lunes, 26 de julio de 2010

LOS TERCIOS DE OMAR CANDELA. Tercera entrega

III- Altar de estampas

Varios de los cofrades de la Hermandad de Zamarrilla eran grandes aficionados a los toros. Gracias a ellos había nacido la devoción procesional de Manuel Rodríguez el Cañita.
-¿Cómo va ese pupilo tuyo, Manolo? -le preguntó, mientras se apretaba el cíngulo de la túnica de nazareno, Álvaro García, un boticario que aspiraba a convertirse en hermano mayor de la hermandad.
-No sé qué pensar -respondió el Cañita, con ganas, aunque todavía no estaba vestido del todo, de encajarse el capirote con objeto de que su amigo no advirtiera su expresión de cabreo.
-Te vas a quedar sin un duro con ese cagueta, Manolo. Yo que tú, lo mandaba a la gran puñeta, porque es imposible sacar de donde no hay.
-Eres un exagerao, Álvaro. Omarito todavía es un niño y es natural que tenga un poquitillo de miedo...
-¿Un poquitillo? Tós los amigos de la peña hacen apuestas, a ver cuánto vamos a tardar en verlo cagarse, literalmente, en la taleguilla, en medio de la plaza de toros. Mira, Manolo, por tu santa que está en la gloria, que te vas a ver pidiendo limosna como sigas persiguiendo el imposible de convertir a ese manúo en torero.
El Cañita recordó con ternura a su mujer, muerta nueve años atrás. Ella había sido una muralla insuperable contra su afición taurina, una muralla de cordura que se había opuesto a todos sus intentos de patrocinar a los mocitos en quienes creía descubrir facultades toreras. Muerta Carmela, y conseguida a continuación la jubilación, la afición se había transformado en una obsesión de la que creyó liberarse cuando conoció a Omar Candela. Aquel día, hacía un año, le pareció estar ante alguien que podía convertirse en una leyenda si se le ayudaba. ¿Habría sufrido un espejismo? ¿Estaba a punto de arruinarse por una quimera?
Dio la espalda a Álvaro y se encajó el capirote, como si con ello contrarrestara la tentación de rendirse ante Álvaro, lo que demostraría mucho más sentido común que continuar esperando que Omar actuase algún día con un valor del que carecía. A través de los agujeros del terciopelo rojo, alzó la mirada hacia la imagen de la Virgen de la Amargura-Zamarrilla. Tenía que acordarse de llevar una estampa y obligar al novillero a encomendarse a Ella antes de todos los paseíllos.

IV - Clamores

-Las vallisoletanas vendrán a Vélez -anunció el Cañita a su pupilo al emprender el viaje.
-¿A verme torear?
-Torear o... lo que vayas a hacer. Porque, mira, Omarito, ya empiezas a salirme más caro que un hijo poeta. Tienes hechuras de torero, sabes mover con gracia el capote y la muleta, pero, niño, es que se te huele el pánico desde las andanadas de gallinero. Esfuérzate un poco, chiquillo, que esto no es toreo de salón sino una pelea a muerte.
-¿Marisa va a verme torear?
-Si no se pierden ella y su tía por el camino...
No consiguió localizarlas durante el paseíllo, aunque el Cañita le había dicho que estaban en la contrabarrera del tendido cinco. Como era nuevo en la plaza, estarían los aficionados examinándolo con rayos X y, para colmo, había una guiri en la barrera del tendido uno, una nórdica despampanante con unas tetas que ni las campanas de la ermita de los Remedios, que se relamió los labios con la mirada fija en su paquete, lo que impulsó instantáneamente el contenido hasta la vertical. Y el Cañita no había tenido otra ocurrencia que elegir el terno blanco, que marcaba hasta los granos. La había armado. Y ahora, ¿qué? No tenía ánimos para esconderse a descargar; los nervios por la erección evidentísima se sumarían a los causados por aquel marrajo de mirada aviesa. Escuchó algunas risitas; sabía a qué se debían.
-¡Viva el salchichón de la Hoya! -aclamó un bromista.
-¿Salchichón de la Hoya? -ironizó otro-. ¡Eso es mortadela italiana!
