martes, 27 de julio de 2010

LOS TERCIOS DE OMAR CANDELA. Cuarta entrega


V- Alamares

Sentíase rendido esa noche cuando cayó en la cama, más por la tensión que por cansancio verdadero, y pasó un buen rato dando vueltas sobre sí mismo, desvelado. Primero, creyó que eran todavía las ondas replicantes del seismo de emoción que le había conmocionado al oír, por primera vez en su carrera, cómo sonaba un coso enardecido a causa de su arte, pero conforme pasaban minutos y más minutos sin conseguir dormirse, con la sábana formando cabaña india, se dio cuenta de que prevalecía la frustración de no haber rematado la faena con la noruega. La gritona lo había dejado a medias... y ahora, ¿qué? ¿Meterse otra vez en el cuarto de baño con la revista de tetas de papel, a machacarse a pajas?
Carmen, su madre, asomó la cabeza y un brazo por la puerta entreabierta. Su expresión era conmovida y risueña, tal como había sido desde que el Cañita lo dejó ante la casa, escandalosamente emocionada por el éxito del niño, que durante dos horas no paró de contar por teléfono, con pelos y señales e infinidad de superlativos, a todas las comadres del pueblo y a los familiares residentes en las poblaciones de los alrededores. Pero, se dijo Omar, de las expresiones de una persona como su madre no podía uno fiarse, porque era capaz de pasar sin transición de la inundación a la sequía en un segundo, sin que fuera posible verla venir ni dilucidar si había o no que tomarse en serio y literalmente sus expresiones, porque lo que parecía un cabreo podía ser en realidad el preparativo de una broma y lo que parecía una sonrisa de bienvenida podía resultar ser el preámbulo de una bofetada.
-¿No tienes sueño, con el trajín que llevas?
-Es que...
-¡Osú, niño!, ¿por qué estás sujetando un poste de teléfono debajo de la sábana?
Su boca contenía el gesto, pero en el brillo de sus ojos había una carcajada. Omar se ruborizó, encendido hasta las orejas. Alzó las rodillas para que el pene enhiesto no resaltara.
-Voy a tener que ponerte pañales todas las noches antes de acostarte, porque tus sábanas están hechas cachos de tanto lavarlas. ..
-¡Mamá! -Omar esbozó un puchero.
Nunca le había hablado de esas cosas con tanta franqueza.
-... y, además -continuó Carmen, como si no hubiera oído la queja-, que te vas a quedar tísico, con los conciertos que organizas en el baño.
Encima, eso. Así que no bastaban las precauciones que tomaba.
-¿Por qué no vas buscándote una novia, ahora que parece que eso de los toros te va a servir de algo? Porque, por lo que veo, tu patrón no te deja que vayas tanto a Torremolinos...
Insistía en llamar "patrón" al Cañita, por la fuerza de las costumbres campesinas. Deducía que su madre se había olido lo que buscaba sin encontrarlo, cuando, hacía de eso ya un montón de meses, se escapaba con el primo Tomás y los amigos a Málaga y Torremolinos. El rubor se le volvió rojo púrpura. Ella pareció compadecerse.
-¿Quieres que te traiga un vasillo de leche? Te dará sueño.
-No... mamá, déjame dormir.
-No, claro, ¿cómo vas a necesitar más leche todavía? -comentó Carmen con picardía, mientras apagaba la luz y cerraba la puerta.
El sonrojo por el descubrimiento de que su madre podía tener ojos repartidos por toda la casa, se sumó a las demás emociones, y el pene sin parar de dar brincos de aviso y los testículos, a punto de reventar. Ahora no iba a ser capaz de masturbarse, convencido de que el más leve rumor sería detectado por Carmen.
¿Y si se levantaba y salía a dar una vuelta o se machacaba un poco, retando a una carrera a los amigos que quedaran en la taberna? Qué va, tenía que levantarse a las siete, porque el Cañita le daba una bronca cada vez que llegaba al tentadero aunque fuera un minuto más tarde de las ocho y media, y la caminata hasta la cortijá era de cuatro kilómetros.
Siguió dando vueltas sobre el colchón un buen rato, con cuidado de no hacer ruído para que su madre no sacase conclusiones equivocadas, sin parar de maldecir a la noruega y sus alaridos. Cuando despertó por la mañana, se dijo que Carmen iba a pensar de nuevo en ponerle pañales, ya que las sábanas presentaban grandes huellas del sueño.
