia, un talle de pasarela y una boca que decía "muérdeme". Esa niña que hablaba tan finolis iba a ver.
En cuanto se detuvo el tren y se despidieron de las dos mujeres, Omar urgió a su apoderado:
-Don Manuel, si no descargo el queso, esta noche me da un patatús.
-Pues allá vamos. ¿La Nancy?
Omar asintió.

-¡Qué risa! -exclamó Isabel Gámez, una vez que se acomodó en el taxi al lado de su sobrina.
-Ha sido divertido.
-¿A dónde queréis ustedes ir? -preguntó el taxista.
-Al hotel Las Vegas -respondió Isabel.
-Al final, el chico me ha dado un poco de pena -confesó Marisa.
-Sí. Le has deshecho el orgullo para una temporada.
-¿Tú crees? ¿No le afectará eso cuando tenga que torear el domingo?
-¿Te preocupa? ¡No me digas que te gusta, a pesar de todo!
-No, qué va. Sólo me preocupa que tenga un percance por mi culpa.
-Pero te gusta.
-No -el tono de Marisa era cortante.
-Yo creo que está muy bien. Es guapísimo.
-Pues si vieras...
-Lo he visto -confirmó la tía.
-Pues ya ves.
-No es que yo haya estado con muchos hombres desnudos, pero alguno que otro, sí. Te digo que lo de ese muchacho no es normal.
-¿Te refieres a....?
-Sí, pero no sólo a eso. Es difícil que haya un cuerpo de hombre más sensual.
-Los toreros... ya se sabe.
-Sí, pero los hay patizambos, cargados de espaldas, con piernas canijas, cuellicortos... Lo que pasa es que el traje de luces favorece muchísimo y convierte en figurines a los patanes más desgarbados. Y acuérdate, Marisa, de que a Omar no lo hemos visto con el traje de luces, sino a pelo. Puedes tener la seguridad de que se sale de lo corriente.
-Es una lástima que sea tan tarugo.
-Sí. Pero habrá que ver cómo sería si llegara a triunfar en el toreo. ¿No has escuchado nunca entrevistar a un torero en la radio? Todos se expresan estupendamente, sea cual sea su acento. Yo creo que también los entrenan en eso, en desenvoltura. Si este Omarito triunfara, llegaría a ser un bombón. Creo que no nos conviene perderlo de vista. Iremos a ver la procesión de la Zamarrilla.

sábado, 24 de julio de 2010

LOS TERCIOS DE OMAR CANDELA Primeras 10 páginas


He descubierto en mis archivos esta novelita corta (que había olvidado haber escrito). Me ha parecido tan divertida como cuando la escribí hará unos quince años. Espero que se diviertan. Iré publicando de diez en diez páginas del original.

