viernes, 30 de julio de 2010

LOS TERCIOS DE OMAR CANDELA. Séptima entrega


IX – Tanteo

-Mira quién está allí -indicó el Cañita.
-¿Quién?
-La noruega de Vélez, allí, en medio de sol, en el cinco, ¿la ves?
-No. ¡Joé, sí!
-Ésa ha venido por ti.
-Antes, soy capaz de enrollarme con la travesti. ¿Usted sabe, don Manuel, cómo jode esa tía?
-Puedo imaginármelo por la que se armó. Bueno, ¿cómo te sientes hoy?
-Regular, don Manuel. ¡Tengo un queso!
-¿Por qué no descargas un poco, antes del paseíllo?
-Ya no me van esas cosas, don Manuel. De pronto, no comprendo cómo he podido meneármela tanto los últimos cuatro años.
-¿Podrás aguantar hasta el final de la novillá, con todas esas tías gritándote piropos?
-¡Qué remedio!
-¿Seguro?
-¡Que sí!, que ya no soy un niño, joé.
"Los toreros están obligados a madurar pronto", pensó el Cañita. Pero Omar Candela era un niño todavía, con los emperramientos propios de la infancia. Emperramiento que su libidinosidad tan desmesurada convertía en inaguantable. Lo de la tradición de que los toreros no tuvieran sexo antes de las corridas había dado resultado; el chico parecía haberlo asimilado. Tenía que inventarse otras tradiciones semejantes, falsas, por supuesto, pero que produjeran el mismo efecto, porque el chiquillo tenía magníficas hechuras y podía malograr el futuro con los ardores de su entrepierna, que le quitaban concentración la mitad de los días de entrenamiento. Era natural que hubiera tantos toreros que se casaban jóvenes. Antes de ser mentalmente hombres del todo, se encontraban en el centro de una corte de aduladoras, que lo primero que ensalzaban eran sus atributos, tan notorios por lo ajustado de los trajes de luces, dispuestas a comérselos vivos y eso no hay cuerpo que lo resista. Claro que Omarito no podía casarse todavía, no antes de, por lo menos, dos o tres años más. Si aquella muchacha de Valladolid se pusiera a tiro... Y si también se pusiera a tiro la tía...
El alguacilillo estaba preparado. Había llegado la hora.
Salvo por el hecho de que las miradas, los guiños y los apretamientos de tetas de Magrit ocasionaron de nuevo que gritaran bromas en los tendidos sobre los embutidos que Omar guardaba en la taleguilla, la tarde nerjeña fue distinta de la de Vélez, ya que no tuvo que padecer el tormento de que le devolvieran un novillo a los corrales. Tampoco cortó dos orejas, sólo una en el primero, pero dio la vuelta al ruedo en los dos. El triunfador de la tarde fue uno de Estepona, que salió a hombros.
-Van a dar una fiesta en el ayuntamiento, niño, y no podemos faltar -dijo el Cañita.
-Pero ¿no quería usted que me encamara con la guiri?
-Lo dije sólo para que te serenaras, a ver si no pensando tanto en el sexo al dejarlo para más tarde, conseguías dejar de estar empalmado todo el rato y no te estorbaba el bulto a la hora de matar. A esa tía no puedes volver a follártela, a pique de que te meta otra vez en un escándalo. Mira, Omarito, iremos a la fiesta municipal, porque a partir de ahora tendremos que hacer muchas relaciones públicas, y luego, cuando la fiesta termine, te llevaré donde la Nancy. Has estado muy bien esta tarde.
-¿Ahora está más convencío de que llegaré a figura?
-Sí, hombre.
Era la primera vez que el Cañita usaba esta expresión al hablarle, le había llamado "hombre" y hasta ayer mismo sólo le llamaba "niño". Estaba progresando. Omar Candela sonrió, tratando de escamotear el gesto a la mirada de su apoderado para que no le preguntara el motivo de la risa. En cuanto empezara a salir regularmente en los periódicos y en la televisión, llegaría la hora de darle a la niña de Valladolid la lección que merecía. No conseguía comprender por qué necesitaba tanto tomarse la revancha por lo ocurrido en el tren, por qué se acordaba todos los días de Marisa. Encontraría la manera de vengarse.
Aunque iba con ropa de calle, la gente lo reconoció en el recorrido entre la plaza y el ayuntamiento. Ésta sí que era una novedad, más todavía que el hecho de que el Cañita le hubiera llamado "hombre". A pesar de que predominaban las muchachas jóvenes que le gritaban "¡guapo!", muchos hombres lo jalearon y varios llegaron a exclamar algún "¡Olé, maestro!"
En el ayuntamiento siguieron aclamándolo, aunque no tanto como al esteponero, que era el centro de la fiesta.
-¿Tú también eres malagueño? -le preguntó una señora que podía tener unos treinta y tantos, o cuarenta, muy bien vestida y perfumada, que no hablaba andaluz.
-Sí, de Cártama.
-¡De Cártama! -exclamó la mujer, como si el dato tuviese especial significación.
