viernes, 20 de agosto de 2010

LOS TERCIOS DE OMAR CANDELA. XXV Pasodobles


XXV – Pasodobles

-Esa niña me gusta pa ti -dijo la madre cuando volvían al hotel, en el coche del Cañita.
-A mí también, mamá.
-¡Qué pena que vivan tan lejos! -lamentó el apoderado.
-¿No decía usted que los toreros no tenemos casa?
-¡Niño! -protestó la madre.
-Voy a procurar conseguir muchas novillás en los alrededores de Valladolid. A mí también me vendrá muy requetebién.
-Sí -afirmó la madre-, ya he notao que Isabel le da picores.
-¡Urticaria! -bromeó el Cañita- ¿Sabe usted, doña Carmen?, la soledad es mu mala.
-¡Po anímese!
-Tengo quince años más que ella, doña Carmen.
-¿Y eso qué es? Échele valor, don Manuel, que las mujeres entedemos de mujeres. Usted le interesa.
-¿Usted cree?
-¡Digo!
Manuel Rodríguez sonrió ante el gesto de la madre de Omar, un mohín de convicción senequista e inapelable, sabio como la experiencia del tiempo. Carmen estaba dotada del tinte matriarcal que adoptaban muchas mujeres andaluzas que, por el trabajo de sus maridos, se veían aupadas a la dirección efectiva de la hacienda y vida de sus hogares, y por ello, y sin más nociones que las proporcionadas por las visicitudes cotidianas, se conducían con sabiduría. ¿Tenía razón? ¿Podía Isabel sentir alguna clase de inclinación por él? De ser así, sería un regalo inesperado para una vida que, desde que enviudara, había considerado extinguida.
Dada la modestia de donde habían dormido la noche anterior, el apoderado les obligó a cambiarse a un hotel más cómodo. En el que eligieron, no disponían de habitaciones dobles. Ocuparon tres individuales.
Cuando se quedó a solas, habiendo recuperado el ánimo, Omar sintió el peso de los doce días de ayuno. Bastó pensar en ello para que rebrotara la erección, casi dolorosa de tan rígida, que no había tenido durante los últimos días, al menos en estado de vigilia. La dureza palpitante y apremiante que emergía del calzoncillo lustrosa y agitada por la urgencia, le desvelería. ¿Qué podía hacer? No conseguía dormir; era demasiada excitación, y no sólo sexual. Todo se había solucionado cuando creía que estaba acabado: Carmen le había prometido, con una sonrisa de comprensión, no hablarle al padre de la gonorrea, el Cañita volvía a estar de buenas y se mostraba mucho más confiado que nunca en relación con su porvenir taurino, había tenido el mayor triunfo de su carrera, tres orejas y un rabo, y de nuevo era un hombre con lo que tenían que tener los hombres. Dio vueltas y más vueltas sobre la cama, lanzando patadas a la sábana porque de repente sentía mucho calor. ¡Es que hacía mucho calor! ¿No estaría la calefacción encendida? Alzó la cabeza para mirar hacia el radiador y en ese momento se abrió la puerta. No recordaba haber encendido la luz, pero la habitación se encontraba fuertemente iluminada.
Muy sonriente, entró una mujer con el índice sobre los labios, indicándole que callase. Tenía los ojos azules, muy claros, animados por una risa maliciosa y cómplice; el pelo era negro como el carbón; la boca, con su permanente sonrisa, igual que un pastel de fresas; un cuello longuíneo y alabastrino como el de una diosa, servía de basa al óvalo estatuario de su cara. Lo más sorprendente era su ropa: Una especie de túnica de tisú plateado de seda, larga hasta los pies y cegadora de tan resplandeciente, muy escotada, dejando apreciar buena parte de los pechos y dibujando con nitidez los relieves y profundidades del vientre y el arranque de los muslos, sensuales y provocativos. No usaba zapatos. Bastó un suave tironcito de algo como un cordón que tenía en el hombro, y el vestido cayó al suelo, revelando una desnudez carente de ropa interior propia de la estatua más idealizada. Sin dejar de sonreir de aquella manera, que era como si ambos participasen en un delito y hubieran sellado un pacto, entró en la cama y se puso a horcajadas sobre sus caderas. Omar observó que no tenía el slip, pero no recordaba cuándo se lo había quitado, tan grande era su sopresa y tan intensa su anticipación. La penetración fue instantánea, muy profunda, y lo que aquella mujer tenía en la vagina no se parecía a todas las que había conocido hasta entonces. Había dentro algo como dulce de algodón, cuyos hilos cosquilleaban cada uno de los poros del pene enhiesto; se trataba de un placer enloquecedor, más allá de todo lo imaginable, pero contrariamente a su costumbre y a pesar de los doce días de ayuno, no se produjo el primer estallido, el aperitivo con que empezaban todas sus relacione sexuales, y consiguió resistir. El placer era absoluto, como si tuviera consciencia de todas las moléculas del pene por separado y todas ellas se agitasen en un océano de felicidad.
