domingo, 25 de julio de 2010

LOS TERCIOS DE OMAR CANDELA Segundas 10 páginas


II- Burladero

Volvían de Alcázar de San Juan con mucha pena y ninguna gloria. La pena de los pitos y los seis avisos, reforzada por el dolor del puntazo que el bicho le había endiñado en la cadera, y la gloria de cuatro meses de anhelos, preparativos y esperas, junto con otros siete meses de novilladas donde no cobraba, desvanecida por el atronador vendaval de los abucheos y la lluvia de almohadillas.
Embrujado por el sueño ansioso de emular a su dios, que ya no era Jesulín sino don Juan, toda su pasión eran las mujeres. Como el dolor agudo de la cadera y las magulladuras de su orgullo no le nublaban la vista, en cuando se acomodó en el departamento del tren, Omar se enamoró con la misma fuerza que se enamoraba dos o tres veces por semana desde lo de la Nancy. La adolescente sentada frente a él, al lado de quien no podía ser más que una tía soltera, brillaba como una ondina del Pisuerga, con su melena castaño claro de colegiala y un nosequé en la mirada que puso a hervir la sangre del novillero.
-Contente, niño -le dijo al oído el Cañita.
-Es que ya ve usted cómo está la niña, don Manuel.
-Sí, Omarito, que sí, que no soy miope. Pero tú, al toro, que es lo tuyo, porque ya ves la cara de la sargenta.
La sargenta era la supuesta tía solterona, que lo era en efecto. Soltera por propia voluntad, ya que había descubierto las ventajas de su estado antes de pillarse los dedos de la frustración con un casamiento vallisoletano destinado a consagrar el dicho de "la mujer en casa y con la pata quebrada". Había disfrutado la vida con inteligencia y sin complejos y ello le había dotado de un humor en estado de gracia permanente, que escondía tras la dureza de su expresión de funcionaria del grado veintisiete.
-A ese chico está a punto de darle un patatús por ti, Marisa -susurró al oído de su sobrina.
-¡Pues qué bien! -exclamó ésta con desdén.
-No está nada mal.
-¡Es un crío!
-Y tú... ¿qué eres?

Emprendieron la travesía de La Mancha, dibujándose en las ventanillas el paisaje plano circunstancialmente verde de viñedos y aulagas, que cuando llegase el verano se convertiría en el océano de cuero descrito por Neruda. En cualquier tiempo, era un ondulado y grandioso mar mesetario que metía en los sentidos remembranzas quijotescas. Cuando el tren hubo alcanzado la velocidad de crucero, Manolo el Cañita observó el hervor de la dura carne adolescente de su pupilo, llegando a la conclusión de que Omarito tenía que desahogarse o le iba a costar el asunto otra semana de pataletas y caras largas, y más duros de los que le habían costado durante el invierno las repeticiones de la "noche con la Nancy", como la denominaba el novillero. De modo que urdió:
-Mira, niño; hazte el simpático con la chiquilla, que yo distraeré a la sargenta. A ver si puedo llevármela al vagón restaurante pa entretenerla con la conversación... y tú, ya sabes, al toro...
Entre tanto, viéndolos venir, la tía murmuró a su sobrina:
-El viejo va a tratar de engatusarme para que te deje sola con el chico.
-¡Ni hablar! Yo no me quedaría a solas con él ni amarrada. ¿No ves sus ojos y el aleteo de su nariz? Es un psicópata.
-No es peligroso, te lo aseguro. Se trata de locura hormonal transitoria, pero todavía es locura infantil y no tiene experiencia de forzar el arrebato. Míralo, está tan perdido, que bastaría un empujoncito para que se echara a llorar, pero el abuelo está maquinando la manera de que os quedéis solos. Escúchame con atención...
Empleó varios minutos en detallar el plan.
El Cañita, dotado de una verborrea fácil, entabló conversación con las dos, dando al novillero todas las ocasiones de meter baza que podía, aunque la facilidad de palabra no fuese la principal virtud del futuro matador por mucho que deseara emular a don Juan. Resaltó el apoderado con dramatismo el revolcón que Omar había sufrido y exageró hasta lo inverosímil los dolores que padecía. Tras casi una hora de charla, dijo:
-Que me parece a mí que me tomaría un cafecito. Como el niño no puede ni moverse, tendría que ir yo a traerle su vaso de leche calentita. ¿Puedo invitarla?
Lógicamente, la invitación iba dirigida sólo a la tía. Con inesperada prontitud, ésta respondió que sí y salieron los dos mayores rumbo al coche restaurante. A solas con Marisa, Omar perdió la escasa elocuencia que le quedaba, puesto que no sabía qué decir a una mujer con la que no hubiera por medio un trato monetario, y menos si era una muchacha "decente". Aventajada alumna de su tía, la chica inició la conversación:
-¿Es verdad que te duele tanto?
-Bueno...
-Pobrecito. ¡Qué pena! ¿Has tomado algún calmante?
-Bueno... las pastillas no me molan. Lo único que me aliviaría es un buen masaje. Si tú...
-¿Qué?
-Es que me duele mucho, de verdad.
Marisa sonrió con beatitud. ¿Cómo podían ser los chicos tan transparentes? Este andaluz, el primero con quien tenía oportunidad de hablar, antes, incluso, de las anheladas vacaciones de Semana Santa en Málaga, era bastante atractivo, muy sensual, pero su tía tenía razón: a pesar de que era un verdadero tarugo, parecía un tarugo arrastrado sin voluntad por la corriente de un río. El chico le gustaba físicamente, pero intuía que no sería capaz de mantener una conversación de más de dos minutos. ¡Qué aburrimiento! Recordó el plan.
-Tú quieres que te dé un masaje...
-Si tú...
-Sí, hombre, ¿por qué no? El año pasado estuve de voluntaria en la Cruz Roja y algo aprendí. ¿Dónde quieres que te lo dé?
-Aquí, en el costado y la cadera.
-Bájate los pantalones.
-¿Seguro?
-¿Tienes miedo?
-¿Miedo, yo? ¡A ver!
Dicho y hecho. Omar Candela, con la sangre haciéndole honor al apellido, comenzó a aflojarse el cinturón. Aseguran los muy viajados que el vaivén del tren es un afrodisíaco extraordinario, así que como llevaba más de una hora mecido por el vaivén, Omarito iba más preparado para la faena que cuando hizo el paseíllo en Alcázar de San Juan, lo que dificultaba el acto de bajarse el pantalón. Habían pasado cuatro meses desde la "noche de la Nancy" y ya sabía retardar todo lo que era conveniente retardar, pero lo que no tenía remedio era la alzada instantánea de la bandera cuando tenía enfrente a quien rendirle honores.
-Venga, chico -alentó Marisa-. ¿O es que te da vergüenza?
-¿Vergüenza, yo? ¡A ver!