-¿Conoce usted gente de allí?
-Oye, no me hables de usted, que no soy tan carroza. Sí, conocí una vez a un cartameño donde vivo, en Valencia, hace muchos años. Trabajaba en nuestro hotel. Pero también me han hablado de los hombres cartameños algunas amigas.
-¿Sobre qué?
-Uniendo lo que mis amigas me contaron y mi propia experiencia con aquel muchacho, una llega a la conclusión de sois un tanto especiales.
-No comprendo.
La dama no aclaró más. Presentaba una expresión curiosa mientras miraba distraídamente el gentío que llenaba el patio de estilo andaluz, tratando todos de llenar las copas de vino de Cómpeta; una expresión que parecía revivir un recuerdo muy placentero, acaso muy feliz, que chisporroteaba en el brillo de sus ojos. El novillero buscaba desesperadamente algo que decir, porque le agradaba estar conversando con aquella señora tan elegante, pero no se le ocurría nada
-Ven un momento, Omar -le dijo el Cañita-, que el alcalde quiere decirte una cosa.
Volvió la cabeza hacia la valenciana, tratando de que entendiera que debía esperarle porque deseaba continuar hablando con ella o, más exactamente, escuchándola.
-Tienes muy buenas hechuras -elogió el alcalde-. Viéndote torear esta tarde, no he parado de acordarme de Antonio Ordóñez. Te felicito. Me parece que vamos a tener pronto una figura malagueña en las plazas de toda España.
-Gr... gracias -murmuró Omarito, casi atragantado por su propio pavoneo.
-Voy a tratar -dijo el alcalde-, de que te metan en el cartel de este año de la feria de Nerja.
-¡Muchas gracias! -exclamó el Cañita, viendo que a su pupilo no le salían las palabras.
Cuando se apartaron del alcalde, el Cañita preguntó:
-¿Sabes con quién estabas hablando?
-¡El alcalde! A ver.
-No, niño. Me refiero a la gachí, aquélla tan elegante que está allí, en el rincón, con la mujer del consejero.
-Me ha dicho que es de Valencia.
-Su marido tiene un montón de hoteles. El mejor hotel de por aquí es suyo también. Veo que empiezas a tener buen olfato a la hora de hacer amistades.
-Yo... no...
-Me vas a decir que ha sido ella la que ha empezado la charla. ¡Me lo figuro!, porque tú no vas pa Castelar. Lo que trato de decirte es que me parece muy bien que le des conversación a esa clase de personas.
Omar notó que la valenciana le estaba mirando y, más por lo bien que le hacía sentir que por los consejos del Cañita, fue hacia ella.
-¿Conoces a mi amiga? -preguntó la dama.
-No... tengo... el gusto.
-Es la esposa del consejero -Omar inclinó la cabeza a modo de saludo-, pero también es valenciana como yo. Llevamos diez minutos discutiendo a propósito de ti.
-Y... ¿cuál es el motivo de la discusión?
-Ya te lo diremos. Ven con nosotras arriba, que te vamos a enseñar el despacho del alcalde. Es muy bonito, ya verás -Omar notó que guiñaba el ojo izquierdo, disimuladamente, en dirección a la otra mujer y como si quisiera que él no lo adviertiera-. Mi amiga se llama Pilar y yo, Quimeta.
Hablaba y gesticulaba muy suavemente, con desenvoltura mundana pero sin agresividad; al novillero le seguía pareciendo que el brillo de sus ojos reflejaba recuerdos añorados, ironía, picardía y muchas cosas que no sabía explicarse. Las dos mujeres subieron la escalera por delante de él y ya no pudo remediar lo de siempre; el bamboleo de los dos pares de nalgas a la altura de sus ojos, unido a la estela de perfume caro que iban dejando, tuvo el efecto que era previsible y ello lo sumergió en el sonrojo de costumbre; ellas iban a notar el abultamiento del pantalón y él no sabría dónde meterse.
-¿Qué te parece, Omar? -preguntó Quimeta señalando con la mano el perímetro del despacho.
-Mu bonito.
En realidad, el joven no estaba en condiciones de apreciar la calidad de la decoración.
-Hemos hecho una apuesta Quimeta y yo -dijo Pilar-. ¿Querrás ayudarnos a descubrir cuál de las dos gana?
-¿Qué tengo que hacer?
-Bajarte los pantalones.
Omar sonrió jubilosamente. En ese terreno se sentiría más confiado.
-¡Eso está hecho!, a ver -declaró, haciendo lo que se le pedía.
-¡Caramba! -exclamó Pilar-. El chico no necesita estímulo.
-¿Qué te decía yo?
-Pero, ¿tú crees?
-Te digo que sí.
Omar no comprendía de qué iba el juego. Quimeta estaba rebuscando entre los objetos colocados en el escritorio del alcalde y en los cajones de una mesa axuliar. Sintió que Pilar situaba la mano encima de la protuberancia del calzoncillo.
-¿Qué tendría que hacer para que esto alcance todo su esplendor?