¡Qué extraño había sido! ¿Cómo era posible soñar tales cosas?
Estaba en el centro de la plaza, pero, en vez de albero, pisaba una extensión inmensa de grandes baldosas blancas y negras, en damero, sobre la que todo se reflejaba, de tan pulimentada. Mirábase a sí mismo con extrañeza, porque lo que vestía no era un traje de luces, sino unas ajustadas calzas de color azul sobre la que brillaban los bombachos de tiras bordadas que iban de la cintura hasta medio muslo. En vez de llevar el capote en las manos, se encontraba sujeto a su espalda mediante un tirante de pedrería que le abrazaba el cuello. Contemplándose hacia abajo, vio en el reflejo que no llevaba montera sino un ancho sombrero adornado con plumas.
Volvía a sentir tanto miedo como durante las novilladas que había toreado el año anterior, cuando el burel corría más detrás de él que él detrás del toro... pero qué raro era ese toro. Sus cuernos refulgían como si estuviesen cubiertos de plata bruñida y pendía de cada punta un velo de tul que llegaba a arrastrarse por el suelo, y no bramaba ni corría en su dirección, sino que se movía ceremoniosa y pausadamente entre contoneos, arrastrando la cola de seda bordada. ¿Qué cola de seda bordada? El toro no era un toro, joé, sino Magrit vestida de princesa. Bueno, vestida era un decir, porque el traje de damasco recamado tenía un escote que descubría totalmente sus pechos y, a partir de la cintura, se encontraba abierto, mostrando el pubis y los muslos, abertura que, al desplazarse, se hacía mayor ya que el tejido barroco de la ampulosa falda se refrenaba al deslizarse sobre el pulido suelo.
¿Qué quería Magrit? ¿Qué significaban su expresión y sus gestos?
¿Decirle a don Luis Mejías que viniera a compartir la lida con él?, ¿quién era don Luis Mejías? Ningún torero compartía la lidia con nadie, salvo durante los quites del tercio de varilargueros. Él se bastaba.
¿Que no se bastaba, que un sujeto al que llamaba "comendador" era su enemigo y lo estaba acechando? ¿Por qué tenía que temerle? El único enemigo de un lidiador era el toro y el público cuando se cabreaba. Él no necesitaba a nadie más.
¿Que podían matarlo? Bueno, y qué. Ése era un riesgo asumido por todos los toreros.
¿Que, si ganaba en el trance, obtendría un premio mucho mejor que las orejas? ¿Un rabo? Entonces, ¿qué? ¡El éxtasis!, qué coño significaba esa palabra.
¿De qué tenía que convencer a Brígida?, ¿y quién era Brígida?
¿A un mausoleo? ¿Quién iba a mandarlo para un mausoleo si no se guardaba del comendador y dónde estaba ese sitio con un nombre tan estrambótico?
¿Que en vez de engañarla en el sofá la pidiera en matrimonio? No le faltaba más, casarse con una gachí que no hablaba español y que era una pila de años más vieja que él. ¡Vamos, anda!
Si quería, como sugería la guarrada de su vestido, que se la follara, que lo dijera claro, joé, pero eso de casarse eran palabras mayores. ¡Pues no le daría guantazos su madre si llegaba por las buenas y le decía que iba a obligarla a tener una nuera con la que no podría pasar horas y horas en la cocina, contando chismes, porque no entendería ni un pimiento!
¿Otra vez con eso del "éxtasis"? Tenía que dejar de usar palabras noruegas, coño, que él era un chiquillo de pueblo y no había estudiado idiomas.
¿Llevarla al delirio, como el viejo sacristán, que decían que se bebía a diario el vino de consagrar y contaban que había acabado en el manicomio de Málaga con "delirium tremens"? Ahora, qué pretendía, ¿que la emborrachara? Si él tenía prohibido por el Cañita beber alcohol y, en cualquier caso, lo más que había conseguido tomar una vez fueron dos cubatas y pasó luego una semana con resaca. Joé, que se dejara de tanto rollo y se abriera el toro de patas de una vez, o sea, que Magrit se abriera de piernas, porque los bombachos tan bonitos y tan historiados se iban a romper por la presión y no quería mancharlos por si era eso lo que quería el comendador o la Brígida, quitarle esa ropa que debía de valer un dineral y que seguramente le había prestado esa gente de nombres tan raros.