El novillero encogió las piernas, empujó las nalgas hacia atrás y trató de no sentirse en evidencia embozando todo lo posible la rebeldía metálica de su órgano, mientras deslizaba hasta el suelo el ajustado vaquero. Al quedar en calzoncillos ante la muchacha, sabía por el ardor que tenía rojas las mejillas.
-Échate boca abajo -ordenó Marisa, muy en su papel de terapeuta.
Omar acató la orden, tendiéndose a lo largo del asiento. Se sentía muy indefenso, sometido por completo a la voluntad de la muchacha. Calculó lo que iba a hacer: en cuanto se le pasara el sofoco, una vez que consiguiera recobrarse, cuando la chica estuviera tocándolo daría media vuelta, exhibiría el esplendor de su joya y devolvería masaje por masaje, que bueno era él, a ver. Aunque soñaba arrebatado por la inminencia del comienzo de su carrera de donjuán capaz de conquistar a una mujer que no le pidiera dinero, lo que acabaría con el insatisfactorio rosario de polvos mercantilistas del invierno pasado, estaba dispuesto a tratar a Marisa con una gentileza semejante a la de don Juan, que aún no sabía como se ejercía. En todo caso, la vallisoletana iba a asombrarse de lo que era capaz un digno émulo de Tenorio.
-Oye, así no valdría de nada el masaje -dijo Marisa, todavía de pie y sin haberle tocado aún-. Sería mejor que te quitaras los zapatos y que te bajaras también el calzoncillo.
-¿Tú crees? -preguntó Omar, sin acabar de tenerlas todas consigo-. ¿Y si pasara alguien por el corredor?
-No te preocupes, hombre, ya he echado las cortinas. No tengas miedo.
-¿Miedo, yo? ¡ A ver!.
Sin abandonar la posición boca abajo, Omar se aflojó los cordones de los tenis, quitóse los calcetines preguntándose con angustia si no olerían mal y se bajó el calzoncillo hasta las pantorrillas. Mientras, Marisa trasteaba en el bolso de su tía. Una vez que el cuerpo del muchacho se le ofreció en su completa desnudez, ella acarició su cintura levemente, apenas con las uñas de la mano izquierda, lo justo para que Omar se abandonara al placer y no advirtiera lo que estaba haciendo con la derecha. Cuando hubo terminado, y con el pantalón vaquero sujeto bajo la axila izquierda, Marisa aferró con decisión el calzoncillo situado en las pantorillas y acabó de bajarlos, apoderándose de él. Con pantalón y calzoncillo en sus manos, descorrió la cortina, abrió la puerta a tope y salió al pasillo. Como Omarito era incapaz de enderezarse para mostrarse desnudo, y mucho menos en su estado, permaneció exhibiendo los cuartos traseros hasta que, quince minutos después, oyó las carcajadas del Cañita y la tía solterona.
-¿De veras quieres que te follen? -preguntó el apoderado ahogado por las risas.
-¿Qué dice usted, don Manuel?
-Eso es lo que está escrito en tu culo con carmín: "Folladme".
Tras las risas de la pareja, sonaron también las de Marisa. Manolo el Cañita ayudó a su pupilo, sin cambiar de postura, a ponerse los calzoncillos y los pantalones. Cuando pudo sentarse, mientras se calzaba los tenis, Omar se sentía tan humillado que no era capaz de mirar a la cara a las dos mujeres. Sabía que tenía las mejillas encendidas y notaba acuosos los ojos, capaces, los muy puñeteros, de ponerse a soltar lágrimas. El apoderado comprendió que tenía que acudir en su auxilio, tratando de hacerle olvidar el incidente.
-¿Van ustedes a Málaga? -preguntó.
-Sí. Pasaremos allí la Semana Santa -informó la tía.
-Yo soy cofrade de la Zamarrilla. Tienen que venir a verme en la procesión.
-¿A verlo? -ironizó Marisa-. ¿No llevará usted un capirote?
-Sí, pero yo las veré a ustedes y llamaré su atención. Me sobran dos abonos de la tribuna de la Alameda, que les puedo regalar los días que quieran.
-Hombre, eso nos vendría de perlas -afirmó la tía-. Y tú -dirigíase a Omar-, ¿no sales de procesión?
-¡Que va! -fue lo único que el novillero encontró ánimos para decir.
-Debe recuperarse del puntazo y entrenar un poco -comentó el Cañita-. Tenemos una novillá en Vélez el domingo de Resurrección. ¿Estarán todavía en Málaga?
-Pudiera ser.
Omar consiguió reunir coraje para mirar a Marisa, porque sabía que ella tenía los ojos vueltos hacia el paisaje. Vaya con la niña. Le había hecho pasar un sofocón mayor que el de Alcázar de San Juan, pero eso no podía quedar así. Menudo era él. El puntazo le dolía de verdad, pero todavía le dolía más la herida de su orgullo. Marisa era guapa como para volverse majara por ella; nariz breve pero no respingona, ojos de color caramelo, melena lisa casi rubia, un talle de pasarela y una boca que decía "muérdeme". Esa niña que hablaba tan finolis iba a ver.
En cuanto se detuvo el tren y se despidieron de las dos mujeres, Omar urgió a su apoderado:
-Don Manuel, si no descargo el queso, esta noche me da un patatús.
-Pues allá vamos. ¿La Nancy?
Omar asintió.