-Como no quite usted la mano, va a ver usted esplendor y fuegos artificiales.
-¿Como en las fallas?
-¡Y con surtidores luminosos! A ver.
-Pues entonces, no la quitaré -dijo Pilar entre carcajadas, mientras apretaba y acariciaba el bulto.
-No siga usted, si no quiere tener que llevar ese vestido tan bonito a la tintorería.
-¡Es verdad! Ya está, Quimeta, mira.
-Aguanta un poco, que no la encuentro -pidio la hostelera-. No vaya a explotar el muchacho y se le afloje.
-Tiene que haber una por ahí -afirmó Pilar.
Quimeta se mostraba impaciente, pero parecía ser por la necesidad de volver en seguida a la fiesta, para que la ausencia no fuese advertida. Por más que rebuscaba, no aparecía lo que estuviera buscando, y Omarito conservaba en el vientre la calentura de las dos horas de corrida con las tetas estrujadas y los lameteos de los labios de Magrit y las apreturas de la taleguilla. En el momento que Pilar bajó la mano un poco hacia el escroto cubierto por el calzoncillo, le flaquearon las piernas y contuvo el rugido, pero no pudo contener el manantial que se derramó por las perneras del calzoncillo muslos abajo.
-¡Ay, qué pena! -murmuró Pilar, con decepción-. Ya no hay nada que hacer, Quimeta, déjalo, no busques más. Mira el niño.
Quimeta observó los grumos blanquecinos que se deslizaban por las piernas y sonrió.
-¡Eso es una erupción, y no la del Vesubio! -alabó.
-La apuesta se ha quedado sin ganadora -se lamentó Pilar.
-¿Qué le vamos a hacer? Otra vez será.
-¿Qué pasa? -preguntó Omar.
-Que al correrte -informó Pilar-, no podemos comprobar lo que habíamos apostado.
-¿Ne... necesitan ustedes que me... empalme otra vez?
-No te esfuerces, muchacho -dijo Quimeta con dulzura-. Ahora ya será imposible.
-¿Imposible? A ver.
Sintiéndose más seguro y ya definitivamente en su terreno. Omarito se quitó los calzoncillos, los hizo un gurruño, enjugó la chorrera de semen y se puso en jarras.
-¿Podría levantarse la falda una de ustedes? -preguntó.
-¿Cuál de las dos prefieres? -preguntó Quimeta.
-Usted. Siéntese en esa butaca y súbase el vestido, que yo la vea.
-Está bien, de acuerdo -aceptó Quimeta-. Pilar, búscala tú, que conoces mejor que yo este despacho.
-Debe estar por aquí -dijo Pilar señalando los estantes y las puertas correderas del mueble que había tras el escritorio, puertas que abrió, poniéndose a rebuscar dentro.
Quimeta se acomodó en la butaca frente a Omar y levantó despacio la falda del vestido. Tenía muslos un poco gruesos, pero firmes y bien formados, enfundados en medias oscuras, que emergían provocativos e incitadores de unas bragas de satén de color salmón con mucho encaje y puntillas, sobre una vulva voluminosa que el brillo del tejido marcaba reveladoramente. Omar no tuvo apenas que acariciarse. Siete minutos después del orgasmo, volvía a presentar una erección tan firme como de costumbre.
-¡Mira, Pilar! -alertó Quimeta- ¡Lo que yo te decía! ¿Has encontrado la regla milimetrada?
-Sí, aquí está -respondió Pilar-. Pero ese aparato no puede medir más de veinte centímetros. No hay penes de más de veinte centímetros.
-¡En Cártama, sí! -afirmó Quimeta con mucha convicción, mientras se arrodilladaba al lado de Omar-. Ven a medirlo.
Mientras Pilar se acercaba con la regla de plástico, Quimeta despegó el pene que estaba rígidamente adosado al vientre y lo situó con la palma de su mano en una posición cómoda para ser medido. Pilar puso la regla a lo largo del falo y exclamó:
-¡No lo puedo creer, veintitrés efe!
-¿Veintitrés efe?, ¿qué quieres decir?
-Efe de falo y veintitrés de cifra para la historia. ¡Has ganado!
En ese instante, se abrió de par en par la puerta y entró distraídamente el alcalde mirando hacia alguien que venía detrás. Al ir a indicar algo a su compañante, volvió la cabeza y se encontró con el cuadro. Omar de pie, en jarras, presentando armas, Quimeta, arrodillada, sosteniendo el arma y Pilar, en cuchillas, calibrando el arma. Tras la expresión de sorpresa y un instante de vacilación, el alcalde soltó una carcajada y dijo:
-Ya veo que queréis regalarle un traje de luces a Omar Candela y estáis tomando medidas.
El que llegaba detrás del alcalde, un gaditano que era compañero del marido de Pilar, comentó:
-Pues si el sastre tiene en cuenta esa medida concreta, quedará la mar de lucido y las mujeres no van a dejarnos a los hombres entrar en las plazas de toros.

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