Los Tercios de Omar Candela

TERCIO DE SUEÑOS

I – CAPEA

Don Juan Tenorio, ¡ése sí que se comía todas las roscas que le daba la gana! A su lado, lo de Jesulín parecía cosa de niños de colegio de curas, por mucho que el Cañita se lo propusiera como ejemplo de fortuna con las mujeres, pintándole el paraíso que conquistaría si se arrimaba un poquitillo más a los bureles.
Omar Candela tenía diecisiete añitos cabales, floridos en el porte sandunguero de quien se siente arropado e impulsado por el clamor de su pueblo, con el alcalde a la cabeza, capaces munícipes y vecinos de perdonar a la gloria local los dos novillos que habían sido devueltos vivos al corral la semana anterior y los muchos más que habían escuchado los tres avisos meses atrás. Nadie en Cártama le acusaba de cobarde por perder el resuello en los ruedos huyendo de los toros, ya que el brillo del traje de luces les cegaba y sólo conseguían ver el resplandor que el chiquillo podría, algún día, proyectar sobre su paisanaje. Ahora, sentado por primera vez en su vida en la butaca de un teatro, Omar tenía las cosas más claras. Lo de Jesulín resultaba brumoso por muchas bragas que le tiraran en las plazas, porque no era capaz de imaginarse a sí mismo reinando en un cortijo que valía una pechá de millones y emulando a Tarzán, rodeado de bichos todavía más peligrosos que los toros. En cambio, lo de don Juan sí tenía color, porque el gachó no necesitaba jugarse la vida para que las titis se abrieran de piernas con entusiasmo y sin más pretensión que el placer. Sin pejigueras.
Esa tarde, Manolo el Cañita había llegado a Cártama con una de sus frecuentes rarezas:
-Escucha, niño, necesitas una mijilla de pulimento, porque la última vez que te entrevistaron por la radio, en vez de un mataó de novillos parecías un asesino del idioma. Mira, he comprao dos entrás pa "Don Juan Tenorio", que lo dan esta noche en el Cervantes. A ver si te fijas en cómo habla la gente.
Y, sin permitirle protestar, le había empujado dentro del Clío echando a correr hacia Málaga, porque sólo faltaban noventa minutos para la función y a esa hora el tráfico tenía mandanga.
Aunque ir a un teatro le parecía propio de maricones, ahora se alegraba de no haber podido escaparse del Cañita, cosa que intentó cuando esperaban entre el mogollón de gente que había a la puerta del teatro, sin conseguirlo porque el apoderado le sujetaba el brazo como quien se protege en un burladero de un morlaco de quinientos kilos resabiado. No era capaz de captar lo que había de diferente entre como hablaban los actores del escenario y su modo de expresarse, salvo esa majaretá de dialogar en verso, pero sentíase fascinado por el protagonista, al que le daba igual follarse a una duquesa que a una mendiga y que era capaz de convencerlas a todas, lo mismo a putones que a novicias de conventos, sin arriesgarse más que a ser perseguido por cornudos metafóricos en vez de por verdaderos astifinos. Desde que el actor comenzara a jactarse de sus proezas de alcoba, tenía la bragueta inflamada imaginándose a sí mismo en las situaciones descritas, sorprendido entre los brazos de cientos de mujeres por los maridos, padres y hermanos burlados, y sacando con valentía el estoque de matar para defenderse de los que tenían cuernos pero no eran ni la mitad de fieros que los toros.
A su lado, el Cañita notó que Omarito se rebullía en el asiento y, de reojo, percibió en el pantalón el relieve del pitón corniveleto que ya conocía de largo, de tanto ayudar al niño a enfundarse la taleguilla. Manolo Rodríguez el Cañita, sexagenario con unos duros ahorrados, que no tenía empacho en "invertir" apoderando a Omar Candela, llevaba ya tres o cuatro meses al borde del arrepentimiento por haber creído en un muchacho que, aunque poseía las condiciones de un estilista, estaba demostrando ser un gallina que, tal como iban las cosas, no iba a escuchar en las plazas más que carcajadas y pitos. Para más inri, cargaba en las entretelas el miedo a que la inversión se pudiera malograr con las calenturas del niño, que