miércoles, 21 de julio de 2010

MILAGRO EN TEOTIHUACAN

Publico hoy un nuevo cuento de mi colección CUENTOS DEL AMOR VIRIL, un conjunto de varias decenas de relatos con el amor romático entre hombres como escenarios fundamentales.



Cuentos del amor viril.
MILAGRO EN TEOTIHUACAN

-La mayoría de los mexicanos tenemos sangre india -afirmó Javier Robledo.
Embozado bajo el gigantesco sombrero que le había obligado a ponerse el fotógrafo de turistas, Jenaro Asensi examinó el rostro de Javier. Que el mexicano prestase atención a la ranchera que estaba cantando con notable desafinación el grupo de mariachis, ayudaba a disimular la intensidad de la mirada. Javier no era guapo, pero su reciedumbre y la pastosidad de su voz le dotaban de un atractivo arrebatador y, sí, el trazado de sus cejas y sus ojos achinados, que le daban cierto parecido con Anthony Quinn, retrataban un porcentaje de sangre indígena; su densa y oscura pilosidad, sin embargo, la desmentía, dado que los amerindios suelen ser lampiños. Con los ojos cosidos a la esplendorosa sonrisa de Javier, Jenaro se preguntó si la visita a Ciudad de México iba a servirle para conquistar, por fin, lo que llevaba quitándole el sueño cerca de un año.

El traslado a Nueva York, un año antes, no pudo ser más incierto. Jenaro disponía sólo de cinco millones de pesetas, ahorrados con mucho esfuerzo, y necesitaba aprender inglés, el curso actoral y la experiencia de desenvolverse durante un año en la Babilonia norteamericana, para seguir creyendo en sí mismo como actor y darse gas para continuar en una profesión que en España era como una carrera de obstáculos. La austeridad que debía imponerse para resistir un año y volver a Madrid con medios suficientes para reiniciar la carrera, vedaba toda posibilidad de alquilar un apartamento privado. Gracias a un anuncio en uno de los periódicos en español, encontró habitación en el Bronx, en un piso compartido con dos latinoamericanos. Roberto, el uruguayo, era hematólogo; preparaba un master que le convertiría en una autoridad médica rioplatense. Javier, el mexicano, era un oscuro funcionario de la legación azteca ante las Naciones Unidas. Juntos, podían permitirse un apartamento de tres dormitorios, que según los parámetros neoyorkinos hubiera sido un lujo asiático para cualquiera de los tres. A Jenaro le asignaron la habitación que daba a la calle, puesto que era el que menos obligaciones laborales tenía y no importaba si el ruido le perturbaba el sueño, cosa que ocurría casi a diario. Se trataba de una habitación sin puerta, comunicada con el salón por un arco de medio punto, que había sido el despacho del propietario. Carecía de la privacidad que disfrutaban Roberto y Javier, y por ello le fue concedida una participación menor en los gastos. La falta de aislamiento fue el origen de todo.
Sólo había un aparato telefónico, y estaba en el salón. Sólo había un baño, cuya puerta daba también al salón. Tanto Roberto como Javier, acudían casi siempre en calzoncillos a las llamadas del teléfono; los dos entraban en el baño frecuentemente desnudos o, a lo sumo, cubiertos apenas por una toalla. Roberto, con su aspecto centroeuropeo, poseía una belleza algo fría; el hecho de tener novia fija y frecuentes aventuras con norteamericanas, que metía sin tapujos en su habitación, lo desterraba de las expectativas de Jenaro. Javier, en cambio, no parecía un mujeriego militante y su aspecto de macho tópico, ancho, robusto y fibroso como un cargador de puerto, le dotaba de un atractivo apremiante que ocasionaba la turbación de Jenaro mientras lo veía hablar por teléfono, despatarrado, acariciándose distraídamente. Fingiendo dormitar o sin necesidad de ello, puesto que Javier se comportaba con la desinhibición de un stripper, Jenaro lo contemplaba de soslayo, obligándose a esfuerzos heroicos para sacudirse la tentación de saltar a acariciarlo, a pesar de que nunca le había atraído su tipo. Antes del deslumbramiento de Javier, ni siquiera se fijaba en gente parecida.


