tag:blogger.com,1999:blog-12197369655972347672024-03-05T05:08:24.159-08:00Luis Melero CuentosPÁGINA PARA LEER LOS INNUMERABLES CUENTOS ESCRITOS POR LUIS MELEROUnknownnoreply@blogger.comBlogger653125tag:blogger.com,1999:blog-1219736965597234767.post-21287326988661355562022-11-29T00:19:00.000-08:002022-11-29T00:21:24.585-08:00LA HORA DE 3.000 AÑOSLa hora de 3.000 años.
DESESPERADO INTENTO DE REIVINDIAR CLAVES DE LA PERSONALIDAD MALAGUEÑA,
INTENTO PARA EL QUE NUNCA CONSEGUÓ PATROCINIO, PUES EN CUARENTA AÑOS (DESDE AQU`´I Y DESDE FUERA), SOLICITÉ APOYO AL AYUNTAMIENTO, LA DIPUTACIÓN, Y VARIAS FIRMAS COMERCIALES.
NUNCA ME RESPONDIENRON
LA HORA DE 3.000 AÑOS
Una historia mítica de Málaga
LUIS MELERO
COLECCIÓN para promover el conocimiento y difusión
de las nociones esenciales de la historia de Málaga, provincia
y el litoral de Alborán, mediante relatos fantásticos
–aunque no imposibles- sobre elementos auténticos de la
historia antigua, plasmación en narraciones de leyendas y
tradiciones, y recreación amena de hechos que han sido
registrados por la historia, aunque sólo esquemáticamente.
Así, se podrán difundir nociones de la historia “seria” de modo ameno, y documentar a las nuevas generaciones sobre la antigüedad real, multi-milenaria, de los poblamientos de la vertiente Sur Penibética.
Título de la colección:
LA HORA DE 3.000 AÑOS
Una historia mítica de Málaga
Contada a través de 30 cuentos
www.luismelero.com
Títulos:
I - El templo del Cataclismo.
Aventura prehistórica entre la cueva de Nerja y la del Tesoro.
II – El túnel del agua
Pareja condenada a muerte por su tribu, huye y los persiguen hasta el Gato y la Pileta
III - La cabeza del dios
Construcciónb del dolmen de Menga.
IV - Llamadla Reina
Aventura del hijo de un rey bástulo.
V - El muchacho de Tiro
Desheredado, mendigo que malvive en Tiro y que se cuela de polizón en una nave por sentirse demasiado desafortunado.
En busca de fortuna, desembarca en Málaga.
VI - Púrpura
Fabricación de la púrpura. Artesano fenicio que tiene un encargo y ve que no va a poder cumplir el plazo contratado.
VII - La hetaira del ágora.
Fabulación sobre Praxíteles.
VIII - El jardinero de las palmas.
Merodeador cartaginés, que se queda en Málaga tras una invasión, enamorado de una menor.
IX - El senador y la esclava
Primeros intentos “Civilizadores” de los romanos en Málaga. llega un senador, a quien le han recomendado abandonar las miasmas de Roma y buscar un clima más saludable. A su llegada, el pretor le regala una esclava celta. De la que se enamora perdidamente, pero ella no le corresponde.
X – Factoría de garum.
Un grecorromano escapado de Cartagena, llega a Málaga para encontrar gente que quiera preparar garum, mercancía con la que él comerciaba. Encuentra a varios pescadores de herencia fenicia que saben hacerlo, pero algo diferente del que él conoce. Le gusta, pero trata de que lo varíen un poco para adaptarlo al gusto de los patricios romanos.La novedad tiene tal éxito en Roma, que se ven obligados a extender la industria, multiplicándola por veinte. Ocupan todo un muelle del puerto primitivo, alrededor del teatro romano.
LA HORA DE 3.000 AÑOS
XI - Enamorados del atrio.
Un doncel, que ha sido mancebo de un oficial romano durante los últimos dos años, se enamora de una adolescente mientras está subiendo las escaleras para acceder al atrio del templo a Juno, patrona de Málaga.
El oficial se cabrea porque está enamorado del doncel, y la pareja pasa todo la acción huyendo de él. Gibralfaro, ríos, bosques, etc.
XII - Dos llamitas azules.
Leyenda de Ciriaco y Paula, en dos planos temporales.
XIII – El templo de Chindasvinto.
Benasque
XIV – La revuelta imposible.
XV - Un árbol para ahorcar.
XVI - El perchelero de Nápoles. Esclavos de los reyes católicos
XVII - Peste y sangre (Cristo Salud)
XVIII - Todos somos uno..
XIX - LA TORRE OFRECIDA.
XX - La alcubilla de Capuchinos.
Molina Lario y el acueducto.
LA HORA DE TRES MIL AÑOS
XXIV - La emparedá.
Noche de los cuchillos largos de Napoleón 5/2/1810
XXV - El cenador de la bella.
José de Salamanca, Antonio Cánovas, los Loring, los Heredia, etc.
XXVI - Mardito bisho
Epopeya sobre el drama de la filoxera
XXVII - Ancha del Carmen.
Salvamento de la Gneisenau
XXVIII - La Virgen de la Peña
Mijas y mila<greo de las dos mellizas separadas al nacer.
XXIX - El boquerón de la suerte.
Pescador obsesionado por dar un regalo a su hija.
XXX - Poseidón furioso.
Leyenda de los pescadores de Pedregalejo.
Unknownnoreply@blogger.com0tag:blogger.com,1999:blog-1219736965597234767.post-28307855345713321792022-10-07T00:14:00.000-07:002022-10-07T00:17:51.607-07:00EL MUCHACHO DE TIRO... ¿Fundó el Cerro del Villar?EL MUCHACHO DE TIRO
Los dioses eran tan despiadados que no podía pedirles ayuda, porque las plegarias humilladas ocasionaban su ira y les sacaban de quicio, lo que inclinaba a los dioses a martirizar tormentosamente al suplicante. Ya no recordaba cuándo había comido hasta saciarse, si es que alguna vez lo había hecho, y había olvidado si nunca durmió sobre un jergón mullido y sin terrores.
<div class="separator" style="clear: both;"><a href="https://blogger.googleusercontent.com/img/b/R29vZ2xl/AVvXsEjwgqnxd7hIYLtdM0FPZ3qniJNtSF4Sm6rw1zoKH53T2_jZ_080viTZLL8fnVKcLxpgTC2Oh2_qrOxRBh4ceE-9Av-bDwdkN0dU2dAGLKcVyh6k28q2Y3q-8VsetfjvnjIzS3qNZ0YZyP9XHhS3tovWOOmRDONqhONwvintcIYr5BWrjW2TStnBLDCL/s296/TIRO%201.jpg" style="display: block; padding: 1em 0; text-align: center; "><img alt="" border="0" width="320" data-original-height="170" data-original-width="296" src="https://blogger.googleusercontent.com/img/b/R29vZ2xl/AVvXsEjwgqnxd7hIYLtdM0FPZ3qniJNtSF4Sm6rw1zoKH53T2_jZ_080viTZLL8fnVKcLxpgTC2Oh2_qrOxRBh4ceE-9Av-bDwdkN0dU2dAGLKcVyh6k28q2Y3q-8VsetfjvnjIzS3qNZ0YZyP9XHhS3tovWOOmRDONqhONwvintcIYr5BWrjW2TStnBLDCL/s320/TIRO%201.jpg"/></a></div>
En su memoria obnubilada por el hambre y el cansancio, hervía como un mal sueño que alguien le había dicho “ya tienes edad de ganarte el sustento y nosotros tenemos demasiados a los que alimentar. Sal a robar en los muelles o nada hasta la isla y recala en las aguas del mar, donde encontrarás mucho con que saciar tu hambre”.
Hiram no recordaba cuánto tiempo haría de eso, pero a diario suplicaba a Astarté que ningún marinero le partiera el espinazo de una patada si lo sorprendía robando pescado en la cubierta de las naves, tan flaco y débil se sentía. Sobre todo, rogaba a Astarté y a Malac no ser usado como mujer por los ansiosos y desbocados marineros. Les temía a todos, principalmente cuando acababan de desembarcar tras una travesía muy prolongada y bajaban la pasarela desnudos exhibiendo impúdicos y orgullosos el bronce del sol en su piel y el enhiesto deseo en sus genitales. A pesar de su impudicia, le parecían dioses de otro mundo, con sus formidables miembros y los hombros de titanes, enrojecidos por el sol y el tinte de su ropa, y con frecuencia aplacaba el furor y el odio de algunos de esos marineros ofreciéndoles los primeros caracoles que conseguía encontrar en las profundidades cenagosas.
Su pecho no estaba aún desarrollado como para coger bocanadas grandes de aire que le permitieran permanecer más que unos instantes arañando el oscuro fondo arenoso La dificultad iba aumentando en muy poco tiempo, porque al tercer o cuarto caracol que desenterraba, la nube de polvo ascendía, desdibujando por completo el fondo e impidiendo seguir la búsqueda.
Por desgracia, por muchos caracoles que Hiram llevara a la superficie apenas recibía a cambio unas migajas de pan o un par de sardinas. La búsqueda de esos caracoles era una tarea sin fin, pues aseguraban que eran necesarios muchos millares para extraer el tinte suficiente para una sola túnica, que únicamente podían permitirse las grandes fortunas. Paradójicamente, tales dificultades ocasionaban que nunca le faltase ese trabajo, a la espera de adquirir corpulencia de marinero que le permitiera embarcarse en busca de las cantadas riquezas lejanas.
Una vez, tras la llegada de un navío grande que había permanecido ausente muchas lunas, escondido entre enormes ovillos malolientes de sogas, pasó gran parte de la noche aterrorizado por los horribles quejidos de otros niños mendigos del puerto, mientras eran usados por los fogosos marinos recién llegados; el pavor le mantuvo desvelado, porque esos niños, que eran sus competidores en las raterías, parecían sufrir torturas insoportables bajo el peso convulso y jadeante de tales marineros.
Hastiado y desesperado, al amanecer tuvo una feliz ocurrencia. Encontró en los muelles un sucio retazo de vela marinera que parecía abandonado; permaneció todo el día escondido, observando a hurtadillas ese tesoro, y no se atrevió a apoderarse de él hasta que Astarté se llevó al dios Sol a hacerle compañía. Con la tela en sus manos, a tientas, calculó que el tamaño del retazo le permitiría coser con esparto para formar una bolsa que se anudaría a la cintura. Con ella, no tendría que salir tantas veces a la superficie junto al muelle para descargar los caracoles, ascendería de vez en cuando para coger aire colgado de los cordajes de algún barco, y en seguida volvería al fondo; sólo saldría a la superficie cuando el peso de los caracoles le dificultase el trabajo.
Así lo hizo durante un par de lunas completas. A Hiram le bastaron cuatro o cinco inmersiones para acostumbrarse a regresar a la superficie a pesar del lastre de la bolsa casi llena de caracoles. Tan solo una vez intentó llenarla a rebosar, pero las abundantes espinas llegaban a atravesar el duro tejido y clavárseles en la piel, así que moderó su ambición y su impaciencia, y ya nunca llenó del todo el precario artilugio, a pesar de lo cual lo obtenido a cambio de su pesca diaria multiplicaba por diez lo que consiguiera antaño. Feliz por la riqueza repentina que la bolsa le estaba proporcionando, se aplacaron las torturas de su mente y se abrieron sus oídos, de manera que mientras descansaba enganchado a un barco, encogido para no ser descubierto, se aficionó a espiar las chácharas de los marineros.
Todos hablaban enfáticamente de las riquezas y maravillas que veían cada vez que navegaban lejos. La isla, que era la zona más tradicional y cosmopolita de Tiro, era permanentemente un hervidero de chismes y experiencias llenas de magia y fortuna, que embrujaban la cabeza de los más jóvenes. Ningún marinero mencionaba las miserias de navegar hacinados en espacios demasiado estrechos e insalubres ni de los peligros con que tropezaban al varar en cualquier tierra desconocida y frecuentemente inhóspita, siempre llena de salvajes belicosos, ni de las muertes frecuentes que sufrían en infinidad de circunstancias.
Más allá del horizonte, sólo había maravillas. Fortalezas con murallas de oro y zigurats de piedras preciosas. Playas llenas de mujeres desnudas y complacientes. Arenales con más perlas que arena. Y caracoles. Había playas con tantos caracoles en los rompeolas, que podían llenar un barco en una sola jornada. Y ni siquiera era necesario sumergirse demasiado, porque en muchos sitios tocaban en el rebalaje los caracoles con los pies sin tener que sumergirse.
Eso tenía que verlo. Aunque los prodigios descritos por los marineros le hacían soñar, a pesar de que en el fondo de su mente fluía un pequeño caudal de escepticismo, la lejana profusión de caracoles borraba todas las defensas de su credulidad. Esos lechos de caracoles tan abundantes como los cardúmenes de sardinas, tenía que verlos y apoderarse de ellos. De manera que comenzó a germinar en su ánimo la determinación de intentar la arriesgada aventura de colarse de polizón en uno de aquellos barcos. Aplazó muchas veces la decisión, porque de los barcos que veía preparar para hacerse a la mar ninguno le parecía equipado ni suficientemente grande para alcanzar los remotos paisajes de los mitos marineros.
Su vigilancia y atención dieron resultado una primavera, después de amainar las tormentas que llenaban de monstruos el mar. Una mañana, vio aparecer majestuosamente desde el continente un “anayat melek” o barco del rey. Pasmado por el esplendor de esa nave, se planteó temerariamente colarse en ella, pero pronto cayó en la cuenta de dos impedimentos: ese barco estaría mucho más vigilado que los demás y no podría permanecer mucho tiempo como polizón, y el barco del rey no se ocuparía directamente de las peligrosas expediciones en busca de riquezas y caracoles. Por lo tanto, Hiram reprimió su impaciencia y su hambre mientras rogaba a Astarté que apareciera un barco grande y poderoso, capaz de arribar a los confines fabulosos de los que hablaban sus mitos. Fueron pasando los soles y hasta alguna Luna, e Hiram temió que le alcanzara la bochornosa inundación solar de los tiempos centrales, cuando todavía sería mucho más peligroso esconderse en un barco lleno de malahim cansados, hambrientos, lujuriosos y borrachos, y donde un escondite demasiado estrecho no impediría que lo descubrieran varios marineros a la vez, que lo usarían hasta acabar con su vida.
Lo vio llegar una mañana gris que trajo una corta tormenta. Todavía a una distancia de medio sol del puerto, resultaba impresionante. En seguida cayó en la cuenta de que ese barco asustaría a los pueblos salvajes que lo vieran llegar con su gigantesca vela roja y los gritos acompasados de los remeros, que podían oírse a la distancia. Ese iba a ser su escape.
Aguardó pacientemente el varado y anclaje, cautelosamente escondido tras uno de los numerosos fardos de los muelles. De cerca, el barco era largo y tenía claramente dos cubiertas; en la más baja, había unos sesenta remeros. En las bordas de la cubierta superior colgaban los escudos de los guerreros, que totalizaban unos ochenta. El mástil, altísimo, llevaba más de una gran vela cuadrada. En el mascarón de proa resaltaba, junto a un ojo con forma de pez pintado a cada lado, un bello rostro de muchacho tallado entre otras figuras, falos gigantescos y otros torpes símbolos sexuales; más abajo, un fuerte espolón con punta de bronce, dispuesto para hundir barcos enemigos. Hiram lo contempló con detenimiento asombrado; a la altura de la cubierta inferior, el casco mostraba una hilera de troneras a unos cinco palmos de la borda, por donde asomaban los formidables remos. Le asombró que aunque los remeros fueran protegidos del sol y demás inclemencias, bajo techo, sus acompasados gritos y consejas fueran oídos tan lejos cuando se acercaban a puerto. La cubierta estaba llena de fardos, muchos, simples sacos muy abultados por frutos o cosas semejantes, pero otros muchos eran cajas cuidadosamente claveteadas y cerradas, que seguramente contenían las riquezas de las que tanto se jactaban.
Vigilaría ese barco el tiempo que fuera necesario, porque decidió que sería ahí donde se escondería de polizón. Le desalentó algo ver bajar por la pasarela a un malahi desnudo, que daba las impresión de complacerse en exhibir su formidable musculatura teñida por el sol y la púrpura, mientras balanceaba un órgano sexual descomunal que daba miedo aunque a nadie parecía llamarle la atención. Uno de sus brazos sujetaba un pesado fardo no muy grande, que debía de contener su parte del botín; el brazo tensado era impresionante, rebosante de anfractuosidades; sería terrible ser castigado por una extremidad así. Ansió que ese hombre no permaneciera con la tripulación el día que pudiese esconderse en su barco.
La espera se prolongó tanto, que muchas veces estuvo a punto de desistir y abordar cualquier otro que pareciera salir a explorar. Sin embargo, le retuvo la convicción de que ningún otro navío podría disponerse a llegar tan lejos. El gran problema de la espera era que, a pesar de la mala e insuficiente alimentación, notaba que sus hombros se ensanchaban y sus piernas y brazos, cada vez más voluminosos, comenzaban a cubrirse de un fino vello dorado. Consideró que cuanto más tiempo pasara, le resultaría más difícil esconderse con seguridad y pasar inadvertido en un barco con tan numerosa tripulación.
El anyt ym no volvió a izar las velas hasta seis lunas más tarde. Lo abordó de noche, escalando el casco por el lado contrario a donde estaba amarrado a puerto. El escondite que eligió Hiram no parecía muy seguro, porque a su cuerpo encogido no lo cubrían las sombras del todo, pero se esforzó por comprimirse imitando a las lapas, pegado a un fardo lleno de naranjas en el hueco imposible que lo separaba de otro rebosante de piñas. De madrugada, notó que un rb anyt se encaramó sobre el cargamento de provisiones, por lo que Hiram tuvo un instante de terror cuando le pareció que miraba brevemente hacia su escondite.
Astarté presidía precariamente el pequeño castillo del buque, pero a nivel de cubierta, la diosa Malac presidía dominadora los movimientos cotidianos de los marinos. Al principio, a Hiram no le extrañó la desnudez completa de la diosa; sólo tuvo un atisbo de entendimiento cuando vio a uno de los anyt yn meter a medias su mano por una rendija de la entrepierna de la estatua. Esto le consternó, porque no se acostumbraba tocar a los dioses, pero esa Malac de los marineros parecía tener más funciones que protegerles de los peligros del mar, ya que un par de noches más tarde descubrió que otro marino introducía su falo en la estatua y se refocilaba como si se hubiera vuelto loco. En lugar de escandalizarse por el sacrilegio, Hiram sintió crecer su pavor, calculando lo que podría pasarle si ese marinero o cualquier otro lo descubría, porque tenía que reptar con demasiada frecuencia en busca de alimento, ya que su cuerpo estaba experimentando novedades que le producían hambre creciente.
En ese espacio menor que su cuerpo, Hiram perdió la cuenta de las Lunas transcurridas, ya que el hambre insatisfecho obnubilaba sus miembros y su entendimiento. Algunas veces, se atrevía a arrastrarse como una serpiente en busca de cualquier resto comestible medio podrido entre los bultos, tras lo cual, siempre le parecía al volver que el hueco se había vuelto más estrecho aun. No comprendía ni tenía modo de comprobar que sus volúmenes aumentaban a pesar del hambre, notando estupefacto que surgía pelo abundante donde nunca lo había tenido.
Durante unas cuantas Lunas, el barco se acercó a distintos lugares, pero sin varar, porque los expedicionarios que abordaban los arenales volvían negando con aspavientos. Hiram no llegó siquiera a asomarse del todo, ya que las visitas frustradas duraban muy poco.
Pero un amanecer notó mucha agitación. Todavía de noche, habían bajado a la playa siete expedicionarios, que volvieron muy pronto y tras sus gestos y descripciones, toda la tripulación se puso en movimiento. Oyó que en la cubierta inferior, los remeros recogían los remos del todo, los amarraban en haces como si la travesía hubiera terminado y se sumaban a lo que estuvieran organizando el rab y los principales malahim. Aprovechando la agitación, Hiram se atrevió a asomarse a la borda.
Estaban en medio de una estrecha ría, cuyas dos orillas arenosas distaban poco. A pocos centenares de codos de la derecha, se alzaba una sólida muralla de troncos tras la que ascendía el humo de muchas hogueras de quienes estuvieran preparando sus primeras comidas del día; más allá del humo, observó que se recortaba un monte oscuro que semejaba un formidable guardián de la playa, cubierto de rocas pizarrosas como si formaran parte de una armadura guerrera ciclópea. Entre algunos bosquetes de ese monte, desdibujados por la calima, había cabañas y alguna hoguera matinal. Evidentemente, la empalizada de la playa se trataba de una población grande que, seguramente, no aceptaría mansamente invasiones de extranjeros.. Se preguntó con pavor si iba a encontrarse en el centro de una guerra cruel, aunque nadie en el barco mostraba signos de temor ni de alerta. Una expedición de veinte malahim desembarcó con sigilo por la borda de babor, oculta a la ubicación de la ciudad, para no ser vistos. Como su cautela había dejado de ser necesaria, Hiram se alzó del escondite a fin de observar el rumbo y las intenciones de la expedición, momento en el que un fornido malahim malcarado lo descubrió y se lanzó hacia él. Hiram corrió presuroso hasta la borda y se lanzó al agua; aunque había poca profundidad, pudo refugiarse bajo el casco conteniendo la respiración, hasta que el malahim que lo había descubierto perdiera el interés. Durante unos instantes, se maravilló porque el fondo arenoso estaba alfombrado profusamente de caracoles, lo que podría hacerle rico si no se encontrara tan lejos de Tiro. Aún con la respiración contenida pero a punto de reventársele los pulmones, recordó que tenía que huir. Hiram buceó en la misma dirección que había visto alejarse los expedicionarios, pero cuando consiguió tocar tierra los había perdido de vista. Como había notado que su cuerpo había alcanzado ya casi la altura de un hombre, decidió no exponerse a ser visto y se arrastró playa arriba, hacia el tupido bosque situado a no demasiados codos de distancia.
Entusiasmado, descubrió en el bosque muchos frutos desconocidos y raíces suculentas, de modo que satisfizo del todo el hambre por primera vez en mucho tiempo. Permaneció varios soles escondido en el bosque, atento a cuanto sucedía en el barco a ver con cuántas riquezas volvían los expedicionarios, pero a la séptima noche su sueño fue alterado por el fragor de una turba vociferante de salvajes desnudos que, armados con antorchas, bajó por la playa hacia el barco, que incendiaron aunque era más impresionante el griterío que el fragor e las llamas.
Al comenzar el alba, Hiram comprobó con desconsuelo que el barco había dejado de existir, atufaba la pestilencia de carne quemada y el agua presentaba un turbador color entre pardo y rojizo de la sangre. Sólo unos pocos salvajes permanecían en la playa, como si quisieran asegurarse de que la ciudad ya no corría peligro, pero la mayor parte de los atacantes había vuelto a ocultarse tras la empalizada y podía oír lejano el eco de risas, celebración y burlas..
Acurrucado y sin salir nunca a la luz de la playa para que no pudieran descubrirlo, Hiram permaneció tres Lunas esperando que otra expedición de Tiro llegase y se interesara por las riquezas que pudiera haber en ese lugar, pero el tiempo pasó mientras él comenzaba a sentir necesidades nuevas muy desconcertantes y a veces angustiosas, que la soledad no podía satisfacer, ni aunque imitara lo que recordaba haber visto hacer de noche a los marineros, a escondidas, durante la travesía.
Hastiado y triste, un día caminó en dirección contraria a la ría, obligado a vencer los hirientes impedimentos de la frondosidad casi impenetrable del bosque. Por fin, dos soles más tarde, encontró una nueva playa, que descendía hacia un estuario muy ancho y lleno de vida animal. Examinó con atención hacia el norte, el oeste y el sur para asegurarse de que no hubiera ninguna población cerca; si la había, debía de ser muy lejos río arriba, ya que un par de veces vio a un pescador llegar a pescar junto a una colina arenosa situada enfrente, donde la pesca debía de ser muy abundante, Dedujo que ese pescador desnudo y pintarrajeado de azul llegaba de muy lejos, porque no navegaba una barca, sino sentado a horcajadas en un tronco muy grueso y sin remos, paleando con las manos para avanzar. El tronco era de un árbol mucho más voluminoso que los del bosquecillo donde estaba, por lo que debía de proceder de mucho más arriba del río.
Comprendió que sólo podría considerarse a salvo en aquella isleta sin vegetación ni hierba situada al otro lado del río, pero aislada entre dos anchos brazos del estuario. A poniente de la isla, calculó que habría otra playa en declive, que le ocultaría. Así que fue el lugar que eligió para aposentarse. Luego de varios soles de indecisión apesadumbrada, nadó muchas veces para regresar con troncos y arbustos con los que compuso una precaria vivienda. Examinó el resultado con impotencia, porque no era una construcción de la que enorgullecerse, pero carecía de fuerzas para más. La modestia del refugio era vergonzosa.
Tendría que disimular algo ante sus propias entendederas, encontrando el modo de decorar el exterior, con objeto de no exasperar a los espíritus propios de esos parajes, cuyo talante desconocía. . Encontró tres variedades de flores secas y altas y orgullosas cañas, pero también tenía que proveerse de dioses a los que pedir protección contra tales espíritus locales. Con un tronco rechoncho hendido por un rayo, se imaginó que era la diosa Astarté, grabó con una contra una torpe silueta en el tronco y la colocó en lo más alto del terreno como protegiendo la vivienda, pero otro tronco que decidió que sería Malac le dijo que estaba furiosa, porque lo había protegido de las maldades de los marineros durante la travesía desde Tiro, y ahora le pertenecía. Se lo dijo con los ecos funestos de una tormenta estival de granizo, que pareció dispuesta a llevárselo volando para morir junto al dios Baal, cuyo perdón solicitó entre aullidos de terror. Temblando, Hiram se lanzó sin miedo desde la altura hasta la cálida arena y, con miedo reverencial, apartó unos codos a Astarté para colocar a Malac en lo más alto. De inmediato, el tosco tocón que representaba a Malac resplandeció como el sol de la madrugada y en el miedo interior de Hiram se dibujó una sonrisa.
Había sido tan intenso el pavor del arrebato de Baal, que el adormecimiento lo rindió. De repente, la isla, que no era tan grande como Tiro, se cubrió de una animada ciudad cuadriculada como una muralla babilónica, llena de gente feliz y despreocupada que cantaba y bailaba a todas horas, millares de ánforas y vasijas se secaban al sol por todos lados y el humo de los hornos se elevaba mansamente por doquier, mientras centenares de barcos enfilados en vendejas o anclados en sus muelles, cargaban o descargaban mercancías.
Despertó y al recordar que estaba solo, se echó a llorar. Sintió en la entrepierna el ardor y la urgencia del despertar masculino, lo que le hizo pensar en muchachas, tan inalcanzables en sus circunstancias como el favor de Baal. Dedicó un par de lunas a sumergirse en busca de caracoles espinosos, que amontonaba en la playa sin objeto. No tenía ni idea de cómo se obtenía la púrpura ni tenía a quien vendérsela. Tras amargas lunas de aburrimiento y tristeza, decidió que ya era un hombre, que necesitaba raptar a una mujer y crear una familia bajo la protección de Malac, porque la vida le forzaba a fundar una ciudad aunque fuera muy pequeña, para poder sustituir a la que había perdido y nunca recuperaría. Necesitaba compañía para fundar la ciudad. Invocaría a Malac para reunir coraje con el que espiar alguna aldea y ser capaz de raptar a una compañera para fundar el nuevo reino de Tiro, y pocos días más tarde le pareció oír un susurro de Malac: “Corre a la muralla de la ciudad del este. La vas a conseguir cuando ella salga a lavar en el río. Tráela pronto, para que yo pueda bendecirla”.
Malac se llamó su isla desde entonces.
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Unknownnoreply@blogger.com0tag:blogger.com,1999:blog-1219736965597234767.post-87310600027528108602020-11-20T01:23:00.000-08:002020-11-20T01:23:48.138-08:00LLAMADLA REINA
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Aquél era para los bástulos un tiempo más proceloso que un torbellino en el mar, una violenta y amenazadora marejada continua donde hasta el optimismo más luminoso e ilusionado naufragaba.
En la guerra terrible e interminable que mantenían desde hacía tantas generaciones como eran capaces de recordar, los hombres se veían obligados a conseguir dureza de roca para sus cuerpos y templanza casi sobrenatural para sus espíritus. Cuerpos capaces de sobrevivir a las heridas más espantosas y espíritus que pudieran sobreponerse a las peores barreras, y superarlas.
Tal espanto cotidiano ocurría en un rincón junto al mar que, sin guerra, cualquiera hubiese considerado el paraíso. La ciudad había sido erigida en tiempo inmemorial, bordeando una estrecha ensenada, casi una ría, que penetraba tierra adentro por donde el río desembocaba, envolviendo la punta rocosa del Monte Ojo, cuya proa negra emergía entre la playa y la rada como un gigantesco barco de titanes varado sobre la arena oscura. Los bástulos convivían con plantas feraces, flores que llenaban el aire de aromas hipnóticos, cardúmenes como plata alborotada en el agua y bandadas de pájaros de cobre y lapislázuli en el aire más diáfano y resplandeciente del mundo. Un paraíso tan disputado por cuantos tenían noticia de su existencia, que nunca se les había permitido disfrutarlo en paz.
Sabían que todo el que contemplaba su ciudad una vez ambicionaba quedarse, expulsándoles a ellos. Sabían que habitaban el más hermoso y ameno de los jardines celestiales, pero aunque los bendijera la diosa Naturaleza con todos los placeres que ambicionaban sus sentidos, vivir era un escalofrío perpetuo a causa la sempiterna acechanza del enjambre de ojos encendidos que difícilmente conseguían entrever al otro lado del Río de la Ciudad, chisporroteando y destilando odio tras las marañas negras de la jungla.
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Los veían más con el presentimiento que con la mirada. Aunque no se dejaban ver jamás, sabían que estaban allí, acechando, buscando la ocasión de masacrarlos y expulsarlos del edén. Siempre embozados en la tiniebla viscosa y traicionera. Siempre vivos y amenazadores aunque parecieran sombras de otro mundo. Perpetuamente.
Cada voz llegada del bosque representaba una amenaza y cada mirada entrevista a través de las brumas, una tétrica acechanza, porque las voces aullaban restallando con estridencias de tormenta y las miradas centelleaban como maldiciones infernales.
Mas cuando el dios Sol consentía en desterrar el peligro y el rebalaje se vestía de resol de plata, olvidaban el terror y dejaban de vigilar en derredor como si el dolor y la muerte fuesen fatalidades inminentes. El gozo era tan intenso bajo la luz, que nadie sentía necesidad de soñar gloria más plena, y durante buena parte del paseo cotidiano del dios Sol llegaban a olvidar, descuidándolo, el alerta exigido por la vecindad del horror, que sólo retornaba cuando el dios Sol se zambullía en las profundidades escarlatas donde dormía. Tras el último reflejo rojizo, comenzaba la tensa vigilia en la que toda la ciudad participaba por turnos, que eran siempre los mismos asignados por familias generación tras generación.
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II
Cuenta la leyenda que cuando faltaban aún muchos años para que los fenicios se apoderasen de sus playas a causa de la abundancia de búzanos, con los que elaboraban el más extravagante de sus lujos, vestir de púrpura, reinaba en la ciudad el más grande de los reyes bástulos que hubieran conquistado a lo largo de los siglos el Monte Ojo. Se llamaba Zerain, y al contrario que todos sus súbditos, tenía solamente un hijo, un único y amantísimo heredero llamado Calain.
Estaban a punto de cumplirse dos lunas desde que Calain se internara en las selvas del Río de la Ciudad, las mismas dos lunas que el rey Zerain lloraba todas las noches su desconsuelo en la torre vigía, construida con troncos de pinsapos y enramados de quejigos y sabinas, encima de los muros de roca negra.
La torre había servido durante las últimas dos mil lunas para vigilar la esquina noroeste de la fortificación del reino, el único punto por donde los mastienos ululantes podían intentar el asalto secularmente repelido, pero pronto reintentado. Allí, abierta la ciudad al mar prisionero de la ría, no había cómo cerrar la embocadura del río. El límite del reino, su punto más vulnerable y, por ello, el que debía vigilarse más.
Todos los atardeceres subía Zerain a la torre, a otear a través de sus lágrimas la neblinosa selva que era una pared verdinegra a sólo trescientos pasos de la muralla. Escudriñaba en busca de un rastro de la sangre joven de su propia sangre, suspirando para que no hubiera sido vertida por los mastienos, anhelando entre crujidos de su corazón herido poder ver al fin que Calain regresaba vivo e indemne de su rito de iniciación. Agitaba el collar mágico de conchas de búzanos y, alzándolo hacia el cielo, repetía el nombre de Calain.
• Vuelve, Calain, hijo mío -lloraba con la garganta rajada.
Detrás del rey, abajo, en el extenso Llano de los Vítores, intramuros y apisonado por veinte generaciones de aglomeración, los súbditos, tendidos boca abajo en el suelo de tierra, derramaban también lágrimas entre salmodias que rugían por encima del crepitar de las hogueras y los alaridos de las mujeres, ocultas tras las celosías de junco trenzados que cubrían las ventanas de las cabañas. Los destellos del fuego acompañaban los gemidos.
• ¡Vuelve, Calain! -gritaban todos al unísono, en un clamor audible aun en las distantes colinas de Entrerríos, donde residía el terror.
• ¡Que el dios del Tormento permita que Calain sea mucho más poderoso que los crueles mastienos y vuelva sano y entero! -conjuraba el sumo sacerdote, erguido orgulloso en medio de los orantes tendidos a su alrededor, con la piel teñida de azul por los incontables tatuajes de su rango y la cabeza adornada con una toca gigantesca de plumas blancas y caracolas de nácar.
• Que la diosa del bosque confunda a los mastienos y haga que Calain sea invulnerable -clamaban los bástulos a coro.
Todos se agitaban estremecidos por el temor, espantados por los designios temibles de las fuerzas oscuras, porque si Calain no volvía, no tendrían rey cuando Zerain muriese, ya que el soberano había jurado sobre la piedra del dios Nunca no volver a tomar mujer tras la desaparición de Cálape, la diosa que había parido a Calain. Sin el amparo del “Supremo que habla con los dioses”, los bástulos serían masacrados y barridos por los mastienos.
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III
Los bástulos fundaban familias extensísimas, formadas por tantas mujeres como cada hombre era capaz de alimentar, de modo que en algunos casos llegaban a contar centenares de hijos. Lo imponía el afán de supervivencia, porque vivían desde el comienzo del tiempo en guerra permanente con el salvaje reino de mastienos situado junto al Río Mayor. Los soldados de un codicioso rey del oriente, llamado Salomón, que ansiaba apoderarse de las riquezas marinas de sus playas, de la rada, del muro de piedras negras construido por antiguas generaciones de bástulos, del puerto y del Monte Ojo que lo protegía, ayudaban a los mastienos con lanzas que no se rompían y carros capaces de volar, para reforzar sus encarnizados ataques al pueblo de Zerain.
Eran tantos los jóvenes sacrificados en las batallas, y habían pasado tantas lunas desde que la guerra comenzara, que tenían que procrear hijos innumerables para no extinguirse como pueblo. Un pueblo orgulloso que, según afirmaban los “sabios conocedores de las cosas” y el oráculo de la Montaña de la Fuente, había dominado antaño todas las tierras que bañaba el mar y ahora parecía abocado a hundirse en el olvido. Creían firmemente que su destino era reconquistar ese poder, librar a los pueblos marineros de la crueldad salvaje de los mastienos. Multiplicarse y perpetuarse en los hijos era la única vía de mirar con esperanza el futuro.
Zerain sólo había conseguido amar una vez. Como rey, tenía la potestad de tomar para sí a cualquier mujer de su pueblo, soltera o casada; niña, adolescente o adulta. Pero el día que, recién heredado el trono, vio a Cálape sobre el madero que las olas habían entregado a la playa, supo que nunca podría amar a otra. Acababa de lancear un cazón que medía más de cuatro palmos, una maravilla que abandonó coleteando en el rebalaje, para acudir a contemplar la plateada esfinge mágica que le entregaba el mar.
Al primer instante, creyó que era una estatua o un cadáver, pues carecía de temperatura. Luego comprendió que la frialdad se debía a haber pasado, tal vez, muchos días flotando sobre los restos de un barco naufragado. Cuanto palpó su cuello, descubrió que aún le quedaba vida, pero, entonces, Cálape abrió los ojos y Zerain, tembloroso y agitado por un escalofrío, se arrodilló ante ella, convencido de que era una diosa, porque aquellos ojos no eran como los de la gente sino que tenían el color del mar.
Cálape emitía unos sonidos muy extraños que Zerain no comprendió, pero consiguió tranquilizarla con gestos y la llevó en brazos a la Morada de los Dioses, donde el sumo sacerdote le administró una pócima que, poco a poco, fue devolviéndole el movimiento. Una vez que pudo contemplarla erguida sobre sus piernas, con su desnudez de diosa y sus ojos de mar, supo que por fin había encontrado a su reina.
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IV
Los festejos nupciales duraron todo el cálido mes de la Estancia del Sol. Los ritos y la magia de la ceremonia ante la Morada de los Dioses parecieron calmar a Cálape lo suficiente como para dejar de debatirse, lo que no había parado de hacer desde el mismo instante en que, luego de ser rescatada y reconfortada, se sintió lo bastante fuerte como para valerse por sí misma.
En el cuerpo a cuerpo, Cálape era como un uro furioso y Zerain se vio obligado a contenerse a lo largo de muchos días, mordiéndose los labios hasta sangrar, porque la hermosa diosa de ojos como el mar se mostraba capaz de vencer a un hombre y él, que acaso pudiera abatirla, no quería golpearla ni forzarla en ningún sentido ni circunstancia. Sólo ansiaba que ella correspondiese su amor.
Pero el día de la boda dejó de agitarse y gritar, y de dar patadas y arañazos cuando seis ancianas entraron en la cabaña con grandes ramos de flores entre los brazos y todos los objetos y prendas de su acicalamiento. Tras un momento de duda recelosa, Cálape paró de aullar y de componer ademanes de amenaza, y aceptó la manipulación de su cabello y que extendieran en sus mejillas y en toda la cara los tintes y unturas con que realzaron su belleza.
Cuando fue conducida a través del llano hasta la Morada de los Dioses, se mostraba serena y hasta creyeron algunos de los presentes que había esbozado una sonrisa. Así le pareció también a Zerain, que no conseguía interesarse por nada que no fuese la contemplación absorta del hermosísimo rostro.
Terminados los rituales oficiados por el sumo sacerdote, durante los que ella permaneció quieta y con los ojos muy abiertos, siguieron los cánticos, el baile y la simulación colectiva y pública del acto con que Zerain y Cálape tendrían que consumar su matrimonio. Empezaron con el baile en ruedo, los hombres con las manos entrelazadas, las mujeres dentro del círculo, fingiendo desinterés e inclusive simulando ignorar la presencia de los hombres. Éstos vestían la corta túnica blanca ceremonial, de lino, que les descubría las piernas y los brazos profusamente enjoyados de aros de metal brillante y sartas de caracolas de nácar. Las mujeres que participaban del baile lucían las galas más abrumadoras y abundantes que dictaba la tradición; sus túnicas teñidas de azul les cubrían hasta los pies y llevaban velos sobre la aparatosidad enjoyada de sus peinados, caídos sobre sus hombros prácticamente ocultos bajo los seis o siete collares que cada una portaba.
Los movimientos de ellas eran suaves, casi etéreos, mientras que los de ellos eran enérgicos, entre saltos, elevación de los pies por encima de la cabeza de ellas y giros rapidísimos.
Cuando todos los cuerpos masculinos se cubrieron de chorros copiosos de sudor, la cadencia de los timbales se amortiguó y todos cambiaron los brincos y evoluciones por una cadencia perezosa, como si en ese instante preciso se hubieran percatado de la existencia de las mujeres. Simultáneamente, ellas se volvieron hacia ellos con lentitud y alzaron los brazos abiertos en actitud de aceptación.
Entonces, ellos se despojaron de las túnicas y se acercaron a las mujeres, que les acogieron entre sus brazos, quedando ambos cubiertos por el manto. A continuación, aumentó nuevamente, poco a poco, el ritmo de los timbales mientras se agitaban voluptuosamente por parejas, como si estuvieran amándose en un rito colectivo de fertilidad.
Como no podía dejar de contemplarla, el rey Zerain detectó en los ojos de su esposa la comprensión de lo que estaba sucediendo que, por sus bruscos cambios de humor, no había llegado a entender durante la larga ceremonia; de repente, cayó en la cuenta de que acababa de casarse. Lo miró con expresión de horror, se alzó con lentitud de la estera donde ambos estaban recostados, tomó una lanza y trató de atravesar con ella a su esposo y, a continuación, advirtiendo la conmoción y el alboroto que su actuación producían, gritó de una manera sobrehumana y echó a correr hacia el mar.
Tras correr tras ella con los peores presagios en el pecho, Zerain tuvo que esforzarse a fondo para conseguir rescatarla, puesto que Cálape parecía haber tomado la decisión de alcanzar a nado su lejanísimo país o, de lo contrario, morir en el intento. Con un desgarro en el alma, Zerain golpeó la cabeza de Cálape hasta conseguir que perdiera el conocimiento. De tal modo pudo remolcarla hasta la orilla.
V
• Tienes que domarla, Zerain –dijo el sumo sacerdote al rey-. Existen en nuestro pueblo muchas tradiciones para un caso como éste. Se te permite azotarle el culo hasta que sangre y, aunque afirmes que no deseas mancillarla, da la impresión de que no te queda otro camino. Aunque te repugne pegarle, recuerda que cuentas ya veintitrés soles y debes dar a los bástulos un heredero. De lo contrario, no olvides que tienes cuatro parientes de sangre que sueñan con ocupar tu puesto. Y que intrigan con malas intenciones, si tienes memoria para ello, y podrían buscar la manera de perderte.
Zerain dejó vagar la mirada en torno. Había llamado al sumo sacerdote a su lugar favorito, la torre más cercana al mar y la bocana del río, porque no deseaba someterse a los convencionalismos y formulismos de la Morada de los Dioses. El paisaje parecía en ese instante el más idílico del universo. Cinco barcas sobrevolaban el mar con sus velas blancas como gaviotas y la brisa traía aromas y promesas de tierras remotas y misteriosas.
• ¿No tienes alguna clase de encantamiento que pudiera servir para vencer la terquedad de mi esposa?
• El único encantamiento que necesitas es provocar su miedo y rendirla, Zerain. Tienes que hacerlo, y mejor antes de que por su culpa y por la pasión que te ciega llegues a poner en riesgo tu reinado.
• ¿No podría encontrar solución en la Montaña de la Fuente?
• Es lo que iba a proponerte. Que subas y pidas consejo al oráculo de la Diosa Reina. Pero no olvides los peligros que conlleva. De un lado, tendrías que ausentarte de la ciudad y, tal como están las cosas, tanto en la guerra como con tus ambiciosos parientes, no parece muy buena idea; y de otro, correrías el riesgo de morir, por muy bien que organices la subida.
• Pero debo hacerlo, gran sacerdote. Seguramente, la diosa me inspirará una solución en la que todavía no hayamos reparado aquí abajo, con la voluptuosidad del mar adormeciendo a todas horas nuestras intenciones y propósitos.
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VI
Media luna más tarde, se puso en marcha el grupo mejor armado que nunca se había visto en la ciudad salir de expedición. Lo formaban doce hombres cubiertos de petos, braceletes y grebas de cuero, portando cada una concha de tortuga gigante como escudo. A la cintura, las mortales falcatas, y a la espalda, los arcos. Cada carcaj portaba un buen haz de flechas y las lanzas cruzadas ante sus pechos, que sujetaban sobre nudos de esparto para mayor firmeza, eran pértigas gigantescas, capaces de romper el cráneo de un onagro de un solo golpe.
Conocedor de lo penoso del viaje, puesto que era la cuarta vez que subía a lo largo de su vida a la Montaña de la Fuente, Zerain no aceptó ser llevado en andas. En cambio, sí lo fue Cálape, porque era la única manera de poder transportarla con cierta dignidad, a pesar de las amarras que la inmovilizaban para que no escapase.
El camino ascendía como un complicado caracol de tierra apisonada por los siglos de uso, montaña arriba, entre las frondas de las encinas, pinares, sabinas y alcornocales, entre helechos y musgo. Cada repecho que coronaban era un peldaño que les acercaba más al cielo y cada revuelta, la oportunidad de contemplar el paisaje inmenso extendido a sus pies, con los dos ríos, que parecían sobrevolar por un milagro. Llegó un momento en que la ciudad, allí abajo, se difuminó en turquesa paradisíaco en la frontera entre el azul del mar y el del cielo, fundida con la calima y las brumas de la ría, el Monte Ojo, la playa, el Río de la Ciudad y la selva. En verdad, era un retazo del paraíso, consideró Zerain, y por ello hallaba incomprensible que Cálape se negara a disfrutar de cuanto le ofrecía.
A las dos jornadas de viaje, avistaron la Fuente de la Diosa.
Manaba incesante, en todas las épocas del año, de un repecho situado a la izquierda del camino, y los bástulos consideraban que era un regalo de los dioses, puesto que no se agotaba ni durante los más calurosos meses del sol. Como todo cuanto envolvía a su ciudad, los bástulos creían que tenía poderes mágicos. Beber de esa agua no sólo curaba las heridas y todas las enfermedades; también solventaba los problemas del espíritu.
Desentendido de Cálape por un momento, Zerain se postró ante la fuente, rindió sus armas, las colocó ante sí en el suelo, alzó la cabeza hacia el cielo mientras levantaba las manos, y oró:
• Diosa Reina que moras en esta antesala del cielo, apiádate del corazón afligido del rey de los bástulos.
Primero fue como un rumor del viento, pero, poco a poco, fue convirtiéndose en un bramido que estremecía las piedras y agitaba los árboles. Aunque notó que sus soldados mostraban temor y parecían a punto de echar a correr, Zerain permaneció quieto y apenas miró a su esposa de reojo.
Cálape dejó de debatirse en su lecho sobre las andas. Miraba hacia el chorro de agua como si fuese capaz de ver algo que sólo existía para sus ojos y que nadie más podía distinguir. Movió la cabeza varias veces en lo que parecía ademanes de negación y, luego, de asentimiento. Y a partir de entonces, ya nunca volvió a revolverse más ni trató de agredir a nadie.
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VII
A pesar de su nueva actitud, el pueblo bástulo no aceptó jamás a Cálape. Eran incapaces de mirarla a los ojos y temblaban aterrorizados por el color dorado de su pelo. Nunca pronunció una palabra que pudieran entender ni mostró esfuerzo alguno por intentar comprenderles. Aunque había dejado de esbozar muecas de ira y no descomponía ya el rostro para proferir lo que sin duda habían sido terribles insultos, se podía detectar en el fondo de sus ojos el desprecio que sentía por la ciudad y sus moradores.
Sin embargo, el amor del rey era tan firme como el Monte Ojo.
Todas las noches, Zerain se arrodillaba ante ella y la adoraba largamente antes de amarla con gran ternura y cuidado, contrariando los brutales y precipitados usos de su comunidad, que su propio padre había pasado seis meses enseñándole. La poseía despacio y conseguía con grandes esfuerzos que ella abandonase su lejanía unos instantes, que para él eran sublimes, aunque jamás consiguió que pronunciase una frase inteligible ni le devolviera una caricia.
El día que nació Calain, cuando todavía debía de sentir dolor, y mientras todos festejaban con júbilo la llegada del heredero, Cálape desapareció engullida por el mismo mar que la había depositado en la playa, y Zerain no fue capaz de volver a amar a otra.