Con desolación, notó que la pedrería de los bombachos salía disparada igual que metralla, como si hubiera estallado una granada, y que el pene emergía de la tela igual que un ariete de las películas de romanos. ¡Estaba listo! Ahora iba a llegar el tal comendador a darle de hostias, al ver que no sólo rompía el traje, sino que lo dejaba asqueroso, de tan embadurnado de semen de arriba abajo.
Volvió a preguntarse por qué había soñado eso.
Observando la sábana manchada, maldijo por enésima vez a la noruega, sus gritos y los vecinos entrometidos. Bueno, ya que la cosa no tenía remedio y su madre iba a ver el rosetón, volvería a aliviarse otra mijilla; necesitaba tener una chiquilla cerca, parecida a la vallisoletana pero que no tuviera tan malas intenciones. Sudó para obtener el orgasmo, lo cual no estaba mal. Llegaría al tentadero sin necesitar los ejercicios de precalentamiento que le ordenaba el Cañita.
Mientras comía un pan de medio kilo tostado, con aceite de oliva virgen y restregado con ajo, vio que su madre cruzaba por el pasillo con las sábanas hechas un gurruño en la mano, dirigiéndose a donde estaba la lavadora. De nuevo se ruborizó. Bebió aprisa, atragantándose, el vaso de cacao con leche y salió para no tener que afrontar la mirada irónica de Carmen y sus bromas.
Bajó la cuesta hacia el río. El sol, no muy alto todavía, tenía ya pretensiones veraniegas aunque sólo empezaba la primavera en el calendario. Subía una tenue calima húmeda del estrecho riachuelo, cuyo caudal se encontraba retenido en la parte más alta de la Hoya por un montón de presas. La brisa movía indolentemente los cañaverales, los dardos de los cipreses apenas se balanceaban al otro lado del río y los matorrales nevados de margaritas permanecían quietos, como en una postal. Las densas formaciones de adelfas aparecían minadas de capullos que no tardarían en comenzar a abrirse, vistiendo a esas plantas venenosas de un inocente, sugestivo y engañador aspecto de jardín del paraíso. Junto a las cercas y en las quebradas, las chumberas tenían también sus pencas circundadas de botoncitos que serían higos chumbos cuando llegase el verano, unos frutos de los que, espinándose las manos, se había atiborrado con sus amigos y el primo Tomás desde que tenía memoria.
No había desayunado lo suficiente, el temor a darse de cara con su madre tras lo de la sábana le había impedido quedar satisfecho, porque habría tostado otro pan si no hubiera tenido que echar a correr. ¿Qué podía echarse al coleto?, ¿chupar una cañaduz?, ¿quedarían cañaduces por los alrededores? No, todas estaban más abajo, donde su padre y su tío cuidaban con mimo la finquilla que cultivaban a medias. Hambre y ganas de meterse tras un seto a cascársela. ¡Joé, cómo olían ya los naranjos! Ese olor le hacía hervir la sangre más todavía. Mierda con la noruega. Mierda con la vallisoletana. Como el Cañita le pusiera alguna pega para no llevarlo a follar con la Nancy esa noche, iba a rabiar.


VI – Pinchazo

-Tenemos una novillá en Nerja el sábado que viene -dijo el Cañita sin permitir a su pupilo interrumpir el entrenamiento en el tentadero.
-¿Y cuándo en Valladolid, don Manuel?
El apoderado sonrió.
-Así que estás enchochao con aquella muchacha...
-Me tocó el amor propio.
-Todavía no nos han llamado de por aquella parte. Cualquier día lo harán, no te preocupes. Según hablan los periódicos de lo que hiciste en Vélez, va a llegarnos tal aluvión, que ya estoy pensando en organizarte la alternativa esta misma temporada.
Habían pasado tres días desde el suceso con la noruega, tres días con sus noches correspondientes. La alternativa y el ascenso a matador parecían cuestiones demasiado lejanas y brumosas como para distraer a Omar de otro problema más acuciante. No rematar la lidia con Magrit le había dejado un sentimiento de inconclusión que no sabía cómo resolver, porque hacía ya varios meses que el manoseo había dejado de ser satisfactorio.