Ella se movía con extrema lentitud, como si no pesara y flotase en el aire. Bombeaba, se retorcía, agitaba la vulva para hacerla chocar una y otra vez contra su pubis, pero lo hacía muy parsimoniosamente, arriba y abajo, izquierda y derecha, círculo, y sus movimientos se parecían a los de Greta cuando flotaba en el agua, con la misma cadencia ondulante a causa del movimiento de las olas, pero más lentos. Parecía que la brisa fuese la que regía y originaba sus movimientos.
La penetración se prolongó un tiempo increíble; le parecieron horas y más horas, y cuando el orgasmo alcanzó a Omar, lo hizo sin violencia, sin sudor, sin ruído, un orgasmo que descendió en seísmos por la nuca, estremeció sus vértebras y repercutió en sus caderas como el movimiento telúrico que acompaña el estallido de un volcán. Mientras saltaba el río de lava, supo que que sus muslos, glúteos y vientre eran tranqueteados por las convulsiones, pero ni siquiera esto modificó la postura ni el plácido gesto de la mujer. Acabadas las sacudidas, ella lo contempló con la misma mirada de comunión, de intimidad solidaria, como si pudiera comprender cómo era cada una de sus sensaciones y las compartiese. Sacudió un poco más la pelvis y estrujó la vulva, para extraerle las últimas gotas, y con la misma suavidad, se retiró de él.
No las había escuchado entrar, ni siquiera las había visto, pero ahora había otras dos mujeres muy semejantes a la primera, aunque su ropa no era de tisú de plata sino de gasa transparente muy vaporosa, la de la izquierda, azul y la de la derecha, celeste. Ésta con el mismo dorado color de pelo que Marisa y la otra, morena como el azabache de los alamares del vestido goyesco que el Cañita le señaló una vez en el museo taurino, prometiéndole que antes de los veinte años vestiría un traje igual en la corrida goyesca de Ronda. Con idéntica suavidad y con sonrisas como las de la primera mujer, que ahora no sabía dónde se encontraba, se acercaron a la cama y se soltaron los vestidos, también mediante el cordoncito del hombro; tampoco usaban ropa interior. Salvo por el hecho de que sus caras eran diferentes, sus cuerpos parecían gemelos: Enormes pechos erguidos, como si tuvieran éter en el interior que los hiciera levitar; caderas redondas, piernas tersas como el cristal, cinturas breves, hombros y brazos sinuosos. Giraron al unísono, con acompasamiento de ballet, para que pudiera recrearse en la contemplación, y avanzaron de nuevo hacia la cama. En vez de situarse encima, se arrodillaron en el suelo y, una a cada lado, se pusieron a chuparle los pies. Vio que el pene comenzaba a recuperar la rigidez, todavía morcillón pero moviéndose visiblemente hacia la plenitud. Cuando las dos mujeres llegaron con sus labios a las caderas, la erección era de nuevo completa y en unos instantes llegó a ser aún más vigorosa que la de antes, más férrea; ellas siguieron avanzando hacia arriba sin tocar ni prestar atención al pene, y ahora, además de lamer, le daban suaves mordisquitos por el pecho, los costados, las axilas y el cuello. La de la izquierda le mordió los labios y lo besó de tal manera, que intuyó que podía absorber todo su interior, mientras la de la derecha le mordía un pezoncillo y le apretaba el otro delicadamente con la mano. Abandonado al delirio de tales caricias, no advirtió que la primera había vuelto a subirse a la cama y de nuevo se produjo la penetración; en vez del dulce de algodón de la primera vez, lo que sentía ahora se parecía más a pulpa de fruta, cálida pero exquisitamente blanda y acariciadora. Sentía la presión, pero no opresión. Sentía placer, pero no apremio. Se movía con la misma lentitud y levedad, pero cada una de las acometidas de su vulva se extendía en oleadas electrizantes que le alcanzaban hasta las uñas de los pies y el pelo. Curiosamente, sentía por separado los tres placeres: El que le proporcionaba la que estaba penetrando, el del beso y el del mordisco en el pecho. Sintió algo más; una lengua le lamía el cuello y la nuca, pero no tenía ni idea de en qué momento habría entrado la cuarta mujer, ni siquiera sabía qué ropa llevaba, el color de su cabellera ni su aspecto.