a veces no eran calenturas sino volcanes en erupción, erupción que, según la experiencia, iba a producirse en seguida con la consiguiente descarga de lava, porque Omarito no paraba de jadear por lo bajini y movía acompasadamente las caderas como debería hacer pero no hacía en la plaza, en una tanda de naturales rematados con el pase de pecho que todavía no había sido capaz de dibujar en siete meses de carrera, carrera en el sentido literal, ya que, perseguido por los toros, el aspirante a matador daba la impresión de estar preparándose para batir el récord mundial de los cien metros lisos. Dentro de unos minutos, tendría que aguantar las mojigangas del niño, que se resistiría a ponerse de pie para que nadie descubriera la mancha, y él, a sus años, obligado a hacerle de biombo pasillo adelante. Apretó los labios con algo de ira, preguntándose quién le mandaba meterse en esos berenjenales, con lo tranquilo que vivía, ocioso y disfrutando de la pensión y las rentas, antes de "descubrir" a Omar aquel aciago día en una capea donde sólo había esbozado un par de bonitos capotazos.
-Don Manuel, éste don Juan sí que comía buenos jamones -comentó el novillero cuando se dirigían en busca del coche, con los folletos de mano de la función sujetos de modo que ocultaran la humedad del pantalón.
-Pues ya sabes lo que tienes que hacer. Arrimarte.
-¿A las tías?
-¡A los toros! Si quieres mojar tanto como don Juan, lo que tienes es que tomarte el toreo a pecho, que me tienes de un harto... Llevo la tira de días pensando que debería dejarte en la cortijá donde te conocí capeando malamente, y que vuelvas a apencar con el azaón. Mira, Omarito, tienes un estilo con el capote que me recuerda a Ordóñez de joven y, cuando el bicho no anda cerca, compones con la muleta figuritas la mar de postineras. Pero, hijo, es que te cagas patas abajo cuando lo ves llegar. Arrímate una mijilla, joé, y en dos años confirmarías la alternativa en Las Ventas. Te lo juro por éstas. Entonces sí que podrías meterla en caliente tó lo que te salga del forro.
-¿Y ahora, no podría meterla un poquillo?
-¿Qué quieres decir?
-Que si me adelanta usted unos duros pa ir a un puticlub.
-¿Adelantarte? ¿Tú sabes lo que me debes ya, los tres vestíos, los tentaeros y lo que me cobran por dejarte torear?
-¡Es que me dan unos meneos!
El Cañita observó a su pupilo. Llamaba "meneos" a los nervios y eran los síntomas de lo que iba a ocurrir la próxima semana si no le ponía remedio. Volvería a estar en trance hormonal y de nuevo iba a pasar unos cuantos días sin conseguir concentrarse en la placita cortijera donde lo obligaba a entrenar con el toro de mimbre, recibiendo las falsas cornadas en cadena y enrojeciendo y tirando los trastes cada vez que alguno de los presentes comentara con sorna lo del abultamiento infatigable del pantalón. Cuando le entraban los temblores en una novillada, con el traje de luces luciendo tienda de campaña porque alguna serrana, sentada en la barrera, le dedicaba un piropo, siempre tenía que mandarlo a esconderse para aliviarse, porque, si no, perdía la cabeza y no sólo no se acercaba al toro, sino que dejaba de saber dónde estaba por grande y negro que fuera. En tales ocasiones, y en un tiempo sorprendentemente corto, Omarito volvía al burladero limpiándose la mano en el capote de paseo, a pesar de lo mucho que le advertía de que el capote acabaría pareciendo el manto de un nazareno con la cera de catorce semanas santas. Ahora, en mitad de la calle, no había callejón ni recovecos donde decirle que se escondiera, así que a encontrar una solución.
-¿No te he dicho una y mil veces que tienes que cuidar tu salud? Ya sabes lo que te puede pasar con una puta.
-Siempre llevo dos condones en la cartera. ¡A ver!
-Los condones no te protegen de las ladillas, los hongos, el herpes, la hepatitis y un montón de cosas más.
-¡Don Manuel, por favor...! -suplicó Omar.
Todavía se hizo de rogar un poco, pero al final transigió:
-Está bien, pero iré contigo y te diré con la que puedes apalabrar una corrida de orejas y rabo.

