lunes, 23 de diciembre de 2013

LA ESPESURA. Novela que estoy revisando para ultimarla. Publico los Episodios Primeros, 84 páginas del original

LA ESPESURA


A Carlos Herrera,
gracias a cuyo amparo
pude imaginar esta historia.

Episodios primeros

Antes de que el escándalo de Lolita Clavel removiera hasta las losas del cementerio, Benaljazmín había sufrido ya un estremecimiento que alteró durante años la apacible biografía del pueblo.
La muerte en misteriosas circunstancias de la Pleita y el Verraco, dos de los vecinos más destacados, había seguido a una cadena de inundaciones que pareció a punto de arrasar no sólo las haciendas, sino la existencia misma de la población, al llevarse junto al limo, la tierra fértil y los cultivos con todos los afanes empeñados en una cooperativa agraria en la que participaba la mayoría de los benaljazmineños y en la que habían invertido la totalidad de sus fortunas. La ola loca arrancó de cuajo los frutales recién plantados, desnudó las rocas, segó la vida de varios vecinos y vieron con desolación que el porvenir de sus hijos se les escapaba río abajo, hacia el mar de Alborán. Desesperados, llegaron al convencimiento de que eran víctimas de un sortilegio invocado por las artes mágicas de la anciana a quien apodaban "la Pleita", aojamiento por el que se veían sometidos a las peores calamidades.*
Les parecía tan cierta la maldición, que en los primeros momentos reaccionaron ante la conmoción causada por Lolita Clavel con el fatalismo de quienes se creen condenados al infortunio sin remedio. Pero los hechos demostraron que el ánimo de los benaljazmineños tenía muchas revueltas.

El periodista Antero Noble fue llamado una mañana al despacho del director del periódico, Joaquín Martín, que le preguntó:
-¿Te gustaría volver a investigar un caso en Benaljazmín?
Antero guardaba sentimientos contradictorios de aquel reportaje realizado cinco años atrás, cuando, recién diplomado en la universidad, afrontó la investigación sobre el Verraco y la Pleita con la inseguridad propia de un principiante, pues se involucró en los sucesos con un apasionamiento que la experiencia había ido demostrándole que no convenía al trabajo de un buen periodista.
-¿Otro muerto?
-No. Esto es mucho más noticiable, salvando las distancias. Todo Benaljazmín puede verse en la miseria por los tejemanejes de una señora, de la que resulta difícil asimilar que haya hecho lo que todos dicen que ha hecho. Se llama Lolita Clavel y tiene la cara dura de seguir viviendo en el pueblo a pesar de los pesares, lo que no deja de tener su puntillo de enigmático. Cualquiera en sus circunstancias hubiera puesto tierra de por medio y habría desaparecido, pero ella sigue en la casa donde ha vivido desde que nació, sin alarmarse ni acomplejarse por lo que la insultan por las calles.
-¿Así están las cosas?
-¡Digo! Según me han contado, no sólo le gritan barbaridades al pasar, sino que hay quien llega a tirar baldes de mierda a su paso.
-Pues tiene que ser una andoba con mucho aguante.
-Parece que las mujeres de esa comarca los tienen bien puestos -Martín acompañó el comentario de un gesto con el puño cerrado.
-Tal como era la Pleita de firme y contumaz, sí da la impresión de que lo encrespado del paisaje da carácter a la gente que vive por allí.
-Ve a ver lo que averiguas -ordenó el director-. Puedes quedarte hasta tres días.
-¡Tres días! ¿Tan gordo es el follón?
-Serás tú el que lo determine. Si no están exagerando los damnificados, podríamos encontrarnos ante una noticia de primera plana en la prensa de todo el país, y tal vez del mundo.

Cinco años antes, Antero condujo por la Hoya del Guadalhorce un renqueante coche que no paraba de quemar aceite y, tras rodear una colina, fue a toparse con una población que presentaba visos fantasmagóricos todavía a los dos años de padecer catorce riadas en un mes, que habían depositado rastros de lodo por doquier y llevado la tragedia a casi todos los hogares.
Ahora, iba a Benaljazmín en un coche flamante que se encontraba todavía en garantía y lo que vio al pasar la colina era un pueblo pequeño, resplandeciente de cal viva, encaramado en la falda de un monte como si fuese el decorado para la más sugestiva tarjeta postal sureña, una postal cuyo centro ocupaba el campanario de la iglesia destacando sobre la cuadrícula de casitas blancas, que escalaban la cumbre coronada por el penacho de pinsapos, quejigos y acebuches del Coto de la Marquesa. Tanta belleza era, sin duda, resultado de un afán muy tenaz, y revelaba que los benaljazmineños habían sido capaces de conjurar la desgracia y afrontar de nuevo la vida con optimismo.
Condujo los últimos centenares de metros entre arbolitos jóvenes de acacias y jacarandas, obviamente plantados mucho después de las riadas, los cuales proporcionaban amenidad al tramo de carretera recién asfaltada que comunicaba Benaljazmín con la nueva autovía. A esa hora, próximo el mediodía, el sol no abrasaba aún y la brisa movía suavemente los sembrados que orillaban el camino, contribuyendo a crear un ambiente de placidez despreocupada. La fuente de la plaza de Abajo, desmoronada por la ola, había sido reconstruida y cantaban seis chorros rizados de agua entre macetas de geranios. Alrededor, los vehículos estacionados presentaban buen estado y los lugareños, en lugar del desaliento hermético de entonces, no se mostraban abatidos ni huraños a pesar de lo que acababa de ocurrirles. Antero sonrió; los benaljazmineños habían encontrado aliento para restablecerse de la pesadilla de la inundación y sus consecuencias.
Ciriaco el Fraile lo abrazó antes de exclamar:
-¡Antero!, no sabes las veces que he intentado verte en el periódico. Casi siempre que voy a Málaga pregunto por ti.
-¿De veras? Joder, pues nunca me han dado el recado.
-No, si no te dejo recados. Como siempre me decían que andabas por ahí, haciendo reportajes, no quería incomodarte...
El periodista examinó la cara del que había sido el amigo más fiel del Verraco, el hombre que, ofreciéndole su casa y su mesa, le había hecho sentir como si fueran camaradas de toda la vida. Ciriaco parecía ahora más joven que cinco años atrás; claro que, la última vez que hablara con él, estaba detenido en comisaría acusado de los asesinatos del Verraco y la Pleita. Sabía que la cooperativa de Benaljazmín había resurgido de sus cenizas gracias, sobre todo, al afán de Ciriaco el Fraile, cuyos motivos creía conocer: Su esfuerzo había constituido un homenaje al añorado amigo muerto. En el decurso de su investigación periodística de las muertes, sin proponérselo había llenado con su presencia una parte del vacío que Ciriaco sentía por la pérdida del Verraco. Que hubiese intentado visitarlo tantas veces, era un síntoma de esa sustitución del amigo del alma por el periodista que se había interesado tan a fondo por su vida.
-Es verdad -confirmó Antero-, paro muy poco en la redacción. Pero tendrías que haber dejado una nota, hombre; podíamos haber tomado un vinillo y charlar. Siempre me acuerdo de vosotros y he tratado de estar informado sobre la marcha de la cooperativa. Sé que conseguisteis superar el bache.
-Salimos de aquello a trancas y barrancas, con más pitos que flautas, pero ya ves lo que nos ha pasado ahora. ¿Vienes por lo de la Lolita?
-Sí.
-Pues hazte una idea. Con lo que nos dejó el Verraco, conseguimos levantar cabeza, y ahora, con lo que nos ha hecho esa gachona, a ver dónde vamos a parar.
-¿Qué puedes contarme de ella?
-No demasiado. Mi mujer la conoce mejor, porque la madre de Lolita es la dueña de la panadería. Pero quien de verdad la conoce a fondo es la Rosa, la del Florencio.
-¿Sigue Florencio de alcalde?
-No, ¡qué va! Salió con los pies fríos y la cabeza caliente... y ya sabes tú que no es la clase de hombre que le guste complicarse la vida. Ahora tenemos de nuevo al Boticario en la alcaldía, más rancio, más carca y con más humos que nunca.
-Y el currelo, ¿qué tal?
-Tirando, pero con el canguelo en el cuerpo, por lo que pueda salir del lío en que nos ha metido la sinvergonzona ésa.
-¿Estás muy atareado estos días?
-¡Estoy de un vago, que ni una manta! Un poco más, y se me apolillarán hasta las intenciones. Falta un mes para la vendimia y todavía quedan tres o cuatro hasta el mango. Si necesitas ayuda para tu reportaje, como cuando lo del Verraco, habla por esa boca.
-Gracias, Ciriaco. Seguramente voy a necesitarte.
-Cuenta conmigo; es más, voy a prepararte un encuentro con una persona que estoy convencido de que puede aclararte mucho las cosas. ¿Dónde vas a almorzar?
-Antes de llegar, he parado en una venta, en la Aljaima, donde me han dado de desayuno unos huevos con chorizo que estaban buenísimos y me he hartado de pringar pan; imagina, uno de esos panes de pueblo con corteza, que no vemos en las ciudades ni de milagro. Ya no me cabe nada hasta la hora de la cena. ¿Nos vemos a la tarde en la taberna de la plaza de Arriba?
-¡Natural! Allí estaré, echando una partidita con el padre Zambomba. Pero, ¿no te vas a hospedar en mi casa, como la otra vez?
-¿Hay inconveniente?
-¡Qué tontería! Natural que te quedarás con nosotros. Ahora mismo le digo a la Mari que prepare tu cuarto.
-Tengo que ir a hablar con Rosa e indagar por el pueblo ¿Crees que puedo aparcar en la plaza de Abajo con confianza?
-Lo dices por la putada que te hicieron la otra vez, ¿no? Los muy malapipas, te pudieron dejar sin ruedas. Las cosas han cambiado, Antero; nosotros no somos esa clase de gente, pero entonces estábamos amargados y muy resabiados contra los periodistas; vamos, es que veíamos a un colega tuyo, y se nos agriaba hasta la primera leche. Pero aquello pasó, ahora no tendrás esa clase de problemas.
En el recorrido de los ochocientos o novecientos metros que separaban la casa de Ciriaco de la rotonda de entrada al pueblo, Antero observó que todas las edificaciones, sin excepción, habían recuperado el blanco refulgente tradicional, los tejados habían sido reparados y muchos muros lucían azulejos polícromos con las figuras de San Miguel, Jesús el Cautivo y la Virgen de Zamarrilla, esfumados completamente los estragos de la riada. Ante casi todas las fachadas crecían buganvillas, jazmines y damanoches, lo que reforzaba la impresión de que cada rincón fuera un decorado preparado con el propósito de exhibir la faz más alegre y colorista de las tierras de Alborán.
Rosa vadeó el mostrador de su tienda de comestibles para darle un abrazo y un beso.
-¡Antero! Estás más desaparecido que el hijo de Lindberg; creía que te habías olvidao de nosotros.
-Imposible. El de la Pleita y el Verraco fue el primer reportaje de mi vida; pero, además, no podría olvidar vuestra simpatía ni lo bien que me tratasteis.
-Entonces, ¿por qué ha tenido que pasar lo de Lolita pa que vengas a visitarnos?
Antero sonrió y encogió los hombros al sentirse pillado en falta.
-¿Me crees si te digo que han sido centenares las veces que he estado a punto de venir? -Rosa negó con la cabeza, remarcando su escepticismo bienhumorado con una media sonrisa-. De verdad, Rosa; el trabajo de un periódico es muy absorbente. Trabajo hasta doce horas diarias, apenas tengo tiempo libre y, además, me casé hace dos años y mi mujer se empeña en visitar a su familia todos los fines de semana. Pero te doy mi palabra de que han sido un montón las ocasiones en que, a pique de ponerme en marcha rumbo a Benaljazmín, surgía en el último momento algún impedimento.
-Así que te casaste. ¿Te va bien?
-De maravilla. Fina es de dulce.
-Me alegro. Tal como están las cosas, que ya nadie se casa ni amarrado, un nuevo matrimonio es como para celebrarlo por todo lo alto -Rosa continuó hablando, aunque estaba atendiendo a dos parroquianas, cuyas compras introducía en bolsas de plástico-. A ver si te dejas caer un día por aquí con tu mujer y organizamos algo.
-Muchas gracias. ¿Te importaría contarme lo que sepas de Lolita Clavel?
La tendera apretó los labios para componer una mueca de asco.
-Lo que ha pasao me revuelve las asaúras... y más, teniendo en cuenta que siempre la hemos tenido por santa.
-¡Que dices! -Antero halló extravagante la afirmación.
-Lo que oyes. Casi todos en el pueblo estaban convencíos de que era capaz de hacer milagros. Ya sabes, levitaciones, curaciones y esas chuminás. Todavía hay quien lo cree, son una pechá los vecinos que no aceptan que sea verdad lo que ha hecho.
-Es que no pué ser, Rosa -dijo una de las clientes.
-¡Estás en las nubes, Paca! -contradijo la que la acompañaba-. La Lolita es el demonio con la piel del cordero. De las que tiran la piedra y disimulan metiéndose la mano en el chocho. ¡Menuda lagarta!
-¡Que no, Paula! Tiene que ser que alguien la ha trajinao.
-¿Alguien? La liosa es ella, que tiene más cuentos que Calleja. Tanta beatería no era más que pantalleo, que te lo digo yo. Vamos, es que a bruja, podía haberle dao lecciones a la Pleita. Pa mí que tiene mala leche pa dar y regalar y no sabe lo que es la vergüenza ni la ha conocío. Este lío es cosa de ella namás, Paca, que se basta y se sobra.
-¿Seguro? ¿Y el fulano aquél, el Marqués?
-A ése fue ella también quien lo lió, que le gustan las braguetas bien rellenas más que a un tonto un lápiz y dicen que el tunante ése se las gasta de calibre torpedo.
-¡Qué va! A mí me han contado que el gachó falla más que una escopeta de feria, así que la Lolita, la pobre, lo ayudaba no por las guarrerías que hiciera con él, sino porque tiene un alma mu grande.
-Que la Lolita tiene el alma grande... ¡Osú! Lo que tiene grande es la raja y no para de buscar quien se la repelle con una pechá de queso. ¡Cuántas veces no habré visto yo cómo se quedaba aluciná, mirándole aquella hermosura de paquete que tenía el Verraco! ¡Santa! Lo que es... es una merdellona más grande que la peña de Archidona.
-Ella no puede haber hecho esa barbaridad por su cuenta, Paula... Si es la persona más caritativa y más santa del mundo...
-Los números son los números -atajó Rosa-; el dinero es menor de edad y no entiende de chiquitas.
Las dos parroquianas recogieron sus bolsas y salieron de la tienda enzarzadas todavía en la discusión:
-Lo que yo te diga, Paula. Tienen que ser los mafiosos de Málaga, que tienen a la pobre Lolita cogida por los mismísimos ovarios.
-¡Que te crees tú eso, Paca! La Lolita es un pedazo de penco más grande que el Gurugú. Habráse visto, robar lo que ha robao y quedarse tan pancha... y tiene la sinvergonzura de salir a la calle a pasear, como si tal cosa.
-Si sale a pasear por las buenas, será porque tiene la conciencia tranquila.
-¿Conciencia, Paca? Si ésa no ha aprendío lo que es la conciencia ni en un documental de la segunda cadena.
Conforme se distanciaban las voces de las dos mujeres, Antero sonrió a Rosa y comentó:
-Por lo que veo, no hay unanimidad.
-Es que la cosa es difícil de creer, Antero -dijo Rosa-. Si tú has estado toda tu vida viviendo al lado de una persona que consideras la mejor del mundo, que se pasa la vida en la iglesia y que hasta dicen que es del Opus Dei, enterarte de lo que dicen que ha hecho es un palo muy fuerte.
-¿Es amiga tuya?
-Tiene cinco o seis años menos que yo. Soy más amiga de su prima, que es de mi edad. Pero a la Lolita la conozco de toa la vida.
-Tengo que ir a hablar con ella.
-No creo que te deje entrar en la casa. Como es natural, está a la defensiva y, chiquillo, es que tiene hasta la panadería cerrá a cal y canto y dicen que ni siquiera descuelga el teléfono. ¡Si vieras las peloteras que le arman cuando se atreve a salir...! Tó es rarísimo, no comprendo que tenga tantísimo aguante, si una piensa que un día de éstos a cualquiera se le puede ocurrir arrearle con una pala en la cabeza. Hace dos o tres noches, escuché que no sé quién está pensando en embestir con el tractor contra su casa.
-¿Cómo es, Rosa? Cuéntame algo de ella.

-¡Niña!, ¿te quieres dejar de tantos padrenuestros y venir de una vez acá pacá, a ayudarme, que la tienda está que revienta de gente? Osú, qué jartible eres, que eres más pesá que acompañar el arroz con leche con una pechá de borrachuelos.
María la del Bollo gritaba a su hija desde el arranque de la escalera, situada en la trastienda de la panadería.
-¡Ya voy! -respondió Lolita, mientras se santiguaba.
Alzóse del reclinatorio colocado en un rincón de su dormitorio ante la imagen de la Virgen de Zamarrilla, se quitó la pequeña mantilla de encaje y bajó la escalera de mala gana. Iba a cumplir dieciocho años, lo que le producía angustia, porque, de acuerdo con lo que predicaba el padre Zambomba en sus homilías y en el confesonario, debía de encontrarse al borde de los abismos del infierno. No imaginaba más antídoto que la oración contra lo que ocupaba su mente mientras trataba de dormirse y cuando soñaba; incluso mientras atendía al público, puesto que envolvía mecánicamente las piezas de pan que le pedían, confundiéndose de tamaño con mucha frecuencia, porque ya casi nadie consumía los tradicionales panes redondos y se habían popularizado las barritas, demasiado parecidas a falos. Falos en el mostrador, en los estantes y en los cestones de esparto, un revoltillo de falos gigantescos, rígidos, agresivamente incitadores, falos de atractivo color dorado invitando a morderlos con fruición, mientras la consciencia del flujo que humedecía sus bragas le hacía trastabillar en los escasos y cortos pasos que debía recorrer para servir cada pedido.
Durante las tres horas y media que permaneció junto a mostrador, tuvo que persignarse muchas veces con disimulo, no sólo por los malos pensamientos, sino también porque exteriorizaba el nerviosismo con malhumor hacia las compradoras, que no siempre conseguía reprimir a tiempo.
Rafael el Boticario realizaba su ronda habitual, el recorrido que se había impuesto hacer dos o tres veces por semana por todo el pueblo, a ver si los veleidosos vecinos no lo dejaban en la cuneta ahora que las elecciones de alcaldes iban a ser democráticas. Prodigaba saludos y sonrisas por las calles entre algunas rechiflas y el pasmo receloso de casi todos, puesto que había quien le atribuía la facultad de enfermarles con objeto de venderles luego sus medicinas. Presidía el ayuntamiento desde que era joven y había sacrificado demasiadas cosas de su vida como para no creer merecer que el cargo fuese vitalicio. Ahora, con los comunistas legalizados y la vida política del país virando inadmisiblemente hacia el rojo, sentía no sólo peligrar el sillón, sino que le obsesionaba que a alguien se le ocurriera auditar la contabilidad municipal y cuestionar todo lo aprobado bajo su batuta durante casi veinte años. Su ánimo era sombrío cuando entró en la panadería; siguió la mirada de Lolita, que tenía fijos los ojos en la entrepierna del Verraco, que estaba apoyado en la pared situada frente a la puerta mientras conversaba con Ciriaco el Fraile. En la postura que se encontraba Andrés Cortés el Verraco, resultaba notorio que la fama por la que le habían asignado el apodo era justificada; el abultamiento del pantalón parecía esconder uno de los panes que tanto desconcierto y fascinación causaban a Lolita. El Boticario apretó los párpados y frunció los labios con un mohín admonitorio.
-¡Lolita!
La joven salió de su abstracción con un sobresalto. El Boticario advirtió cómo subía el rubor a sus mejillas, que se convirtieron en amapolas.
-¿Qué quiere usted? -preguntó Lolita con voz entrecortada.
-Pasaba sólo por saludar. ¿Dónde está tu madre?
-En la cocina, guisando.
-Dile que he venido a preguntar por el dolorcillo que tenía anteayer. No se te olvide.
-Ya se le ha quitado.
-Me alegro. Pero no se te olvide decirle que he pasado a saludarla, ¿eh?
Lolita asintió. Sabía que aún tenía las mejillas arreboladas, por lo que ansiaba que el alcalde se fuera de una vez y poder contemplar de nuevo a placer al Verraco, antes de que se le ocurriera cambiar de postura. Total, una mirada no era un pecado demasiado grave y, de todas maneras, pensaba confesarse esa tarde.
-Creo que eres de las que tienen que casarse jóvenes, Lolita -dijo el Boticario.
La joven apretó los labios. Le alarmaba que ese hombre tan desagradable, que olía alcanfor, fuese capaz de leer en sus ojos.
-Tendrá que llover mucho para eso -respondió.
-Tú, piénsalo, que yo sé bien lo que me digo y hay en el pueblo varios mozos que te convienen.
Al entornar Lolita la puerta de la tienda a las tres, apenas sentía apetito. ¿Comer? Era mucho más urgente ir a confesarse, pero tendría que soportar que los pecados lacerasen su pecho hasta el atardecer, cuando el padre Zambomba abriría por fin la iglesia.
Después de comer, en vez de echarse para la siesta, puesto que la tienda no volvería a recibir público hasta el anochecer salió a dar un paseo por las calles solitarias; el ejercicio de andar la liberaba de los pensamientos, sobre todo si apenas se cruzaba con gente, que era lo más probable durante las horas que seguían al almuerzo. Saldría a campo abierto tras cruzar la plaza de Abajo, pero antes tenía que recorrer toda la calle Empiná. La casa de la Pleita tenía ya la fachada empegostada con las plastas de higos, puesto que la chiquillería del pueblo acechaba la maduración de tales frutos, impacientes por dispararlos contra la casa de quien todos consideraban una bruja que realizaba conjuros contra sus vecinos, para hundirlos en la miseria, una mujeruca de la que se decía que conseguía hacerse obedecer por el mismísimo Satán. Lolita se santiguó al pasar ante la ventana de la anciana, tras cuyos cristales se recortaba su silueta; al descubrirla, Lolita volvió a santiguarse. Esa mujer le inspiraba sentimientos contradictorios; sabía que era una pecadora, una infame que había robado el marido a otra y se había revolcado luego con él en el fango durante decenas y decenas de años, pero, por esa misma razón, no podía evitar envidiarla. Pepa Flores la Pleita era fuerte, resistente, capaz de retar la maledicencia y no dejarse avasallar por ella. Lolita carecía de tal fortaleza y ansiaba conseguir desarrollar un carácter igual de firme; este pensamiento también era un pecado que tendría que confesar al padre Zambomba.
Pasado el arroyo, recorrió la vereda hacia el encinar de la Peña del Moro, excitada por la posibilidad de volver a sorprender a Julián el cabrero en su escondrijo tras el redil. No, no podía pensar en tales cosas, iba a arder en el fuego del infierno, era mejor recrearse con la obra bendita de Dios, el paisaje que se abría espléndido ante ella: La dura tierra de labor caldeada por los primeros rigores del verano, el cañaveral susurrante que cubría el arroyo, la ladera que se encrespaba a cada paso y cuyos guijarros sueltos sujetaban precariamente los macizos de jaramagos, el encinar que ponía una pincelada de verde allá arriba y, por encima, la roca gris donde los lugareños situaban muchas de las leyendas de la comarca, un risco vertical que era el principal desafío para los afanes aventureros de los niños del pueblo.
Ella era lo único que se movía en cuanto abarcaba la vista a las cuatro de la tarde, bajo el sol del que los lugareños se protegían en el frescor de sus paredes de cal viva, en siestas que se prolongaban hasta el atardecer. Lolita constató una vez más que sus resoluciones carecían de firmeza, pues las piernas estaban llevándola hacia la izquierda del encinar, donde Julián guardaba las cabras, en vez de hacia la derecha, desde donde podría contemplar el valle en toda su magnificencia. Sentía ganas de llorar, qué extraño. El llanto quería acudir a sus ojos porque odiaba su propia debilidad, odiaba su culpa porque el pecado era una opción que alguien con más carácter desecharía y ella no lo podía conseguir. Un pecado más que tendría que confesar esa tarde al padre Zambomba. Bueno, puesto que era inevitable y no tardaría en ser perdonada, se acercaría con sigilo al redil.
Se trataba de una construcción baja de piedra, oculta por un declive, una vaguada invisible desde el pueblo, ensombrecida por los matorrales, más abundantes cuanto más lejos de las tierras de labor. El redil ocupaba el rincón más elevado de un pequeño prado que todavía conservaba el verdor, donde pacían sueltas unas pocas cabras. Lolita se aproximó con cuidado de no hacer ruido, embozada tras las encinas asilvestradas situadas más arriba, en la trasera de la edificación.
La ventana, en realidad un simple hueco sin postigos, parecía una pantalla de televisión, encendida por el contraluz del corral contra la penumbra del muro de piedra sin desbastar.
Julián el cabrero era un hombre reservado y algo extraño, que pocas veces participaba en las tertulias de las tabernas y casi nunca miraba de frente; con sus ojos evasivos y su verbo escaso, tenía fama de ensimismado pero ella sabía que se trataba de otra cosa, la timidez vergonzante de quien sabe que su conducta no se ajusta a las normas. Tal como Lolita esperaba, lo estaba haciendo sin adoptar precauciones, sin esconderse, con la despreocupación de suponer que todos sus vecinos dormirían a esa hora. ¿Quién iba a aventurarse campo traviesa cuando huían del sol hasta las moscas?
Cubierto sólo por una camiseta de tirantes, Lolita contempló su cuerpo con la conocida mezcla de repulsa y fascinación. Las piernas fuertes y fibrosas propias de quien tenía que ser tan ágil como para anticiparse a las mismísimas cabras peñas arriba, estaban densamente cubiertas de vello oscuro, lo mismo que el retazo de pecho que asomaba por la percudida camiseta, donde el contraluz hacía que la pelambrera pareciera un cepillo, tanto entre los tirantes como por abajo, en el vientre, donde emergía el pene erecto como si fuese una sonrosada seta nacida entre la yerba. La cabra que sujetaba permanecía mansa, inmóvil, como si ya estuviera al cabo de la calle. En un estado cercano al arrebato, Lolita presenció las frenéticas embestidas de Julián sobre el animal con tanta excitación como repugnancia.
Asistió a dos orgasmos, que tal vez habían sido precedidos por algún otro. Cuando alcanzaba el gozo, Julián gruñía de modo animalesco, con una intensidad que abarcaba todo el encinar y, curiosamente, eran tales gritos lo que más excitaba a Lolita, más que la propia contemplación de la escena. Ahora, casi oculta por el tronco de la encina, sentía la parte superior de los muslos tan húmedos como si se hubiera orinado en las bragas. Cuando Julián se derrumbó y dejó de resultar visible por la ventana, la joven miró el reloj; sentíase avergonzada de sí misma y todavía faltaban más de tres horas para poder librarse de tal sentimiento con la confesión.
-Ave María Purísima.
-Sin pecado concebida -respondió el padre Zambomba.
-Padre, me acuso de que he tenido malos pensamientos.
-¿Qué tipo de malos pensamientos?
-Las cosas de los hombres.
-¿Qué cosas?
-Ésas, usted sabe...
-¿Cosas como los bigotes, los azadones, los arados...?
-No, padre. Usted sabe... ¡sus cosas!
-Habla claro.
-Sus... me da vergüenza. Pienso muchas veces en lo que esconden con el pantalón.
-¿Sigues con eso?
-Soy mala, padre.
-¿Y qué imaginas que te hacen esos falos?
-Siento que me atraviesan por todas partes, por cientos y miles, por arriba y por abajo, por detrás y por delante. A ratos, no consigo pensar en nada más y hay veces que creo que llega uno de verdad, de carne, gigantesco, como de dos metros... que me echa, bueno, usted sabe... como si fuera una ducha, y siento que me mojo toda...
-¿Y en qué momentos te asaltan tales pensamientos?
-A todas horas y en todas partes no puedo evitar pensar en esas cosas.
-¿Cuántas veces?
-Hoy, unas catorce.
-Lolita, Lolita... ¿Ya lo has hecho?
-¡Qué va, padre! Ese pecado no lo cometeré nunca.
El padre Zambomba sonrió imperceptiblemente. Conocía la fragilidad de las resoluciones de su feligresa.
-¿Qué más?
-Yo... otra vez he subido al encinar.
-¡Otra vez! Mira, Lolita, tienes que acabar con eso, o voy a verme obligado a mandarte a confesar con un canónigo.
-Yo... -Lolita se echó a llorar-, aunque me daba mucho asco, no podía dejar de mirarlo y sentía muchas ganas de ponerme como la cabra, deseaba que esa cosa tan asquerosa me atravesara y me llenara todo el cuerpo hasta reventar.
El padre Zambomba carraspeó. Resultaba difícil mantener la compostura oyendo tales confidencias, porque no era infrecuente que su propia naturaleza respondiera, viéndose obligado a disimular que la sotana se abultaba.
-Una muchacha decente no debe espiar por las ventanas de nadie, mucho menos si sabe la clase de indecencias que va a ver. Creo, Lolita, que te vas a condenar si no rectificas. Tienes que ser fuerte, perseverante en la virtud y cultivar la castidad. ¿Te has tocado?
-Un poco, casi sin darme cuenta.
-¿Cuántas veces?
-Anoche, esta madrugada y en el encinar. Lo de esta mañana me parece que no cuenta, estaba casi dormida.
-¿Ahora eres tú quien dicta las normas? ¿Cuántos años has estudiado en el seminario? ¿Quién te ha ordenado de sacerdote, a ver?
-Perdone, padre.
-También pecas de soberbia.
-Ya no volveré a hacerlo, se lo juro.
-Jurar también es pecado.
-Perdóneme.
-¿Qué más tienes que confesar?
-Hoy, vi al Verraco hablando con el Fraile y, como estaba con el hombro apoyado en la pared y con los pies cruzados, pues que...
El padre Zambomba sintió, como de costumbre, la emoción que le producía pensar en Andrés Cortés. Ahora, con su empeño de organizar una cooperativa, el joven había recurrido a él en busca de ayuda, lo que había propiciado más encuentros en dos meses que en toda la vida, y cada uno de tales encuentros constituían una prueba para su autocontrol. Durante las visitas, distraía su curiosidad con la reflexión sobre lo que Andrés le preguntaba y procuraba no mirar hacia su entrepierna, la bragueta más admirada en toda la Hoya, pero a veces no lo podía evitar, porque el abultamiento era tan notorio que nadie podía dejar de fijarse. Luego se sometía a largas sesiones de oración para mitigar su culpa, aunque también mientras oraba seguía viendo con los ojos de la memoria aquel relieve portentoso. Lolita no era la única, sino una de tantas que venían a confesar haber admirado el obelisco cubierto que casi todas deseaban secretamente acariciar descubierto. Algo indefinible le hacía sentir enojo porque alguien se conmoviera también contemplando al Verraco.
-¡Ya! Se le marcaban sus partes, y tú te has puesto a mirarlo como si fueras una mujer pública.
-Yo...
-¿Cuántas veces lo has mirado?
Lolita lloró con desconsuelo. ¿Cuántas veces había mirado el abultamiento de la bragueta del Verraco ese mediodía? ¿Cuántas veces se podía mirar durante diez o quince minutos, cuando, con los ojos cosidos a ese punto de la anatomía, sólo había desviado la mirada al sentirse cogida en falta por el alcalde? ¿Diez?, ¿cien?, ¿mil? ¿Estaba obligada a afinar tanto? ¿Era la confesión una tienda, donde una tenía que pagar por cada artículo que consumía?
-No lo sé, padre -respondió Lolita entre hipidos-. Serían como unos diez minutos.
-Ya. Diez minutos restregando los ojos contra el más pervertido de los objetos de pecado, ése que dicen que es el órgano con el que se refocilan las peores y más degeneradas pecadoras de la Hoya. Ahora tú, una muchacha que tiene la obligación de ser virtuosa, te pones a la misma altura de esas desvergonzadas que abren cada día un poco más las puertas hacia su condenación eterna.
El llanto de Lolita rompió en gemidos que podían ser oídos en casi todo el templo, lo que ocasionó miradas de reojo, unas apiadadas y otras, perplejas, de quienes esperaban confesión. Todos sabían que la hija de la panadera se salía de lo habitual, que su conducta y su carácter tenían escasos puntos en común con los de la gente que conocían, tan carente de complicaciones; pero su llanto de arrepentimiento por cualquiera que hubiera sido su pecado, que en una muchacha tan joven y tan poco conflictiva no podía ser grave, demostraba que era buena y que, tal como prometían los evangelios, se estaba ganando a galope el reino de los cielos. El padre Zambomba se compadeció de ella. Reconocía que había perdido el control, porque en todo lo que guardaba relación con el Verraco había algo que escapaba a su voluntad, algo vagamente parecido a los celos cuando descubría el embobamiento que sus convecinas tenían con el robusto joven. Inspiró hondo antes de decir:
-Estoy seguro de que te vendría muy requetebién ocuparte de alguna de las obras pías de la parroquia.
-Yo... padre...
-Necesitas adquirir fortaleza para protegerte de las tentaciones del Maligno. Ven a verme una de estas tardes, los días que no confieso.
-Sí, padre.
-Tienes mucho que aportar al bien común. Sé que en el fondo de tu corazón eres generosa y que esa generosidad puede pesar mucho en tu balanza cuando Dios Nuestro Señor te presente cuentas.
-Sí, padre.
-Reza un rosario antes de salir de la iglesia y otro esta noche, al acostarte. Ego te absolvo in nómine Patri et Filli et Spirito Sancti.