El placer alcanzaba todos y cada uno de los rincones de su cuerpo, los hombros, las yemas de los dedos, la punta de la nariz, las rodillas, los tobillos y la planta de los pies; un placer tan definitivo, que no sólo no le urgía alcanzar el orgasmo sino que ansiaba que pudiera retardarse eternamente.
Comprendió que tal cosa era imposible cuando empezó a sonar en su cabeza una especia de melodía escuchada en un prado, lejana, interpretada por un caramillo. La intensidad del sonido fue aumentando y se convirtió primero en música de violines, a los que después se sumó un piano y, más tarde, era un enorme órgano de catedral que hacía vibrar las paredes y, al añadirse las campanas que tocaban a gloria, volvió a funcionar el surtidor, un géiser tan impetuoso, que tenía, por fuerza, que haber llegado a lo más profundo de las entrañas femeninas. El semen se mezcló con la pulpa de fruta, componiendo una masa gelatinosa y cálida que al deslizarse y caer por toda la longitud del pene era como si lo acariciaran millones de suavísimas plumas.
Ahora se habían puesto las cuatro de pie, dos a cada lado de la cama. Sonreían con la misma placidez que la primera tras el orgasmo anterior, y todas parecían comprender e interpretar sin ningún género de dudas el alboroto de las moléculas de su sangre. Notó que entraban más personas y, por un momento, sintió angustia. Tres nuevas mujeres, cubiertas de túnicas de satén blanco, y dos hombres, éstos completamente desnudos. No deseaba que hubiera hombres en la habitación, mas ello ignoraron su presencia en la cama. Se parecían a los actores de las películas de romanos, no tenían vello en el cuerpo, ninguno, ni en el pecho ni en los brazos, ni en las piernas, y su pelo colgaba en guedejas amarillas onduladas. Tomaron a dos de las nuevas mujeres, les arrancaron a jirones las túnicas y las penetraron de pie, instantáneamente, obligándolas a apoyarse contra la pared. La tercera de las recién llegadas, se aproximó hasta él, se izó en la cama, le forzó a alzar los hombros casi hasta quedar sentado y se introdujo en el espacio resultante, obligándolo a echarse de nuevo, ahora sobre su regazo. Inclinó el torso hacia su cara, ofreciéndole los pechos para que él los lamiera.
Los dos hombres comprimían con demasiada violencia sus glúteos, el movimiento de sus caderas era casi brutal, de manera que las dos mujeres levitaban entre ellos y la pared, elevándose a cada acometida, pero sin quejarse. Todo ocurría en un silencio extraño. Los pechos llegaron a presionar sobre su rostro y dejó de ver tanto a las dos parejas como a las cuatro mujeres que continuaban de pie a ambos lados de la cama. Cegado por la extraordinariamente cálida masa de carne, ahora ya no era capaz de entender lo que ocurría. Sentía bocas múltiples sobre el escroto, sobre el pene, que, increíblemente, estaba aún más rígido que las otras dos veces; sobre el vientre, entre las piernas, en el ombligo. Parecían cientos de bocas las que besaban, chupaban y mordían las piernas, los muslos, los brazos, los músculos dorsales, el pecho. Las lenguas que se agitaban dentro de sus orejas podían hacerle perder la razón; ambas bocas abandonaron las orejas para lamerle el cuello y morderle, mientras otra boca lo besaba introduciendo la lengua casi hasta la garganta. Sentía ahogo sin ahogarse. Sus estertores no eran de sufrimiento, sino de arrebato intergaláctico. Perdió la noción de lo que estaba arriba y abajo, ni siquiera sentía la presión de su cuerpo contra la sábana, porque le parecía estar suspendido en el espacio, y la fuerza que le hacía levitar era la succión de las bocas, una de las cuales se tragó el pene. La inmersión fue tan repentina y tan profunda, que sintió los labios de esa boca jugar y aprisionar el vello púbico.