Sonaron carcajadas. Si fallaba también hoy, no iba a volver a vestir una taleguilla en su vida. Aferró el capote bajo la barbilla y, con más rabia de la que nuca había sentido, salió en busca del toro con determinación pero con pasos poco seguros. Le temblaban las piernas, el sudor bajaba en torrentes por sus ingles volviendo transparente el blanco del vestido, sentía una punzada en la nuca, algo como una pinza le quitaba el aliento y el corazón le latía a doscientos. Pero todo ello lo causaba algo distinto de lo de otras tardes. No era sólo el miedo, ahora sentía rabia, furor, frustración, ira, ganas de matar a alguien. Como un sonámbulo, extendió el capote y el toro pasó bajo una revolera. Algo que no eran risas sonó ahora en los tendidos. No lo podía creer. ¡Eran olés! Se ajustó la montera, que el vuelo del capote le había ladeado, y echó a correr tras el cornúpeta para tratar de reproducir todas las fotografías de Ordóñez que había visto en el Museo Taurino de Málaga. Cuando los clarines anunciaron el cambio de tercio, la plaza era un clamor. Aplaudieron mucho al compañero que entró al quite en el tercio de varas, pero no se podía comparar con las aclamaciones que le habían dedicado a él. Tenía que banderillear. Todavía no había localizado a las vallisoletanas, para ofrecerle a Marisa un par de banderillas, puesto que el primer toro no se lo podía brindar, ya que, al ser debutante, lo usual era que se lo brindara al respetable, y la guiri tetuda continuaba con el juego de relamerse cada vez que sus ojos se cruzaban con los de ella, de modo que toda la plaza conocía ya al detalle el calibre que se gastaba.
Trató de recordar lo que había ensayado en imitación de Víctor Mendes. Aferró las dos banderillas con ambas manos y fue despacio al encuentro del toro, contoneándose, casi girando el torso a izquierda y derecha. Vio de reojo que el burel arrancaba la carrera en su dirección, pero todavía mantuvo el mismo ritmo, fingiendo ignorar la montaña que se le venía encima. La plaza, que tenía fama de bullanguera, había quedado en silencio total, un silencio tan completo, que las pisadas del mastodonte zaíno retumbaban como las de King Kong. Entonces, echó a correr al encuentro del bicho. A punto de caer avasallado bajo la mole, dio un quiebro de caderas y clavó las dos banderillas en pleno centro del cerviguillo. Las aclamaciones y los olés fueron ensordecedores.
Había llegado la hora de la verdad. El tercio de muleta. Cuando se acercó a la talanquera a por los trastes, dijo el Cañita:
-¡Yo lo sabía! Antes de agosto, serás figura.
Sonaba un pasodoble, pero no tenía claro el muchacho que fuese la banda municipal la que lo interpretaba, puesto que las notas incluían el nombre de Omar Candela; sin duda, era música celestial que tocaban clarines de gloria dentro de su cabeza. Aturdido, sin tener muy claro quién era ni qué hacía él allí, Omarito mojó el pico de la muleta para que pesara más y no la agitara la brisa, ajustó el estoque simulado y salió en busca de la fiera, dibujando dos tandas de naturales para rematar con un pase de pecho que puso la plaza en pie. ¡Lo había conseguido! Vio la expresión de arrobamiento del Cañita y, un poco más arriba, la guiri se estaba apretando las tetas como diciéndole "después de la corrida, te espero para otra". Ignoraba si la erección había decaído en algún momento, pero ahora fue consciente de nuevo de la rigidez que abultaba su taleguilla sobre el muslo izquierdo. Trató de forzar el paquete hacia abajo, para que no le estorbase, pero o se había quedado sin fuerzas en las manos o había demasiada fuerza en el aguijón, de modo que cuando cambió el estoque simulado por el acero, tenía la atención dividida entre la necesidad de rematar la faena y la de proteger la acerada posesión de su hombría.
Entró a matar y resultó un metisaca que al toro debió de parecerle la picadura de una avispa. Volvió a intentar acomodarse el pene hacia abajo, pero era imposible; la tela elástica cedía dibujando un relieve con el que media plaza pensaba en el Mulhacén. Esperó para asegurarse de que el toro estaba cuadrado, y volvió a intentarlo. Hueso.
Fueron ocho los intentos. El clamor se había convertido en rechifla y, ahora sí, maldita sea, se encontró con la mirada desolada de Marisa cuando sonó el último aviso. En vez de la burla del tren, y en lugar de consternación, había un pozo de dudas en los ojos, a punto de convertirse en desdén. Salieron los cabestros y de nuevo fue devuelto al corral vivo un toro lidiado por él. Los pitos debieron de oírse en Valladolid.