-Desde que era prácticamente una niña, pasaba horas y horas en la iglesia -dijo la tendera.
-Eso puede dar fama de beata, Rosa, pero no necesariamente de milagrera -opuso Antero Noble-. Joder, que estamos a punto de acabar el milenio, no en la Edad Media, y hay un bosque de antenas de televisión encima de los tejados de Benaljazmín. Tu misma tienda, que hace cinco años recuerdo que exponías juguetes como muñecas chochonas, carritos de madera y cosas así, ahora la tienes llena de videojuegos y "playstations". Vivimos en plena era de la información; incluso en los rincones más remotos, la gente está al corriente de lo que pasa en el mundo y no se deja impresionar por las supersticiones de otros tiempos. Ya nadie cree en prodigios sobrenaturales, aunque en todos los pueblos haya personajes a los que la estrechez de sus perspectivas los convierte en ratas de sacristía.
-La Lolita llegaba bastante más lejos que todos esos beatos.
-Te recuerdo que en Benaljazmín hubo un caso parecido, en cierto modo. A tus paisanos les dio por decir que la Pleita era una bruja con poderes sobrenaturales otorgados por el diablo; atribuir a Lolita Clavel capacidad milagrera viene a ser lo mismo, Rosa, una especie de convencionalismo folclórico que la gente se toma en el fondo a guasa. Por lo poquito que os conocí cuando lo del Verraco, a mí me da la impresión de que en esas habladurías hay más ganas de cachondeo que credulidad.
- Yo no creí nunca en esas cosas, Antero, ¿es que no te acuerdas de tó lo que te conté cuando viniste a investigar por qué habían muerto la Pleita y el Verraco? Dijeran lo que dijeran, yo consideraba a la Pleita como lo que era, una pobre vieja más sola que la una; la Lolita me pareció siempre una acomplejá, que se lo pasaba fatal con su venate.
-Probablemente lo era, pero sus complejos no le han impedido demostrar que tiene cuero. Hay que esconder bastantes recámaras en el carácter para atreverse a hacer lo que todos afirman que ha hecho.
Rosa le pidió con un gesto de la mano que esperase, con objeto de atender a la parroquiana que acababa de entrar. Fue cumplimentando el pedido, mientras la compradora lanzaba miradas furtivas en dirección a Antero, como si deseara pero temiera hablarle.
-Usted... ha venío al pueblo por lo de la Lolita, ¿verdad? -dijo la mujer, esforzándose por superar la timidez.
-Sí.
-Y es periodista.
-Sí. ¿Es usted una de las damnificadas?
-Cuatro millones y medio, tó lo que teníamos mi marío y yo, que era el futuro de nuestros hijos, porque queremos que vayan a la universidad... Y ni se imagina los sacrificios que tuvimos que hacer pa juntar ese dinero, las cosas de las que nos hemos privao. Si pudiera usted poner las cosas en claro con la fuerza del periódico...
-¿Usted también creía que Lolita Clavel era santa?
-Todavía... yo no sé qué pensar. Mire usted, es que ella es tan buena...
-¿En qué quedamos, Bernarda? -ironizó Rosa-. ¿La Lolita es buena o te ha robao?
-Rosa, tú sabes de más que estoy con la camisa que no me llega al cuerpo, lo mal que lo estoy pasando por mis niños y las broncas que tengo que aguantarle tós los días al Fermín por haber confiao tan ciegamente en la Lolita, pero es que esto que ha pasao no tiene ni pies ni cabeza. Vamos, es que no hay por dónde pillarlo. A lo mejor es que alguien ha metío la pata con los números... o algo, porque la Lolita no puede habernos hecho esa guarrá tan asquerosa, y seguir en el pueblo como si tal cosa.
-¿Por qué razón confía usted tanto en ella? -preguntó Antero, tratando de dar a su voz un tono que inspirase confianza, porque la mujer parecía más recelosa que airada y temía que se encerrase en el mutismo.
-Pues mire usted... yo no soy de las que se pasan la vida con el rosario en la mano, ¿sabe usted? Las beaterías no me van ni mijita, y, sin embargo, he visto cosas que ponen los pelos de punta.
-¿Por ejemplo?

Bernarda Palomo jugaba a la comba con sus dos primas, una de las cuales acompañaba el juego cantando bamberas muy afinadas. Como declinaba la tarde, no quedaban tareas caseras y aún no tenían que empezar a cocinar la cena, había vecinas apoyadas en las jambass de las puertas o asomadas a las ventanas, porque la muchacha poseía una voz que a muchas les recordaba la de Rocío Jurado.
-¿Como la Rocío? -discrepó a través de los geranios de su reja Fernanda la del alfajor-. ¡Qué más quisiera la chipionera, con lo joven que es la Maribel!
-No seas tan exagerá, Fernanda -opuso Filo la costurera-. La Maribel canta bien, pero a veces suelta unos gallos...
-Es que hoy está un poquillo resfriá, pero tendrías que haberla oído la otra tarde, que cantó "Señora" como Rocío Jurado ni sueña que podría cantarla...
Sin dejar de saltar, Bernarda vio acercarse a la hija de la panadera, aquella mujer que, por su distinción y el aura que irradiaba, parecía haber sido transplantada a Benaljazmín de un mundo superior; su aproximación ocasionó que la discusión cesara, como si todas estuvieran de acuerdo en que en su presencia tenían que mostrarse respetuosas. Sólo continuó sonando la musical voz de Maribel. Unas con mayor convicción que otras, suponían todas que al paso de Lolita había que mostrar el mismo recogimiento de cuando pasaba la procesión del Corpus Christi sobre el romero con que alfombraban las calles, porque ya eran más de veinte las curaciones que había realizado. Curaciones verídicas, constatables, de enfermedades y heridas diagnosticadas por el médico, como el orzuelo del nieto del Boticario que desapareció tras rozarle Lolita el párpado; o la chifarrá que Fernandito de la Paula se había hecho en la frente jugando entre los pinsapos y que no paraba de sangrar, hemorragia que se detuvo instantáneamente cuando Lolita tomó sus manos; o la vez que Benita la Perota abortó y estaba a punto de morir, reanimándose y deteniéndose el flujo tras un simple padrenuestro que había rezado por indicación de Lolita; o el bulto que había desaparecido del pecho de Mari la del Fraile en cuanto Lolita posó su mano encima. Tales prodigios no eran más que la consecuencia de su bondad infinita, la caridad que prodigaba, la compasión con que acudía junto a todos los agonizantes y a todos los duelos, y la generosa entrega con que se afanaba por llevar adelante las iniciativas parroquiales.
Era una santa en vida, una elegida de Dios.
Bernarda no envidiaba a Lolita, porque tal idea le parecía inadmisible por irreverente, pero deseaba ser como ella, elevarse como ella de la mediocridad polvorienta del pueblo. Lolita estaba por encima de lo terrenal; la delicadeza de sus gestos, la exquisitez de su ropa, su figura, su manera de hablar, hasta su modo de desplazarse la retrataba como la encarnación de lo más sublime.
-Con esa voz que tienes, es una lástima que la gastes en tonterías, Maribel. Deberías meterte en la pastoral de la parroquia -dijo Lolita al pasar, sin detenerse-. Dios Nuestro Señor va a presentarte factura muy pronto si no rectificas.
Una vez que la hija de la panadera dobló la esquina, exclamó la aludida:
-¡Será merdellona! Decir que gasto la voz en tonterías.
-No digas esas cosas de la Lolita -rogó Bernarda.
-¿Ahora la vas a defender, después de haber ofendío a tu prima?
-Ella no te ha ofendío, Maribel; a mí también me parece que podrías cantar en otros sitios, no sólo jugando. Además, que dicen que da malbajío meterse con ella. Es por ti, prima, no sea que te pase algo malo.
Comenzaba el tardío otoño de la comarca, cuando el aire cálido y húmedo que llegaba Hoya arriba, desde el mar, se dejaba vencer en ocasiones por las ventoleras del norte, que bajaban por los montes como cuchillos de hielo. Era la época de los estornudos y los escalofríos, el vaso de leche caliente con canela por la noche y la permanencia preceptiva de tres días en la cama.
Sudando tal como estaba tras saltar a la comba, Maribel sintió frío, tosió, escupió y, al palparse la frente, notó que estaba ardiendo.
-¿Ves? -reprochó Bernarda-. La Lolita ha dicho que Dios te pasaría factura.
Maribel respondió el reproche con un mohín desdeñoso antes de sufrir un desmayo que armó un revuelo de vecindonas, quienes corrieron a socorrerla con vasos de agua y toquillas para arroparla.
-Tiene enfriamiento -dictaminó Filo la costurera.
A la llamada de Bernarda, acudieron el padre y hermanos de su prima, que la cargaron para llevarla a la cama donde, para reanimarla, tuvieron que ponerle bajo la nariz un tarro de colonia.
Pasaron los tres días al cabo de los cuales se curaban los resfriados gripales, pero Maribel no mejoró con los calmantes que Rafael el Boticario prescribió, los tazones de caldo del puchero, las inhalaciones de eucalipto y las unturas de alcohol en el pecho. Siguieron pasando los días, seis, ocho, diez sin que la fiebre cediera, mientras a Bernarda se le hacía insoportable el peso de la convicción, la certeza de que su prima había infringido alguna clase de mandamiento no escrito, profanando aunque sólo fuera de palabra la esencia angelical de quien simbolizaba todas las virtudes que podía imaginar. A las dos semanas, tuvo que venir el médico de Álora, que diagnosticó una bronquitis aguda que podía degenerar en males más graves. Los calmantes fueron sustituídos por antibióticos y expectorantes, pero Maribel no mejoraba y comenzaron a temer que una neumonía acabase con su vida.
-¿Y si le dijeras a la Lolita que quieres meterte en la pastoral? -aconsejó Bernarda a su prima en un susurro, con la boca pegada a su oreja hundida en la almohada.
-Prima, que estoy mu malita. No vengas con chuminás.
-Pero ¿qué trabajo te cuesta? ¿No ves que esto es por lo que le dijiste?
-¡Serás novelera!
-Me parece que voy a decirle que venga.
-Lo mismo da que venga el obispo o... la Pleita.
Bernarda fue a la panadería, a preguntar a María la del Bollo por su hija. La panadera apoyó las palmas de las manos sobre el mostrador, alzó los hombros, la miró fijamente a los ojos y sonrió con amargura.
-Búscala entre sahumerios -dijo María con desdén-, que ésa, si Dios no lo remedia, un día de éstos se vestirá de Virgen de Fátima y se subirá a lo alto del pinsapo más grande que encuentre.
Bernarda no sonrió, porque no era capaz de encontrarle gracia al sarcasmo de la madre de Lolita. Bajó la cuesta hacia la plaza de Arriba, donde comenzaban a sonar las campanas llamando a misa de siete. Se cubrió con el velo de su madre, tomó con devoción agua de la pila, se persignó, hizo la genuflexión al atravesar la nave y se dirigió resueltamente hacia el crucero del templo. Las once mujeres que ocupaban los reclinatorios más cercanos al altar la miraron con curiosidad; ninguna joven ni, mucho menos, adolescente, acudía a misa los días laborables. Lolita terminaba de revisar la decoración del altar y Bernarda la examinó mientras ordenaba flores, encendía velas y se retiraba una y otra vez, reculando para contemplar el conjunto. Sus movimientos eran tan gráciles y leves como los de una aparición, unos ademanes que sabía Bernarda que jamás conseguiría emular. Las murmuradoras peor intencionadas, las que nunca iban a la iglesia, decían que iba para mocita vieja, aunque sólo debía de tener unos veintiséis años, pero ¿cómo imaginar que aquella mujer aureolada de luz celestial pudiera descender a algo tan prosaico como dejarse abrazar por un hombre, aunque fuese su marido? No, Bernarda no podía representarse a Lolita casada, embarazada, dando el pecho a un niño ni aferrada al brazo de un hombre. Ni siquiera conseguía aceptar que tuviera la clase de necesidades que obligaban a la gente a sentarse en un inodoro.
El padre Zambomba parecía más alto y menos orondo bajo la casulla verde bordada en oro. Bernarda, como la mayoría de los vecinos, conciliaba con dificultad al párroco beatificado por la magia del altar con el hombrecillo barrigón que fumaba como un cochero en la taberna durante las partidas de dominó. Ahora, su fervoroso recogimiento parecía hacerle levitar y, una vez que subió entre jadeos la empinada escalinata del púlpito, cobró el aire mayestático de un apóstol iluminado por el Espíritu Santo.
-Hermanos en Cristo -dijo el padre Zambomba al comenzar la homilía, aunque todas las presentes eran "hermanas"-, es tiempo de reflexión porque, ya que hemos ofrecido nuestras oraciones por nuestros santos difuntos, pronto comenzará el Adviento, durante el que debemos prepararnos para la llegada del Niño Dios. Os pido que reflexionéis: ¿Estáis haciendo lo que Dios Nuestro Señor os pide? ¿Os compadecéis de quienes sacrifican todo su tiempo libre para glorificar al Niño de Nazaret? -el sacerdote bajó su mirada complacida hacia Lolita, sentada en la primera fila con la cabeza en actitud de profundo fervor-. Me parece que no. Me parece que tenéis siempre cosas más urgentes que hacer. Me parece que el Diablo os tienta con superficialidades que él sabe haceros creer que son importantes. ¿Sois capaces de comprender que la pasividad también es un pecado? No se peca sólo por acción, también por omisión. Pensáis que las cosas se hacen solas, que la pastoral marcha sola, que el Nacimiento se monta solo... Creéis que los fieles que sí se obligan a colaborar en la gloria del Señor están hechos de acero, que ellos tienen que hacerlo todo, deslomarse, sangrar por todos los vericuetos del alma, mientras vosotros esperáis disfrutar los frutos de su trabajo. ¡Pues no! Esas cosas no se hacen solas. Yo os digo que pecáis por omisión, pecáis de falta de caridad, pecáis de soberbia y de pereza. Y también pecáis de falta de amor. Queréis el mejor Nacimiento de la Hoya, pero dejáis que lo hagan los otros; queréis la mejor pastoral, pero pretendéis que se haga sola. Que cada uno de vosotros mire dentro de su corazón y examine su conciencia, para que no aumenten las llamaradas del infierno que os espera.
Bernarda hizo el firme propósito de ofrecerse mañana mismo para todo ello. Sabía que "los otros", los que, según el padre Zambomba, estaban preparando los fastos de la Navidad, se resumían, en realidad a Lolita y pocos más. Lolita llenaba en mayor o menor medida todas las necesidades de ayuda que requería la parroquia. Tenía que prestarse también, y convencer a Maribel y a su hermana, así como a los tres o cuatro muchachos que ya comenzaban a rondar sus ventanas.
Aguardó que terminase la misa; una vez que Lolita apagó las velas y trasladó los ornamentos sagrados, esperó su salida junto a la puerta de la sacristía.
-Lolita... que mi prima está mu malita y que digo yo si no podrías venir a verla.
-¿Ella quiere que vaya?
-¡Claro que sí!
-¿Estás segura? ¿Te ha pedido ella que vengas a decírmelo?
-Tiene mucha calentura. Yo le he dicho que iba a venir.
-¿Y qué ha respondido?
-Pues...
-Tu prima no tiene fe, Bernarda. Se cachondea de la religión. Pero como sé que tú eres buena y que sí tienes respeto, iré contigo a rezar por su curación. Que quede claro que lo hago por ti.
Durante el recorrido, Bernarda sentía una emoción que no sabía calificar. Caminar junto a Lolita, a su ritmo, hombro con hombro... ¿existía un privilegio mayor? Notó que los pasos de la hija de la panadera apenan resonaban al golpear las piedras con los zapatos, como si tuviera alas. Sí, Lolita debía de tener una hermosas alas espirituales que Dios le había otorgado en premio por su entrega a las cosas santas.
Llegadas junto a la cama de Maribel, Lolita colocó una estampa de la Virgen de Fátima sobre el cabezal de madera, se santiguó tres veces, oró un momento de pie con las manos juntas y, por último, ordenó a Bernarda con un gesto que se arrodillase a su lado.
Ésta notó algo sumamente extraño al obedecer: el áspero solado de mazaríes no raspaba sus rodillas. Tuvo que bajar la mirada para convencerse de que el suelo era tal como sabía que era, pero algo incorpóreo aunque palpable se había interpuesto entre su carne y el barro cocido, como si ocupase un reclinatorio tapizado de terciopelo. Era por la fe, se dijo; un privilegio que le concedía el Señor por abrir el corazón a sus designios. Y todavía más insólito era el silencio que se había producido en el cuarto, a donde, contrariamente a lo que ocurría un momento antes, no llegaban los rumores de la calle ni las conversaciones de los padres y hermanos de Maribel. Se trataba de un silencio solemne, como de catedral, en el que el murmullo de la oración de Lolita se había convertido en la voz de los profetas y todos los padres de la Iglesia, repetida por los ecos de las bóvedas de un templo inmaterial. Bernarda no sabía poner nombre a lo que experimentaba, nada de lo que sentía encajaba en sus limitadas nociones, pero sí podía reconocer la mística de cromo de primera comunión que se había posesionado del dormitorio, el perfume de rosas y azucenas, la calidez climática de mayo, la luz que Lolita irradiaba, el terciopelo que acariciaba sus rodillas, la santidad con que el cielo distinguía gracias a Lolita a ese rincón de la Hoya tan olvidado por los hombres.
Su extrañeza creció cuando alzó la mirada hacia la enferma. La escéptica y desdeñosa Maribel tenía los párpados muy abiertos hacia arriba, hacia la estampa colocada en el cabecero, y su cara parecía en ese momento la de la Virgen dolorosa, embellecidos sus ojos por los efectos de la fiebre y nimbado el rostro de luz. Aunque lo había anhelado con todas sus fuerzas, no lo podía creer: el milagro estaba acaeciendo. Su prima no sólo había abandonado el desdén, sino que mostraba fe. En ese momento, ocurrió.
La estampa sujeta entre la gruesa madera del cabezal y la pared ya no era una litografía; la imagen representada tenía volumen, se había vuelto corpórea y se estaba elevando hasta quedar suspendida en un punto situado en la vertical de la cabeza de Maribel. De entre las manos cruzadas de la imagen brotó un rayo de luz que incidió en la frente de la enferma. Bernarda era capaz de jurar que su prima fue sacudida por una convulsión que la alzó del lecho rodeada por el fulgor de una galaxia de estrellas multicolores.
Todo había durado apenas una fracción de segundo, el lapso que mediaba entre el amén de un avemaría y el "Dios te salve" de la siguiente, pero Bernarda creía que el tiempo se había detenido, porque recordaba los detalles con una precisión que el paso de los años no desdibujaba: El sol encendido en torno a la imagen de la Virgen de Fátima, el haz de luz envolviendo la cabeza de Maribel, la convicción de que un retazo de gloria había sustituido la condición terrenal del dormitorio, y sobre todo, y aunque sabía que durante ese instante sublime no había vuelto la mirada hacia Lolita, que ésta había estado revestida con todos los atributos de la santidad, incluída la aureola angelical en torno a su cabeza.