Después de tres días de búsqueda en todos los territorios que permanecían bajo su poder y del rastreo agónico de la orilla del mar, Zerain se encerró una luna completa en la cabaña real, rehusando alimentarse, dispuesto a morir.
Hasta que el sumo sacerdote se encerró con él en silencio. Se mantuvo callado y quieto dos días enteros, sentado frente al rey y sin dejar de mirarlo muy fijamente.
Al tercer día, el rey esbozó una media sonrisa antes de decir:
• ¿Crees poseer mayor firmeza que yo?
• Sólo soy más viejo, Zerain.
• ¿Piensas morir conmigo?
• Así será si así lo quieres. Si deseas morir y que el pueblo bástulo desaparezca para siempre, lo aceptaré.
• El pueblo bástulo no desaparecerá conmigo. Siempre hemos conseguido sobrevivir, aún frente a las peores adversidades.
• La adversidad de ahora no lo permitirá, Zerain. Tus cuatro primos, que están ahí fuera, vigilando a la espera de certificar tu muerte, enfrentarán a los bástulos contra los bástulos, y los mastienos nos vencerán sin luchar y sin pérdidas. Y tu hijo será asesinado para que no pueda reclamar nunca el trono que le pertenece. Claro que todo ello no tendrá importancia ninguna, al lado de tu dolor por el abandono de una mujer que jamás te amó.
• ¿Mi hijo será asesinado?
• ¿Lo dudas?
Zerain suspendió el ayuno y el encierro en ese instante. A partir de ese día, entregó cada uno de los latidos de su corazón al hijo emergido de las entrañas de Cálape. Tenía, como ella, el cabello dorado, aunque más oscuro, pero, por fortuna para su futuro real, sus ojos podían ser mirados sin espanto por sus conciudadanos. Aunque era el rey, Zerain sentía en ocasiones el impulso de arrodillarse ante su hijo y adorarle por su belleza sobrenatural, tal como había hecho con su madre todas las noches durante diez lunas.
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VIII
El día que Zerain descubrió que el pubis de Calain comenzaba a cubrirse de vello amarillo, lloró toda la noche. Aun siendo su heredero, no podía sustraerse a los milenarios ritos de su pueblo, que exigían exponerse a la aventura de iniciación en cuanto asomase el primer signo de virilidad. Al amanecer, llevó a su hijo a la orilla del mar y le pidió que le probase que era capaz de fecundar a una mujer. Cuando Calain le obedeció, Zerain volvió a llorar, pero escamoteó sus ojos húmedos a la mirada de su hijo.
• ¿Ya sabes lo que tienes que hacer? -le preguntó.
• Sí, padre. Debo vivir una luna en la montaña, alimentarme todo ese tiempo de lo que pueda cazar sin llevar armas y, luego, cuando la luna vuelva a morir en el cielo, tendré que bajar a las tierras de Entrerríos y matar a un mastieno evitando que él me hiera, y traer como prueba su oreja izquierda para que nadie dude de mi valentía.
Nueve días más tarde, cuando la luna se ausentó del cielo, en una oscuridad completa rota sólo por una hoguera en el centro del Llano de los Vítores, se congregó toda la ciudad en la explanada, para ser testigo y testimoniar para la posteridad que Calain iba completamente desarmado.
Durante esos nueve días, el sumo sacerdote le había tatuado casi toda la piel con los símbolos mágicos propios de los hombres, más los correspondientes a su condición de iniciado en las ciencias ocultas y futuro rey. El príncipe había soportado los lacerantes pinchazos sin un gemido, asombrando a todos con su entereza y enorgulleciendo a su padre.
Esa noche de Luna muerta en el Llano de los Vítores, con los reflejos de la hoguera su cuerpo parecía teñido de azul, ya que apenas podía vérsele algún retazo de piel sonrosada. El sumo sacerdote le obligó a girar sobre sí mismo para que todos pudieran contemplar los signos de su madurez. Siguió el canto que despertaba a los dioses, entonado a coro por todo el pueblo.
Alzado sobre su tarima real, Zerain rompió el arco y la lanza que habían pertenecido a su hijo desde que sus brazos fueron capaces de usarlos. Nadie osó mirar descaradamente el llanto copioso que fluía de los ojos del rey, todos desviaron la mirada para contemplar al debutante con una mezcla de amor y temor por su suerte.
Cumplida la parte pública del rito, la puerta de la muralla se abrió lo justo para dejarle salir y Calain corrió a ocultarse en la arboleda del Monte Ojo, lejos del río, cuya orilla de poniente vigilaban los mastienos.
Zerain emitió un último suspiro, contuvo el llanto que se agolpaba en su garganta y afrontó las miradas compungidas y compasivas del pueblo bástulo.
IX
Además de tenebrosa, la selva exuberante que cubría los montes que rodeaban la ciudad estaba llena de espíritus en las abundantes cascadas y pozas de un río que fluía perpetuo y fresco, aunque harto proceloso. Proliferaban los rincones umbríos y la floresta era tan densa, que causaba espanto. Todas las oquedades de las quebradas boscosas albergaban dioses y demonios, rincones llenos de rumores espeluznantes, aves hermosas y alucinaciones.
Los primeros dos días, Calain fue incapaz de cazar. Los animales pequeños corrían más que él y desaparecían en agujeros imposibles de sondear. Los grandes, como los feroces jabalíes, los ciervos gigantes, los onagros encabritados y chillones y las capras de enorme cornamenta, eran demasiado peligrosos para un joven que sólo disponía de sus manos. Pese a que comía sin parar moras, fresas, manzanas, endrinas, raíces de palmito y hongos, era imposible satisfacer los apremios de su estómago ni de su organismo privilegiado, y empezó a sentirse vulnerable a pesar de la anchura de sus hombros y la fortaleza de sus miembros.
La cuarta noche, una diosa blanca como las estrellas brotó de la estrecha raja de la Luna creciente y le dijo en sueños que fabricase una lanza de caña. Al despertar, Calain contradijo a su propio sueño, pues sabía que las cañas verdes no servían como arma, porque eran flexibles y quebradizas. Pero pese a su escepticismo y resistencia algo le obligaba a una y otra vez a pensar en el consejo de la diosa blanca. Miraba las frías y quietas aguas de un remanso, y brillaban los ojos de la diosa. Contemplaba el movimiento de las ramas de los árboles contra el firmamento, y era el vuelo etéreo de la diosa. “Haz una lanza de caña”, le decía el rumor de la brisa al besar las hojas; “haz una lanza de caña”, le susurraba el canto del agua; “haz una lanza de caña”, gritaban las nubes en el cielo. Tuvo que taparse los oídos, porque, juntas, todas las voces formaban un estruendo insoportable.
La madrugada que la diosa le anunció que moriría pronto de inanición, cedió por fin y aceptó seguir el consejo. Restregó dos piedras durante horas, hasta conseguir que una tuviese un canto suficientemente filoso. Con ella, cortó varias cañas, que desolló y afiló. Consiguió trenzar un carcaj con fibra de palmito, en el que aseguró siete de las lanzas recién elaboradas, inspirado por el número que figuraba en los ornamentos sagrados del sacerdote.
Las lanzas eran tan altas, que le dificultaban avanzar por la selva.
El Río de la Ciudad, rumoroso en la lejanía, desprendía jirones de niebla que velaban cuanto le rodeaba, pero aun así pudo Calain distinguir la silueta de un onagro que parecía retarle en la distancia. Se lanzó hacia él con tan buena fortuna, que la bestia quedó acorralada porque tenía detrás un repecho de roca imposible de escalar por los cascos equinos. Le lanzó uno de los venablos, que se dobló como si fuese de arcilla fresca. Impulsado por el hambre desesperado y la rabia, tomó la lanza que, entre las seis restantes, le pareció más sólida, y corrió con ella en ristre hacia la bestia; la atravesó de parte a parte a través del costillar y el équido cayó fulminado, boca arriba.
Comió hasta satisfacerse, arrancando tasajos del sangrante animal, en una orgía de sangre y carne fresca que duró hasta que su cuerpo pareció a punto de reventar por el hartazgo.
Una vez saciado, lo despiezó con un esfuerzo agotador, ya que sólo disponía de sus manos y la piedra afilada; luego, colgó los miembros, costillares y lomo atándolos con fibra de palmito de las ramas más altas de un quejigo. Esparció a continuación las entrañas en una zona muy alejada de su árbol, para que las carroñeras no pudieran de localizar su despensa. Con suerte, tendría suficiente para toda la luna que debía permanecer en la selva.
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X
Veinticinco días más tarde, sentía haber crecido diez años. Sus piernas y brazos se habían vuelto mucho más robustos y su pecho cubierto de músculos endurecdos por el esfuerzo permanente parecía invulnerable. Con sorpresa, notó que la voz con que gritaba a las bestias iba siendo más grave.
“Ha llegado la hora de enfrentarme a un mastieno”, se dijo mientras saboreaba con delectación el último muslo del onagro, que, casi seco, acababa de asar en una hoguera. Consiguió comer casi toda la carne y, aunque el sol estaba todavía alto, se echó a dormir. Necesitaba acumular fuerzas para la caminata de regreso y la pelea a muerte, que representaría su salvoconducto para volver a la ciudad con la cabeza erguida, habiéndose ganado por sí mismo el derecho a reinar algún día.
Durmió quince horas.
La diosa de la Luna le visitaba todas las noches para darle consejos tan útiles como la primera vez. Le indicaba las fuentes más saludables y los frutos más refrescantes. Le exigía sumergirse en las pozas como si retozara en el mar y que no olvidara untarse fango en el cabello y las ingles para que no se le poblasen de parásitos. En esta ocasión, la diosa de la luna sólo sonrió sin alterar su prolongado descanso, y le acarició la nuca toda la noche.
Al despertar, Calain se sintió poderoso como el uro castaño que su padre montaba todos los solsticios del reinado del sol para reafirmar su autoridad. Descendió las laderas hacia la corriente rumorosa y se sumergió en el Río de la Ciudad para cruzarlo y adentrarse en el territorio de Entrerríos, donde encontraría mastienos. Eran éstos seres balbucientes y crueles incapaces de hablar, al menos no eran capaces de hablar tal como su pueblo lo hacía. Gritaban sonidos guturales como los cerdos y estridentes como las grullas, ininteligibles y estremecedores.
El pelo de los mastienos era del mismo color que el de Calain, pero él no era consciente de este detalle, puesto que jamás se había visto a sí mismo reflejado en parte alguna y, por otro lado, casi siempre llevaba la melena endurecida y oscurecida por la arcilla.
El baño en el río le resultó tan tonificante y placentero, que Calain permaneció largo rato nadando. El baño disolvió la arcilla de su melena, cuyo color dorado brilló en todo su esplendor de mediodía. Cuando echó a andar por el territorio de Entrerríos, su larga cabellera ondeaba al viento.
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XI
Se acercaba el atardecer y no conseguía dar con un mastieno.
Tras caminar toda la jornada, sólo tenía una vaga idea de la dirección donde se alzaba su ciudad, suponía que en el otro extremo de la planicie que se extendía más abajo de las colinas que atravesaba en busca de mastienos. Habían pasado tantas horas, que descuidó el alerta y cuando las brumas del atardecer comenzaron a fundirse con las que se elevaban del Río Mayor, en un claro de la selva se encontró de repente rodeado por una turba de mastienos rugientes que aparecían en tropel de detrás de todos los árboles.
Nunca había visto ninguno tan cerca.
No tenían hocico, como afirmaban las consejas bástulas; tampoco cuernos ni pezuñas. A diferencia de los marinos rojos que a veces visitaban la playa para comprar búzanos y maderas de olor, marinos cuyas narices eran agudas y colgantes y cuyo pelo era ensortijado y oscuro, los mastienos parecían idénticos a su pueblo, con el cabello de color amarillo en lugar de marrón.
Era verdad lo de sus voces ininteligibles. Calain no entendió lo que decían, pero notó que examinaban sus tatuajes con mucho interés y que reconocían el que le distinguía como hijo del rey de los bástulos.
Le ataron los brazos y piernas junto con dos grandes trancas, que usaron como parihuelas para cargarlo entre cuatro hacia el poblado, más tosco que su ciudad aunque cuatro o cinco veces mayor, y situado en una colina desde la que se veía el Río Mayor, que rodeaba el promontorio por tres de sus lados.
Fijaron las trancas a las ramas de un quejigo seco que se alzaba en el centro del poblado, frente a la puerta de una choza más grande que las demás. Sus captores entonaron una letanía ante esa puerta y al cabo de un largo rato salió un hombre cuya carne colgaba como pingajos, pero cuya cara no pudo contemplar Calain, ya que la llevaba cubierta por la cabeza seca y vaciada de un uro. Parecía tener dificultad para soportar su peso y por ello, y por su piel fláccida, comprendió el príncipe que debía de ser muy viejo. Agitó frente a él un fruto seco y hueco que sonó rítmicamente, por lo que Calain entendió que contenía pequeños guijarros en su interior. Sin parar de hacerlo sonar, el rey-brujo-uro bailó mucho tiempo a su alrededor, palpando reiteradamente los tatuajes reales, aunque los demás temían tocarle. Cuando llegó la noche, todos se encerraron a dormir y lo dejaron atado a su armazón hasta el amanecer, cuando el brujo de la cabeza de uro salió de nuevo de su cabaña y volvió a bailar a su alrededor.
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XII
Calain se sentía molesto por la forzada posición, amarrado a las trancas pero, sobre todo, se sentía muy hambriento. Y furioso. Si no iban a matarle, a qué venía tanta incomodidad. Había pasado la noche forzando los brazos y piernas, a ver si era capaz de soltarse, pero las ligaduras eran abundantes y fuertes.
A mediodía, el brujo-uro-rey alzó ante él una de las lanzas que le proporcionaba el rey Salomón, las armas irrompibles que tanto ambicionaban todos los de su pueblo y él más que ninguno. El gesto pareció una señal. Cuatro hombres se acercaron al mismo tiempo y cortaron las ligaduras con tajos muy certeros, todo ello sin rozarle siquiera. Cuando se encontró libre, y mientras estiraba los miembros tratando de relajarlos, Calain advirtió que estaba rodeado por un denso y cerrado círculo de lanzas, mientras el uro-brujo-rey le indicaba que lo siguiera.
Obedeció.
Fue conducido al centro de la explanada, que mientras permaneciera atado quedaba fuera de su vista. Habían realizado un extraño decorado circular de flores, esteras de juncos y esparto trenzado y ramas de pinsapo, con una hoguera en medio. El rey le señaló una de las esteras, la más profusamente decorada, y le ordenó recostarse en ella. Se tendió boca abajo, pero el rey negó con la cabeza, haciéndole comprender que debía permanecer echado de lado, con un codo apoyado en la estera y la cabeza sujeta con la mano. Cuando compuso la figura que, según le pareció, era la correcta, sintió que un brazo cálido y delgado se apoyaba en el suyo; casi sin mover la cabeza, descubrió que una adolescente no demasiado hermosa había sido obligada a recostarse en la misma posición que él, pero en sentido inverso, de modo que sus codos quedaron juntos.
Permanecieron hasta el anochecer en la misma postura, inmóviles, durante una larga, tediosa y agotadora ceremonia, al final de la cual recibieron una copiosa lluvia de pétalos de flores. Calain sintió que la muchacha se movía al fin y le tomaba de la mano, invitándolo a alzarse.
Precedidos por el brujo-rey y rodeados por la multitud, fueron conducidos al interior de una cabaña.
En ese momento, comprendió Calain que acababa de casarse y que estaba obligado a consumar la unión, pero no sentía deseo alguno de la muchacha y sólo le agitaba un hambre convulsiva que le corroía las entrañas. Por suerte, descubrió dentro de la cabaña un banquete dispuesto para la pareja. Fue a precipitarse sobre el aromático muslo de jabalí asado, pero la muchacha le contuvo y le hizo entender por señas que la consumación debía ser antes. De una ojeada, vio Calain que el poblado en pleno rodeaba la cabaña, materialmente pegado a ella y atento a los ruidos que los dos produjesen. Comprendió que no tenía escapatoria. Todavía no había sido instruido por los adultos en los ritos sexuales, enseñanza que sólo era impartida por los más viejos una vez cumplimentado el rito de iniciación, pero había visto cómo lo hacían sus amigos mayores y aunque carecía del conocimiento preciso de los resortes y métodos, se echó torpemente sobre la muchacha y la penetró al instante.
Más que gemir, ella emitió un alarido prolongado, que enfrió la sangre de su invasor.
Mas el grito era la señal que los demás esperaban, ya que fue audible a continuación el tumulto de la retirada. Calain escuchó distanciarse el ruido rítmico del sonajero del rey.
Una vez que la muchacha dejó de gritar, le sonrió y le pidió por señas que volviera a penetrarla. Sentía Calain tanta hambre, que la satisfizo en unos segundos para poder lanzarse al fin sobre el muslo de jabalí, que devoró en las horas siguientes. Comió durante buena parte de la noche. Las mandíbulas le dolían de tanto masticar, pero la carne era tan deliciosa, estaba tan bien asada y salada, que no quiso parar de comer hasta roer los huesos y dejarlos limpios y pulimentados.
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XIII
La muchacha dormía.
Calain se recostó y arrimó el oído al suelo; sorprendentemente, no se notaba ningún movimiento y nadie había en las proximidades de la cabaña. Aun así, salió sigilosamente, y reptó a lo largo de los millares de pasos que le separaban del bosque. Acechó los sonidos al lado de la última cabaña. Pudo distinguir tres respiraciones; supuso que podría darles muerte a los tres antes de que reaccionaran. Tanteó desde fuera y localizó a tientas una de las lanzas irrompibles; con ella en la mano, introdujo la cabeza por la baja abertura, a fin de no errar los golpes. Mató a dos sin dificultad, pero el tercero gritó antes de rebanarle el cuello. Mientras les cortaba las orejas izquierdas, que serían ante su padre, el rey, y ante sus conciudadanos la prueba de su hazaña, notó que los demás corrían hacia él. Abandonó presuroso la cabaña y se dirigió a saltos hacia la densa y enmarañada penumbra de la selva.
Corrió en la única dirección que permanecía libre, colina arriba, sintiendo casi en la piel las afiladas puntas de sus lanzas..
Corrió sin desmayo durante horas. Cada vez que se detenía a recuperar el aliento, oía el rumor de la persecución nunca lo bastante lejana. Cuando creía haber coronado la más alta de las montañas del hemiciclo distante que se veía desde su ciudad, descubría que tras un corto descenso tenía que volver a ascender. El amanecer le encontró en plena carrera, una afanosa escapada que prosiguió hasta que el sol se encontraba casi en el punto más alto del cielo.
En el momento que Calain se concedió un corto respiro, descubrió que los huesos de sus pies podían asomar en cualquier momento a través de la carne macerada y que las piernas y brazos le sangraban por múltiples heridas. Comprendió que no podía seguir huyendo de igual modo; que no conseguiría salvarse si no cambiaba de táctica.
Trepó a lo alto de un quejigo para acechar mejor el eco de sus persecutores, con todos los miembros en tensión y tratando desesperadamente de distinguir el rumor de la persecución de todos los demás rumores del bosque. Una vez que creyó haber identificado sin lugar a dudas la ruta que seguían, impregnó con su sangre varias ramitas y hojas, que esparció en círculo en todas las direcciones del sol y los vientos, desparramando por doquier sus rastros olfativos.
A continuación, eligió el más escarpado de los taludes descendentes y se dejó caer rodando. Cada vez que le detenía el tronco de un árbol o un espinoso matorral, volvía tenazmente a ponerse en posición de rodada. Era como un ser irracional insensible al sufrimiento y el dolor; sólo había cabida en su mente para la determinación de escapar y vencer de esa manera la resolución de los mastienos; si ellos no abandonaban la persecución, él jamás abandonaría la huida.
Cuando el sol comenzó su declive hacia las moradas de la noche, logró llegar a un arroyo fresco y limpio, un ancho afluente del Río de la Ciudad, cuyas aguas le sirvieron de bálsamo para los pies lacerados.
Sabía que no podía detenerse mucho tiempo.
El olor de su sangre debía de ser muy intenso, puesto que los mastienos habían seguido el rastro fielmente hasta la cima del monte. Aunque ahora, tras el largo descenso, los hubiera desorientado, suponía por su personal modo tozudo de proceder que no tardarían en localizarlo de nuevo, de modo que, ayudado por la corriente del arroyo, fue arrastrándose por el lecho muchos centenares de palmos para que el agua embozara su olor, hasta alcanzar un remanso muy grande y profundo, donde nadó largo rato, lo que lo libró del terrible dolor de caminar sobre sus pies deshechos.
Según se iba adormeciendo el dolor, despertaba su pensamiento, y así fue capaz de caer en la cuenta de que el lugar donde se encontraba era una especie de fortaleza natural. El sol estaba a punto de ocultarse ya en las moradas escarlatas, pero sus ojos podían examinar todavía el lugar con suficiente detalle. Desde la orilla del territorio que todos consideraban propiedad de los mastienos hasta un repecho muy escarpado, la anchura de la poza permitiría a un centinela atento descubrir toda aproximación con mucha antelación. El repecho, protegía de las acometidas de las bestias grandes del bosque. Y salvo una estrecha orilla cubierta de matorrales muy densos, no había más terreno ni trochas por donde acercársele ni sorprenderlo.
Calain decidió que podía permitirse reposar en el refugio y esperar. Salió del agua arrastrándose y reptó alrededor de la zarzamora. Detrás, había una oquedad bajo el repecho casi vertical, una morada tan seca y confortable como su casa de la ciudad. Permaneció unos instantes atento a los rumores que llegaban de la orilla opuesta, pero le venció el cansancio y sus ojos se cerraron a pesar de sus esfuerzos de mantenerlos abiertos. Pocos instantes más tarde, y cuando el sol había dejado ya de iluminar el cielo con la indecisa luz del crepúsculo, le pareció que la dulce muerte se apoderaba de su cuerpo y se entregó a ella con complacencia.
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XIV
• Van a quitarte tu reino, Zerain.
El rey de los bástulos trató de aclararse un poco la mirada, nublada por el llanto, y la enfocó en la dirección que el gran sacerdote le indicaba. Bajo la muralla, a unos cincuenta pasos de distancia, sus cuatro primos parecían monolitos de piedra con los ojos fijos en él.
• Míralos. ¿No son como rapaces carroñeras, a la espera de tu rendición? Deja de llorar de una vez, rey de los bástulos, y si has perdido a tu hijo, consuélate con el recuerdo de las responsabilidades que cargas y piensa en tu futuro y en el de tu pueblo. Tienes juventud y fuerzas para criar cien hijos más.
Zerain contempló el Llano de los Vítores. Desde que terminara la primera luna de la ausencia de Calain, la gente dejó de suplicar a los dioses por su regreso y había vuelto a sus labores de siempre. El mercado funcionaba con normalidad, los pescadores exhibían con orgullo y jactancia las capturas de esa madrugada, las matronas imponían orden en los disparates de sus maridos regresados de las minas y los jóvenes y los niños retozaban entre risas y gritos, ajenos e indiferentes todos ellos a su dolor de padre. Su pueblo había dejado de compadecerse con él de la suerte de Calain.
• Tengo algo aquí en el pecho que no me deja pensar en otras mujeres ni en otros hijos.
El gran sacerdote sonrió con algo de ironía.
• Por ello he preparado este elixir, uno que nunca te había ofrecido, porque es el que la tradición reserva para los grandes héroes en las grandes ocasiones. Espero que los dioses de la Tierra y las diosas de la Noche comprendan que los bástulos estamos desesperados por la conducta de nuestro rey, y me perdonen. Te ruego, rey, que bebas este licor y luego, duermas, para que los dioses te inclinen a favor de tu pueblo.
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XV
Cuando despertó Calain, era medianoche. Alzó la cabeza al cielo y consiguió entrever por encima de la zarzamora un afilado semicírculo de luz. Respiró muy hondo. Notó tanto vigor y bienestar, que comprendió que estar muerto era mucho mejor que vivir.
Pero no podía estar muerto. O tal vez era que cuando se moría ingresaba la gente en una nueva clase de vida, porque sentía la suave brisa del arroyo en su piel, llegaban a su nariz los perfumes intensos de las flores que se abrían al atardecer, escuchaba el gorjeo de las aves y todos los rumores nocturnos del bosque y su estómago pedía a gritos una inmensa comilona. Podía volver a devorar un onagro entero.
No estaba muerto. Porque la diosa plateada de la Noche no sujetaba ya su cabeza ni le consolaba, ni le complacía. Estaba solo, y por lo tanto continuaban vivas sus responsabilidades y obligaciones de príncipe.
La luna en creciente le indicó que había dormido siete días y siete noches. La diosa plateada le había visitado con frecuencia, pero él no advertía el paso del tiempo; la diosa le decía siempre que tenía que despertar, pero sus ojos se negaban a abrirse.
Según se aclaraba su pensamiento paralizado tanto tiempo, sentía tanta hambre que algo iluminó su entendimiento y le obligó a bajar la mirada hacia sus pies, que ya no le dolían. Las heridas habían cicatrizado. Pero la progresiva claridad del despertar le reveló que si caminaba, volverían a ulcerársele en seguida, de modo que permaneció recostado y así transcurrió otra semana, comiendo sólo moras y royendo las raíces que pudo extraer escarbando con el más extraordinario de los trofeos obtenidos, la lanza irrompible.
Las tres orejas de los mastienos ejecutados estaban cubiertas de gusanos. Deseó comérselas, pero le detuvo el pensamiento de que se quedaría sin la prueba que su padre, el rey, aguardaba, de modo que las lavó en el río, extrajo los gusanos con una ramita y las atravesó con otra un poco mayor, para llevarlas colgadas del cuello, al aire y expuestas al sol, lo que evitaría que siguieran pudriéndose.
Llevaba más de luna y media fuera de su ciudad. Como debía haber regresado al cumplirse una luna, consideró que el rey habría mandado exploradores en su busca. Decidió volver cuanto antes a la ciudad. Pero aunque presentía más que veía el mar allá abajo, a lo lejos, no consiguió encontrar el camino de regreso. El primer intento fue seguir la corriente del arroyo, pero llegó a una cascada muy alta, por la que se precipitaba toda posibilidad de seguirlo. Trató de descender por otro punto, y luego de un tiempo perdió de vista no sólo la idea de por dónde seguir, sino el arroyo mismo.
Los demonios que seguramente invocaban los mastienos conseguían desorientarle con un sortilegio, y le alejaban de la ciudad cuanto más intentaba acercarse a ella.
Cada vez que elegía una trocha que pudiera conducirle al Río de la Ciudad, que a su vez le llevaría derecho junto a los suyos, encontraba un obstáculo insalvable que le obligaba a retornar sobre sus pasos. Volvió la noche sobre él varias veces, la luna llegó a su plenitud y un amanecer, cuando la luna había adelgazado hasta casi desaparecer, comprendió que volvía a estar desfallecido y enfermo y que nunca encontraría a través de la selva el camino de regreso.
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XVI
Iban a cumplirse dos lunas de la ausencia de Calain y media desde que aceptara tomar el bebedizo.
El efecto del elixir del gran sacerdote no había sido el esperado. El rey durmió muchas horas, como embriagado por los excesos del vino, y cuando despertó se encontró llorando de nuevo la ausencia de su hijo.
Sin embargo, había tratado al día siguiente de complacer lo que la sabiduría del gran sacerdote le dictaba. Mandó que desfilasen ante él todas las mujeres vírgenes de la ciudad. Al poco, se reunió ante la casa real una multitud alborozada de madres llenas de ambición e hijas revoltosas, engalanadas con los ajuares de toda la familia. Zerain fue examinándolas, alerta al dictado de su corazón. Pero después de dos días de desfile incesante, su pecho no había recibido inspiración alguna, y decidió desistir.
De nuevo, desde hacía un cuarto de luna, el rey Zerain volvía a llorar cada noche la desaparición del príncipe. Desesperado, roto de dolor por lo que pudiera haberle sucedido a su único hijo, se desentendió del gran sacerdote, rehusó no sólo sus elixires sino también sus consejos, y comenzó a ofrecer por su cuenta sacrificios a todos los dioses y demonios que le indicaba la desesperación. Mandó invocar también al dios del mar con una gigantesca hoguera encendida en su honor en la playa.
Ya no sólo pasaba las noches en su torre de troncos de pinsapos, sino que permanecía allí arriba a todas horas. Un amanecer, arrebatado por la fiebre y casi incapaz de articular palabras, pues tenía los labios cubiertos de costras, contempló largo rato el monte Ojo que convertía a la ciudad en invulnerable por el este.
Se dijo que si Calain estaba aún con vida, tenía que reconocer sin duda ese monte en la distancia. Al mismo tiempo, objetó a su pensamiento que, a lo lejos, desde lo más alto de la selva, el monte, difuminado en la calima, podía parecer un promontorio más. Si su hijo vivía, debía indicarle el camino de regreso.
Mandó el rey que ardiera en lo alto del monte Ojo una inmensa hoguera día y noche, sin pausa, con la esperanza de que el humo de día, y la luz de noche, sirvieran a su hijo de guía. Mandó que la hoguera envolviera toda la cumbre como una corona gigantesca, para que fuese visible desde cualquier claro de las boscosas montañas y de cualquiera de las direcciones del viento y el sol. Desde todos los puntos donde su pobre hijo desaparecido pudiera encontrarse.
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XVII
El príncipe sentía más hambre que nunca y a pesar de ello consideró que estaba a punto de morir, porque el desaliento desterraba las fuerzas de sus miembros.
Había ensayado mil rutas, sin atinar con la de su destino.
Maldijo con rencor inmenso a la Diosa de la Luna y a los demonios complacientes con los mastienos. La una le había abandonado y los otros le perdían.
Se arrebujó bajo el refugio de una encina, en un claro junto a la ladera de una montaña, y allí decidió dejarse morir. Si tanto la naturaleza como los dioses lo querían muerto, que así fuera.
Pero una noche, justo un poco antes del alba, creyó soñar. Desde el claro donde se había recostado, descubrió de pronto allá abajo lo que parecía una corona de fuego suspendida sobre el mar. Fue amaneciendo y el príncipe permaneció con la mirada fija en la corona de luz y humo hasta que el sol comenzó a alzarse sobre el horizonte. Cuando la luz del día se hizo más intensa, el príncipe comprendió que aquella especie de diadema coronaba a su ciudad porque por su forma y el contraste del sol del amanecer no podía ser otro lugar que el monte Ojo y, por lo tanto, le señalaba el camino de regreso.
Tomó sus tesoros, la lanza irrompible y las tres orejas ensartadas, y comenzó el descenso. Mediada la tarde, encontró un otero desde donde ya alcanzó a distinguir vagamente la desvaída silueta de la empalizada, en cuya torre más alta debía de esperarle su amado padre.
Con los ojos anegados de llanto, Calain se arrodilló y tendió los brazos hacia Málaga.
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XVIII
Zerain lo vio antes con el corazón que con los ojos.
No llegaba desde el Río de la Ciudad, en cuya orilla contraria moraba el horror de los mastienos, sino desde las alturas situadas más allá del monte Ojo.
Corrió con despreocupación y sin miedo a los peligros que jamás dejaban de acechar a su ciudad, pero cuando los centinelas de las cuatro torres dieron la alarma, una multitud de bástulos corrió tras su rey, entre un clamor jubiloso porque todos vieron que Calain, su príncipe adorado, se había vuelto un hombre, portaba una lanza de las que no se rompían y lucía en el cuello tres orejas de los malditos mastienos.
En seguida, se organizó la fiesta de bienvenida. Engalanaron el sitial ante la casa del rey y allí se acomodaron Zerain y su hijo, ambos con las manos entrelazadas.
• ¿Qué te señaló el camino de regreso, hijo?
• La corona de fuego que mandaste encender en el monte Ojo, padre. La ciudad parecía coronada como una reina.
• Pues en agradecimiento a los dioses que te han devuelto a mí, Reina llamaremos a nuestra ciudad desde ahora.
Zerain se alzó y mandó detenerse el jolgorio, pidiendo atención.
• ¡Oídme, bástulos! Una Diosa reina, tal vez la Diosa de la Fuente, inspiró mi decisión de encender en el monte Ojo una corona de fuego para orientar a mi hijo, vuestro príncipe. Por ello, desde hoy, nuestra ciudad tiene un nuevo nombre. ¡Llamadla Reina!
Y así se denominó la ciudad desde entonces. Reina fue para los inquietos navegantes del Mar del Centro de la Tierra y como Reina fue conocida en todos sus puertos y entre todos sus pueblos, y entre todos sus dioses.
Y Reina fue su nombre para siempre. En todos los idiomas y en todos los confines del Mundo.
Unknownnoreply@blogger.com0tag:blogger.com,1999:blog-1219736965597234767.post-79968499162990341102020-11-09T01:21:00.001-08:002020-11-09T01:25:21.008-08:00III - La cabeza del dios
<div class="separator" style="clear: both;"><a href="https://blogger.googleusercontent.com/img/b/R29vZ2xl/AVvXsEiUZq9Bf27KhAi9zCksn7Ndi0xs7fn89JiAauPsT11erc1RJO8oxyn2XN6zE3_jO6BvCuT5rQSpRP4c5_N2gdm7-SzYSakgQWkgnoHbwPugyHq5c1IhZKR4PL5fsi3fGEgW4a0FHAqGIWM/s260/xx5.jpg" style="display: block; padding: 1em 0; text-align: center; "><img alt="" border="0" width="400" data-original-height="194" data-original-width="260" src="https://blogger.googleusercontent.com/img/b/R29vZ2xl/AVvXsEiUZq9Bf27KhAi9zCksn7Ndi0xs7fn89JiAauPsT11erc1RJO8oxyn2XN6zE3_jO6BvCuT5rQSpRP4c5_N2gdm7-SzYSakgQWkgnoHbwPugyHq5c1IhZKR4PL5fsi3fGEgW4a0FHAqGIWM/s400/xx5.jpg"/></a></div>
ESTE ES EL TERCER CUENTO DE MI COPLECCIÓN
LA HORA DE 3.000 AÑOS, UNA HISTORIA MÍTICA DE MÁLAGA.
<div class="separator" style="clear: both;"><a href="https://blogger.googleusercontent.com/img/b/R29vZ2xl/AVvXsEgNE7srb6VGUGc11BVYSow91MyW3klBa6RlIUfGZJ9bkNXd9GyC32LE7f5k4MsnNiJc8iXqYEBTht5Sefc5dSMNDea2gwy6NgLcwZ4bVheHcCsZHeCN0YQ9LC6SNb3Yff_M5KqKOIdgNq0/s1280/thumbnail+%25281%2529.jpg" style="display: block; padding: 1em 0; text-align: center; "><img alt="" border="0" width="320" data-original-height="849" data-original-width="1280" src="https://blogger.googleusercontent.com/img/b/R29vZ2xl/AVvXsEgNE7srb6VGUGc11BVYSow91MyW3klBa6RlIUfGZJ9bkNXd9GyC32LE7f5k4MsnNiJc8iXqYEBTht5Sefc5dSMNDea2gwy6NgLcwZ4bVheHcCsZHeCN0YQ9LC6SNb3Yff_M5KqKOIdgNq0/s320/thumbnail+%25281%2529.jpg"/></a></div>
El primero fue El Templo del Cataclismo (ya publicado aquí)
<div class="separator" style="clear: both;"><a href="https://blogger.googleusercontent.com/img/b/R29vZ2xl/AVvXsEieEPYrhkgCSlHz1W4uOgJCjKur0n-j9jqZOUAce1ZTQYG_amXAY9PC3fxLiU-q983WH0nlLKRmc2y_WVG89fYuEcRSwVot21bLnWBRfS1R_nX6DJdTA3kgY7vXCTLngyKIDa8Mbbu78c4/s2048/unnamed.jpg" style="display: block; padding: 1em 0; text-align: center; "><img alt="" border="0" width="320" data-original-height="1536" data-original-width="2048" src="https://blogger.googleusercontent.com/img/b/R29vZ2xl/AVvXsEieEPYrhkgCSlHz1W4uOgJCjKur0n-j9jqZOUAce1ZTQYG_amXAY9PC3fxLiU-q983WH0nlLKRmc2y_WVG89fYuEcRSwVot21bLnWBRfS1R_nX6DJdTA3kgY7vXCTLngyKIDa8Mbbu78c4/s320/unnamed.jpg"/></a></div>
El segundo sería "El túnel del agua", que no he podido escribirlo porque ahora no puedo permitirme viajar por la cueva del ÇGato y cercanías.
Hoy publicoo
LA CABEZA DEL DIOS
De inmediato verán usterdes de lo que se trata
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El chamán no era compasivo ni había tratado jamás de parecer cordial. Tampoco había disimulado nunca su intención de ser tenido por cruel o extremadamente cruel. Meng miró de reojo a su compañero de condena; aunque era un poco más viejo, parecía más joven que él, y ni siquiera giró el cuello mientras se adelantaba, para verlo quedarse atrás y sentarse a descansar sobre un tronco abatido por un rayo.
Ah tenía que haber conocido más de quince soles, pero exhibía jactanciosamente una fuerza y un poderío que Meng envidiaba desde que tenía memoria. La condena se la habían ganado por disputarse violentamente los favores de una hembra, la más caquivana de la tribu. Ambos sabían de sobra que Tarna regalaba sin límites sus mieles a todos los machos en edad de hacerle sentir placer; lo único que Meng y Ah habían hecho mal era tratar de matarse mutuamente, por unos favores que ambos podían haber conseguido sin ninguna clase de dificultad, si no hubiesen pretendido gozar de Tarna el mismo día y a la misma hora.
El chamán había actuado tan expeditivamente como siempre. Los dos condenados sabían que los chamanes de otras tribus se comportaban de manera diferente; convocaban a los más ancianos de la tribu, se reunía una especie de asamblea y aunque el poder de resolución de los chamanes fuera siempre igual de indiscutible, al menos los demás hacían participes a sus respectivas tribus de la clase de condenas que dictaban.
<div class="separator" style="clear: both;"><a href="https://blogger.googleusercontent.com/img/b/R29vZ2xl/AVvXsEi3h5bjxwXyrRYTz3hQkifx-dO0-QRdpkbY4XS3Tw2sWRvsMPbJsKz2ixwjzRGqMEw-r2SIcScA2kb_wvRR0F5UX-dxC5pEVG97R68RySz9WS2QefJZc29GJioHoLwyXlHnoWuo-DIr7dg/s315/zz2.jpg" style="display: block; padding: 1em 0; text-align: center; "><img alt="" border="0" width="400" data-original-height="160" data-original-width="315" src="https://blogger.googleusercontent.com/img/b/R29vZ2xl/AVvXsEi3h5bjxwXyrRYTz3hQkifx-dO0-QRdpkbY4XS3Tw2sWRvsMPbJsKz2ixwjzRGqMEw-r2SIcScA2kb_wvRR0F5UX-dxC5pEVG97R68RySz9WS2QefJZc29GJioHoLwyXlHnoWuo-DIr7dg/s400/zz2.jpg"/></a></div>
El chamán de su tribu, no. Tan pronto como fueron separados Ah y Meng, y sin prestar atención a la sangre que ambos derramaban ni compadecerse de sus heridas, el chamán se alzó ante ellos en actitud ceremoniosa y altiva, indicó con el índice derecho hacia el norte, mientras señalaba cinco con la otra mano. Tenían que caminar cinco noches completas, siempre en pos de aquel misterioso lucero que todos ellos adoraban. Al quinto día, los dioses les dirían qué debían hacer.
Durante cuatro noches, siguieron a través de la selva un sendero siempre ascendente. Tan empinado, que no paraban de jadear. Tuvieron que enfrentarse a feroces animales que nunca habían visto, y a los onagros chillones cuyos aspavientos alertaban a todo el bosque. Sorprendentemente, ambos se protegieron mutuamente, porque sería más fácil sobrevivir los dos que uno solo. Nunca llegaban a saciar su hambre del todo. Como habían tenido que emprender la condena desarmados, no podían cazar más que animalillos pequeños, pero eran castañas y otros frutos lo que más comían. Siempre al borde del desfallecimiento, nos les aliviaba el baño en las pozas que iban encontrando ni devorar raíces o legiones de insectos. El hambre era un agujero sin fondo en su cuerpo, Una tronera por donde se les escapaba el orgullo, el odio, la rivalidad y el rencor. Sin acordarlo, dormían las tardes completas, por turnos; uno soñaba misterios mientras el otro velaba y constantemente se protegieron como si jamás hubiesen deseado matarse.
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Vieron el cuarto amanecer desde un promontorio, desde donde se divisaba una extensa llanura que parecía atravesar un río. La temperatura era muy inferior a la de las piedras calientes junto al gran paisaje de agua que habían abandonado. Ahora sentían frío. Habían dejado atrás, a su izquierda, una muralla divina hecha de piedras cortadas por dioses titánicos., una especie de espinazo gris de animal imaginario, a cuyo lado pasaron sigilosamente, por temor a despertarlo.
La llanura era más verde que el paisaje junto a la gran superficie de agua, pero con menos árboles. No había nada que anunciase una población; ni humo ni el resplandor madrugador de fuegos dispuestos para los primeros alimentos; los únicos signos de vida eran varias bandadas de aves muy grandes que, a lo lejos, se dirigían al sur. Pese a lo que se odiaban, tanto Ah como Meng se comunicaban sin apenas palabras, con sólo algún gesto y constantes miradas. No sabían si compartían madre o padre, pero no recordaban haber estado jamás lejos el uno del otro. Todos sus recuerdos eran a dúo; las cacerías; las incursiones en la procelosas aguas en busca de aquellos animales tan resbaladizos; los bailes ceremoniales; los juramentos de sangre. Los primeros aprendizajes del placer.
Los ojos de Ah dijeron “vamos abajo” y ambos emprendieron el descenso. Cuando atravesaron el río, comprendieron que todavía les quedaba un largo trecho por recorrer. Pararían una vez que refulgiera del todo el quinto amanecer.
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Una vez que dieron por culminada la primera parte de su condena, el camino, se echaron despreocupadamente a dormir. No sabían cuándo ni dónde llegaría el mandato de los dioses; debían aguardar mansamente.
Llevaban acampados tanto tiempo en el mismo lugar, que parecían dispuestos a fundar un poblado allí mismo. Pero no había mujer para comenzar el poblamiento. Y no podían volver atrás ni seguir adelante. El tiempo fue pasando. Algunos días, se despertaban temblando a causa de un desconocido fuego blanco, que les escocía en la piel y enrojecía sus dedos. Asistieron a la desaparición de las hojas de todos los árboles y, casi sin transición, notaron los rebrotes que anunciaban que su hambre no tardaría en saciarse.
Un amanecer, Meng despertó sacudido por las patadas que le daba Ah, erguido junto a él. Al incorporarse un poco, entendió el apresuramiento y la emoción de Ah. En la dirección del sol naciente, se recortaba majestuosa e imponente la cabeza del dios, aureolado el gigantesco perfil por la luz creciente. Ambos se postraron en dirección al prodigio y lo doraron con recogimiento.
Entonces, el prodigio se hizo sonoro. No podían ver con claridad, sus ojos estaban velados por su propio miedo y, sobre todo, por la veneración. Pero lo sentían, notaban en la piel y las entrañas el poder que emanaba.
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Unknownnoreply@blogger.com0tag:blogger.com,1999:blog-1219736965597234767.post-65865254825999953692020-11-06T00:17:00.000-08:002020-11-06T00:17:03.783-08:00Por indicaci`´on de la estafadora de Roca Editorial, me plantee escribir mias memorias en forma de relatos.
El que sigue es el tercero.
CUENTOS DE MI BIOGRAFÍA
<div class="separator" style="clear: both;"><a href="https://blogger.googleusercontent.com/img/b/R29vZ2xl/AVvXsEiOPhSbKTzwo5ANY9nuSY3vtNI-rfP1sg_Bq_sCWn4OebUrbpFikBrap9mpZFK11B70q-pZRNhIys6kn1uIMeHYPEYtnAzhaHVV8C_9k5auNmgJ2FHRcliyG1dukse2b4w8yldVThD_s9Q/s740/5.jpg" style="display: block; padding: 1em 0; text-align: center; "><img alt="" border="0" width="400" data-original-height="555" data-original-width="740" src="https://blogger.googleusercontent.com/img/b/R29vZ2xl/AVvXsEiOPhSbKTzwo5ANY9nuSY3vtNI-rfP1sg_Bq_sCWn4OebUrbpFikBrap9mpZFK11B70q-pZRNhIys6kn1uIMeHYPEYtnAzhaHVV8C_9k5auNmgJ2FHRcliyG1dukse2b4w8yldVThD_s9Q/s400/5.jpg"/></a></div>
EL ORÁCULO Y LA ESFINGE
<div class="separator" style="clear: both;"><a href="https://blogger.googleusercontent.com/img/b/R29vZ2xl/AVvXsEicsqSk1v8jHj-91bZ8-HCPV2mZN_UG9UA_y5j15faM7PnzDZY3HW3quaYJ5Gs8odbI5VimxtaOg20zMNOswjBu86Wu24mU912FJ2JQ87ILUOoG9MJnULPrJGzLmgN7_aT_qAc1nDENIEo/s600/6.webp" style="display: block; padding: 1em 0; text-align: center; "><img alt="" border="0" width="400" data-original-height="358" data-original-width="600" src="https://blogger.googleusercontent.com/img/b/R29vZ2xl/AVvXsEicsqSk1v8jHj-91bZ8-HCPV2mZN_UG9UA_y5j15faM7PnzDZY3HW3quaYJ5Gs8odbI5VimxtaOg20zMNOswjBu86Wu24mU912FJ2JQ87ILUOoG9MJnULPrJGzLmgN7_aT_qAc1nDENIEo/s400/6.webp"/></a></div>
Se dirigía a una fiesta en casa de una chica Hirsh –familia judía riquísima y muy prestigiosa en Buenos Aires-, chica que se había encaprichado de él. Una muchacha de cuerpo espectacular, pero de cara fea como una hiena. En el cruce de la Avenida Santa Fe con una calle, vio en su mente un salón que le abrumó.
Curiosamente, sospechaba que lo que pretendía la feísima muchacha era facilitar las cosas a su hermano gay, cuestión que Luis no habría permitido en absoluto cuando, más adelante, conociera a Pepe. Le flanqueaban al entrar en el salón donde iba a celebrarse la fiesta; era el mismo ambiente lleno de mármoles y ágatas que había visto en su mente. Superó el estupor porque los dos hermanos cruzaron un comentario. El muchacho Hirsh era demasiado parecido a su hermana como para ser guapo, pero era más pasable. De todos modos, jamás le habría permitido pronunciar frases que, más adelante, habría permitido a Pepe con toda naturalidad. La fiesta en la casa Hirsh fue una de las experiencias más asombrosas que Luis recordaba: Fue presentado y estrechó las manos de los principales gobernantes de la ciudad y del país.
La de Pepe fue una historia más surrealista que romántica y más de cuento que de novela. Como las clamorosas opiniones que aseguraban que Luis era una especie de oráculo griego combinado con el chamán de una tribu africana.
Libre de las espantosas obsesiones malagueñas, últimamente todos sus relacionados le estaban ofuscando con la idea de que era una un nigromante tribal, idea inducida por casi todas sus amistades, sobre todo las mujeres. Le decían que “tenía poderes”, porque a veces vaticinaba de pasada, y sin dramatizar, algún suceso que después tenía lugar. Pero Buenos Aires era una ciudad repleta de psiquiatras, psicólogos, brujas que se anunciaban como tales, adivinos y curanderos. Todo eso era demasiado nuevo, demasiado chocante, cuando en España ni siquiera sabía cuál era su signo del zodíaco, cuestión de la que nadie hablaba aquellos años y a ningún periódico se le habría ocurrido publicar las falsarias predicciones que se publicaban en Argentina, escritas por cualquier aprendiz de redactor.