En el tentadero, situado en un cortijo de la parte naranjera de la Hoya malagueña, olía a azahar, un intenso aroma que se mezclaba con el de eucalipto y pino, llenando el aire caliente de vitalidad renacida, que se aliñaba también con el olor penetrante de los junquillos silvestres y los hinojos recién brotados. El conjunto aromático causaba cierta perezosa embriaguez que invitaba a abondonarse a los sentidos. Las grandes zancudas refugiadas en la laguna de Fuente Piedra sobrevolaban la Hoya en busca de alimento; cerca de la placita, en la rama más baja de una araucaria, cantaba un jilguero; los geranios de las ventanas de la casa reventaban en rosas y carmines, las paredes de cal viva reverberaban bajo la inundación de sol, todo el entorno iniciaba el esplendorosamente colorido progreso de la primavera que la sangre altera, y la sangre del novillero llevaba alterada más de setenta y dos horas.
-Voy a estallar y me dará un síncope. Tengo que ir esta noche en busca de la Nancy, don Manuel.
-Imposible, Omarito. Mañana salimos a las seis de la mañana pa Alcalá de los Gazules. Matarás una vaquilla, a ver si le coges el tranquillo del tó.
-Peor será si no duermo...
-¿Qué estás diciendo?
-Llevo tres noches sin pegar ojo y pajeándome como un loco. La guiri del otro día me dejó con la miel en los labios...
-¿Que no duermes bien?
-Creo que no.
-Será que no te das cuenta de que te quedas dormido... sí, eso tiene que ser. Mira, Omarito, tú sabes de sobra que no puedes tener sexo pocas horas antes de vértelas con un toro. Después, es otra cuestión.
-Ésas son cosas de viejas, don Manuel.
-¿Cosas de vieja? ¿Quién te ha metío esa idea en la cabeza, niño? Entérate, el toro huele que has tenío ración de coño y eso le hace ir directo a por ti. ¿Es que no has hablado de esto con tus compañeros?
-¡Qué va!
-Pues no encontrarás un torero que no pase un par de días de ayuno sexual antes de la corría. Convéncete, no puedes follar por lo menos cuarenta y ocho horas antes de enfrentarte a un toro.
-No puedo resistirlo.
Manuel Rodríguez el Cañita observó a su pupilo con preocupación. Sabía que esa clase de tensiones desconcentraban al novillero y que ello podía significar una vuelta atrás del paso de gigante que había dado el domingo anterior en Vélez, pero estaba dispuesto a mantenerse en sus trece, porque el toreo tenía sus ritos y sus claves sagradas que nadie podía transgredir.
-No puedes tener coño hoy, Omarito. Mira, te diré lo que vamos a hacer. ¿Tiene vídeo tu madre?
-No.
-Entonces, cuando termines voy a llevarte a mi casa. Por el camino, alquilaré dos películas pornográficas y te dejaré allí, solo. ¿Sabes manejar un vídeo? -el joven negó-. Yo te enseñaré.
-Pero eso es más de lo mismo. Ya le he dicho que las pajas no me molan ni mijita.
-Será distinto con una película pornográfica, ya verás. La imaginación cuenta mucho en el sexo.
-¡Que no, don Manuel! Que ya no tengo más ganas de "amor propio", joé, que me hierven hasta las túrdigas. Me cago en...
-Cuida tu lenguaje, Omarito, que mañana por la noche van a entrevistarte en la radio. Vamos a ver... ¿serías capaz de permitir que una tía te manipule sin correr como un loco a metérsela?
-Yo...
-Ya lo veo que no.
-No aguanto más.
-Creo que lo que te hizo la vallisoletana en el tren te lo tenías merecío. Eres un salío sin clase ni categoria.
-Marisa es cosa aparte.
-¡Vaya! Así que no te has olvidao del nombre. Que me huelo yo...
-Don Manuel, por favor. Voy a reventar; tengo una cojonera que va a dejarme inútil.