-Mire usted -aseguró Bernarda-, es que no pasó ni media hora, y ya estaba mi prima como siempre, con sus ganas de canchondeo y cantando como si tal cosa.
-¿Y le habló usted de esa visión al párroco? -preguntó Antero.
-No fue una visión. Fue real, yo estaba allí y lo vi todo con la misma claridad que lo veo a usted. Claro que se lo dije al padre Zambomba y a tó quisque. Pero no fui la única que presenció esa clase de maravillas; desde entonces y hasta hace ná de ná, tó el mundo en Benaljazmín ha estao contando milagros de la Lolita.
-¿Ahora ya no?
-Ahora estamos hechos un lío...
-¿Ha denunciado usted a Lolita por lo de los cuatro millones y medio?
-Mi marido ha denunciao la estafa, pero sin mentar a la Lolita. Es que lo que no pué ser, no pué ser.
Bernarda se despidió con su aire de miedo y perplejidad, seguida por la mirada irónica de Rosa.
-¿Qué te parece, Antero?
-¿Qué me va a parecer? La fe mueve montañas.
-La Bernarda está un poquillo pallá -dijo Rosa, rozándose la sien con el índice derecho.
-¿También es una de las beatas del pueblo?
-No hay muchas beatas en Benaljazmín. La vida nos ha dao demasiados palos como para que creamos en pajaritos preñados y, además, tenemos un dicho: "Congregación de beatas, nido de ratas". Por eso creo yo que nos asombraban tanto las cosas de la Lolita.
-Perdóname, Rosa, pero insisto en que tus vecinos pueden haber cubierto a Lolita Clavel con el mismo manto de superstición que le pusieron a la Pleita a lo largo de varias generaciones.
-No sé qué pensar.
-¿Tú, qué opinas? ¿Lolita es la estafadora o es también una víctima?
-Mira, Antero; yo nunca he llegado a ninguno de los dos extremos. Ni antes creía que fuera santa ni ahora creo que sea el diablo. En todo este lío hay cosas más raras que un burro con cuernos... Desde luego, que la Lolita es a quien todo el mundo le ha dao el dinero, pero habría que tener la cara más dura que el mármol pa quedarse aquí, como si ná, si no hay algo mu gordo detrás... cubriéndole las espaldas o metiéndole el canguelo en el cuerpo.
-Voy a ver si doy con algunos perjudicados por ahí que quieran contarme sus problemas.
-Los encontrarás por toas partes; hay mu pocos benaljazmineños a los que la Lolita no les haya quitao poco o mucho. Vete a la taberna de la plaza de Arriba, es la hora del tapeo y tiene que estar a tope. ¿Te quedas con el Fraile, como la otra vez?
-Sí, ¿por qué?
-Por si quieres almorzar en mi casa.
-Gracias, Rosa, pero me he hartado de huevos con chorizo y pan cateto en la Aljaima. Lo más que podría tomar sería un café.
-Vale. Te espero sobre las tres y media.
El empedrado en forma de mosaico de la calle Empiná había sido reparado, recuperando los dibujos primorosos a base de guijarros blancos, grises y negros. Antero se paró frente a la casona de la Pleita; el espacio que dejaba la fachada retranqueada había sido aprovechado para alzar una cruz de hierro forjado sobre una basa escalonada llena de macetas de geranios y clavellinas. El rincón tenía más encanto ahora que cinco años atrás, aunque parecía haber sido diseñado expresamente para componer la más tópica de las postales, como si un edil quisiera atraer Hoya arriba a los turistas que llenaban la costa de Málaga; también la casa que habitara durante casi ochenta años aquella pobre mujer desquiciada, cuyo único pecado había consistido en amar con pasión desmedida, aparecía remozada. A Antero le pareció que había perdido más que ganado con la reforma; el viejo zócalo de ladrillo visto estaba cubierto con horrendas losetas de terrazo, material que también habían utilizado para construir sardineles en torno a las ventanas. La antaño severa, digna y algo inquietante casona se había vuelto un pastiche hortera, que seguramente enorgullecería a sus nuevos propietarios, la familia de un camarero mijeño que había heredado a la Pleita.
Como todo el pueblo, la taberna de la plaza de Arriba exhibía pruebas de remodelación, ésta con mejor fortuna que la casona de la Pleita, porque habían desaparecido los signos de lujo cubiertos de lodo por la inundación y ahora tenía el aire acogedor de una entrañable venta pueblerina, donde los jamones y los fiambres colgados proporcionaban un decorativo complemento a los toneles de vino de la tierra. El local estaba rebosante de un gentío que producía una algarabía audible desde la calle Empiná. Algunos de los parroquianos reconocieron a Antero y lo saludaron con inclinaciones de cabeza. El bullicio fue bajando de volumen mientras se iban comunicando entre sí quién era el recién llegado.
-Hombre -dijo el tabernero, con un sonrisa-, ya pensábamos que no ibas a venir y que sólo te interesaban los muertos, no los vivos.
Antero sonrió.
-Entonces, sólo quería saber de los muertos para informar a los vivos.
-¿Namás que te interesa informar? -preguntó uno de los ancianos sentados a la única mesa donde en ese momento jugaban al dominó.
-Es mi trabajo. Soy periodista.
-¿No intentarás ayudarnos a salir del lío? -preguntó otro de los jugadores.
Antero reflexionó un momento antes de responder:
-Que todos lo sepan es la manera de empezar a solucionarlo.
Como si esta afirmación hubiera sido el disparo de salida de una carrera, comenzaron a hablar a la vez de los perjuicios que acababan de sufrir. Viendo que la tumultuosa cháchara era imposible de entender, el tabernero se alzó sobre un taburete y gritó:
-¡Coño, callaos, que parecéis un corral de gallinas!
-¡Y tú, Felipe, pareces la clueca! -bromeó uno desde el final de la barra.
-Yo, los huevos los tengo por delante -proclamó el tabernero.
Antero decidió aprovechar la pausa de silencio que siguió a las risas. Pidió:
-Por favor, que levanten la mano los que hayan perdido dinero a causa de Lolita Clavel.
Más de la mitad alzaron la derecha.
-Ahora, que la levanten los que hayan perdido más de cinco millones.
En esta ocasión, tan sólo se alzaron nueve manos.
-Quisiera hablar con ustedes en un lugar más tranquilo y, si fuera posible, que vinieran con sus esposas.
-¿Cuándo? -preguntó Damián el de los melones.
-¿Esta tarde?
-¿No sería mejor mañana, después del almuerzo? Ya sabes tú que a las mujeres hay que avisarlas... que a toas les gusta ponerse de punto en blanco si van a hacerles fotografías.
-Vengo solo. Todavía no sé si el periódico mandará a un fotógrafo.
-Mi mujer ha ido a Casarabonela, porque mi hija está de parto -informó otro de los que habían perdido más de cinco millones-. Mañana sí estará en el pueblo.
-De acuerdo -dijo Antero-. Ustedes van a ser dieciocho, por lo menos. ¿Dónde podríamos reunirnos?
-En el patio de Azucena Flores -propuso Damián, y los demás concordaron.
Antero observó que un grupo de parroquianos se mantenía al margen; ninguno de ellos había alzado la mano para identificarse como afectado. Recordó que tampoco en la tienda de Rosa había existido unanimidad.
-¿Quién podría hablarme de Lolita Clavel como persona? -preguntó.
-Aquí -declaró Felipe el tabernero-. todos sabemos del pie que cojea cá uno.
-A esa pobre mujer -dijo un hombre joven que había permanecido callado hasta entonces-, la estamos crucificando, seguramente sin razón. La ley dice que todos somos inocentes hasta que se demuestre lo contrario.
-¡Mira quién fue a hablar, Rafalito el del Boticario! -ironizó Damián-. Como tú tienes las espaldas bien cubiertas, y tu padre no ha perdío ni un chavo con la Lolita, te permites el lujo que dejarnos a tós por embusteros. Tu padre es el primero que, siendo como es el alcalde, tendría que poner los medios para que esa gentuza no se salga con la suya.
-Yo no estoy dejando a nadie por embustero, Damián. Pero mira, tienes que reconocer que no todos estamos obligados a opinar lo mismo que tú.
-¡Coño, que aquí no se trata de opinar, sino de la pila de gente que esa gachona ha dejao en la miseria!
-No ha sido ella -afirmó Rafalito-, sino las malas compañías.
-¡Las malas compañías! -Damián el de los melones estaba congestionado por la ira-. ¡Las que ella se buscó, porque no es más que una insatisfecha, con más hambre de picha que una ninfómana!
-Fue Mariano el Marqués el que la lió, Damián -afirmó el hijo del Boticario-. Los hechos probarán que la Lolita es inocente. Si a alguien tenéis que denunciar, es a él.
-Ese pobre no es más que un pichatriste y un gilipollas desgraciao. La lagarta es la Lolita.
-No siempre fue tan desgraciao -apuntó Felipe el tabernero-. Aunque luego le pasara lo que le pasó, acordaos de la pinta que se gastaba el primer día que apareció por el pueblo.

La tarde que Mariano González, apodado el Marqués, estacionó por primera vez la motocicleta a la puerta de la tienda de Rosa, ocasionó un clamor de miradas apreciativas a causa del aparatoso vehículo de gran cilindrada lleno de cromados y escudos con inscripciones en inglés y, sobre todo, por su ropa: chaqueta de cuero como las que salían en las películas de televisión, botas cubiertas de dibujos y con tacones de cinco centímetros, ajustadísimos pantalones que parecían de plástico brillante y que marcaban con exhibicionismo sus genitales, camisa de cuadros de falso estilo campero de "boutique" y un pañuelo rojo, muy grande, anudado al cuello. Lo examinaron con el descaro con que escrutaban a los desconocidos que abandonaban la carretera general para aventurarse por Benaljazmín, preguntándose quién podía ser, los mayores con reproches en los ojos por su aspecto, los muchachos con guasa para que no se les notara la envidia y las jóvenes, con la determinación de que se fijara en ellas.
Sólo dos benaljazmineños lo conocían bien, el padre Zambomba y Felipe el tabernero. El sacerdote, porque Mariano llegaba con una recomendación del párroco de su pueblo, Álora, quien había solicitado que el joven recibiera las advertencias que le hicieran desistir. El tabernero, porque su mujer, natural del mismo pueblo, era prima segunda de la madre del motorista.
Mariano giró la cabeza para seguir el perímetro de la rotonda de Abajo, donde todos se habían detenido para mirarlo, y sonrió. Dada la razón por la que iba a hablar con el párroco, era un consuelo causar tanta sensación a los palurdos de ese poblacho de mala muerte.
Había nacido veintiocho años antes, hijo de Celso González, el comerciante más próspero de Álora, dueño de la tienda de ropa donde se vestía la gente acomodada de la comarca. Transcurrió su niñez con placidez de crisálida, ajeno a los altibajos económicos que padecían las familias de casi todos sus amigos, entre los juegos en el jardín y la piscina del chalé construído en las afueras, sobre las ruínas de un viejo lagar, y el cobijo bajo las perchas alineadas del negocio, donde conseguía eludir las penalidades de los estudios, porque la escuela era un lugar inhóspito, tétrico, que carecía de territorio para sus sueños. Raramente era capaz de traducir en palabras sus ensoñaciones y sólo el sentido general sobresalía: la necesidad de encontrar una vida superior, una existencia que lo elevara sobre las restricciones del ambiente rural y dilatara las perspectivas conformistas de sus paisanos.
-Niño, por el camino que vas -le dijo su padre una vez más, como venía haciendo casi todas las noches de casi todos los últimos años-, te llegará la jubilación antes de que consigas ingresar en la universidad.
Mariano respondió sin dejar de mirar la televisión, donde el joven presentador que le gustaría emular se encontraba hablando a cámara en ese momento:
-¿La universidad, pa qué? ¿Pa ser perito agrónomo y morirme de asco en un empleúcho en el ayuntamiento?
-Pero termina por lo menos el bachillerato. Si no, en cuanto cumplas los diecisiete, tendrás que venir a acoquinar en la tienda.
-Es que los maestros son unos envidiosos que me odian. En Álora, tós me tienen envidia, porque somos ricos.
-¿Que somos ricos, majareta? ¿Quién te ha contao a ti ese cuento? Pues no tengo yo que sudar ná pa que vivamos como vivimos... ¡El dinero no lo saco de bajo las piedras, ¿sabes? Llevas dos años repitiendo curso y tu madre, que te lo consiente tó, se cree ese cuento de que los maestros te tienen inquina, pero a mí no me la das. ¡Eres más vago que una manta!
Mariano apretó los labios. Su padre no le comprendía; era natural, una persona de sus limitaciones no tenía luces suficientes para imaginar la vida que a él le esperaba. Cómo iba a conseguirla era algo que todavía no había tenido ocasión de plantearse, pero tenía muy claro cómo habría de vivir, y ese futuro no incluía languidecer tras el mostrador de una tienda pueblerina.
Pero sólo transcurrió una semana entre el último examen suspendido y el momento en que su padre, bastón en mano, lo humilló públicamente ante todos los aloreños obligándole a recorrer bajo una andanada incesante de bastonazos la distancia que mediaba entre el chalé y la tienda.
El tendero llevaba toda la noche desvelado, más por el nerviosismo de su mujer que por su propia preocupación. En realidad, era más furor que preocupación lo que sentía.
-¿Te quieres dormir de una puñetera vez, Manuela?
-Tiene que haberle pasado algo o es que el otro ha venido otra vez al pueblo, a tratar de ponerlo en nuestra contra... Son las cuatro y media de la mañana y nunca ha llegado más tarde de las dos.
-Tú sabes muy requetebién que hace una pila de años que ése no viene por Álora; ¿no te acuerdas de las medidas que tomé?
-Ése se cachondea de tus amenazas, Celso. ¿Que no viene por Álora? ¡Eres un inocentón! Tu propia madre le da cobijo todas las navidades en Carratraca, y más de uno lo ha visto rondando por Álora, intentando acercarse al niño. Cualquier día...
-Estás haciendo un drama de cuatro chismes sin fundamento.
-No son chismes, Celso. Sé de muy buena tinta que siempre en diciembre anda rondando por el pueblo y lo han visto intentando acercarse al niño, como cuando lo de la herida. Yo creo que se toma las vacaciones en Navidad y viene a Carratraca sólo para eso, para rondar chinchando por Alóra. Si hablara con él...
-¡No se atreverá! -bramó Celso-. Vamos, es que me lo cargo.
-¡Celso, no digas esas cosas, por Dios! Acabarías de meternos la ruína.
Celso se pasó la mano por el pelo, abrumado.
-Lo único que pasa es que tienes al Mariano de un consentío que no se pué aguantar, Manuela. ¿Quién ha visto que su madre permita que un niño de diecisiete años llegue a su casa a las dos?
-Las cosas no son ya como antes...
-Pues a mí me cuesta el mismo esfuerzo de siempre costear nuestro tren de vida, pa tener que costear tambien las ocurrencias de ese gandul. Tu hijo es de lo que si les da pie, te cogen por los mismísimos...
-¿Por qué no llamas a los guardias?
-¿Llamar a los guardias pa que lo busquen? Lo que voy es a llamarlos para que lo encierren.
-¡Huy, chiquillo, no digas esas cosas! Si no es que el otro lo está liando, el pobrecillo tiene que haber tenido algún problema.
-¡El pobrecillo!
Amaneció sobre el promontorio que, aferrado al viejo castillo, ocupaba el pueblo de Álora, y Mariano seguía sin aparecer. A las siete de la mañana, mientras vigilaba la cafetera y untaba ajo y aceite de oliva al pan tostado, Manuela insistió:
-Imagina que haya venido el otro a meter cizaña... ¿Es que no vas a hacer ná?
-¿Qué quieres que haga, Manuela, romperme la cabeza porque ese sinvergüenza lleva veinte horas desaparecido? ¡Bastantes problemas tengo con la tienda! ¿Qué te dijo cuando se fue ayer?
-Me pidió dos mil pesetas para invitar a sus amigos por su cumpleaños.
-¡Le diste dos mil pesetas, serás majara...!
-Ya es casi un hombre.
-¿Un hombre? Lo que es de verdad es un zángano que no vale pa ná.
-Pero si el otro le contara...
-Déjate de esa monserga -dijo Celso con tono rajado-. Ése no tiene cojones de presentarse en Álora a hablar de lo que no debe, como que me llamo Celso, porque si no...
A lo largo de la mañana, Manuela llamó a la tienda con intervalos de una hora preguntando por la noticia que no se producía. Mariano continuaba sin aparecer, mientras el humor de Celso iba pasando del furor a la consternación, contagiado por los gemidos de su mujer y, sobre todo, por sus temores de que llegaran a calentarle a Mariano la cabeza con lo que tantos esfuerzos había hecho por ocultarle. El almuerzo fue como un funeral, roto ya el llanto inconsolable de Manuela, pero aún así Celso se negó a pedir ayuda a los guardias. Volvía a preocuparle que se armara revuelo, ya que le convenía la máxima discreción y pasar lo más inadvertido posible, y prefería suponer que Mariano estaría en cualquier rincón de Málaga o la costa, dormitando sus excesos de la noche anterior en una estación de autobuses o en la playa. Las llamadas de su mujer a la tienda se sucedieron durante la tarde primero cada media hora y, cuando se aproximaba el cierre, cada cuarto.
Tuvo que capitular pasadas las dos de la noche. Agobiado por sus propios recelos y por el llanto y los reproches incesantes de su mujer, Celso volvió a vestirse y se encaminó al cuartelillo.
-Un compañero comentó que lo vio esta mañana con otros dos o tres por allí arriba, por el molino -le informó uno de los guardias.
El tendero se preguntó cómo no había pensado en la finca heredada de su padre, que llevaba en barbecho, deshabitada, desde dos años antes de que Mariano naciera. Antes, el ahora inexistente piso superior fue su casa, una vivienda que había sido escándalo y admiración de todo el vecindario, por la audacia de mantener como zaguán y zona recreativa la industria centenaria, construyendo una especie de chalé encima, de madera. Ahora, desaparecida hacia muchos años la edificación de madera, el molino de aceite, medio derrumbado, era la única construcción de un escarpado terreno que totalizaba algo más de diez fanegas y que cualquier día iba a verse obligado a vender, tal como le iban las cosas. Como el molino llevaba desde tiempo inmemorial sin luz eléctrica, cogió una linterna, puso en marcha el coche y emprendió la escalada del accidentado camino con ánimo sombrío y el barrunto de que no encontraría a Mariano a esas horas en un lugar tan inhóspito.
En efecto, las paredes del molino, desmoronadas en parte, no parecían idóneas para albergar una celebración de cumpleaños, al contrario que aquel día que se negaba a recordar, pero Celso descubrió bajo el haz de luz de la linterna un apilamiento de desechos recientes, colocados junto al brocal del pozo, en el pequeño jardín ahora abandonado que antecedía a la construcción. Eludió con un escalofrío mirar el pozo, que le obligaba a revivir su peor pesadilla. Tal era la causa de que apenas subiera al molino y de que fuera lo primero que pensaba en vender cada vez que tenía apuros con los pagos a los proveedores de la tienda y todas las otras obligaciones que se echara encima aquel maldito día. Miró la silueta de la construcción en tinieblas, recortada contra la luz de las estrellas, y se recrudeció el escalofrío, porque sus ojos se empeñaban a su pesar en recrear cómo había sido ese lugar hacía veinte años.
Aunque ya se hubieran marchado Mariano y sus amigos, sí habían estado según demostraba las botellas de plástico vacías y las bolsas con la marca del único supermercado del pueblo, todo lo cual confirmaba el informe del guardia. ¿Qué más encontraría? Empujó la desvencijada puerta tachonada de clavos mohosos y enfocó la linterna hacia todos los rincones; cerca de la prensa, había dos colchonetas y, como parecían estar ocupadas, se aproximó con sigilo. Un par de metros antes, resbaló y estuvo a punto de caer. Creyó que el resbalón se debía a la consistencia del suelo de tierra apisonada, impregnada del alpechín de más de un siglo de molienda de aceituna, pero al enfocar la luz hacia abajo vio que el deslizamiento lo había causado un condón usado. Restregó el zapato contra el piso con repugnancia y de nuevo enfocó la luz hacia las colchonetas, junto a las que había dos revistas pornográficas abiertas por páginas particularmente explícitas. Maríano yacía con la cabeza recostada sobre el hombro de Juanillo el del antequerano, cada uno sujetando una botella vacía de whisky y ambos cubiertos sólo por el calzoncillo. En la otra colchoneta, eran tres los muchachos, desconocidos, que dormían amontonados, rodeados también de botellas vacías. Las dos paredes en ángulo que formaban el rincón donde los cinco dormían, estaban llenas de dibujos obscenos y páginas de revistas de mujeres desnudas. Aunque no comprendía qué uso podían haber dado a los condones, supuso que los cinco jóvenes habían celebrado una orgía masturbatoria. Pero fue el último descubrimiento el que acabó de sacarlo de sus casillas: Había un librillo de papel de fumar, cuyo fin tampoco comprendía, puesto que nunca había visto a Mariano fumar, hasta que la luz iluminó un trozo de papel de aluminio extendido, donde aún quedaba un pedazo de hachís.
Jamás había visto el hachís de cerca, sólo fue capaz de reconocerlo por las fotografías que a veces publicaba el periódico sobre los alijos que decomisaba la policía. Cuando le alcanzó la certeza de que Mariano había fumado esa droga, sintió que algo muy desagradable le subía esófago arriba. Dio un fuerte puntapié contra la cadera de su hijo que, sin embargo, únicamente cambió de postura y soltó una risita entre sueños. La borrachera debía de ser de delirium tremens, porque ninguno de los cinco despertó antes de que Celso llevara más de cinco minutos gritando con todas sus fuerzas las invectivas que no iba a dejar de gritar muchas veces durante los dos días sucesivos.
-Papá, ¿qué pasa? -preguntó Mariano con sonrisa extraviada y mirada vidriosa.
-Todavía, ná. Lo que te va a pasar es lo bueno -respondió Celso mientras abofeteaba al muchacho-. Coge la ropa y corre, si no quieres que te parta la cabeza ahora mismo.
A su mujer le dijo nada más que lo había encontrado y que ya dormía en su cama, confiando que Mariano estuviese al día siguiente lo bastante recuperado de la orgía como para que su madre no tuviera que enterarse de lo que había hecho. Pero el hijo no atendió durante toda la mañana las llamadas de Manuela ni fue capaz de salir de la cama para comer.
-¿Sigue durmiendo? -preguntó Celso mientras cortaba con inapetencia el filete.
-Ha devuelto una pila de veces. ¿Estará malo?
-Más malo estará mañana, cuando lo coja por mi cuenta.
-No es más que un chiquillo, Celso.
-Un chiquillo con los cojones más negros que sus intenciones.
-¿No te ha dicho si el otro ha estado hablando con él?
-¡Deja ese rollo de una vez, Manuela! Ése no ha venido por Álora, ya lo he averiguado. Además, tú misma dijiste que es en Navidad cuando le da por aparecer.
-Pero a lo mejor se le ha ocurrido venir esta vez en verano.
-Creo que no se lo permite el trabajo, según dice mi madre.
-Es que si mi niño...
-Ya me he hartado, Manuela. En cuanto se le pase la... borrachera, a hincar el lomo en la tienda.
Cuando Celso volvió por la noche, Mariano continuaba en la cama. El tendero cenó con desgana, enojado por la expresión angustiada de su mujer y sin parar de cavilar. Su hijo acababa de cumplir dieciesiete años y era fuerte; por muy excesiva que hubiera sido la juerga, llevaba ya dieciocho horas durmiendo y estaría a punto de despejarse lo suficiente como para levantarse. Con toda probabilidad, al despertar, el joven anticiparía la bronca que le esperaba, por lo que tenía que adoptar medidas.
Mariano abrió los ojos y acechó los ruídos, para deducir qué hora podía ser. El silencio era casi completo, ni siquiera ladraban los perros en el jardín, sólo el canto lejano de un grillo rompía la quietud de la noche veraniega. Debía de ser muy tarde y no quería encender la luz para mirar el reloj, porque con ello revelaría que ya estaba despierto. Con las malas pulgas y la arbitrariedad que se gastaba Celso González, menuda le iba a caer. Tenía que escabullirse y encontrar la manera de ir a Carratraca, a refugiarse en casa de su abuela, que era quien de verdad le comprendía y que hallaría como de costumbre el modo de calmar a su padre.
Se alzó con cuidado de no producir ni el más leve rumor, se vistió sin ponerse los zapatos y trató de abrir la puerta del cuarto evitando que sonara el resbalón. Le alarmó el leve chirrido de las bisagras pero, por fortuna, el resto de la casa continuó en silencio; adelantó la cabeza para comprobar que la rendija bajo la puerta del dormitorio de sus padres permanecía a oscuras. Entonces, movió la pierna para dar el primer paso en pos de la libertad.
Se detuvo, más por la incapacidad de comprender que por la sorpresa.
De repente, sonaba lo que parecía la estampida de una manada de vacas. Casi a ras del suelo, un alambre pendía a lo largo del pasillo, paralelo y muy cerca de la pared, desde el cuarto conyugal hasta el arranque de la escalera, combado por el peso de más de una docena de cencerros antiguos que, usualmente, decoraban una pared de la bodega del chalé.
No tuvo Mariano tiempo de recular y encerrarse en la habitación. Antes de que los badajos oscilaran por tercera vez, Celso González había abierto su puerta y se lanzaba hacia él blandiendo el bastón de acebuche que también era uno de los elementos decorativos de la bodega. No le golpeó, sólo le empujó clavándoselo en el hombro derecho.
-Sirvengüenza malahora, ¿ya te ibas a escapar? Andando, métete en la cama de nuevo y no muevas ni una pestaña.
En silencio, Celso inmovilizó a Mariano atando sus manos y pies a los barrotes de la cama con gruesas sogas de cáñamo. Durante las seis horas de inmovilización, el joven no paró de preguntarse por qué su falta merecía un castigo de esa naturaleza, qué tenía él que le hiciera más culpable que cualquiera de sus amigos, todos los cuales sabía que habían cometido muchas veces tropelías incomparablemente más graves; sin embargo, ninguno de ellos se había quejado jamás de haber sufrido un castigo semejante. Contuvo las ganas de llorar, aunque el dolor que sentía en el alma se le quería escapar en gemidos. Estaba seguro de ser menos conflictivo y mucho menos irrespetuoso que cualquiera de sus camaradas. Entonces, la clave no era su conducta ni sus aficiones; la clave era el propio Celso González, a quien alguna clase de perversidad le inspiraba la desmesura incomprensible de amarrar a su hijo como si fuera una bestia salvaje. No sólo no le comprendía, sino que ni siquiera merecía ser llamado "padre".
Por la mañana, el tendero fue quien acudió a despertarlo y se encontró en los ojos de su hijo con una mirada indescifrable, algo muy inquietante que nunca había visto en su rostro. Lo desató mientras sentía algo de remordimiento, y a punto estuvo de dar por finalizado el castigo, pero fue la frase que Mariano pronunció, casi terminado el desayuno, lo que acabó de desbocarle:
-Te voy a denunciar por torturas a un menor.
Celso saltó como impulsado por una coz, aferró con la mano izquierda la camiseta de su hijo, sin soltarlo lo empujó hacia la pared donde colgaba el bastón, que cogió con la derecha, y de tal guisa lo arrastró a empellones camino adelante hasta el centro del pueblo, mientras le golpeaba la cabeza, los hombros y las piernas entre el pitorreo general.
-Mariano, Mariano -coreaban las comadres a su paso-, te ha tocao el as de bastos.
Así emprendió Mariano González la primera jornada laboral de su vida, con la espalda llena de moretones y sangrando por todos los vericuetos de su autoestima, cuando bajo el signo de géminis acababa de celebrar con una juerga de treinta y ocho horas su decimoséptimo cumpleaños.