Se preguntaba cuál sería la temperatura de su piel, cómo sería su arrebato táctil. Era la primera vez en su vida que se hacía esta clase de preguntas, puesto que, antes, lo único que percibía cuando alguien le interesaba era la magia que irradiase. Javier irradiaba magia, un intenso poder casi sobrenatural, pero era, al mismo tiempo, un prodigio de sensualidad de carácter animal que emitía ondas irresistibles y que excedía a cualquier ser humano que hubiera conocido jamás. Con el paso, primero, de las semanas y, luego, de los meses, el descubrimiento de la personalidad de Javier multiplicó por ciento su atractivo, porque poseía ciertas peculiaridades.
El primer atisbo lo tuvo Jenaro un viernes por la tarde, cuando sólo llevaba dos meses conviviendo con sus compañeros.
-¿No piensas salir? -preguntó Javier con la música de su acento
-Más tarde -respondió Jenaro, desperezándose en la cama-. Hay un montaje off Broadway que necesito ver y después me han invitado a una fiesta en el Village. Por eso trato de echarme una siestecita.
-Siento perturbarte el sueño; es que espero que me llame mi madre.
-¿Te ha dicho que va a llamarte?
-No. Necesito hacerle un encargo, y estoy transmitiéndole mentalmente el mensaje de que me llame ella. Si la llamara yo, tendríamos cuentas de teléfono astronómicas.
-A ver, Javier. ¿Quieres decir que crees que puedes influir telepáticamente en tu madre y obligarla a llamarte?
-Naturalmente. Lo hago casi todas las semanas.
Sin acabar de pronunciar esta frase, sonó el timbre del teléfono.
-¿Mami? -preguntó Javier antes de haber tenido tiempo de escuchar ningún sonido al otro lado del hilo.
Luego de sentir un escalofrío porque pareció que inundaba la habitación un hálito llegado de otro mundo, Jenaro escuchó estupefacto lo que siguió:
-Esta vez tardaste más en llamarme que otras veces, mami. Llevo desde esta mañana pensando en que me llames... No, no puedo viajar a Ciudad de México por mi cumpleaños, mami... por eso necesitaba que me llamases... Haré una pequeña fiesta en casa. Mándame por fax la receta de tu guacamole y tu enchilada, pues las de aquí apestan.