El Cañita meditó unos minutos. Se sentía cercado por la vehemencia del muchacho, pero era imposible renunciar a los principios. Adoptó un tono didáctico para decir:
-Mira, Omarito. Una mujer puede hacerte disfrutar de muchas maneras, sin necesidad de penetración. Hay muchas cosas que te faltan aprender en el sexo y hoy es un buen día para que empieces un cursillo acelerao. Te buscaré una que te deje seco, pero yo voy a tener que hacer de eunuco y estaré presente pa que no se la metas. ¿Me prometes dejarlo de mi cuenta y que no vas a hacer lo que no debes hacer, o sea, que no llegarás a Alcalá de los Gazules con olor a coño?
-Yo...
-¿Lo prometes, o no?
-Sí, don Manuel. A ver.
-Pues al avío. Ve a darte una ducha fría de media hora. Corre.
Mientras el niño obedecía, el Cañita consultó atentamente la guía de relax del periódico. No podía correr riesgos, de modo que tomó una decisión inspirada por uno de los anuncios. Marcó el número de teléfono y habló durante doce minutos largos.
Manuel Rodríguez el Cañita contaba nueve años de viudez y aburrimiento rentista. Su piso, en el paseo marítimo de Picasso, pese a conservar muchos de los objetos de la mujer ausente, mantenía escaso estilo femenino. Con todo y que la asistenta acudía a limpiar y poner orden tres veces por semanas, era una vivienda típica de hombre solitario, llena de cimeros de revistas por todos los rincones, objetos heterogéneos de carácter taurino recolectados en corridas y encuentros con empresarios, calendarios de mujeres desnudas obsequiados por talleres mecánicos, ceniceros robados en los hoteles y restaurantes y vídeos de toros amontonados tanto junto al televisor como en el aparador y la mesa del comedor. En paredes opuestas, las más extremas, dos cabezas de toro que a Omarito le parecieron de tiranosauros. El apoderado encendió el televisor y el vídeo, señaló al joven el sofá más cómodo, le indicó cómo hacer funcionar el telemando, desenfundó una de las dos películas pornográficas que había alquilado, la metió en el vídeo, lo puso en play y dijo al novillero:
-Bueno, niño, ve caldeándote, que en pocos minutos viene la gachí. Ábrele tú la puerta pa que no piense cosas raras; se llama Jenny, pero recuerda que voy a estar ahí al lado, tras la puerta del comedor, pendiente de lo que haces. Cómo me dé cuenta de que tratas de tirártela, salgo y te parto la jeta.
Sonó el timbre diez minutos más tarde. Sólo un par de segundos de pitido, porque, de un salto, Omarito se había plantado en la puerta como una exhalación. Abrió y se dio de cara con la mujer más exuberante que había visto jamás. Aupada en unos tacones vertiginosos de charol escarlata, le sacaba al novillero una cuarta, ojos verdes casi líquidos, labios bembones como los de una africana cubiertos de carmín rojo fuego, pómulos de eslava, quijada de vampiresa, todo bajo una melena estilo Tina Turner de color panocha con reflejos rojizos. Lo miró un instante a los ojos, pero en seguida se deslizaron los suyos hacia la prometedora trempera que abultaba el pantalón. Adelantó la mano hacia la cima y murmuró con gran delicadeza:
-¡Vida mía!, esto es un pollón y no lo que venden en los sex shops.
Su voz tenía un matiz extraño, curioso pero sugestivo. Uno tono ronco, contenido, como el de algunas actrices de cine. Confirmó a continuación su elegante estilo:
-Te voy a arrancar los vaqueros a bocaos y te voy a hacer una mamada que te va a dejar sin una gota de leche.
Bueno, no era una mala promesa. Todavía en el mismo lenguaje cortesano, añadió Jenny:
-Demuéstrame que no eres una maricón hijo de puta. Échate ahí y ábrete de piernas, que te vea las pelotas a gusto. Joder, mamonazo, vaya par de balones.
Mientras Omar se quitaba el pantalón, la camisa y los calzoncillos, ella se había desabrochado la blusa, soltándose el sostén. Echó los hombros hacia atrás para mostrar en todo su esplendor unos pechos pequeños, puntiagudos y muy duros. Omar fue a aferrarlos para comprobar la incitadora firmeza, pero ella reculó un poco y se los cubrió con las manos. Continuó con sus áulicas expresiones:
-¡Vaya pelambrera que tienes en los cojones, cariño! Después del trabajito que voy a hacerte, acabarás con la permanente. A ver si tienes este pollón tan limpio como los calzoncillos -retiró el prepucio de un jalón-. ¡Coño!, vaya cabezón. Joder, me vas a atragantar. Pero si muero ahogada por esta trompa, la diñaré a gusto.