La mayoría de los que abarrotaban la taberna rieron y, los que no, movieron aprobadoramente la cabeza. Antero preguntó:
-¿Qué tiempo hará de eso?
-Mariano podrá tener ahora unos treinta y cuatro años -respondió Felipe el tabernero-. Han pasado deciesiete desde aquella paliza que nunca le perdonó a su padre.
-Con razón - comentó el periodista-. Ahora sería inimaginable que ocurriera nada igual. Detendrían al padre.
-¡Que te crees tú eso! -ironizó Damián el de los melones-. En Málaga, es que sois tós unos blandos. En los pueblos, gracias a Dios, los padres mandan todavía en sus hijos.
-¿Como para arrearles palizas a bastonazos? -contradijo Antero-. Eso está penado por la ley.
-En las capitales -insistió Damián-. Por estos andurriales, si no les paramos los pies como hacían con nosotros nuestros padres y nuestros abuelos, los muchachos se desbocarían. A los niños les vienen bien un guantazo y una patá en el culo de vez en cuando. Con palos se enderezan los árboles que arraigan torcidos.
-Además -apuntó el tabernero-, es que el Mariano se las traía... Su padre no podía con él.
-La tiranía genera rebeldía -sentenció Antero-. Ese hombre que ustedes describen era un verdadero tirano, y es natural que el pobre muchacho se rebelara.
-Pero es que se desbocó bien pronto -insistió el tabernero- y en toda su vida no ha hecho más que causar problemas a los que tenía cerca.