Cortada la comunicación, preguntó Jenaro:
-¿Lo consigues siempre que quieres o sólo eventualmente?
-Muy pocas veces falla. Cuando no le pongo toda la fuerza, porque tengo problemas.
Alrededor del rostro del mexicano parecía brillar un nimbo celestial que le hacía relucir el cutis y chisporrotear sus pupilas oscuras.
La mañana del cumpleaños, Jenaro se ofreció a aportar tapas de paella con la esperanza de aumentar la camaradería durante los preparativos.
-Cuidado -le dijo el mexicano, de espaldas a la mesa donde Jenaro picaba las hortalizas, y sin volver la cabeza -. Ese cuchillo puede hacerte daño.
Aparte del que estaba usando, había otros tres cuchillos sobre la mesa inestable en la que Jenaro trabajaba. Uno de ellos, el más pesado, se hallaba muy cerca del borde. El actor vio que iba a caer al suelo, de modo que soltó el que empleaba, con objeto de intentar detener la caída del otro, que podía herirle el pie. Al sujetarlo, se hizo un corte en la segunda falange del dedo corazón de la mano derecha. Gimió. Javier acudió presuroso.
-¿Ves? -le reprendió-. Lo había visto venir.
No podía haberlo visto; estaba de espaldas. Mientras Javier le envolvía el dedo con papel de cocina y le empujaba hacia el cuarto de baño para curarle, Jenaro estaba más asombrado que preocupado por la sangre, porque tenía en la memoria una imagen casi fotográfica del instante en que sujetara el cuchillo; cuando movía la mano para evitar la caída, había sentido una fuerza invisible que trataba de paralizar su brazo.
Durante la fiesta, en la que casi todos eran mexicanos, Javier pasó mucho rato hablando con una muchacha que parecía María Félix rejuvenecida. Jenaro asistió con desconsuelo a sus gestos de intimidad; la familiaridad con que él apoyaba la mano en el hombro de ella y el abandono con que ella se echaba contra Javier no podían significar más que una cosa. El humor del actor fue agriándose a lo largo de las cuatro horas que duró la celebración. Con el propósito de rescatarse a sí mismo de los celos que se infiltraban en su corazón, trataba de pensar en el texto que debía aprenderse para la próxima evaluación en el Actor's Studio; tambien revisó su biografía, desde el grupo aficionado de teatro que había formado, seis años atrás, junto con otros doce muchachos vecinos suyos de Valencia. Cómo una aparición en un concurso de Canal 9 le había valido para conseguir un pequeño papel en una comedia y cómo saltó a la miniserie que protagonizó, reclamado desde Madrid. Lo que al principio pareció un éxito fulgurante, se quedó en nada y, a los veinticinco años, se encontró desahuciado de la profesión. "Jenaro Asensi es demasiado guapo para la farándula española-había escrito un crítico -; su tipo físico cuadraría mejor en el estilo de Hollywood". Esta opinión fue la que le inspiró la idea de huir hacia adelante formándose en Nueva York, lo que le dotaría de las herramientas para convertirse, si la suerte le acompañaba, en actor internacional.
El tipo físico de Irasema, la María Félix que se echaba sobre Javier, también podía permitirle triunfar en el cine. No lo podía evitar. Jenaro les miraba a los dos sin apenas disimulo, y se preguntó cuántas veces habrían ido juntos a la cama. Pocos segundos después de hacerse esta pregunta, notó que el mexicano retiraba la mirada de su acompañante y le clavaba los ojos con la intensidad de un disparo de revólver, como si quisiera decirle algo inaplazable; a continuación, se acercó hacia él con la copa vacía, puesto que Jenaro se hallaba junto al mueble sobre el que estaban las bebidas. Mientras se preparaba una margarita, Javier dijo en un murmullo:
-Jamás me he acostado con ella. Somos primos.
El asombro impidió que Jenaro saboreara su júbilo.
Durante los meses siguientes, Jenaro aprendió a anticipar cuándo iba a sonar el teléfono por una llamada de la madre de Javier. Éste se sentaba junto al aparato con expresión ensimismada; invariablemente, se producía la llamada poco después.
Se repitieron muchas veces sucesos parecidos al del cuchillo: Javier comentaba o hacía observaciones sobre cosas que ocurrían a sus espaldas y que no podía haber visto. Con frecuencia, le decía a Jenaro algo que parecía una respuesta o una aclaración de lo que el actor se había preguntado mentalmente. Eran tan cotidianos estos hechos, que Jenaro dejó de asombrarse, aunque nunca dejó de estremecerse.
Pero un día, cuando ya llevaba ocho meses viviendo en el Bronx, ocurrió un prodigio.
Volvía en metro desde el sur de Manhattan, tras los ejercicios en el estudio. Eran las dos de la tarde. Javier debía de estar todavía en el edificio de la ONU, de donde salía a las cinco. De pie en el vagón, Jenaro observaba a unos jóvenes latinos que armaban mucho escándalo y estaban incomodando a los demás pasajeros. Uno de ellos guardaba cierto parecido con Javier, detalle éste al que el actor se aferraría después para tratar de encontrar una explicación a lo que hizo; mientras le miraba, Jenaro sintió la necesidad indeclinable de volver atrás, al tiempo que resonaba en su mente una especie de salmodia antigua, un murmullo procedente de algún momento de la historia que nada tenía que ver con el presente. Cerró los ojos un momento y vio tras sus párpados una empinada escalera a cuyo pie brillaba la sangre de una inmolación reciente; la escalera estaba llena de gente semidesnuda que parecía esperarle a él.
En estado cercano al trance, se apeó en la siguiente estación, tomó un tren que circulaba en la dirección contraria y, sin saber por qué, se le ocurrió salir a la superficie en Times Square. Un resplandeciente Javier le sonreía desde arriba, junto al último peldaño de la salida del metro, emitiendo un vendaval magnético que hizo levitar al actor.
-Menos mal que viniste -dijo el mexicano con naturalidad-. Compré una colección de veinte archivadores antiguos, que no puedo cargar solo.
-¿Qué quieres decir con eso de "menos mal que viniste"? Yo no acostumbro a venir a Times Square a estas horas.
-Ya lo sé. Llevo una hora tratando de transmitirte la idea de acudir aquí. Ya habías salido del estudio cuando te llamé.