Condujo el coche hasta la vera del puerto y aparcó junto a un sector de calles cuadriculadas donde sabía, por sus propias necesidades, que había tres o cuatro barras americanas. Optó por una que habían abierto no hacía mucho y que, por lo tanto, debía de tener un elenco poco sobado, y empujó puertas adentro a Omarito, que de repente parecía tan asustado como si un morlaco cinqueño corriera a su encuentro.
-¿Me vas a decir, ahora, que estás acojonao?
-Yo... don Manuel...
El Cañita sonrió con sorna, observando el rubor que ascendía en oleadas por las mejillas de Omar.
-Así que es verdad lo que me chismeó tu primo Tomás el otro día. ¡Todavía no te han dao la alternativa!
-Yo...
-¡Con razón...! Mira, visto lo visto, esto no va a ser un adelanto, sino un regalo. ¿Ves aquélla, la que tiene pinta de inglesa, la rubita?
-¡Está jamón!
-¡A ti te parecería jamón hasta la mojama de pintarroja! Creo que esa muchacha está sana, pero de todos modos enfúndate el condón hasta los huevos y no la besuquees demasiao. Voy a ajustar con ella que se quede hora y media contigo, ¿vale?
Omar asintió, todavía con la cara encendida y la mirada baja, lo que no atemperaba sus jadeos de anticipación. Con cierta ternura, el Cañita lo vio retirarse hacia el reservado empujado por la chica de alterne que iba a darle la alternativa. Ojalá que eso mejorara su disposición para la otra alternativa, la que de veras importaba, porque si Omarito no cambiaba de manera significativa, iba a tener que hacer de tripas corazón y reconocer de una vez por todas que se había equivocado. Omar no constituía una rareza, porque todos los que se enfrentaban a un toro tenían miedo; el secreto era solaparlo con resolución, cosa de la que el muchacho parecía incapaz, porque donde debía haber arrojo sólo exhibía pusilanimidad.
-¿Es hijo tuyo? -le preguntó la camarera, para huir del aburrimiento, puesto que todavía no había sonado la medianoche, hora a la que acudían los fugitivos de las sacrosantas alcobas del tedio.
-No -respondió el Cañita-. Le apodero.
-¡Vaya! ¿Qué es, boxeador?
-¿Lo dices por lo fuerte que es? Mejor sería que pensara en dedicarse a dar hostias, porque, por como van las cosas, tiene menos porvenir con los toros que la baca de un coche.