-¡Qué risa! -exclamó Isabel Gámez, una vez que se acomodó en el taxi al lado de su sobrina.
-Ha sido divertido.
-¿A dónde queréis ustedes ir? -preguntó el taxista.
-Al hotel Las Vegas -respondió Isabel.
-Al final, el chico me ha dado un poco de pena -confesó Marisa.
-Sí. Le has deshecho el orgullo para una temporada.
-¿Tú crees? ¿No le afectará eso cuando tenga que torear el domingo?
-¿Te preocupa? ¡No me digas que te gusta, a pesar de todo!
-No, qué va. Sólo me preocupa que tenga un percance por mi culpa.
-Pero te gusta.
-No -el tono de Marisa era cortante.
-Yo creo que está muy bien. Es guapísimo.
-Pues si vieras...
-Lo he visto -confirmó la tía.
-Pues ya ves.
-No es que yo haya estado con muchos hombres desnudos, pero alguno que otro, sí. Te digo que lo de ese muchacho no es normal.
-¿Te refieres a....?
-Sí, pero no sólo a eso. Es difícil que haya un cuerpo de hombre más sensual.
-Los toreros... ya se sabe.
-Sí, pero los hay patizambos, cargados de espaldas, con piernas canijas, cuellicortos... Lo que pasa es que el traje de luces favorece muchísimo y convierte en figurines a los patanes más desgarbados. Y acuérdate, Marisa, de que a Omar no lo hemos visto con el traje de luces, sino a pelo. Puedes tener la seguridad de que se sale de lo corriente.
-Es una lástima que sea tan tarugo.
-Sí. Pero habrá que ver cómo sería si llegara a triunfar en el toreo. ¿No has escuchado nunca entrevistar a un torero en la radio? Todos se expresan estupendamente, sea cual sea su acento. Yo creo que también los entrenan en eso, en desenvoltura. Si este Omarito triunfara, llegaría a ser un bombón. Creo que no nos conviene perderlo de vista. Iremos a ver la procesión de la Zamarrilla.

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