Pero ocurría algo en su mente que no cuadraba con la racionalidad que su vida nómada le había insuflado. Ciertamente, recordaba sucesos de la niñez para los que no tenía explicación ni nadie había sabido dárselas. También había ciertos casos recientes, como cuando experimentó muy vivamente un “déjà vu” en Milán. Iba por una avenida cuyo nombre había olvidado, y avistó a lo lejos un rascacielos muy curioso. Formaba una especie de torre que se ensanchaba considerablemente en su parte alta; como el ensanchamiento era excesivo como para ser aguantado por la estructura, habían dispuesto varios pilares en ángulo de 45 grados desde la base hasta el suelo del ensanchamiento. Conforme se fue acercando, averiguó que se llamaba Torre Pirelli mientras se preguntaba con mucha inquietud cuándo y dónde había visto antes ese edificio. ¿En Madrid? ¿De pasada en Génova o Turín? Esa estructura era demasiado insólita como para que la hubiera en Málaga o Barcelona.
Sufría alguna clase de alucinación, sin duda. Ahora no recordaba el resto de aquel paseo, porque se movió por Milán como un sonámbulo y no tenía ni idea de cómo había podido llegar al Castello Sforzesco; había salido de la trattoría con intención de visitar la famosa fortaleza, pero ni conocía el camino ni recordaba cómo lo había averiguado después del encandilamiento de la torre Pirelli.
En cierta ocasión, a los nueve años, la escuela donde estudiaba sufrió una inundación bastante copiosa, pero sólo en parte. Como el extenso edificio ocupaba un terreno en declive, se inundaron las aulas situadas en la zona más baja, mientras que muchas otras quedaron secas. A los niños que estudiaban en éstas los liberaron a mediodía, a fin de que sus aulas fueran ocupadas por los niños de las aulas anegadas.
Había llovido casi toda la mañana, con una insistencia infrecuente en Málaga, dónde podían caer furiosos chaparrones pero breves. Cada vez que le sorprendía a uno la lluvia, sabía que bastaría con refugiarse diez o quince minutos bajo algún abrigo, y pararía de llover. Por ello, era muy raro que la gente saliera a la calle previsoramente con paraguas. Aquella tarde de otoño discurrió bajo un sol intenso como si fuese verano y el atardecer cayó sobre Málaga igual que un barniz de oro y flores escarlata. A la noche, nadie recordaba que muchos barrios se habían anegado por la mañana.
Al día siguiente, Luis sintió una premonición muy acuciante al salir de su casa: vio en su imaginación a un niño malcarado que levantaba la tapa de su pupitre y se llevaba el contenido. Corrió hasta llegar sin aliento a la escuela y, en efecto, descubrió que habían desaparecido un libro, dos libretas y el plumier con todo su contenido. Desconsolado, se lo dijo a la profesora. Tras un breve interrogatorio, la maestra dedujo que Luis no mentía, y le acompañó por las tres aulas cuyos alumnos habían recibido clase en la suya la tarde anterior. En la primera y la segunda no pasó nada, pero al entrar en la tercera, Luis se topó con la chispa en los ojos de un chico, hacia el cual se dirigió sin palabras. Junto a su pupitre, hizo una señal a la profesora, que llegó y levantó la tapa. Entre otras cosas, había una libreta y el plumier de Luis.
Siempre que recordaba esa anécdota sentía un estremecimiento. Su memoria desdibujaba recuerdos de anuncios que había hecho muchas veces a su madre y sus hermanas, anuncios que se cumplían y de los que ellas hablaban con las vecinas, pero había olvidado en qué consistían. Creía que esas cosas les pasaban a todo el mundo, pero ahora le estaban convenciendo de que no era así. Cuestiones sin mucha importancia sobre las que ahora comentaba de antemano, se cumplían; sus amigas se daban cuenta y se lo hacían notar con exageraciones.
Pero ninguna premonición le decía qué iba a ser de su vida a continuación. Le gustaba Buenos Aires, estaba experimentado sensaciones ignoradas, nunca había vivido tantos momentos felices, mas sabía que todo eso iba a ser provisional. No tenía intención de convertirse en un emigrante definitivo; debía volver a España, pero había elegido justo el país desde el que era más caro y difícil volver. ¿Y si iba cubriendo etapas para el regreso, por ejemplo pasando una temporada en Brasil?
Ya no sentía los miedos del pasado, o eso creía. Pero trasladarse por las buenas a un nuevo país cuyo idioma no hablaba parecía un reto terrorífico.
No se atrevía a comentarlo con nadie. Creía que lo disparatado de la idea produciría que sus parientes o sus amigos utilizaran calificativos que pudieran hacerle volver a las obsesiones familiares de las que creía estar curándose. Era necesario construirse una armadura para defenderse del clamor de sus allegados para que proyectase su vida definitivamente en Buenos Aires. La aclamación le halagaba, le hacía feliz, le generaba confianza en sí mismo, le convertía en un buen aspirante para cualquier reto profesional o vital. Pero no era la cuerda que le atara.
Un día, formando parte de una tertulia denominada “El escarabajo de Oro”, dejó de oír y sentir la reunión, como si se hubiera vuelto un pedrusco. De pronto, sintió en sus ojos el dardo de otros ojos; una preciosa muchacha cordobesa (de la Córdoba argentina), le miraba intensamente con sus pupilas verdes de aguamarina. Le pareció que se le había abierto el pecho, y que la muchacha lo inspeccionaba con avidez y sin repugnancia por la carne viva. Este espejismo duró sólo un instante, porque ella se acercó y dijo:
-¿Por qué te querés ir a Brasil?
El estupor le mantuvo callado más de un minuto, convulsionándolo antes de aflorar a su expresión.
-¿Cómo sabes tú eso? Por cierto, me llamo Luis.
-Yo me llamo Olga. No sé cómo lo sé. Lo que sentí es la urgencia de convencerte de no hacer ese viaje.
-¿Por qué?
-No lo sé. Te vi por un instante en una mansión inmensa, con criados vestidos con librea, que daban terror.
-Bueno, Olga. Eso parece una escena cinematográfica, y trabajar en una película no figura en mis proyectos y, además, escapa a mis posibilidades.
-¿Tú crees? Tenés aspecto de artista.
Luis se sonrojó. Miró con atención los ojos de la muchacha, donde había sinceridad inocente. Más adelante, se preguntó durante meses por qué dijo:
-Tal vez debiéramos tomar un refresco un día de estos, para que se te quite esa idea de la cabeza.
-Perfecto. ¿Te va bien mañana? Podemos dar un paseo por la Nueve de Julio y Florida.
Luis se mordió el labio, sin responder. Por lo tanto, la sugerencia de Sonia se convirtió en un compromiso. Como seguía impresionado, preguntó:
-Eso que has sentido antes respecto a mí y el Brasil… ¿lo habías sentido antes?
-Constantemente.
Luis apretó los labios. Bueno, al fin y al cabo, debía recordar que estaba en la ciudad con mayor índice de brujas y psiquiatras del mundo; seguramente había dado con una pirada. Mas ¿por qué había nombrado Brasil? Olga pareció adivinarle el pensamiento:
-No te creés lo de mi presentimiento, ¿no es cierto?
-Bueno, es que…
-Hagamos una cosa, si no te incomoda. ¿A qué hora sueles levantarte?
-A las siete.
-Perfecto. Coincidimos. Hagamos lo siguiente: No preparés el despertador. Yo te llamaré por telepatía. Cuando despertés, mirá el minuto exacto en que lo has hecho. Yo te llamaré por teléfono a la publicidad, y te diré el minuto pasado las siete al que te llamé. Si coincide con la hora que viste, te convencerás.
Luis fingió interesarse por lo que se estaba tratando en la tertulia en esos momentos, para no comprometerse en un asunto tan raro, y su pensamiento comenzó a divagar.
Por lo que pudiera decidir, estaba ahorrando, pero como se ahorraba entonces: guardando dinero en efectivo. Ya tenía unos miles de pesos, conservados entre las páginas de un libro. Todavía no había terminado de cerrar el compromiso con Olga, cuando sintió urgencia de volver a su casa. Compartía piso con una señora viuda, en la avenida Pueyrredón, vía situada a casi veinte manzanas de la avenida 9 de Julio. Contando que se encontraba en una cafetería cerca del edificio Cavanagh, iba a demorar un buen rato en llegar donde vivía. Urgido por el temor a haber perdido una cantidad de dinero que no se podía permitir perder, se despidió intempestivamente de la reunión y se disculpó ante Olga.
Preso de los peores temores, viajó en autobús sin lamentar las apreturas y corrió luego como un galgo. Perder ese dinero le haría retardar su salida de Buenos Aires y tal vez no consiguiera volver a ahorrar cantidades semejantes. No había echado cuentas de cuándo podría viajar a Brasil, pero siguiendo el mismo ritmo ahorrador, había calculado que podría hacerlo dentro de cinco meses. Pero si el dinero, en efecto, había desaparecido, no podía calcular cuánto tiempo más iba a demorar o si se darían las circunstancias para que pudiera seguir ahorrando. Su memoria inconsciente le convencía de que, considerando sus premoniciones pasadas, se había quedado sin esos pesos.
Llegó sin aliento e introdujo nerviosamente la llave en la cerradura, porque su compañera de piso no respondía el timbre; siempre llamaba por temor a encontrarla en situación comprometedora. Corrió a su habitación. Miró con confusión hacia el pequeño estante donde se alineaban menos de veinte libros. No recordaba en cuál guardaba el dinero. Los fue hojeando todos mientras el alma se le iba helando. El dinero no estaba en ninguno.
Comenzó a llorar como un bebé. No conseguía trazar un plan. Sólo pensaba en que tenía que ahorrar de modo sumamente riguroso. Iba a comenzar ahora mismo. Solía bajar a un local cercano, donde tomaba cada noche un vaso de vino y un par de empanadas chilenas; bien, eso había dejado de ser posible. Revisó lo que tenía en la cocina; nada más le quedaba un bote de salsa de tomate, un pedazo de salchichón y una caja de galletas.
Sin conseguir contener el llanto del todo, decidió tomar prestado un huevo y un poco de aceite; cuando llegase su compañera se lo diría. Cortó el salchichón en rodajas, eligió una sartén pequeña que puso al fuego; echó el aceite y medio vaso de salsa de tomate; echó dentro las rodajas de salchichón y cuando todo comenzó a hervir, echó el huevo encima. Iba a ser unos huevos a la flamenca algo extraños y tendría que migarlos con galletas dulces. Pero menos era nada.
Se encontraba arrebañando con una galleta el último resto de tomate, cuando oyó que llegaba su compañera de piso. Escuchó sus pasos en el vestíbulo y, a continuación, notó que se acercaba a la puerta de la cocina.
-Hola, Luis. Cogí un libro mío que te llevaste a tu cuarto, porque lo tengo a medio leer. Al abrirlo, vi que había dinero dentro. Aquí lo tenés. ¿Qué te pasa, lloraste?
Desconcertado por la felicidad que sentía, Luis no atinaba a responder.
-No, no he llorado. Se me metió una mota en un ojo cuando llegaba a casa.
Se acostó convencido de que iba a desvelarse, pero la agorera premonición le había extenuado y se durmió en seguida. A la mañana siguiente, dio un salto de la cama sin acabar de despertarse hasta ponerse de pie; inexplicablemente, se acordó de la propuesta de Olga y miró el reloj. Marcaba las siete y tres minutos.
Se dio un pequeño homenaje tras la defectuosa cena de la noche anterior, y desayunó un bcadillo de churrasco, dos panquecas con dulce de leche y un café. Sólo volvió a pensar en lo de Olga cuando le dijo una compañera que lo llamaban por teléfono. Apenas le dio tiempo a decir “hola”. Oyó que Olga decía:
-Te llamé a las siete y tres. ¿Miraste el reloj?
Unknownnoreply@blogger.com0tag:blogger.com,1999:blog-1219736965597234767.post-32611000308972484262020-11-05T00:18:00.004-08:002020-11-05T00:18:28.291-08:00PRIMER RELATO
DE UN VOLUMEN QUEPREPARO HACE MUCHOS AÑOS
SOBRE LOS MITOS DELPASADO DE MÁLAGA...
LA HORA DE 3.000 AÑOS
Primer relato
EL TEMPLO DEL CATACLISMO
<div class="separator" style="clear: both;"><a href="https://blogger.googleusercontent.com/img/b/R29vZ2xl/AVvXsEieJ8x8RPq8G4bj5FjEey0avqwdpktwSSyjX6keqJuEoudIa3yjYf-Ge1C6ttevA-6Ar-0QiqpA4EdEj3eBMqq9D2G9ZfZBztCk0x9NfnrdfWv12VcQ_igSWjxxLyNDcUitW2_D0HH7HDc/s700/zz10.jpg" style="display: block; padding: 1em 0; text-align: center; "><img alt="" border="0" width="400" data-original-height="450" data-original-width="700" src="https://blogger.googleusercontent.com/img/b/R29vZ2xl/AVvXsEieJ8x8RPq8G4bj5FjEey0avqwdpktwSSyjX6keqJuEoudIa3yjYf-Ge1C6ttevA-6Ar-0QiqpA4EdEj3eBMqq9D2G9ZfZBztCk0x9NfnrdfWv12VcQ_igSWjxxLyNDcUitW2_D0HH7HDc/s400/zz10.jpg"/></a></div>
I - El templo del Cataclismo.
Antes de disponerse a dar por cumplido el mandato, miró hacia abajo, en la dirección del Sol alto que brillaba como el fuego de invierno encima de la lejana agua infinita. Llevaba muchos soles habitando con los demás un repecho del terreno, cerca del templo, y cuando llegaron harían lo menos cinco o seis soles según creía recordar, el paisaje descendente era completamente blanco hasta fundirse a lo lejos con aquel temible dios formado por agua, que los viejos afirmaban que no se podía beber.
Aunque todavía faltaba mucho tiempo para la cálida temporada de las frutas, ahora podía ver grandes retazos de tierra que habían ido aflorando durante el anterior sol caliente en buena parte del panorama cercano al agua, en cuyas inmediaciones comenzaba poco a poco a emerger algún verdor. Y la antaño lejanísima línea del agua infinita, iba acercándose cada amanecer un poco más.
Por mucho que le aterrorizara cumplir la última etapa del mandato del chamán, debía acatarlo cuanto antes. Purificarse para poder seguir viviendo y conseguir mirar a los otros a la cara. Dejar de una vez de andar encorvado, ocultando el rostro. Lo había ido postergando y el paso de las lunas aumentaba y agriaba los reproches de toda la tribu. Hasta las hembras que lo habían cuidado de niño le negaban sus ojos. Temía que si lo retrasaba más, la ascendente línea del agua infinita acabase por engullir la tierra que pisaba ahora y que invadiera en oleadas impetuosas las intrincadas salas del Templo del Cataclismo.
Miró la entrada, tan irresoluto como siempre. Sabía que, detrás de él, todos estaban observándolo desde recatados escondites. Presentía su presencia y, en algunos momentos, hasta llegaba a oír leves rumores de sus voces, aunque no pudiera verlos. Seguro que todos los machos estaban convencidos de que nunca se arrastraría por la boca tenebrosa del templo. Las hembras, simplemente le compadecerían entre burla y burla. Cuando estaban en grupo, los adultos eran crueles y despiadados en sus juicios, sobre todo al valorar o desmerecer a un joven como él, que sólo había cumplido nueve soles. Los veteranos de catorce soles y los ancianos de veinticinco, estarían mofándose y hasta serían capaces de señalar algún temblor en los músculos de su espalda.
Frente a las demás etapas de la penitencia no había presentado tanta irresolución. Terror, en realidad, era lo que ahora mismo sentía.
Recordaba, sobre todo, la etapa anterior. Un templo al que llamaban “del Tesoro”, que carecía de las horribles, amenazadoras y terroríficas piedras colgantes que tanto abundaban en el del Cataclismo, según aseguraban. El Templo del Tesoro lo llamaban así por las numerosas conchas de colores que encontraban por doquier y que eran las galas que más apreciaban, porque con dos de ellas, si eran lo bastante hermosas, podían comprar el favor de cualquier hembra, incluida la que había ocasionado el pecado que le obligaban a expiar con la peregrinación que hoy podría acabar, si es que conseguía reunir el coraje indispensable y se atrevía a internarse en las entrañas laberínticas del Templo del Cataclismo.
En el Templo del Tesoro no había piedras colgantes ni cuchillos emergiendo del suelo. Ni monstruos agazapados por doquier. Las paredes eran onduladas, mórbidas y amables como pecho de hembra y, en lo más profundo, la luz de las antorchas no desvelaba ninguna amenaza… según lo que todos y todas le habían aseverado: que prácticamente no debía temer nada en el Templo del Tesoro. Sus anfractuosidades y revueltas eran suaves, como si hubieran sido talladas por las caricias de los dioses. En cambio, cuantos habían visitado alguna vez el Templo del Cataclismo hablaban con espanto de los malvados espíritus que habitaban todas sus sombras, detrás de cada uno de los afilados cuchillos pétreos.
<div class="separator" style="clear: both;"><a href="https://blogger.googleusercontent.com/img/b/R29vZ2xl/AVvXsEg79mTaMT6cIX3ZMJFZYcqcmX8cfhHL2waTGUfG9dpI26t6VLpnvV7FJiZYioObE6YzFKnE1J4fyGu0diP6Pe_FBOGBo_S82rxBgcdrmLqTgJOG64_J0A5e8gw8IT15TLy6ci_ZvUqMeE0/s1200/zz11.jpg" style="display: block; padding: 1em 0; text-align: center; "><img alt="" border="0" width="400" data-original-height="675" data-original-width="1200" src="https://blogger.googleusercontent.com/img/b/R29vZ2xl/AVvXsEg79mTaMT6cIX3ZMJFZYcqcmX8cfhHL2waTGUfG9dpI26t6VLpnvV7FJiZYioObE6YzFKnE1J4fyGu0diP6Pe_FBOGBo_S82rxBgcdrmLqTgJOG64_J0A5e8gw8IT15TLy6ci_ZvUqMeE0/s400/zz11.jpg"/></a></div>
De vez en cuando, soñaba con el día que se trastornó entre los brazos de aquella hembra que casi no tenía pelo. Hasta el sueño le producía temblores, por el temor de que el chamán leyera sus ensoñaciones y aumentase la condena al sorprenderlo en el nuevo sacrilegio, en vez de que alguno se lo contara, como debían de haber hecho en realidad. Lo había cometido recostados ambos en un lecho de flores de aulaga entre aromas divinos y la música del viento y, aunque ella apretaba a veces los labios porque la lanza era mayor que la de sus congéneres, no se quejó en ningún momento de manera audible. Había sido un día mucho más cálido de lo habitual, y yacieron largamente bajo la sombra de un árbol lleno de frutos morados. Bandadas de pájaros llegaban procedentes de la dirección del agua infinita y tuvo la visión de que sonreían al descubrirles.
Cómo pudo el chaman averiguarlo era para él un misterio, pero estaba seguro de que la hembra no lo había delatado, porque había visto sus ojos revueltos hacia el aire y tuvo que contener sus convulsiones con un fuerte abrazo, y al despedirse, había descubierto en sus ojos el deseo de que se repitiera. ¿Quién les había espiado? Tuvo que ser un hembra ociosa y chismosa la que aireara su culpa. Una culpa por la que ahora se iba a encontrar en medio de las mayores amenazas que podía encontrar en cualquier territorio equidistante del mundo de los dioses y el humano.
Había tenido sólo un sobresalto en el Templo del Tesoro, cuando creía hallarse ya muy cerca de la morada de la diosa. Al doblar un recodo particularmente abrupto, sintió la aplastante presencia como una montaña que le cayera sobre la cabeza. En el primer instante, algo que podía ser un cuerpo. Y no sólo la sintió, como sentían todos en el poblado la cercanía de otras vidas, sino que, a continuación, fue rozado al acercarse mucho aquello a donde él estaba. Era caliente, muy caliente, pero el frío en su propio interior creció hasta lo insoportable. Notó las guedejas embarradas del pelo de la piel y el aliento pestilente, que alcanzaba sus mejillas como si fuera el soplo de los espíritus de las profundidades. Pero eso no era un espíritu. Se trataba de un cuerpo verdadero, material. Podía oír la respiración y oler el hedor. Ocurría una cosa demasiado incomprensible; notaba la presencia, era real porque notaba tanto su contacto como el pestilente aliento, pero cuando era él quien alargaba la mano para tocarlo, solamente hallaba el vacío. Nada, no había nada material para sus manos, aunque todas sus alarmas de cazador estaban gritando.
Temeroso, dio sin embargo un paso hacia aquella cosa. La experiencia tanto como el chamán le habían mostrado el camino para vencer el espanto: afrontarlo. Y en aquella circunstancia, consideró que el mejor modo de vencer un terror que se alimentaba vorazmente de su perplejidad, era entrar en contacto con aquello y, si fuese necesario, luchar hasta vencerlo.
Pero en las lóbregas profundidades por donde trató de avanzar a pesar del temblor de sus piernas, halló solamente la nada. Comenzó a oír lejano el soplo y el rumor de una corriente de agua, lo que significaba que su meta se hallaba cerca. En esencia, estaba pisando ya el territorio sagrado de la diosa. ¿Por qué se mofaba de él, de su flaqueza, enviándole la terrorífica presencia? Que era real, material y, por consiguiente, temible por su fiereza evidente, pero ¿por qué no conseguía tocarla? ¿Había dotado la diosa de invulnerabilidad al monstruo? ¿No había en su mano ni en su voluntad nada que pudiera hacer?
Aunque agitaba su pecho la urgencia de cumplir el homenaje a la diosa y abandonar el templo cuanto antes, tuvo el convencimiento de que se había quedado paralítico. Le resultaba imposible levantar el pie, siquiera levemente, a fin de dar un corto paso. Nada, ningún esfuerzo bastaba para triunfar en su intento. Los pies se habían adherido a una especie de limo con textura de grasa de mamut y la presencia peluda de aliento pestilente volvía a rozarlo. Y poco a poco se dio cuenta de que no era la única presencia; otros seres chapoteaban despacio en el limo y no era capaz de calcular su número. ¿La guardia privada de la diosa? ¿El escollo que estaba obligado a superar?
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A pesar de la parálisis, sintió deseos imperiosos de huir para librarse de la oscuridad casi compacta que lo envolvía, pero no sólo sería inútil la huida para escapar de esos seres tan esquivos y engañosos, sino que no habría cumplido el mandato puesto que estaba obligado a tocar el agua aunque sólo fuera levemente, a fin de que la diosa le concediera algún don, para expiar su culpa de lascivia desviada.
Tras denodados esfuerzos, consiguió levantar levemente un pie, pero el chapoteo de los monstruos y la intensidad de sus expiraciones flatulentas se multiplicaron. Lo rodeaban. Iban a caer sobre él. Podían ahogarlo. Moriría a un paso de su meta. También podía morir de miedo, como había visto a tantos miembros de la tribu morir ante una pieza de caza demasiado violenta, tras sufrir un terror insuperable, como aquel compañero que murió súbitamente ante un oso que habían cercado pero que ni siquiera lo tocó. Mas, aunque inmovilizado por algo cuya naturaleza no podía ni sospechar, los sentidos le advirtieron de que un cambio estaba a punto de producirse.
Un ligerísimo soplo de brisa que le llegó del curso acuático, que sin duda se hallaba ya muy cerca, produjo en su mente una revelación determinante; los monstruos no iban a atacarle, nada tenía que temer. El pie que había levantado sólo un poco debido al gran esfuerzo que representaba, pareció liberarse repentinamente de un freno interior y lo sintió ligero. En seguida movió el otro pie, con lo que la parálisis y el terror se diluyeron. Pudo llegar al agua en sólo dos pasos más. Se sintió capaz de vislumbrar la sonrisa de la diosa y su toque inmaterial traspasando las tinieblas impenetrables que lo envolvían, y ello le convenció de que se había convertido en un nuevo ser, más capaz., intrépido y sabio. Ni siquiera pensó que acababa de superar una prueba ni que la tribu podía hablar de su hazaña durante miles de soles. Volvió al exterior pausadamente pero sin inquietudes ni angustias. La luz del Sol reflejada por el agua infinita le hirió los ojos, pero tenía alas en el pecho.
Para llegar hasta donde se encontraba el templo del Tesoro, había tenido de que caminar durante ocho amaneceres en la dirección del Sol declinante, hasta alcanzar una revuelta tras la cual se abría una bahía maravillosa, llena de ensoñaciones y promesas de ventura. Pero el agua infinita se encontraba a una distancia de muy pocos codos de la entrada, y ése había sido el primer terror que tuvo que superar. Vencer el miedo a que la abultada y rumorosa masa líquida lo engullera y se lo llevara para alimentar a los gigantescos monstruos que cobijaba en sus entrañas. Ya dentro, el terror de los guardianes inmateriales de la diosa había sido de otra naturaleza, más espiritual.
Ahora, frente al Templo del Cataclismo, la anticipación del terror era superior a cualquier espanto que hubiera experimentado jamás. Los bramidos del mamut que cazó al cumplir la edad sagrada de siete soles no le habían impresionado tanto. Ni el bisbiseante acercamiento de aquel dragón del bosque de piedra blanca, cuya lengua bifurcada era tan temible como la boca de las montañas ardientes. Conversar con la diosa en el Templo del Cataclismo era la prueba suprema que todos los machos de su tribu tenían que superar alguna vez a lo largo de la vida, cometiesen o no un pecado tan grave como el suyo. Todos los adultos hablaban entrecortadamente de lo que representaba, pero eran las hembras quienes más lo susurraban entre lamentos, aunque nunca habían tenido que superar esa prueba reservada a los machos. Ningún terror conocido vencía el del recorrido sagrado por el Templo del Cataclismo.
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Durante todo un cuarto de Sol, había conseguido embozar su terror simulando dificultades insuperables para encender la antorcha. Pero la habilidad de prender fuego de inmediato era su virtud más encomiada en la tribu, lo que no le disuadió de prolongar la simulación. Casi todos habían debido de adivinar que las aparentes dificultades con la antorcha era un subterfugio ingenuo de alguien tan joven como él, que todavía no había producido de manera legítima un nuevo miembro para la tribu. Durante el último sol, había cubierto a distintas hembras veces incontables, pero ninguna se había abultado todavía. Sólo la profanación que ahora debía expiar había resultado en un hinchamiento, cuyo fruto llegaría mucho antes del solsticio, lo que habría sido su perdición si no cumpliera la penitencia que estaba a punto de culminar.
Justo había tenido que asaltarla a ella. Era una hembra cuya desnudez resaltaba más que las otras, porque tenía poco pelo en el cuerpo. Siempre había deseado cubrirla, era un impulso que desde los siete soles se había convertido en apremiante como el hambre. Llevaba dos soles estirando hasta el límite la cuerda de sus habilidades, tratando de impresionar a la tribu para que todos reconocieran sus méritos y nadie tratase de disuadirle. Pero lo había hecho sin aguardar con paciencia un asentimiento tribal que en aquel caso era indispensable y que tenía muy pocas posibilidades de obtener. En su interior reconocía que ese asentimiento no llegaría jamás, lo que con el paso de las lunas fue trasmutando el impulso en obsesión. Por ello, las miradas golosas de ella y sus insinuaciones llegaron a ser irresistibles.
La antorcha brillaba con fuerza a pesar de que el Sol estaba en su cenit. No podía retrasar más la entrada. Cualquier macho podía venir a golpearlo para azuzarle, sobre todo el chamán. El chamán al que había ofendido. Tal vez no iba a ser capaz de llegar hasta el Templo del Cataclismo por las entrañas de la tierra, a través de todos los obstáculos y pruebas que la diosa pondría en su camino. Pero los que se ocultaba a sus espaldas se estaban impacientando. Llegó a oír la risita nerviosa de alguna hembra. Se prometió encontrar fuerzas dentro de sí, donde ya parecían haberse agotado.
Se dejó deslizar por la oscura boca hasta el conocido repecho que él y sus compañeros habían visitado infinidad de veces, en busca de animales pequeños que comer. La verdadera entrada al templo, un
simple boquete en la roca vertical, casi a la altura del suelo, apenas resultaba visible bajo la húmeda semipenumbra que ensombrecía el lugar, ya que la luz de fuera apenas se filtraba entre los matorrales de la superficie y la estrechez de la boca, una penumbra crepuscular que la antorcha no era aún capaz de despejar.
Tuvo que arrastrarse unos veinte codos, con la antorcha a punto de quemarle el pelo y las pestañas, y de pronto el estrecho pasadizo se abrió a una estancia muy grande pero no demasiado honda, ya que sólo rodó la altura de un oso. Supuso que el techo estaría repleto de afiladas piedras colgantes pero palpó el suelo y no tocó ningún cuchillo. En cambio, había algo parecido a las gradas ascendentes que su tribu había excavado en la ladera de una colina, para oír las consejas y admoniciones del chamán; era como una cascada petrificada, que formaba ondulaciones y pequeños recovecos. También palpó lo que parecía un colmillo muy viejo de mamut y varios objetos de piedra que otros machos habían debido de olvidar en sus incursiones.
No conseguía oír nada que le revelase hacia dónde debía encaminarse para dar con la morada sagrada de la diosa. Ningún rumor de agua le alcanzaba, ni la más leve brisa soplaba sobre su rostro y tampoco conseguía proyectar la luz de la antorcha de modo que el camino se manifestara. Por ello, se vio obligado a recorrer cuidadosamente la planicie sintiendo crecer su terror porque alrededor de esa estancia sí afloraban del suelo grandes cuchillos de piedra. Detrás de estos, presentía la acechanza de horrores infernales.
En las noches de lumbre y consejas, en lo más hondo del repecho que habitaban, algunas viejas que habían rebasado los treinta soles relataban con ansiedad y entre gemidos las pruebas a que la diosa sometía a los que trataban de acercarse a su Templo del Cataclismo. Algunos no habían conseguido llegar al centro del santuario y hasta se habían dado casos de varios que no habían conseguido regresar. Se podía encontrar la muerte a causa de acechanzas que nadie había sabido describir. Ahora, presintió que en cualquier instante iba a topar con una de esas pruebas, ya que era incapaz de decidir hacia dónde dirigirse. Decían que pasada la primera cascada petrificada, había que descender mucho, algo así como altura de tres machos, pero ¿por dónde y hacia adónde?
Supo al instante la respuesta. Su brazo izquierdo, alzado hacia la oscuridad para no tropezar, fue impelido por algo que no sabía determinar qué era. No se traba de alguien que halase ni de ninguna fuerza que lo empujara. Simplemente, el brazo pareció animarse con voluntad propia y lo llevó a todo él detrás, mientras su cuerpo se estremecía torturado por dolores mayores que el causado por los colmillos de un tigre. Notó que caía mucho más de lo que le había parecido que el desnivel representaba, mientras una especie de minúsculos cuchillos de hielo se le clavaban no sólo en la piel, sino también en lo más profundo de las entrañas. De pronto, la oscuridad se desvaneció; todo cuanto creía que le rodeaba fue sustituido por cosas que no podían existir. Ningún acantilado podía ser tan blanco ni tan uniforme. No soplaba la brisa impetuosa y salobre proveniente del agua infinita ni se levantaban guedejas de niebla gélida para herirle la piel. Hacía calor, demasiado calor, como si permaneciera temerariamente muy cerca de una gran hoguera. Nada de lo que vio a primera vista parecía estar hecho por los dioses; había más acantilados igual de uniformes y pulidos, y perfectamente verticales, cubiertos de un blancor mucho más reverberante que el de la nieve; ante esos acantilados, en muchos puntos crecían profusamente hierbas trepadoras cubiertas de flores de color cárdeno y púrpura. El agua infinita estaba cerca, más allá de un acantilado verde que sólo podía adivinar; desde la resplandeciente superficie de agua, soplaba una amable y cálida brisa que transportaba aromas desconocidos pero sensualmente placenteros. Alrededor de la senda lisa y negra que pisaba, todo era verde también. Unos árboles muy pequeños eran agitados por la brisa y regaba hacia él aromas resinosos pero no desagradables, sino todo lo contrario. Esos soplos aliviaban el abrasador calor que a veces le resultaba insoportable.
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Quiso dar la vuelta, a ver si esa visión desaparecía. Pero siguió viéndola y sintiéndola como si hubiera sido trasladado a otro mundo que no podía imaginar si sería infernal o divino. Un mundo que desafiaban los conocimientos adquiridos a lo largo de su vida y las consejas y anécdotas escuchadas a los viejos de todas las aldeas que conocía. Suponía que también desafiarían el saber de los más expertos de su propia tribu.
El blanco vertical y florido continuó envolviéndolo mientras avanzaba a ver si reencontraba su antorcha y podía comenzar a ver los cuchillos pétreos tras los que se ocultaban los monstruos. Tras rebasar unos arbustos recortados de modo muy antinatural y rectilíneo, se encontró con una fila de seres parecidos a sus congéneres, pero cubiertos de unas cosas de colores en vez de pelo. Emitían unos grititos ridículos, como pajaritos, y no paraban de cruzar esos sonidos mientras iban moviéndose muy lentamente y todos a la vez, hacia un extraño punto que brillaba mucho. No comprendía qué podía ser aquello, si esa fila estaría formada por los monstruos que guardaban a la diosa o si serían machos y hembras castigados por los seres de las profundidades. En realidad, no era capaz de imaginar nada más monstruoso que los machos y hembras recubiertos con tantas estridencias. Sintió un estremecimiento. ¿Podían ser seres de las profundidades a despecho de la esplendorosa luz que los envolvía?
Para escapar de tan negros augurios, giró sobre sí para volver atrás, y se dio de bruces de nuevo con las tinieblas más impenetrables de las profundidades. Volvía a tener la antorcha aferrada, pero tropezó con un enorme cuchillo de piedra emergido del suelo frente a él. Cuanto pisaba parecía estar compuesto de la misma dura piedra y, sin embargo, el cuchillo resonó al chocar contra él como si fuera la voz del viento.
Todo lo que conseguía iluminar la antorcha estaba formado por etéreos y pesados fantasmas blancos, semejantes a los fuegos nocturnos de los muertos, como para apretar los ojos a causa del pánico. Le habían dicho que todos los cuchillos ocultaban un monstruo cada uno; no conseguía escucharlos, aunque debían llevar mucho rato observándolo. Lo que oía era mucho más terrorífico que voces o pasos de seres oscuros; era un rumor muy lejano y, al mismo tiempo, tan próximo que parecía estar dentro de él, una especie escalofriante de gemido acallado por una mano apretada contra la boca.
Podía sonar como el aullido de un lobo durante una noche de tormenta. O un mamut perdido y herido barritando su agonía. O el silbido del viento, impetuoso, en su recorrido por un estrecho desfiladero. Todo eso podía ser lo que apenas conseguía escuchar.
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Hacía esfuerzos casi físicos para lograr identificar el debilísimo rumor, cuando una sombra más oscura que todas las otras se movió detrás del cuchillo más cercano a su antorcha. Tuvo tiempo de verla aunque se desvaneció en cuanto volvió los ojos hacia ella. Sin ruido. Sin dejar olor ni huella ninguna en sus instintos alertas.
Gracias a la experiencia de cazador, comenzó a sentir que estaba rodeado por seres incontables. Eran millones, hablaban entre ellos aunque no pudiera oírlos y sobrevolaban su cabeza en formación. Estaban sedientos de sangre, lo sabía. ¿Por qué no se abalanzaban sobre él?
¿Lo impediría la diosa? ¿Era tan magnificente el templo que necesitaba legiones de guardianes? La estancia de la diosa tenía que disponer de un curso de agua, aunque fuese pequeño; pero por mucho que lo intentaba no escuchaba el agua correr. Con tantos seres infernales alrededor, el único sonido era el misterioso rumor no identificado.
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Giró la mirada hacia el lado opuesto a la antorcha. Inesperadamente, la vio. Sonreía. Una hembra etérea y blancuzca que hasta tenía menos pelo que la hembra por cuya posesión se veía en ésas. Estaba sonriéndole, sí. Y no mostraba ningún temor a los tétricos guardianes.
En el cruce de sus miradas detectó el consejo de que no se dejase amilanar y continuara el camino.
Lo hizo. Avanzó unos diez codos hasta sentir que estaba al borde de un lugar bastante más profundo. Reculó un poco por temor a despeñarse hacia la muerte y adelantó la antorcha al tiempo que se agachaba. El desnivel que debía salvar no superaba la altura de un macho, por lo que saltó hacia abajo y en seguida se dio cuenta de que había calculado muy mal, porque siguió descendiendo durante un tiempo indeterminado pero largo. Iba a encontrar la muerte por inexperto. No había sabido hacer un cálculo que todos sus congéneres estaban obligados a realizar constantemente cuando hollaban territorios ignotos en busca de caza.
Lo mismo que la vez anterior, sintió el dolor generalizado y los pinchazos de los minúsculos cuchillos de hielo
Cayó suavemente en un blando colchón de arena dorada, bajo un sol inclemente. La temible agua infinita se encontraba a muy pocos codos y varias hembras muy extrañas estaban inmersas sin temor en el agua. Eran hembras, sí, pero muy diferentes de las que conocía. Sus cuerpos cubiertos solo por una pequeña pieza de colores estridentes que le herían los ojos, no tenían atisbo de pelo, pero el de la cabeza era muy largo y ondulante. El ruido del ir y venir del agua sobre la arena era ensordecedor, pero ellas reían placenteramente sin dejar de exclamar lo que parecían expresiones gozosas aunque no podía entenderlas.
Por mucho que sintiera el calor y por mucho que le envolviera la brisa llegada de la espantosa masa de agua, no creía que estuviera realmente en ese lugar tan extraño.
Este pensamiento produjo el mismo efecto que el despertar de un sueño. Repentinamente, le envolvía de nuevo la oscuridad. Pero se trataba de una oscuridad incompleta; no todo era tiniebla ya que podía distinguir claramente el perfil de los enormes cuchillos emergidos del suelo y algunos de los que pendían del techo y, a mayor distancia, algo que no sabía qué podía ser. Parecía de la misma naturaleza que todo lo demás, pero en vez de pender o emerger en vertical, formaba líneas oblicuas como la lluvia de nieve racheada.
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Había oído mencionar un cataclismo muy antiguo, ocurrido hacía más soles de los que podía imaginar. Eso que miraba sin comprenderlo, ¿podía ser una de las consecuencias de aquella vez que la tierra gritó como un mamut malherido?
Al tiempo que se acercaba, cuanto más lo miraba menos lo comprendía. Aquello no podía ser. Nada de cuanto conocía tenía formas semejantes; ninguna montaña desafiaba la verticalidad de la atracción de los seres de las profundidades, de modo que aquello sólo podía ser divino. Aquellas formas incomprensibles tenían que ser por fuerza el aposento de la diosa.
El pensamiento fue como una invocación. Un resplandor, al principio muy débil, le dio la impresión de que podría convertirse en fulgurante, a pesar de que no despejaba las tinieblas. Se trataba de una luz más presentida que vista, con mayor presencia en la mente que en los ojos.
Pero él supo sin ninguna vacilación que estaba ante la diosa, porque todos los dolores, laceraciones, miedos y sobresaltos sentidos durante el recorrido por el Templo del Cataclismo se convirtieron de repente en la más intensa paz interior que había percibido en toda su vida. Dejó de sentir frío y el contacto de sus pies con el suelo; sencillamente, dejó de sentir. Solamente existía esa luz interior débil y fuerte a un tiempo y el efecto que producía en su espíritu, como si el chamán le hubiera dado uno de aquellos cocimientos con los que se volaba y que ahuyentaban a los espíritus. Sentía la misma anestesia, pero ningún sopor. Su mente se encontraba tan alerta como en una pelea a vida o muerte. Pero salvo por ese detalle, podía estar muerto y haber volado hacia el seno de los dioses, porque no era posible sentirse mejor.
No escuchaba la voz, pero la diosa estaba diciéndole que ya no debía sufrir más sonrojo ni culpa, porque había pagado su deuda y estaba en paz. Que saliera rápidamente del templo porque el sol no podía esperarle más y que dijera al chamán que la diosa lo amaba.
Aunque hubiera permanecido eternamente sin moverse frente aquel resplandor que le inundaba, desanduvo sus pasos con una celeridad que no era voluntaria. Aunque creía que había caídos dos veces por alturas insuperables, no halló ninguna dificultad en el regreso y, apagada la antorcha, cuando gateaba por el último pasadizo, notó que al extremo del túnel alumbraba todavía un ligero sol casi dormido.
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Salió del túnel y emergió de la hondonada trasfigurado, feliz. No estaba preparado para lo que le vio.
Toda la tribu aguardaba su regreso frente a la boca.
Sonreían y sus gestos expresaban simpatía y afecto.
En el centro y delante de todos los demás, el chamán, cubierto de los maravillosos objetos sagrados de su oficio.
Y, junto a él, ella.
La hembra a la que había abultado reía abiertamente con el brazo de su padre, el chamán, sobre los hombros. Se había desprovisto de los colgantes que la señalaban como servidora de la diosa y alguien había tonsurado sus pechos como una madre cualquiera de la tribu, como si quisieran aclararle que su profanación había dejado de serlo. Desprovistas de pelo, las mamas constituían una invitación al deleite.
¿Qué milagro había obrado la diosa?
Aquélla por la que había estado a punto de convertirse en un proscrito le era ofrecida ahora con el asentimiento de la tribu y, lo que era mucho más importante, con la anuencia del chamán.
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Unknownnoreply@blogger.com0tag:blogger.com,1999:blog-1219736965597234767.post-41288414000613166922020-11-05T00:04:00.002-08:002020-11-05T00:04:51.583-08:00´COLECCIÓN DE CUENTOS
FABULADOS SOBRE DATOS CONCRETOS DELAHISTORIA DE MÁLAGA,
QUE ESCRIBO HACE MUCHOS AÑOS
Y QUE VOY A IR PUBLICANDO AQUÍ
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<div class="separator" style="clear: both;"><a href="https://blogger.googleusercontent.com/img/b/R29vZ2xl/AVvXsEifbICpIJ9M4SPqTfeCPq_CzmtVH25mAPdLXMbFscffD7xdmfdZw4VhB1NPhJxgCPox0o2k293h0wKssfNk93qHA9sP8Hf1p1UODdGI7IrC_Gb4NI2_aE-jUOZ5GbTVr2RLzbf_u-wr74s/s1280/Image+4.jpg" style="display: block; padding: 1em 0; text-align: center; "><img alt="" border="0" width="320" data-original-height="960" data-original-width="1280" src="https://blogger.googleusercontent.com/img/b/R29vZ2xl/AVvXsEifbICpIJ9M4SPqTfeCPq_CzmtVH25mAPdLXMbFscffD7xdmfdZw4VhB1NPhJxgCPox0o2k293h0wKssfNk93qHA9sP8Hf1p1UODdGI7IrC_Gb4NI2_aE-jUOZ5GbTVr2RLzbf_u-wr74s/s320/Image+4.jpg"/></a></div>
Cuando la estafado ex jefa de ROXCA EDITORIAL me dijo que escribiera mi autobiografía, decidí salirme de lo corriente y fabular cuentos bvasados en experiencia reales, pero muy novelados. Aquí publico el segundo.
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LA EXTRAÑA CIUDAD
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Los seis meses que llevaba en Buenos Aires no me habían servido todavía para librarme del todo de mis obsesiones, pero era mucho más feliz de lo que jamás creí poder serlo. Un extraño escenario para el subconsciente de un muchacho asustado. Una ciudad extraña donde todos parecían amarse. Donde la gente preguntaba “¿qué te pasa” si te mostrabas mustio. Donde para invitarte a comer sólo te decían “ven tal día a mi casa”. Donde los llamados “colectivos”, los autobuses, iban atestados y era frecuentísimo que algún hombre me empalase contra el pantalón con su pene erecto, sin que yo pudiera evadirme porque íbamos como anchoas en lata. Donde si interesabas a una muchacha, ella te lo decía sin ambages. Donde unos y otras te miraban sin disimulo, a los ojos, de frente, hubiera lo que hubiese en la mirada, que en ningún caso les avergonzaba. Una ciudad extraña, donde parecía no ser delito ni condenable amar a quien a uno le diese la gana.
Nunca había sentido la menor paz de niño ni de adolescente; mis recuerdos conscientes e inconscientes estaban llenos de miedo; miedo constante, insuperable, perpetuo. Ni en Barcelona ni en Milán había conseguido librarme de tales sentimientos profundos. Miedo a salir a la calle, miedo a volver a mi casa, miedo a querer participar en los juegos callejeros y que me expulsaran, miedo a los ojos grises de mi padre, miedo a las indirectas y bofetadas de mi hermana mayor, miedo a los insultos y las ironías directísimas de su marido gitano, miedo a morirme cada noche a causa de mi asma ignorada sobre el colchón lleno de gusanos que había heredado de mi bisabuela muerta, que antes de morir se meaba en la cama. El miedo era lo único seguro en mi biografía infantil
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No poseía recuerdos amables, como los juegos de niños o los cuidados de mi padre; de mi padre sólo recordaba sus puños y sus patadas, y de mis amigos, las burlas y el escarnio; únicamente algo desconcertante me producía una amarga alegría: el beso que me había robado un primo mío algo mayor que yo, que ya de adulto supe que era un pedófilo casado. Mi madre no me permitía jugar con otros niños, aduciendo un soplo en el corazón que nunca me han detectado de mayor, pero sí permitía las palizas sudorosas de mi padre, que con frecuencia ella provocaba. Una de las frases más aterrorizantes de mi niñez era cuando ella me decía: “Verás cuando se lo diga a tu padre”. No importara lo que hubiera hecho, que en ningún caso recuerdo; lo importante era que ella recibiera pruebas de amor de su marido adúltero público, y las palizas despiadadas de mi padre a su único hijo varón eran para ella pruebas de amor.
Ahora, salvo la lucha por conseguir trabajar sin tener permiso de emigrante, mi vida en Buenos Aires era plácida y muy satisfactoria. Era una ciudad extraña, no sólo porque no la conociera; era realmente extraña para mí, en su lenguaje, en sus costumbres y en sus expresiones. La que más gracia me hacía era “la concha de la lora”. Ignoraba el significado de “concha”; pocos días después de llegar, me asaltó por la calle arbolada un ataque primaveral de asma; media hora más tarde, tuve que tirar el pañuelo empapado y entré en una especie de mercería a comprar otro. Para mi sorpresa, la dueña me identificó en seguida como español, aunque mi acento malagueño era muy distinto del castellano. Admirado, le respondí que sí y ella comentó: “Yo nací en San Sebastián, pero me trajeron aquí con tres años”. Y comenté: “Es una ciudad preciosa, edificada a la orilla de una bahía casi circular que se llama la Concha; y se llama la concha porque tiene forma de concha”. Esto último lo ilustré juntando las dos manos para escenificar la forma. La dueña y una clienta me miraron con gesto extraño, pero no me reprocharon nada. Cuando supe el significado, me harté de reír.
El lunfardo no se usaba en los ambientes donde yo me movía y dudo que se usara en alguna parte. Ya entonces se había convertido en objeto de estudio académico; yo todavía no había descubierto conscientemente mi gusto por las palabras, pero un impulso me obligó a asistir a tales conferencias. Aprendí el sentido de muchísimas letras de tango que no entendía y supe que el más lunfardo de todos era “Percanta”. Percanta que me amuraste en lo mejor de mi vida, dejándome el alma herida…”
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Yo no sabía cuán herida estaba mi alma, pero la sentía cicatrizar. Durante esos seis meses, Buenos Aires, extrañamente, había ido cicatrizando mi alma sin tener que recurrir a los servicios de los incontables psicólogos que se anunciaban por todos lados. La mayoría de costumbres y gestos contribuían a la cicatrización: las tertulias con universitarios donde tanto conseguía brillar sin proponérmelo, cantando copla como espontáneo en ciertos locales de afluencia de españoles, jugando al fútbol en el Bosque de Palermo con los compañeros de la publicitaria, bañándome en la playa de la Costanera, donde uno salía del agua convertido en estatua de arcilla. Una mañana de domingo, estaba recostado en la playita con un grupo de amigas y amigos cuando me fijé en alguien que venía; al parecerme mi amigo Chencho me levanté de prisa y eché a correr hacia él, antes de recordar que no podía ser porque estaba a muchos millares de kilómetros de Málaga.