La camarera sonrió.
-O sea, que no tiene cojones...
-Si te refieres a los de carne, está bien despachao; pero si hablas de los metafóricos...
-Sin embargo, tiene una pinta...
Sí, se dijo el Cañita; lo de la pinta no se podía negar. Sería una pena tener que abandonarlo a su suerte de hortelano, porque desde Ordóñez y Paquirri no había visto nunca a nadie con mejor planta torera. Se preguntó si, a la hora de la verdad, no le paralizaría el miedo también al encontrarse a solas con la prostituta.
Tras encerrarse en el cuarto, la muchacha sintió algo de temor. El joven, casi un niño, guapo como un figurín, parecía trastornado. Notaba el temblor de sus hombros y manos, el aleteo de su nariz, sus jadeos y el brillo febril de sus ojos. Una de dos; o se trataba de un loco a punto de darle un ataque epiléptico o era un debutante. Se decidió por esta última posibilidad, confiando que el abuelo que la había contratado le habría advertido si tenía que vérselas con una cosa rara. Tras bajarse la minifalda elástica y los pantys, todavía con una ligera inquietud que la obligaba a permanecer en guardia, se acercó al muchacho y fue a desabrocharle la camisa, pero cuando le puso la mano en el pecho, él soltó un bufido, se le doblaron las piernas, jadeó entre juramentos y se le pusieron los ojos en blanco.
-Joder, niño, ¿eres Johnie el rápido? -preguntó, sonriente, mientras le ayudaba a quitarse el slip enfangado.
-No, soy Omar, el lechero. Túmbate ahí... ¡a ver!
-Pues si tú eres lechero, yo soy la vaca que ríe. Ven aquí, mi amor; me llamo Nancy... vamos a ordeñarnos mutuamente.
Efectivamente, sus temblores y convulsiones eran los de un debutante, el chico no era peligroso. Recuperado el dominio y ya tranquila, Nancy se recostó con la pose ensayada, en imitación de una foto de Marilyn Monroe que llevaba siempre en el bolso; la pierna izquierda flexionada de modo que resaltase la curva de la cadera, que sabía que podía presumir de ella; el hombro derecho alzado y la mano izquierda tras la nuca, con el brazo doblado; era la pose que mejor resaltaba los pechos, todavía turgentes pero un poco demasiado voluminosos como para que permanecieran erguidos en otra postura; apretando las nalgas, el volumen de la sedosa vulva emergía incitador. Vio que, tras un sorprendentemente corto desfallecimiento, el chico volvía a estar dispuesto.
-Oye -bromeó la muchacha-, se ve que todavía no has empezado a desgastarlo. ¡Vaya herramienta!
-¡A ver! ¿Quieres que te apriete el tornillo?
-Pon la directa. Demuestra lo que sabes hacer con la palanca de cambio.
Omar Candela saltó hacia ella y, tras obligarle la rubia a enfundarse el preservativo, en el momento que comenzaba a invadirla, de nuevo se convulsionó.
-¡Niño, pareces una traca valenciana!
-Pero todavía me quedan cohetes -se jactó Omar.
Mas no hay petulancia que pueda violentar la Naturaleza. Nancy miró con preocupación el reloj, habían pasado veintitrés minutos y, a pesar de que el padre o abuelo del muchacho la había contratado para hora y media, había entrado en la habitación convencida de poder saciar al chico del todo en media hora, porque transcurrido ese tiempo esperaba la visita de un cliente muy generoso que la madrugada anterior le había prometido volver esta noche al bar. Ahora, el desfallecimiento parecía definitivo, sin posibilidad de reanimación, aunque no paraba de acariciarle el interior de los muslos, el pecho y el escroto. Trocada en ternura la suspicacia de los primeros mometos, Nancy contempló a Omar. Era demasiado joven, su cuerpo mantenía la suavidad casi femenina de la niñez, pero comenzaba a emerger en su piel el vigor de una masculinidad pletórica que en muy pocos años, quizá sólo meses, sería arrolladora; hombros anchos aunque poco angulosos todavía, pectorales y abdominales marcados sin exageración, brazos torneados en los que comenzaban a aflorar venas robustas, enjutas caderas de atleta y piernas potentes, aún desprovistas de vello. Le alegraba tener el privilegio de ser su pedagoga y, por ello, olvidó el reloj.
-Arrodíllate -pidió.