Cuando se acercó al Cañita, éste miró para otro lado. El apoderado sentía de nuevo el impulso de salir de una vez de la vida del joven que no podía superar su cobardía. No tenía pundonor; ni siquiera tenía vergüenza. Pasaba ya de cinco millones lo que se había gastado en él y no parecía recordar su parte de responsabilidad. ¿Permanecía en la plaza o cogía el coche y echaba a correr, para no tener que avergonzarse de su pupilo entre los compañeros ni maldecir el día que lo conoció? Mientras el Cañita luchaba consigo mismo, Omar lloraba.
Tras el velo de llanto, asistió a la lidia de los toros que siguieron como si todo hubiera terminado para él. No es que los otros dos novilleros alcanzaran un éxito apoteósico, pero el más veterano cortó una oreja. Faltaba ya muy poco para su segundo, que sería el último de la tarde. Como tuviera la ocurrencia de la mirar a la guiri, y ésta se tocase las tetas, iba a verse en la misma situación, de modo que se escondió tras la antebarrera del callejón destinada a las autoridades, le pidió al Cañita que se pusiera a su lado sin mirarle, se aflojó el cinto y metió la mano taleguilla abajo. Bastaron cuatro pases y un afarolao para sacar la mano empringada, humedad que enjugó con el capote de paseo, añadiendo más cera a la que ya estaba dispuesta a arder, y se volvió a ajustar el cinto.
-Ahora va a ver usted, don Manuel, por mi madre.
Decidido a no mirar a la guiri ni para pedirle árnica, se echó agua por la cabeza, se ajustó la chaquetilla, encajóse la montera, apretó los labios, pisó firme y salió dispuesto a comerse crudos a diez miuras de cinco años si fuera el caso, aunque el canguelo continuaba cosquilleándole y agarrotándole los muslos.
Recibió con una larga cambiada de rodillas y el clamor solidificó el aire en una refulgiente granizada de oro. Siguieron las revoleras, que encendieron sobre su piel la épica de cien héroes mitológicos, épica que arrinconó circunstancialmente al miedo. Enrabietado, casi ciego todavía por los rastros secos de lágrimas en sus pestañas, entró al quite negándoselo al compañero a pesar de las señas frenéticas que el Cañita estaba haciéndole para recordárselo. Mecido por las aclamaciones, clavó dos pares de banderillas sin caer en la cuenta de que reproducía con fidelidad fotográfica los contoneos de Mendes y la majeza chulesca de Rivera. Llegada la hora de la verdad, la granizada de oro se había convertido en manantial estelar; el albero ascendía como un torbellino de purpurina que le encerraba en una burbuja de fuerza primordial que le hizo creer imbatible, rescatado de sus propios temores; ebrio de sangre y música coral, remató tres veces con el pase de pecho igual número de afiligranadas tandas de naturales, dibujó luminosos pases inventados y, cuando se dispuso a matar, tenía aún tanta hiel en el pecho, que no pudieron endulzarla los vítores que llevaban diez minutos atronando sin parar. Ya no había miedo, el miedo era una sombra tan vaga en el esplendor de la tarde veleña, que nadie podía recordarla; en su lugar, rabia, tenacidad, éxtasis, mientras una lucidez desconocida le susurraba al oído cada uno de los gestos que tenía que componer para lograr que la fiera cuadrase como sólo sabían conseguir los grandes maestros. El toro rodó patas arribas a la primera estocada.
El clamor parecía capaz de hundir los tendidos bajo el mar de pañuelos blancos. Junto a su tía, de los ojos de Marisa se había desterrado hacía mucho rato aquella chispa de ironía que los encendiera en el compartimento del tren. Ya había recibido su lección, pensó Omar. Ahora, le tiraría una de las dos orejas, para que viera, a ver. Después, arrieritos somos y en el camino del cuarto nos encontraremos. Esta noche, iba a ver. Pero al darse de nuevo la vuelta hacia las dos mujeres ya no estaban en su grada de la contrabarrera del cinco.
-Se han tenido que ir deprisa -le informó el Cañita-. Su tren sale dentro de tres cuartos de hora y son treinta kilómetros de carretera. Tenían que haberse ido anoche, porque la tía entra a trabajar mañana temprano en Valladolid, y sólo se han quedao un día más por verte torear. Pero no te preocupes, niño; me han dejao la dirección y el teléfono. Dicen que no dejemos de avisarlas si toreas por aquellos andurriales. Ten por seguro que eso será muy pronto. Con la que has armado esta tarde, nos van a llover los contratos.