Llevaba más de un mes sujeto al mostrador para no caerse muerto de aburrimiento. Miraba con desconsuelo hacia la calle, por donde circulaban las acostumbradas multitudes de paisanos de todas las mañanas de sábado, incrementadas por los turistas que se aventuraban Hoya arriba en busca de descubrimientos insólitos, principalmente los ansiados y mitificados romances entre los brazos de algún recio campesino que pudieran engatusar entre la visita a la hermosa iglesia parroquial y el cementerio que ocupaba el interior del castillo.
Paradójicamente, esa hora, cercana al mediodía, la de mayor aglomeración, era cuando menos gente entraba en la tienda. Las mujeres pugnaban en el mercado por las compras para las comidas del fin de semana y los hombres iniciaban sus rondas del aperitivo por las tabernas. Pocos vecinos pensaban en comprar ropa en tales momentos.
Los segundos transcurrían lentos como minutos y los minutos, como horas. Le parecía llevar años y años condenado a ese limbo de tedio, siempre bajo la vigilancia inquisidora de su padre, sin oportunidad, siquiera, de soñar, porque estaba obligado a permanecer en guardia, ya que Celso González debía de tener un radar con el que detectaba la menor distracción, puesto que a cada momento le repetía las indicaciones que ya le había repetido centenares de veces y que le sacaban de quicio y le causaban un malhubor que se veía obligado a disimular para no provocar las iras paternas. Los únicos días verdaderamente animados eran los lunes y los viernes por la tarde, cuando acudía gente no sólo de Álora, sino de los pueblos y pedanías de alrededor, principalmente hombres, que tardaban en ocasiones varias horas en decidirse por un pantalón o, incluso, por una camiseta; aunque la indecisión, casi siempre acompañada de la altanería del que sabe que va a pagar un precio casi doble del que pagaría en un almacén capitalino, colmaba su paciencia, atenderles era mejor que pasar tantas horas en la tensión de la espera bajo la acechanza de Celso.
Mariano vio con alegría que una turista, con buen aspecto, se decidía a entrar. Tenía cualquier edad imaginable entre los veintiocho y los cuarenta y cinco años, figura generosa de curvas, pelo rubio, ojos azules y piel requemada por el sol de la playa.
-Necesito un pañuelo -dijo con acento aceptable.
Mariano recitó una relación de los tipos de que disponía.
-Cualquiera -dijo la mujer-; es que me acaba de dar un ataque de alergia. Mira la ducha que tengo en la nariz.
Mariano le mostró una de las cajas de pañuelos finos.
-¿No tienes algo más, más... ?
-¿Con más cuerpo?
-Sí.
Mientras abría la caja de los pañuelos bastos, Mariano notó con complacencia que la rubia de edad difícil de calcular lo examinaba de abajo arriba. Alzó la cabeza hacia ella y le sonrió con la que suponía que era su expresión más deslumbrante. Ella le devolvió la sonrisa y se relamió los labios, con lo que le envió un mensaje explícito. De reojo, vio el joven que su padre estaba parado, con los brazos en jarra, junto al lineal de las chaquetas masculinas, atento a su actuación. De acuerdo con su más insistente lección, y una vez que la turista asintió ante el último pañuelo que le había ofrecido, preguntó:
-¿Alguna otra cosa? Mire estas bolsas bordás de artesanía. Las hacen aquí, en Álora, en un taller donde toas son mujeres..
-Sí, son muy bonitas. ¿Cuánto valen?
-Cinco mil quinietas pesetas.
-¡Qué barbaridad! En Benalmádena las he visto a dos mil.
-Serán de las que traen de la China, donde pagan sueldos de esclavo y las fabrican a máquina con telas que son una porquería. Éstas son artesanía española auténtica, bordás a mano, y están hechas con loneta de buena calidad.
-Sí, es verdad, se nota que es trabajo artístico. Ésa, la de los claveles rojos, me gusta mucho; quisiera comprarla, pero no traigo dinero suficiente. Oye... se me ocurre una idea. ¿Trabajas esta tarde?
-No. Cerramos a las dos.
-¿Y mañana?
-Tampoco. Mañana es domingo.
-Me gustaría invitarte a una fiesta que vamos a dar esta noche en mi casa, y de esa manera solucionamos el problema; te vienes con nosotros en el coche, así podrás cobrar el precio de la bolsa y, además, te daré mañana el dinero que cueste el autobús de vuelta.
Mariano no tenía idea de lo que significaba "nosotros", puesto que ella había entrado sola, pero tal cuestión carecía de importancia, ya que la invitación había causado un reflujo de todos sus sueños de los últimos años; esa invitación podía ser una puerta hacia la oportunidad que estaba seguro de que le esperaba en un inminente recodo de la vida; por fin había una luz en la lobreguez de prisión en que su padre le hacía sentir. Sabía que Celso había escuchado la propuesta, por lo que no era necesario repetírsela. Volvió la cabeza hacia él y vio que le indicaba que fuese hacia la trasera. Decidió anticiparse:
-Papá, llevas un mes sin dejarme salir los fines de semana ni a mear. Ya es hora de que me levantes el castigo, ¿no?
Cogido con el paso cambiado, Celso calló la admonición que había preparado.
-Déjame que vaya con ella a Benalmádena, papá. Son cinco mil quinientas, que a estas horas ya no las vendemos ni de milagro. Yo creo que me he ganao un respiro.
Celso apretó los labios, indeciso, pero, aparte de la garantía de redondear una caja que solía ser demasiado escuálida los sábados, halló que podía librarse de los remordimientos que le habían asaltado ocasionalmente durante el último mes, sobre todo cuando tenía que aguantar los reproches de su mujer. Tal vez había sido demasiado severo con su hijo y la idea no era descabellada del todo. No se sentía inclinado a concederle ningún capricho, pero desvió la mirada, asintiendo.
-Entonces, ¿vienes? -preguntó la rubia.
-¿Ahora?
-Comerás con nosotros y de esa manera tendrás todavía tiempo de tomar un baño en la playa.
-Entonces, necesito ir a mi casa por el bañador.
-En Benalmádena tenemos shorts de sobra. Vamos.
Mariano salió sin despedirse de su padre, porque lo olvidó.
El "nosotros" se refería a la propia mujer, que le dijo que era inglesa y que se llamaba Carol, y a una pareja más joven, formada por la hermana y su marido. Comieron demasiado ligeramente en una venta del camino, una ración de calamares para los tres y sendos sandwiches de jamón y queso, regados con vino blanco. Cuando llegaron a las cuatro y media de la tarde a la pequeña casa con jardín, situada en un promontorio cercano a la playa, Mariano se sentía tan hambriento, que no tenía ánimos para hacerse una composición de lugar ni cavilar sobre sus hospederos ni sobre lo que le aguardaba.
La casa era algo cutre, evidentemente alquilada por temporada; le asombró que hubiera chimenea, como si se tratara de una vivienda nórdica en vez del cálido sur, y también resultaba fuera de lugar el mobiliario de severo estilo castellano, todo él medio descuajaringado. Por indicación de Carol, se derrumbó en el sofá tapizado de sky, con la esperanza de que le ofrecieran algo más de comer, pero el matrimonio comenzó a aligerarse de ropa en la misma sala y la inglesa fue hacia el fondo de un pasillo, de donde reapareció pocos minutos más tarde con varias toallas de baño y un anticuado calzón.
-Puébatelo -le dijo.
-¿Dónde?
-¿Cómo que dónde? Aquí mismo... ¿o es que te da vergüenza?
Sí le daba vergüenza, porque los tres se habían sentado enfrente como si se dispusieran a asistir a un espectáculo, y no por su dotación sexual, ya que, según lo que había visto de sus amigos la noche de la fiesta, creía estar bien despachado, sino porque apenas tenía vello; unos brotes exiguos en el pubis, lo mismo que en las axilas, y poco más, con piernas limpias como las de las mujeres, efecto acentuado por los restos de grasa infantil redondeadora, que dotaban a todo su cuerpo de una suavidad con cierto aire andrógino. Los cuatro jóvenes que le habían acompañado en el cumpleaños resultaban mucho más varoniles, surgían nudosos músculos en sus brazos y piernas y tenían vello abundante, lo que le hizo preguntarse cuánto tiempo le faltaba para ser como ellos; ésta fue la causa de que durante la noche del molino bebiera y fumara de "aquéllo" mucho más que sus compinches.
A pesar de todo, advirtió que, mientras se despojaba de la ropa, los ojos de los tres permanecían fijos en él con complacencia, comprobación que, en vez de causarle inhibición, le hizo sentir más seguro. Descubrió que le excitaba saber que estaba siendo admirado, ya que notó que el pene se le inflamaba un poco. Con una mezcla de rubor y júbilo, contuvo el impulso de encogerse para ocultarlo y, en lugar de ello, se exhibió de frente y movió un poco las caderas con objeto de que el péndulo oscilase y favorecer así la afluencia de sangre. Carol no despegó los ojos del pene, la hermana suspiró y el marido no paró de sonreír.
Pasó la tarde en la playa con Carol, Pat y Peter. La hermana y su marido hablaban muy poco español, dificultad de comunicación que ninguno trató de suplir con gestos ni otros intentos de hacerse entender. En cambio, sí hablaron mucho entre sí en inglés, con frecuencia mientras miraban a Mariano, diálogo adobado con mohines de picardía y risitas, y del que Carol no le tradujo ni una palabra.
Al anochecer, cuando comenzaron los preparativos de la fiesta en el jardín, Mariano sólo pensaba en el hambre que sentía. Continuaban sin ofrecerle ni un simple bocadillo.
-¿Sabes preparar sangría? -le preguntó Carol.
-Sé lo que lleva, pero nunca la he hecho -respondió Mariano.
-Pues me llevas ventaja. Yo tampoco la he hecho nunca, pero no sé lo que hay que ponerle. Mira si hay de todo.
Mariano revisó las bebidas que habían dispuesto en un poyo, ante la ventana del salón. Aparte del whisky, la ginebra, el vodka y el brandy, contó dieciocho envases de cartón de vino de ínfima calidad.
-¿Hay gaseosa y refresco de limón? -preguntó Mariano.
-Sí, algo de eso hay en la nevera.
-Necesitamos naranjas, manzanas y limones. Y si tienes plátanos, también.
-Hay mucha fruta en la cocina -informó Carol.
-¿Tienes canela en rama?
-¿Eso qué es?
-Así como un palito, que huele una jartá.
-No sé lo que es eso. Pero no será indispensable, ¿verdad?
-Imagino que se podrá hacer sin canela. ¿Cuánta gente va a venir?
-Seremos quince en total -respondió Carol tras hacer cuentas con los dedos.
El joven calculó que iban a necesitar unos diez litros. Fue con Carol a un cuartillo, como una despensa, situado junto a la cocina, a buscar un barreño de plástico que tuviera la cabida adecuada.
-¿Éste te parece bien? -preguntó la inglesa, señalando un barreño amarillo.
Mariano asintió, aunque sin convicción, ya que no se sentía capaz de estimar la capacidad. Entonces, ella le puso la vasija entre ambas manos, mientras deslizaba su derecha hacia abajo. Fingiendo casualidad, la mano recorrió el pene de arriba abajo y, como el joven no se apartó ni dijo palabra, la rubia detuvo el recorrido y apretó suavemente el glande. La sangre fluía, él suspiró y ella sonrió.
-Esta noche te vas a divertir -anunció Carol.
Una vez que la fruta fue pelada y troceada, a Mariano le asaltó la duda. ¿Cuál sería la proporción correcta de vino, gaseosa y refresco de limón y de qué magnitud el toque de brandy? No tenía ni idea, pero recordaba el sabor a pesar de que muy pocas veces le habían permitido beber la sangría que, ocasionalmente, preparaba su madre cuando había invitados a comer en verano. Tras verter cinco envases de vino sobre la fruta, dos botellas de gaseosa y una de refresco de limón, cató el resultado. Le supo un poco fuerte y, como todavía tenía que aventurarse con unos chorros de brandy, añadió otras dos botellas de gaseosa. Sentíase cada vez más inseguro. De nuevo la probó; ahora resultaba demasiado suave. Vertió otro cartón de vino y el equivalente de un vaso de brandy. Volvió a catar; le pareció que volvía a estar incluso más fuerte que la primera vez. Añadió media botella más de refresco. Ahora creyó que estaba demasiado dulce. ¿Qué sumar, vino o brandy? No, sería mejor un poco de gaseosa. Retocó muchas veces su obra, tras otras tantas catas, antes de decidirse a pedir a Carol que la probase.
-¡Huy, está fantastic, mucho mejor que la del restaurán!
Tanto Pat como Peter elogiaron la sangría con sus palabras ininteligibles y Mariano advirtió que no sólo le parecían remotos por su idioma; comenzaba a verlos como quien mira un objeto lejano a través de binoculares. La cabeza le daba vueltas, supuso que por el hambre.
Fueron acudiendo los invitados, todos de habla inglesa. A cada uno que llegaba, Carol le ofrecía de entrada un vaso de sangría; ante los elogios, la anfitriona señalaba a Mariano como autor del combinado que tanto festejaban y todos quisieron brindar con el barman improvisado, de manera que antes de que comenzaran a preparar la barbacoa, el joven se encontraba en un estado desconocido de euforia y casi había olvidado el hambre; atribuía su entusiasmo al repentino éxito social y no a los más de diez vasos de sangría que había tomado.
A lo largo de la fiesta, Mariano pudo por fin comer abundante carne asada, pero fue más lo que bebió, porque la euforia se había convertido en éxtasis, ya que todas aquellas personas lo valoraban, no paraban de sonreírle, le acarciaban el mentón constantemente, hombres y mujeres, y, aunque no pudiera entenderles, sabía por su tono que le dedicaban frases llenas de amabilidad. Estaba convencido de que muchas de tales frases incluían elogios hacia sus dotes físicas, puesto que le palpaban los brazos y el pecho entre exclamaciones, algunos le pasaban el brazo por los hombros y algunas le besaban, todo entre sonrisas y miradas aprobadoras. Había tenido suerte; incluso en un lugar tan gris e impropicio como la tienda de su padre podía surgir la más maravillosa de las oportunidades.
Sujetaba con los dedos una costilla asada para morderla cuando sintió repugnancia. De repente, el olor de la carne chamuscada era lo más repulsivo que podía imaginar y notó que tenía la frente perlada de sudor y las piernas le flaqueaban.
A partir de ese instante, sus recuerdos eran confusos y nunca fue capaz de discernir hasta qué punto había ocurrido en realidad lo que sólo recordaba a retazos. Podía tratarse de un sueño o, más precisamente, de una pesadilla.
Peter le sujetó por la cintura para llevarlo al baño, donde vomitó no sólo lo comido y bebido esa noche, más bien parecía que devolviera todas las comidas del mes transcurrido desde el anterior exceso, el de su cumpleaños, vómitos que salpicaron en buena parte sobre sus pantalones y zapatos. Por ello, el cuñado de Carol lo ayudó a desnudarse para tomar una ducha, le puso el champú en el pelo y enjabonó su cuerpo, y fue el mismo Peter quien lo secó, puesto que las piernas apenas le sostenían. Recordaba vagamente haber sentido extrañeza por el mimo con que lo trataba el hombretón de unos treinta años, de cuyo aspecto físico sólo recordaba que tenía los hombros cubiertos de pecas, lo que significaba que también se había desnudado; la perplejidad era una lucecita muy tenue en su consciencia nublada por el mareo, lo que no le impidió sentir agradecimiento. Ya seco, y casi suspendido en el aire por el fuerte brazo del inglés, fue llevado a la cama, donde se quedó dormido al instante.
El sueño se alteró por un cambio, algo que en aquel momento no identificó, pero más tarde dedujo que consistía en que la música había dejado de sonar en el jardín. El estómago le crujió sonoramente; algo continuaba alborotado a lo largo de su sistema digestivo, pero no se creyó capaz de levantarse para procurar de nuevo alivio en el inodoro. Sin acabar de salir del todo del duermevela, acechó a ver si el silencio se debía a una pausa entre dos discos o si, efectivamente, la fiesta había terminado. Siguieron quedas voces de despedida y, cuando parecía que hubieran transcurrido muchas horas más, olvidó el malestar, porque sintió que una mano le acariciaba el pecho y una boca le besaba en los labios. Debía de ser Carol, se dijo entreabriendo los ojos para ver únicamente oscuridad, pero al tocarla, le pareció que sus volúmenes correspondían más bien a la delgada Pat. Su confusión aumentó al percibir que había alguien más al lado. Efectivamente, Carol era quien le besaba, pues notaba el peso de su generoso pecho izquierdo en el hombro, y su hermana la que le acariciaba, cuyo muslo sentía rozarse con el suyo al otro lado. Qué extraño. ¿Qué opinaría Peter de que su esposa compartiera sexo con otro hombre y con su hermana? ¿No estarían corriendo las dos mujeres el riesgo de que el inglés entrara furioso en el dormitorio, con un arma en la mano? Vaya, el pene reaccionaba a pesar de lo mucho que había bebido y las molestias que todavía le atormentaban, y... sí, era Pat la que le estaba guiando para que la penetrase, mientras Carol mordía su cuello. ¿Qué ocurría? Cuando ya se disponía a empujar con la pelvis para entrar en una mujer por primera vez en su vida, Pat se encogió, desviando el pene hacia arriba, mientras Carol acercaba hacia su hermana, rozando la cadera del joven, algo que tenía también la consistencia y la suavidad de un órgano masculino pero carecía de su temperatura, un objeto frío muy largo y sinuoso, como una culebra. En el primer momento, no supo imaginar de qué modo sujetaban ese objeto las dos mujeres a la altura de su cadera, pero fue comprendiéndolo conforme Carol y Pat se acercaban la una a la otra hasta que todo el peso de la mayor de las hermanas quedó situado encima del cuerpo de Mariano; entonces, cayó en la cuenta de que se trataba de un consolador doble, alojado por completo entre las dos vaginas. No estaba lo bastante consciente para asombrarse ni para sentir repulsión; prevalecía su propia tensión sexual, que le hacía desear que una de las dos expulsara el órgano artificial y lo sustituyera por el suyo. El cuerpo de Carol dejó de presionar el de Mariano y se abrazó al de su hermana, sin dejar ésta de pellizcar el pecho del muchacho mientras la otra mantenía aferrado su pene. No, no podía ser Carol quien lo aferraba, pues sentía su espalda junto al costado y notaba que abrazaba a Pat; la mano que recorría su órgano era grande, maciza, recia, y a continuación sintió una suavidad viscosa y húmeda en torno al glande; sí, alguien estaba acariciándolo con la boca, proporcionándole un placer cuya intensidad no había tenido aún tiempo de imaginar y del que tampoco había oído hablar. El placer fue creciendo conforme la boca engullía lentamente un poco más, hasta quedar todo el pene envuelto por la cálidad y húmeda caricia. ¿Quién podía ser? Las dos hermanas gemían a su lado, a la derecha, agitadas por su particular arrebato y parecían no necesitar nada más; ¿se trataría de Peter? Trató de convencerse a sí mismo de que no, de que probablemente había permanecido en la casa una de las invitadas, pues no quería interrumpir el placer extraordinario que sentía planteándose objeciones que pudieran malograrlo. No advirtió que las dos mujeres cambiaban de postura hasta que sintió que ambas, sin separarse ni desalojar el huésped de plástico que tenían introducido al alimón, se situaban a horcajadas sobre su pecho, de manera que lo que se acercaba a su rostro era el generoso culo de Carol con cada una de las embestidas con que arremetía contra su hermana y el pene de látex compartido. Entonces, notó más abajo, tras Pat, que otro cuerpo, mucho más voluminoso, se sentaba en su vientre; palpó los muslos de grandes dimensiones y comprendió por el vello que los cubría que eran los de Peter; por los gemidos de Pat y el espasmo que la agitó, supo que su marido la había penetrado por detrás, acompasándose al rítmico movimiento de las dos, mientras la mano continuaba en torno a su pene; lamentó que la caricia bucal se hubiera acabado, porque ahora sentía gran apremio y la necesidad de alcanzar el clímax cuanto antes, a pesar de una sensación de desdoblamiento que le hacía imaginar que pudiera estar soñando y viéndose en el sueño como en un vuelo astral. Sí, muy bien todo eso podía no ser más que un sueño, ilusión reforzada por el silencio de los tres y por la vagorosidad difícilmente comprensible de lo que estaba sucediendo sobre su cuerpo, ya que la mano, sin soltarlo, orientaba su pene hacia una cálida cavidad, más estrecha y placentera que la boca que había estado a punto de producirle el orgasmo. Según la posición que ocupaban los tres, sólo podía tratarse del ano de Peter. Alarmado, intentó deslizarse hacia abajo para librarse de las seis piernas que lo abarcaban, pero era imposible, se trataba del peso de tres personas lo que lo aprisionaba y, en cualquier caso, era extraordinariamente agradable lo que su pene, rebelde a su voluntad, le hacía sentir, pues ya había alcanzado fondo dentro de Peter y lo que contenía ese fondo era una cálida viscosidad que recorría el órgano como un torbellino táctil capaz de hacerle enloquecer de placer.
De tal manera, inesperado e incontenible, llegó el orgasmo, el primero que disfrutaba dentro de otra persona. No sabía que había gruñido y, después, gritado, y que ello les había revelado su gozo a los tres, pero notó que, al mismo tiempo que creía que todo su cuerpo se deslizaba hacia el interior de su propio pene y que estaba entero dentro de Peter, los tres aceleraban y gemían al unísono. Lo de Peter no fue un gemido, sino una especie de bramido, un grito ronco seguido de lo que parecían maldiciones en inglés y, a continuación, expulsando el pene de Mariano, emitió más gritos, como jadeos o estertores, mientras el muchacho notaba que una masa caliente y pesada resbalaba por su vientre. Pese a cuanto había ocurrido, continuaba con el mismo embotamiento e igual oscuridad del pensamiento, por lo que no comprendió de lo que se trataba hasta que el hedor no le hizo estremecer. Peter había vaciado sus intestinos encima de él, lo que pareció actuar como un detonador, porque los tres fueron agitados por convulsiones a las que siguieron seis manos que revolvían las heces y las extendían por el pecho y los muslos del joven entre grititos de satisfacción y júbilo.
Lo que había impedido el placer, fue posibilitado por la náusea. Mariano encontró fuerzas para desembarazarse de ellos, saltar de la cama, recoger su ropa del respaldo de la silla donde Peter la había colgado para que se secara tras lavar los vómitos, salir al jardín, lanzarse a la piscina para limpiar el embadurnamiento de mierda y correr luego, todavía desnudo, hacia la calle, donde se vistió precipitadamente y emprendió la carrera colina abajo.
Cuando alcanzó el paseo junto a la playa, estaba suficientemente despejado para caer en la cuenta de que había abandonado la casa sin cobrar las cinco mil quinientas pesetas que costaba la bolsa que Carol se había llevado. Le esperaba una buena reprimenda cuando se lo dijera a su padre; probablemente, un castigo más riguroso que el que había ocasionado el desliz del cumpleaños.
Tenía que evitarlo. ¿Correría algún riesgo volviendo a la casa para reclamar lo que le pertenecía? Consideró que no pero, extrañamente, le producía vergüenza la idea de encararse de nuevo con los tres ingleses, aunque no sabía por qué, puesto que aquella porquería la habían hecho ellos. ¿Qué alternativas tenía? ¿Ir a Carratraca y pedir ayuda a su abuela? Aparte de la posibilidad de que, de todas maneras, el caso llegase a oídos de su padre, ni siquiera tenía dinero para el autobús, sólo disponía de tres monedas de cien pesetas.
Celso González no iba a perdonarle ésta, porque no podría explicarle la razón por la que había abandonado la casa sin cobrar. Su padre era un misterio, un personaje cuyos altibajos de humor no podía comprender y a quien temía más que quería. De hecho, tenía dificultades para encontrar en su pecho un sentimiento hacia su padre que le supiera a amor. No, no lo amaba, y ello no podía ser más que por un motivo: su padre no le amaba a él; por alguna razón que ignoraba, Celso González sentía profunda antipatía por su hijo, una antipatía que debía de estar basada en alguna circunstancia que no dependía ni de la voluntad ni de la conducta de Mariano, probablemente cualquier hecho acaecido en su niñez o, tal vez, incluso antes de nacer. Su padre no era un amigo ni un afecto, sino algo distante, un acecho que llegaba a producirle pavor.
Carecía de amigos en los pueblos de la costa y sólo tenía uno en Málaga, Rufino el del espartero, un paisano cuyos padres habían montado hacía dos años un negocio en la capital, pero continuaba pasando muchas temporadas en el pueblo, con su abuela. No tenía otra posibilidad; era Rufino el único a quien podía pedir ayuda, pero, por si no daba con él, tenía que reservar el escaso dinero de que disponía, de modo que decidió recorrer andando los veinte kilómetros que mediaban hasta el centro de la ciudad en vez de tomar el autobús, trayecto en el que empleó cuatro horas y media. Era casi mediodía cuando llegó a las cercanías del puerto; dado que todo lo comido la noche anterior fue expulsado y no había desayunado, volvía a sentir hambre. Sólo recordaba vagamente la dirección del bar de los padres de Rufino por el dato de encontrarse muy cerca de la plaza de toros de la Malagueta. Dudaba que su amigo estuviera en el negocio a esas horas, un domingo, pero probaría fortuna porque sentía que podía desmayarse de hambre.
Le sorprendió que el bar fuese tan pequeño y lujoso. Lleno de espejos y de objetos muy caros de decoración, parecía más una exposición que un bar. A las doce y media del mediodía de un domingo, no había clientes. El único camarero, un atractivo y muy elegante joven de unos veinticinco años, pulimentaba innecesariamente la impoluta cristalería.
-¿Está Rufino?
-¿El hijo del jefe? No creo que venga hoy por aquí. Me parece que ha ido a Álora.
Desolado, Mariano apretó los labios. Tenía que solucionar el problema cuanto antes. Lo primero, comer.
-¿Cuánto cuesta un bocaíllo?
-Oye, gachó, que éste es un bar de lujo. Aquí no hacemos bocadillos. Sólo servimos raciones de jamón de Jabugo y de quesos franceses.
-¿Podrías darme algo por cuarenta duros?
-¿Una caja de cerillas? -el camarero sonrió maliciosamente. A continuación, se compadeció de la expresión de Mariano-. Tienes hambre, ¿no? ¿Es verdad que eres amigo del Rufino?
-De toa la vía. Su abuela vive en la casa de al lao de la tienda de mi padre.
-¿Cómo se llaman sus viejos?
-Paula y Germán.
-Vale. Mira, te voy a poner un poco de jamón y queso, pero tienes que comértelo a toda pastilla, porque el jefe no tardará en llegar y no quiero líos, que bastantes tengo ya. ¿Qué quieres beber, una caña?
-Sí.
Mariano comió con avidez los recortes de jamón y el pedacito de queso, acompañado el plato de palitos de pan. Mientras lo engullía todo, fue respondiendo las preguntas del camarero, que a los diez minutos de relato se había hecho cargo de su situación.
-O sea, que te va caer una buena con el malapipa de tu viejo. Fuera del Rufino, ¿no tienes más amigos en Málaga?
-No.
-¿Ninguna otra salida?
-¡Qué va!
-¿Cómo te llamas?
-Mariano.
-Yo me llamo Quini. Verás, Mariano, a lo mejor puedo echarte un cable. ¿Qué tal funcionas con las tías?
-Yo... -Mariano dudó-, creo que bien.
-O sea, que eres virgen -ironizó Quini.
-¡Anoche estuve en una orgía! -proclamó Mariano, jactancioso.
-¡Sí! Y a mí, me han dado la medalla del trabajo, ¡no te jodes! Escucha, Mariano, conmigo no tienes que echarte faroles; si no lo has hecho nunca, mejor, porque conozco a unas tías que se mueren por caramelitos sin estrenar, como tú. Echando nada más que un casquete, esta noche podrías volver a Álora con lo menos diez mil púas.
-Y eso, ¿cómo se consigue?
-Yo echo unas horas los sábados por la noche y los domingos por la tarde en un pub que está aquí al lado, porque, tío, uno tiene que redondear el jornal, que la cosa está de un chungo...
-¿Trabajas de camarero en dos sitios?
-No. En el pub no trabajo de camarero; el padre de tu amigo es un sieso que no quiere que sus empleados currelemos también en otros sitios. Allí hago de... Bueno, pa qué voy a meterte la bacalá. Allí trabajo de gigoló, porque, en este barrio, las tías están forrás y hay muchas que no tienen quien les rellene el agujero, ¿lo coges?, y son la mar de complacientes y generosas con los niñatos que les hacen tilín. Pero yo soy un gigoló de lujo, que conste, que este cuerpo serrano está pa comérselo, ¿no te parece? -Quini dio media vuelta con los brazos alzados, apretando los glúteos para resaltar el relieve de su entrepierna-. Esta tarde, puedo presentarte, por lo menos, a dos, que ya no quieren que yo me las folle, porque a ellas les va más la carne tierna como la tuya.
Esa noche, Mariano volvió a Álora en el último tren con doce mil pesetas en el bolsillo, el convencimiento de que acababa de descubrirr la cueva de Alíbabá y la seguridad de haber encontrado un blindaje de reserva para no tener que aguantar nunca más los imprevisibles malhumores de su padre. En los aseos del pub, y a punto de salir con la cuarentona con quien consiguió llegar a un acuerdo, Quini le había advertido "si vas a venir el sábado, trata de vestirte con más estilo, tío; ponte pantalones apretados, que te marquen el paquete y el culo, y una camisa bonita, de fantasía", características que no poseía lo que había en su armario, de modo que acechó toda la semana la ocasión de que su padre abandonase la tienda para cualquier gestión. Cuando, por fin, Celso salió a mediodía del viernes con dirección al banco, Mariano escondió en la mochila un pantalón vaquero blanco dos tallas más pequeñas que la suya que, supuso, resultaría revelador. Se lo puso en el aseo del tren encogiendo los abdominales y, tras mover las caderas a uno y otro lado y flexionar un poco los muslos, estimó que, seguramente, las mujeres que le presentase Quini en el pub lo considerarían un superdotado.
-Has llegado demasiado temprano -le reprendió Quini muy bajo y con los labios apretados, mientras le servía la cerveza en el lujoso mostrador.
Mariano no replicó, puesto que el camarero se retiraba para atender a un cliente. Sabía que era temprano, ya que Quini no terminaba su jornada laboral hasta las nueve y sólo entonces, según le había advertido, podrían dirigirse al pub en busca de aquellas mujeres tan generosas, pero gracias a lo que había ganado el domingo anterior, deseaba permitirse algún capricho y le apetecía pagar por lo que entonces se le había ofrecido gratis. Cuando Quini volvió al punto de la barra donde se encontraba, le pidió media ración de jabugo.
-¿Tú sabes lo que cuesta el jabugo en este sitio?
-Sí -respondió Mariano, ufano.
Al colocar ante él la exquisita cesta de rodajas y palitos de pan y el plato con las casi transparentes lonchas de jamón que había cortado el jefe, Quini le preguntó.
-¿Tienes que volver al pueblo esta noche?
-No. Ya he dejao claro en mi casa que no volveré hasta mañana noche, en el último tren.
-¿Y dónde piensas dormir?
-En una pensión.
-Pues vas a salir con lo comido por lo servido. Entre lo que tendrás que pagar por este jamón, la pensión de esta noche, las comidas de mañana y el tren, si es que consigues hacerte algún trabajito esta noche, puedes acabar ras con ras, porque las tardes de los domingos no son siempre tan fácilonas como el otro día.
-¿Y si hiciera más de uno?
-Esas tías son muy posesivas, Mariano, y hay que andar con más disimulos que un cura con doce hijos. Se encelan cuando se dan cuenta de que te lo has hecho con otra; cuando consigas un doblete, tienes que tratar que ninguna de las dos se dé cuenta de que te lo montas con la otra, ¿vas comprendiendo? Te diré lo que vamos a hacer; te vienes a dormir en mi casa y por lo menos te ahorras la pensión.
-¿No dirán nada tus viejos?
-Ya están acostumbrados a que, de vez en cuando, se quede conmigo algún colega. El único problema es que mi cama no es muy grande.
-¿Tendré que dormir contigo?
-¿Qué pasa, no somos un par de machos sin pejigueras ni complejos?
Mariano no tuvo ocasión de añadir otro comentario, puesto que la barra estaba llena de gente y el jefe reconvino a Quini con la mirada.
A causa de lo lleno que el bar estaba, Quini no pudo marcharse hasta casi las nueve y media y luego se detuvieron a cenar una pizza compartida. Una vez de nuevo en la calle, Quini ordenó a Mariano que se diera media vuelta, para examinar su aspecto.
-Sí, ahora, con estos pantalones, se te marca un buen paquete y el culito... menudo bombón; además, tienes ese tipo de jamones bien despachados por los que las fulanas tardan poco en abrirse de patas. Las titis van a alucinar. Pero esta camisa es una horterada, joder, que parece que acabaras de aparcar el tractor. Puedo prestarte una, pero ahora ya no tenemos tiempo de llegarnos a mi casa. Te la prestaré para mañana. Y otra cosa: habla lo indispensable, porque suenas demasiado cateto. Ya trataré de refinarte un poquillo, con el tiempo. Ahora tenemos que irnos, porque a estas horas habrá ya un montón de gachís.
Llegaron al pub a las diez y media. Se trataba de un local también muy lujoso, pero más sofisticado que el bar de los padres de Rufino, con luces muy tenues y muchas flores y espejos. El barman y Quini intercambiaron besos y alguna confidencia que parecía referirse a Mariano, puesto que los dos lo miraron mientras hablaban, sonrientes.
-Parece que el Quini no te ha dicho las reglas -dijo el barman.
-¿Qué reglas? -preguntó Mariano, perplejo.
-Yo soy el que se arriesga con todo el rollo que hay aquí, ¿lo coges? Si me pillara el dueño, me caería una buena, así que... ya sabes.
-¿El qué?
-Oye, ¿éste se ha caído de un algarrobo? -preguntó el barman a Quini.
-No te sulfures, Víctor. Mariano es de Álora y no conoce el negocio. Solamente se hizo un chapuz el domingo pasado.
-Yo te arreglaré el contacto con algunas tías -informó Víctor a Mariano-, porque me sé el pie de que cojea cada una de mis clientas y conozco los gustos de todas. Habrá algunas con las que no me necesitarás, pero casi siempre seré yo quien te facilite las cosas; así no te meterás donde no te convenga y no perderás tiempo. Pero todo eso tiene que ser compensado, ¿no te parece?, que yo no soy una hermanita de los pobres.
-Comprendo.
-A mí me correponden dos mil por cada trabajito que hagas, aunque no te la haya presentado yo. ¿Algún problema?
Mariano miró hacia Quini, que asintió sonriente.
-De acuerdo.
-Y por lo menos al principio -añadio Víctor-, tendrías que demostrarle al Quini que eres agradecido.
Mariano interpretó que tambien debía entregar al aludido una parte de sus ganancias. Sin embargo, más tarde encontró absurda tal exigencia, porque Quini consiguió dos salidas antes de que él pudiera estrenarse esa noche. Le sorprendió lo rápido que volvió las dos veces y quiso preguntarle si existía algún truco que le conviniera conocer, pero precisamente en ese momento lo llamó Víctor desde el extremo de la barra.
-Éste es Mariano, Elena -le dijo el barman a una mujer de unos cuarenta y cinco años, que vestía de manera anticuada pero llevaba el cuello, los brazos y las manos llenos de joyas.
-¿Es verdad que tienes dieciséis años?
Mariano dedujo por la expresión de Víctor que debía responder que sí, y asintió. Sentía el rubor en las mejillas a causa de la mirada franca y escrutadora de la mujer, y se preguntó si iba a ser capaz de funcionar con ella, porque no le parecía ni remotamente atractiva.
-¿Me invitas a una copa? -preguntó Elena.
Mariano preguntó en silencio a Víctor, alarmado. Éste movió la cabeza, con un gesto de asentimiento, mientras le miraba a los ojos abriendo los suyos como si quisiera transmitirle un mensaje, que Mariano no descifró. El barman sirvió un cóctel de champán muy decorado a la mujer y le preguntó a él:
-¿Qué quieres tomar?
Guardaba un recuerdo demasiado desagradable de lo ocurrido en Benalmádena, en casa de Carol, de modo que respondió:
-Un cocacola.
Elena le sonrió.
-Eso está muy requetebién. Los niños buenos no beben alcohol.
En el momento de salir por indicación de Elena, quiso pagar, pero Víctor le transmitió con un movimiento de la mano que lo hiciera al volver. Sospechó que el barman sabía que iba a regresar pronto.
Sólo caminaron unos doscientos metros. Elena le franqueó la entrada de un edificio cuyo portal estaba enteramente revestido de mármol de color crema. Una escalinata recubierta de moqueta roja conducía hasta el rellano del ascensor, cuya corredera volvió a abrirse, en el duodécimo piso, a un vestíbulo alfombrado también de moqueta roja. Mariano ignoraba que existieran edificos así en la ciudad. La puerta reluciente que Elena abrió daba paso a un piso muy amplio, cuyo interior eclipsaba la magnificencia del portal; muebles antiguos, esculturas, cuadros al óleo, grandes lámparas y pesados cortinajes proporcionaban a la vivienda cierto viso museístico. El joven halló que la decoración era como una prolongación del aspecto de su anfitriona.
-No quieres beber nada, ¿verdad?
Ahora sí creía necesitar un trago para darse ánimos, porque se sentía alelado, pero negó con la cabeza.
-Así me gusta -alabó Elena-. Me complace muchísimo que los niños sean formalitos.
Comenzaba a fastidiarle que le llamase "niño" a cada momento. Al fin y al cabo, lo que iban a hacer no era cosa de niños.
-Espérame un momento, que necesito cambiarme. ¿Quieres que encienda el televisor?
Mariano se encogió de hombros. En el momento de iluminarse la pantalla, reproducía una secuencia de una película donde un hombre y una mujer estaban haciendo el amor. Elena cambió bruscamente de canal, diciendo:
-¡Qué guarrerías da la televisión en estos tiempos! Este país ha perdido la moral. ¿Puedo fiarme de que no vas a poner ese canal mientras vuelvo de mi dormitorio?
Mariano asintió.
-De todas maneras, me llevaré el telemando para que no tengas tentaciones.
El joven miró sin concentración la pantalla, una película de adolescentes gamberros que carecía de gracia; tal vez le parecía así porque no conseguía entender lo que ocurría, con el pensamiento lleno de tantas interrogaciones. Quini le había dicho que las mujeres que frecuentaban habitualmente el pub intercambiaban casi siempre confidencias sobre las características y capacidades de los gigilós. Se preguntó si Elena sería una cliente habitual y si entraría en tales juegos, porque temía dar un gatillazo a causa de su falta de inspiración. A lo peor, esa noche se frustraba su recién estrenada carrera. Diez minutos más tarde, giró la cabeza hacia el pasillo, porque oyó que ella regresaba. Estuvo a punto de soltar una carcajada; había cambiado el vestido por una bata que recordaba las de los colegios antiguos, azul, larga hasta media pierna y con una infinita abotonadura por delante; usaba zapatones negros, semejantes a los de las monjas, y llevaba gruesas gafas sobre la punta de la nariz y una larga regla en la mano.
-¿Has sido bueno en mi ausencia?
-Sí.
-¿No me engañas?
-No.
-¿No has cambiado de canal?
-No podía. Usted se llevó el mando.
-¡No seas impertinente, niño! ¿Me reprochas que me llevara el telemando? Eres un atrevido y mereces un castigo. Bájate el pantalón, ¿eh?
Sonriente, aliviado por la posibilidad de terminar pronto, Mariano descorrió la cremallera y dejó caer el pantalón hasta las rodillas.
-¿Me bajo ya el calzoncillo?
-¡Eres un descarado indecente! ¿Qué te has creído? Eres de la piel de Satanás. Ven aquí.
Elena se había sentado en un sofá y señalaba su regazo. Mariano comprendió que debía recostarse boca abajo sobre sus muslos. Sintió que ella forzaba por detrás el calzoncillo para descubrirle los glúteos y que después palmeaba, escenificando la paliza a un bebé, pero, a continuación, le golpeó con la regla. No lo hizo con excesiva fuerza, pero le dolió y se quejó.
-¡Calla! -ordenó Elena-. Además de ser un niño insolente, sé que hoy no has hecho tus deberes. Tengo que castigarte, ¿eh?
Retorciéndole la oreja derecha, le forzó a alzarse y, poniéndose de pie, lo empujó pasillo adelante hasta una habitación asombrosa; arreglada como un aula escolar, había cuatro pupitres, una tarima con una mesa encima y un encerado en la pared. Ahora comprendía el juego.
-Escribe en la pizarra diez veces "soy malo y merezco castigo".
Cuando terminó de hacerlo, Elena señaló:
-Cada día tienes peor letra. Me parece que vas a llevarte tanta tarea a tu casa, que vas a tener que pasar la noche en vela. Venga, ponte de rodillas.
Una vez que Mariano se arrodilló, Elena le colocó algo en la cabeza, sujeto con un elástico. Alzó la mano para palparlo; se trataba de dos orejas de burro confeccionadas con cartulina. Ella le dio una palmada en el cogote, diciendo:
-La curiosidad mata al hombre y los niños curiosos van al infierno. Abre los brazos en cruz y sujeta estos libros.
Le abrumó el peso de los dos volúmenes que ella le puso en cada mano. Elena se situó frente a él con expresión posadamente airada.
-¿Reconoces que has sido malo?
Mariano respondió que sí con la cabeza, que luego humilló.
-¿Estas arrepentido?
-Sí.
-¿Quieres ganarte mi perdón?
Volvió a asentir.
-Voy a salir un momento de clase, pero que yo no me dé cuenta de que te has movido, ¿eh?
Durante su ausencia, la perplejidad de Mariano fue convirtiéndose en regocijo por lo disparatado de la situación. Bajó los brazos para que no se le entumecieran, apoyando las manos en los pupitres situados a ambos lados. Tal vez esa extraña mujer no necesitaba que se la follara, a lo mejor se ganaba el jornal sin más esfuerzo que el de aguantar unos coscorrones. Cuando oyó que volvía, recompuso la postura en que le había dejado y cerró los ojos con expresión refunfuñada, como supuso que haría un niño castigado. Notó que ella se acuclillaba delante de él y manipulaba su bragueta, descorriendo de nuevo la cremallera para extraer el pene. Mariano abrió los ojos. Elena había colocado ante él un orinal.
-Para que veas que no soy tan severa como dicen tus condiscípulos, y como sé que después de tantas horas castigado necesitas hacer pipí, te voy a ayudar a hacerlo. Pero que yo no me dé cuenta de que haces nada raro, ¿eh?
Por fortuna, ya se había recuperado del estupor, sentíase sereno y como una mano lo rozaba, el pene aumentó un poco de volumen mientras trataba de orinar.
-¿Te cuesta hacer pipí porque te miro? ¿No te das cuenta de que puedo ser tu mamá?
Mientras preguntaba, Elena agitó el pene como para forzar la evacuación, lo que aumentó el flujo de sangre y lo endureció algo más.
-Ya veo que no tienes compostura. Nunca dejarás de ser un descarado travieso. Dado que no haces más que pensar en indecencias, tengo que aumentar el castigo.
Sin soltar el pene con la derecha, le retorció la oreja con la izquierda, lo obligó a levantarse y le arrastró hacia la tarima.
-¡Ven aquí, piel de Satanás! Ahora tendrás tu merecido.
Le obligó a arrodillarse junto al estrado, en el suelo, colocándose ella encima de la tarima con las piernas separadas.
-Desnúdate, pequeño, porque tenemos que acabar tus deberes cuanto antes, ya que tu papá vendrá a recogerte en seguida.
Como no le indicó nada más. Mariano consiguió con dificultad quitarse toda la ropa sin cambiar la postura que mantenía. Una vez que estuvo completamente desnudo, Elena le ordenó.
-Desabotóname.
Comenzando desde abajo, Mariano fue abriendo la bata. Cuando llegó a la cintura, trató de presionar los pechos, pero ella exclamó:
-¡Para, insolente! ¿Qué pretendes? ¿Quién te has creído que yo soy?
El joven sonrió, creyendo que era lo que ella esperaba que hiciera, pero recibió dos sonoras bofetadas. La expresión de Elena denotaba indignación.
-¡Ahora vas a ver!
Atrajo la cabeza del muchacho hacia sus ingles.
-¿Te gusta la fresa? Pues come.
Olía a fresa, en efecto. ¿Qué debía comer, las bragas? Sacó la punta de la lengua y descubrió que lo que parecía tejido no solamente olía sino que sabía a fresa. Un leve mordisco le sirvió para comprender que se trataba de algo que no era tejido, sino una sustancia comestible, de lo que había escuchado hablar en un reportaje de televisión y que le había parecido increíble. Cuando hubo masticado la mayor parte de lo que cubría el pubis, haciendo esfuerzos heroicos para que ella no descubriera que extraía de su boca con la mano cada trozo de pulpa, Elena gimió, dobló las piernas y se apoyó, casi derrumbada, en la mesa, postura en que continuó gimiendo unos tres minutos. Estaba gozando, pero su expresión parecía la de una persona sometida a torturas. Como no sabía que más debía hacer, Mariano permaneció de rodillas, inmóvil. Finalmente, Elena se enderezó, se abotonó de nuevo la bata con expresión grave y ordenó:
-¡Vístete!
Mientras lo empujaba hacia la puerta, introdujo cuatro billetes de cinco mil pesetas en el bolsillo de su camisa y, en el momento de salir, le dijo:
-Como yo me entere de que te portas mal, volveré a castigarte el sábado que viene.
El ánimo de Mariano era beatífico cuando entró de nuevo en el bar. No había tenido que forzarse ni eyacular, ni siquiera había tenido que fingir que gozaba, y llevaba una fortuna encima. Pagó jactanciosamente lo que él y Elena había consumido antes de marcharse y entregó dos mil pesetas del cambio a Víctor. Quini estaba en el fondo del salón, de pie, con el codo apoyado en una balustrada, solo, con expresión de aburrimiento y sin coquetear con ninguna de las pocas mujeres que quedaban, al contrario de lo que había hecho en la primera hora, cuando no paró de pajarear de mesa en mesa, remetiendo los glúteos para resaltar sus atributos y repartiendo sonrisas y piropos. Se acercó a él y le ofreció un billete de cinco mil pesetas.
-¿Qué es esto? -preguntó Quini con asombro.
-¿No tenía que darte comisión?
-¡Estás majara! ¿Quién te ha contado a ti ese cuento?
-Por lo que hablamos antes con Víctor, yo creía...
-No, tío. Esta noche me he hecho ya tres trabajillos y voy de sobra. Tu agradecimiento sólo tienes que demostrarlo portándote como buen amigo, echándome una mano cuando haga falta y no metiendo la pata, ¿lo coges? -Mariano asintió-. Y ahora, ¿piensas intentar un doblete o nos vamos?
-De ganancias, está bien, pero tengo un problemón; esa gachí ni siquiera ha intentao que me corra. Y ahora, tengo un queso que...
-Mejor, así tienes reservas para mañana por la tarde. Venga, vámonos a tomar algo en otro sitio, y a dormir, que mañana me toca a mí abrir el bar a las ocho y media, para los cafés.
Estuvieron media hora en una cafetería que iban a cerrar y cuyos camareros eran amigos de Quini. Mientras recogían las mesas, hablaban entre ellos con tantos sobreentendidos, que Mariano no descifró ni una palabra:
-Vaya, Quini, ¿por fin?
-No, Pascual, joder. Se trata de otra cosa...
-Pues, si fuera por mí...
-No te precipites, Curro.
-No, si a mí no me va...
Cuando se marcharon, Mariano preguntó:
-¿De qué hablabais ésos y tú?
-De nada. El ladrón cree que todo el mundo es de su condición.
-No comprendo.
-Ya te contaré. Ahora estoy muerto de sueño y ya sabes que tengo que levantarme a las siete y media. Vámonos a dormir.
Tal como Quini le había anunciado, su cama era estrecha, unipersonal.
-¿Tú crees que podemos dormir ahí los dos, Quini?
-¿Qué remedio? Ya estoy acostumbrado, porque no eres el primer colega al que le doy pensión. Yo me quedaré frito en cuanto me desnude y caiga en la cama.
A Mariano le costó adormecerse, arrimado al borde del colchón para evitar rozarse con Quini. Éste, sin embargo, roncaba suavemente a los cinco minutos de acostarse. Con la rigidez causada por su estado de alerta, Mariano temió llegar al amanecer todavía en vela y cuando consiguió adormecerse, le pareció que Quini le pasaba el brazo por la cintura y se arrebujaba pegado a él. Bueno, se dijo en el duermevela, eso no era nada malo, a fin de cuentas eran amigos y no resultaba desagradable que le abrazara, pero cuando la luz entraba a raudales por la ventana sintió un bienestar que tardó varios minutos en identificar. Se repetía el placer enloquecedor que había sentido en la cama de Benalmádena antes de que ocurriera aquella escena tan repugnante, cuando la boca del cuñado de Carol le había enseñado a gozar de un modo que ignoraba.
Comprendió que Quini estaba haciendo lo mismo que el inglés. Fue a rebullirse y protestar, pero en lugar de ello se despatarró, ya que la lengua lamía sus genitales y amplias zonas de los muslos y el vientre, y le estaba proporcionando un placer todavía mayor que el del sábado anterior y, de todas maneras, aquella mujer rarita de anoche no le había hecho correrse, y necesitaba hacerlo. Notó que Quini trataba, torciéndose en la cama, de que él también lo acariciara, pero eso ya sería demasiado. Giró la cabeza para apartar la cara de la entrepierna del otro, sintiendo un extraño desdoblamiento, porque quería huir pero su cuerpo le exigía alcanzar antes el clímax. Estalló con una mezcla desconcertante de agradecimiento y repulsión y, cuando Quini le sonrió confidencialmente desde el punto del espacio donde parecía flotar, desvió la mirada para hundir la cabeza en el colchón, porque volvía a sentir la misma vergüenza que le había impedido volver a la casa de Carol a cobrar el precio de la bolsa.
-¿Estás bien, Mariano? -preguntó Quini.
La pregunta le hizo despertar. Descubrió que había estado soñando.
-¿Por qué lo dices?
-Te quejabas como si te doliera algo.
Había gritado mientras gozaba en el sueño, nada había ocurrido en realidad, pero el placer había sido auténtico, porque sentía la copiosa humedad del calzoncillo y ello le obligó a encogerse para disimular. Su ánimo era como el de alguien que hubieran sorprendido cometiendo un delito.
-Venga, levántate -urgió Quini.
No se podía mover, en cuanto se girase sobre el colchón, el camarero descubriría el empegostamiento del calzoncillo. Las mejillas le ardían. ¿Por qué había tenido ese sueño, era lógico que Quini le hubiera inspirado tal fantasía? Estaba a punto de llorar, lo que, al traslucirse en su expresión, hizo que Quini preguntara:
-¿Te hace sentir mal lo que hiciste anoche?
Mariano tardó en comprender que se refería a su primer trabajo de gigoló y no a lo sucedido en el sueño. Se encogió de hombros. Quini interpretó el gesto como una respuesta de confirmación.
-Alegra esa cara tío, que a esa gachí le hiciste un regalo, no la perjudicaste ni mijita. Un regalo cojonudo, porque le has dado tu virginidad y ya verás cómo se van a pelear esas carrozas por ti -el silencio de Mariano estaba alarmando a Quini, por lo que añadió: -Venga, date una ducha rápida y te vienes conmigo al bar. Puedes echarme una mano y esta tarde, nos comeremos el mundo. Mira la camisa que voy a prestarte, ¿no te mola una jartá?
Mariano sonrió. Se trataba de una camisa de seda, estampada, que había visto expuesta en el escaparate de una de las tiendas más caras de la ciudad.
-Bueno -añadió Quini-, pensándolo mejor, voy a regalártela. Yo la he usado ya cuatro o cinco veces y no me guste repetir mucho la ropa.
Mariano volvió esa noche a Álora con veintiocho mil pesetas en el bolsillo y la seguridad de haber conquistado su Eldorado personal. A la mañana siguiente, Celso González miró desaprobadoramente la camisa, pero no comentó nada. En cambio, fueron muchos los vecinos y vecinas que elogiaron su aspecto:
-Osú, niño, pareces un marqués -le dijo la dueña de la papelería que había al lado de la tienda de su padre, cuando pasó esa mañana ante su puerta.
-Y tanto que parece un marqués -se adhirió una vecina que en ese momento compraba un bolígrafo-, como los que salen en el "Hola".
Por el apodo de "marqués" fue llamado Mariano a partir de entonces, porque a los vecinos no se les ocurría otro para subrayar lo que gastaba en vestir, tan insólito en el pueblo, y el mote prosperó y se propagó en lo sucesivo, porque Mariano descubrió que le entusiasmaba la ropa que Quini le aconsejaba.