Era una ciudad tan extraña, que un día caí en la cuenta que tenía más amigos y amigas de los que podía contar a lo largo de toda mi vida.
Tenía amigos que no me despreciaban ni se burlaban de mí. Jugaba al fútbol con ellos. Iba de excursión para remar por el Paraná, donde competía contra muchachos que me parecían hercúleos comparados conmigo, aunque muchos elogiaban mi físico. Acampaba en el Tigre bajo una nube inclemente de mosquitos, de cuyos ataques me defendían ellos, al oírme gritar, corriendo a rociarme con aerosoles de repelente. Como no entendía del todo sus expresiones, creía que nadie me había invitado aún a intercambiar fluidos. Una vez, una chica me dijo que la visitase al día siguiente en calle Ayacucho; por su pronunciación, yo escribí “calle Achacucho”. Participaba en tertulias, algunas con personajes tan interesantes como Julio Cortázar o una joven y muy bella poetisa judía llamada Renata Sussheim.
Un local de la calle Corrientes, denominado “Los inmortales”, me fascinaba. A veces, reunía dinero durante una semana para poder ir a Los Inmortales a almorzar una pizza de cebolla y queso a la piedra. Siempre que iba, alguien entablaba conversación conmigo desde la mesa vecina; de modo que tuve que ir dominando mi recelo y estupor faciales en tales ocasiones. Muchos de mis mejores amigos los había conocido de improviso en ese local.
Inesperadamente para mi acomplejado espíritu, hacer amigos era sumamente fácil en Buenos Aires. Participaba en paseos colectivos por la Boca, salidas nocturnas a las cuevas de tango, paseos gastronómicos por los quioscos de la Costanera… Era tan frecuente mi participación en tales eventos, que ya había dominado del todo el poso de miedo que sentí durante los primeros meses. Ya había conseguido tratarlos como iguales, y dejado de sentir el deseo de esconderme que me había acompañado toda mi vida.
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Tan extraña era Buenos Aires, que hasta yo tenía cabida en ella.
Había más de treinta teatros, en uno de los cuales, el Avenida, había asistido a un recital de Carmen Sevilla, respaldada por un “ballet” de chicas argentinas a quienes les habían enseñado a mover los brazos imitando el flamenco, pero apestaban a coristas de cabaret; con este subterfugio, el empresario se había ahorrado el costo de traer un ballet flamenco de España. Me pareció que la propia Carmen miraba de reojo a su “cuerpo de baile”, sintiéndose en evidencia. En cambio, había asistido también, en el Odeón, a una versión en español de Hello Dolly, protagonizada por Libertad Lamarque. Me entusiasmó. Estos extras estaban económicamente fuera de mi alcance, pero mis “tíos” me preguntaban, cada vez que me veían, “¿te falta algo? Y aunque respondiera que no, me metían un billete en el bolsillo. Esos regalos me proporcionaron acceso a cosas que no podía costear, como ir al Teatro Colón o comer de vez en cuando en La Hacienda.
Las torturas e insultos de mis padres, hermana y cuñado me habían hecho sentir incapaz y feo, pero en Buenos Aires mucha gente opinaba que yo era muy guapo, lo que me desconcertaba sobremanera. Pero la alusión frecuente a mi ignorada apostura comenzaba a hacerme cuestionar la opinión que sobre mí mismo me había insuflado mi familia. Resultaban sorprendentes algunas anécdotas, como la ocurrida con un compañero de trabajo. Éramos varios jóvenes en el estudio de publicidad y, uno de ellos, llamado Gutiérrez, me parecía el chico más guapo que viera nunca; una tarde, otro de los compañeros me invitó a tomar un vino a la salida; en realidad, en cierto sentido me invitó a llevar una vela, porque a los pocos minutos se presentó su novia, que era ya casi su esposa. Tomamos vino, comimos empanadas chilenas y salteñas, y una media hora más tarde, cuando yo comenzaba a buscar un pretexto para dejarlos solos, ella comentó: “Mirá, Tino; siempre consideramos a tu compañero Gutiérrez como una gran belleza, pero al lado de Luis resultaría muy antiguo; Luis es una gran belleza moderna, como de actor de cine”. Me quedé patidifuso y olvidé mi prisa por marcharme; en cambio ella se fue quince minutos más tarde. A su salida, Tino me propuso: “Venite conmigo a casa”. “Vives en Quilmes”, objeté yo. “¿Qué importa? Si se te hace tarde para volver a Martínez, te quedas a dormir en mi casa”. Este tipo de invitaciones, que se daban mucho en el cine de jóvenes de Estados Unidos, a mí nunca me habían sucedido en Málaga.
Vivía en Martínez, lo que ocasionaba muchas confusiones en la agencia de publicidad donde trabajaba, porque se trataba de una de las urbanizaciones más lujosas de la provincia de Buenos Aires, seguramente por albergar la residencia presidencial. Pero mi situación era de “arrimado” junto a la esposa de uno de los primos de mi madre, una siciliana a quien no le gustaba nada mi presencia.
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Mi hospedaje había ocurrido de un modo no muy natural, sino bastante forzado. A mi llegada a Buenos Aires, me quedaban tres mil pesetas en el bolsillo, lo que no iba a bastarme ni para sobrevivir un mes. Tenía imperiosamente que buscar a los parientes de mi madre. Fui al Banco Español de Rio de la Plata a preguntar por el único pariente cuyo nombre recordaba completo; me trataron muy bien porque él había tenido un cargo importante, pero ya se había jubilado. Fui a la dirección que me proporcionaron, dentro de la ciudad de Buenos Aires (o sea, dentro del espacio que delimita la Autopista General Paz, más allá de la cual todo es provincia) Se trataba de varios edificios cercanos a la avenida Santa Fe, muy lujosos. El inquilino actual me informó de que mi pariente le había vendido la propiedad y no conocía la nueva dirección. “Creo que es en la provincia, por Vicente López”. Y allá que fui. Como el apellido era muy poco corriente, confiaba en que no tardaría en dar con él, pero me costó casi un mes encontrarlo.
Fue el 22 de diciembre. Mi pariente me trató de “sobrino” y me presentó a todos sus vecinos y un montón más de gente. Era un hombre muy afable, llamado también Luis, de quien yo había heredado el nombre, tal como intuí por lo que me fue contando con el tiempo. Después de mucha celebración, un par de rondas de mate y visitas inacabables de sus hijos, nueras y nietos, a quienes iba llamando por teléfono, me pareció que era hora de marcharme. “Venite el 25”, me dijo al salir de su casa. Demoré algo durante la vuelta, porque me apeé del tren al apreciar un insólito atardecer por la ventanilla. Ni siquiera retuve el nombre de la estación, pero recuerdo aquel atardecer tras un cielo emborregado como si lo tuviera dentro de mi cabeza.
Yo ocupaba un cuartillo de una mísera pensión situada en calle Carlos Pellegrini, en pleno centro. El día 25, tomé un baño a media mañana y vestí la ropa que me pareció más favorecedora y presentable, incluyendo una chaqueta liviana aunque hacía un calor infernal. Comí unos macarrones muy pasados en un bar cercano y, cuando me pareció que ya podría llegar con cierta dignidad a casa de mi tío Luis, fui a tomar el tren en la estación de San Martin. Cuando llamé a la puerta pasaba de la una. La mujer de mi tío me abrió con un reproche: “¿Cómo has tardado tanto?”. Tras ella, aprecié una multitud de unos treinta parientes cruzados de brazos, que me esperaban para la gran comilona navideña que me habían preparado.
No sabía que un “ven tal día a mi casa” de un porteño significaba “ven a comer”. Me disculpé como pude, pero no le dieron mucha importancia. Se pusieron a comer como salidos de una guerra. Todos habían aportado algo; pejerreyes, pizzas, ensaladas griegas, estofados españoles y asado argentino en cantidades imposibles de chorizos, morcillas, mollejas, chinchulines, asado de tiras y demás.
Comieron durante horas, hasta que llegó un momento en que yo había digerido ya los macarrones y sentí un hambre considerable. Acabé comiendo al mismo ritmo que ellos hasta las cinco y media de la tarde.
Durante la interminable sobremesa, entre mates y copitas de licores varios, me bautizaron como Luisillo, porque Luis tenía un hijo a quien llamaban Luisito. Ese diminutivo de mi nombre produjo un efecto curioso; me sentí más parte de una familia y querido que nunca antes, de modo que acabé contando cuáles eran mis circunstancias verdaderas, que hasta entonces había tratado de disimular. Un hermano de Luis, llamado Manuel, me preguntó “¿Vives de verdad en esa pensión? La conozco, porque está cerca de mi ferretería; es un lugar infecto. El domingo próximo, ven a comer en mi casa; tenemos que hablar”.
Acudí el domingo mucho antes de la hora sugerida, por mi temor a llegar tarde. Me encontré a la esposa de Manuel regando el jardín; me recibió con un gesto algo adusto, de modo que para congraciarme con ella, le pedí que me pasara la manguera, que yo continuaría regando. Durante el almuerzo, pareció que continuaran una discusión interrumpida esa mañana. Mi tío Manuel dijo: “Bueno, estamos de acuerdo en que Luisillo se venga a vivir con nosotros, ¿verdad?; ocupará la habitación de Enrique”. Enrique era su único hijo, que estudiaba en una escuela militar fuera de Buenos Aires.
Así me encontré residiendo en una hermosa casa de una urbanización burguesa, lleno de gente burguesa que me trataba como igual, y junto a una mujer que no ahorraba los gestos de hostilidad. De manera que me habitué a estar en casa el menor tiempo posible. Si carecía de dinero como para ir al centro, visitaba a alguno de los supuestos amigos-vecinos, o caminaba durante horas por esa urbanización y las avenidas General San Martín y Maipú. A veces llegaba hasta Vicente López, donde, además de Luis, vivía otro primo de mi madre llamado Guillermo, homosexual confeso, dedicado a la costura, que siempre me hacía mucha fiesta cuando lo visitaba. En su casa probé por vez primera el dulce de tomate, que ignoraba que pudiera hacerse.
Una de las extrañas costumbres bonaerenses que más me entusiasmaban era la programación de “trasnoche” de los cines, porque así tenía el pretexto para no tomar el tren a Martínez hasta horas de la madrugada. Se trataba de una costumbre bastante extendida, pues eran muy numerosas las salas que programaban esa sesión, y no sólo los fines de semana.
<div class="separator" style="clear: both;"><a href="https://blogger.googleusercontent.com/img/b/R29vZ2xl/AVvXsEh8WRM0bW_qBeSOjQdOgrjkDwfCC5UfPv2wB7-JWuB1QU2pVFGHz9WPmYDp4KtbolCHVwA2RHq6XSXo9nrZ00iLH1ZTTqrD3RNagc0LG6brgllzqvAKBmBK5AzESvUYy-3uatSoJLDy83w/s250/images.jpg" style="display: block; padding: 1em 0; text-align: center; "><img alt="" border="0" width="400" data-original-height="167" data-original-width="250" src="https://blogger.googleusercontent.com/img/b/R29vZ2xl/AVvXsEh8WRM0bW_qBeSOjQdOgrjkDwfCC5UfPv2wB7-JWuB1QU2pVFGHz9WPmYDp4KtbolCHVwA2RHq6XSXo9nrZ00iLH1ZTTqrD3RNagc0LG6brgllzqvAKBmBK5AzESvUYy-3uatSoJLDy83w/s400/images.jpg"/></a></div>
Una noche de jueves, antes de la medianoche, me preguntaba qué hacer hasta la madrugada. Recorrí varios cines de trasnoche hasta dar con uno cuyo programa doble me interesó: Una película española, “La tía Tula” y otra italiana, “Addio, fratello crudele”. Atendía la taquilla un hombre mayor, que al escuchar mi acento, me miró fijamente y, tras examinarme unos segundos, me dijo: “Espera un poco”. Sumamente extrañado, decidí esperar a ver. Unos minutos más tarde, el taquillero me llamó y me preguntó: “Sabes qué clase de cine es éste”, con acento castellano viejo. Negué con la cabeza. Poco después, salió de la taquilla y me empujó un poco hacia un rincón. “Ven, que voy a abrir para ti el anfiteatro. Tú no puedes entrar solo en el patio de butacas”.
En efecto, abrió para mí un empinado graderío vacío. Ocupé una butaca de la primera fila y cuando me acostumbré a la penumbra, percibí abajo el motivo por el que el hombre me había hecho el favor. Todos abajo eran hombres y muchos se estaban metiendo mano.
A partir de ese día, el dueño vallisoletano del cine, que era dueño de otras seis salas, me trató como parte de su nutrida familia. Durante un asado en Mar del Plata me contó que “En Buenos Aires todos los hombres se comportan de manera
Bisexual. Aunque estén casados o tengan novia, si se presenta la ocasión se acuestan con sus amigos sin ninguna clase de remordimientos”.
Tuve ocasión de comprobarlo con el tiempo. Mi compañero de trabajo Tino me asaltó en diversas ocasiones, hasta delante de su novia. Varios de los nietos de mis tíos me invitaban a salidas en dúo solitario, y fuera en un cine o una cabaña del Tigre, acababan metiéndome mano.
Y así fue de manera habitual, hasta que conocí a Pepe. Pero Pepe es mi mejor y más extraña historia en el extraño Buenos Aires: ya hablaré de él.
Unknownnoreply@blogger.com0tag:blogger.com,1999:blog-1219736965597234767.post-38500840830531193622020-11-02T01:48:00.000-08:002020-11-02T01:48:01.093-08:00CUENTOS DE MI BIOGRAFÍA
El primer año, publiqué con Roca dos novelas, "Oro entre bruma!" y "La desbandá". A partir de ahí, yo tenía el compromiso de entregarle un original nuevo cada mes de marzo.
Cuando ya llevaba cuatro novelas que habían publicado varias ediciones, la jefa me dijo que debía ir escribiendo mi biografía.
COIMO TODAVÍA NO SABÍA QUE ESA SEÑORA ME ESTABA ESTAFANDO, ME TOMÉ LA SUGERENCIA EN SERIO PERO COMO NUNCA ME HAN GUST6ADO LAS AUTOBIOGRAFÍAS (QUE SIEMPRE SON AGIOGRÁFICAS Y ENUMERAN PERSONAJES CELEBRES QUE HAN TRATADO) DECIDÍ IMAGINAR OTRO PLANTEAMIENTO.
Escribiría cuentos fabulando a partir de experiencias reales, pero sin echarme flores ni mentir. Tengo muchos de estos cuentos listos, porque escribo cuentos a diario sobre distintos temas.
NATURALMENTE, CUANDO TRAS UN INFARTO CEREBELOSO DESCUBRÍ EN 2007 QUE ROCA ME ESTABA ROBANDO, YA NO ESCRIBÍ MÁS DE ESTOS CUENTOS, PORQUE ANTICIPOÉ LO QUE PODRÍA OCURRIRME, COMO ASÍ HA SIdo..
Aquí tienen el primero que terminé
<div class="separator" style="clear: both;"><a href="https://blogger.googleusercontent.com/img/b/R29vZ2xl/AVvXsEgOyFT_WDXnjr8JVGJa0vDoW2QOk0wwEn358xxCBFl2DoGpqnBgHzu5x0ZbHuWtPrKemHTWf1SfqX6M9FcKL9fo6Eujfbx4hCNlMUVPKt_f2Y6LphhvOj9cGyfqMz9w3KvVyTYzmtFcTcA/s2048/DSCN0350.JPG" style="display: block; padding: 1em 0; text-align: center; "><img alt="" border="0" width="400" data-original-height="1536" data-original-width="2048" src="https://blogger.googleusercontent.com/img/b/R29vZ2xl/AVvXsEgOyFT_WDXnjr8JVGJa0vDoW2QOk0wwEn358xxCBFl2DoGpqnBgHzu5x0ZbHuWtPrKemHTWf1SfqX6M9FcKL9fo6Eujfbx4hCNlMUVPKt_f2Y6LphhvOj9cGyfqMz9w3KvVyTYzmtFcTcA/s400/DSCN0350.JPG"/></a></div>
CUENTOS DE MI BIOGRAFÍA
HUIDA A BUENOS AIRES
Caminaba por la calle Navas de Tolosa con la mano en la mejilla, como si así pudiera aliviarme el dolor. Que me quitaran una muela era para mí casi tan doloroso como si me extirpasen un dedo. Había vuelto de Milán a Barcelona con ese único fin, porque no me fiaba de los dentistas italianos, demasiado torpes, gesticuladores y parlanchines como para recordar el refrán: “Habla más que un sacamuelas”.
-Hombre, Luis, es un milagro que te encuentre…
Llevaba unos seis meses sin ver a mi amigo Quadranch, el “gris”, que era como llamábamos entonces a los policías nacionales. Casi nunca habíamos hablado más que para discutir sobre Málaga y Barcelona y sus respectivas Barceloneta y Malagueta, nombres cuya similitud semántica me desconcertaba.
-Vaya, Jorge, me alegro de verte.
-Te he dicho unas tres mil setecientas veces que me llamo Jordi…
-Vale, como tú quieras.
-¿Cuándo has vuelto de Milán?
-Anteayer, para ir al dentista. Me acaban de dejar mellado.
-¡Qué lujos!
-Déjate de bromas. Se trata sólo de miedo. Recién llegado a Milán, tuvieron que sacarme una muela y me hicieron una carnicería…
-¿Adónde vas?
-A ninguna parte. Sólo paseo.
-Voy a cambiarme de ropa. Ven conmigo, que quiero hablar contigo.
Como Jordi Quadranch vivía en calle Viñals, en la casa de al lado de mis tíos donde me hospedaba, desanduve el camino a su lado sin protesta. Tardó sólo unos seis minutos en cambiarse de ropa. Sin el uniforme, parecía casi tan joven como yo, aunque era cinco años mayor.
-Vamos –me dijo como si fuera una orden según su costumbre, actitud que él sabía que me encorajinaba.
<div class="separator" style="clear: both;"><a href="https://blogger.googleusercontent.com/img/b/R29vZ2xl/AVvXsEjpZR-Ah9WnSVjByGfoNHUPtBs_xU6krVy0R_WDJltdxKVmcuZJjIPXPCbSZr-cAeBRzROPML43XyUQqMH9pm43VBqAx8ZrLKvWCtwyw0m3a7QWlidWh67cN3gaUiyLn7kGf3KhwU1B2sk/s376/cichbat3.jpg" style="display: block; padding: 1em 0; text-align: center; clear: left; float: left;"><img alt="" border="0" width="400" data-original-height="268" data-original-width="376" src="https://blogger.googleusercontent.com/img/b/R29vZ2xl/AVvXsEjpZR-Ah9WnSVjByGfoNHUPtBs_xU6krVy0R_WDJltdxKVmcuZJjIPXPCbSZr-cAeBRzROPML43XyUQqMH9pm43VBqAx8ZrLKvWCtwyw0m3a7QWlidWh67cN3gaUiyLn7kGf3KhwU1B2sk/s400/cichbat3.jpg"/></a></div>
Salimos a caminar, él como si cavilara sobre algo importante y yo, con evidente impaciencia en el rostro y mis actitudes. Pero sabía muy bien que sería tiempo perdido tratar de que se explicara antes del momento en que él decidiera hacerlo.
-Estás más gordo.
Era verdad. Antes de viajar a Italia, pesaba cincuenta y ocho kilos. En Milán, recalé en una pensión que era a la vez una trattoría muy popular y estábamos en invierno, un invierno “paduano”, mucho más frío que el de Málaga o Barcelona. Entre que la dueña me adoptó como un sobrino y el apetito consecuencia del frío y el horario, tan diferente del español, empecé a comer a todas horas y abundantemente. El ossobuco, los espaguetis y el chocolate me habían hecho ganar siete kilos.
-Pues tú… se ve que vas mucho al gimnasio –repliqué.
-Tú también deberías ir, tienes buena base… un esqueleto estupendo, pero si sigues aumentando de peso, pronto tendrás barriga.
-No fotis –protesté.
-Tú, cuídate, o ya no podrás fanfarronear más con la ropa que te gusta comprarte antes que nadie.
No era la primera vez que me reprendía veladamente por mis gustos. Contuve el reproche y decidí virar el diálogo.
-¿Cómo está tu hermana?
-Sigue esperándote y por lo tanto no se echa novio.
-No digas tonterías.
-Claro que sí.
-Pero si es hasta mayor que tú.
-Te lleva sólo siete años, y es la más guapa de Barcelona.
Era verdad. Carme era una chica guapísima que, cuando me convertí en su vecino, me parecía inalcanzable. Después, me había causado muchos sinsabores. Hablaba de los charnegos con evidente desdén y como si yo no fuera uno de ellos. Ella me había dado a conocer el separatismo catalán, cuestión de la que en Málaga yo no tenía ni idea. Pero que yo le indicara que debía considerarme despreciable, puesto que yo también era charnego, nunca me sirvió de nada. Porque su evidente encaprichamiento por mí lo exhibía con expresiones muy seguras, como si yo fuera de su propiedad, pese a que jamás exterioricé el menor acuerdo ni interés alguno por ella.
-Pero yo soy charnego, recuérdalo- le dije a Jordi.
-A ella, eso no le importa.
-Lo dices como si me perdonara la vida.
-No exageres.
-¿Que no exagere, Jorge? ¿Todos los malagueños, andaluces, murcianos, gallegos y demás son despreciables, pero yo me he redimido?
-Tú eres muy… particular.
-¿Lo ves? Los nacionalistas me infláis las pelotas.
-Yo no soy nacionalista, Luis.
-Dices eso porque eres policía y seguramente os prohibirán ciertas cosas. Pero que eres catalanista… joé, un montón.
-Eso no es lo mismo. Claro que soy catalanista. ¿Tú no eres la exageración máxima del malagueñismo? Pues a mí me gusta mi tierra.
-Te traicionas a diario, Jordi. Dices que eres catalanista nada más, pero te he oído muchas cosas… que bueno…
-¿A qué te refieres?
-Las referencias a los murcianos, ciertas expresiones como “de Valencia ni el arroz” y muchas cosas así. Tu nacionalismo es medular, tan profundo, que no puedes ni deseas ocultarlo.
Jordi calló y me adelantó unos pasos, como si inconscientemente quisiera librarse de una molestia. Me apresuré para espetarle:
-Los separatistas inventáis tantas tonterías, que ya me habéis quitado el gusto de vivir en Barcelona, donde había proyectado quedarme para siempre. Como decía Jean Paul Sartre, reinventáis la historia. Habláis de España como si fuera cosa ajena, a pesar de que Tarragona fue la capital de la mayor parte de España en tiempos de Roma… Contigo, no, porque me has dado pruebas de sobra de que me quieres; pero con tu hermana y tus amigos, aunque aprendí catalán, siempre me sentí postergado, discriminado. Y no se trata de palabras, sino de actitudes indisimulables.
No fotis, Luis. No tenía ni idea de eso.
-Nunca te lo dije, porque te respeto más de lo que crees. Pero eso es lo que siente un charnego en vuestras reuniones.
-Pero tú… -Jordi vaciló- ¿has dudado alguna vez que puedes contar conmigo?
-Nunca lo dudé Jordi. Sé que me quieres mucho, por alguna razón que no puedo explicarme, porque tu cariño por un malagueño no encaja con lo que sé de ti.
-¿Qué has estado haciendo en Milán? –me preguntó Jordi bajo la sombra del Hospital de San Pau.
Él conocía de sobra mis proyectos cuando me marché a Milán, así que la pregunta me extrañó.
-¿Qué quieres decir?
-¿Te has hecho notar en contra de España?
Su tono me produjo frío. Aunque Jordi se había comportado conmigo siempre como un igual muy amistoso y más íntimo de lo que condicionaba su nacionalismo, no dejaba de ser un policía “del régimen” y su expresión en ese momento era lóbrega. Hice memoria. Los días que viví en Milán vi muchos anuncios de manifestaciones contra Franco y había pasado junto a algunas, sin llegar nunca a participar de verdad. No conseguí identificar algún recuerdo “sospechoso”.
-¿Cómo iba a hacerme notar? En una excursión a Florencia perdí la mitad de mi dinero, que todavía no había ingresado en un banco. He tenido que hacer cabriolas para seguir adelante con mis proyectos. Soy casi un chaval, sin dinero ni relaciones, ni influencias. ¿Qué podría significar yo políticamente?
-¿Has quemado banderas de España?
Sentí un estremecimiento. De repente, la escena de la plaza del Domo me vino a la mente tan vívida como el día que ocurrió.
Habían inaugurado la Expotur española poco antes. Como muchos atardeceres, di un paseo Corso Garibaldi abajo hasta la Galería Vittorio Emmanuele, hasta acabar en la plaza del Domo, una de las más bellas del mundo.
Pero topé con algo completamente inesperado, una nutrida manifestación antifranquista convocada contra la Expotur (que la noche anterior inaugurara el ministro Fraga). Por la exposición, habían engalanado espectacularmente toda la plaza con banderas españolas, una bajo cada ventana. Los tres lados de la plaza lo ocupan edificios de igual arquitectura, cuyas fachadas almohadilladas son fáciles de escalar. Instantes después de mi llegada, alguien en la manifestación dio la consigna de abatir las banderas, y de repente veinte o treinta muchachos escalaban las fachadas y arrancaban las telas rojo y gualda.
Unos cuantos, fueron apilándolas en el centro de la plaza hasta formar un montón considerable, que alguien roció con un combustible ocasionando una gran hoguera.
Me acerqué como hipnotizado. Tal vez fuera por el humo, o quién sabe si por el orgullo maltrecho, me encontré llorando a chorros.
La pregunta de Jordi me obligó a sentirme como si todavía estuviese en el Domo de Milán, con los ojos llorosos y el alma encogida. No recordaba claramente mis movimientos en la plaza durante la quema, porque había permanecido varios minutos en un trance.
-Hace dos o tres días –prosiguió Jordi-, me apropié de un expediente que no me correspondía, porque aparecía tu nombre y quise averiguar de qué se trataba. Había una lista de españoles en Italia que son “enemigos del régimen”.
Me sentí aplanado, como si fuera a hundirme en el asfalto camino de la Sagrada Familia.
-Lo que sea que haya en ese expediente –repliqué-, es una malinterpretación. ¿Qué me aconsejas que haga, Jordi?
-Hablaban de uno “documento gráficos” que van a enviar pronto.
No lo podía creer. ¿Me habían tomado fotografías en la plaza del Domo? De cualquier modo, ninguna de esas fotos podía mostrarme haciendo lo que no había hecho.
-¿Qué hago, Jordi?
–¿Vas a volver pronto a Milán?
-Había pensado ir a Málaga cuando se me baje la inflamación.
-Pues ve. Déjame un teléfono a donde te pueda llamar.
-Mi familia no tiene teléfono. Toma éste, que es el de un amigo algo mayor.
El amigo “algo mayor” era en realidad un marica de mediana edad que llevaba muchos años tratando de meterme en su cama.
-Está bien, Luis. Mira, no te hagas notar nada en ninguna parte. Allí pertenecías a la JIC, ¿no?
En efecto, en Málaga había participado desde niño en las reuniones de la juventud independiente católica, que se celebraban en dependencias traseras del obispado. Pese a ello, había a diario una pareja de grises vigilando nuestra salida en la puerta, siempre los mismos, de modo que hacía mucho que los saludábamos con algo de ironía.
-¿Ni siquiera a esos amigos debo ver?
-De ningún modo, Luis. Te hablo de una cosa seria.
Al volver a Málaga, la vivienda de mis padres me pareció más pequeña y sórdida de lo que figuraba en mi recuerdo. No pude aceptar la oferta de mi madre de que me quedara con ellos. Busqué un empleo en una tienda y alquilé en seguida un modesto apartamento del que dispondría sólo dos meses, puesto que lo alquilaban en temporada turística mucho más caro.
Llevaba poco más de dos semanas trabajando cuando una tarde vi con disgusto que mi pretendiente de mediana edad, llamado Amadeo, entraba decididamente en la tienda y se dirigía presuroso hacia el punto donde yo estaba. Miré al dueño de la tienda, cuyos ojos –alternativamente fijos en mi amigo y en mí- eran un caudal de preguntas; más aun cuando Amadeo se acercó a mí inclinándose sobre el mostrador para hablarme al oído.
-Luis, tienes que huir de Málaga.
-¿Qué estás diciendo?
-Han llamado a mi casa. Es un amigo tuyo de Barcelona, que dice que es policía. Me ha dicho que han mandado del consulado de Milán una foto donde apareces quemando una bandera de España.
-Yo no hice eso.
-Pues en la foto se ve clarísimo.
No podía imaginar qué clase de efecto visual habría producido una imagen mía como si quemase una bandera española, cosa que habían hecho multitudes aquella tarde, pero no yo.
-Tu amigo dice que salgas de España hoy mismo.
No disponía de dinero. Esperaba con impaciencia el final del mes, porque tras pagar el alquiler y la garantía, me había quedado muy escaso de dinero. Estaba comiendo muy precariamente.
Una vez que Amadeo salió de la tienda con las mismas prisas con que había llegado, tuve que disimular mi consternación bajo la mirada inquisitiva del dueño. Yo trataba de reunir valor para pedirle un préstamo que jamás podría devolverle, cuando dijo:
-Luis, tengo que salir. ¿Puedes ocuparte de cerrar la tienda y quedarte un rato para cuadrar las cuentas?
-Sí, claro, vete.
Me dio la llave de una pequeña caja metálica donde guardaba por la noche el producto de las ventas del día. A punto de salir de la tienda, se volvió hacia mí para preguntarme:
-¿Pasa algo malo?
-No te preocupes, es sólo que me han dicho que un amigo de Barcelona ha tenido un accidente.
-Ah, bueno. Anota la hora a la que te vayas, por si tengo que pagarte alguna hora extra.
-No te preocupes por eso. No me llevará ni media hora cerrar las cuentas.
Faltaban sólo unos minutos para la hora del cierre, que esperé con impaciencia. No tomé conscientemente ninguna determinación, fue como si un robot teledirigiera mi voluntad y mi mano.
Sumé las ventas del día y resté el remanente diario para cambio. No cuadró del todo, porque sobraban catorce pesetas. Era algo que ocurría a diario, ya que muchos clientes se iban sin esperar el cambio cuando era insignificante.
Igual que un autómata, cogí un folio y redacté una dolida carta de disculpa para mi jefe, por las treinta mil pesetas que le robaba.
Fui a casa de mis padres, donde, a mi partida hacia Italia, había quedado toda mi ropa de verano. Llené apresuradamente una maleta, tomé un taxi y embarqué en el primer avión hacia Madrid.
Una vez en Barajas, examiné el tablero donde anunciaba las salidas más inminentes. Había un vuelo a Buenos Aires para dentro de dos horas.
Buenos Aires, un nombre premonitorio. Una tabla de salvación en medio de una tempestad.
No objeté nada a mi pensamiento. Como sitio para huir hasta ver qué pasaba con la confusión italiana, era demasiado lejano. Pero era el único sitio donde había parientes lejanos. Primos de mi madre. No sabía su dirección ni podía pedírsela a mi madre, no teniendo teléfono. Pero sería fácil dar con él, porque trabajaba en el Banco Español de Río de la Plata.
Huiría, pues, a Buenos Aires.
Unknownnoreply@blogger.com1tag:blogger.com,1999:blog-1219736965597234767.post-88669707715326765112020-04-27T01:29:00.001-07:002020-04-27T01:29:00.435-07:00Britain's Got Talent 2020 Jon Courtenay Full Audition S14E02<iframe allowfullscreen="" frameborder="0" height="270" src="https://www.youtube.com/embed/fq6ttcou3-g" width="480"></iframe>Unknownnoreply@blogger.com0tag:blogger.com,1999:blog-1219736965597234767.post-86225173111094771842020-04-08T00:04:00.000-07:002020-04-08T00:04:55.761-07:00LAMENTO POR EL MALTRATO INFANTIL<div class="separator" style="clear: both; text-align: center;"><a href="https://blogger.googleusercontent.com/img/b/R29vZ2xl/AVvXsEg9E48pSLHlvZr4sgBnuleFI0hiXBXZZbYUgO7eF85D0JDzXdDpPBqymEgPpuAzy8OaNbnWJCKveDDhKQKVBL1shsGcmsyQad1TK6gTm-IqqHTTFdzVGq48AMEBpJAPodcePiOoJ4rB-hI/s1600/bu%25C3%25B1o+1.jpg" imageanchor="1" style="margin-left: 1em; margin-right: 1em;"><img border="0" src="https://blogger.googleusercontent.com/img/b/R29vZ2xl/AVvXsEg9E48pSLHlvZr4sgBnuleFI0hiXBXZZbYUgO7eF85D0JDzXdDpPBqymEgPpuAzy8OaNbnWJCKveDDhKQKVBL1shsGcmsyQad1TK6gTm-IqqHTTFdzVGq48AMEBpJAPodcePiOoJ4rB-hI/s640/bu%25C3%25B1o+1.jpg" width="640" height="426" data-original-width="275" data-original-height="183" /></a></div><br />
NIÑOS AZULES<br />
Luis Melero<br />
<br />
De nuevo sentía necesidad de huir y, como tantas otras veces, sus piernas se encaminaron hacia la colina sin que mediara su voluntad.<br />
Aunque la altura del monte era más bien modesta, la escalada de la ladera resultaba ardua, por lo escarpada y porque el terreno suelto hacía que cada paso fuese más fatigoso que el anterior, ya que esta vez el golpe más fuerte, el que le había propinado su padre con la rodilla, le había alcanzado el muslo derecho cerca de la cadera; un dolor muy agudo que le obligaba a cojear.<br />
No se preguntaba por qué elegía ese sitio después de cada uno de los arrebatos de su padre, cuya razón desconocía, como ignoraba lo que le atraía con tanta fuerza hacia la cima, que alcanzaría en sólo diez o doce minutos más. <br />
Los jaramagos crecían sin orden entre matorrales de chumberas y, más arriba, algunos algarrobos rompían la línea casi perfecta del cono que formaba el monte coronado de riscos. Mirando las orgullosas rocas casi negras, Dany anheló que los niños azules salieran esta vez de su morada de amatistas y rubíes. Eran las cuatro de la tarde, y ellos se retiraban siempre antes del ocaso. Si salían, alegarían muy pronto la proximidad de la noche y se marcharían, pero Dany necesitaba que hoy se quedasen más tiempo con él, al menos hasta que el dolor de la cadera se atemperase lo suficiente para olvidarlo. Sólo contaba once años, una edad en que se alivia pronto el dolor físico.<br />
<div class="separator" style="clear: both; text-align: center;"><a href="https://blogger.googleusercontent.com/img/b/R29vZ2xl/AVvXsEg89p76YLarBAuUKPTRUwYy73iPm1NKMZuy4zAdy5_cBDfYxx5Jl1Ff4VK1TJ1KzwCri4wEFJcyRjsA7DPAXXrN1yhbH4kLSm3X8EhwGCP3luzTN3ithBZWQQ1iOaVln0K6CNzvgie0-Jc/s1600/ni%25C3%25B1o2.jpg" imageanchor="1" style="margin-left: 1em; margin-right: 1em;"><img border="0" src="https://blogger.googleusercontent.com/img/b/R29vZ2xl/AVvXsEg89p76YLarBAuUKPTRUwYy73iPm1NKMZuy4zAdy5_cBDfYxx5Jl1Ff4VK1TJ1KzwCri4wEFJcyRjsA7DPAXXrN1yhbH4kLSm3X8EhwGCP3luzTN3ithBZWQQ1iOaVln0K6CNzvgie0-Jc/s400/ni%25C3%25B1o2.jpg" width="400" height="224" data-original-width="300" data-original-height="168" /></a></div>La piedra sobre la que solía sentarse estaba muy próxima a un tajo que caía en vertical hacia el lecho de un arroyo, ahora seco. Desde ella, miraba el lejano mar durante muchas horas antes de que los niños azules aparecieran, por lo que temía que esta tarde de primavera no vinieran, puesto que sólo quedaban unas cuatro horas de sol. Sobre la aglomeración de edificios, arboledas y torres de la ciudad, la extensión marina refulgía a la derecha del panorama, donde el sol había iniciado ya el descenso. La temperatura era fresca, no podría desnudarse como otras veces para sentir el abrazo amable y reconfortante de la brisa; solía hacerlo no sólo cuando recibía una paliza, también cuando percibía el rechazo de los vecinos de su edad. Si los niños azules no acudían, ¿quién iba a consolarlo? El llanto no le producía hipidos ni ahogos, sólo fluía el manantial de lágrimas tan saladas como el mar añil que contemplaba. <br />
-Hola -dijo el niño azul.<br />
Dany sonrió. Había acudido antes que las demás veces, y solo.<br />
-¿No viene la niña?<br />
-Pronto vendrá. ¿Por qué lloras?<br />
Dany desvió la mirada.<br />
-¿Otra vez tu padre?<br />
Dany asintió con los ojos bajos.<br />
-¿Sabes por qué lo hace?<br />
Dany negó. Se trataba de un misterio para el que no tenía explicación ni conjeturas.<br />
-¿Has sido malo?<br />
-No lo sé. Seguramente sí, pero es que, sea lo que sea lo que molesta a mi padre, nunca me lo dice. Debo de ser muy malo, tan malo como el peor, porque, si no, mi padre no me pegaría tan fuerte y tantas veces, pero nunca me dice lo que hago mal para que yo pueda dejar de hacerlo.<br />
-¿Quieres jugar?<br />
La propuesta paró el torrente que brotaba de los ojos de Dany.<br />
-¿A las adivinazas?<br />
-Todavía no; jugaremos a las adivinanzas cuando venga Celeste. Ahora podemos jugar al juego de la verdad.<br />
-¿Cómo es?<br />
-Yo te pregunto y tú me preguntas. El primero que adivine la verdad del otro, gana. Pero no está permitido mentir en las respuestas.<br />
-¡Qué bien! -celebró Dany-. ¿Quién pregunta primero?<br />
-Empieza tú.<br />
-¿Es tu piel de cristal, como parece?<br />
-No. Ahora pregunto yo. ¿Has faltado al respeto a tu madre?<br />
-No. ¿Sólo hay ese líquido azul en tu interior?<br />
-Hay mucho más. ¿Has faltado al colegio?<br />
-Esta tarde, sí, porque me da vergüenza ir cuando cojeo o tengo moretones en la cara por las palizas de mi padre, porque no sé qué explicación dar; pero nunca he faltado en las últimas dos semanas, desde la última vez que me pegó. ¿Qué más hay dentro de ti, además del líquido azul?<br />
-Pensamientos y sentimientos. ¿Te has quedado jugando con tus amigos del barrio más tarde de la hora que tus padres te marcan para volver?<br />
<div class="separator" style="clear: both; text-align: center;"><a href="https://blogger.googleusercontent.com/img/b/R29vZ2xl/AVvXsEgPF_ZLKypeKN5wxlrZxRHvk1rnIUVMTCqzMvRxZVzEeN8rozDZYCof6JQ2kpbd40rDdJte2zOckVGcRVMnRLd3xDau2F6r3odAk3s5OMOIEIF0l1CZZfx7I6QbPOFjaSQQeL-0Ot9Ubf0/s1600/ni%25C3%25B1o3.jpg" imageanchor="1" style="margin-left: 1em; margin-right: 1em;"><img border="0" src="https://blogger.googleusercontent.com/img/b/R29vZ2xl/AVvXsEgPF_ZLKypeKN5wxlrZxRHvk1rnIUVMTCqzMvRxZVzEeN8rozDZYCof6JQ2kpbd40rDdJte2zOckVGcRVMnRLd3xDau2F6r3odAk3s5OMOIEIF0l1CZZfx7I6QbPOFjaSQQeL-0Ot9Ubf0/s400/ni%25C3%25B1o3.jpg" width="400" height="266" data-original-width="275" data-original-height="183" /></a></div>-No tengo amigos en el barrio. Me rechazan también y no comprendo por qué. ¿Tú rechazas a otros niños?<br />
-Carezco de la facultad de rechazar nada. ¿Has cogido dinero del bolso de tu madre?<br />
-No, qué va; ¿para qué voy a querer dinero? ¿De qué está hecha tu piel?<br />
-De ilusiones de niños como tú. ¿Estudias poco en el colegio?<br />
-El maestro me da muchos premios; dice que soy el más listo de la clase, pero dirá eso porque nunca ha hablado con mi padre, que asegura que yo soy un monstruo. ¿Las ilusiones de tu piel se pueden tocar?<br />
-Mi piel, como la de Celeste, se rompe al menor contacto; desaparecería si me tocaras. ¿Te abraza y te besa tu padre cuando te dan esos premios en el colegio?<br />
-No. Los padres de otros niños de mi calle les compran regalos cuando llevan buenas notas, pero el mío pone una cara muy rara, como si algo oliera mal. ¿Que quieres decir con "desaparecería"?<br />
-No volverías a verme. ¿Crees que molesta a tu padre que seas tan listo?<br />
-No lo sé. Bueno, a veces, a lo mejor. Un día, estábamos en casa de mi abuelo, comiendo, y él dijo que se podía respirar en la Luna; como yo le dije delante del abuelo que es imposible, porque allí no hay oxígeno, luego, cuando íbamos para mi casa, fue todo el camino dándome bofetadas, tirones de pelo y golpes con las rodillas. ¿Por qué no volvería a verte si te tocara?<br />
-Porque soy una realidad intangible. ¿Te golpea tu padre un día o dos después de haber conseguido muy buenas notas en el colegio?<br />
-No me acuerdo; me dan buenas notas casi todos los días. ¿Qué significa "realidad intangible"?<br />
-Que no se puede tocar; una realidad que proviene de la metafísica. Aunque te den buenas notas con tanta frecuencia, ¿no puede ser que ciertos días tus notas sean mucho mejores?<br />
-Claro. A mi maestro le gusta organizar la clase como si fuera un ejército, y anteayer me nombró general. ¿Qué es la metafísica?<br />
-Las causas primeras del ser. ¿No te llama la atención que tu padre te haya pegado a los dos días de ser nombrado general en la escuela?<br />
-No lo sé, ahora no puedo responderte; tendré que pensarlo muchos días. ¿De qué ser eres tú las causas primeras, del mío?<br />
-¡Has ganado! <br />
Dany había olvidado que alguien podría ganar el juego. Lamentó que hubiera terminado, pues Azul le obligaba a pensar en cosas y posibilidades que, de otro modo, nunca se plantearía. Por suerte, acudió Celeste.<br />
-Hola, Dany.<br />
Como siempre, Dany halló sorprendente lo mucho que la niña se parecía a una foto de cuando su madre tenía doce años, sólo que era aún más bella y poseía un resplandor que no había en aquella fotografía.<br />
-¿Jugamos a las adivinanzas? -le preguntó Dany.<br />
-¿No juegas con tus amigos? <br />
-No tengo amigos. Los niños de mi barrio dicen que soy un sabelotodo.<br />
-Azul dice que le has ganado en el juego de la verdad. No sé si hoy necesitas jugar a las adivinanzas.<br />
Dany no recordaba que Azul hubiera comentado nada. Se preguntó cómo se lo habría dicho a Celeste.<br />
-Todavía me duele mucho el muslo. Por favor.<br />
-Bueno, está bien -concedió Azul-. Vamos a sentarnos en la entrada de la cueva.<br />
Caminaron en la dirección del sol, para encontrar un punto abierto en la corona de riscos. Dany se preguntó por qué esa entrada estaba cada vez en un lugar diferente, siempre el más expuesto a la luz solar. Azul y Celeste le indicaron con un gesto que se sentara mientras ellos lo hacían dando la espalda a la cueva y de cara al sol, todavía cálido. Nunca había pasado Dany del umbral de la gruta, cuyo fulgor interior contemplaba ahora; un fulgor que centelleaba a la luz de media tarde en una gama infinita de azules; hermosos cristales de cuarzo, zafiros y amatistas cubrían el suelo, las paredes y el techo abovedado. <br />
-¿Quién empieza? -preguntó Celeste.<br />
-Primero tú, por favor -rogó Dany.<br />
-¿Qué es el odio a lo desconocido, cuando lo desconocido nos parece conocido?<br />
Dany trató, primero, de decidir si había lógica en la pregunta. ¿Cómo podía ser desconocido lo conocido? Cuando el maestro explicaba algo, sólo era desconocido mientras hablaba pero, al final, se convertía en conocido. Antes de la explicación, ni siquiera sospechaba que eso tan desconocido existiera.<br />
-Lo desconocido deja de serlo cuando se lo conoce -afirmó Dany.<br />
-Es una reflexión muy juiciosa, Dany -alabó Azul-, pero aún no has resuelto la adivinanza.<br />
-¿Mi padre me conoce pero no me conoce?<br />
-Estupendo -sonrió Celeste-. Vas por buen camino.<br />
-¿El odio a lo desconocido es lo mismo que miedo? -preguntó.<br />
-¡Has ganado! -exclamó Celeste-. Te toca, Azul.<br />
-¿Qué es un reloj que destruye los relojitos? -la expresión de Azul era muy, muy pícara, y miraba fijamente a los ojos de Dany.<br />
-El reloj es una cosa -afirmó Day-. No tiene voluntad para destruir nada.<br />
-Piensa un poco más -sugirió Celeste-. Recuerda lo que os explicó el maestro en la clase del jueves de la semana pasada.<br />
-¿Lo de los vasos comunicantes?<br />
-No, Dany -respondió Azul-. Eso fue el miércoles. Piensa un poco más.<br />
-El jueves... -Dany dudó-, creo que habló de Grecia.<br />
-Exacto -concordó Celeste.<br />
-¿Cronos no es una palabra que significa lo mismo que reloj?<br />
-No, Dany -contradijo Azul-. "Cronos" significa tiempo y el reloj sirve para medir el tiempo.<br />
-Pero el jueves, el maestro nos contó las canalladas que hacía el dios Cronos con sus hijos. ¿Relojes y relojitos no sería lo mismo que Cronos y "cronitos"?<br />
-¡Otra vez has acertado! -alabó Celeste.<br />
-¿Yo soy un relojito? -preguntó Dany con un ligero desfallecimiento en la voz.<br />
-A veces -respondió Celeste.<br />
-Cuando pareces un reloj más grande que tu hora -comentó Azul.<br />
Al pronto, Dany no entendió qué significaba eso de parecer más grande que una hora, pero un sentimiento pesaroso le asaltó mientras meditaba. Por el peso de este sentimiento, comprendió el consejo que contenía el comentario de Azul.<br />
-¿Sería mejor que mi padre creyera que soy un poco tonto? -preguntó Dany.<br />
-Eres tú mismo quien debe contestar esa pregunta, Dany -respondió Azul.<br />
-Ahora tú, Celeste. Di una adivinanza<br />
-Ya has acertado dos -protestó la niña azul-. Di tú una.<br />
Dany reflexionó un buen rato, subyugado por el fulgor de azules, violetas y celestes que brotaba de la cueva. ¿Qué podía preguntarles que sonara tan inteligente y tan misterioso como lo que preguntaban ellos? Sus referencias estaban limitadas al ámbito de su familia, la escuela y la calle donde vivía. Lo mismo que el trato de su padre, el de sus vecinos niños también era extraño, inexplicable; nunca le invitaban a jugar con ellos y parecían rehuirle. Desde el balcón de su casa, los había escuchado muchas veces jugar a las adivinanzas en los atardeceres de verano, pero sólo había conseguido memorizar algunas, que le parecían demasiado pueriles. Estrujó lo que pudo su imaginación, hasta que se le ocurrió:<br />
-¿Qué es azul, metafísico e intanjable?<br />
-Intangible -rectificó Azul.<br />
-Eso. ¿Qué es azul, metafísico e intangible?<br />
-¿Un sueño? -preguntó Celeste.<br />
-No vale -protestó Dany-. Vosotros sabéis mucho más que yo.<br />
-Alégrate -aconsejó Celeste-. Tu adivinanza estaba muy bien formulada, y no era obvia. Pero es muy fácil para un sueño adivinar que lo es.<br />
-¿Vosotros sois mi sueño?<br />
-Algo parecido -respondió Azul. <br />
-Ya me duele menos el muslo. ¿Me dejaréis visitar esta vez vuestra... casa?<br />
-Nuestra casa también es metafísica -se excusó Celeste.<br />
-Nos tenemos que ir -anunció Azul, para desolación de Dany.<br />