-Yo esperaba...
Le interrumpió la mano que se posó en su hombro, alcanzándolo a través de la barrera. La tetuda no hablaba una palabra de español, ni falta que le hacía. Más ducho en tales menesteres, el Cañita la convenció de que aceptase una cita para más tarde, le pidió por señas que escribiera su dirección y, también por señas e indicando el reloj, le aseguró que Omarito iría a visitarla una hora y media después.
-Se hospeda en un apartamento de Torre del Mar -dijo el Cañita cuando puso el coche en marcha-. ¿Quieres ir?
-Tendría que esperarme para llevarme a Cártama. ¿No le importa?
-¿Que si me importa? Mira, niño, si hoy no hubiera otras razones, la idea de ahorrarme las diez mil pesetas que le das a la Nancy ca vez que vas a que disfrute ella más que tú, bastaría para convencerme. De toas maneras, hoy soy capaz de complacerte aunque me pidas la Luna. Vamos a Torre del Mar.
La guiri no se andaba por las ramas. Cuando le abrió la puerta, sólo vestía unas minúsculas bragas de encaje.
-Tú, Omar Sharif; yo, Magrit.
-¿Omar Sharif? No, tía. Me llamo Omar Candela.
-¿Omar Candila? ¡Fantastic! Come.
Magrit, llegada directamente de un fiordo del que se había apartado por primera vez en su vida, acababa de descubrir que el ardor de las playas mediterráneas no era un cuento de viejas junto a una lumbre del Ártico. Tenía treinta y dos años y una salud rebosante de fósforo de salmón, que ella se había afanado por resaltar cociéndose al sol meridional en top-less, del alba al anochecer, sin perder ni un minuto de cochura en los cuatro días que llevaba en Torre del Mar. Los pechos enrojecidos como gambas cocidas parecían tan duros como bueyes de mar, cosa que Omarito se dispuso a comprobar sin demora.


-Ayayay...-murmuró Magrit, arrebatada por la mezcla de dolor y placer que las manos producían a sus pechos inflamados por el sol.
Omar no necesitaba más. Sin dejar de acariciar la profusión de carme con una y otra mano alternativamente, se quitó la camisa, se aflojó el cinturón, dejó caer el pantalón y deslizó hacia abajo el calzoncillo con dificultad, porque permanecía enganchado en el homenaje que su fogosidad ofrecía a la escandinava.
- Omar, ayayay..
Magrit parecía dispuesta a reinventar la ranchera mexicana, porque los ayayays se fueron multiplicando conforme Omarito aumentaba su inspiración. Mordió los pezones como si acabase de nacer y estuviera desfallecido de hambre, empujó hacia atrás a la mujer, que rebasaba su estatura en cuatro dedos, en dirección a la cama-sofá que esperaba incitadora al fondo de la salita, la hizo caer sobre la colcha de cretona y antes de que Magrit, sin dejar de entonar rancheras, llegara a enfundarle el condón, ya había saltado el géiser, que fue a depositarse entre la sien derecha y la quijada nórdica. Ella pareció a punto de caer en la decepción, pero Omarito, que ya comenzaba a creer que estaba en vías de superar a don Juan, se arrodilló a horcajadas sobre su cintura y movió la pelvis adelante y atrás, a izquierda y derecha, de modo que antes de que la decepción emergiera con palabras ininteligibles en la boca de Magrit, ya tenía dispuestas las reservas.
El preservativo había estallado, pero en la mesilla de estilo que imitaba burdamente el castellano había otros cinco. No permitió que abrieran el envase las manos de ella, provistas de largas uñas duras y cortantes como pedernal, y fue él quien rasgó el plástico e inició el enfundamiento con cuidado, porque la experiencia recientemente adquirida le había revelado que la lentitud de tales operaciones le ayudaba a espaciar la serie de orgasmos. Como el éxito de esa tarde le había dotado de nuevos bríos, la férrea rigidez del miembro aceptaba difícilmente la estrechez de la vaina de látex, lo que contribuyó aún más a facilitarle la espera. Las respectivas posiciones, él erguido y ella tendida, proporcionaba a la mujer una perspectiva magnificadora de la herramienta, lo que se evidenciaba en la mirada apreciativa de sus ojos asombrados. Cuando Omarito comenzó a penetrarla, habiendo profundizado menos de la cuarta parte, ella rebotó en el colchón, se le pusieron los ojos en blanco como a la niña de "El exorcista" y, como ésta, levitó y gritó en un idioma que seguramente acababa de inventar, para rematar con una cadena interminable de ayayays.