-O sea, que era lo que parecía el día que ustedes lo vieron por primera vez; es decir, un chulo -dijo Antero Noble con una sonrisa.
-Hombre, la palabra es un poquillo fuerte...-objetó Felipe el tabernero- pero, sí, para ser sincero... eso fue, por lo menos cuando era un niñato.
Los parroquianos estaban abandonando el local, puesto que eran casi las tres y las esposas les esperaban con la comida en la mesa.
-¿Qué grado de parentesco tiene su mujer con ese Mariano? -preguntó el periodista al tabernero.
-Es prima lejana de su madre.
-¿Cree usted que ese personaje tiene de verdad algo que ver con el lío de Lolita Clavel?
-Tós nos olemos que sí, de una manera u otra. El primer gran cambio de Lolita, y posiblemente uno de los más increíbles, se produjo a partir de aquel día que Mariano vino a hablar con el padre Zambomba. Entonces, él ni siquiera se dignó acercarse a saludarnos, y ya sabes tú que en los pueblos damos mucha importancia a las cosas de la parentela; con la pinta que se gastaba aquel día y las cosas que han pasao después, yo estoy convencío de que si no vino, era porque se le caía la cara de vergüenza por llegar en aquel plan, si es que tenía vergüenza, que lo dudo.
El periodista observó la expresión crispada de su interlocutor y dijo:
-Quizá sea por la fuerza de la costumbre, pero me da la impresión de que en esta comarca son ustedes algo estrictos a la hora de enjuiciar a los jóvenes que se salen de lo común.
-Eso ¿qué es, corporativismo? Tú tienes casi la misma edad que él.
Antero sonrió.
-¿Podría hablar con su esposa?
-La Juanita está ahí detrás, en la cocina. Si te esperas un poquillo, ya mismo va a salir con la comía, porque, chiquillo, es que nosotros tenemos que aguantarnos las hambres hasta que pasa la bulla, y a veces ni nos dejan comer tranquilos. ¿Quieres una cervecilla?
-Mejor un café.
-¿Antes de comer?
-Ya comí antes de llegar a Benaljazmín.
-Pensaba que almorzarías aquí.
-Gracias. Pero si no les importa, sí quisiera sentarme con ustedes, a ver lo que su esposa me cuenta.
Diez minutos más tarde, la mujer del tabernero preparó una de las mesas, en cuyo centro colocó una olla de la que brotaba vapor con un aroma muy apetitoso.
-¡Chiquillo! -dijo, halando del brazo de Antero-. Con lo rico que me ha salido el gazpachuelo, ¿no lo vas a probar?
-No me cabe nada. Me harté de huevos con chorizo hace un par de horas, en la Aljaima.
-¡Qué pena! Pensando que ibas a comer, le he echado gambas y calamares, además de las almejas, la pescaílla y los mejillones que le pongo siempre al gazpachuelo.
Antero miró con deseo el caldo con mayonesa diluída, en el que sobrenadaban los trozos de pescado y los cuadraditos de pan frito.
-Bueno, póngame un poco, pero sólo caldo, por favor, que no me cabe ni un bocado.
Observó que Juanita le servía abundante pescado y marisco en el plato y temió resultar descortés por no poder comérselo, pero cuando se llevó la cuchara a los labios, su paladar fue arrebatado por la deliciosa mezcla de sabores marinos y mayonesa, el mejor gazpachuelo que había saboreado jamás. Aunque se indigestase, acabaría el plato.
-Su prima, la madre de Mariano González, ¿le habla mucho del hijo?
-Mi prima está criando malvas -respondió la tabernera-. Murió a consecuencia del disgusto del accidente. Pero antes de aquéllo, sí que me contaba cosas. Cosas buenas namás. Ceguera de madre, ya sabes tú. Casi todo lo que sé de ese desgraciao me lo contó otra persona...
La mujer del tabernero se mordió el labio, dudando si continuar.
-¿Algún otro pariente?
Juanita miró hacia su marido, como si le pidiera disculpas.
-No. Fue... la propia Lolita quien me habló del problema de Mariano, que me pienso yo que, a lo mejor, es donde está el tuétano de casi tó lo que pasó aluego. Pero, si quieres que te diga la verdad, ahora, después de las barbaridades que han hecho, me da a veces por sospechar que la Lolita pudo contarme un montón de embustes pa justificar las majaretás del hijo de mi prima.
-Entonces, ¿intuye usted que ella pudo estar tratando de anticiparse a los acontecimientos?
-Pudiera ser.
-¿Durante cuánto tiempo?
-Si contándome aquellas barbaridades estaba tratando de preparar el terreno, la cosa duró unos cinco años.
-¿Cree usted que prepararon la estafa durante tanto tiempo? -se asombró Antero.
Juanita asintió, pero su marido la contradijo:
-Yo no me lo creo, Juanita. Haría falta gente más lista que ellos pa organizar ese follón con tanta antelación y con tantos detalles -afirmó el tabernero, mirando a Antero-, porque lo que la Lolita le contaba a ésta era una especie de telenovela, como si quisiera que tuviéramos compasión de ese caradura por como está ahora. A mí no me gusta ni mijita hablar de aquéllo, porque hay parientes nuestros que están en el ajo y no quisiera que parezca que yo los acuso de algo.

Seis meses después de la aventura de Benalmádena, pocos días antes de Navidad, durante el acostumbrado viaje a Málaga de los sábados a mediodía, Mariano volvió a pensar que necesitaba un vehículo, al menos una moto de cuarenta y nueve centímetros cúbicos, que le facilitara los desplazamientos, sobre todo para poder regresar los domingos más tarde, porque el proyecto de emanciparse y alquilar un apartamento en la capital a medias con Quini lo descartaba por impracticable cada vez que lo consideraba, a pesar de que ya disponía de ahorros suficientes. Las amigas de Quini eran generosas, algunas incluso muy generosas y, aunque no podía abrir una cuenta porque en el banco le pedían la firma de su padre, disponía de más de trescientas mil pesetas guardadas en un escondrijo seguro del viejo molino.
Celso González, que por su edad casi podía ser su abuelo, no le comprendía; era demasiado anticuado y rígido como para sintonizar con alguien tan joven como él; la única vez que Mariano le había hablado con muchos rodeos de la idea de vivir por su cuenta en Málaga, primero le amenazó con matarlo y, a continuación, ante las protestas de su madre, con encerrarlo en un correccional si abandonaba la casa familiar. Lo peor eran los gritos con que profería tales amenazas, blandiendo los puños ante su rostro con los ojos desencajados.
Frunció los labios mientras miraba su reflejo del cristal de la ventanilla del tren, ante la que pasaba lento el paisaje otoñal agrisado por la bruma del río; los eucaliptos, naranjos y limoneros conservaban su ropaje perenne, pero las mimosas languidecían a la espera del esplendor amarillo de la primavera. ¡Cómo deseaba que llegase el tiempo cálido que solía empezar en Semana Santa, cuando podría exhibir en la playa, por fin, el vello que comenzaba a cubrir sus piernas! Quini se lo había señalado antes de que él mismo se diera cuenta: "¡Vaya, estás convirtiéndote en un hombrecito, y muy sexy además!". El hombre sentado enfrente, también reflejado en el cristal, lo miraba con una intensidad y un descaro que comenzaban a ponerle nervioso.
-Eres el hijo de Celso, ¿verdad? -preguntó con marcado acento francés.
Poseía algo vagamente familiar que Mariano no supo identificar.
-Sí. Tú no vives en Álora...
-No. Hace años que vivo en París. Ahora estoy pasando una semana en Carratraca, con mi abuela.
-Yo voy a Carratraca de vez en cuando. ¿Quién es tu abuela?
-La tuya.
-¿Qué quieres decir? Yo conozco a tós los nietos de mi abuela, que son primos míos.
-Yo no soy primo tuyo -afirmó el hombre con una sonrisa enigmática.
-Ah, ¿no? ¿Entonces?
-Soy tu hermano.
Mariano volvió a mirar hacia el exterior, con un rictus en los labios y expresión gélida. El sujeto debía de estar pirado.
-Y no soy el único, Mariano. También tienes una hermana en París; es un año mayor que yo.
-Oye, déjate de cachondeo.
El hombre sonrió y asintió, como si comprendiera que la novedad le resultara increíble.
-Hace diez años, cuando tú tendrías unos ocho... ¿te acuerdas de un día que te hiciste una herida en la rodilla jugando al pillapilla con tus amigos en la plaza, y llegó un muchacho a ayudarte?
Mariano lo recordaba con nitidez, porque aquella noche, mientras su madre le curaba la herida y le interrogaba sobre las circunstancias del accidente, le había preguntado con sorprendente interés e insistencia quién era el joven que él decía que le había auxiliado con tanto mimo y con tan grande preocupación en los ojos, para alejarse apresuradamente cuando vio llegar a su padre, a quien habían avisado sus compañeros de juego. A pesar de su corta edad, ya entonces creía conocer el rostro de todos los aloreños; aseguró a su madre que aquel joven no era de Álora y, sin embargo, se había comportado con él de un modo desconcertante y misterioso por su solicitud, más propia de una persona íntima o un familiar. Al oír esta afirmación, ella había compuesto una expresión muy grave y, más tarde, Mariano oyó a través de la puerta del dormitorio conyugal una tensa y prolongada discusión en susurros de cuyos términos no consiguió entender nada.
Asintió con la cabeza.
-Aquel muchacho era yo -añadió el desconocido-, pocos días antes de irme a París a vivir con mi hermana. Por aquel entonces, a pesar de que yo vivía con mi otra abuela en Motril, venía mucho a Álora a verte de lejos, porque quería pero me habían prohibido darme a conocer contigo .
-No comprendo ná de ná -Mariano buscó cualquier chispa en sus ojos que le revelase que el hombre estaba bromeando, pero notó que hablaba en serio- Mi madre es demasiao joven pa que tú seas hijo suyo.
-No es mi madre. La mía murió.
-Ah, ¿sí?
-Antes de que tú nacieras. Cuando tú naciste el 24 de mayo de 1964, hacía dos años que había sido dada por desaparecida. Tu padre fue quien denunció la desaparición a la Guardia Civil, diciendo que estaba seguro de que se había fugado a París con un francés. Sigue oficialmente desaparecida y tu padre nunca se ha podido casar con tu madre.
-¡Estás diciendo chalaúras!
-Sería muy fácil para ti comprobarlo: pídele a tu madre que te enseñe el certificado de casamiento. Mi madre no se fugó a Francia con nadie, Mariano, ahora estoy seguro, pero entonces ya lo dudaba, porque me quería con locura y era imposible que me abandonara, sin más. Yo tenía doce años y la adoraba, porque ella me trataba con adoración, y no podía ser que, de un momento para otro, y sin que hubiera nunca ningún detalle sospechoso, ella decidiera echar a correr con un sujeto que nadie había visto jamás, sin despedirse de mi hermana ni de mí. Todo fue un invento de tu padre, o sea, de nuestro padre. Él la mató, Mariano, ahora lo sé, y quiero que me ayudes a comprobarlo.
-Ésa es la historia más fantástica que me han referío nunca. Te la estás inventando, ¿verdad?; estás gastándome una broma.
-No, Mariano. Mira mi carné.
El hombre extrajo la cartera y la abrió para que viera un documento en el que figuraba el nombre de Celso González.
-¡Bueno, y qué! -se resistió Mariano todavía-. González es un apellido mu corriente, y Celso no es un nombre tan raro.
-Aunque a mí me han llamado siempre Cesi, mi nombre es como el de nuestro padre, Celso. ¿Conoces en la Hoya a alguien que se llame así?
Mariano negó con la cabeza, mientras tragaba saliva. El sujeto no solamente se llamaba como su padre, también se le parecía, mucho más que él. ¿Cómo podían haberle escamoteado esa historia? ¿Por qué no había escuchado jamás alusiones de los vecinos? Recordó un detalle; cuatro años atrás, cuando fue convocado a la parroquia para prepararse para la confirmación, el cura se había portado de un modo raro cuando revisaba el libro donde estaban registrados los bautizos. Conservaba el dato en la memoria porque el sacerdote le había mirado mucho rato, como si luchase contra una duda, moviendo una y otra vez la cabeza. Le citó para la catequesis y, el día de la ceremonia, lo confirmó como a todos los demás, pero en todo momento le miró con gran intensidad, de un modo que le ponía nervioso.
-Estoy espiándote desde que llegué a Carratraca hace tres días, buscando la ocasión de hablar contigo sin interferencias -aclaró Cesi-, porque, como comprenderás, no iba a ir a la tienda, por las buenas. Y no es la primera vez; desde que cumpliste quince años, todos los años intento hablar contigo. He cogido el tren con ese objeto.
-¿Por qué se te ocurrió esa majaretá de que mi padre mató a tu madre?
Cesi suspiró y se pasó la mano derecha por la frente.
-Es la única explicación, Mariano. Entonces, yo no tenía más que doce años, era un niño y sólo pensaba en mi dolor porque mi madre me hubiera abandonado, de manera que me creí la historia que mi padre... nuestro padre contó. Pero he pasado toda la vida recordando aquel día y conservo los detalles de lo que ocurrió como si estuvieran en una película, claridad que se hace más luminosa con el paso de los años. Cuanto más lo pienso, más seguro me parece que la mató. Tu padre... papá, ¿no se comporta de un modo un poco raro?
Mariano se encogió de hombros. Por mucha antipatía que sintiera por su padre, no podía aceptar que fuese un asesino.
-Necesito tu ayuda, Mariano.
-¿Pa hundir a mi padre? Tú no estás bien del coco.
-Después de lo que te he dicho, vas a tener muchas dudas, hermanito, y me parece que si me ayudas en lo que quiero, y comprobamos la muerte o, por el contrario, descubrimos que estoy equivocado, entonces dejarías de dudar. Resulte lo que resulte, será mejor investigar para llegar a una conclusión. ¿No te parece preferible comprobarlo que dudar el resto de tu vida?
Mariano asintió.
-¿Qué te hace sospechar que la matara?
Cesi se humedeció los labios con la lengua y volvió a suspirar, retrepándose en el asiento.
-Aquel día, era mi cumpleaños. Había mucha gente en el molino...
-¿Festejasteis el cumpleaños en ese sitio tan estropeao?
-Entonces, era un sitio bellísimo. Imagina una casa de cuento de hadas, casi toda de madera, colocada encima de la mampostería del molino, con unas terrazas voladizas inmensas y llenas de flores; mi madre contaba que papá la mandó construir en su honor, para que fuera como uno de los escenarios teatrales donde la había conocido y de donde la había sacado para casarse con ella. Tras la desaparición de mi madre, papá se negó a vivir allí y la casa se vino abajo mucho antes de que yo emigrara a Francia. Lamentablemente, por aquellos tiempos yo no sospechaba de papá y no investigué antes de que ese sistio cambiara tanto; ha sido el paso del tiempo y la maduración personal lo que me ha permitido sacar conclusiones, porque lo que pasó aquel día me tortura casi todas las noches, ya que pienso que yo pude evitar el crimen.
-¿No pué ser que tú hayas ío adornando tu propio recuerdo?
-No, Mariano. Tengo los detalles aquí -se señaló la frente- como si los estuviera viendo y, además, mi hermana también estaba en la casa. Lo que yo no vi por mí mismo, fue ella quien me lo contó.
-A lo mejor, ella es la que te está enrollando con esa idea tan... tan estrafalaria.
-No. Mi hermana... nuestra hermana Juany es la persona más coherente y fría que puedas imaginar. En París se la respeta mucho.
-¿Por qué?
-Es realizadora de televisión; una de las mejores de Francia. Como yo estoy dándole la tabarra a todas horas con el asunto de nuestra madre, ella me dice siempre que deje de pensar en eso, porque lo importante es vivir y mirar hacia adelante, pero no lo puedo evitar, Mariano. El recuerdo de aquel día me obsesiona casi a todas horas; me recrimino por no haber acudido a ayudarla y por lo ingenuo que fui creyendo la historia que papá me contó, a pesar de lo que presencié.
-Exactamente, ¿qué pasó?
El jardín, adornado profusamente de flores y desde el que se podía contemplar un extenso panorama del valle, se encontraba lleno de gente, en su totalidad hermanos y parientes de Celso, puesto que los de Eugenia, su mujer, vivían en Motril, de donde ella era natural. Los dos hijos de Celso solían usar como zona de juegos el enorme y viejo local de tierra apisonada del molino, que había sido conservado con sus instalaciones y características centenarias, pero en ese momento estaba ocupado por dos grandes mesas para veintiséis comensales, y por tal razón el cumpleañero Cesi, su hermana Juany y otros cinco niños de su edad se hallaban reunidos en el dormitorio del muchacho y la terraza correspondiente. En Álora, Cesi y su hermana eran de los pocos de su generación que disponían de tocadiscos para su uso personal, lo que les había hecho muy populares y había ocasionado que muy frecuentemente sustituyeran los juegos por sesiones musicales, donde cruzaban pareceres sobre preferencias y cantantes favoritos. Sonaba una canción de Marisol, cuando llegó a sus oídos una discusión a gritos que tenía lugar en el jardín. "Otra vez", se dijo Cesi. Salieron los siete menores a la terraza para asistir desde la baranda al altercado; en aquel momento, Celso zarandeaba a Eugenia por los hombros, cerca del cuello, ella casi sentada en el brocal del pozo y con una expresión mezcla de ira y terror mientras gritaba, y él de pie, con los ojos como luminarias y las mandíbulas desencajadas por los insultos que profería mediante alaridos.
-¡Papá! -suplicó Cesi con un sollozo.
Celso ordenó imperativamente a sus hijos: "Meteros pa dentro, niños, que esto no es un espectáculo". Cesi notó que su hermana tenía los ojos acuosos y se mordía los labios mientras giraba el mando del tocadiscos para hacerlo sonar con el volumen máximo, de manera que tapara el jaleo del jardín. Cada vez que Celso y Eugenia discutían de aquella manera, Juany solía entristecer hasta bordear la histeria y, en los últimos meses, dos o tres veces la sonora discusión de sus padres se había interrumpido cuando la muchacha caía al suelo presa de convulsiones. Tales escenas estrujaban el pecho de Cesi con una congoja de la que siempre hallaba que tenía que evadirse; agradeció por ello que su hermana hubiera subido el volumen de la música, de manera que lo que ocurría abajo sólo alcanzaba sus oídos durante las breves pausas entre canciones.
Terminó la primera cara del disco y le dieron la vuelta. Cuando también la segunda cara llegó al último surco, Juany le dijo a su hermano que se estaba haciendo tarde para comer y decidió bajar para preguntar a su madre cuándo iban a hacerlo. Se encontró al pie de la escalera al mayor de sus tíos, que le dijo: "Tu padre tiene un problema, Juany. Comeremos más tarde. Seguid todos arriba y no bajéis: ya os llamaremos". La chica tardó unos segundos en obedecer, atraídos sus ojos por los confusos movimientos que observaba más allá de la puerta que comunicaba el vestíbulo con el molino, por lo que su tío le urgió: "Niña, sube de una vez, no te quedes ahí como un poste". Continuaron, pues, la sesión musical en el dormitorio de Cesi, que se interrumpió una hora y cuarto más tarde, cuando Celso, con gesto de desolación y los ojos llenos de lágrimas, y seguido de dos de sus hermanos, abrió la puerta.
-Hijos -dijo-, tengo que daros un disgusto. Vuestra madre nos ha abandonado.
La tensión que los dos muchachos habían soportado durante las últimas horas, se desfogó en llanto. Mientras los abrazaba, Celso masculló dirigiéndose a sus hermanos:
-¡Esa puta! Irse con ese francés, sin despedirse siquiera de los niños...
Parecía que a Cesi le hubieran cargado una mole sobre los hombros al decirle a Mariano:
-Fui tan tonto, que me lo creí. Tendría que haber bajado al jardín cuando los vi allí a los dos, al lado del pozo... Estoy seguro de que no habría pasado aquéllo.
-Pero nada de eso significa que mi padre matara a tu madre. Muy bien pudo ser verdad que ella se escapara...
-Nuestro coche estaba aparcado en el jardín y ninguno de los de mis tíos se había movido -aseguró Cesi-. Mi hermana los contó cuando papá nos dijo aquéllo, tratando de deducir las circunstancias en que se había marchado. Es decir ¿de qué manera bajó mi madre del molino?; tú conoces el sitio, es absurdo pensar que ella, que se vestía como una artista, porque lo había sido, con tacones de aguja y demás, recorriera ese camino de tierra cuesta abajo, tan largo, cargada con las maletas que él nos dijo que se había llevado, aunque después comprobamos Juany y yo que toda su ropa permanecía en sus armarios. Le señalamos el absurdo a papá dos o tres meses más tarde, y nos aseguró que el francés había llegado a la casa con su coche. ¿Cuándo, si ni Juany ni yo recordamos la llegada de ningún coche extraño, y la entrada al jardín y el arranque del camino se veían perfectamente desde mi terraza? Y... ¿sabes lo que hizo papá dos días después de que le preguntásemos?; mandarnos a Motril, con mi abuela. Nunca volvimos a vivir con él. Uno de sus hermanos, nos dijo una vez, en casa de la abuela de Carratraca, que papá no se sentía capaz de soportar el dolor ni la vergüenza de convivir con los hijos de la mujer que le había traicionado; tu abuela, que es también la mía, es la única persona de la familia que nos sigue tratando con cariño; los demás nos han evitado siempre. Por si no teníamos bastante trauma con creer que nuestra madre nos había abandonado, imagina lo que pudimos sentir a los doce y trece años que teníamos, sabiendo que tampoco nuestro padre nos quería a su lado. Un día me pilló en Álora, tratando de acercarme a ti, cuando tendrías unos tres años. Me dio una paliza de muerte y luego llamó a Motril para decirle a mi abuela que no volvería a mandarle ni una peseta para nuestros gastos si yo intentaba otra vez hablar contigo.
-¿Y tu sospecha -preguntó Mariano- no podría ser consecuencia del rencor porque él os apartara de tós nosotros?
-No, Mariano. Que nos apartara es, precisamente, lo de mayor significado; nuestros tíos nos hablaron de los convencionalismos de los pueblos, de la costumbre de envolver con un muro de silencio las vergüenzas y otras disculpas que no tienen ningún fundamento, porque, como sabrás, hay más casos en Álora de mujeres que abandonaron a sus maridos y no por eso echaron a los hijos de su lado. La realidad es que papá decidió alejarnos para que no husmeáramos por la casa. Seguramente, sus hermanos y él no habían conseguido disimular el enterramiento del todo y temía que lo descubriéramos. Quitándonos de enmedio y abandonando la casa, fingiendo que no podía vivir allí después de haber denunciado a la Guardia Civil el abandono de su mujer, como si no pudiera soportar la humillación que le había infligido una réproba, de acuerdo con los prejuicios pueblerinos, permitía que el paso del tiempo borrara las huellas del crimen. Y hay otra cuestión; según papá, mi madre se había fugado a París con un francés...
-¿Por eso emigrasteis allí?
-No exactamente. Fue un tío mío, hermano de mi madre, el que se ofreció a llevarnos, porque él tenía una pensión en París que le iba muy bien. Allí terminamos nuestros estudios y alcanzamos un buen nivel profesional; Juany destaca más que yo, pero mi trabajo de montador también es importante. Cuando llevábamos dos años en Francia, a mi hermana y a mí nos dio por ponernos a indagar entre la gente española. Mi madre no era una desconocida, cantaba muy bien y había tenido cierto éxito como folclórica antes de casarse con papá. Nos parecía lógico que fuera a los clubes de los emigrantes y que, alguna vez, le diera por cantar. Preguntamos y preguntamos, y nadie la había visto, a pesar de que algunos andaluces la recordaban de cuando cantaba en los teatros. Desde entonces, hemos hecho toda clase de cosas para tratar de encontrarla: poner anuncios en los periódicos, ir a programas de radio y hasta a uno de televisión, muy famoso, que se dedica a buscar a desaparecidos. Hemos gastado mucho dinero pagando a detectives privados, que no han dado con ninguna pista. Hace tres años que mi hermana sale en los créditos de algunos de los programas de mayor éxito en la televisión francesa, con su nombre y apellidos; ¿no sería lógico que mi madre tratara de ponerse en contacto con ella? Murió, Mariano, es la única explicación; papá la mató, la enterraron seguramente en el molino y su familia hizo un pacto para encubrir el asesinato. Necesito que me ayudes, por favor.
-¿De qué manera?
-Tú tienes la llave del molino...
-Puedo cogerla sin que se den cuenta. Casi nunca sube nadie por allí.
-Me quedan cuatro días de vacaciones, aunque pasado mañana, que es Nochebuena, tendré que estar con mi otra abuela, en Motril. Lo único que tienes que hacer tú es abrir y vigilar fuera, para que no me sorprendan. Todo lo demás lo haré yo...
-¿Cuál es tu plan?
-Buscar señales en el molino. Tiene que ser allí donde la enterraron. Si encuentro algo que me parezca significativo, escarbaré...
-¿Sabes la que me pué caer?
-Sí, por experiencia. Papá es...
-Pues eso... No sé, Cesi. Tó esto es demasiao fantástico.
-Por favor -insistió Cesi.
Por primera vez en los últimos seis meses, Mariano no se encontró ese fin de semana con Quini ni conquistó a mujeres que le doblaban la edad. Volvió a Álora en el mismo tren, junto a Cesi, que experimentó durante el viaje de regreso una metamorfosis sorprendente, pues se puso una peluca rubio platino, lentes oscuros y un bigote adhesivo. No subió al pueblo; esperó en su coche alquilado, aparcado junto al apeadero, que Mariano regresara con la llave.