Durante los meses escasos que restaban para abandonar Nueva York, Jenaro intentó comunicarle también mentalmente un mensaje. Dado que él recibía los mensajes que Javier le transmitía, debía de resultar igualmente fácil que el mexicano recibiera los suyos y descubriera la pasión que le estrujaba el ánimo. Pero no ocurría. Javier seguía con su vida, sus amistades y su conducta de siempre, amable, atenta, pero carente de intimidad, sin ninguna clase de complicidad al margen de los momentos en que parecía adueñarse de su voluntad. Sin embargo, una semana antes de la fecha en que Jenaro debía viajar a Madrid, le dijo:
-No puedes volver a España sin visitar México.
-Eso está fuera de mis posibilidades.
-No lo creo. Puedo arreglarlo para que el pasaje Nueva York-México-Madrid te cueste sólo unos dólares más y en México no necesitas gastar ni un peso. Dispones de la casa de mi madre y yo no permitiría que un invitado mío tuviera ningún gasto.
-¿Es una proposición, Javier?
-Claro que sí, mano. Un actor que va a ser famoso, como tú, tiene que conocer México, para pensar en el futuro. México es el mayor pueblo del mundo de lengua española. Seguro que puedes aprovechar una visita a mi país para hacer contactos.

Lo primero que había conocido de México era la plaza del Zócalo; lo segundo, la plaza de Garibaldi y sus bares con mariachis, un lugar demasiado tópico, demasiado comercializado para agradarle.
Desde que bajara del avión, Jenaro no había podido pensar en otra cosa que en el abrazo con que ansiaba envolver la exuberante anatomía de Javier. Ahora, bajo el pesado sombrero mexicano, tenía un sollozo en la garganta, porque Javier era el más amable y gentil de los anfitriones, pero, lejos de la camaradería que proporcionaba compartir el piso, resultaba distante, como si las piedras de la plaza del Zócalo se interpusieran entre los dos. Trató de hacerse oír sobre las rancheras desafinadas:
-Javier, estoy cansado de esto. ¿No podemos ir a otro lugar?
-Sí, vamos, pero no a otro local, sino a casa. Mañana nos levantaremos temprano para ir a Teotihuacán.
La casa del barrio de San Ángel era mucho más lujosa de lo que Jenaro había supuesto que era la situación mexicana de Javier. A mediodía, recién llegado del aeropuerto, la madre le enseñó la casa como la guía de un museo, mostrándole con orgullo la espléndida colección de flores que iluminaba el jardín, antes de precederle hacia la habitación que le había destinado, situada en una especie de torreón, demasiado lejos del que le había dicho que era el cuarto de Javier.
De regreso de la visita a la plaza de Garibaldi, la madre no se encontraba en casa, lo que despertó las expectativas de Jenaro. Algo tenía que ocurrir, tan frecuentes intuiciones no podían carecer de base; a pesar de que Javier no acortaba distancias, era notable que se había apoderado conscientemente de su voluntad, y que su interés porque visitara México era genuíno. Detrás de todo ello tenía que existir algún sentimiento.