-Pero todavía me duele un poco.<br />
-Nunca fuiste un quejica, Dany -reconvino Celeste-. No lo seas ahora.<br />
-¿Vendréis mañana?<br />
-Depende de ti -dijeron los dos, retirándose hacia el interior de la cueva.<br />
Al instante, Dany palpó la oscura roca, a ver si podía encontrar la puerta que se había cerrado. La búsqueda fue inútil. Volvió renqueante a su casa y pasó junto a los niños que jugaban en la calle sin mirarlos, para que no advirtieran su ansia de participar.<br />
<div class="separator" style="clear: both; text-align: center;"><a href="https://blogger.googleusercontent.com/img/b/R29vZ2xl/AVvXsEiVs8BpUStAe-pql5Px9Rt9uk9paTW5LtBv4ujWgG7v162AqE2fmJGKtrS72_MMwy50vePiv0YNfUBPh56GE6QthI5sfr6NmK6D9Mpx5V44TQbEBOs0kJojkjoiEsKZX98-J-7MEjTllBg/s1600/ni%25C3%25B1o4.jpg" imageanchor="1" style="margin-left: 1em; margin-right: 1em;"><img border="0" src="https://blogger.googleusercontent.com/img/b/R29vZ2xl/AVvXsEiVs8BpUStAe-pql5Px9Rt9uk9paTW5LtBv4ujWgG7v162AqE2fmJGKtrS72_MMwy50vePiv0YNfUBPh56GE6QthI5sfr6NmK6D9Mpx5V44TQbEBOs0kJojkjoiEsKZX98-J-7MEjTllBg/s400/ni%25C3%25B1o4.jpg" width="400" height="230" data-original-width="296" data-original-height="170" /></a></div>La vez siguiente que subió a la colina, apenas podía ver con el ojo izquierdo, cuyo párpado estaba sumamente inflamado por el golpe. La aureola oscura hacía que la rendija entrecerrada de ese párpado pareciera el ojo de una bestia. Dany se palpó el labio, también inflamado, para anticipar si perdería o no el diente aflojado por el puñetazo. No fue capaz de llegar a ninguna conclusión. Para distinguir con claridad el sendero que conducía a la cima, tenía que llevar la cabeza un poco girada hacia la izquierda, a fin de enfocar mejor la imagen con el ojo derecho, el único útil en esos momentos. No lloraba. Sentía más rabia que dolor. Celeste le aguardaba ya junto a la entrada de la gruta, que, como era mediodía, se hallaba abierta mucho más hacia el este que la vez anterior, casi al lado de la piedra desde donde acostumbraba a contemplar el mar. <br />
-Tu nariz es hoy un hermoso pimiento morrón -bromeó la niña azul, mientras sonaba una deliciosa melodía de caramillos y ocarinas que nunca antes había escuchado Dany. <br />
-¿No viene el niño?<br />
-Está recorriendo tu pasado de las últimas horas. Volverá en seguida. ¿Has sido demasiado listo esta vez?<br />
-La causa es otra.<br />
-¿Cuál?<br />
-Ayer le pedí a mi abuelo que me comprara los libros para estudiar el curso que viene, porque mi padre me había dicho que no.<br />
-¿Y tu abuelo se lo comunicó a tu padre?<br />
-Sí. ¿Jugamos?<br />
-¿Crees que puedes? Sólo ves por el ojo derecho.<br />
-¿Y qué?<br />
-Te falta percepción. ¿No prefieres descansar?<br />
-Descanso cuando juego con vosotros.<br />
-Siendo así, jugaremos al juego de la verdad. Ya lo conoces, ¿no?<br />
Dany asintió y dijo:<br />
-¿Empiezo yo?<br />
-Sí, pero no hagas preguntas que sepas que no puedo responder.<br />
-El otro día, dijisteis que sois algo parecido a mis sueños. ¿Significa eso que os invento yo y no existís?<br />
-Existimos. ¿Tu abuelo te dio el dinero?<br />
-No; dijo que se lo pensaría. Si existís más allá de mis sueños, ¿sois el sueño de todos los niños?<br />
-Somos algo más. Muchísimo más. ¿Tu madre no protesta cuando tu padre te golpea?<br />
-Creo que tiene miedo. ¿Sois ángeles?<br />
-Tenemos una existencia más material que ellos. ¿Ves mi sombra?<br />
-Sí; es azul.<br />
-Pero ésa no era mi pregunta. ¿Sabes ya por qué te castiga tu padre?<br />
-Vosotros me hicisteis pensar que no le gusta que yo sea... listo.<br />
-¿No tienes pregunta?<br />
-Creo que existís aquí y ahora porque yo lo deseo.<br />
-Eso no es una pregunta, sino una afirmación. Siempre aciertas el juego. Pero no seas presuntuoso... Nosotros no sólo existimos por ti.<br />
-Tengo una pregunta. ¿Me dejaréis algún día visitar la cueva?<br />
-Si pudieras entrar, sería una malísima señal.<br />
-¿Como que yo habría muerto?<br />
-Es normal que tu padre odie tu inteligencia, lo mismo que los niños de tu barrio. Yo también la odio un poco en ciertos momentos.<br />
-Mientes.<br />
-Sí. <br />
-Cuando os hago esa clase de preguntas, nunca me engañáis. ¿Tenéis prohibido mentir de verdad, o sea, hacer que uno se convenza de lo contrario de lo que es real?<br />
-Existimos para ayudarte a encontrar la verdad y, por lo tanto, no podemos ayudar a engañarte. Ahí llega Azul.<br />
Éste surgió de la sombra de un algarrobo, en la dirección señalada por Celeste. Como no solía verlos de lejos, nunca había prestado Dany atención al modo de desplazarse de los dos niños, teniendo en cuenta la transparencia azul de su cuerpo. Azul caminaba como todos los niños que no eran azules, aunque sus movimientos parecían más gráciles que los de cualquier otro.<br />
-Necesitas ocho libros y una colección de apuntes que te dan en fotocopias -dijo el recién llegado-. Nosotros podríamos ayudarte a conseguirlos, pero deberías estar dispuesto a correr un riesgo gravísimo.<br />
-¿Como saltar este tajo?<br />
-Mayor aún. ¿Tienes coraje?<br />
-¿Ahora?<br />
-¿No te sientes capaz?<br />
-¿Podré ver con los dos ojos?<br />
-Verás con todos los ojos.<br />
-Vamos.<br />
-En ningún momento trates de tocarnos. Promete que, sean cuales sean las circunstancias, no lo vas a intentar.<br />
-Lo prometo.<br />
Dany advirtió que no tenía peso y su sombra se había vuelto azul. <br />
-Abuelo, ¿por qué tuviste que decírselo a mi padre?<br />
El abuelo no respondió. Ni siquiera lo miró.<br />
-Mamá, ¿por qué no me defiendes cuando mi padre... se enfada?<br />
La madre continuó con su tarea, como si no oyese. Pero Dany descubrió con extrañeza que rodaba una lágrima por su mejilla.<br />
-Buenas tardes, doña Piedad.<br />
La vecina del piso de al lado, en el mismo descansillo donde estaba su vivienda, no lo miró. Continuó hablando con doña Carmen, la vecina del piso de abajo: "De hoy no puede pasar. Tenemos que presentar la denuncia".<br />
-Papá, ¿me odias?<br />
El padre pestañeó, al tiempo que se sacudía la frente con la mano, como si intentase espantar una mosca o una idea desagradable. Dany notó que, aunque veía bien su cara, lo miraba un poco desde arriba, como si su estatura se hubiera vuelto superior a la de él. Recordó a Azul y Celeste y los buscó con la mirada. Se encontraban a cierta distancia, a su izquierda y su derecha y, entonces, comprendió que estaba suspendido en el aire. Sintió pavor, pero reprimió el vehemente deseo de agarrarse a uno de ellos, o a los dos. Creyó que su padre sí podía verlo.<br />
-Papá... no te enfades conmigo. ¿Me odias?<br />
El padre volvió a agitar la mano ante su frente.<br />
-¿Qué supones que le pasa? -preguntó Celeste.<br />
-Algo le molesta en la cabeza.<br />
-Sí -concordó Azul-, pero no por fuera. Algo le molesta en la cabeza... pero por dentro.<br />
-¿Cómo lo sabes?<br />
-Supones que tu padre es un mineral o un ser monstruoso -afirmó Celeste.<br />
-No. Yo lo quiero.<br />
-Repítelo -exigió Azul.<br />
-Yo lo quiero.<br />
-¿Aunque te torture? -preguntó Celeste-. ¿No es superior tu rencor?<br />
-Todos los niños juegan y ríen con sus padres. A mí me gustaría también jugar y reír con el mío. Lo necesito.<br />
-Lo que le molesta a tu padre en la cabeza -afirmó Azul- es la conciencia.<br />
-¿Se arrepiente cuando me pega?<br />
De repente, ya no estaba suspendido en el aire y su abuelo, su madre, doña Piedad, doña Carmen y su padre se habían esfumado. La colina era azul, las rocas eran azules y el panorama de la ciudad era azul, mientras que el mar resplandecía como plata bruñida y los niños azules se habían vuelto de luz.<br />
-¿Me escucháis? -preguntó Dany.<br />
-Sólo si dices lo que debes decir -respondió Celeste.<br />
-Mi padre se arrepiente cuando me pega.<br />
-Repítelo -pidió Azul.<br />
-He comprendido que mi padre se arrepiente siempre que me pega.<br />
Los niños azules desaparecieron, la colina volvía a ser de color pardo, los árboles verdes, la ciudad gris y el mar, azul.<br />
<br />
Dany recorrió con dificultad el camino de vuelta a casa. Le dolía mucho el labio y la molestia del ojo izquierdo era insoportable. Había dos hombres golpeando la puerta de su casa, dos hombres azules, azul muy oscuro. Eran policías.<br />
Sintió temor, un miedo cuya naturaleza ignoraba, y por ello se escondió en un recodo de la escalera. Oyó:<br />
-¿Está su marido, señora?<br />
-¡Juan! -llamó su madre, sin moverse de la puerta.<br />
-¿Sí? -preguntó su padre.<br />
-Tenemos que hacerle unas preguntas. Hay una queja muy seria de los vecinos contra usted. En realidad, se trata de una denuncia por malos tratos a un menor.<br />
-Yo...<br />
-¿Qué tiene usted que alegar?<br />
-La denuncia es cierta -dijo su madre con tono vacilante y una especie de quejido aterrorizado en la voz.<br />
-¡Marta!<br />
-Sí, Juan. Esto no puede continuar. Vas a convertir a nuestro hijo en un animalillo asustado, lo mismo en que me has convertido a mí.<br />
-¿Desea usted denunciar a su marido, señora?<br />
-¡Marta!<br />
-Si lo convencen ustedes de que no vuelva a ponerle la mano encima al niño, no la presentaré. Pero si, a pesar de la promesa, vuelve a pegarle, los vecinos no tendrán que denunciarlo. Seré yo quien lo haga.<br />
-Mire usted, señor Juan Jara; si sus vecinos no retiran la denuncia, el juez va a privarle de la patria potestad de su hijo y tal vez lo encierre durante algunos años, como usted se merece. Personalmente, me alegraría mucho verlo en la cárcel, porque es una cobardía asquerosa pegar a un niño que no le llegará ni a la cintura. ¿Qué tiene usted que decir?<br />
-Les juro por Dios y por mis muertos que nunca volveré a ponerle a mi hijo la mano encima.<br />
-Informaremos de que nos ha dicho usted eso. Pero tendrá que convencer a sus vecinos para que retiren la denuncia; si no, lo va a tener usted muy crudo. Si de mí dependiera, yo les aconsejaría que no la retiren. Es que no hay derecho, oiga. ¿Podemos hablar con su hijo?<br />
<br />
Dany corrió escaleras abajo para no tener que contestar preguntas de los policías en presencia de su padre y, sobre todo, para que no vieran el aspecto que presentaba su cara, y volvió a la calle. ¿Qué consecuencias podían derivarse de la visita? ¿No empeoraría su situación? Todavía no había oscurecido del todo, podía entretenerse una hora o dos en la calle y volvería a su casa justo a la hora de la cena, que era lo que ellos le exigían.<br />
-¿Te has caído? -le preguntó un niño llamado Pepe Luis, el más voluminoso de los muchachos de su edad entre los vecinos de la calle y el que más huraño solía mostrarse con él cuando intentaba participar en los juegos.<br />
-Sí, por la escalera -respondió Dany sin vacilar.<br />
-Pues te pareces a Frankestein.<br />
Dany sonrió. Intuía que era una broma amable, no un sarcasmo.<br />
-Tengo el ojo a la virulé. No veo ni tres un burro.<br />
Pepe Luis soltó una carcajada, como si el comentario le hubiera parecido divertidísimo.<br />
-¿Quieres jugar? -preguntó el chico grandón.<br />
-¿A qué?<br />
-Al chiquirindongui. Sólo somos tres: nos falta el cuarto.<br />
-Con este ojo ciego, me las vais a comer todas.<br />
-Por eso te invito -ironizó Pepe Luis-. Me darás ventaja.<br />
Dany volvió a intuir que era una broma amable.<br />
Jugó cuatro partidas de parchís, de las que ganó tres. En la cuarta, le pareció que sería mejor dejarse ganar, para no provocar la inquina de quienes se mostraban repentinamente dispuestos a permitirle ser su camarada.<br />
Subió las escaleras de su casa con prevención porque se había pasado unos minutos de la hora, pero, sobre todo, por la visita de los policías. Su madre le sonrió esplendorosamente al abrirle la puerta y se giró hacia la mesita de la sala, al lado de la cual se encontraba su padre sentado. Encima de la mesa, nuevos y relucientes, estaban los ocho libros. Corrió a abrazar a su padre, que le dio un beso.<br />
-Perdóname hijo -murmuró en su oído.<br />
Absorto en los libros y en el recuerdo de lo grata que había sido la partida de parchís, Dany olvidó a los niños azules.<br />
Unknownnoreply@blogger.com0tag:blogger.com,1999:blog-1219736965597234767.post-49677838432996464892020-04-07T23:28:00.001-07:002020-04-07T23:28:50.682-07:00BEST Dance Group on America's Got Talent 2019? | Got Talent Global<iframe allowfullscreen="" frameborder="0" height="270" src="https://www.youtube.com/embed/w9M-e_DFFtY" width="480"></iframe>Unknownnoreply@blogger.com0tag:blogger.com,1999:blog-1219736965597234767.post-10546547288032610952020-02-15T00:26:00.000-08:002020-02-15T00:26:35.597-08:00EL MUCHACHO DE TIROLA HORA DE 3.000 AÑOS<br />
Una historia mítica de Málaga<br />
Luis Melero<br />
<br />
EL MUCHACHO DE TIRO<br />
<div class="separator" style="clear: both; text-align: center;"><a href="https://blogger.googleusercontent.com/img/b/R29vZ2xl/AVvXsEgTeZT0j4p8XF6ZNTYQJ4KiA_kX3QeHZljphBx7pVXjvku_-pRdq831JlLJZhjdc1jMEZbfJRR8__Kgf_6D3yDJPfz6DhmWDkYgGFEFOuJMLgS5biyB80O82BgrIsc1l8yT-8AqBpThCGE/s1600/1A1A+1.jpg" imageanchor="1" style="margin-left: 1em; margin-right: 1em;"><img border="0" src="https://blogger.googleusercontent.com/img/b/R29vZ2xl/AVvXsEgTeZT0j4p8XF6ZNTYQJ4KiA_kX3QeHZljphBx7pVXjvku_-pRdq831JlLJZhjdc1jMEZbfJRR8__Kgf_6D3yDJPfz6DhmWDkYgGFEFOuJMLgS5biyB80O82BgrIsc1l8yT-8AqBpThCGE/s400/1A1A+1.jpg" width="400" height="230" data-original-width="296" data-original-height="170" /></a></div>Los dioses eran tan despiadados que no podía pedirles ayuda, porque las plegarias humilladas ocasionaban su ira y les sacaban de quicio, lo que inclinaba a los dioses a martirizar tormentosamente al suplicante. Ya no recordaba cuándo había comido hasta saciarse, si es que alguna vez lo había hecho, y había olvidado si nunca durmió sobre un jergón mullido y sin terrores.<br />
En su memoria obnubilada por el hambre y el cansancio, hervía como un mal sueño que alguien le había dicho “ya tienes edad de ganarte el sustento y nosotros tenemos demasiados a los que alimentar. Sal a robar en los muelles o nada hasta la isla y recala en las aguas del mar, donde encontrarás mucho con que saciar tu hambre”. <br />
Hiram no recordaba cuánto tiempo haría de eso, pero a diario suplicaba a Astarté que ningún marinero le partiera el espinazo de una patada si lo sorprendía robando pescado en la cubierta de las naves, tan flaco y débil se sentía. Sobre todo, rogaba a Astarté y a Malac no ser usado como mujer por los ansiosos y desbocados marineros. Les temía a todos, principalmente cuando acababan de desembarcar tras una travesía muy prolongada y bajaban la pasarela desnudos exhibiendo impúdicos y orgullosos el bronce del sol en su piel y el enhiesto deseo en sus genitales. A pesar de su impudicia, le parecían dioses de otro mundo, con sus formidables miembros y los hombros de titanes, enrojecidos por el sol y el tinte de su ropa, y con frecuencia aplacaba el furor y el odio de algunos de esos marineros ofreciéndoles los primeros caracoles que conseguía encontrar en las profundidades cenagosas. <br />
<div class="separator" style="clear: both; text-align: center;"><a href="https://blogger.googleusercontent.com/img/b/R29vZ2xl/AVvXsEiqTNGNEesfnq8ltEVq18C5GPGxrJ-U18ZliFgab-QXH6C9euZ7l4dI1nl4TsC2dCx6BsZLMuTP7wmMeGnuDdj-fj9SSQDA14tZBndQBRoBGwtVItJl2tKXGtvbkbAS7BbIWV-RdyxLjwk/s1600/1A1A+0B.jpg" imageanchor="1" style="margin-left: 1em; margin-right: 1em;"><img border="0" src="https://blogger.googleusercontent.com/img/b/R29vZ2xl/AVvXsEiqTNGNEesfnq8ltEVq18C5GPGxrJ-U18ZliFgab-QXH6C9euZ7l4dI1nl4TsC2dCx6BsZLMuTP7wmMeGnuDdj-fj9SSQDA14tZBndQBRoBGwtVItJl2tKXGtvbkbAS7BbIWV-RdyxLjwk/s400/1A1A+0B.jpg" width="400" height="288" data-original-width="265" data-original-height="191" /></a></div>Su pecho no estaba aún desarrollado como para coger bocanadas grandes de aire que le permitieran permanecer más que unos instantes arañando el oscuro fondo arenoso La dificultad iba aumentando en muy poco tiempo, porque al tercer o cuarto caracol que desenterraba, la nube de polvo ascendía, desdibujando por completo el fondo e impidiendo seguir la búsqueda. <br />
Por desgracia, por muchos caracoles que Hiram llevara a la superficie apenas recibía a cambio unas migajas de pan o un par de sardinas. La búsqueda de esos caracoles era una tarea sin fin, pues aseguraban que eran necesarios muchos millares para extraer el tinte suficiente para una sola túnica, que únicamente podían permitirse las grandes fortunas. Paradójicamente, tales dificultades ocasionaban que nunca le faltase ese trabajo, a la espera de adquirir corpulencia de marinero que le permitiera embarcarse en busca de las cantadas riquezas lejanas.<br />
<div class="separator" style="clear: both; text-align: center;"><a href="https://blogger.googleusercontent.com/img/b/R29vZ2xl/AVvXsEiPDOuTQs8R9F-Jnjp0I9iISgRU6LV70-6D5crnnpUC85uPNxFvRYUSHAaZoF7chj6iDhLVqcZ0LQ_4VfK9YkS5srtzkEPdQ5s8xwcZ19RSBDHwrapUFyHA_enNg-l-8sQDuZKulJb365M/s1600/1A1A+2.png" imageanchor="1" style="margin-left: 1em; margin-right: 1em;"><img border="0" src="https://blogger.googleusercontent.com/img/b/R29vZ2xl/AVvXsEiPDOuTQs8R9F-Jnjp0I9iISgRU6LV70-6D5crnnpUC85uPNxFvRYUSHAaZoF7chj6iDhLVqcZ0LQ_4VfK9YkS5srtzkEPdQ5s8xwcZ19RSBDHwrapUFyHA_enNg-l-8sQDuZKulJb365M/s400/1A1A+2.png" width="400" height="309" data-original-width="256" data-original-height="198" /></a></div>Una vez, tras la llegada de un navío grande que había permanecido ausente muchas lunas, escondido entre enormes ovillos malolientes de sogas, pasó gran parte de la noche aterrorizado por los horribles quejidos de otros niños mendigos del puerto, mientras eran usados por los fogosos marinos recién llegados; el pavor le mantuvo desvelado, porque esos niños, que eran sus competidores en las raterías, parecían sufrir torturas insoportables bajo el peso convulso y jadeante de tales marineros. <br />
Hastiado y desesperado, al amanecer tuvo una feliz ocurrencia. Encontró en los muelles un sucio retazo de vela marinera que parecía abandonado; permaneció todo el día escondido, observando a hurtadillas ese tesoro, y no se atrevió a apoderarse de él hasta que Astarté se llevó al dios Sol a hacerle compañía. Con la tela en sus manos, a tientas, calculó que el tamaño del retazo le permitiría coser con esparto para formar una bolsa que se anudaría a la cintura. Con ella, no tendría que salir tantas veces a la superficie junto al muelle para descargar los caracoles, ascendería de vez en cuando para coger aire colgado de los cordajes de algún barco, y en seguida volvería al fondo; sólo saldría a la superficie cuando el peso de los caracoles le dificultase el trabajo.<br />
Así lo hizo durante un par de lunas completas. A Hiram le bastaron cuatro o cinco inmersiones para acostumbrarse a regresar a la superficie a pesar del lastre de la bolsa casi llena de caracoles. Tan solo una vez intentó llenarla a rebosar, pero las abundantes espinas llegaban a atravesar el duro tejido y clavárseles en la piel, así que moderó su ambición y su impaciencia, y ya nunca llenó del todo el precario artilugio, a pesar de lo cual lo obtenido a cambio de su pesca diaria multiplicaba por diez lo que consiguiera antaño. Feliz por la riqueza repentina que la bolsa le estaba proporcionando, se aplacaron las torturas de su mente y se abrieron sus oídos, de manera que mientras descansaba enganchado a un barco, encogido para no ser descubierto, se aficionó a espiar las chácharas de los marineros.<br />
<div class="separator" style="clear: both; text-align: center;"><a href="https://blogger.googleusercontent.com/img/b/R29vZ2xl/AVvXsEiCvf2xiV81_wajA38kxch9yh2dQ5u8tGnQLl-pAd6IzIOfuz-8LFCi6EmuKVkeOgYYYrqUvE-sBiXBlMMB9r1Uz1oYbbYBi4BlM-R2WIpTXwtMkeWiyxW4190LHMf-10iYYYsbWooruWo/s1600/1A1A+2B.png" imageanchor="1" style="margin-left: 1em; margin-right: 1em;"><img border="0" src="https://blogger.googleusercontent.com/img/b/R29vZ2xl/AVvXsEiCvf2xiV81_wajA38kxch9yh2dQ5u8tGnQLl-pAd6IzIOfuz-8LFCi6EmuKVkeOgYYYrqUvE-sBiXBlMMB9r1Uz1oYbbYBi4BlM-R2WIpTXwtMkeWiyxW4190LHMf-10iYYYsbWooruWo/s400/1A1A+2B.png" width="400" height="281" data-original-width="564" data-original-height="396" /></a></div>Todos hablaban enfáticamente de las riquezas y maravillas que veían cada vez que navegaban lejos. La isla, que era la zona más tradicional y cosmopolita de Tiro, era permanentemente un hervidero de chismes y experiencias llenas de magia y fortuna, que embrujaban la cabeza de los más jóvenes. Ningún marinero mencionaba las miserias de navegar hacinados en espacios demasiado estrechos e insalubres ni de los peligros con que tropezaban al varar en cualquier tierra desconocida y frecuentemente inhóspita, siempre llena de salvajes belicosos, ni de las muertes frecuentes que sufrían en infinidad de circunstancias.<br />
Más allá del horizonte, sólo había maravillas. Fortalezas con murallas de oro y zigurats de piedras preciosas. Playas llenas de mujeres desnudas y complacientes. Arenales con más perlas que arena. Y caracoles. Había playas con tantos caracoles en los rompeolas, que podían llenar un barco en una sola jornada. Y ni siquiera era necesario sumergirse demasiado, porque en muchos sitios tocaban en el rebalaje los caracoles con los pies sin tener que sumergirse.<br />
Eso tenía que verlo. Aunque los prodigios descritos por los marineros le hacían soñar, a pesar de que en el fondo de su mente fluía un pequeño caudal de escepticismo, la lejana profusión de caracoles borraba todas las defensas de su credulidad. Esos lechos de caracoles tan abundantes como los cardúmenes de sardinas, tenía que verlos y apoderarse de ellos. De manera que comenzó a germinar en su ánimo la determinación de intentar la arriesgada aventura de colarse de polizón en uno de aquellos barcos. Aplazó muchas veces la decisión, porque de los barcos que veía preparar para hacerse a la mar ninguno le parecía equipado ni suficientemente grande para alcanzar los remotos paisajes de los mitos marineros. <br />
Su vigilancia y atención dieron resultado una primavera, después de amainar las tormentas que llenaban de monstruos el mar. Una mañana, vio aparecer majestuosamente desde el continente un “anayat melek” o barco del rey. Pasmado por el esplendor de esa nave, se planteó temerariamente colarse en ella, pero pronto cayó en la cuenta de dos impedimentos: ese barco estaría mucho más vigilado que los demás y no podría permanecer mucho tiempo como polizón, y el barco del rey no se ocuparía directamente de las peligrosas expediciones en busca de riquezas y caracoles. Por lo tanto, Hiram reprimió su impaciencia y su hambre mientras rogaba a Astarté que apareciera un barco grande y poderoso, capaz de arribar a los confines fabulosos de los que hablaban sus mitos. Fueron pasando los soles y hasta alguna Luna, e Hiram temió que le alcanzara la bochornosa inundación solar de los tiempos centrales, cuando todavía sería mucho más peligroso esconderse en un barco lleno de malahim cansados, hambrientos, lujuriosos y borrachos, y donde un escondite demasiado estrecho no impediría que lo descubrieran varios marineros a la vez, que lo usarían hasta acabar con su vida. <br />
Lo vio llegar una mañana gris que trajo una corta tormenta. Todavía a una distancia de medio sol del puerto, resultaba impresionante. En seguida cayó en la cuenta de que ese barco asustaría a los pueblos salvajes que lo vieran llegar con su gigantesca vela roja y los gritos acompasados de los remeros, que podían oírse a la distancia. Ese iba a ser su escape. <br />
Aguardó pacientemente el varado y anclaje, cautelosamente escondido tras uno de los numerosos fardos de los muelles. De cerca, el barco era largo y tenía claramente dos cubiertas; en la más baja, había unos sesenta remeros. En las bordas de la cubierta superior colgaban los escudos de los guerreros, que totalizaban unos ochenta. El mástil, altísimo, llevaba más de una gran vela cuadrada. En el mascarón de proa resaltaba, junto a un ojo con forma de pez pintado a cada lado, un bello rostro de muchacho tallado entre otras figuras, falos gigantescos y otros torpes símbolos sexuales; más abajo, un fuerte espolón con punta de bronce, dispuesto para hundir barcos enemigos. Hiram lo contempló con detenimiento asombrado; a la altura de la cubierta inferior, el casco mostraba una hilera de troneras a unos cinco palmos de la borda, por donde asomaban los formidables remos. Le asombró que aunque los remeros fueran protegidos del sol y demás inclemencias, bajo techo, sus acompasados gritos y consejas fueran oídos tan lejos cuando se acercaban a puerto. La cubierta estaba llena de fardos, muchos, simples sacos muy abultados por frutos o cosas semejantes, pero otros muchos eran cajas cuidadosamente claveteadas y cerradas, que seguramente contenían las riquezas de las que tanto se jactaban.<br />
Vigilaría ese barco el tiempo que fuera necesario, porque decidió que sería ahí donde se escondería de polizón. Le desalentó algo ver bajar por la pasarela a un malahi desnudo, que daba las impresión de complacerse en exhibir su formidable musculatura teñida por el sol y la púrpura, mientras balanceaba un órgano sexual descomunal que daba miedo aunque a nadie parecía llamarle la atención. Uno de sus brazos sujetaba un pesado fardo no muy grande, que debía de contener su parte del botín; el brazo tensado era impresionante, rebosante de anfractuosidades; sería terrible ser castigado por una extremidad así. Ansió que ese hombre no permaneciera con la tripulación el día que pudiese esconderse en su barco. <br />
<div class="separator" style="clear: both; text-align: center;"><a href="https://blogger.googleusercontent.com/img/b/R29vZ2xl/AVvXsEj6MuR11_9-jo-6zVKndUaM8mFE6qqJnw-2azhDxtenFEtBhoIb0I_rQL9_qRe__J0-Ar4QYBgdgDGr_U6T9tFlKI6PDn3b7vTa4WUAS5Atsn0MrJ1c_6WDLJhT1pzb0WIbviSSQqnrqG8/s1600/1A1A+0.jpg" imageanchor="1" style="margin-left: 1em; margin-right: 1em;"><img border="0" src="https://blogger.googleusercontent.com/img/b/R29vZ2xl/AVvXsEj6MuR11_9-jo-6zVKndUaM8mFE6qqJnw-2azhDxtenFEtBhoIb0I_rQL9_qRe__J0-Ar4QYBgdgDGr_U6T9tFlKI6PDn3b7vTa4WUAS5Atsn0MrJ1c_6WDLJhT1pzb0WIbviSSQqnrqG8/s400/1A1A+0.jpg" width="400" height="400" data-original-width="225" data-original-height="225" /></a></div>La espera se prolongó tanto, que muchas veces estuvo a punto de desistir y abordar cualquier otro que pareciera salir a explorar. Sin embargo, le retuvo la convicción de que ningún otro navío podría disponerse a llegar tan lejos. El gran problema de la espera era que, a pesar de la mala e insuficiente alimentación, notaba que sus hombros se ensanchaban y sus piernas y brazos, cada vez más voluminosos, comenzaban a cubrirse de un fino vello dorado. Consideró que cuanto más tiempo pasara, le resultaría más difícil esconderse con seguridad y pasar inadvertido en un barco con tan numerosa tripulación. <br />
El anyt ym no volvió a izar las velas hasta seis lunas más tarde. Lo abordó de noche, escalando el casco por el lado contrario a donde estaba amarrado a puerto. El escondite que eligió Hiram no parecía muy seguro, porque a su cuerpo encogido no lo cubrían las sombras del todo, pero se esforzó por comprimirse imitando a las lapas, pegado a un fardo lleno de naranjas en el hueco imposible que lo separaba de otro rebosante de piñas. De madrugada, notó que un rb anyt se encaramó sobre el cargamento de provisiones, por lo que Hiram tuvo un instante de terror cuando le pareció que miraba brevemente hacia su escondite.<br />
Astarté presidía precariamente el pequeño castillo del buque, pero a nivel de cubierta, la diosa Malac presidía dominadora los movimientos cotidianos de los marinos. Al principio, a Hiram no le extrañó la desnudez completa de la diosa; sólo tuvo un atisbo de entendimiento cuando vio a uno de los anyt yn meter a medias su mano por una rendija de la entrepierna de la estatua. Esto le consternó, porque no se acostumbraba tocar a los dioses, pero esa Malac de los marineros parecía tener más funciones que protegerles de los peligros del mar, ya que un par de noches más tarde descubrió que otro marino introducía su falo en la estatua y se refocilaba como si se hubiera vuelto loco. En lugar de escandalizarse por el sacrilegio, Hiram sintió crecer su pavor, calculando lo que podría pasarle si ese marinero o cualquier otro lo descubría, porque tenía que reptar con demasiada frecuencia en busca de alimento, ya que su cuerpo estaba experimentando novedades que le producían hambre creciente.<br />
<div class="separator" style="clear: both; text-align: center;"><a href="https://blogger.googleusercontent.com/img/b/R29vZ2xl/AVvXsEj07dYS0X1IQGvWQZlsztqoWdNBdzwLJuyjQQ2asp_znhtYdlxGfw7G4BZJv2xDNfccMO718k0Hwb2CiWEsBQ4uLtRIuoQGSXcj9-ZwtGmuVT8L6opXWB8M1SyhHHK2renOAWcvYKJoJJY/s1600/1A1A+3.jpg" imageanchor="1" style="margin-left: 1em; margin-right: 1em;"><img border="0" src="https://blogger.googleusercontent.com/img/b/R29vZ2xl/AVvXsEj07dYS0X1IQGvWQZlsztqoWdNBdzwLJuyjQQ2asp_znhtYdlxGfw7G4BZJv2xDNfccMO718k0Hwb2CiWEsBQ4uLtRIuoQGSXcj9-ZwtGmuVT8L6opXWB8M1SyhHHK2renOAWcvYKJoJJY/s400/1A1A+3.jpg" width="400" height="224" data-original-width="300" data-original-height="168" /></a></div>En ese espacio menor que su cuerpo, Hiram perdió la cuenta de las Lunas transcurridas, ya que el hambre insatisfecho obnubilaba sus miembros y su entendimiento. Algunas veces, se atrevía a arrastrarse como una serpiente en busca de cualquier resto comestible medio podrido entre los bultos, tras lo cual, siempre le parecía al volver que el hueco se había vuelto más estrecho aun. No comprendía ni tenía modo de comprobar que sus volúmenes aumentaban a pesar del hambre, notando estupefacto que surgía pelo abundante donde nunca lo había tenido.<br />
Durante unas cuantas Lunas, el barco se acercó a distintos lugares, pero sin varar, porque los expedicionarios que abordaban los arenales volvían negando con aspavientos. Hiram no llegó siquiera a asomarse del todo, ya que las visitas frustradas duraban muy poco. <br />
Pero un amanecer notó mucha agitación. Todavía de noche, habían bajado a la playa siete expedicionarios, que volvieron muy pronto y tras sus gestos y descripciones, toda la tripulación se puso en movimiento. Oyó que en la cubierta inferior, los remeros recogían los remos del todo, los amarraban en haces como si la travesía hubiera terminado y se sumaban a lo que estuvieran organizando el rab y los principales malahim. Aprovechando la agitación, Hiram se atrevió a asomarse a la borda.<br />
<div class="separator" style="clear: both; text-align: center;"><a href="https://blogger.googleusercontent.com/img/b/R29vZ2xl/AVvXsEhAT4X_XE04mhvXiBkqiLeaypjK8ch_Mhvv5YZO78qda9lNlNO7WPfaT7hoAhDb4m0kMQRshADBUgR62RhMUS5Ny60NkKtwXHLw7lAnY75nEG51l84lPBRHnRRDEOPNjIY7JFoCfjo3OXU/s1600/1A1A+4.jpg" imageanchor="1" style="margin-left: 1em; margin-right: 1em;"><img border="0" src="https://blogger.googleusercontent.com/img/b/R29vZ2xl/AVvXsEhAT4X_XE04mhvXiBkqiLeaypjK8ch_Mhvv5YZO78qda9lNlNO7WPfaT7hoAhDb4m0kMQRshADBUgR62RhMUS5Ny60NkKtwXHLw7lAnY75nEG51l84lPBRHnRRDEOPNjIY7JFoCfjo3OXU/s400/1A1A+4.jpg" width="400" height="400" data-original-width="225" data-original-height="225" /></a></div>Estaban en medio de una estrecha ría, cuyas dos orillas arenosas distaban poco. A pocos centenares de codos de la derecha, se alzaba una sólida muralla de troncos tras la que ascendía el humo de muchas hogueras de quienes estuvieran preparando sus primeras comidas del día; más allá del humo, observó que se recortaba un monte oscuro que semejaba un formidable guardián de la playa, cubierto de rocas pizarrosas como si formaran parte de una armadura guerrera ciclópea. Entre algunos bosquetes de ese monte, desdibujados por la calima, había cabañas y alguna hoguera matinal. Evidentemente, la empalizada de la playa se trataba de una población grande que, seguramente, no aceptaría mansamente invasiones de extranjeros.. Se preguntó con pavor si iba a encontrarse en el centro de una guerra cruel, aunque nadie en el barco mostraba signos de temor ni de alerta. Una expedición de veinte malahim desembarcó con sigilo por la borda de babor, oculta a la ubicación de la ciudad, para no ser vistos. Como su cautela había dejado de ser necesaria, Hiram se alzó del escondite a fin de observar el rumbo y las intenciones de la expedición, momento en el que un fornido malahim malcarado lo descubrió y se lanzó hacia él. Hiram corrió presuroso hasta la borda y se lanzó al agua; aunque había poca profundidad, pudo refugiarse bajo el casco conteniendo la respiración, hasta que el malahim que lo había descubierto perdiera el interés. Durante unos instantes, se maravilló porque el fondo arenoso estaba alfombrado profusamente de caracoles, lo que podría hacerle rico si no se encontrara tan lejos de Tiro. Aún con la respiración contenida pero a punto de reventársele los pulmones, recordó que tenía que huir. Hiram buceó en la misma dirección que había visto alejarse los expedicionarios, pero cuando consiguió tocar tierra los había perdido de vista. Como había notado que su cuerpo había alcanzado ya casi la altura de un hombre, decidió no exponerse a ser visto y se arrastró playa arriba, hacia el tupido bosque situado a no demasiados codos de distancia.<br />
Entusiasmado, descubrió en el bosque muchos frutos desconocidos y raíces suculentas, de modo que satisfizo del todo el hambre por primera vez en mucho tiempo. Permaneció varios soles escondido en el bosque, atento a cuanto sucedía en el barco a ver con cuántas riquezas volvían los expedicionarios, pero a la séptima noche su sueño fue alterado por el fragor de una turba vociferante de salvajes desnudos que, armados con antorchas, bajó por la playa hacia el barco, que incendiaron aunque era más impresionante el griterío que el fragor e las llamas. <br />
<div class="separator" style="clear: both; text-align: center;"><a href="https://blogger.googleusercontent.com/img/b/R29vZ2xl/AVvXsEjB_uTq2oWXR0i4QO0mABu0szRxhw7xi1gHVc-tnk10RMcZDQDFF20KKfoRfSVRcNZEia_10z3p4wu9HqQShDRpYChgcTxeCkg7vK16-XoQyFCNzbgmv6ytdQvbFD34YoFPU2sp2s8Q4sw/s1600/1A1A+7.jpg" imageanchor="1" style="margin-left: 1em; margin-right: 1em;"><img border="0" src="https://blogger.googleusercontent.com/img/b/R29vZ2xl/AVvXsEjB_uTq2oWXR0i4QO0mABu0szRxhw7xi1gHVc-tnk10RMcZDQDFF20KKfoRfSVRcNZEia_10z3p4wu9HqQShDRpYChgcTxeCkg7vK16-XoQyFCNzbgmv6ytdQvbFD34YoFPU2sp2s8Q4sw/s400/1A1A+7.jpg" width="400" height="293" data-original-width="262" data-original-height="192" /></a></div>Al comenzar el alba, Hiram comprobó con desconsuelo que el barco había dejado de existir, atufaba la pestilencia de carne quemada y el agua presentaba un turbador color entre pardo y rojizo de la sangre. Sólo unos pocos salvajes permanecían en la playa, como si quisieran asegurarse de que la ciudad ya no corría peligro, pero la mayor parte de los atacantes había vuelto a ocultarse tras la empalizada y podía oír lejano el eco de risas, celebración y burlas..<br />
Acurrucado y sin salir nunca a la luz de la playa para que no pudieran descubrirlo, Hiram permaneció tres Lunas esperando que otra expedición de Tiro llegase y se interesara por las riquezas que pudiera haber en ese lugar, pero el tiempo pasó mientras él comenzaba a sentir necesidades nuevas muy desconcertantes y a veces angustiosas, que la soledad no podía satisfacer, ni aunque imitara lo que recordaba haber visto hacer de noche a los marineros, a escondidas, durante la travesía. <br />
Hastiado y triste, un día caminó en dirección contraria a la ría, obligado a vencer los hirientes impedimentos de la frondosidad casi impenetrable del bosque. Por fin, dos soles más tarde, encontró una nueva playa, que descendía hacia un estuario muy ancho y lleno de vida animal. Examinó con atención hacia el norte, el oeste y el sur para asegurarse de que no hubiera ninguna población cerca; si la había, debía de ser muy lejos río arriba, ya que un par de veces vio a un pescador llegar a pescar junto a una colina arenosa situada enfrente, donde la pesca debía de ser muy abundante, Dedujo que ese pescador desnudo y pintarrajeado de azul llegaba de muy lejos, porque no navegaba una barca, sino sentado a horcajadas en un tronco muy grueso y sin remos, paleando con las manos para avanzar. El tronco era de un árbol mucho más voluminoso que los del bosquecillo donde estaba, por lo que debía de proceder de mucho más arriba del río. <br />
<div class="separator" style="clear: both; text-align: center;"><a href="https://blogger.googleusercontent.com/img/b/R29vZ2xl/AVvXsEj9_ZIYMXtcfj_cSfS4ClKfgmZHnPms2pMIZSY_Q6_3JPkYb8XWqge9AG6Ke2Ae1kdV86c2zLOGQN4nKPWod3P8KP4scvR17qT2LUHwRIM257uEoGYITFIwlO6jV0AWMbJXX1BHr3U53Vs/s1600/1A1A+9.jpg" imageanchor="1" style="margin-left: 1em; margin-right: 1em;"><img border="0" src="https://blogger.googleusercontent.com/img/b/R29vZ2xl/AVvXsEj9_ZIYMXtcfj_cSfS4ClKfgmZHnPms2pMIZSY_Q6_3JPkYb8XWqge9AG6Ke2Ae1kdV86c2zLOGQN4nKPWod3P8KP4scvR17qT2LUHwRIM257uEoGYITFIwlO6jV0AWMbJXX1BHr3U53Vs/s400/1A1A+9.jpg" width="400" height="274" data-original-width="672" data-original-height="461" /></a></div>Comprendió que sólo podría considerarse a salvo en aquella isleta sin vegetación ni hierba situada al otro lado del río, pero aislada entre dos anchos brazos del estuario. A poniente de la isla, calculó que habría otra playa en declive, que le ocultaría. Así que fue el lugar que eligió para aposentarse. Luego de varios soles de indecisión apesadumbrada, nadó muchas veces para regresar con troncos y arbustos con los que compuso una precaria vivienda. Examinó el resultado con impotencia, porque no era una construcción de la que enorgullecerse, pero carecía de fuerzas para más. La modestia del refugio era vergonzosa.<br />
Tendría que disimular algo ante sus propias entendederas, encontrando el modo de decorar el exterior, con objeto de no exasperar a los espíritus propios de esos parajes, cuyo talante desconocía. . Encontró tres variedades de flores secas y altas y orgullosas cañas, pero también tenía que proveerse de dioses a los que pedir protección contra tales espíritus locales. Con un tronco rechoncho hendido por un rayo, se imaginó que era la diosa Astarté, grabó con una contra una torpe silueta en el tronco y la colocó en lo más alto del terreno como protegiendo la vivienda, pero otro tronco que decidió que sería Malac le dijo que estaba furiosa, porque lo había protegido de las maldades de los marineros durante la travesía desde Tiro, y ahora le pertenecía. Se lo dijo con los ecos funestos de una tormenta estival de granizo, que pareció dispuesta a llevárselo volando para morir junto al dios Baal, cuyo perdón solicitó entre aullidos de terror. Temblando, Hiram se lanzó sin miedo desde la altura hasta la cálida arena y, con miedo reverencial, apartó unos codos a Astarté para colocar a Malac en lo más alto. De inmediato, el tosco tocón que representaba a Malac resplandeció como el sol de la madrugada y en el miedo interior de Hiram se dibujó una sonrisa. <br />
Había sido tan intenso el pavor del arrebato de Baal, que el adormecimiento lo rindió. De repente, la isla, que no era tan grande como Tiro, se cubrió de una animada ciudad cuadriculada como una muralla babilónica, llena de gente feliz y despreocupada que cantaba y bailaba a todas horas, millares de ánforas y vasijas se secaban al sol por todos lados y el humo de los hornos se elevaba mansamente por doquier, mientras centenares de barcos enfilados en vendejas o anclados en sus muelles, cargaban o descargaban mercancías. <br />
<div class="separator" style="clear: both; text-align: center;"><a href="https://blogger.googleusercontent.com/img/b/R29vZ2xl/AVvXsEjRZ6hl1d_GYVARQllWK7pJcHiTf3-2q8jnqCwGMwustgLh25UlBSPHk79jclLQvMGxAr_QG9FSU_qI1IPo7CM5E6tnWFCa6SA0dSWW_Q7L9NSRLJjiLLtIUFuiILTsak5kEr8q6_2w2EU/s1600/1A1A+10.jpg" imageanchor="1" style="margin-left: 1em; margin-right: 1em;"><img border="0" src="https://blogger.googleusercontent.com/img/b/R29vZ2xl/AVvXsEjRZ6hl1d_GYVARQllWK7pJcHiTf3-2q8jnqCwGMwustgLh25UlBSPHk79jclLQvMGxAr_QG9FSU_qI1IPo7CM5E6tnWFCa6SA0dSWW_Q7L9NSRLJjiLLtIUFuiILTsak5kEr8q6_2w2EU/s400/1A1A+10.jpg" width="400" height="243" data-original-width="288" data-original-height="175" /></a></div>Despertó y al recordar que estaba solo, se echó a llorar. Sintió en la entrepierna el ardor y la urgencia del despertar masculino, lo que le hizo pensar en muchachas, tan inalcanzables en sus circunstancias como el favor de Baal. Dedicó un par de lunas a sumergirse en busca de caracoles espinosos, que amontonaba en la playa sin objeto. No tenía ni idea de cómo se obtenía la púrpura ni tenía a quien vendérsela. Tras amargas lunas de aburrimiento y tristeza, decidió que ya era un hombre, que necesitaba raptar a una mujer y crear una familia bajo la protección de Malac, porque la vida le forzaba a fundar una ciudad aunque fuera muy pequeña, para poder sustituir a la que había perdido y nunca recuperaría. Necesitaba compañía para fundar la ciudad. Invocaría a Malac para reunir coraje con el que espiar alguna aldea y ser capaz de raptar a una compañera para fundar el nuevo reino de Tiro, y pocos días más tarde le pareció oír un susurro de Malac: “Corre a la muralla de la ciudad del este. La vas a conseguir cuando ella salga a lavar en el río. Tráela pronto, para que yo pueda bendecirla”. <br />
Malac se llamó su isla desde entonces.<br />
<div class="separator" style="clear: both; text-align: center;"><a href="https://blogger.googleusercontent.com/img/b/R29vZ2xl/AVvXsEiR2198X9pr5cXB8AF5jLRn8Zxo_jHa72vM_6miJVVG0-zDL4dIVc3m26eqKMg9UnQNyy4yEdu_CDmYlTbi7_a5eNQ-sMCZg6LMH0xH3h_Gbj7KYZhygvptKa4P85Dwka7E9q3TNqdcOV0/s1600/1A1A+11.jpg" imageanchor="1" style="margin-left: 1em; margin-right: 1em;"><img border="0" src="https://blogger.googleusercontent.com/img/b/R29vZ2xl/AVvXsEiR2198X9pr5cXB8AF5jLRn8Zxo_jHa72vM_6miJVVG0-zDL4dIVc3m26eqKMg9UnQNyy4yEdu_CDmYlTbi7_a5eNQ-sMCZg6LMH0xH3h_Gbj7KYZhygvptKa4P85Dwka7E9q3TNqdcOV0/s400/1A1A+11.jpg" width="400" height="246" data-original-width="286" data-original-height="176" /></a></div><div class="separator" style="clear: both; text-align: center;"><a href="https://blogger.googleusercontent.com/img/b/R29vZ2xl/AVvXsEgsZc4lg1bEn9rkchVWPDR0yyC4M1Bqb3QlJkjL9U_dJ7zdEVrldIKS9Oryto0czi4V_q9gYJTcowKqf49kkR9cLwvnq7QrEEIq30c2gehujkrQliEFk6Clrftxwx2gh-93V7pRZcYs-Js/s1600/1A1A+12.jpg" imageanchor="1" style="margin-left: 1em; margin-right: 1em;"><img border="0" src="https://blogger.googleusercontent.com/img/b/R29vZ2xl/AVvXsEgsZc4lg1bEn9rkchVWPDR0yyC4M1Bqb3QlJkjL9U_dJ7zdEVrldIKS9Oryto0czi4V_q9gYJTcowKqf49kkR9cLwvnq7QrEEIq30c2gehujkrQliEFk6Clrftxwx2gh-93V7pRZcYs-Js/s400/1A1A+12.jpg" width="400" height="246" data-original-width="286" data-original-height="176" /></a></div><br />