-Según contaba la Lolita, -dijo Juanita la tabernera- Mariano ayudó a Cesi en su búsqueda toas las navidades consecutivas.
-¿Encontraron por fin la respuesta? -preguntó Antero.
-Lolita decía que no -respondió el tabernero-. Lo que sí afirmaba era que Mariano llegó a obsesionarse también con ese asunto, por la influencia de su hermano Cesi.
-Y usted, ¿qué piensa?
-No sé. Es un embrollo demasiao gordo pa mí. Los familiares de ésta -Felipe señaló a su mujer-, como la madre de Mariano seguía sin casarse legalmente, fueron una vez a hablar con Celso, pa que pidiera a los jueces la anulación de su matrimonio con Eugenia, ya que habían pasado una jartura años desde la denuncia por abandono. Celso les enseñó una fotografía de Eugenia con el francés y una carta, donde ella le decía que no tenía la menor intención de morirse y que había escrito al juez también, pa que supiera que estaba viva y que conservaba todos sus derechos sobre las propiedades.
-Entonces, no había muerto. No hubo asesinato.
-Pues eso era lo que parecía. Pero cualquiera puede escribir una carta imitando la letra de otro, ¿verdad?, y Celso pudo muy bien enseñarles una foto de antes, de cuando Eugenia era artista y viajó por el extranjero. A pesar de que nunca destacó, sí que estuvo varias veces cantando por pocos días en Francia y Alemania; imagina, con la vanidad de las artistas, la cantidad de fotos que tendría, paseando con sus compañeros de espectáculo por esos sistios.
Antero miró el reloj.
-Tienen que disculparme. Rosa me espera para tomar café.
-Osú, chiquillo -bromeó Juanita-, eres más cumplío que un baile en el palacio real. No pidas tantas disculpas. Tú, a lo tuyo.
La enrejada casona de la calle Empiná no se encontraba asediada por los vecinos como cuando Antero fue a Benaljazmín a investigar sobre las muertes de la Pleita y el Verraco. Debido a que Florencio no era alcalde ya, y no le esperaban los peticionarios ni los aduladores para abordarlo, la casa mostraba el aire apacible de cualquier vivienda del pueblo a esa hora, la de la siesta.
Florencio recibió a Antero con simpatía y el ceremonial propio de un político ante la prensa, producto del reflejo condicionado, lo que hizo sonreír al periodista. Rosa y él le esperaban ya en el salón, con el servicio de café dispuesto. Antero se obligó sólo a la cortesía de tomar un pequeño sorbo antes de preguntar:
-Cuando Lolita Clavel empezó a urdir la estafa, tú eras todavía alcalde, ¿no?
-Probablemente.
-¿No llegó a tus oídos nada extraño, nadie fue a tu despacho a quejarse?
-Ten en cuenta que para mis vecinos, Lolita era una santa hasta hace pocos días. No, no hubo ni la menor queja, todo lo contrario; venían a presionarme para que la invitara a presidir las ceremonias oficiales, como si fuera una alcaldesa bis.
-Y siempre iba en la cabecera de la procesión de San Miguel -añadió Rosa-, cosa que nos correspondía a Florencio y a mí.
-Yo se lo toleraba porque, de otro modo, me hubiera ganado muchas enemistades -aseguró el ex alcalde..
-Suponte tú, Antero -Rosa sonrió-; la gente afirmaba con tanta convicción que, cuando la Lolita iba al frente de la procesión, se desplazaba levitando, que yo llegaba a creérmelo algunas veces. Sabrás que en el pueblo tapizan las calles con romero antes de las procesiones de san Miguel y la del Corpus. Yo iba sólo un poco detrás de ella y, cuando oía decir esas cosas, me ponía a mirar los pies de la Lolita y, en ocasiones, me parecía que, cuando ella había pasado, el romero se quedaba tal como estaba, como si fuera volando. Dirás que soy una tonta, pero sea por autosugestión o por lo que se te ocurra, la cuestión es que, por lo menos en aquellos instantes, estaba convencida de que ella no pisaba el suelo.
-Pues voy a tener que llegar a creer que de verdad esa mujer es una santa, puesto que conozco a pocas personas más escépticas que tú.
Rosa sonrió.
-La verdad es que me molesta la credulidad y esas chalaúras, pero ha tenido que haber una especie de alucinación colectiva con la Lolita en Benaljazmín, Antero, porque eso de la levitación es lo menos importante que se decía.
-¡Y tanto! -se adhirió Florencio-. A mí me llegaron a pedir en tres o cuatro reuniones que solicitase al obispo que la beatificara o le concediera cualquier clase de título religioso. Imagina, yo, un político agnóstico, metiéndome en honduras eclesiásticas.
En el resto de la conversación, hasta el momento en que Rosa se disculpó porque tenía que ir a abrir la tienda, Antero constató que la pareja no aportaba nada nuevo a su reportaje. Halló en la salida de Rosa la excusa para despedirse de Florencio.
-Voy a intentar hablar con el padre Zambomba.
-¿Tienes cita con él? -preguntó Florencio.
-No, pero quiero pillarlo con tiempo, antes de que se le ocurra ponerse a confesar o meterse en una partida de dominó en la taberna.
-Si nos vemos a la noche, recuérdame que te cuente sobre Lolita algo que no he querido contarte delante de Rosa.
-¿Es relevante?
-En cierto modo. Pero es una escena que me llevará tiempo describirte.
-¿Vengo a buscarte a las siete?
-No estaré. Tengo que bajar un ratillo a Málaga. Pasaré por la taberna cuando vuelva.
-Allí te esperaré.
El padre Zambomba tardó en responder la llamada a su puerta. Igual que la primera vez, cinco años atrás, abrió cubierto sólo por la camiseta, abultada por la panza que había originado el apodo, y el calzoncillo. Se había desfondado apreciablemente; ya era un verdadero anciano. Achicó los ojos y le dijo:
-Tú no eres del pueblo.
-Estuvimos hablando hace cinco años, ¿no me recuerda?
-¿El periodista que vino por lo del Verraco? ¿Tú cuál eres, el que no escribió más que tonterías o el que nos ayudó a seguir adelante?
-Creo que el segundo.
-¡Ah, sí! Te llamabas... Tienes un nombre poco común.
-Antero Noble.
-¡Eso es! Digo, cómo me habré olvidado, si hasta compartiste mi mesa.
-Los mejores huevos fritos con morcilla que he probado nunca.
-¿De veras? A que adivino por qué vienes... ¿Lolita Clavel?
-Sí.
-Todos son calumnias.
-Padre, esta mañana, unas veinticinco personas me dijeron en la taberna que han perdido millones por su culpa. En concreto, nueve con los que voy a encontrarme mañana en el corral de Azucena Flores, dicen que sus pérdidas pasan de cinco millones.
-Maldades, calumnias nada más.
-¿Está seguro?
-Completamente.

A sus treinta y ocho años, Lolita Clavel había alcanzado el equilibrio. Cierto que sufría el asalto de las tentaciones, pero ¿quien no tenía tentaciones? El padre Zambomba la había ayudado a conseguir un estado de conformidad consigo misma que le permitía afrontar el día a día sin remordimientos.
Otra cosa eran las noches, las frías y heladas noches en la soledad tétrica del dormitorio, donde cada sombra era una insinuación de la puerta del infierno.
Treinta y ocho años de soledad y no tenía claro si era o no voluntaria. Pocos hombres la habían cortejado; sólo dos del pueblo. Ignoraba por qué se desalentaban tan pronto, ya que ninguno de los romances duró más de una semana y jamás hombre alguno le había hecho propuestas subida de tono. Mejor, eso era una bendición, tenía que valorarlo como una coraza protectora que el cielo le proporcionaba. ¿Que no se atrevían a acercársele?, ¿que la veían como algo inalcanzable, demasiado sublime para sus esquemas? Todo ello era beneficioso para su tránsito a la gloria, porque era verdad que estaba fuera del alcance de las miserias del mundo. ¿Cómo iba a permitir ella, Lolita Clavel, la honra más firme de Benaljazmín, que las percudidas y pecaminosas manos de un hombre tocaran su piel?
La virtud era su patrimonio, aquélla que habían glorificado dos milenios de tradición cristiana. Se miró al espejo antiguo, de cuerpo entero, que su madre había heredado de la abuela; desató el mantón de Manila con que cubría los dos tercios inferiores, con lo que habitualmente evitaba verse el cuerpo con objeto de evitar las tentaciones. Ahora se concedió la licencia de contemplarse de pies a cabeza, en ropa interior, una mujer todavía jovial, nada ajada, salvada de la decadencia física por la luz santa que reflejaban sus ojos. ¿Tenía algún hombre derecho a sobar esas piernas con las peores intenciones? ¿Tenía ninguno de esos lascivos pecadores derecho a apretar esos pechos, aún turgentes? ¿No era su cuerpo un sagrario, tal como decía el padre Zambomba?, un sagrario que no podía ser mancillado por la perversidad de los deseos de los varones. ¿Cómo podría haber dado alas a cualquiera de los rondadores de antaño para que recorriera su viente con la mano o quién sabe con qué?, ¿o para que acariciara su cuello y sus hombros con la lengua, embadurnándola de la viscosidad repugnante del pecado?, ¿o para que intentase arrebatarle lo más sagrado, aquéllo que la distinguía de sus vulgares vecinas?
Sin poder evitarlo, su mirada se desvió como otras veces hacia el reflejo de la cama, cuyo cabecero de madera estaba rematado en las esquinas por dos columnitas coronadas por perinolas, demasiado parecido el conjunto a aquéllo. Enderezó la cabeza con un movimiento brusco del cuello. Ah, no debía pensar en esas cosas, ni siquiera podía dedicar un segundo al vuelo de la imaginación.
Como de costumbre, notó que las bragas se le habían humedecido, tanto, que tendría que cambiárselas antes de acostarse. Se lavó en el bidé, secóse con cuidado de no manosearse excesivamente y se embutió unas bragas limpias, y luego el camisón.
Aunque rezó un rosario entero, le costaba dormir. Era por la culpa no mitigada con la confesión esa tarde, dado que el padre Zambomba no confesaba los martes ni los jueves; la culpa de no haber reprimido a tiempo la mirada, que, antes de que ni siquiera hubiera tenido tiempo de darse cuenta, se había cosido a la entrepierna del Verraco cuando subía la cuesta pedaleando en la bicicleta; el vaivén de los muslos permitía apreciar con claridad el bamboleo del masivo órgano de la perdición de tantas mujeres, como si ese hombre llevase un enorme embutido a todas horas escondido en el pantalón. Su entrepierna constituía un grave peligro para las conciencias, pues la había obligado a confesarse veces incontables durante los últimos veintitrés años, casi toda la vida. A pesar de que estaba casado y tenía un hijo, debía ser desterrado del pueblo, obligado a exiliarse y, tal vez, enclaustrarse en un monasterio, donde no representara una tentación permanente. Desde la inundación, el Verraco había perdido mucho de su atractivo legendario, por lo abrumado que estaba siempre, ya que la cooperativa agrícola era obra suya, toda su vida, y había quedado en la ruína, pero, aunque la preocupación le ajase, continuaba siendo un imán del pecado, un reto incluso para una virtud tan sólida como la suya. ¡Cuántas veces no le había pedido al padre Zambomba que encontrara la manera de que el Verraco abandonase Benaljazmín!, y siempre respondía el sacerdote con una sonrisa más desdeñosa que indulgente.
Al despertar al amanecer, Lolita sabía que el Verraco había recorrido gran parte de sus sueños, pero no recordaba de qué modo ni haciendo qué; lo que estaba claro era que tenía que volver a cambiarse de bragas.
Tras asearse, bajó a la panadería. El compromiso familiar consistía en atender el negocio todas las mañanas, las horas de mayor trajín, las que la artritis que su madre padecía no era capaz de soportar; por la tarde, María la del Bollo, sentada tras el mostrador en su butaca vienesa, podía sobrellevar aceptablemente el lento e irregular chorreo de compradoras. Pero Lolita continuaba viendo en los cestos y en los estantes falos donde sólo había barritas de pan. Toda la vida en la panadería, y no había conseguido librarse de tal espejismo, el último de los bastiones que el pecado encontraba en su ánimo.
Siempre dejaba preparadas un par de bragas sobre la cubierta de la cama, por si tenía que subir deprisa a cambiárselas. Menos mal que el padre Zambomba le había dicho infinidad de veces que no se preocupara por eso, que una cosa era tener espejismos y otra recrearse en ellos. Con tal de que no se abandonara a las fantasías que los panes le sugerían, no tenía que mortificarse.
A media mañana, entró Tomasa la Canastera:
-Lolita, ¿puedes fiarme una viena grande?
-¿No mejoran tus cosas?
Cuando fue a responder, la voz de Tomasa se quebró con un gemido. Compadecida de su angustia, dijo Lolita:
-La inundación os ha dejado a todos los de la cooperativa hechos polvo, ¿no? Tendríais que denunciar al Verraco.
-No digas eso, Lolita; él ha hecho mucho bien en este pueblo.
Lolita reprimió el impulso de soltar las diatribas que le retorcían el pecho. Apretó un instante los labios y trató de dulcificar la voz:
-Vamos a ver, Tomasa; ¿sólo necesitas el pan?
Ahora, la Canastera lloró abiertamente.
-¿Qué más necesitas, Tomasa?
-Por lo menos, una docenilla de huevos, pa darles a mis niños bocadillos de tortilla; es que anoche no tuve qué darles de cena.
-¿Y nada más?
-Yo...
Lolita cogió una bolsa de plástico, metió la pieza de pan, los doce huevos y un salchichón fresco de la Hoya.
-Aquí tienes, Tomasa. Ponle salchichón a la tortilla, que así tendrá más alimento. Y, mira, te voy a prestar quinientas pesetillas. Te daría más, pero es que no quiero que mi madre me arme la bronca. Ya sabes tú cómo es ella... y no está bien.
-Gracias, Lolita; eres una santa.
La hija de la panadera sonrió dulcemente. Haber cumplido uno de los mandatos de Dios, el ejercicio de la caridad, constituía un lenitivo para las cicatrices de su alma.
Con las trancas y barrancas de costumbre, sorteando con fortaleza las tentaciones que los panes/falos le inspiraban y habiéndose cambiado de bragas tres veces esa mañana, llegó la hora del almuerzo sin otros percances. Se impuso la penitencia de no comer en la sobremesa más que un trozo pequeñísimo del pastel de almendras que su madre había cocido la noche anterior, a pesar de que se trataba de su postre predilecto, así como la de no dormir la siesta. Había mucho que hacer en la parroquia: faltaban sólo dos semanas para la fiesta de san Miguel y tenía que poner a punto los ornamentos de la procesión, la cruz guía, los signos bordados en terciopelo, las ánforas y floreros del trono, la ropa del santo, abrillantar las potencias y dar un repaso a los cabezales de los varales. Como todos los años, sólo podía contar con alguna que otra adolescente que llegara a ayudarla de manera ocasional, porque todas aquellas veleidosas perdían el fuelle muy pronto, seducidas por los señuelos del Maligno.
Esa tarde, fueron dos las personas que acudieron a colaborar: Pepita la del Guardia y su novio, dos buenos muchachos. El chico la ayudó a limpiar uno de los cabezales de bronce y la chica zurció con arte aceptable la túnica de encaje del santo. Lolita se hallaba recosiendo los bordados del manto, cuya rigidez hacía que se desprendieran del terciopelo todos los años un poco más; estaba sentada en una silla de aneas, en el rincón junto a una ventana mejor iluminado por la luz del día; el manto le cubría las piernas y reposaba en parte también en el suelo, cubierto alrededor de la silla de cajas abiertas de embalar para que el terciopelo no se manchase de polvo. Dado que la pareja de jóvenes le inspiraban la suficiente confianza, Lolita laboraba con mucha concentración, lo bastante abstraída para no pensar en nada más y evitar así los malos pensamientos. Como no prestaba atención a la conversación de los muchachos, tardó en reaccionar y sólo giró la cabeza hacia ellos cuando habían pronunciado ya su nombre unas cuantas veces.
-¡Lolita!
-¿Qué?
-¡Estás volando!
-¿Qué?
-Mira el manto de san Miguel y tu silla. ¡Estás en el aire!
El contraluz de la ventana la dotaba de un nimbo sobrenatural, con la incidencia del sol sobre el pelo que lo convertía en oro tan refulgiente como el del bordado del terciopelo, que flotaba en torno a Lolita, perdido todo el peso. La pareja se arrodilló frente a ella, con las cabezas hundidas sobre el pecho.
Esa noche, medio Benaljazmín acudió a la panadería. Durante horas en largas colas, todas las mujeres querían que Lolita tocase la frente de sus hijos.