Sin embargo, Javier le deseó buenas noches y lo dejó solo en la lejanía del dormitorio del torreón, tras anunciarle que iba a derpertarlo a las seis y media de la mañana.
A pesar de los cuatro tequilas que había tomado, Jenaro apenas durmió.
A las seis y cuarto, entró en la ducha, resuelto a borrarse las ojeras. No quería presentar mal aspecto cuando Javier acudiese a despertarlo. Llevaba mucho rato bajo el chorro de agua cuando Javier apartó la cortina:
-Vaya, mano, tienes piel de chamaca -dijo el mexicano, en cuyos ojos brillaba una apreciativa luz.
El actor notó que se humedecía los labios.
-Buenos días -saludó Jenaro, tratando de no exteriorizar desagrado por el comentario.
-Es la primera vez que te veo desnudo. Ahora comprendo por qué en el Bronx andabas siempre cubierto con la piyama. Te da vergüenza tener un cuerpo tan delicado.
-No fotis, Javier. ¿Estás sugiriendo que mi cuerpo es feminoide?
-He dicho "delicado", no "feminoide".
-¿No es lo mismo?
-Claro que no. Tu cuerpo es de hombre total, pero tu piel es como nácar... no este duro cuero de maleta barata que es la mía. Termina rápido. Quiero que lleguemos a Teotihuacán antes de que el calor apriete.
La ciudad sagrada de los actecas era una especie de Ciudad del Vaticano, pero mucho mayor. Recintos enormes circundados por gradas de piedra, pequeñas pirámides escalonadas, barrocamente adornadas con esculturas; viales monumentales como la Roma de cartón piedra que Hollywood recreaba; pirámides inmensas que debían de haber requerido muchos más obreros que el total de habitantes que los guías turísticos decían que había tenido el lugar.
-Jenaro, quiero que subas a la pirámide de la Luna, mientras yo subo a la del Sol.
-¿Por qué?
-Ya lo verás.
El sol brillaba ya alto. A la distancia, se podía ver el hongo amarillento de contaminación, como el de una explosión atómica, que pendía sobre Ciudad de México. Jenaro alcanzó jadeante y sudoroso el vértice de la pirámide de la Luna y vio que Javier estaba ya sobre la del Sol; aunque no podía distinguirlo a tanta distancia, era inconfundible su silueta, que parecía la de un ser de otro mundo, una especie de poderoso dios telúrico. Estaba con los brazos en jarras, vuelto de cara hacia él.
Jenaro le imitó; también puso los brazos en jarras. En ese instante, le envolvió una oleada magnética que convirtió sus vellos y su pelo en alambres enhiestos y multiplicó por ciento la intensidad de sus sentidos; volvió por un segundo la visión que había tenido cuando decidiera en el metro de Nueva York viajar hacia Times Square, la procesión de seres antiguos que recorría una escalera ensangrentada; escuchaba sus invocaciones y las entendía, aunque no comprendía las palabras. Estremecido, abrió los ojos y habían desaparecido las dos pirámides y todo Teotihuacán. Sólo quedaban Javier y él, suspendidos en un vacío donde no había nada más.
No debía volver a España. Debía permanecer a su lado. No, en Nueva York, no; en México. Javier estaba a punto de dejar su puesto de las Naciones Unidas, que sólo había sido un peldaño en la preparación de su carrera política.
"No, no pienso casarme para satisfacer los prejuicios machistas de la vida política mexicana. Sí, efectivamente, si no pienso casarme es porque no me interesa. Antes de conocerte, tenía mis dudas. Ahora no. Tú eres la única persona que yo puedo amar. No quería decírtelo antes de estar seguro, mano. Adoro tu ingenio, cómo te organizas, tu piel de seda clara... y la paella que preparas. Te adoro, Jenaro, y sé que tú también me adoras. No puedes volver a España. Mi madre lo sabe, hablamos mucho mientras viajaba en el avión, ¿no te diste cuenta de que estuve callado más de una hora? Está de acuerdo. Ella sólo quiere que yo sea feliz. No te detendré si decides continuar viaje a Madrid, pero en esto sí me sale el macho mexicano: Tendré ganas de partirte el corazón de un navajazo si no aceptas vivir conmigo el resto de tu vida"

Durante la fiesta organizada para celebrar el centésimo capítulo de la telenovela que Jenaro protagonizaba para Televisa, sonó un mensaje por la megafonía del local: "El senador Javier Robledo se excusa por no haber llegado a tiempo a la fiesta. Vendrá a última hora, cuando acabe la sesión que preside".

1 comentario:

  1. Interesante tu blog como
    las historias
    me quede prendido leyendo
    auqnue estoy en mi trabajo
    ya continuare luego
    mejor no seria ponerlas por capitulos
    asi se hace mas facil retomar la lectura
    un abrazo muy afectuoso
    y sigue adelante
    si puedes me lees, tambien escrio algunas cosillas...
    saludos desde este lado del planeta.

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