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Unknownnoreply@blogger.com0tag:blogger.com,1999:blog-1219736965597234767.post-60104260776301257502020-02-11T00:34:00.000-08:002020-02-11T00:34:54.242-08:00LA HORA DE 3.000 AÑOS Una historia mítIca de Malaga <div class="separator" style="clear: both; text-align: center;"><a href="https://blogger.googleusercontent.com/img/b/R29vZ2xl/AVvXsEhjmNGb_CWsLtOSRlTaqAg9DUJ6b7gu21dktcKlkNP-6l4ieTLYGK-lo5IVgRNxV1uXmvWGwC1xadjKATMkFAi_Wt6UNu9hNS9jIIWTjj4p4QJSuuBsovO1fRXbolvmXQekpXItuR2D5lw/s1600/thumbnail+%25284%2529.jpg" imageanchor="1" style="margin-left: 1em; margin-right: 1em;"><img border="0" src="https://blogger.googleusercontent.com/img/b/R29vZ2xl/AVvXsEhjmNGb_CWsLtOSRlTaqAg9DUJ6b7gu21dktcKlkNP-6l4ieTLYGK-lo5IVgRNxV1uXmvWGwC1xadjKATMkFAi_Wt6UNu9hNS9jIIWTjj4p4QJSuuBsovO1fRXbolvmXQekpXItuR2D5lw/s400/thumbnail+%25284%2529.jpg" width="388" height="400" data-original-width="1032" data-original-height="1064" /></a></div>EL BOQUERÓN DELA SUERTE<br />
Luis Melero<br />
<div class="separator" style="clear: both; text-align: center;"><a href="https://blogger.googleusercontent.com/img/b/R29vZ2xl/AVvXsEi1ODPtB2kL6-feATPtIoUGYkCsM8wHCUudH-6uKoM1-BbdtX5Afwdp5AVtlqy60Yq9K9Lc9En75ajruXam2_WiC9GRMs3xg17mErh9iE-x9zIOYwE_3OT06_js8DMayRj0p1u8Kf_DM58/s1600/1A1A+1.jpg" imageanchor="1" style="margin-left: 1em; margin-right: 1em;"><img border="0" src="https://blogger.googleusercontent.com/img/b/R29vZ2xl/AVvXsEi1ODPtB2kL6-feATPtIoUGYkCsM8wHCUudH-6uKoM1-BbdtX5Afwdp5AVtlqy60Yq9K9Lc9En75ajruXam2_WiC9GRMs3xg17mErh9iE-x9zIOYwE_3OT06_js8DMayRj0p1u8Kf_DM58/s400/1A1A+1.jpg" width="400" height="248" data-original-width="285" data-original-height="177" /></a></div><br />
Ciriaco hablaba con ellos siempre que salía a la mar. Con su padre, que nunca pudo ser rescatado del naufragio, y con su hermano Pedro, secuestrado por una ola enamorada mientras faenaba por los lejanos vientos de Canarias. Y, sobre todo, con Paula, desterrada de la vida para que la niña que atesoraba su vientre pudiera vivir.<br />
Ellos le indicaban el rumbo cuando la marejada quería tragarse la barca y también cuando la calma chicha expulsaba la pesca hacia el abismo de Alborán. Aunque no oía sus voces, escuchaba sus consejos en el vuelo de las nubes, en el roce húmedo de la brisa, en el juego de las gaviotas y en la luz que le vestía de sal. Tras escucharles, y sólo entonces, enrumbaba la proa por el derrotero que ellos le marcaban, sonriendo mientras les escuchaba discutir:<br />
-El levante trae chanquetes –decía el padre con el baile de una nube.<br />
-Pero la barca es muy chica –señalaba Pedro con los dedos de la brisa-. Tiene que ir a poniente y rolar al sur.<br />
-Que no vaya tan adentro –suplicaba Paula con el vals de las gaviotas-. Que se quede en la playa y coja coquinas. Mi niña está sola.<br />
-Bueno, vale –concedía el padre con la caricia del sol-; aunque se quede casi en la orilla y sólo bordee el rebalaje hacia poniente, llenará las artes si faena como le enseñé.<br />
Entonces, amparado y guiado por ellos y confiando ciegamente en su juicio, remaba mar adentro tarareando un verdial, siempre el mismo.<br />
Se l’antojao una estrella<br />
a la niña que yo adoro.<br />
Se l’antojao una estrella.<br />
Tengo que coger un globo<br />
y subí’ al cielo por ella.<br />
Si no me la dan, la robo.<br />
<div class="separator" style="clear: both; text-align: center;"><a href="https://blogger.googleusercontent.com/img/b/R29vZ2xl/AVvXsEiGU4nSGJAX0m1acpSur72h4Gzwok7eLUEKuiDk5dV57F1WXbAJl7xoARYjIQMhc_K42MBrckjyyz0DHHbhhXEnTuEzypBHA6Thj0x9vdaOAd8ZmmvZThyphenhyphenajbHuTZ0HhdbZpihQf9J4MLw/s1600/1A1A+2.jpg" imageanchor="1" style="margin-left: 1em; margin-right: 1em;"><img border="0" src="https://blogger.googleusercontent.com/img/b/R29vZ2xl/AVvXsEiGU4nSGJAX0m1acpSur72h4Gzwok7eLUEKuiDk5dV57F1WXbAJl7xoARYjIQMhc_K42MBrckjyyz0DHHbhhXEnTuEzypBHA6Thj0x9vdaOAd8ZmmvZThyphenhyphenajbHuTZ0HhdbZpihQf9J4MLw/s400/1A1A+2.jpg" width="400" height="300" data-original-width="260" data-original-height="195" /></a></div>Viky, la niña, contaba ya cinco años y no había quien consiguiera impedirle esperar en la playa el retorno de la barca. Con los terrales de agosto y con el relente de noviembre, corría al atardecer a brincar de alegría sobre la estela luminosa del agua mientras su padre apresuraba las paletadas de los remos que le llevaban a su encuentro. Ciriaco la contemplaba desde el bamboleo de las olas, ansioso de poner a sus pies las estrellas de plata que bullían prisioneras en la red.<br />
Faltaban seis días para Navidad y Viky no mejoraba.<br />
“Neumonía”, había dicho el médico con expresión macabra y tez cenicienta. Una semana en su cabecera cuidándola noche y día, sin salir a faenar ni poder, por consiguiente, pregonar el boliche en el mercado con los ojos como focos para poder huir de la guardia urbana si llegaba a requisárselo. Siete días y siete noches atento a los cambios de la cara que ardía bajo el rocío de la nube posada en la frente de porcelana. <br />
Ese día, Ciriaco había comido el último pedazo de mojaba, nada más; ni siquiera había podido comprar un bollo de pan para ensoparlo en aceite. Si no salía a la mar la próxima madrugada, mañana no tendría qué comer y no le importaba, lo peor sería no poder comprar las golosinas que ayudaban a Viky a soportar la fiebre. La niña abrió los ojos y Ciriaco desvió los suyos para que ella no descubriese el manantial de lágrimas.<br />
-¿Van a traerme los reyes la casa de muñecas?<br />
La habían visto en un escaparate durante un paseo por las calles del centro, hacía casi un mes y, en el mismo instante, Viky le rogó que escribiera su carta a los Reyes Magos, para cuya fiesta faltaba mes y medio.<br />
-Es que siempre llego tarde y luego me dices que los reyes no pudieron traerme lo que yo quería, porque lo habían pedido demasiados niños.<br />
Los días que llevaba calenturienta en la cama no había parado de nombrar la casa de muñecas en su delirio.<br />
-¿Me traerán la casa de muñecas? –repitió Viky.<br />
El juguete estaba tan lejos del alcance de Ciriaco como subir al cielo a robar una estrella. Tenía que salir a la mar inmediatamente, por si todavía ocurrían milagros. Tocó la frente de nácar y puesto que la fiebre no era demasiado alta, suplicó a la mujer del pescador que vivía al lado que velara a Viky.<br />
<div class="separator" style="clear: both; text-align: center;"><a href="https://blogger.googleusercontent.com/img/b/R29vZ2xl/AVvXsEjg7To5SMAviyAIZktsTEWSqdwtTyX4VLYCvdRd1FZLy6uxrebZYjfyKHFlT4auCGBdBEdRST6qzItxbVoE14AVPfdgzJ7uVYXOHRuzijjuveEe7KtuMiqv1ceOaNpBG5XAK3wy8TGgz10/s1600/1A1A+4.jpg" imageanchor="1" style="margin-left: 1em; margin-right: 1em;"><img border="0" src="https://blogger.googleusercontent.com/img/b/R29vZ2xl/AVvXsEjg7To5SMAviyAIZktsTEWSqdwtTyX4VLYCvdRd1FZLy6uxrebZYjfyKHFlT4auCGBdBEdRST6qzItxbVoE14AVPfdgzJ7uVYXOHRuzijjuveEe7KtuMiqv1ceOaNpBG5XAK3wy8TGgz10/s400/1A1A+4.jpg" width="400" height="400" data-original-width="225" data-original-height="225" /></a></div>Empujó la barca por el rebalaje.<br />
-No salgas –le dijo el padre con el escalofrío de la niebla-. Nunca encontrarás el rumbo del regreso a la playa.<br />
-Déjate de locuras –le aconsejó Pedro con el peso de la bruma azabache.<br />
-¿Qué será de mi niña si no vuelves? –gimió Paula con el cuchillo helado del aire.<br />
-Dejadme, sombras, dejadme que conquiste la mar –suplicó Ciriaco a la noche mientras entonaba el verdial entre el castañeo de sus dientes: “Se l’antojao una estrella a la niña que yo adoro...<br />
Tres horas más tarde, había perdido el norte. La niebla era una esfera sólida que le ocultaba el brillo del firmamento y las luces familiares de la costa, un muro impenetrable que le forzaba a remar en círculos sin advertirlo, y la red permanecía vacía, sin lastrar el avance de la barca la prodigiosa cosecha de cardumen que anhelaba y por la que rezaba a todos los dioses cuyos nombresconocía. No había milagros en la mar, los monstruos submarinos pugnaban ya por él antes de devorarlo y Viky tendría que aprender a escuchar a los ausentes.<br />
<div class="separator" style="clear: both; text-align: center;"><a href="https://blogger.googleusercontent.com/img/b/R29vZ2xl/AVvXsEhruklDeYRisN4UGVW6nDU6yR8DAg2cb0ohVUkE-7EWmJHVJ68JOYulLly_sxN08NIa0zTMtw_7-LCWbhkJVRctXhyphenhyphenjX5_5B4gnisqNkP_xqB7fPRC2K8joG8cFXlZAaAaKFIA_wKXpn4c/s1600/1A1A+5.jpg" imageanchor="1" style="margin-left: 1em; margin-right: 1em;"><img border="0" src="https://blogger.googleusercontent.com/img/b/R29vZ2xl/AVvXsEhruklDeYRisN4UGVW6nDU6yR8DAg2cb0ohVUkE-7EWmJHVJ68JOYulLly_sxN08NIa0zTMtw_7-LCWbhkJVRctXhyphenhyphenjX5_5B4gnisqNkP_xqB7fPRC2K8joG8cFXlZAaAaKFIA_wKXpn4c/s400/1A1A+5.jpg" width="400" height="267" data-original-width="700" data-original-height="467" /></a></div>La noche era eterna, jamás amanecería, nunca brillaría ante la proa la derrota del retorno. Estaba prisionero en una cárcel líquida con cadena perpetua de espumas y caracolas de hielo.<br />
Lloró mientras murmuraba una jabera:<br />
Cuántos suspiros me debes<br />
vereíta de la mar,<br />
cuántos suspiros me debes.<br />
Que se levante la niebla <br />
y que se llenen las redes,<br />
porque mi niña me espera.<br />
No había camino de regreso. Las manos le sangraron por el esfuerzo afanoso de recuperar el derecho a besar la carita de lirio y jazmín. Y llegó la hora en que ya no le quedaban fuerzas para seguir buscando el rumbo. Tenía fiebre. La mar quería llevárselo con su padre, con su hermano y con Paula. Ellos le esperaban y nunca le permitirían volver junto a Viky con la red preñada de estrellas.<br />
Sintió que lo material se esfumaba mientras su cabeza colgaba sin fuerzas sobre la borda.<br />
<div class="separator" style="clear: both; text-align: center;"><a href="https://blogger.googleusercontent.com/img/b/R29vZ2xl/AVvXsEjMHk0dcTNjo51dwW5S_YFMcyUHk75DJPPdQauJYWh4TidrmVrYIq7P_iasTPtu6O-GA3T_NjgKnAWBPuwh_PSsDkTGizti3XNi94ZjQhkmzhq6ScmLGt-38Ul2TL0hx6gzIuzQKfMEuGM/s1600/1A1A+8.jpg" imageanchor="1" style="margin-left: 1em; margin-right: 1em;"><img border="0" src="https://blogger.googleusercontent.com/img/b/R29vZ2xl/AVvXsEjMHk0dcTNjo51dwW5S_YFMcyUHk75DJPPdQauJYWh4TidrmVrYIq7P_iasTPtu6O-GA3T_NjgKnAWBPuwh_PSsDkTGizti3XNi94ZjQhkmzhq6ScmLGt-38Ul2TL0hx6gzIuzQKfMEuGM/s400/1A1A+8.jpg" width="400" height="224" data-original-width="300" data-original-height="168" /></a></div>-Te lo advertí –le amonestó el padre en los torbellinos del delirio.<br />
-Fuiste un loco –reprochó Pedro en los latidos que se espaciaban debilitándose.<br />
-Mi niña llora –suspiró Paula en el vértigo de la profundidad que iba a engullirle.<br />
La niebla se había convertido en una piedra negra, dentro de la cual no había movimiento ni besos de la brisa. Inmóvil, condenado al silencio eterno de un limbo silencioso.<br />
Pero... ¡algo traspasaba la piedra! Ya no era un cuchillo helado, sino la caricia suavemente punzante de un alfiler que le retornaba a la realidad; las gotas estallaban en sus mejillas, en su frente y en sus párpados, y no era lluvia porque venían de abajo, de la negrura del mar a pocos centímetros de su cabeza abatida. <br />
Abrió los ojos cuando creía que permanecerían cerrados para siempre. Llena a reventar, la red contenía un universo de estrellas. Apresados, los boquerones eran tan numerosos, que saltaban en el agua armando una algarabía de burbujas luminosas convertidas en proyectiles de agua salada. <br />
Contempló en trance el chisporroteo, igual que la más bella constelación de estrellas, preguntándose cuál era la luz que hacía refulgir los boquerones. <br />
Rescatado del naufragio de fiebre y desesperación, descubrió incrédulo que el haz luminoso de la Farola del puerto de Málaga rompía a ráfagas la neblinosa piedra negra y le señalaba la estela que le conduciría junto al lecho de Viky. <br />
<div class="separator" style="clear: both; text-align: center;"><a href="https://blogger.googleusercontent.com/img/b/R29vZ2xl/AVvXsEjs-Ce_HynU33EmZ1qpBkPvTBsLIYf9xO0SfQw9vyeUWIf8bkxkQUYRszYzwq2ZVUJUM11Zv539csDyJemk19ShL3WYmSqQCZ4SDrltaQVuq6VdflvHFc79_TQelL2pDv11zsxjLUpsX7I/s1600/1A1A+11.jpg" imageanchor="1" style="margin-left: 1em; margin-right: 1em;"><img border="0" src="https://blogger.googleusercontent.com/img/b/R29vZ2xl/AVvXsEjs-Ce_HynU33EmZ1qpBkPvTBsLIYf9xO0SfQw9vyeUWIf8bkxkQUYRszYzwq2ZVUJUM11Zv539csDyJemk19ShL3WYmSqQCZ4SDrltaQVuq6VdflvHFc79_TQelL2pDv11zsxjLUpsX7I/s400/1A1A+11.jpg" width="400" height="353" data-original-width="239" data-original-height="211" /></a></div>Había pesca suficiente para pagar la casa de muñecas. <br />
Unknownnoreply@blogger.com0tag:blogger.com,1999:blog-1219736965597234767.post-56713349608659351002020-02-04T01:27:00.000-08:002020-02-05T06:42:06.805-08:00LA HORA DE 3.000 AÑOS<div class="separator" style="clear: both; text-align: center;"><a href="https://blogger.googleusercontent.com/img/b/R29vZ2xl/AVvXsEgz7mI_Ybrp-R-s2zk9F7Zt3G1n6ZSyY3B6W80yasRzq-cUNkvq_gMwhvPfNwQJ1Eifz9F0Po-A6L2PQ8QXcsVdpLx0Be9YlibRq49TAlOtlL3mB3YSeAZ88KhSnbw2qGKQdmfFWwXWdlg/s1600/thumbnail+%25281%2529.jpg" imageanchor="1" style="margin-left: 1em; margin-right: 1em;"><img border="0" src="https://blogger.googleusercontent.com/img/b/R29vZ2xl/AVvXsEgz7mI_Ybrp-R-s2zk9F7Zt3G1n6ZSyY3B6W80yasRzq-cUNkvq_gMwhvPfNwQJ1Eifz9F0Po-A6L2PQ8QXcsVdpLx0Be9YlibRq49TAlOtlL3mB3YSeAZ88KhSnbw2qGKQdmfFWwXWdlg/s400/thumbnail+%25281%2529.jpg" width="400" height="265" data-original-width="1280" data-original-height="849" /></a></div>LA HORA DE 3.000 AÑOS<br />
Una historia mítica de Málaga<br />
<br />
LUIS MELERO<br />
<br />
COLECCIÓN para promover el conocimiento y difusión <br />
de las nociones esenciales de la historia de Málaga, provincia <br />
y el litoral de Alborán, mediante relatos fantásticos <br />
–aunque no imposibles- sobre elementos auténticos de la <br />
historia antigua, plasmación en narraciones de leyendas y <br />
tradiciones, y recreación amena de hechos que han sido <br />
registrados por la historia, aunque sólo esquemáticamente. <br />
Así, se podrán difundir nociones de la historia “seria” de modo ameno, y documentar a las nuevas generaciones sobre la antigüedad real, multi-milenaria, de los poblamientos de la vertiente Sur Penibética. <br />
<br />
<br />
<br />
Título de la colección:<br />
LA HORA DE 3.000 AÑOS<br />
Una historia mítica de Málaga<br />
<br />
Contada a través de 30 cuentos <br />
<br />
www.luismelero.com<br />
<br />
Títulos:<br />
I - El templo del Cataclismo.<br />
Aventura prehistórica entre la cueva de Nerja y la del Tesoro.<br />
II – El túnel del agua<br />
Pareja condenada a muerte por su tribu, huye y los persiguen hasta el Gato y la Pileta<br />
III - La cabeza del dios <br />
Construcciónb del dolmen de Menga. <br />
IV - Llamadla Reina <br />
Aventura del hijo de un rey bástulo.<br />
V - El muchacho de Tiro<br />
Desheredado, mendigo que malvive en Tiro y que se cuela de polizón en una nave por sentirse demasiado desafortunado.<br />
En busca de fortuna, desembarca en Málaga. <br />
<br />
VI - Púrpura <br />
Fabricación de la púrpura. Artesano fenicio que tiene un encargo y ve que no va a poder cumplir el plazo contratado.<br />
VII - La hetaira del ágora. <br />
Fabulación sobre Praxíteles. <br />
VIII - El jardinero de las palmas. <br />
Merodeador cartaginés, que se queda en Málaga tras una invasión, enamorado de una menor.<br />
IX - El senador y la esclava <br />
Primeros intentos “Civilizadores” de los romanos en Málaga. llega un senador, a quien le han recomendado abandonar las miasmas de Roma y buscar un clima más saludable. A su llegada, el pretor le regala una esclava celta. De la que se enamora perdidamente, pero ella no le corresponde.<br />
X – Factoría de garum. <br />
Un grecorromano escapado de Cartagena, llega a Málaga para encontrar gente que quiera preparar garum, mercancía con la que él comerciaba. Encuentra a varios pescadores de herencia fenicia que saben hacerlo, pero algo diferente del que él conoce. Le gusta, pero trata de que lo varíen un poco para adaptarlo al gusto de los patricios romanos.La novedad tiene tal éxito en Roma, que se ven obligados a extender la industria, multiplicándola por veinte. Ocupan todo un muelle del puerto primitivo, alrededor del teatro romano.<br />
<br />
LA HORA DE 3.000 AÑOS<br />
<br />
XI - Enamorados del atrio. <br />
Un doncel, que ha sido mancebo de un oficial romano durante los últimos dos años, se enamora de una adolescente mientras está subiendo las escaleras para acceder al atrio del templo a Juno, patrona de Málaga. <br />
El oficial se cabrea porque está enamorado del doncel, y la pareja pasa todo la acción huyendo de él. Gibralfaro, ríos, bosques, etc. <br />
XII - Dos llamitas azules. <br />
Leyenda de Ciriaco y Paula, en dos planos temporales. <br />
XIII – El templo de Chindasvinto. <br />
Benasque<br />
XIV – La revuelta imposible. <br />
<br />
XV - Un árbol para ahorcar. <br />
<br />
XVI - El perchelero de Nápoles. Esclavos de los reyes católicos<br />
<br />
XVII - Peste y sangre (Cristo Salud) <br />
<br />
XVIII - Todos somos uno..<br />
<br />
XIX - LA TORRE OFRECIDA. <br />
<br />
XX - La alcubilla de Capuchinos. <br />
Molina Lario y el acueducto.<br />
<br />
LA HORA DE TRES MIL AÑOS<br />
XXIV - La emparedá. <br />
Noche de los cuchillos largos de Napoleón 5/2/1810<br />
XXV - El cenador de la bella. <br />
José de Salamanca, Antonio Cánovas, los Loring, los Heredia, etc. <br />
XXVI - Mardito bisho <br />
Epopeya sobre el drama de la filoxera <br />
XXVII - Ancha del Carmen. <br />
Salvamento de la Gneisenau<br />
XXVIII - La Virgen de la Peña <br />
Mijas y mila<greo de las dos mellizas separadas al nacer.<br />
XXIX - El boquerón de la suerte. <br />
Pescador obsesionado por dar un regalo a su hija.<br />
XXX - Poseidón furioso. <br />
Leyenda de los pescadores de Pedregalejo. <br />
<br />
<br />
<br />
<br />
<br />
Unknownnoreply@blogger.com0tag:blogger.com,1999:blog-1219736965597234767.post-77568990767374674622020-01-24T01:51:00.000-08:002020-01-24T01:51:00.336-08:00publico otro cuento de mi colección...................... LA HORA DE 3.000 AÑOSLLAMADLA REINA<br />
Luis Melero<br />
<br />
<div class="separator" style="clear: both; text-align: center;"><a href="https://blogger.googleusercontent.com/img/b/R29vZ2xl/AVvXsEh3YGK_6j4UNEr3syVicYX9_M2EiFf9go6SzFpIGHTYqk0mMfdlXHnyB131BZJ03s85O1fiymjAWCxIHc3pVXDOWxgs78MCZly7CZHssGPs3TPrLweLYN5U8ksLfpWmfmv0ag78AgGpmfo/s1600/1.jpg" imageanchor="1" style="margin-left: 1em; margin-right: 1em;"><img border="0" src="https://blogger.googleusercontent.com/img/b/R29vZ2xl/AVvXsEh3YGK_6j4UNEr3syVicYX9_M2EiFf9go6SzFpIGHTYqk0mMfdlXHnyB131BZJ03s85O1fiymjAWCxIHc3pVXDOWxgs78MCZly7CZHssGPs3TPrLweLYN5U8ksLfpWmfmv0ag78AgGpmfo/s400/1.jpg" width="400" height="300" data-original-width="400" data-original-height="300" /></a></div>I <br />
Aquél era para los bástulos un tiempo más proceloso que un torbellino en el mar, una violenta y amenazadora marejada continua donde hasta el optimismo más luminoso e ilusionado naufragaba. <br />
En la guerra terrible e interminable que mantenían desde hacía tantas generaciones como eran capaces de recordar, los hombres se veían obligados a conseguir dureza de roca para sus cuerpos y templaza casi sobrenatural para sus espíritus. Cuerpos capaces de sobrevivir a las heridas más espantosas y espíritus que pudieran sobreponerse a las peores barreras, y superarlas. <br />
Tal espanto cotidiano ocurría en un rincón junto al mar que, sin guerra, cualquiera hubiese considerado el paraíso. La ciudad había sido erigida en tiempo inmemorial, bordeando una estrecha ensenada, casi una ría, que penetraba tierra adentro por donde el río desembocaba, envolviendo la punta rocosa del Monte Ojo, cuya proa negra emergía entre la playa y la rada como un gigantesco barco de titanes varado sobre la arena oscura. Los bástulos convivían con plantas feraces, flores que llenaban el aire de aromas hipnóticos, cardúmenes como plata alborotada en el agua y bandadas de pájaros de cobre y lapislázuli en el aire más diáfano y resplandeciente del mundo. Un paraíso tan disputado por cuantos tenían noticia de su existencia, que nunca se les había permitido disfrutarlo en paz. <br />
Sabían que todo el que contemplaba su ciudad una vez ambicionaba quedarse, expulsándoles a ellos. Sabían que habitaban el más hermoso y ameno de los jardines celestiales, pero aunque los bendijera la diosa Naturaleza con todos los placeres que ambicionaban sus sentidos, vivir era un escalofrío perpetuo a causa la sempiterna acechanza del enjambre de ojos encendidos que difícilmente conseguían entrever al otro lado del Río de la Ciudad, chisporroteando y destilando odio tras las marañas negras de la jungla.<br />
Los veían más con el entendimiento que con la mirada. Aunque no se dejaban ver jamás, presentían que estaban allí, acechando, buscando la ocasión de masacrarlos y expulsarlos del edén. Siempre embozados en la tiniebla viscosa y traicionera. Siempre vivos y amenazadores aunque parecieran sombras de otro mundo. Perpetuamente. <br />
<div class="separator" style="clear: both; text-align: center;"><a href="https://blogger.googleusercontent.com/img/b/R29vZ2xl/AVvXsEiKpDee3n8StiaBAJ76VckF-FZ0RPdVvK9k_cgKxK9Jbg3wFnYasxKcC5vQvLUWJUUtZJppTDG-b20_TLgh8AfWRCwTUI62nszFzifu0F90HMl-Q6FRIQggcl56JlxOuyrM-xhn6LT7QPM/s1600/2.jpg" imageanchor="1" style="margin-left: 1em; margin-right: 1em;"><img border="0" src="https://blogger.googleusercontent.com/img/b/R29vZ2xl/AVvXsEiKpDee3n8StiaBAJ76VckF-FZ0RPdVvK9k_cgKxK9Jbg3wFnYasxKcC5vQvLUWJUUtZJppTDG-b20_TLgh8AfWRCwTUI62nszFzifu0F90HMl-Q6FRIQggcl56JlxOuyrM-xhn6LT7QPM/s400/2.jpg" width="400" height="300" data-original-width="259" data-original-height="194" /></a></div>Cada voz llegada del bosque representaba una amenaza y cada mirada entrevista a través de las brumas, una tétrica acechanza, porque las voces aullaban restallando con estridencias de tormenta y las miradas centelleaban como maldiciones infernales.<br />
Mas cuando el dios Sol consentía en desterrar el peligro y el rebalaje se vestía de resol de plata, olvidaban el terror y dejaban de vigilar en derredor como si el dolor y la muerte fuesen fatalidades inminentes. El gozo era tan intenso bajo la luz, que nadie sentía necesidad de soñar gloria más plena, y durante buena parte del paseo cotidiano del dios Sol llegaban a olvidar, descuidándolo, el alerta exigido por la vecindad del horror, que sólo retornaba cuando el dios Sol se zambullía en las profundidades escarlatas donde dormía. Tras el último reflejo rojizo, comenzaba la tensa vigilia en la que toda la ciudad participaba por turnos, que eran siempre los mismos asignados por familias generación tras generación. <br />
II<br />
Cuenta la leyenda que cuando faltaban aún muchos años para que los fenicios se apoderasen de sus playas a causa de la abundancia de búzanos, con los que elaboraban el más extravagante de sus lujos, vestir de púrpura, reinaba en la ciudad el más grande de los reyes bástulos que hubieran conquistado a lo largo de los siglos el Monte Ojo. Se llamaba Zerain, y al contrario que todos sus súbditos, tenía solamente un hijo, un único y amantísimo heredero llamado Calain. <br />
Estaban a punto de cumplirse dos lunas desde que Calain se internara en las selvas del Río de la Ciudad, las mismas dos lunas que el rey Zerain lloraba todas las noches su desconsuelo en la torre vigía, construida con troncos de pinsapos y enramados de quejigos y sabinas, encima de los muros de roca negra. <br />
<div class="separator" style="clear: both; text-align: center;"><a href="https://blogger.googleusercontent.com/img/b/R29vZ2xl/AVvXsEgvWFqNWUJwW0esVA0IoO-R8zXQXCgeTFrIGk_GBWF7CZAxlPvI_mRnvidCIqSXAvfDYq_pi_EZ800JKSK1-QaAJRLpN2j4ykMDIwe5IYgLvlJRsswfHgWoC_TWil3UkGaiRPTlcalbmwg/s1600/2b.jpg" imageanchor="1" style="margin-left: 1em; margin-right: 1em;"><img border="0" src="https://blogger.googleusercontent.com/img/b/R29vZ2xl/AVvXsEgvWFqNWUJwW0esVA0IoO-R8zXQXCgeTFrIGk_GBWF7CZAxlPvI_mRnvidCIqSXAvfDYq_pi_EZ800JKSK1-QaAJRLpN2j4ykMDIwe5IYgLvlJRsswfHgWoC_TWil3UkGaiRPTlcalbmwg/s400/2b.jpg" width="400" height="247" data-original-width="984" data-original-height="608" /></a></div>La torre había servido durante las últimas dos mil lunas para vigilar la esquina noroeste de la fortificación del reino, el único punto por donde los mastienos ululantes podían intentar el asalto secularmente repelido, pero pronto reintentado. Allí, abierta la ciudad al mar prisionero de la ría, no había cómo cerrar la embocadura del río. El límite del reino, su punto más vulnerable y, por ello, el que debía vigilarse más.<br />
Todos los atardeceres subía Zerain a la torre, a otear a través de sus lágrimas la neblinosa selva que era una pared verdinegra a sólo trescientos pasos de la muralla. Escudriñaba en busca de un rastro de la sangre joven de su propia sangre, suspirando para que no hubiera sido vertida por los mastienos, anhelando entre crujidos de su corazón herido poder ver al fin que Calain regresaba vivo e indemne de su rito de iniciación. Agitaba el collar mágico de conchas de búzanos y, alzándolo hacia el cielo, repetía el nombre de Calain.<br />
• Vuelve, Calain, hijo mío -lloraba con la garganta rajada.<br />
Detrás del rey, abajo, en el extenso Llano de los Vítores, intramuros y apisonado por veinte generaciones de aglomeración, los súbditos, tendidos boca abajo en el suelo de tierra, derramaban también lágrimas entre salmodias que rugían por encima del crepitar de las hogueras y los alaridos de las mujeres, ocultas tras las celosías de junco trenzados que cubrían las ventanas de las cabañas. Los destellos del fuego acompañaban los gemidos.<br />
• ¡Vuelve, Calain! -gritaban todos al unísono, en un clamor audible aun en las distantes colinas de Entrerríos, donde residía el terror.<br />
• ¡Que el dios del Tormento permita que Calain sea mucho más poderoso que los crueles mastienos y vuelva sano y entero! -conjuraba el sumo sacerdote, erguido orgulloso en medio de los orantes tendidos a su alrededor, con la piel teñida de azul por los incontables tatuajes de su rango y la cabeza adornada con una toca gigantesca de plumas blancas y caracolas de nácar.<br />
• Que la diosa del bosque confunda a los mastienos y haga que Calain sea invulnerable -clamaban los bástulos a coro.<br />
Todos se agitaban estremecidos por el temor, espantados por los designios temibles de las fuerzas oscuras, porque si Calain no volvía, no tendrían rey cuando Zerain muriese, ya que el soberano había jurado sobre la piedra del dios Nunca no volver a tomar mujer tras la desaparición de Cálape, la diosa que había parido a Calain. Sin el amparo del “Supremo que habla con los dioses”, los bástulos serían masacrados y barridos por los mastienos.<br />
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Los bástulos fundaban familias extensísimas, formadas por tantas mujeres como cada hombre era capaz de alimentar, de modo que en algunos casos llegaban a contar centenares de hijos. Lo imponía el afán de supervivencia, porque vivían desde el comienzo del tiempo en guerra permanente con el salvaje reino de mastienos situado junto al Río Mayor. Los soldados de un codicioso rey del oriente, llamado Salomón, que ansiaba apoderarse de las riquezas marinas de sus playas, de la rada, del muro de piedras negras construido por antiguas generaciones de bástulos, del puerto y del Monte Ojo que lo protegía, ayudaban a los mastienos con lanzas que no se rompían y carros capaces de volar, para reforzar sus encarnizados ataques al pueblo de Zerain. <br />
Eran tantos los jóvenes sacrificados en las batallas, y habían pasado tantas lunas desde que la guerra comenzara, que tenían que procrear hijos innumerables para no extinguirse como pueblo. Un pueblo orgulloso que, según afirmaban los “sabios conocedores de las cosas” y el oráculo de la Montaña de la Fuente, había dominado antaño todas las tierras que bañaba el mar y ahora parecía abocado a hundirse en el olvido. Creían firmemente que su destino era reconquistar ese poder, librar a los pueblos marineros de la crueldad salvaje de los mastienos. Multiplicarse y perpetuarse en los hijos era la única vía de mirar con esperanza el futuro. <br />
Zerain sólo había conseguido amar una vez. Como rey, tenía la potestad de tomar para sí a cualquier mujer de su pueblo, soltera o casada; niña, adolescente o adulta. Pero el día que, recién heredado el trono, vio a Cálape sobre el madero que las olas habían entregado a la playa, supo que nunca podría amar a otra. Acababa de lancear un cazón que medía más de cuatro palmos, una maravilla que abandonó coleteando en el rebalaje, para acudir a contemplar la plateada esfinge mágica que le entregaba el mar. <br />
Al primer instante, creyó que era una estatua o un cadáver, pues carecía de temperatura. Luego comprendió que la frialdad se debía a haber pasado, tal vez, muchos días flotando sobre los restos de un barco naufragado. Cuanto palpó su cuello, descubrió que aún le quedaba vida, pero, entonces, Cálape abrió los ojos y Zerain, tembloroso y agitado por un escalofrío, se arrodilló ante ella, convencido de que era una diosa, porque aquellos ojos no eran como los de la gente sino que tenían el color del mar.<br />
Cálape emitía unos sonidos muy extraños que Zerain no comprendió, pero consiguió tranquilizarla con gestos y la llevó en brazos a la Morada de los Dioses, donde el sumo sacerdote le administró una pócima que, poco a poco, fue devolviéndole el movimiento. Una vez que pudo contemplarla erguida sobre sus piernas, con su desnudez de diosa y sus ojos de mar, supo que por fin había encontrado a su reina.<br />
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Los festejos nupciales duraron todo el cálido mes de la Estancia del Sol. Los ritos y la magia de la ceremonia ante la Morada de los Dioses parecieron calmar a Cálape lo suficiente como para dejar de debatirse, lo que no había parado de hacer desde el mismo instante en que, luego de ser rescatada y reconfortada, se sintió lo bastante fuerte como para valerse por sí misma. <br />
En el cuerpo a cuerpo, Cálape era como un uro furioso y Zerain se vio obligado a contenerse a lo largo de muchos días, mordiéndose los labios hasta sangrar, porque la hermosa diosa de ojos como el mar se mostraba capaz de vencer a un hombre y él, que acaso pudiera abatirla, no quería golpearla ni forzarla en ningún sentido ni circunstancia. Sólo ansiaba que ella correspondiese su amor.<br />
Pero el día de la boda dejó de agitarse y gritar, y de dar patadas y arañazos cuando seis ancianas entraron en la cabaña con grandes ramos de flores entre los brazos y todos los objetos y prendas de su acicalamiento. Tras un momento de duda recelosa, Cálape paró de aullar y de componer ademanes de amenaza, y aceptó la manipulación de su cabello y que extendieran en sus mejillas y en toda la cara los tintes y unturas con que realzaron su belleza.<br />
Cuando fue conducida a través del llano hasta la Morada de los Dioses, se mostraba serena y hasta creyeron algunos de los presentes que había esbozado una sonrisa. Así le pareció también a Zerain, que no conseguía interesarse por nada que no fuese la contemplación absorta del hermosísimo rostro. <br />
Terminados los rituales oficiados por el sumo sacerdote, durante los que ella permaneció quieta y con los ojos muy abiertos, siguieron los cánticos, el baile y la simulación colectiva y pública del acto con que Zerain y Cálape tendrían que consumar su matrimonio. Empezaron con el baile en ruedo, los hombres con las manos entrelazadas, las mujeres dentro del círculo, fingiendo desinterés e inclusive simulando ignorar la presencia de los hombres. Éstos vestían la corta túnica blanca ceremonial, de lino, que les descubría las piernas y los brazos profusamente enjoyados de aros de metal brillante y sartas de caracolas de nácar. Las mujeres que participaban del baile lucían las galas más abrumadoras y abundantes que dictaba la tradición; sus túnicas teñidas de azul les cubrían hasta los pies y llevaban velos sobre la aparatosidad enjoyada de sus peinados, caídos sobre sus hombros prácticamente ocultos bajo los seis o siete collares que cada una portaba. <br />
Los movimientos de ellas eran suaves, casi etéreos, mientras que los de ellos eran enérgicos, entre saltos, elevación de los pies por encima de la cabeza de ellas y giros rapidísimos. <br />
Cuando todos los cuerpos masculinos se cubrieron de chorros copiosos de sudor, la cadencia de los timbales se amortiguó y todos cambiaron los brincos y evoluciones por una cadencia perezosa, como si en ese instante preciso se hubieran percatado de la existencia de las mujeres. Simultáneamente, ellas se volvieron hacia ellos con lentitud y alzaron los brazos abiertos en actitud de aceptación. <br />
Entonces, ellos se despojaron de las túnicas y se acercaron a las mujeres, que les acogieron entre sus brazos, quedando ambos cubiertos por el manto. A continuación, aumentó nuevamente, poco a poco, el ritmo de los timbales mientras se agitaban voluptuosamente por parejas, como si estuvieran amándose en un rito colectivo de fertilidad.<br />
Como no podía dejar de contemplarla, el rey Zerain detectó en los ojos de su esposa la comprensión de lo que estaba sucediendo que, por sus bruscos cambios de humor, no había llegado a entender durante la larga ceremonia; de repente, cayó en la cuenta de que acababa de casarse. Lo miró con expresión de horror, se alzó con lentitud de la estera donde ambos estaban recostados, tomó una lanza y trató de atravesar con ella a su esposo y, a continuación, advirtiendo la conmoción y el alboroto que su actuación producían, gritó de una manera sobrehumana y echó a correr hacia el mar. <br />
Tras correr tras ella con los peores presagios en el pecho, Zerain tuvo que esforzarse a fondo para conseguir rescatarla, puesto que Cálape parecía haber tomado la decisión de alcanzar a nado su lejanísimo país o, de lo contrario, morir en el intento. Con un desgarro en el alma, Zerain golpeó la cabeza de Cálape hasta conseguir que perdiera el conocimiento. De tal modo pudo remolcarla hasta la orilla.<br />
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• Tienes que domarla, Zerain –dijo el sumo sacerdote al rey-. Existen en nuestro pueblo muchas tradiciones para un caso como éste. Se te permite azotarle el culo hasta que sangre y, aunque afirmes que no deseas mancillarla, da la impresión de que no te queda otro camino. Aunque te repugne pegarle, recuerda que cuentas ya veintitrés soles y debes dar a los bástulos un heredero. De lo contrario, no olvides que tienes cuatro parientes de sangre que sueñan con ocupar tu puesto. Y que intrigan con malas intenciones, si tienes memoria para ello, y podrían buscar la manera de perderte.<br />
Zerain dejó vagar la mirada en torno. Había llamado al sumo sacerdote a su lugar favorito, la torre más cercana al mar y la bocana del río, porque no deseaba someterse a los convencionalismos y formulismos de la Morada de los Dioses. El paisaje parecía en ese instante el más idílico del universo. Cinco barcas sobrevolaban el mar con sus velas blancas como gaviotas y la brisa traía aromas y promesas de tierras remotas y misteriosas.<br />
• ¿No tienes alguna clase de encantamiento que pudiera servir para vencer la terquedad de mi esposa?<br />
• El único encantamiento que necesitas es provocar su miedo y rendirla, Zerain. Tienes que hacerlo, y mejor antes de que por su culpa y por la pasión que te ciega llegues a poner en riesgo tu reinado.<br />
• ¿No podría encontrar solución en la Montaña de la Fuente?<br />
• Es lo que iba a proponerte. Que subas y pidas consejo al oráculo de la Diosa Reina. Pero no olvides los peligros que conlleva. De un lado, tendrías que ausentarte de la ciudad y, tal como están las cosas, tanto en la guerra como con tus ambiciosos parientes, no parece muy buena idea; y de otro, correrías el riesgo de morir, por muy bien que organices la subida.<br />
• Pero debo hacerlo, gran sacerdote. Seguramente, la diosa me inspirará una solución en la que todavía no hayamos reparado aquí abajo, con la voluptuosidad del mar adormeciendo a todas horas nuestras intenciones y propósitos.<br />
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VI<br />
Media luna más tarde, se puso en marcha el grupo mejor armado que nunca se había visto en la ciudad salir de expedición. Lo formaban doce hombres cubiertos de petos, braceletes y grebas de cuero, portando cada una concha de tortuga gigante como escudo. A la cintura, las mortales falcatas, y a la espalda, los arcos. Cada carcaj portaba un buen haz de flechas y las lanzas cruzadas ante sus pechos, que sujetaban sobre nudos de esparto para mayor firmeza, eran pértigas gigantescas, capaces de romper el cráneo de un onagro de un solo golpe.<br />
Conocedor de lo penoso del viaje, puesto que era la cuarta vez que subía a lo largo de su vida a la Montaña de la Fuente, Zerain no aceptó ser llevado en andas. En cambio, sí lo fue Cálape, porque era la única manera de poder transportarla con cierta dignidad, a pesar de las amarras que la inmovilizaban para que no escapase.<br />
El camino ascendía como un complicado caracol de tierra apisonada por los siglos de uso, montaña arriba, entre las frondas de las encinas, pinares, sabinas y alcornocales, entre helechos y musgo. Cada repecho que coronaban era un peldaño que les acercaba más al cielo y cada revuelta, la oportunidad de contemplar el paisaje inmenso extendido a sus pies, con los dos ríos, que parecían sobrevolar por un milagro. Llegó un momento en que la ciudad, allí abajo, se difuminó en turquesa paradisíaco en la frontera entre el azul del mar y el del cielo, fundida con la calima y las brumas de la ría, el Monte Ojo, la playa, el Río de la Ciudad y la selva. En verdad, era un retazo del paraíso, consideró Zerain, y por ello hallaba incomprensible que Cálape se negara a disfrutar de cuanto le ofrecía. <br />
A las dos jornadas de viaje, avistaron la Fuente de la Diosa.<br />
Manaba incesante, en todas las épocas del año, de un repecho situado a la izquierda del camino, y los bástulos consideraban que era un regalo de los dioses, puesto que no se agotaba ni durante los más calurosos meses del sol. Como todo cuanto envolvía a su ciudad, los bástulos creían que tenía poderes mágicos. Beber de esa agua no sólo curaba las heridas y todas las enfermedades; también solventaba los problemas del espíritu.<br />
Desentendido de Cálape por un momento, Zerain se postró ante la fuente, rindió sus armas, las colocó ante sí en el suelo, alzó la cabeza hacia el cielo mientras levantaba las manos, y oró:<br />
• Diosa Reina que moras en esta antesala del cielo, apiádate del corazón afligido del rey de los bástulos.<br />
Primero fue como un rumor del viento, pero, poco a poco, fue convirtiéndose en un bramido que estremecía las piedras y agitaba los árboles. Aunque notó que sus soldados mostraban temor y parecían a punto de echar a correr, Zerain permaneció quieto y apenas miró a su esposa de reojo.<br />
Cálape dejó de debatirse en su lecho sobre las andas. Miraba hacia el chorro de agua como si fuese capaz de ver algo que sólo existía para sus ojos y que nadie más podía distinguir. Movió la cabeza varias veces en lo que parecía ademanes de negación y, luego, de asentimiento. Y a partir de entonces, ya nunca volvió a revolverse más ni trató de agredir a nadie.<br />
VII<br />
A pesar de su nueva actitud, el pueblo bástulo no aceptó jamás a Cálape. Eran incapaces de mirarla a los ojos y temblaban aterrorizados por el color dorado de su pelo. Nunca pronunció una palabra que pudieran entender ni mostró esfuerzo alguno por intentar comprenderles. Aunque había dejado de esbozar muecas de ira y no descomponía ya el rostro para proferir lo que sin duda habían sido terribles insultos, se podía detectar en el fondo de sus ojos el desprecio que sentía por la ciudad y sus moradores.<br />
Sin embargo, el amor del rey era tan firme como el Monte Ojo.<br />
Todas las noches, Zerain se arrodillaba ante ella y la adoraba largamente antes de amarla con gran ternura y cuidado, contrariando los brutales y precipitados usos de su comunidad, que su propio padre había pasado seis meses enseñándole. La poseía despacio y conseguía con grandes esfuerzos que ella abandonase su lejanía unos instantes, que para él eran sublimes, aunque jamás consiguió que pronunciase una frase inteligible ni le devolviera una caricia. <br />
El día que nació Calain, cuando todavía debía de sentir dolor, y mientras todos festejaban con júbilo la llegada del heredero, Cálape desapareció engullida por el mismo mar que la había depositado en la playa, y Zerain no fue capaz de volver a amar a otra.<br />
Después de tres días de búsqueda en todos los territorios que permanecían bajo su poder y del rastreo agónico de la orilla del mar, Zerain se encerró una luna completa en la cabaña real, rehusando alimentarse, dispuesto a morir.<br />
Hasta que el sumo sacerdote se encerró con él en silencio. Se mantuvo callado y quieto dos días enteros, sentado frente al rey y sin dejar de mirarlo muy fijamente.<br />
Al tercer día, el rey esbozó una media sonrisa antes de decir:<br />
• ¿Crees poseer mayor firmeza que yo?<br />
• Sólo soy más viejo, Zerain.<br />
• ¿Piensas morir conmigo?<br />
• Así será si así lo quieres. Si deseas morir y que el pueblo bástulo desaparezca para siempre, lo aceptaré.<br />
• El pueblo bástulo no desaparecerá conmigo. Siempre hemos conseguido sobrevivir, aún frente a las peores adversidades.<br />
• La adversidad de ahora no lo permitirá, Zerain. Tus cuatro primos, que están ahí fuera, vigilando a la espera de certificar tu muerte, enfrentarán a los bástulos contra los bástulos, y los mastienos nos vencerán sin luchar y sin pérdidas. Y tu hijo será asesinado para que no pueda reclamar nunca el trono que le pertenece. Claro que todo ello no tendrá importancia ninguna, al lado de tu dolor por el abandono de una mujer que jamás te amó.<br />
• ¿Mi hijo será asesinado?<br />
• ¿Lo dudas?<br />
Zerain suspendió el ayuno y el encierro en ese instante. A partir de ese día, entregó cada uno de los latidos de su corazón al hijo emergido de las entrañas de Cálape. Tenía, como ella, el cabello dorado, aunque más oscuro, pero, por fortuna para su futuro real, sus ojos podían ser mirados sin espanto por sus conciudadanos. Aunque era el rey, Zerain sentía en ocasiones el impulso de arrodillarse ante su hijo y adorarle por su belleza sobrenatural, tal como había hecho con su madre todas las noches durante diez lunas. <br />
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El día que Zerain descubrió que el pubis de Calain comenzaba a cubrirse de vello amarillo, lloró toda la noche. Aun siendo su heredero, no podía sustraerse a los milenarios ritos de su pueblo, que exigían exponerse a la aventura de iniciación en cuanto asomase el primer signo de virilidad. Al amanecer, llevó a su hijo a la orilla del mar y le pidió que le probase que era capaz de fecundar a una mujer. Cuando Calain le obedeció, Zerain volvió a llorar, pero escamoteó sus ojos húmedos a la mirada de su hijo.<br />
• ¿Ya sabes lo que tienes que hacer? -le preguntó.<br />
• Sí, padre. Debo vivir una luna en la montaña, alimentarme todo ese tiempo de lo que pueda cazar sin llevar armas y, luego, cuando la luna vuelva a morir en el cielo, tendré que bajar a las tierras de Entrerríos y matar a un mastieno evitando que él me hiera, y traer como prueba su oreja izquierda para que nadie dude de mi valentía.<br />