-Es una santa, Antero -repitió el padre Zambomba.
-Oiga, padre, estamos a punto de llegar al fin del milenio. Usted no creerá esas cosas en serio.
-Los designios de Dios son inescrutables.
-Estoy seguro de que la fantasía de aquellos muchachos...
-No, Antero. Sé que no eran fantasías. Yo mismo he visto infinidad de cosas que me he callado, porque los servidores de Dios Nuestro Seños no debemos alentar las histerias del pueblo. Lolita posee en vida el aura de la santidad. Es una elegida.
-¿Una elegida para apropiarse de los bienes ajenos usando el nombre de Dios en vano? -ironizó el periodista.
-Te repito que se trata de calumnias. El otro es el culpable.
-¿Quiere decir Mariano González?
-El mismo. Es un degenerado. Un fulano que se dedicó una pila de años a sacarles el dinero a las mujeres a cambio de favores sexuales. O sea, un chulo con todas las letras, lo más repugnante que puede ser un hombre. Si el párroco de Álora no me lo hubiera mandado aquel día para que tratara de que no siguiera chantajeando a su padre, no hubiera ocurrido esta calamidad.
-¿Chantajeaba a su padre?
El párroco consultó el reloj.
-Sí, ya te contaré. Oye, discúlpame, tiene que haber lo menos media docena de feligresas esperando que las confiese, y todavía tengo que cambiarme de ropa. Si quieres, esta noche o mañana seguimos hablando.
-Trataré de verlo esta noche en la taberna.
-No, hoy no puedo ir a la partida. Terminaré tarde. Mejor mañana.
-De acuerdo. ¿Mañana tiene también que confesar?
-No.
-Entonces, si no lo encuentro por la mañana, trataré de pillarlo después de la reunión en casa de Azucena Flores.
El periodista cruzó la plaza de Arriba hacia la taberna. A pesar de que sólo comenzaba a decaer la tarde, Ciriaco el Fraile le esperaba ya.
-¿Quieres que vayamos a mi casa -le preguntó Ciriaco-, para que cuelgues tu ropa y tomes una ducha?
-No, Ciriaco. Tengo que tratar de hablar con Florencio. Hemos quedado citados para esta noche, aquí.
-Pero podemos volver más tarde. No vamos a quedarnos en la taberna una pila de horas, como si fuéramos un par de borrachos. Venga, vamos a la casa, deshaces el equipaje y, luego, nos damos un garbeo por Carratraca. Nos espera una persona que, a lo mejor, puede ayudarte con tu reportaje.
-¿Quién es?
-Ya lo verás -respondió el Fraile con una sonrisa enigmática.
Sólo necesitó Antero diez minutos para ordenar sus cosas. Llegaron al balneario de Carratraca cuando faltaba una hora para cerrar.
-¿Por qué en un balneario, Ciriaco? -preguntó Antero mientras el Fraile cerraba el coche.
-Por un lado, si no has estado nunca te va a sorprender este sitio. Por el otro, el que vas a conocer no quiere que lo vean hablando con un periodista en la calle. El encargado del balneario se ha comprometido a no hablar a nadie del encuentro.
El edificio neoclásico de piedra parecía más bien un palacio que un manantial de aguas termales. Un anticuado zaguán con mucho sabor daba paso al vestíbulo, del que partían largos pasillos a derecha e izquierda. Las paredes del vestíbulo estaban cubiertas de viejas fotografías, dedicadas, de grandes personajes del siglo XIX y principios del XX, como la emperatriz de Francia Eugenia de Montijo o el político Cánovas del Castillo, quienes, según les informó con orgullo el recepcionista, habían sido clientes habituales del balneario, lo mismo que otros muchos personajes de la nobleza española, europea y rusa. Había pocos bañistas en las cabinas, pero, contrariamente a lo que esperaba Antero, después de desnudarse ambos, Ciriaco no le franqueó la entrada de ninguna de ellas, sino que lo precedió pasillo adelante hacia un patio interior ocupado por una piscina, circular, rodeada de una especie de templete que la hacía parecer el baño privado de un emperador romano. Sólo había un hombre dentro del agua, un cincuentón con muy buena apariencia y formidable estado físico.
-Te presento a Cesi González -dijo Ciriaco, mientras se introducía en el agua tibia y le invitaba con un gesto a imitarle.
-¡El hermano de Mariano González! -exclamó Antero.
Cesi sonrió mientras asentía.
-Nos conocemos hace una pila de años -informó Ciriaco-. Representa a la cooperativa en París.
-¡Es verdad, Ciriaco! -dijo Cesi-. ¡Cómo ha pasado el tiempo! Hace ya doce años que nos conocimos en Motril, cuando fuiste a comprar los plantíos de aguacate. Fíjate, lo que empezó por una casualidad, ha acabado siendo la mejor amistad que tengo en España.
-¿Sigue usted viviendo en París? -preguntó Antero.
-Sí, pero creo que podemos hablarnos de tú, ¿verdad?
-¿Estás de vacaciones?
-No exactamente. Voy a permanecer en Carratraca hasta que se aclaren las cosas. Tengo que cuidar de mi hermano.
-¿Crees, entonces, que la estafa ha sido iniciativa de Lolita Clavel?
-No hay otra explicación -apuntó Ciriaco.
-Estoy convencido -afirmó Cesi-. Tal como está ahora, a mi hermano le faltarían agallas para hacer una cosa así.

A partir de la revelación del tren, Cesi y Mariano compartieron durante años incontables sesiones de excavación en el molino. Dado que sus esfuerzos no llegaban a verse coronados por el éxito, Cesi fue viajando desde París cada vez con mayor frecuencia. Nunca pasaban más de tres o cuatro meses antes de que volviera para indagar durante varias noches.
-¿La querías mucho, no? -le preguntó Mariano, desviando la luz de la lintera del foso a la cara de su hermano.
-Con toda mi alma, Mariano, por eso me tortura tanto lo que ocurrió aquel día de mi cumpleaños. Era diferente de las madres de mis amigos; su pasado de artista la hacía distinta; se vestía de otra manera, tenía otros gustos, se arreglaba, ya sabes; no recuerdo haberla visto nunca con el menor descuido en su aspecto. El pelo, magníficamente peinado; la cara, siempre de punto en blanco, aunque no se pintaba exageradamente; su ropa era la más bonita de Álora y de toda la Hoya.
-¿Fue importante como artista?
-Creo que no mucho. Si no, no se habría casado con papá.
-Si no fuera tan sieso, Papá tiene que haber sido un hombre atractivo.
Cesi sonrió.
-Pero no tanto como para que una artista famosa se casara con él a pesar de que su fortuna no fuera gran cosa. Si no se hubiera casado, a lo mejor mi madre podría haber llegado a ser famosa, pero la verdad es que no lo fue. Su nombre artístico era Eugenia Larios... y no cantaba mal. Entonces, yo creía que cantaba mejor que todas las artistas que salían en la radio. De mayor, con mi trabajo en la televisión y el entendimiento que dan los años, sé que era una artista del montón que pudo haber triunfado más por su belleza y su personalidad que por su arte, lo que no le impedía ser una mujer maravillosa y la mejor de las madres.
Como tantas otras noches, tampoco ésa descubrieron lo que buscaban, aunque elegían con cuidado donde explorar con el pico y la pala, a veces a dúo pero siempre era Cesi quien más se afanaba; cualquier desnivel del suelo impregnado de alpechín, el menor rastro, alentaba las esperanzas de Cesi. Luego, tras cada nuevo fracaso, rellenaban el hueco, lo apinosaban y disimulaban los signos de que alguien hubiera escarbado, por si a Celso le daba por acudir al molino, lo cual sucedía muy raramente.
Mariano mantenía el escepticismo del primer día. Creía que su hermano actuaba impulsado por una sospecha sin fundamento, como demostraban los resultados infructuosos de las pesquisas, sin contar su convicción íntima de que Celso González no podía haber asesinado a su primera esposa, pero, inesperadamente, le había cobrado afecto a Cesi. En realidad, lo quería mucho y le asaltaba con frecuencia la idea de emigrar a París para vivir con él, a pesar de que Cesi le desalentaba con la afirmación de que emigrar era cosa del pasado y que ahora las cosas eran Francia casi iguales que en España. Y había otra pega: Mariano estaba ganando cada vez más dinero, no sólo en aquel pub donde le llevara Quini, sino también en diversos locales de la costa, lo que había conseguido ocultar ante Cesi contándole una historia fantástica sobre un supuesto empleo de vendedor inmobiliario. A sus veinticinco años, hacía dos que había dejado de trabajar con su padre en la tienda, disponía de un apartamento alquilado en Málaga, donde dormía la mayoría de las noches, un guardarropa envidiable y, por fin, y tras usar durante tres años una modesta moto comprada de segunda mano, conducía una motocicleta que todo el mundo se paraba a admirar cuando la aparcaba delante de los locales donde realizaba sus cacerías de cuarentonas adineradas. Continuaba manteniendo la apariencia de residir en la casa familiar de Álora sólo porque ello le permitía seguir ayudando a Cesi en el molino.
Una noche de viernes, fue abordado en la barra del pub por una mujer que tenía poco en común con las habituales del lugar. Rubia, muy atractiva y bien vestida y, sobre todo, mucho más joven.
-¿Eres gigoló? -le preguntó con un acento que parecía francés.
-Un poco -respondió Mariano con sonrisa de complicidad.
-¿Caro?
-El más caro de este sitio, pero con motivo, ¿no crees? -mientras hablaba, Mariano alzó un poco los codos y se exhibió de pie, dando una vuelta completa-. Aunque supongo que sabrás que lo barato sale caro, ¿verdad? Mira aquél de allí, tan guapo, que parece un artista de televisión. Cobra la mitad que yo, pero no se le levanta ni con una palanca.
La rubia sonrió.
-¡Ya lo sé por experiencia! -afirmó.
-Pues, entonces, ¿vamos?
-No se trata sólo de mí -informó la francesa-. Tenemos que esperar que llegue una amiga.
-¿Un "menage a trois"? -preguntó Mariano-. Eso es un poco más caro.
-No es exactamente un "menage a trois".
-Ah, ¿no?
-Se trata de que lo hagamos nosotros solos, pero con ella mirando. Supongo que no te importará.
A Mariano le flaqueó la voz al responder:
-Por supuesto que no.
Media hora más tarde, llegó la otra mujer. Tenía unos cuantos años más y aspecto hombruno. Tras examinar con atención la manera como las dos se saludaban y su conducta en el taxi que les llevó al hotel, Mariano sacó la conclusión de que se trataba de una pareja de lesbianas, pero se cuidó de hacer ningún comentario que desvelase que lo había descubierto. Ya en la habitación del hotel, tuvo que soportar los tediosos preámbulos, puesto que ellas parecía indecisas. Miró el reloj de manera ostentosa, para que comprendieran que él era un profesional y tenía limitado el horario.
-Voy un momento al baño- dijo la mayor.
En cuanto se ausentó, la rubia sonrió a Mariano y le guiñó el ojo derecho.
-Vamos a desnudarnos -dijo.
Cuando ya estaba en la cama abrazado a ella y comenzaba su actuación, Mariano oyó el roce de los pasos de la otra sobre la alfombra. Notó que se había sentado en un sofá, muy cerca de la cama, y sintió que perdía concentración. Caramba, ¿qué pasaba? El pene languidecía sin haber llegado siquiera a penetrar a la rubia. Tenía que recuperar la erección cuanto antes. No lo conseguía. Trató de representarse imágenes mentales: aquel revolcón con dos rusas en Fuengirola, la norteamericana que le había regalado un anillo de oro después de hacerle el beso negro y una felación, la noche con la actriz venezolana y su marido bisexual, la multitudinaria orgía en un yate de Puerto Banús, la valenciana que le había mordido hasta el pensamiento... y, sobre todo, los duces amaneceres con Quini, esa extraña parte de su emotividad sobre la que no quería especular. Pero no valían las fantasías; algo impedía que funcionara su bien engrasado mecanismo. Giró la cabeza hacia la mujer sentada en el sofá; había en sus ojos más ironía que complacencia. ¡Se había dado cuenta de que tenía dificultades! La escena no podía terminar así. Lo intentó durante media hora, hizo con la rubia la mayoría de cosas que Quini le recomendaba que no hiciera nunca, como lamerle la vulva e, incluso, el beso negro, pero resultaba meridianamente claro que ella exigía la erección. A lo mejor se trataba de una mantenida, una heterosexual que había aceptado la relación lésbica por dinero; a fin de cuentas, una simple prostituta hambrienta de pene. Desalentado, intentó animarse con la mano y tampoco lo consiguió.
Cabizbajo, se vistió en silencio, rechazó el dinero acordado y se marchó con el ánimo más sombrío que recordaba haber padecido. Con toda clase de rodeos, se lo contó en el pub a Quini, cuando éste regresó de una de sus salidas.
-No te preocupes, Mariano. A todos nos pasa a veces.
-A mí no me había pasao nunca.
-Pero, vamos a ver. ¿No te parece natural que se te afloje con otra tía observándote?
-Ya había tenío antes experiencias de esa clase.
Quini sonrió.
-Ea, no te preocupes más. Mira, aquélla quiere guerra. Ve con ella y pórtate como el macho fogoso que sé que eres.
Falló con ésa y con otra más. Tres salidas y tres fracasos. Esa noche no volvió a intentarlo.
Cuatro meses más tarde, contabilizaba con desconsuelo algo más de un cincuenta por ciento de encuentros fallidos. Sabía que el rumor corría por todos los locales que frecuentaba. Una noche, tras la retahíla de lamentaciones de casi cada día, le dijo Quini:
-Oye, que no te estás muriendo ni nada por el estilo, hombre. El mundo no se ha acabado. Deja de deprimirte.
-¿Qué puedo hacer?
-Hay tíos que les pasa éso más o menos a tu edad y, como es natural, no se trata de decaimiento físico, sino de aburrimiento, porque esta vida nuestra tiene todas las pegas que conoces de sobra: Las tías dominantes que se comportan como brujas autoritarias, los olores que nos toca soportar con tanta frecuencia, lo que nos obligan a hacer, la posesividad de gachonas que creen que porque nos pagan tienen derecho a todo y, además, que lo que queremos todos nosotros, en el fondo, es estar con mujeres de nuestra edad que no nos exijan más de lo que nosotros les exigimos a ellas, que sean decentes y que se comporten como novias formalitas. O sea, ser como la gente corriente y moliente. Muchos de los chulos que conozco se retiran antes de los treinta. Fíjate, yo, que tengo treinta y dos, ya estoy un poco pasado de rosca; por suerte, todavía no me pasan esas cosas, porque tomo toneladas de vitaminas, como cojonudamente, me harto de frutos secos, voy al gimnasio, no bebo casi nada y llevo una vida muy sana; espero aguantar hasta los treinta y cinco, que es cuando proyecto abrir un bar, al ritmo que van mis ahorros. A lo mejor ha llegado tu hora de cambiar de actividad.
-No sé hacer otra cosa, Quini. Estoy jodío. Si me meto a trabajar de peón o cualquier cosa así, no podría mantener mi nivel de vida, y no soporto la idea. Se me caería la cara de vergüenza con mi padre si tengo que decirle que quiero volver a trabajar con él.
Quini calló durante varios minutos, sin parar de mirarle. Tras lo que parecía indeterminación, preguntó:
-A ver, Mariano. ¿Por qué no intentas... cambiar de bando?
-¿Qué quieres decir?
-Conozco algunos hombres de mediana edad que pagan muy bien. Yo me lo hago con ellos de vez en cuando, sólo de tarde en tarde, ya sabes.
-Coño, Quini, cómo se te ocurre... Una cosa es practicar este oficio que a la mayoría de la gente le parece lo más asqueroso del mundo, y otra cosa es meterme con maricones.
-Oye, sin insultar. No se trata de maricones, sino de padres de familia muy decentes que desean de vez en cuando probar otras posibilidades. Precisamente, esta noche tengo una fiesta...
-¿Una fiesta, Quini? ¿No me prometiste el otro día que esta noche nos iríamos de discotecas a ligar, como si fuéramos dos amigos normales?. Coño, es que parece que te hubieras aburrío de mí por lo cateto que soy.
-No digas tonterías, Mariano. Tú eres y serás siempre mi mejor amigo, pero el negocio es el negocio. Me han invitado a una fiesta de tíos forrados.
-¿Sólo tíos?
-Sí. La da el dueño del Hipermercado del Disco, ¿sabes quién te digo?
Mariano asintió.
-Va a haber un ballet rosado junto a la piscina. Han invitado a la mayoría de los gigolós que conocemos. No te había dicho nada porque te conozco muy requetebién y sé del pie que cojeas. Es que a veces, parece que no llevaras casi ocho años en esto y que estuvieras todavía encerrado en tu pueblo, al pie del arado.
-¿Pagan por ir?
-Cinco mil. Luego, si hay cama, cada interfecto endiñará las doce correspondientes, mínimo. Anímate.
El chalé había sido erigido en la cima de una colina que dominaba un amplísimo panorama de la bahía, el paisaje reproducido hasta el infinito en las postales, con el puerto y el paseo arbolado, la plaza de toros y las interminables playas. Había ya muchos en el jardín, unos veinte hombres mayores, todos cubiertos de shorts, y doce o catorce jóvenes, éstos desnudos completamente.
-Vamos a desnudarnos, Mariano -le dijo Quini al oído-. Según el material que hay, arrasaremos.
En efecto, cuando volvieron al jardín, la mirada de todos los mayores se volvió hacia ellos. Quini poseía un cuerpo que le habría permitido actuar de modelo, una actividad no muy bien pagada en la ciudad; tenía fuertes piernas, vientre plano, pecho muy trabajado en el gimnasio y brazos llenos de protuberancias musculares. Sin embargo, Mariano notó que le miraban más que a su amigo. Se lo habían dicho tantas veces, que había dejado de darle importancia; no tenía una musculatura tan definida como la de Quini, pero resultaba mucho más seductor. "Como un futbolista", le decían. Sus enormes muslos cubiertos de vello castallo era la parte de su cuerpo que más elogiaban las mujeres que le pagaban. El pene, que en reposo presentaba un volumen considerable, emergía de una abundantísima maraña de vello castaño oscuro. Como solía ocurrir, se le endureció un poco al saberse contemplado y admirado.
Fue llegando el resto de los invitados, más gigolós que hombres maduros, y el dueño de la casa, ayudado de otros dos, encendió el fuego. Sin transición, la cena a base de carne a la parrilla fue seguida del baile. Ninguno de los discos que sonaron era de música discotequera, sólo canciones antiguas, de las de bailar agarrados. Mariano se cobijó en un rincón del jardín para tratar de eludir al hombre barrigón y pecho peludo que no paraba de sugerírsele. En la plataforma de baldosas de barro situada entre la piscina y la casa, bailaban unas catorce parejas intercambiando besos, mordiscos y caricias, todos los shorts abultados por las erecciones y unos cuantos muchachos con el pene dispuesto. Algunas parejas habían desaparecido ya dentro de la casa.
El barrigón velludo descubrió el escondite de Mariano. Se disculpó con la mirada por la insistencia y le habló claro: "Mira, sé que no soy ningún adonis, pero tú me vas cantidad. Veinte mil pesetas" Mariano asintió; el espectáculo del baile le había causado cierta excitación, y confiaba que ello le hubiera predispuesto a afrontar lo que tuviera que afrontar. Mas el efecto se esfumó en cuanto se encontró en la habitación a solas con el hombre desnudo; bajo la panza, colgaba en medio de una especie de cortina de estopa un pingajo largo y fino que no sería capaz de tocar ni a cambio de un millón de pesetas. Pero veinte mil eran veinte mil. Se tendió en la cama y permitió que el barrigudo lo sobara todo lo que quisiera. El comprador utilizó su amplio repertorio de trucos que parecía dictado por la experiencia, con las manos, la boca y los glúteos, pero Mariano permaneció tan inconmovible como el peñón de Gibraltar. Al final, y seguramente porque temía una probable reacción violenta, el hombre le pagó lo acordado, lo que no anuló el desaliento de Mariano.
Esa madrugada, comunicó a Quini que desistía. Dejaría la prostitución en todas sus variantes, pero necesitaba urgentemente encontrar otra actividad igual de lucrativa.
-A la tarde hablamos -dijo Quini entre sueños, dándose la vuelta en la cama.
Comieron en un merendero de la playa de El Palo y luego le pidió Quini subir en moto a Gibralfaro. Sentados en el mirador que se asomaba sobre el puerto, le dijo:
-Mira, Mariano, a veces hago ciertos trabajillos extras. Nunca te lo he contado, porque no te convenía saberlo por razones de seguridad; ya sabes, por si alguien te venía con preguntas indiscretas y se te escapaba algo. Hay en Málaga unos cuantos tíos que se están forrando con el matute; parece cosa de dos reales, pero son millones y millones. Yo tengo ganas de abrir por fin mi propio negocio porque un bar es la mejor tapadera pa el contrabando y lo otro, pero, por ahora, tú me llevas ventaja; con la moto que tienes, poniéndole de esas maletas metálicas que les cuelgan a los lados, podrías hacer algunos trabajillos delicados, de los que más rinden. Si tienes cojones y estás dispuesto, no te vayas esta tarde a Álora. Quédate, y esta noche trataré de presentarte a un tío...
De ese modo, se integró Mariano en una amplia red de correos, formada por jóvenes motorizados que recibían encargos ocasionales. Tuvo que invertir doscientas mil pesetas en la compra de un teléfono móvil, porque tales llamadas podían producirse en los momentos más inesperados. Pero el rendimiento de los tres o cuatro encargos que recibía por mes no igualaba el que antaño conseguía con las mujeres. Descubrió, alarmado, que los ahorros disminuían.
Por otro lado, Quini estaba dándole de lado. Mariano reconoció que ya no era un compañero tan agradable como antes, su nerviosismo y su preocupación tenían por fuerza que haber cansado a Quini, que había alquilado su propio apartamento y le había dejado a él solo en el que antaño compartieran y cuyo precio comenzaba a resultarle difícil de pagar. Aún así, se decía que Quini era buena persona y que toda la culpa era suya. Un hombre se convertía en un medio hombre si su pene dejaba de ser infalible.
Dos años después del gatillazo con la francesa, se encontraba una tarde en el apartamento, recostado en el sofá, solo, mirando distraídamente la televisión y preguntándose qué podía hacer para que los ahorros recuperasen el nivel que le proporcionara la tranquilidad. Hacía mes y medio que no había recibido encargos, y el dinero se le escapaba de las manos como el agua. Pensó contárselo todo a Cesi y pedirle que le permitiera vivir con él en París, pero desechó la idea, porque su hermano se mostraba cada vez menos dispuesto a concedérselo. Un pensamiento le llevó al otro; Cesi aseguraba que su padre había asesinado a su primera mujer; aunque no hubieran encontrado las pruebas, había certezas: la pelea junto al pozo, las manos aferradas al cuello, los gritos y la desaparición posterior de la madre de Cesi. ¿Era suficiente? Sí, posiblemente bastaría mencionar tales sucesos para amedrentar a Celso González. A fin de cuentas, la tienda iba muy bien, seguía siendo la más próspera del pueblo.
En el primer momento, Celso reaccionó como de costumbre: gritos, amenazas de romperle la cara a puñetazos y amagos de volver a descolgar el bastón de acebuche. Pero Mariano encontró por la mañana, sobre la mesilla de noche, un cheque de cien mil pesetas firmado por su padre.
Cuando Celso le dio el séptimo cheque de cien mil pesetas, le dijo:
-He estado hablando con el párroco sobre las sospechas de ese malahora de hermano tuyo. Me ha dicho que vayas a hablar con un tal padre Zambomba, en Benaljazmín. Él sabe algo que creo que te conviene saber.

-Mi hermano estaba desesperado, Antero -dijo Cesi-. y te aseguro que por sórdido que te parezca lo que hizo durante su juventud, es un buen muchacho, un tío la mar de desprendido, simpático y buena gente. Un día...
El relato de Cesi fue interrumpido por el encargado del balneario.
-Señores, tenemos que cerrar. Vayan vistiéndose, por favor.
Cuando se hubieron vestido los tres, pidió Antero:
-¿Podemos seguir hablando en algún bar?
-Lo siento, Antero. Mi abuela tiene casi noventa años, pero se mantiene muy lúcida. Todo el mundo cuenta por estos andurriales que hay un periodista husmeando en el asunto de Lolita Clavel y como mi abuela sabe que su nieto ha estado cinco años liado con ella, imagina el disgusto que se llevaría si se entera de que me he puesto a hablar con un periodista. Si quieres, vuelves mañana al balneario, y te cuento el resto.
-No podré.
-¿Por qué? -preguntó Ciríaco algo amoscado, puesto que parecía impaciente por complacer a Cesi.
-Voy a reunirme después del almuerzo con nueve damnificados en casa de Azucena Flores.
-Ah, sí -confirmó Ciriaco-. Todo el mundo en Benaljazmín habla de esa reunión.
-Bien -concedió Cesi-. Si os parece bien, os espero pasado mañana, en el mismo sitio y a la misma hora.
-Preferiría que fuera sobre mediodía -opuso Antero.
Tras una corta duda, Cesi asintió.
Durante el viaje de vuelta, comentó Ciriaco
-Como te habrás dado cuentaa, Cesi quiere a ese desgraciado del Mariano más de la cuenta. Dicen que el amor es ciego, y es verdad, porque el gachó se las trae. ¿Sabes cómo llegó a Benaljazmín la primera vez?
-Sí, ya me lo han contado.
Esperaron en la taberna de la plaza de Arriba la llegada de Florencio, pero a medianoche les respondió Rosa por teléfono que no había regresado aún de Málaga. Durante la conversación con Ciriaco, Antero volvió a constatar lo mucho que echaba de menos al Verraco, su amigo de toda la vida. Por alguna incomprensible razón, Ciriaco parecía depositar en Antero el afecto que había sentido por el amigo ausente.
-Florencio no va a a venir a estas horas, Antero. Vámonos a casa, echamos un cigarrillo en el huerto pa que la Mari no nos coja y luego nos pegamos un lingotazo de whisky, ¿de acuerdo?
-Vale.
Aunque sentía sueño mientras escuchaba cortésmente los lamentos de Ciriaco por su nostalgia del Verraco, más tarde le costó dormirse. La otra visita a Benaljazmín le había confundido hasta el punto de creerse incapaz de realizar su trabajo, pero habían pasado cinco años y ya era un periodista con razonable experiencia y celebrada capacidad de síntesis. A pesar de ello, volvía el sentimiento de incapacidad por lo confuso que era el embrollo de Lolita Clavel. ¿Tenía algo obnubilador ese valle encajonado entre montañas, donde el olfato y la vista se exaltaban hasta extremos insólitos y el pensamiento se volvía perezoso?