Omar obedeció. Se alzó sobre la cama para quedar de rodillas, con los muslos algo abiertos a fin de mantener el equilibrio. La tal Nancy, que a ver cómo se llamaría en realidad, era una hembra casi como las de las revistas que usaba para encerrarse en el baño. Bueno, tal vez un poco más pechugona, pero eso no le molestaba, sino todo lo contrario. Vistos desde arriba, cuando ella se flexionó para acercar la cabeza a su ombligo, los pechos parecían enormes y los pezones daban la impresión de estar a punto de reventar; marrones, puntiagudos, duros como bellotas. Sentía ganas de morderlos, pero ella no le permitió intentarlo. Nancy estaba recorriéndole con la lengua todo el vientre, desde el ombligo hasta las ingles, dejando un reguero de saliva en el vello púbico. Lo que parecía haber muerto, comenzó a revivir. "Caramba -se dijo Nancy-, visto tan de cerca, esto no es una palanca de cambio, sino un tubo de escape". Retrajo el prepucio para facilitar la caricia, endureció y aguzó la lengua para recorrerle el canal del bálano y trató de penetrar la uretra, mientras aferraba con la mano derecha toda la bolsa escrotal y acariciaba con la izquierda el prominente monte del perineo. Para entonces, la sangre volvía a fluir a borbotones, flujo que se aceleró definitivamente cuando Nancy hizo como que saboreaba un polo de vainilla. Tras unos pocos segundos, lo que emergió de su boca, al soltarlo los labios, dio un brinco y batió de manera audible contra el vientre de Omar.
-¿Podrás aguantar un poco ahora? -preguntó Nancy con arrebato.
-Estoy a punto -respondió Omar.
-Resiste -pidió ella y le dio una palmada en el glande para contener y retrasar el estallido-. Ven aquí y no te muevas. Déjame hacer a mí.
Abandonado, Omar se tendió sobre ella, que, inmóvil, comenzó a morderle el cuello. Él amagó una sacudida, pero Nancy lo inmovilizó con las piernas en torno a su cintura, alzando la pelvis hacia él. Por fin conseguía dar una estocada hasta la bola, una estocada por la que podría salir a hombros. Sintió la suavidad del interior de la rubia, una textura de terciopelo ardiente que quemaba sin abrasar. Tenía que descargar, no podía esperar más, pero ella le dio una tarascada en la cintura por detrás, y de nuevo halló que podía aguantar un poco.
-Despacio, despacio -murmuró Nancy-, sin violencia. No golpees con las caderas, múevete sólo un poco a un lado y otro. Así... eso es. Sin prisas. Así, poco a poco. Un poco más fuerte... ¡Ahora! ¡Atraviésame! ¡Métemela hasta el pecho! Así. ¡Ah!
Omar sintió que el cuerpo de Nancy perdía momentáneamente fuerza, laxo, como si estuviera a punto de desmayarse, mientras veía con claridad cómo temblaba su pecho con la piel erizada. Entonces escuchó el grito, o los gritos. Igual que si hubiera enloquecido, la muchacha, sin parar de gritar, gemir y gritar de nuevo, fue agitada por espasmos en cascadas, espasmos que le hicieron mover las caderas y golpearle impacientemente con la vulva que encerraba su miembro.
En tal momento, tuvo la cuarta eyaculación de esa noche, aunque le pareció que era la primera vez que lo hacía en sus diecisiete años. Era como si una potente bomba de succión absorbiera sus fluídos, como si algo poderosísimo tratara de vaciar todo su interior y volverlo del revés igual que un calcetín. Ajena a su voluntad, su garganta emitió un ronco rugido que se acompasó con los gritos que ella continuaba dando.
Tras lo que parecía haber durado horas y horas por su intensidad, el chico se abandonó, relajado. Esto sí era placer. Jamás volvería a encerrarse en el baño con una revista ni lo otro en la mano. Se lo repitió a Manolo el Cañita cuando iniciaban en el coche el regreso a Cártama:
-Ya no volveré a pajearme en mi vida. Esto sí que...
-Bueno, chiquillo, espero que la experiencia te sirva de algo y te hayas convertido en un hombre de una vez. Hoy te he ayudado a que tengas una alegría. Ayúdame a que yo también tenga una alegría pronto. A ver si la primavera que viene, en Alcázar de San Juan, te arrimas un poquillo y rematas la faena.
-La historia ésa del teatro, ¿era verdad?
-¿Lo de don Juan Tenorio? No creo. Bueno, a lo mejor... Zorrilla se basó en otro drama teatral más antiguo, "El burlador de Sevilla", escrito en el siglo XVI por un cura que se llamaba Tirso de Molina, que creo que se inspiró en una leyenda que contaban en la corte, un tío capaz de llevarse a la cama a media humanidad, basada en un personje real, un tal Villamediana, que daba a entender que se había acostao con la reina.

-¿Puede ser que un tío folle de verdad tanto como él?
-No sé qué decirte, niño. De toas maneras, hay quien dice que un hombre que cambia tanto de mujer, es porque no es de verdad capaz de amar a ninguna. Vamos, que pudiera ser un poquillo mariposa. Lo dijo Gregorio Marañón.
-¿Un tío como ese, maricón? ¡A ver! No me lo creo.
-No lo crees porque tienes diecisiete años y te empalmas con una mirada. Lo grave sería que a los treinta siguieras igual, follando cá noche con una diferente.
-O con dos.
-¡Niño!
-Yo no sé lo que pensaré a los treinta, pero ahora lo que quiero es repetir lo de esta noche cuantas más veces, mejor.
-Tú, encuentra tu sitio en los ruedos, échale cojones, y vas a ver que tienes más oportunidades que Jesulín.
-Lo que yo quiero es imitar a ese don Juan. ¡A ver!
-Pues a ver si te arrimas.