Nueve días más tarde, cuando la luna se ausentó del cielo, en una oscuridad completa rota sólo por una hoguera en el centro del Llano de los Vítores, se congregó toda la ciudad en la explanada, para ser testigo y testimoniar para la posteridad que Calain iba completamente desarmado. <br />
Durante esos nueve días, el sumo sacerdote le había tatuado casi toda la piel con los símbolos mágicos propios de los hombres, más los correspondientes a su condición de iniciado en las ciencias ocultas y futuro rey. El príncipe había soportado los lacerantes pinchazos sin un gemido, asombrando a todos con su entereza y enorgulleciendo a su padre. <br />
Esa noche de Luna muerta en el Llano de los Vítores, con los reflejos de la hoguera su cuerpo parecía teñido de azul, ya que apenas podía vérsele algún retazo de piel sonrosada. El sumo sacerdote le obligó a girar sobre sí mismo para que todos pudieran contemplar los signos de su madurez. Siguió el canto que despertaba a los dioses, entonado a coro por todo el pueblo. <br />
Alzado sobre su tarima real, Zerain rompió el arco y la lanza que habían pertenecido a su hijo desde que sus brazos fueron capaces de usarlos. Nadie osó mirar descaradamente el llanto copioso que fluía de los ojos del rey, todos desviaron la mirada para contemplar al debutante con una mezcla de amor y temor por su suerte.<br />
Cumplida la parte pública del rito, la puerta de la muralla se abrió lo justo para dejarle salir y Calain corrió a ocultarse en la arboleda del Monte Ojo, lejos del río, cuya orilla de poniente vigilaban los mastienos.<br />
Zerain emitió un último suspiro, contuvo el llanto que se agolpaba en su garganta y afrontó las miradas compungidas y compasivas del pueblo bástulo. <br />
IX<br />
Además de tenebrosa, la selva exuberante que cubría los montes que rodeaban la ciudad estaba llena de espíritus en las abundantes cascadas y pozas de un río que fluía perpetuo y fresco, aunque harto proceloso. Proliferaban los rincones umbríos y la floresta era tan densa, que causaba espanto. Todas las oquedades de las quebradas boscosas albergaban dioses y demonios, rincones llenos de rumores espeluznantes, aves hermosas y alucinaciones.<br />
Los primeros dos días, Calain fue incapaz de cazar. Los animales pequeños corrían más que él y desaparecían en agujeros imposibles de sondear. Los grandes, como los feroces jabalíes, los ciervos gigantes, los onagros encabritados y chillones y las capras de enorme cornamenta, eran demasiado peligrosos para un joven que sólo disponía de sus manos. Pese a que comía sin parar moras, fresas, manzanas, endrinas, raíces de palmito y hongos, era imposible satisfacer los apremios de su estómago ni de su organismo privilegiado, y empezó a sentirse vulnerable a pesar de la anchura de sus hombros y la fortaleza de sus miembros.<br />
La cuarta noche, una diosa blanca como las estrellas brotó de la estrecha raja de la Luna creciente y le dijo en sueños que fabricase una lanza de caña. Al despertar, Calain contradijo a su propio sueño, pues sabía que las cañas verdes no servían como arma, porque eran flexibles y quebradizas. Pero pese a su escepticismo y resistencia algo le obligaba a una y otra vez a pensar en el consejo de la diosa blanca. Miraba las frías y quietas aguas de un remanso, y brillaban los ojos de la diosa. Contemplaba el movimiento de las ramas de los árboles contra el firmamento, y era el vuelo etéreo de la diosa. “Haz una lanza de caña”, le decía el rumor de la brisa al besar las hojas; “haz una lanza de caña”, le susurraba el canto del agua; “haz una lanza de caña”, gritaban las nubes en el cielo. Tuvo que taparse los oídos, porque, juntas, todas las voces formaban un estruendo insoportable.<br />
La madrugada que la diosa le anunció que moriría pronto de inanición, cedió por fin y aceptó seguir el consejo. Restregó dos piedras durante horas, hasta conseguir que una tuviese un canto suficientemente filoso. Con ella, cortó varias cañas, que desolló y afiló. Consiguió trenzar un carcaj con fibra de palmito, en el que aseguró siete de las lanzas recién elaboradas, inspirado por el número que figuraba en los ornamentos sagrados del sacerdote. <br />
Las lanzas eran tan altas, que le dificultaban avanzar por la selva. <br />
El Río de la Ciudad, rumoroso en la lejanía, desprendía jirones de niebla que velaban cuanto le rodeaba, pero aun así pudo Calain distinguir la silueta de un onagro que parecía retarle en la distancia. Se lanzó hacia él con tan buena fortuna, que la bestia quedó acorralada porque tenía detrás un repecho de roca imposible de escalar por los cascos equinos. Le lanzó uno de los venablos, que se dobló como si fuese de arcilla fresca. Impulsado por el hambre desesperado y la rabia, tomó la lanza que, entre las seis restantes, le pareció más sólida, y corrió con ella en ristre hacia la bestia; la atravesó de parte a parte a través del costillar y el équido cayó fulminado, boca arriba. <br />
Comió hasta satisfacerse, arrancando tasajos del sangrante animal, en una orgía de sangre y carne fresca que duró hasta que su cuerpo pareció a punto de reventar por el hartazgo.<br />
Una vez saciado, lo despiezó con un esfuerzo agotador, ya que sólo disponía de sus manos y la piedra afilada; luego, colgó los miembros, costillares y lomo atándolos con fibra de palmito de las ramas más altas de un quejigo. Esparció a continuación las entrañas en una zona muy alejada de su árbol, para que las carroñeras no pudieran de localizar su despensa. Con suerte, tendría suficiente para toda la luna que debía permanecer en la selva.ç<br />
<div class="separator" style="clear: both; text-align: center;"><a href="https://blogger.googleusercontent.com/img/b/R29vZ2xl/AVvXsEjMI6aqm6q3prdxDcv1yXApS2bkHggM5HuS88k6-PgRwwRcv_MJPtY8zvx32-MCQvfmchnsYMpzsM-mZcWd-3DNK6paXhOK6qj7ioboAu7yB2mDla6F4Xra9IkyJffNDKuIY2_MaAlASgk/s1600/5.jpg" imageanchor="1" style="margin-left: 1em; margin-right: 1em;"><img border="0" src="https://blogger.googleusercontent.com/img/b/R29vZ2xl/AVvXsEjMI6aqm6q3prdxDcv1yXApS2bkHggM5HuS88k6-PgRwwRcv_MJPtY8zvx32-MCQvfmchnsYMpzsM-mZcWd-3DNK6paXhOK6qj7ioboAu7yB2mDla6F4Xra9IkyJffNDKuIY2_MaAlASgk/s400/5.jpg" width="400" height="264" data-original-width="276" data-original-height="182" /></a></div>X<br />
Veinticinco días más tarde, sentía haber crecido diez años. Sus piernas y brazos se habían vuelto mucho más robustos y su pecho cubierto de músculos endurecdos por el esfuerzo permanente parecía invulnerable. Con sorpresa, notó que la voz con que gritaba a las bestias iba siendo más grave. <br />
“Ha llegado la hora de enfrentarme a un mastieno”, se dijo mientras saboreaba con delectación el último muslo del onagro, que, casi seco, acababa de asar en una hoguera. Consiguió comer casi toda la carne y, aunque el sol estaba todavía alto, se echó a dormir. Necesitaba acumular fuerzas para la caminata de regreso y la pelea a muerte, que representaría su salvoconducto para volver a la ciudad con la cabeza erguida, habiéndose ganado por sí mismo el derecho a reinar algún día.<br />
Durmió quince horas.<br />
La diosa de la Luna le visitaba todas las noches para darle consejos tan útiles como la primera vez. Le indicaba las fuentes más saludables y los frutos más refrescantes. Le exigía sumergirse en las pozas como si retozara en el mar y que no olvidara untarse fango en el cabello y las ingles para que no se le poblasen de parásitos. En esta ocasión, la diosa de la luna sólo sonrió sin alterar su prolongado descanso, y le acarició la nuca toda la noche. <br />
Al despertar, Calain se sintió poderoso como el uro castaño que su padre montaba todos los solsticios del reinado del sol para reafirmar su autoridad. Descendió las laderas hacia la corriente rumorosa y se sumergió en el Río de la Ciudad para cruzarlo y adentrarse en el territorio de Entrerríos, donde encontraría mastienos. Eran éstos seres balbucientes y crueles incapaces de hablar, al menos no eran capaces de hablar tal como su pueblo lo hacía. Gritaban sonidos guturales como los cerdos y estridentes como las grullas, ininteligibles y estremecedores. <br />
El pelo de los mastienos era del mismo color que el de Calain, pero él no era consciente de este detalle, puesto que jamás se había visto a sí mismo reflejado en parte alguna y, por otro lado, casi siempre llevaba la melena endurecida y oscurecida por la arcilla. <br />
El baño en el río le resultó tan tonificante y placentero, que Calain permaneció largo rato nadando. El baño disolvió la arcilla de su melena, cuyo color dorado brilló en todo su esplendor de mediodía. Cuando echó a andar por el territorio de Entrerríos, su larga cabellera ondeaba al viento. <br />
XI<br />
Se acercaba el atardecer y no conseguía dar con un mastieno. <br />
Tras caminar toda la jornada, sólo tenía una vaga idea de la dirección donde se alzaba su ciudad, suponía que en el otro extremo de la planicie que se extendía más abajo de las colinas que atravesaba en busca de mastienos. Habían pasado tantas horas, que descuidó el alerta y cuando las brumas del atardecer comenzaron a fundirse con las que se elevaban del Río Mayor, en un claro de la selva se encontró de repente rodeado por una turba de mastienos rugientes que aparecían en tropel de detrás de todos los árboles. <br />
Nunca había visto ninguno tan cerca. <br />
No tenían hocico, como afirmaban las consejas bástulas; tampoco cuernos ni pezuñas. A diferencia de los marinos rojos que a veces visitaban la playa para comprar búzanos y maderas de olor, marinos cuyas narices eran agudas y colgantes y cuyo pelo era ensortijado y oscuro, los mastienos parecían idénticos a su pueblo, con el cabello de color amarillo en lugar de marrón. <br />
Era verdad lo de sus voces ininteligibles. Calain no entendió lo que decían, pero notó que examinaban sus tatuajes con mucho interés y que reconocían el que le distinguía como hijo del rey de los bástulos. <br />
Le ataron los brazos y piernas junto con dos grandes trancas, que usaron como parihuelas para cargarlo entre cuatro hacia el poblado, más tosco que su ciudad aunque cuatro o cinco veces mayor, y situado en una colina desde la que se veía el Río Mayor, que rodeaba el promontorio por tres de sus lados. <br />
Fijaron las trancas a las ramas de un quejigo seco que se alzaba en el centro del poblado, frente a la puerta de una choza más grande que las demás. Sus captores entonaron una letanía ante esa puerta y al cabo de un largo rato salió un hombre cuya carne colgaba como pingajos, pero cuya cara no pudo contemplar Calain, ya que la llevaba cubierta por la cabeza seca y vaciada de un uro. Parecía tener dificultad para soportar su peso y por ello, y por su piel fláccida, comprendió el príncipe que debía de ser muy viejo. Agitó frente a él un fruto seco y hueco que sonó rítmicamente, por lo que Calain entendió que contenía pequeños guijarros en su interior. Sin parar de hacerlo sonar, el rey-brujo-uro bailó mucho tiempo a su alrededor, palpando reiteradamente los tatuajes reales, aunque los demás temían tocarle. Cuando llegó la noche, todos se encerraron a dormir y lo dejaron atado a su armazón hasta el amanecer, cuando el brujo de la cabeza de uro salió de nuevo de su cabaña y volvió a bailar a su alrededor. <br />
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Calain se sentía molesto por la forzada posición, amarrado a las trancas pero, sobre todo, se sentía muy hambriento. Y furioso. Si no iban a matarle, a qué venía tanta incomodidad. Había pasado la noche forzando los brazos y piernas, a ver si era capaz de soltarse, pero las ligaduras eran abundantes y fuertes. <br />
A mediodía, el brujo-uro-rey alzó ante él una de las lanzas que le proporcionaba el rey Salomón, las armas irrompibles que tanto ambicionaban todos los de su pueblo y él más que ninguno. El gesto pareció una señal. Cuatro hombres se acercaron al mismo tiempo y cortaron las ligaduras con tajos muy certeros, todo ello sin rozarle siquiera. Cuando se encontró libre, y mientras estiraba los miembros tratando de relajarlos, Calain advirtió que estaba rodeado por un denso y cerrado círculo de lanzas, mientras el uro-brujo-rey le indicaba que lo siguiera.<br />
Obedeció.<br />
Fue conducido al centro de la explanada, que mientras permaneciera atado quedaba fuera de su vista. Habían realizado un extraño decorado circular de flores, esteras de juncos y esparto trenzado y ramas de pinsapo, con una hoguera en medio. El rey le señaló una de las esteras, la más profusamente decorada, y le ordenó recostarse en ella. Se tendió boca abajo, pero el rey negó con la cabeza, haciéndole comprender que debía permanecer echado de lado, con un codo apoyado en la estera y la cabeza sujeta con la mano. Cuando compuso la figura que, según le pareció, era la correcta, sintió que un brazo cálido y delgado se apoyaba en el suyo; casi sin mover la cabeza, descubrió que una adolescente no demasiado hermosa había sido obligada a recostarse en la misma posición que él, pero en sentido inverso, de modo que sus codos quedaron juntos. <br />
Permanecieron hasta el anochecer en la misma postura, inmóviles, durante una larga, tediosa y agotadora ceremonia, al final de la cual recibieron una copiosa lluvia de pétalos de flores. Calain sintió que la muchacha se movía al fin y le tomaba de la mano, invitándolo a alzarse. <br />
Precedidos por el brujo-rey y rodeados por la multitud, fueron conducidos al interior de una cabaña.<br />
En ese momento, comprendió Calain que acababa de casarse y que estaba obligado a consumar la unión, pero no sentía deseo alguno de la muchacha y sólo le agitaba un hambre convulsiva que le corroía las entrañas. Por suerte, descubrió dentro de la cabaña un banquete dispuesto para la pareja. Fue a precipitarse sobre el aromático muslo de jabalí asado, pero la muchacha le contuvo y le hizo entender por señas que la consumación debía ser antes. De una ojeada, vio Calain que el poblado en pleno rodeaba la cabaña, materialmente pegado a ella y atento a los ruidos que los dos produjesen. Comprendió que no tenía escapatoria. Todavía no había sido instruido por los adultos en los ritos sexuales, enseñanza que sólo era impartida por los más viejos una vez cumplimentado el rito de iniciación, pero había visto cómo lo hacían sus amigos mayores y aunque carecía del conocimiento preciso de los resortes y métodos, se echó torpemente sobre la muchacha y la penetró al instante. <br />
Más que gemir, ella emitió un alarido prolongado, que enfrió la sangre de su invasor. <br />
Mas el grito era la señal que los demás esperaban, ya que fue audible a continuación el tumulto de la retirada. Calain escuchó distanciarse el ruido rítmico del sonajero del rey.<br />
Una vez que la muchacha dejó de gritar, le sonrió y le pidió por señas que volviera a penetrarla. Sentía Calain tanta hambre, que la satisfizo en unos segundos para poder lanzarse al fin sobre el muslo de jabalí, que devoró en las horas siguientes. Comió durante buena parte de la noche. Las mandíbulas le dolían de tanto masticar, pero la carne era tan deliciosa, estaba tan bien asada y salada, que no quiso parar de comer hasta roer los huesos y dejarlos limpios y pulimentados.<br />
XIII<br />
La muchacha dormía. <br />
Calain se recostó y arrimó el oído al suelo; sorprendentemente, no se notaba ningún movimiento y nadie había en las proximidades de la cabaña. Aun así, salió sigilosamente, y reptó a lo largo de los millares de pasos que le separaban del bosque. Acechó los sonidos al lado de la última cabaña. Pudo distinguir tres respiraciones; supuso que podría darles muerte a los tres antes de que reaccionaran. Tanteó desde fuera y localizó a tientas una de las lanzas irrompibles; con ella en la mano, introdujo la cabeza por la baja abertura, a fin de no errar los golpes. Mató a dos sin dificultad, pero el tercero gritó antes de rebanarle el cuello. Mientras les cortaba las orejas izquierdas, que serían ante su padre, el rey, y ante sus conciudadanos la prueba de su hazaña, notó que los demás corrían hacia él. Abandonó presuroso la cabaña y se dirigió a saltos hacia la densa y enmarañada penumbra de la selva. <br />
Corrió en la única dirección que permanecía libre, colina arriba, sintiendo casi en la piel las afiladas puntas de sus lanzas.. <br />
Corrió sin desmayo durante horas. Cada vez que se detenía a recuperar el aliento, oía el rumor de la persecución nunca lo bastante lejana. Cuando creía haber coronado la más alta de las montañas del hemiciclo distante que se veía desde su ciudad, descubría que tras un corto descenso tenía que volver a ascender. El amanecer le encontró en plena carrera, una afanosa escapada que prosiguió hasta que el sol se encontraba casi en el punto más alto del cielo. <br />
En el momento que Calain se concedió un corto respiro, descubrió que los huesos de sus pies podían asomar en cualquier momento a través de la carne macerada y que las piernas y brazos le sangraban por múltiples heridas. Comprendió que no podía seguir huyendo de igual modo; que no conseguiría salvarse si no cambiaba de táctica.<br />
Trepó a lo alto de un quejigo para acechar mejor el eco de sus persecutores, con todos los miembros en tensión y tratando desesperadamente de distinguir el rumor de la persecución de todos los demás rumores del bosque. Una vez que creyó haber identificado sin lugar a dudas la ruta que seguían, impregnó con su sangre varias ramitas y hojas, que esparció en círculo en todas las direcciones del sol y los vientos, desparramando por doquier sus rastros olfativos. <br />
A continuación, eligió el más escarpado de los taludes descendentes y se dejó caer rodando. Cada vez que le detenía el tronco de un árbol o un espinoso matorral, volvía tenazmente a ponerse en posición de rodada. Era como un ser irracional insensible al sufrimiento y el dolor; sólo había cabida en su mente para la determinación de escapar y vencer de esa manera la resolución de los mastienos; si ellos no abandonaban la persecución, él jamás abandonaría la huida. <br />
Cuando el sol comenzó su declive hacia las moradas de la noche, logró llegar a un arroyo fresco y limpio, un ancho afluente del Río de la Ciudad, cuyas aguas le sirvieron de bálsamo para los pies lacerados. <br />
Sabía que no podía detenerse mucho tiempo.<br />
El olor de su sangre debía de ser muy intenso, puesto que los mastienos habían seguido el rastro fielmente hasta la cima del monte. Aunque ahora, tras el largo descenso, los hubiera desorientado, suponía por su personal modo tozudo de proceder que no tardarían en localizarlo de nuevo, de modo que, ayudado por la corriente del arroyo, fue arrastrándose por el lecho muchos centenares de palmos para que el agua embozara su olor, hasta alcanzar un remanso muy grande y profundo, donde nadó largo rato, lo que lo libró del terrible dolor de caminar sobre sus pies deshechos. <br />
Según se iba adormeciendo el dolor, despertaba su pensamiento, y así fue capaz de caer en la cuenta de que el lugar donde se encontraba era una especie de fortaleza natural. El sol estaba a punto de ocultarse ya en las moradas escarlatas, pero sus ojos podían examinar todavía el lugar con suficiente detalle. Desde la orilla del territorio que todos consideraban propiedad de los mastienos hasta un repecho muy escarpado, la anchura de la poza permitiría a un centinela atento descubrir toda aproximación con mucha antelación. El repecho, protegía de las acometidas de las bestias grandes del bosque. Y salvo una estrecha orilla cubierta de matorrales muy densos, no había más terreno ni trochas por donde acercársele ni sorprenderlo.<br />
Calain decidió que podía permitirse reposar en el refugio y esperar. Salió del agua arrastrándose y reptó alrededor de la zarzamora. Detrás, había una oquedad bajo el repecho casi vertical, una morada tan seca y confortable como su casa de la ciudad. Permaneció unos instantes atento a los rumores que llegaban de la orilla opuesta, pero le venció el cansancio y sus ojos se cerraron a pesar de sus esfuerzos de mantenerlos abiertos. Pocos instantes más tarde, y cuando el sol había dejado ya de iluminar el cielo con la indecisa luz del crepúsculo, le pareció que la dulce muerte se apoderaba de su cuerpo y se entregó a ella con complacencia.<br />
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• Van a quitarte tu reino, Zerain.<br />
El rey de los bástulos trató de aclararse un poco la mirada, nublada por el llanto, y la enfocó en la dirección que el gran sacerdote le indicaba. Bajo la muralla, a unos cincuenta pasos de distancia, sus cuatro primos parecían monolitos de piedra con los ojos fijos en él.<br />
• Míralos. ¿No son como rapaces carroñeras, a la espera de tu rendición? Deja de llorar de una vez, rey de los bástulos, y si has perdido a tu hijo, consuélate con el recuerdo de las responsabilidades que cargas y piensa en tu futuro y en el de tu pueblo. Tienes juventud y fuerzas para criar cien hijos más. <br />
Zerain contempló el Llano de los Vítores. Desde que terminara la primera luna de la ausencia de Calain, la gente dejó de suplicar a los dioses por su regreso y había vuelto a sus labores de siempre. El mercado funcionaba con normalidad, los pescadores exhibían con orgullo y jactancia las capturas de esa madrugada, las matronas imponían orden en los disparates de sus maridos regresados de las minas y los jóvenes y los niños retozaban entre risas y gritos, ajenos e indiferentes todos ellos a su dolor de padre. Su pueblo había dejado de compadecerse con él de la suerte de Calain. <br />
• Tengo algo aquí en el pecho que no me deja pensar en otras mujeres ni en otros hijos.<br />
El gran sacerdote sonrió con algo de ironía.<br />
• Por ello he preparado este elixir, uno que nunca te había ofrecido, porque es el que la tradición reserva para los grandes héroes en las grandes ocasiones. Espero que los dioses de la Tierra y las diosas de la Noche comprendan que los bástulos estamos desesperados por la conducta de nuestro rey, y me perdonen. Te ruego, rey, que bebas este licor y luego, duermas, para que los dioses te inclinen a favor de tu pueblo.<br />
<br />
XV<br />
Cuando despertó Calain, era medianoche. Alzó la cabeza al cielo y consiguió entrever por encima de la zarzamora un afilado semicírculo de luz. Respiró muy hondo. Notó tanto vigor y bienestar, que comprendió que estar muerto era mucho mejor que vivir.<br />
Pero no podía estar muerto. O tal vez era que cuando se moría ingresaba la gente en una nueva clase de vida, porque sentía la suave brisa del arroyo en su piel, llegaban a su nariz los perfumes intensos de las flores que se abrían al atardecer, escuchaba el gorjeo de las aves y todos los rumores nocturnos del bosque y su estómago pedía a gritos una inmensa comilona. Podía volver a devorar un onagro entero.<br />
No estaba muerto. Porque la diosa plateada de la Noche no sujetaba ya su cabeza ni le consolaba, ni le complacía. Estaba solo, y por lo tanto continuaban vivas sus responsabilidades y obligaciones de príncipe.<br />
La luna en creciente le indicó que había dormido siete días y siete noches. La diosa plateada le había visitado con frecuencia, pero él no advertía el paso del tiempo; la diosa le decía siempre que tenía que despertar, pero sus ojos se negaban a abrirse. <br />
Según se aclaraba su pensamiento paralizado tanto tiempo, sentía tanta hambre que algo iluminó su entendimiento y le obligó a bajar la mirada hacia sus pies, que ya no le dolían. Las heridas habían cicatrizado. Pero la progresiva claridad del despertar le reveló que si caminaba, volverían a ulcerársele en seguida, de modo que permaneció recostado y así transcurrió otra semana, comiendo sólo moras y royendo las raíces que pudo extraer escarbando con el más extraordinario de los trofeos obtenidos, la lanza irrompible.<br />
Las tres orejas de los mastienos ejecutados estaban cubiertas de gusanos. Deseó comérselas, pero le detuvo el pensamiento de que se quedaría sin la prueba que su padre, el rey, aguardaba, de modo que las lavó en el río, extrajo los gusanos con una ramita y las atravesó con otra un poco mayor, para llevarlas colgadas del cuello, al aire y expuestas al sol, lo que evitaría que siguieran pudriéndose. <br />
Llevaba más de luna y media fuera de su ciudad. Como debía haber regresado al cumplirse una luna, consideró que el rey habría mandado exploradores en su busca. Decidió volver cuanto antes a la ciudad. Pero aunque presentía más que veía el mar allá abajo, a lo lejos, no consiguió encontrar el camino de regreso. El primer intento fue seguir la corriente del arroyo, pero llegó a una cascada muy alta, por la que se precipitaba toda posibilidad de seguirlo. Trató de descender por otro punto, y luego de un tiempo perdió de vista no sólo la idea de por dónde seguir, sino el arroyo mismo.<br />
Los demonios que seguramente invocaban los mastienos conseguían desorientarle con un sortilegio, y le alejaban de la ciudad cuanto más intentaba acercarse a ella.<br />
Cada vez que elegía una trocha que pudiera conducirle al Río de la Ciudad, que a su vez le llevaría derecho junto a los suyos, encontraba un obstáculo insalvable que le obligaba a retornar sobre sus pasos. Volvió la noche sobre él varias veces, la luna llegó a su plenitud y un amanecer, cuando la luna había adelgazado hasta casi desaparecer, comprendió que volvía a estar desfallecido y enfermo y que nunca encontraría a través de la selva el camino de regreso<br />
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Iban a cumplirse dos lunas de la ausencia de Calain y media desde que aceptara tomar el bebedizo. <br />
El efecto del elixir del gran sacerdote no había sido el esperado. El rey durmió muchas horas, como embriagado por los excesos del vino, y cuando despertó se encontró llorando de nuevo la ausencia de su hijo.<br />
Sin embargo, había tratado al día siguiente de complacer lo que la sabiduría del gran sacerdote le dictaba. Mandó que desfilasen ante él todas las mujeres vírgenes de la ciudad. Al poco, se reunió ante la casa real una multitud alborozada de madres llenas de ambición e hijas revoltosas, engalanadas con los ajuares de toda la familia. Zerain fue examinándolas, alerta al dictado de su corazón. Pero después de dos días de desfile incesante, su pecho no había recibido inspiración alguna, y decidió desistir. <br />
De nuevo, desde hacía un cuarto de luna, el rey Zerain volvía a llorar cada noche la desaparición del príncipe. Desesperado, roto de dolor por lo que pudiera haberle sucedido a su único hijo, se desentendió del gran sacerdote, rehusó no sólo sus elixires sino también sus consejos, y comenzó a ofrecer por su cuenta sacrificios a todos los dioses y demonios que le indicaba la desesperación. Mandó invocar también al dios del mar con una gigantesca hoguera encendida en su honor en la playa. <br />
Ya no sólo pasaba las noches en su torre de troncos de pinsapos, sino que permanecía allí arriba a todas horas. Un amanecer, arrebatado por la fiebre y casi incapaz de articular palabras, pues tenía los labios cubiertos de costras, contempló largo rato el monte Ojo que convertía a la ciudad en invulnerable por el este. <br />
Se dijo que si Calain estaba aún con vida, tenía que reconocer sin duda ese monte en la distancia. Al mismo tiempo, objetó a su pensamiento que, a lo lejos, desde lo más alto de la selva, el monte, difuminado en la calima, podía parecer un promontorio más. Si su hijo vivía, debía indicarle el camino de regreso.<br />
Mandó el rey que ardiera en lo alto del monte Ojo una inmensa hoguera día y noche, sin pausa, con la esperanza de que el humo de día, y la luz de noche, sirvieran a su hijo de guía. Mandó que la hoguera envolviera toda la cumbre como una corona gigantesca, para que fuese visible desde cualquier claro de las boscosas montañas y de cualquiera de las direcciones del viento y el sol. Desde todos los puntos donde su pobre hijo desaparecido pudiera encontrarse.<br />
XVII<br />
El príncipe sentía más hambre que nunca y a pesar de ello consideró que estaba a punto de morir, porque el desaliento desterraba las fuerzas de sus miembros. <br />
Había ensayado mil rutas, sin atinar con la de su destino. <br />
Maldijo con rencor inmenso a la Diosa de la Luna y a los demonios complacientes con los mastienos. La una le había abandonado y los otros le perdían.<br />
Se arrebujó bajo el refugio de una encina, en un claro junto a la ladera de una montaña, y allí decidió dejarse morir. Si tanto la naturaleza como los dioses lo querían muerto, que así fuera.<br />
Pero una noche, justo un poco antes del alba, creyó soñar. Desde el claro donde se había recostado, descubrió de pronto allá abajo lo que parecía una corona de fuego suspendida sobre el mar. Fue amaneciendo y el príncipe permaneció con la mirada fija en la corona de luz y humo hasta que el sol comenzó a alzarse sobre el horizonte. Cuando la luz del día se hizo más intensa, el príncipe comprendió que aquella especie de diadema coronaba a su ciudad porque por su forma y el contraste del sol del amanecer no podía ser otro lugar que el monte Ojo y, por lo tanto, le señalaba el camino de regreso.<br />
Tomó sus tesoros, la lanza irrompible y las tres orejas ensartadas, y comenzó el descenso. Mediada la tarde, encontró un otero desde donde ya alcanzó a distinguir vagamente la desvaída silueta de la empalizada, en cuya torre más alta debía de esperarle su amado padre.<br />
Con los ojos anegados de llanto, Calain se arrodilló y tendió los brazos hacia Málaga. <br />
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Zerain lo vio antes con el corazón que con los ojos.<br />
No llegaba desde el Río de la Ciudad, en cuya orilla contraria moraba el horror de los mastienos, sino desde las alturas situadas más allá del monte Ojo.<br />
Corrió con despreocupación y sin miedo a los peligros que jamás dejaban de acechar a su ciudad, pero cuando los centinelas de las cuatro torres dieron la alarma, una multitud de bástulos corrió tras su rey, entre un clamor jubiloso porque todos vieron que Calain, su príncipe adorado, se había vuelto un hombre, portaba una lanza de las que no se rompían y lucía en el cuello tres orejas de los malditos mastienos.<br />
En seguida, se organizó la fiesta de bienvenida. Engalanaron el sitial ante la casa del rey y allí se acomodaron Zerain y su hijo, ambos con las manos entrelazadas.<br />
• ¿Qué te señaló el camino de regreso, hijo?<br />
• La corona de fuego que mandaste encender en el monte Ojo, padre. La ciudad parecía coronada como una reina.<br />
• Pues en agradecimiento a los dioses que te han devuelto a mí, Reina llamaremos a nuestra ciudad desde ahora. <br />
Zerain se alzó y mandó detenerse el jolgorio, pidiendo atención.<br />
• ¡Oídme, bástulos! Una Diosa reina, tal vez la Diosa de la Fuente, inspiró mi decisión de encender en el monte Ojo una corona de fuego para orientar a mi hijo, vuestro príncipe. Por ello, desde hoy, nuestra ciudad tiene un nuevo nombre. ¡Llamadla Reina!<br />
Y así se denominó la ciudad desde entonces. Reina fue para los inquietos navegantes del Mar del Centro de la Tierra y como Reina fue conocida en todos sus puertos y entre todos sus pueblos, y entre todos sus dioses. <br />
Y Reina fue su nombre para siempre. En todos los idiomas y en todos los confines del Mundo.<br />
<div class="separator" style="clear: both; text-align: center;"><a href="https://blogger.googleusercontent.com/img/b/R29vZ2xl/AVvXsEjZeGMijb8-LC5XP2jgYn7OdQiEi06WoQVpCj_J5oQf9f0iSeMqoy-4aUQLPgbyqHTnZQOitXg8GaXAvypxjl0H2Yhtkoyf7gJ9ZR6EmfVzEzedeMOMwWoWrqT4JwIOuEGWWbzxX7RRb74/s1600/10.jpg" imageanchor="1" style="margin-left: 1em; margin-right: 1em;"><img border="0" src="https://blogger.googleusercontent.com/img/b/R29vZ2xl/AVvXsEjZeGMijb8-LC5XP2jgYn7OdQiEi06WoQVpCj_J5oQf9f0iSeMqoy-4aUQLPgbyqHTnZQOitXg8GaXAvypxjl0H2Yhtkoyf7gJ9ZR6EmfVzEzedeMOMwWoWrqT4JwIOuEGWWbzxX7RRb74/s400/10.jpg" width="400" height="300" data-original-width="260" data-original-height="195" /></a></div><br />
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Unknownnoreply@blogger.com0tag:blogger.com,1999:blog-1219736965597234767.post-30425157315346949812020-01-21T02:44:00.000-08:002020-02-05T06:41:21.783-08:00LA HORA DE 3.00 AÑOS Luis Melero cuento nuevo<div class="separator" style="clear: both; text-align: center;"><a href="https://blogger.googleusercontent.com/img/b/R29vZ2xl/AVvXsEgD1mDqShljUpYEs2BcEYP7dkXB5hEkkyLHlyqYJH0wflXd8PhEzTMzVwhhm_kgBbjOHf4AVAqT7AiJWv7I4YIV_6bx6En7TsXVfwSSlNrGbu8uFhx_QIrn3LTYceBgOQfZo2HexYvH_PU/s1600/thumbnail+%25282%2529.jpg" imageanchor="1" style="margin-left: 1em; margin-right: 1em;"><img border="0" src="https://blogger.googleusercontent.com/img/b/R29vZ2xl/AVvXsEgD1mDqShljUpYEs2BcEYP7dkXB5hEkkyLHlyqYJH0wflXd8PhEzTMzVwhhm_kgBbjOHf4AVAqT7AiJWv7I4YIV_6bx6En7TsXVfwSSlNrGbu8uFhx_QIrn3LTYceBgOQfZo2HexYvH_PU/s400/thumbnail+%25282%2529.jpg" width="388" height="400" data-original-width="1032" data-original-height="1064" /></a></div>La cabeza del dios<br />
<div class="separator" style="clear: both; text-align: center;"><a href="https://blogger.googleusercontent.com/img/b/R29vZ2xl/AVvXsEi0IETCpM3mJlCK9qYECAh4gDNP9aQmhWG9V7owetM5N20Gb6tuct9o3sr8TmgE45s6wl-pq3ArNzBKFN16ALiKNmVEjAPI_kK4R3-dsiDn7T6uQKXBL5W0LQYloqL_YDAVedDfD-HQZM4/s1600/zurto+1.jpg" imageanchor="1" style="margin-left: 1em; margin-right: 1em;"><img border="0" src="https://blogger.googleusercontent.com/img/b/R29vZ2xl/AVvXsEi0IETCpM3mJlCK9qYECAh4gDNP9aQmhWG9V7owetM5N20Gb6tuct9o3sr8TmgE45s6wl-pq3ArNzBKFN16ALiKNmVEjAPI_kK4R3-dsiDn7T6uQKXBL5W0LQYloqL_YDAVedDfD-HQZM4/s400/zurto+1.jpg" width="400" height="300" data-original-width="259" data-original-height="194" /></a></div>El chamán no era compasivo ni había tratado jamás de parecer cordial. Tampoco había disimulado nunca su intención de ser tenido por cruel o extremadamente cruel. Meng miró de reojo a su compañero de condena; aunque consideraba que era un poco más viejo, parecía más joven que él, y ni siquiera giró el cuello mientras se adelantaba, por no verlo quedarse atrás y sentarse a dudar sobre un tronco abatido por un rayo; tenía miedo. Ah tenía miedo, una novedad demasiado inesperada. ¿Era el chamán el que conseguía ese efecto? Tenía que ser eso; A Ah le atemorizaba la indiferencia con que el chamán perforaba el pecho de los sacrificados y bebía su sangre. Nunca antes había visto flaquear la determinación de su compañero. Debía alegrarse, pero tenía que fijarse bien en lo que el chamán hacía y decía. <br />
Ah tenía que haber conocido más de quince soles, pero exhibía jactanciosamente una fuerza y un poderío que Meng envidiaba desde que tenía memoria. No sabía poner nombre a ningún sentimiento, ni la envidia ni el placer, pero deseaba poseer el poder de Ah, que siempre fuera tan imbatible, y ahora, ante el chamán, flaqueaba tan ostensiblemente. <br />
Meng nunca estaba del todo seguro de en qué mundo vivía, el placentero y luminoso que recorría después de dormirse en el fondo de la cueva o el sudoroso donde pasaba la mayor parte del tiempo buscando comida, siempre con Ah, nunca sin él. Después del cansancio, al rendirlo los demonios de lo oscuro, hablaba reposadamente con seres refulgentes, tan bellos como la luna llena. Uno de esos seres, acudía con frecuencia a recibirlo en su jardín; sólo tenía pelo en la cabeza, una larga fronda amarilla que le llegaba a las pantorrillas; el resto de ese ser era sonrosado como una flor al estallar, a diferencia del suyo y el de Ah, que eran como mantos de yerba seca. No recordaba haber tocado nunca a ese ser, sólo tenía constancia del apremio de su deseo, que nunca era capaz de dilucidar si consistía en hambre o embrujo; tal vez quería comérsela porque debía ser deliciosa de paladear o tal vez deseaba adorarla como una diosa, pero el chamán no hablaba jamás de diosas en femenino. Ahora, el único mundo era el de las penalidades, y le tocaba penar junto a Ah. Con él. Temiendo quedarse sin él.<br />
De reojo, vio que Ah continuaba sentado en el tronco, resistiéndose a obedecer la orden del chamán. Meng, en cambio, se arrodilló de inmediato, esperando lo que se le asignarse; podía ser un gigantesco pedrusco que le partiera la cabeza, un afilado pedernal que abriera su pecho o una antorcha ardiente que cauterizara sus ojos. <br />
<div class="separator" style="clear: both; text-align: center;"><a href="https://blogger.googleusercontent.com/img/b/R29vZ2xl/AVvXsEjx5hqTXgslv_ROcbTkDG3ZQ5eASAtIeEdNgW2-dlCFxf_CJ5SvXYPvwo3eNbUTIkcq1F2mqSCeVdOGOqxbIhJQZs4tkl_TbuL9XQft00RW2qjUJ9abcwNDchJ0IVNgXtW54Sj_yO86B6o/s1600/zuirto+2.jpg" imageanchor="1" style="margin-left: 1em; margin-right: 1em;"><img border="0" src="https://blogger.googleusercontent.com/img/b/R29vZ2xl/AVvXsEjx5hqTXgslv_ROcbTkDG3ZQ5eASAtIeEdNgW2-dlCFxf_CJ5SvXYPvwo3eNbUTIkcq1F2mqSCeVdOGOqxbIhJQZs4tkl_TbuL9XQft00RW2qjUJ9abcwNDchJ0IVNgXtW54Sj_yO86B6o/s400/zuirto+2.jpg" width="400" height="300" data-original-width="259" data-original-height="194" /></a></div>La condena se la habían ganado, tanto él como Ah, por disputarse violentamente los favores de una hembra, la más casquivana de la tribu. Ambos sabían de sobra que Tarna regalaba sin límites sus mieles a todos los machos en edad de hacerle sentir placer; lo único que Meng y Ah habían hecho mal era tratar de matarse mutuamente, por unos favores que ambos podían haber conseguido sin ninguna clase de dificultad, si no hubiesen pretendido gozar de Tarna el mismo día y a la misma hora, puesto que nunca se separaban.<br />
El chamán actuaría tan expeditivamente como siempre. Los dos condenados sabían que los chamanes de otras tribus se comportaban de manera diferente; convocaban a los más ancianos de la tribu, se reunía una especie de asamblea y aunque el poder de resolución de los chamanes fuera siempre igual de indiscutible, al menos los demás hacían participes a sus respectivas tribus de la clase de condenas que dictaban. El chamán de su tribu, no. Arrodillado, Meng miró el reguero de su sangre que se mezclaba con la tierra; sentado en su tronco, Ah también continuaba sangrando, pero sin compadecerse de sus heridas, el chamán se alzó ante ellos en actitud altiva, indicó con el índice derecho hacia el norte, mientras señalaba cinco con la otra mano. <br />
Meng notó que Ah, con los ojos cerrados, trataba de no enterarse de la orden. Por ello, y como la condena ya había sido dictada, abandonó la postración y, acercándose a él, le tendió la mano para obligarlo o ayudarle a alzarse. Tenían que caminar cinco noches completas, siempre en pos de aquel misterioso lucero que todos ellos adoraban, porque así lo habían ordenado los dioses. Al quinto día, tales dioses les dirían qué debían hacer. Era la palabra del chamán que nadie podía discutir.<br />
Durante cuatro noches, siguieron a través de la selva un sendero ascendente. Tan empinado, que no paraban de jadear. Tuvieron que enfrentarse a feroces animales que nunca habían visto, sobre todo los onagros chillones cuyos aspavientos alertaban a todo el bosque. Eran otra clase de seres. Gruñían, relinchaban o rugían, pero ninguno era capaz de decir su nombre ni decirles cualquier otra cosa, sólo querían matarlos. En muchos momentos, Meng cubrió con su cuerpo el de Ah para protegerlo mientras se libraban de los rugidos; en otros momentos, era Ah quien protegía a Meng. Sorprendentemente, ambos se protegieron, porque sería más fácil sobrevivir los dos que uno solo y, sin saberlo, ninguno de los dos creía que pudiera vivir sin el otro. <br />
Nunca llegaban a saciar el hambre del todo. Como habían tenido que emprender desarmados la condena, no podían cazar más que seres pequeños que sabían de antemano que no podían comunicarse, pero eran castañas y otros frutos lo que más comían. Siempre al borde del desfallecimiento, no les aliviaba el baño en las pozas ni devorar raíces o legiones de insectos. El hambre era un agujero sin fondo en su cuerpo. Una tronera por donde se les escapaba el orgullo, el odio, la rivalidad y el rencor. Sin acordarlo, dormían las tardes completas, por turnos; uno soñaba misterios mientras el otro velaba y constantemente se protegieron como si jamás hubiesen querido matarse. Pero, ahora, nunca volvía Meng a entrar en el jardín del ser sonrosado de melena dorada. Algo estaba ocurriendo. El poder de la condena del chamán les alcanzaba allí donde estuvieran, aunque les separasen de él montañas monstruosas. La condena abarcaba toda su vida, sólo podían liberarlos los dioses cuando cumplieran sus órdenes.<br />
<div class="separator" style="clear: both; text-align: center;"><a href="https://blogger.googleusercontent.com/img/b/R29vZ2xl/AVvXsEhBFBg2RmQ7cvYwHHOIrL5OW8xp5pTKKTQfR5IUiDGinpPoa-1MIck79fkV8ADwCjXOwwRfdET4Rah12GafzXrpejcYoS-dNRwNcGqKKbhFJufiNSyB9N2FE47TkOIgXfK-sla3wxhn9KM/s1600/zurto+3.jpg" imageanchor="1" style="margin-left: 1em; margin-right: 1em;"><img border="0" src="https://blogger.googleusercontent.com/img/b/R29vZ2xl/AVvXsEhBFBg2RmQ7cvYwHHOIrL5OW8xp5pTKKTQfR5IUiDGinpPoa-1MIck79fkV8ADwCjXOwwRfdET4Rah12GafzXrpejcYoS-dNRwNcGqKKbhFJufiNSyB9N2FE47TkOIgXfK-sla3wxhn9KM/s400/zurto+3.jpg" width="400" height="257" data-original-width="645" data-original-height="414" /></a></div>Cada vez que se hundía el sol, los ruidos de la selva transportaban demonios terribles. Cuando los dioses permitían que volviera, los demonios sólo se escondían tras las rocas o entre las raíces de los árboles, al acecho. Ya no tenía que temer las miradas o las acometidas de Ah, ahora era su aliado, como lo había sido siempre hasta la irrupción en sus cuerpos de aquella clase nueva de placer. <br />
Vieron el cuarto amanecer desde un promontorio, desde donde divisaron una extensa llanura. La temperatura era muy inferior a la de las piedras calientes junto al gran paisaje de agua que habían abandonado allí abajo. Ahora sentían frío. Habían ultrapasado, a su izquierda, una muralla divina hecha de piedras cortadas por desconocidos titanes, una especie de espinazo gris de animal imaginario, a cuyo lado pasaron sigilosamente, por temor a despertarlo. <br />
Ah señaló un punto indeterminado. Meng notó que deseaba ordenarle algo, pero no podía obedecerle y miró hacia el lado contrario. Los dos eran simples exiliados, condenados a no sabían todavía el qué. <br />
La llanura era más verde que el paisaje junto a la gran superficie de agua, pero con menos árboles. No había nada que anunciase tribus; ni humo ni el resplandor madrugador de fuegos dispuestos para los primeros alimentos; los únicos signos de vida eran varias bandadas de aves muy grandes que, a lo lejos, se dirigían al sur. Pese a lo mucho que se odiaban, tanto Ah como Meng se comunicaban sin apenas sonidos, con sólo algún gesto y constantes miradas. No sabían si compartían madre o padre, pero no recordaban haber estado jamás lejos el uno del otro. Lo más sobresaliente eran los retozos alborotados mientras los zarandeaban las ondas líquidas llenas de misterios y maravillas. Siempre permanecían uno al lado del otro, en las disputas por la comida, en las persecuciones de rivales comunes, en las luchas contra seres peludos que les doblaban en altura y podían comerse, y en el recreo del ronroneo al sol. Todos sus recuerdos eran a dúo; las cacerías; las incursiones en la procelosas aguas en busca de aquellos animales tan resbaladizos; los bailes ceremoniales; los juramentos de sangre. Los primeros aprendizajes del placer, que fue lo que les inclinó a odiarse. Pero ignoraban por qué nunca se habían separado. <br />