Sí, de alguna manera, las cinco mujeres le sostenían en el aire, aunque no fuera capaz de sentir las manos que sujetaban y alzaban sus miembros, porque su atención estaba completamente obnubilada por la caricia profusa y múltiple de los labios. Ahora ya sentía las bocas incluso en los glúteos y en la espalda, sin dejar de sentirlas en la cara, el cuello, el pecho, el escroto y el pene. Tras los párpados cerrados, vio una luz que fulguraba lejana y que se iba aproximando muy lentamente. El resplandor no cegaba, pero la luz era la más intensa que había contemplado jamás, como si fuese capaz de mirar cara a cara al sol. Sabía que esa luz iba a acompañar el estallido de semen, que sentía avanzar a través de todas las terminales nerviosas, y sabía también que el surtidor alcanzaría tal fuerza, que podía llegar al techo. Pero se retardaba, iba a demorar minutos, tal vez horas, un tiempo sublime transcurrido el cual se desintegraría su cuerpo, porque era imposible que nadie pudiera sobrevivir a tanto placer.
Avanzaba la luz y, ahora, sentía juguetear una lengua en su ano, como hiciera aquel travesti con el cual le gastó el Cañita la peor broma que recordaba. Simultáneamente, dos bocas degustaban cada uno de sus testículos y otra succionaba el bálano como si se tratara de un tornado. Quiso gritar, rogarles que le permitieran llegar al estallido de la luz, pero tenía la boca ocluída por otra lengua y otras dos bocas mordíam con fuerza sus tetillas mientras otra más le mordía el ombligo.
"Parad, por favor, o llevadme a la gloria de una vez"
Entonces, ocurrió. Primero fue un remolino de estrellas de colores sobre la luz que avanzaba. A continuación, cada una de las estrellas estalló en puntos pirotécnicos. Siguió la explosión de una supernova que lo cegó completamente, aunque estuviera con los ojos cerrados.
En ese instante, comprendió que se encontraba suspendido en el aire sin la ayuda de las cinco mujeres. Efectivamente, flotaba, con los pies y la cabeza un poco caídos y las caderas emergidas, alzadas hacia un punto del infinito donde alguna fuerza sobrenatural había concentrado todo el placer del universo. El estallido de la supernova resultó insignificante, comparado con la prodigiosa cascada de semen que flotó en el vacío y se alzó como si no existiera gravedad.
No se agotaba. Fluí a y fluía, el surtidor blanco se elevaba hacia alturas incomprensibles y volvía a caer sobre su vientre con abandono ingrávido. Era tan definitivo el placer, que ahora rugió. Fue un bramido mucho más intenso que el de un toro, como el de cien toros, que resonó en ecos pasillo adelante, más allá de la puerta.
Fue su propia voz lo que le hizo despertar. Repentinamente a oscuras, no comprendió lo que sucedía, pero las convulsiones que todavían agitaban su vientre le hicieron volver a la realidad. Pulsó el interruptor de la luz. El semen de doce días de ayuno empegostaba la sábana, las piernas, las manos y formaba una especie de laguna en su ombligo que abarcaba buena parte del vientre.
Sin poderlo evitar, soltó una carcajada.
Se escucharon carreras en el pasillo y, a continuación, sonaron golpes apremiantes en la puerta y la voz del Cañita:
-Niño, abre, ¿qué te pasa?
Omar asomó únicamente la cabeza para asegurarse de que el apoderado estaba solo, ya que le parecía haber escuchado las carreras de varias personas en dirección a su habitación.
-¿Qué te ha pasao, por qué has gritao de esa manera?
-Un sueño namás, don Manuel. Y dése usted cuenta si no era verdad lo que le había dicho del ayuno de doce días. Mire.
Señaló su vientre y sus mulos bañados de semen, descolgándose en gotas copiosas que caían sobre la moqueta.
-¡Osú, niño! Tú no eres un hombre, eres el milagro del maná en el Sinaí.

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