-¡Ayayay, ayayay...! ¡¡¡Ayayay!!!
Omar paró un momento, preguntándose si estaría haciéndole demasiado daño, pero, en el mismo instante que ella notó que se detenía, alzó las caderas con violencia y el novillero repitió de súbito e inesperadamente la estocada en todo lo alto que le había otorgado el triunfo esa tarde. Una vez sepultado el arma hasta la empuñadura en la suave carne enrojecida, Magrit se convirtió en una verdadera posesa. Sus pechos se agitaban como medusas entre dos aguas, la piel que jamás conseguiría broncearse parecía cáscara de naranja erizada de púas, sus manos golpeaban el colchón con impaciencia furiosa, sus pupilas bizquearon y la boca se abrió desmesuradamente para gritar:
-More!!!, more!!!. Ayayayayayayy....
Impresionado por el espectáculo, la erupción de Omarito se estaba retardando más que de costumbre. Con certeza, lo de Magrit no eran dolores, sino la más intensa y prolongada cadena de orgasmos múltiples que había presenciado jamás. Tenía que acabar en seguida si no quería malograr el suyo. Empujó las caderas adelante con furia, en imitación de la violencia desaforada de la mujer, lo que hizo traquetear la cama de manera que el somier batía con golpes fuertes y acompasados contra la pared. Primero sonaron puñetazos en la misma pared dados por el lado del apartamento vecino, luego fueron llamadas alarmadas a la puerta y, por fin, gritos procedentes del descansillo, en el exterior del piso:
-¿Qué pasa ahí dentro? ¡Abran, o llamamos a la policía!.
Omar se quedó paralizado, pero Magrit no estaba dispuesta a consentirlo ni dejarse impresionar por las voces que no comprendía. Viendo que él estaba inmóvil, ella flexionó las piernas y apoyó los pies en el colchón para forzar y profundizar más aún la penetración. Pero no paraba de gritar, gritos que el novillero estaba seguro de que serían oídos por el Cañita desde el coche aparcado en la calle. Los golpes de la puerta aumentaron su intensidad e impaciencia y presintiendo que la llamada a la policía o a los bomberos iba a producirse de veras y de que la puerta podía ser abatida en cualquier momento, Omar se liberó de la presa, cogió el pantalón del suelo, se cubrió con él la entrepierna y fue a abrir:
-¡Coño, que no pasa ná! -les dijo a las ocho personas de expresiones desencajadas que esperaban encontrarse con un asesinato- ¿Queréis dejarnos tranquilos?
-¿Qué estáis haciendo? -preguntó una vecina cuarentona-. ¿Qué clase de pervertidos sois?
-Eso a usted no le importa...
-Pero a la policía sí le va importar. Ya viene de camino.
Indiferente a lo que sucedía, Magrit continuaba gimiendo y llamándolo por su nombre para que volviera a la cama, pero Omar comprendió que podía no ser conveniente tener que vérselas con la policía en ese momento de su carrera. Sin importarle las miradas entre escandilazadas e interesadas que las ocho personas dirigieron a su desnudez, se puso precipitadamente la ropa y echó a correr escaleras abajo. Cuando se acomodaba en el asiento del Clío del Cañita, vio llegar el coche policial.
-Vámonos, don Manuel.
-¿Qué coño ha pasado?
-Esa tía es la hostia.
-Fíjate en el follón que se ha armado -señaló el apoderado mientras se alejaban en el coche-. Está todo el vecindario en las terrazas. ¿No le habrás hecho nada raro a la guiri?
-¡Qué va, don Manuel? Se lo ha pasao demasiao bien, pero es que me parece que quiere ser cantante de ópera.
-¿Una chillona berrenda? Bueno, me alegro de que hayas tenido el buen tino de salir echando leches antes de que llegara la autoridad.
-¡Eso, sí! Leches he echao una pechá.
El Cañita sonrió. El niño necesitaba una mijilla de pulimento, pero comenzaba a mostrar destellos de buen juicio. Murmuró:
-¡Eres muy listo! Por ahora, no nos convienen los escándalos. Más adelante, ya veremos...

No hay comentarios:

Publicar un comentario