No se había quitado las bragas, el liguero ni las medias negras. Tampoco los tacones ni la media docena de collares que le cubrían el cuello casi completamente. Tenía brazos y piernas muy largos, caderas estrechas y hombros huesudos. Cuando se arrodilló ante el muchacho, éste trato de acariciarla.
-Se mira pero no se toca. Estate quieto.
Evidentemente, el Cañita la había aleccionado al detalle y no le parecía a Omarito que fuese posible convencerla por señas de que se dejara penetrar, sin tener que discutirlo de manera que el apoderado no escuchara nada. El viejo debía de haber cerrado un acuerdo muy riguroso, que la fulana no estaba dispuesta a contradecir.
Ésta engulló el pene, trabajándolo con la lengua con innegable talento. Debía de estar atragantada, porque los labios abarcaban la base del órgano y una parte del escroto, pero no parecía incomodarse por ello. Daba fuertes bufidos por la nariz y, cuando Omar estalló, notó que ella seguía absorbiendo; parecía poder tragarse hasta la próstata, porque los cosquilleos recorrían en oleadas todo el interior del novillero hasta notarlos nalgas arriba, casi en la cintura. La tía lo estaba devorando.
-Esto no es más que el principio -dijo Jenny con su ya acreditado estilo y todavía con el glande a flor de labios-. Necesito más leche, mamón, que estoy muy débil. Dámela toda, necesito un litro para quedarme satisfecha.
Retiró la cara del pene, lo sujetó con la mano izquierda, agachó la cabeza y se puso a morderle el pie izquierdo. En la pantalla del televisor, aunque sin sonido, continuaba la versión resumida de "Las mil y una noches" o sea, una especie de tienda de campaña con el suelo lleno de arena, ocho o diez cojines, dos rubias, una morena, dos moros con el pelo teñido y los ojos azules y un enano mulato con una especie de apagafuegos entre las piernas. Mientras el enano tenía la boca sumergida en la vulva de una de las rubias, que estaba de pie y de espaldas a la cámara, la otra rubia y la morena competían por la manguera al tiempo que eran penetradas por detrás por los dos moros fingidos que, aunque desnudos, conservaban los turbantes con sus plumas y sus perlas falsas.
Delante de la pantalla, el novillero tenía los ojos fijos en la grupa de Jenny mientras ella le mordía la pantorrilla sin soltar el pene. El escaso recorrido de la mirada desde la película a las nalgas, bastó para que volviera a empinarse, cimbreante como una viga metálica.
-Joder, macho -dijo Jenny-, voy a tener que recomendarte a seis amigas, porque tú no eres un tío, sino un caballo cimarrón.
Ahora no volvió a engullir el órgano, sino que, apretándose los pechos, lo encerró entre ellos, emprendiendo un masaje que a Omarito le supo a vagina, mientras Jenny le mordía por todo el pecho, jugueteando con sus pezoncillos con la lengua endurecida. El espejismo táctil funcionó con mayor eficacia que la boca y el surtidor alcanzó la melena leonina. Ella sacudió las gotas como si se peinara con la mano abierta, y dijo:
-Ven aquí, míster polla, que ahora te vas a enterar.
Lo forzó a arrodillarse sobre la alfombra abierto de piernas, de cara al sofá, con los codos apoyados en el asiento y el culo levantado.
-¿Qué haces? -protestó Omarito al sentir que ella tensaba con las manos cada una de sus nalgas hacia afuera.
-Quédate quiero, cariño, que voy a lavarte para un mes. ¿Has oído hablar del beso negro?
Sintió su lengua en el esfínter y dio un empujón para impedirlo. Pero la enorme mujer era tan fuerte como parecía, por lo que consiguió inmovilizarlo y mantuvo la lengua en el mismo lugar, sin penetrarlo pero jugueteando por todo el aro. Sorprendentemente, Omar descubrió que tal invasión del último de sus santuarios era muy placentera. Bueno, mientras no metiera la lengua en honduras, que hiciera lo que quisiera. Ella jugueteó con esa prenda unos veinte minutos y, contra lo que el novillero esperaba, volvió a trempar. Una vez que Jenny lo notó, lo aferró con la derecha y deslizó la lengua en dirección a la bolsa escrotal, tragándosela entera. Todo eso era nuevo para él, demasiado extraordinario, pero le estaba permitiendo descubrir inesperadas dimensiones del placer y, en efecto, como ella había prometido, era capaz de dejarlo sin una gota, aunque sentía que ya habían vuelto a llenársele, todavía dentro de la boca femenina.
Esta vez tenía que descargar dentro de ella. Tanteó con su mano derecha hacia atrás a ver si conseguía agarrarla y obligarla a tenderse en el suelo para echarse encima antes de que pudiera reaccionar, pero Jenny le dio una fortísima palmada en la mano y una tarascada en la nalga.
-¡Mira que te capo! -exclamó, soltando por un instante lo que estaba a punto de reventar en su boca, y engulléndolo de nuevo en seguida.
Omarito temió que pudiera cumplir su amenaza de un mordisco y la dejó hacer, porque si alguna joya de su cuerpo tenía que ser preservada, ésa era la principal. Manteniendo todo el escroto dentro de la boca, ella tomó con una mano el pene, colocando la otra, cerrada, casi en el ano, que presionó. El novillero sintió que la cosa no tenía ya remedio. El Cañita iba a tener que mandar los cojines del sofá a la tintorería. Antes de acabar la erupción, Jenny sorbió las últimas gotas y volvió a tragarse todo el pene como la primera vez. Ahora, ya estaba desfallecido. Omar se dejó caer sobre la alfombra, rodó para situarse boca arriba y cerró los ojos. Era suficiente, ya no iba a sufrir trempera en una semana pero, sin embargo, aún le quedaba la frustración de no haberla penetrado. Con la fuerza que tenía la tía, debía de tener un coño soberbio, duro, palpitante, capaz de ordeñarlo en busca de lo poco que le quedara dentro.
Ella se había alzado y lo contemplaba desde su altura de torre parroquial, sonriente.
-¿Quieres más?
-Tengo que metértela, a ver -murmuró Omar, confiando que el Cañita no pudiera oírle.
-Eso sí que no, cariño. El lunes, después de que torees, te lo haré gratis. Tiemblo con sólo pensar que me metas ese pollón.
-Yo quiero ahora...
-No, cariño.
El joven fue a alzarse, con la mano extendida hacia la entrepierna femenina. Ella le empujó, poniéndole el enorme zapato derecho sobre el pecho.
-Quédate quieto, o se lo digo a papaíto. ¿Quieres correrte otra vez?
-Sí, pero dentro.
-¡Que no, joder! El lunes.
-Déjame -gimió, ya descontrolado y sin recordar que el Cañita podía escucharle.
Jenny volvió a empujarle, pero él era un torero, ágil como un atleta de diecisiete años. Fingió unos segundos estar relajado en el suelo para que ella se confiase; cuando notó que dejaba de estar alerta, se alzó como un gato y buscó con la mano la gruta de la perdición.
-¡Qué mierda es esto! -exclamó el novillero.
En vez del hueco, había palpado un relieve.
-¡Maricón, hijo de puta! -insultó.
En ese momento, el Cañita irrumpió en la sala.
-¡Quieto, Omarito! Ya te dije que hoy no podías tener coño. Ya has disfrutao lo tuyo, ¿no? Pues deja a la chica tranquila.
-¡Chica!, joé, me ha traído usted a un travesti.
-Pero es el mejor travesti en doscientos kilómetros a la redonda. ¿No es eso lo que me dijiste, Jenny? -ella asintió-. Tranquilízate, niño, que esto no se contagia. Toma, Jenny, aquí tienes las quince mil. Coge tu ropa y sal echando leches.
-Eso, desde luego. Llevo dentro lo menos medio litro de leche de este semental -se dirigió hacia la puerta mientras se ajustaba el sostén-. Y lo dicho, mister pollón, el lunes te lo hago gratis.
-¡Maricón de mierda!
-Pero has disfrutado como un guarro, ¿no? -ironizó Jenny cerrando la puerta tras ella.
-Joé, don Manuel. No me esperaba esto de usted.
El apoderado no podía contener las risas.
-Ella tiene razón. ¿No has disfrutao? Pues a otra cosa.
A pesar del enfado, esa noche durmió Omarito como el adolescente sin culpas que era. No necesitó manoseo.

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