Los ojos de Ah dijeron “vamos abajo”, Meng asintió tras una corta vacilación y ambos emprendieron el descenso. Cuando la pendiente acabó, comprendieron que todavía les quedaba un largo trecho por recorrer, porque el sol tardaría en hundirse. Pararían una vez que refulgiera del todo el quinto amanecer. <br />
Una vez que dieron por culminada la primera parte de su condena, el camino, se echaron despreocupadamente a dormir. No sabían cuándo ni dónde llegaría el mandato de los dioses; debían aguardar mansa y humildemente. Al menos, Meng lo consideraba así pese a la actitud incomprensible de Ah,que no mostraba la paciente mansedumbre a que les obligaba la condena.<br />
Los dioses no les hablaban. Llevaban acampados tanto tiempo en el mismo lugar, que se comunicaron la intención de fundar un poblado allí mismo, pero no había mujer para comenzar el poblamiento. Y no podían volver atrás ni seguir adelante. El tiempo pasaba sin recibir sonidos en ninguna de las dos vidas, la del día ni la de la noche. Un día, despertaron temblando a causa de un desconocido fuego blanco, que les escocía en la piel y enrojecía sus dedos. Habían asistido a la desaparición de las hojas de todos los árboles, seguramente por el maleficio de algún dios desconocido, pero ese fuego blanco era todavía más extraño y mucho peor. <br />
El fuego blanco les impedía echarse en el suelo, les obligaba a temblar con los miembros descontrolados, y tuvieron que moverse. Siempre dormían entre las zarzas, en procura de que los temblores se calmaran, pero esa tarde no encontraron ninguna, sólo una extensión verde sin ningún abrigo a la vista. La primera parte de la noche no consiguieron dormir, por lo que se afanaron en amontonar las piedras más pesadas que encontraron, para componer un pequeño abrigo, hasta que el agua de su piel empezó a convertirse en humo. Meng se preguntaba a cada paso en qué momento trataría Ah de partirle la cabeza con una de esas rocas, pero dejó de preguntárselo cuando ya no era capaz de ver su cara, envueltos ambos por las tinieblas. Cayeron exhaustos, sin capacidad de recordar preguntas ni miedos. <br />
Al amanecer, Meng despertó sacudido por las patadas que le daba Ah, erguido junto a él. Al incorporarse un poco, entendió el apresuramiento y la emoción de Ah. En la dirección del sol resurgente, se recortaba majestuosa e imponente la cabeza del dios, aureolado el gigantesco perfil por la luz creciente. ¿Estaría dormido? Permanecía recostado, pero el contraluz les impedía comprobar si tenía los ojos cerrados. Estaba echado, inmóvil, majestuoso y grandioso, el mentyóm apuntando hacia el norte. Tan grande como el mundo. La gigantesca cabeza no se movía ni siquiera por el viento que normalmente brotaba del pecho, por lo que probablemente estaba muerto. En tal caso, ellos no podrían cumplir el mandato del chamán. Se explicaron la razón de haber tenido que esperar tanto por un silencio tan prolongado. El dios no les hablaría, lo que añadía incertidumbre a su turbación. Ansiaron fervorosamente que diera señales de vida, que despertara. La luz crecía sin parar y pronto estaría sobre la vertical de la cabeza del dios. Ambos se postraron en dirección al prodigio y lo adoraron con recogimiento.<br />
<div class="separator" style="clear: both; text-align: center;"><a href="https://blogger.googleusercontent.com/img/b/R29vZ2xl/AVvXsEjbqtcT9bj7X8e3v4UjQL46snjbfa7rToK10hlu_VtEAB_h_aL-Qiyg5n8RwCj1E65jvD_R2vO1qW0w0z8S2Zkf7rsBekmKA2iCcAyOXw1O8ny1AIg6g5uhjMGrlfkclXa21JONaGGQmoA/s1600/zurto+5.jpg" imageanchor="1" style="margin-left: 1em; margin-right: 1em;"><img border="0" src="https://blogger.googleusercontent.com/img/b/R29vZ2xl/AVvXsEjbqtcT9bj7X8e3v4UjQL46snjbfa7rToK10hlu_VtEAB_h_aL-Qiyg5n8RwCj1E65jvD_R2vO1qW0w0z8S2Zkf7rsBekmKA2iCcAyOXw1O8ny1AIg6g5uhjMGrlfkclXa21JONaGGQmoA/s400/zurto+5.jpg" width="400" height="203" data-original-width="315" data-original-height="160" /></a></div>Entonces, el prodigio se hizo sonoro. No podían ver con claridad, sus ojos estaban velados por su propio miedo y, sobre todo, por la veneración. Pero lo sentían, notaban en la piel y las entrañas el poder que emanaba. Los dos entendieron la orden. Debían volver al amontonamiento de piedras que juntaran la noche anterior para vencer el frío, y esperar.<br />
El fuego blanco había uniformado el paisaje, tanto que resultó difícil encontrar el lugar, pues no abundaban los árboles ni las rocas que sirvieran de referencia, nada que les indicara el lugar, del que no se habían distanciado demasiado. Fue el olfato el que les guió; encontraron el rastro de su propio olor, hasta postrarse ante las piedras con temor y humildad. Ya se iba la luz, no podían hacer más. Tenían que dormir de nuevo.<br />
Despertaron los dos al mismo tiempo, en el instante en que la cabeza del dios empezó a recortarse contra la primera luz. Ahora sí escucharon su voz. Era un trino de pájaros de colores cegadores; el sonido del agua al caer por una cascada espumosa; el rumor de la brisa en primavera. Entendieron la orden, pero no las palabras. Debían buscar más piedras, sin parar, hasta que el dios les ordenara otra cosa.<br />
Obedecieron sin darse cuenta de un prodigio: No necesitaron comer mientras el sol les acarició. El apilamiento de piedras resultante a la hora que el sol mostraba intenciones de esconderse, era mucho mayor que la primera vez, aunque habían conseguido arrastrar peñas de gran tamaño, de peso muy superior a cualquier cosa que hubieran manejado nunca. Meng no se preguntaba sobre sí mismo, sino que se admiraba del brío que Ah derrochaba al sujetar al hombro moles que doblaban su propio peso. No sentir hambre no podía asombrarles, porque cuando cazaban animales muy grandes, llegaban a saciarse tanto que luego sesteaban la digestión más de tres soles. <br />
En el momento de recostar la mejilla sobre la tierra, Meng trató de distinguir el rostro de Ah entre las tinieblas. No recordó por qué deseaba analizar sus ojos, pero en su pecho se agitaba la sombra borrosa de un recuerdo que sólo le advertía de la necesidad de no bajar la guardia. Formaba parte de su naturaleza. No podía distanciarse de Ah, pero debía temerle. <br />
Durante la vida de la ensoñación, sintió toda la noche estar rodeado de dioses que se desplazaban ininterrumpidamente muy cerca. Hubo una ocasión en que quiso reprocharles que perturbasen tanto su descanso, pero el cuerpo no le obedeció. Permaneció en ese mundo mudo y quieto. En tales momentos, Ah no le acompañaba; él debía de recorrer un mundo diferente.<br />
Volvieron a despertarle las patadas de Ah, que golpeaba sin mirarlo, vueltos sus ojos hacia algo situado a su izquierda, fuera del campo de visión de Meng, que se alzó al momento, convencido de que la mayor y más fiera bestia peluda caía sobre ellos. Ah podía estar alertándolo a causa de un grave peligro inminente. <br />
Pero lo que Ah miraba no estaba vivo. Sobre los apilamientos de rocas que los dioses le habían ordenado componer, ahora había una montaña. Demasiado pulida, suave como el agua, pero altiva como una nube. ¿Cómo había llegado esa montaña ahí? <br />
Dado que todavía no habían aprendido a especular, no pudieron recrearse más en su asombro. El dios les ordenaba continuar apilando piedras, y su orden se convertía en sus pechos en anhelo insoslayable, en necesidad imperiosa y aterrorizada. Lo hicieron todo el tiempo que el sol se lo permitió, porque la voz del dios había sonado terriblemente amenazadora dentro de sus vientres. De acuerdo con la orden, continuaron el apilamiento en línea hacia el oeste, al lado de la montaña aparecida. Al amanecer siguiente, la mole ya no estaba sola, aislada. Había otra a su lado. <br />
Hicieron lo mismo un número incalculable de soles. No eran capaces de contar el paso del tiempo, pero sus cuerpos sí; sólo advirtieron que sus voces se estaban volviendo muy roncas, y cada vez que llamaban al otro, lo que salía de su garganta se parecía al rugido de un fiero animal. Había otras evoluciones, pero se desdibujaban para su atención en los ríos de sudor y no había hembras a la vista que pudieran hacerles notar los cambios. El agotador esfuerzo cotidiano les hacía olvidar también el odio; sus tripas y sus miembros exigían tanto consuelo, que todo lo demás se difuminaba. <br />
Con el alba, siempre había una mole nueva y ellos dejaron de demostrar asombro, porque en seguida la orden les apremiaba llenándolos de temor: debían afanarse en la búsqueda de más piedras que transportar, aunque tuvieran que arrastrarse y jadear por los esfuerzos supremos. Habían exterminado las piedras de todo su alrededor y cada vez tenía que acarrearlas de más lejos. Cierto sol, hubo una novedad: el dios les volvió a exigir nueva búsqueda de piedras, pero debían apilarlas frente a la primera, a una distancia de dos pasos largos; tras hacerlo, Ah y Meng se mostraron de acuerdo con las miradas; estaban prisioneros, los dioses les obligarían a permanecer en ese lugar hasta el día del sueño total, levantando una tras otra y más filas de montañas hasta cubrir todo el paisaje. Poco a poco, la voluntad dejó de inspirarles otra idea que la de sobrevivir. Cada vez que Ah se alzaba tras haber depositado una piedra, Meng miraba su rostro sudoroso sin acabar de entender si debía volver a odiarlo, tan abatido por el cansancio parecía. Pero Ah había sido siempre el más robusto de los dos, al menos eso era lo que Meng suponía. No se daba cuenta de que Ah realizaba dos recorridos por cada uno de los suyos, como si quisiera pavonearse.<br />
El abatimiento de Ah fue siendo más y más grave. Meng dejó de sentir impulsos de ahogarlo o machacarle la cabeza con una de las piedras que apilaban, y comenzó a sentir necesidad de cuidarlo, a causa de lo espantosa que era la idea de quedarse solo. Cuando el sol se escondía, permanecía vigilando disimuladamente su sueño mucho rato, por si hubiera por qué inquietarse. Tras varias noches de vigilia, una luz se encendió dentro de su cabeza; Ah necesitaba engullir más sangre palpitante. Dormían bajo la protección de la primera montaña alzada por los dioses. Meng se arrastró muy sigilosamente, enderezándose varios pasos más adelante. Sus ojos no le servían con el sol escondido; tenía que bastarle el olfato. Empleó tanto tiempo, que el olor de su propia sangre, resbalando por sus pies, llegó a confundirle, pero consiguió cazar un volumen que le pareció suficiente. Se acercó sigilosamente al abrigo y lo depositó todo junto a Ah, donde él pudiera verlo en cuanto abriera los ojos al renacimiento del sol. <br />
Con la primera claridad, llegó de nuevo la voz del dios. Ya no les asombraban la nueva mole de cada amanecer y por lo tanto no miraban siquiera hasta el conjunto; Meng intentó no sentir el mandato, porque permaneció con los ojos semi cerrados para observar la reacción de Ah ante lo que había cazado. Notó que tuvo que hacer un esfuerzo para no volver el rostro hacia él; lo engulló todo de inmediato.<br />
<div class="separator" style="clear: both; text-align: center;"><a href="https://blogger.googleusercontent.com/img/b/R29vZ2xl/AVvXsEizNxz5qDC6hjFHvf7AQ4pdNyXl1RUjkjHYaelIV-x97t-_on4Ci91PXU4iyHVKAfwkNGtdc7KytcVX6WHPkY18MdJ7Xhs1ybEpLhqxtkuOnuaELk-3bFzQ7MayA9TS2AzqHZh99w_IWis/s1600/zurto+6.jpg" imageanchor="1" style="margin-left: 1em; margin-right: 1em;"><img border="0" src="https://blogger.googleusercontent.com/img/b/R29vZ2xl/AVvXsEizNxz5qDC6hjFHvf7AQ4pdNyXl1RUjkjHYaelIV-x97t-_on4Ci91PXU4iyHVKAfwkNGtdc7KytcVX6WHPkY18MdJ7Xhs1ybEpLhqxtkuOnuaELk-3bFzQ7MayA9TS2AzqHZh99w_IWis/s400/zurto+6.jpg" width="400" height="300" data-original-width="259" data-original-height="194" /></a></div>A partir de entonces, cada vez que le parecía que Ah flaqueaba, repetía la cacería nocturna y la oferta. Ya nunca sentía el impulso de partir la cabeza de Ah; necesitaba que no lo dejase solo. Los dioses les dieron órdenes todas las noches, hasta completar un extraño apilamiento bajo el que se abría un largo pasadizo; en conjunto, todas las piedras amontonadas por Meng y Ah y las colocadas por los propios dioses, formaban una pequeña montaña. Cuando pareció que ya no había donde colocar más piedras, recibieron una orden extraña: antes del siguiente amanecer, debía internarse en el oscuro pasadizo y volverse completamente hacia la entrada, así debían esperar el regreso del sol.<br />
<div class="separator" style="clear: both; text-align: center;"><a href="https://blogger.googleusercontent.com/img/b/R29vZ2xl/AVvXsEj99w42kdVeABh72S6FlMU7aW3aUqP1vReu8i1-kScvD6rANXQKNARrg-5sSxgFHys2XDwstLPR22kkEnt6YKjCmuU6wYsbNBaaTyxAiFzdn9Z7n-resGYEgWrGgj56oWpNPZjlCtyD4To/s1600/zurto+7.jpg" imageanchor="1" style="margin-left: 1em; margin-right: 1em;"><img border="0" src="https://blogger.googleusercontent.com/img/b/R29vZ2xl/AVvXsEj99w42kdVeABh72S6FlMU7aW3aUqP1vReu8i1-kScvD6rANXQKNARrg-5sSxgFHys2XDwstLPR22kkEnt6YKjCmuU6wYsbNBaaTyxAiFzdn9Z7n-resGYEgWrGgj56oWpNPZjlCtyD4To/s400/zurto+7.jpg" width="400" height="266" data-original-width="275" data-original-height="183" /></a></div>Fue Meng quien despertó primero; sacudió a Ah y corrieron hacia el fondo del pasadizo de piedras erguidas, coronadas por losas inmensas. Hicieron tal como los dioses habían mandado: sin duda, era un prodigo creado por los propios dioses expresamente para ellos. El resurgimiento del sol encima del entrecejo de la cabeza del dios, apareció esplendoroso justo en el centro de la entrada del pasadizo. El primer rayo luminoso les alcanzó de lleno, iluminando la totalidad del recinto. Pareció que los dioses le autorizaban a volver al poblado allí abajo, junto al agua infinita.<br />
<div class="separator" style="clear: both; text-align: center;"><a href="https://blogger.googleusercontent.com/img/b/R29vZ2xl/AVvXsEgskP_tVWWj4il4GktG1FBrUV7IrtLXJH3b2rr-gP0m18FCsOwDoEXSdQkaQCzE7kD9ouFN0FfNbu0ezVVYwMgUtxcpJ_8kLlnx9Nidbdx-nqCOo3C5pNf5fSMVB-nP4w7nzoKBEhWNPwE/s1600/zurtop+9.jpg" imageanchor="1" style="margin-left: 1em; margin-right: 1em;"><img border="0" src="https://blogger.googleusercontent.com/img/b/R29vZ2xl/AVvXsEgskP_tVWWj4il4GktG1FBrUV7IrtLXJH3b2rr-gP0m18FCsOwDoEXSdQkaQCzE7kD9ouFN0FfNbu0ezVVYwMgUtxcpJ_8kLlnx9Nidbdx-nqCOo3C5pNf5fSMVB-nP4w7nzoKBEhWNPwE/s400/zurtop+9.jpg" width="400" height="232" data-original-width="295" data-original-height="171" /></a></div>A mitad del descenso de los selváticos montes, acordaron sumergirse en una clara poza del rio. Con el baño, se libraron de las miserias acumuladas en sus cuerpos en aquella fría llanura donde habían amontonado tantas piedras. Al abandonar el agua, Meng se giró hacia el centro de la poza, porque deseaba beber abundantemente, antes de emprender la etapa final del regreso. Al asomarse hacia la poza, sintió un estremecimiento: mientras él inclinaba el torso hacia el agua, vio el reflejo del rostro de Ah, pero Ah seguía retozando en medio de la poza. ¿Cómo podía haber dos Ah? ¿Qué embrujamiento les habían causado los dioses?<br />
Espantado, Meng se enderezó y vio que el Ah reflejado se incorporaba también, a la inversa. Gritó al otro Ah, el que nadaba despreocupadamente en medio de la poza, para que contemplase también el prodigio, pero éste se había desvanecido al ponerse de pie.<br />
<div class="separator" style="clear: both; text-align: center;"><a href="https://blogger.googleusercontent.com/img/b/R29vZ2xl/AVvXsEihdThwGti9MN6lHpSS1mQfBM6dGsDhswqsR7KxM-eN01dA263tdhyphenhyphendzdH4l9fSSYhaJqOAtLHwW4kBO5Vv0WqhptJ8LnXvrZGxJVJe0H0W149XstMEYoAO3sCsM3CuJBWszMNyIpi3Vqc/s1600/zurto+10.jpg" imageanchor="1" style="margin-left: 1em; margin-right: 1em;"><img border="0" src="https://blogger.googleusercontent.com/img/b/R29vZ2xl/AVvXsEihdThwGti9MN6lHpSS1mQfBM6dGsDhswqsR7KxM-eN01dA263tdhyphenhyphendzdH4l9fSSYhaJqOAtLHwW4kBO5Vv0WqhptJ8LnXvrZGxJVJe0H0W149XstMEYoAO3sCsM3CuJBWszMNyIpi3Vqc/s400/zurto+10.jpg" width="400" height="224" data-original-width="300" data-original-height="168" /></a></div>Unknownnoreply@blogger.com0tag:blogger.com,1999:blog-1219736965597234767.post-40947302803228238822020-01-16T10:31:00.000-08:002020-01-16T10:31:52.544-08:00EL TEMPLO DEL CATACLISMO Luis MeleroLA HORA DE 3.000 AÑOS<br />
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I - El templo del Cataclismo.<br />
Antes de disponerse a dar por cumplido el mandato, miró hacia abajo, en la dirección del Sol alto que brillaba como el fuego de invierno encima de la lejana agua infinita. Llevaba muchos soles habitando con los demás un repecho del terreno, cerca del templo, y cuando llegaron harían lo menos cincuenta o sesenta lunas según creía recordar, el paisaje descendente era completamente blanco hasta fundirse a lo lejos con aquel temible dios de agua, que los viejos afirmaban que no se podía beber. <br />
Aunque todavía faltaba mucho tiempo para la cálida temporada de las flores y las frutas, ahora podía ver grandes retazos de tierra que habían ido aflorando durante la última luna caliente en buena parte del panorama cercano al agua, en cuyas inmediaciones comenzaba poco a poco a emerger verdor. Y la antaño lejanísima línea del agua infinita, iba acercándose cada amanecer un poco más. <br />
Por mucho que le aterrorizara cumplir la última etapa del mandato del chamán, debía acatarlo cuanto antes. Purificarse para poder seguir viviendo y conseguir mirar a los otros a la cara. Dejar de una vez de andar encorvado, ocultando el rostro. Lo había ido postergando y el paso de las lunas aumentaba y agriaba los reproches de toda la tribu. Hasta las hembras que lo habían cuidado de niño le negaban sus ojos. Temía que si lo retrasaba más, la ascendente línea del agua infinita acabase por engullir la tierra que pisaba ahora y que invadiera en oleadas impetuosas las intrincadas salas del Templo del Cataclismo.<br />
Miró la entrada, tan irresoluto como siempre. Sabía que, detrás de él, todos estaban observándolo desde recatados escondites. Presentía su presencia y, en algunos momentos, hasta llegaba a oír leves rumores de sus voces, aunque no pudiera verlos. Seguro que todos los machos estaban convencidos de que nunca se arrastraría por la boca tenebrosa del templo. Las hembras, simplemente le compadecerían entre burla y burla. Cuando estaban en grupo, los adultos eran crueles y despiadados en sus juicios, sobre todo al valorar o desmerecer a un joven como él, que sólo había cumplido nueve soles. Los veteranos de catorce soles y los ancianos de veinticinco, estarían mofándose y hasta serían capaces de señalar algún temblor en los músculos de su espalda.<br />
Frente a las demás etapas de la penitencia no había presentado tanta irresolución. Terror, en realidad, era lo que ahora mismo sentía. <br />
<div class="separator" style="clear: both; text-align: center;"><a href="https://blogger.googleusercontent.com/img/b/R29vZ2xl/AVvXsEjbebr4IqA7KgOGfWfhARDba8NULh4T5G4QWyFSOHoB251FaHU5OW77WKEzbpzp5uhKQoWw5yc7fiT0_-42of5p050Cpws_020GnXojNcCXldj2gLTOJ8g0WyGgFRCLYZzbZZhZyF1SUXU/s1600/CN1.jpg" imageanchor="1" style="margin-left: 1em; margin-right: 1em;"><img border="0" src="https://blogger.googleusercontent.com/img/b/R29vZ2xl/AVvXsEjbebr4IqA7KgOGfWfhARDba8NULh4T5G4QWyFSOHoB251FaHU5OW77WKEzbpzp5uhKQoWw5yc7fiT0_-42of5p050Cpws_020GnXojNcCXldj2gLTOJ8g0WyGgFRCLYZzbZZhZyF1SUXU/s400/CN1.jpg" width="400" height="265" data-original-width="276" data-original-height="183" /></a></div>Recordaba, sobre todo, la etapa anterior. Un templo al que llamaban “del Tesoro”, que carecía de las horribles, amenazadoras y terroríficas piedras colgantes que tanto abundaban en el del Cataclismo, según aseguraban. El Templo del Tesoro lo llamaban así por las numerosas conchas de colores que encontraban por doquier y que eran las galas que más apreciaban, porque con dos de ellas, si eran lo bastante hermosas, podían comprar el favor de cualquier hembra, incluida la que había ocasionado el pecado que le obligaban a expiar con la peregrinación que hoy podría acabar, si es que conseguía reunir el coraje indispensable y se atrevía a internarse en las entrañas laberínticas del Templo del Cataclismo. <br />
En el Templo del Tesoro no había piedras colgantes ni cuchillos emergiendo del suelo. Ni monstruos agazapados por doquier. Las paredes eran onduladas, mórbidas y amables como pecho de hembra y, en lo más profundo, la luz de las antorchas no desvelaba ninguna amenaza… según lo que todos y todas le habían aseverado: que prácticamente no debía temer nada en el Templo del Tesoro. Sus anfractuosidades y revueltas eran suaves, como si hubieran sido talladas por las caricias de los dioses. En cambio, cuantos habían visitado alguna vez el Templo del Cataclismo hablaban con espanto de los malvados espíritus que habitaban todas sus sombras, detrás de cada uno de los afilados cuchillos pétreos. <br />
De vez en cuando, soñaba con el día que se trastornó entre los brazos de aquella hembra que casi no tenía pelo. Hasta el sueño le producía temblores, por el temor de que el chamán leyera sus ensoñaciones y aumentase la condena al sorprenderlo en el nuevo sacrilegio, en vez de que alguno se lo contara, como debían de haber hecho en realidad. Lo había cometido recostados ambos en un lecho de flores de aulaga entre aromas divinos y la música del viento y, aunque ella apretaba a veces los labios porque la lanza era mayor que la de sus congéneres, no se quejó en ningún momento de manera audible. Había sido un día mucho más cálido de lo habitual, y yacieron largamente bajo la sombra de un árbol lleno de frutos morados. Bandadas de pájaros llegaban procedentes de la dirección del agua infinita y tuvo la visión de que sonreían al descubrirles. <br />
Cómo pudo el chaman averiguarlo era para él un misterio, pero estaba seguro de que la hembra no lo había delatado, porque había visto sus ojos revueltos hacia el aire y tuvo que contener sus convulsiones con un fuerte abrazo, y al despedirse, había descubierto en sus ojos el deseo de que se repitiera. ¿Quién les había espiado? Tuvo que ser un hembra ociosa y chismosa la que aireara su culpa. Una culpa por la que ahora se iba a encontrar en medio de las mayores amenazas que podía encontrar en cualquier territorio equidistante del mundo de los dioses y el humano.<br />
<div class="separator" style="clear: both; text-align: center;"><a href="https://blogger.googleusercontent.com/img/b/R29vZ2xl/AVvXsEiNsD9RTzIAmjZpJMHYTn99v8o5a5Y9jlXGIGwSgTTmYh3H5BilfB_qwoU4rEOae4_5y1lqW3j_4kfsOsTI6D0khpbWk53YWQrQ8mtj-fMl4ddgwVVKQsUlf9vROUFiPYdNmtn8dcXsIa8/s1600/CN2.jpg" imageanchor="1" style="margin-left: 1em; margin-right: 1em;"><img border="0" src="https://blogger.googleusercontent.com/img/b/R29vZ2xl/AVvXsEiNsD9RTzIAmjZpJMHYTn99v8o5a5Y9jlXGIGwSgTTmYh3H5BilfB_qwoU4rEOae4_5y1lqW3j_4kfsOsTI6D0khpbWk53YWQrQ8mtj-fMl4ddgwVVKQsUlf9vROUFiPYdNmtn8dcXsIa8/s400/CN2.jpg" width="400" height="266" data-original-width="275" data-original-height="183" /></a></div>Había tenido sólo un sobresalto en el Templo del Tesoro, cuando creía hallarse ya muy cerca de la morada de la diosa. Al doblar un recodo particularmente abrupto, sintió la aplastante presencia como una montaña que le cayera sobre la cabeza. En el primer instante, algo que podía ser un cuerpo. Y no sólo la sintió, como sentían todos en el poblado la cercanía de otras vidas, sino que, a continuación, fue rozado al acercarse mucho aquello a donde él estaba. Era caliente, muy caliente, pero el frío en su propio interior creció hasta lo insoportable. Notó las guedejas embarradas del pelo de la piel y el aliento pestilente, que alcanzaba sus mejillas como si fuera el soplo de los espíritus de las profundidades. Pero eso no era un espíritu. Se trataba de un cuerpo verdadero, material. Podía oír la respiración y oler el hedor. Ocurría una cosa demasiado incomprensible; notaba la presencia, era real porque notaba tanto su contacto como el pestilente aliento, pero cuando era él quien alargaba la mano para tocarlo, solamente hallaba el vacío. Nada, no había nada material para sus manos, aunque todas sus alarmas de cazador estaban gritando. <br />
Temeroso, dio sin embargo un paso hacia aquella cosa. La experiencia tanto como el chamán le habían mostrado el camino para vencer el espanto: afrontarlo. Y en aquella circunstancia, consideró que el mejor modo de vencer un terror que se alimentaba vorazmente de su perplejidad, era entrar en contacto con aquello y, si fuese necesario, luchar hasta vencerlo.<br />
Pero en las lóbregas profundidades por donde trató de avanzar a pesar del temblor de sus piernas, halló solamente la nada. Comenzó a oír lejano el soplo y el rumor de una corriente de agua, lo que significaba que su meta se hallaba cerca. En esencia, estaba pisando ya el territorio sagrado de la diosa. ¿Por qué se mofaba de él, de su flaqueza, enviándole la terrorífica presencia? Que era real, material y, por consiguiente, temible por su fiereza evidente, pero ¿por qué no conseguía tocarla? ¿Había dotado la diosa de invulnerabilidad al monstruo? ¿No había en su mano ni en su voluntad nada que pudiera hacer?<br />
Aunque agitaba su pecho la urgencia de cumplir el homenaje a la diosa y abandonar el templo cuanto antes, tuvo el convencimiento de que se había quedado paralítico. Le resultaba imposible levantar el pie, siquiera levemente, a fin de dar un corto paso. Nada, ningún esfuerzo bastaba para triunfar en su intento. Los pies se habían adherido a una especie de limo con textura de grasa de mamut y la presencia peluda de aliento pestilente volvía a rozarlo. Y poco a poco se dio cuenta de que no era la única presencia; otros seres chapoteaban despacio en el limo y no era capaz de calcular su número. ¿La guardia privada de la diosa? ¿El escollo que estaba obligado a superar?<br />
A pesar de la parálisis, sintió deseos imperiosos de huir para librarse de la oscuridad casi compacta que lo envolvía, pero no sólo sería inútil la huida para escapar de esos seres tan esquivos y engañosos, sino que no habría cumplido el mandato puesto que estaba obligado a tocar el agua aunque sólo fuera levemente, a fin de que la diosa le concediera algún don, para expiar su culpa de lascivia desviada. <br />
Tras denodados esfuerzos, consiguió levantar levemente un pie, pero el chapoteo de los monstruos y la intensidad de sus expiraciones flatulentas se multiplicaron. Lo rodeaban. Iban a caer sobre él. Podían ahogarlo. Moriría a un paso de su meta. También podía morir de miedo, como había visto a tantos miembros de la tribu morir ante una pieza de caza demasiado violenta, tras sufrir un terror insuperable, como aquel compañero que murió súbitamente ante un oso que habían cercado pero que ni siquiera lo tocó. Mas, aunque inmovilizado por algo cuya naturaleza no podía ni sospechar, los sentidos le advirtieron de que un cambio estaba a punto de producirse.<br />
<div class="separator" style="clear: both; text-align: center;"><a href="https://blogger.googleusercontent.com/img/b/R29vZ2xl/AVvXsEhxJXZhrpL6cpoNInn1l3v7_Ihnhp0nlIA0eLEiEEf814kgxDJXJrTGvV0dmKPOGOpyq26osSyK6fyCMbYPot25bJPBfn-4JFI4f3DMXWhWpP35AGeOnyKZYMk3ZHtsDS2fllXOOH9pkv4/s1600/CN3.jpg" imageanchor="1" style="margin-left: 1em; margin-right: 1em;"><img border="0" src="https://blogger.googleusercontent.com/img/b/R29vZ2xl/AVvXsEhxJXZhrpL6cpoNInn1l3v7_Ihnhp0nlIA0eLEiEEf814kgxDJXJrTGvV0dmKPOGOpyq26osSyK6fyCMbYPot25bJPBfn-4JFI4f3DMXWhWpP35AGeOnyKZYMk3ZHtsDS2fllXOOH9pkv4/s400/CN3.jpg" width="400" height="266" data-original-width="275" data-original-height="183" /></a></div>Un ligerísimo soplo de brisa que le llegó del curso acuático, que sin duda se hallaba ya muy cerca, produjo en su mente una revelación determinante; los monstruos no iban a atacarle, nada tenía que temer. El pie que había levantado sólo un poco debido al gran esfuerzo que representaba, pareció liberarse repentinamente de un freno interior y lo sintió ligero. En seguida movió el otro pie, con lo que la parálisis y el terror se diluyeron. Pudo llegar al agua en sólo dos pasos más. Se sintió capaz de vislumbrar la sonrisa de la diosa y su toque inmaterial traspasando las tinieblas impenetrables que lo envolvían, y ello le convenció de que se había convertido en un nuevo ser, más capaz., intrépido y sabio. Ni siquiera pensó que acababa de superar una prueba ni que la tribu podía hablar de su hazaña durante miles de soles. Volvió al exterior pausadamente pero sin inquietudes ni angustias. La luz del Sol reflejada por el agua infinita le hirió los ojos, pero tenía alas en el pecho.<br />
Para llegar hasta donde se encontraba el templo del Tesoro, había tenido de que caminar durante ocho amaneceres en la dirección del Sol declinante, hasta alcanzar una revuelta tras la cual se abría una bahía maravillosa, llena de ensoñaciones y promesas de ventura. Pero el agua infinita se encontraba a una distancia de muy pocos codos de la entrada, y ése había sido el primer terror que tuvo que superar. Vencer el miedo a que la abultada y rumorosa masa líquida lo engullera y se lo llevara para alimentar a los gigantescos monstruos que cobijaba en sus entrañas. Ya dentro, el terror de los guardianes inmateriales de la diosa había sido de otra naturaleza, más espiritual.<br />
Ahora, frente al Templo del Cataclismo, la anticipación del terror era superior a cualquier espanto que hubiera experimentado jamás. Los bramidos del mamut que cazó al cumplir la edad sagrada de siete soles no le habían impresionado tanto. Ni el bisbiseante acercamiento de aquel dragón del bosque de piedra blanca, cuya lengua bifurcada era tan temible como la boca de las montañas ardientes. Conversar con la diosa en el Templo del Cataclismo era la prueba suprema que todos los machos de su tribu tenían que superar alguna vez a lo largo de la vida, cometiesen o no un pecado tan grave como el suyo. Todos los adultos hablaban entrecortadamente de lo que representaba, pero eran las hembras quienes más lo susurraban entre lamentos, aunque nunca habían tenido que superar esa prueba reservada a los machos. Ningún terror conocido vencía el del recorrido sagrado por el Templo del Cataclismo.<br />
Durante todo un cuarto de Sol, había conseguido embozar su terror simulando dificultades insuperables para encender la antorcha. Pero la habilidad de prender fuego de inmediato era su virtud más encomiada en la tribu, lo que no le disuadió de prolongar la simulación. Casi todos habían debido de adivinar que las aparentes dificultades con la antorcha era un subterfugio ingenuo de alguien tan joven como él, que todavía no había producido de manera legítima un nuevo miembro para la tribu. Durante el último sol, había cubierto a distintas hembras veces incontables, pero ninguna se había abultado todavía. Sólo la profanación que ahora debía expiar había resultado en un hinchamiento, cuyo fruto llegaría mucho antes del solsticio, lo que habría sido su perdición si no cumpliera la penitencia que estaba a punto de culminar.<br />
<div class="separator" style="clear: both; text-align: center;"><a href="https://blogger.googleusercontent.com/img/b/R29vZ2xl/AVvXsEimc-_ZM5C90szOnrVtGzvDx66V75AcMXzUyOtXH-ASm3Es7aMMm5S_1cVkV2LgQrKI_ih8W5yvZ-NOUkskAVGvIcGsBwVPcm-m40_bRycm33xkvW707LvHhGgPIsZp8eg4cIXlq7HOk7c/s1600/CN4.jpg" imageanchor="1" style="margin-left: 1em; margin-right: 1em;"><img border="0" src="https://blogger.googleusercontent.com/img/b/R29vZ2xl/AVvXsEimc-_ZM5C90szOnrVtGzvDx66V75AcMXzUyOtXH-ASm3Es7aMMm5S_1cVkV2LgQrKI_ih8W5yvZ-NOUkskAVGvIcGsBwVPcm-m40_bRycm33xkvW707LvHhGgPIsZp8eg4cIXlq7HOk7c/s400/CN4.jpg" width="400" height="300" data-original-width="259" data-original-height="194" /></a></div>Justo había tenido que asaltarla a ella. Era una hembra cuya desnudez resaltaba más que las otras, porque tenía poco pelo en el cuerpo. Siempre había deseado cubrirla, era un impulso que desde los siete soles se había convertido en apremiante como el hambre. Llevaba dos soles estirando hasta el límite la cuerda de sus habilidades, tratando de impresionar a la tribu para que todos reconocieran sus méritos y nadie tratase de disuadirle. Pero lo había hecho sin aguardar con paciencia un asentimiento tribal que en aquel caso era indispensable y que tenía muy pocas posibilidades de obtener. En su interior reconocía que ese asentimiento no llegaría jamás, lo que con el paso de las lunas fue trasmutando el impulso en obsesión. Por ello, las miradas golosas de ella y sus insinuaciones llegaron a ser irresistibles.<br />
La antorcha brillaba con fuerza a pesar de que el Sol estaba en su cenit. No podía retrasar más la entrada. Cualquier macho podía venir a golpearlo para azuzarle, sobre todo el chamán. El chamán al que había ofendido. Tal vez no iba a ser capaz de llegar hasta el Templo del Cataclismo por las entrañas de la tierra, a través de todos los obstáculos y pruebas que la diosa pondría en su camino. Pero los que se ocultaba a sus espaldas se estaban impacientando. Llegó a oír la risita nerviosa de alguna hembra. Se prometió encontrar fuerzas dentro de sí, donde ya parecían haberse agotado.<br />
Se dejó deslizar por la oscura boca hasta el conocido repecho que él y sus compañeros habían visitado infinidad de veces, en busca de animales pequeños que comer. La verdadera entrada al templo, un<br />
simple boquete en la roca vertical, casi a la altura del suelo, apenas resultaba visible bajo la húmeda semipenumbra que ensombrecía el lugar, ya que la luz de fuera apenas se filtraba entre los matorrales de la superficie y la estrechez de la boca, una penumbra crepuscular que la antorcha no era aún capaz de despejar. <br />
<div class="separator" style="clear: both; text-align: center;"><a href="https://blogger.googleusercontent.com/img/b/R29vZ2xl/AVvXsEjrel9HDPlgYFK7NQ03Zx27dmssN2N_-jh6weoXATNCbQKe6kq60U5omWwTCpAocDNvEDQcEF8iLo19pUnNQm6hosgUduMSIuI1UHUNiQ-IeNbX-PcJhnNi3Y3PWpKzw2NViYltJf4kngc/s1600/CN5.jpg" imageanchor="1" style="margin-left: 1em; margin-right: 1em;"><img border="0" src="https://blogger.googleusercontent.com/img/b/R29vZ2xl/AVvXsEjrel9HDPlgYFK7NQ03Zx27dmssN2N_-jh6weoXATNCbQKe6kq60U5omWwTCpAocDNvEDQcEF8iLo19pUnNQm6hosgUduMSIuI1UHUNiQ-IeNbX-PcJhnNi3Y3PWpKzw2NViYltJf4kngc/s400/CN5.jpg" width="400" height="400" data-original-width="745" data-original-height="745" /></a></div>Tuvo que arrastrarse unos veinte codos, con la antorcha a punto de quemarle el pelo y las pestañas, y de pronto el estrecho pasadizo se abrió a una estancia muy grande pero no demasiado honda, ya que sólo rodó la altura de un oso. Supuso que el techo estaría repleto de afiladas piedras colgantes pero palpó el suelo y no tocó ningún cuchillo. En cambio, había algo parecido a las gradas ascendentes que su tribu había excavado en la ladera de una colina, para oír las consejas y admoniciones del chamán; era como una cascada petrificada, que formaba ondulaciones y pequeños recovecos. También palpó lo que parecía un colmillo muy viejo de mamut y varios objetos de piedra que otros machos habían debido de olvidar en sus incursiones.<br />
No conseguía oír nada que le revelase hacia dónde debía encaminarse para dar con la morada sagrada de la diosa. Ningún rumor de agua le alcanzaba, ni la más leve brisa soplaba sobre su rostro y tampoco conseguía proyectar la luz de la antorcha de modo que el camino se manifestara. Por ello, se vio obligado a recorrer cuidadosamente la planicie sintiendo crecer su terror porque alrededor de esa estancia sí afloraban del suelo grandes cuchillos de piedra. Detrás de estos, presentía la acechanza de horrores infernales.<br />
En las noches de lumbre y consejas, en lo más hondo del repecho que habitaban, algunas viejas que habían rebasado los treinta soles relataban con ansiedad y entre gemidos las pruebas a que la diosa sometía a los que trataban de acercarse a su Templo del Cataclismo. Algunos no habían conseguido llegar al centro del santuario y hasta se habían dado casos de varios que no habían conseguido regresar. Se podía encontrar la muerte a causa de acechanzas que nadie había sabido describir. Ahora, presintió que en cualquier instante iba a topar con una de esas pruebas, ya que era incapaz de decidir hacia dónde dirigirse. Decían que pasada la primera cascada petrificada, había que descender mucho, algo así como altura de tres machos, pero ¿por dónde y hacia adónde?<br />
Supo al instante la respuesta. Su brazo izquierdo, alzado hacia la oscuridad para no tropezar, fue impelido por algo que no sabía determinar qué era. No se traba de alguien que halase ni de ninguna fuerza que lo empujara. Simplemente, el brazo pareció animarse con voluntad propia y lo llevó a todo él detrás, mientras su cuerpo se estremecía torturado por dolores mayores que el causado por los colmillos de un tigre. Notó que caía mucho más de lo que le había parecido que el desnivel representaba, mientras una especie de minúsculos cuchillos de hielo se le clavaban no sólo en la piel, sino también en lo más profundo de las entrañas. De pronto, la oscuridad se desvaneció; todo cuanto creía que le rodeaba fue sustituido por cosas que no podían existir. Ningún acantilado podía ser tan blanco ni tan uniforme. No soplaba la brisa impetuosa y salobre proveniente del agua infinita ni se levantaban guedejas de niebla gélida para herirle la piel. Hacía calor, demasiado calor, como si permaneciera temerariamente muy cerca de una gran hoguera. Nada de lo que vio a primera vista parecía estar hecho por los dioses; había más acantilados igual de uniformes y pulidos, y perfectamente verticales, cubiertos de un blancor mucho más reverberante que el de la nieve; ante esos acantilados, en muchos puntos crecían profusamente hierbas trepadoras cubiertas de flores de color cárdeno y púrpura. El agua infinita estaba cerca, más allá de un acantilado verde que sólo podía adivinar; desde la resplandeciente superficie de agua, soplaba una amable y cálida brisa que transportaba aromas desconocidos pero sensualmente placenteros. Alrededor de la senda lisa y negra que pisaba, todo era verde también. Unos árboles muy pequeños eran agitados por la brisa y regaba hacia él aromas resinosos pero no desagradables, sino todo lo contrario. Esos soplos aliviaban el abrasador calor que a veces le resultaba insoportable.<br />
Quiso dar la vuelta, a ver si esa visión desaparecía. Pero siguió viéndola y sintiéndola como si hubiera sido trasladado a otro mundo que no podía imaginar si sería infernal o divino. Un mundo que desafiaban los conocimientos adquiridos a lo largo de su vida y las consejas y anécdotas escuchadas a los viejos de todas las aldeas que conocía. Suponía que también desafiarían el saber de los más expertos de su propia tribu.<br />
<div class="separator" style="clear: both; text-align: center;"><a href="https://blogger.googleusercontent.com/img/b/R29vZ2xl/AVvXsEjw96uSLaFdhKnASvbPuDoYJTyqQW5ncImiwV5l1mp0R8RGtpClucLP6_-xzT0IKUZuSbdYSYHGZZYEeDft9c6QuFTAY1Wq_8aUnuGarfWXGG8z9bIGBM1OlycXXinC1Q2a2i9hkHKumuY/s1600/CN6.jpg" imageanchor="1" style="margin-left: 1em; margin-right: 1em;"><img border="0" src="https://blogger.googleusercontent.com/img/b/R29vZ2xl/AVvXsEjw96uSLaFdhKnASvbPuDoYJTyqQW5ncImiwV5l1mp0R8RGtpClucLP6_-xzT0IKUZuSbdYSYHGZZYEeDft9c6QuFTAY1Wq_8aUnuGarfWXGG8z9bIGBM1OlycXXinC1Q2a2i9hkHKumuY/s400/CN6.jpg" width="400" height="216" data-original-width="306" data-original-height="165" /></a></div>El blanco vertical y florido continuó envolviéndolo mientras avanzaba a ver si reencontraba su antorcha y podía comenzar a ver los cuchillos pétreos tras los que se ocultaban los monstruos. Tras rebasar unos arbustos recortados de modo muy antinatural y rectilíneo, se encontró con una fila de seres parecidos a sus congéneres, pero cubiertos de unas cosas de colores en vez de pelo. Emitían unos grititos ridículos, como pajaritos, y no paraban de cruzar esos sonidos mientras iban moviéndose muy lentamente y todos a la vez, hacia un extraño punto que brillaba mucho. No comprendía qué podía ser aquello, si esa fila estaría formada por los monstruos que guardaban a la diosa o si serían machos y hembras castigados por los seres de las profundidades. En realidad, no era capaz de imaginar nada más monstruoso que los machos y hembras recubiertos con tantas estridencias. Sintió un estremecimiento. ¿Podían ser seres de las profundidades a despecho de la esplendorosa luz que los envolvía?<br />
Para escapar de tan negros augurios, giró sobre sí para volver atrás, y se dio de bruces de nuevo con las tinieblas más impenetrables de las profundidades. Volvía a tener la antorcha aferrada, pero tropezó con un enorme cuchillo de piedra emergido del suelo frente a él. Cuanto pisaba parecía estar compuesto de la misma dura piedra y, sin embargo, el cuchillo resonó al chocar contra él como si fuera la voz del viento. <br />
Todo lo que conseguía iluminar la antorcha estaba formado por etéreos y pesados fantasmas blancos, semejantes a los fuegos nocturnos de los muertos, como para apretar los ojos a causa del pánico. Le habían dicho que todos los cuchillos ocultaban un monstruo cada uno; no conseguía escucharlos, aunque debían llevar mucho rato observándolo. Lo que oía era mucho más terrorífico que voces o pasos de seres oscuros; era un rumor muy lejano y, al mismo tiempo, tan próximo que parecía estar dentro de él, una especie escalofriante de gemido acallado por una mano apretada contra la boca.<br />
Podía sonar como el aullido de un lobo durante una noche de tormenta. O un mamut perdido y herido barritando su agonía. O el silbido del viento, impetuoso, en su recorrido por un estrecho desfiladero. Todo eso podía ser lo que apenas conseguía escuchar.<br />
Hacía esfuerzos casi físicos para lograr identificar el debilísimo rumor, cuando una sombra más oscura que todas las otras se movió detrás del cuchillo más cercano a su antorcha. Tuvo tiempo de verla aunque se desvaneció en cuanto volvió los ojos hacia ella. Sin ruido. Sin dejar olor ni huella ninguna en sus instintos alertas.<br />
Gracias a la experiencia de cazador, comenzó a sentir que estaba rodeado por seres incontables. Eran millones, hablaban entre ellos aunque no pudiera oírlos y sobrevolaban su cabeza en formación. Estaban sedientos de sangre, lo sabía. ¿Por qué no se abalanzaban sobre él?<br />
¿Lo impediría la diosa? ¿Era tan magnificente el templo que necesitaba legiones de guardianes? La estancia de la diosa tenía que disponer de un curso de agua, aunque fuese pequeño; pero por mucho que lo intentaba no escuchaba el agua correr. Con tantos seres infernales alrededor, el único sonido era el misterioso rumor no identificado. <br />
Giró la mirada hacia el lado opuesto a la antorcha. Inesperadamente, la vio. Sonreía. Una hembra etérea y blancuzca que hasta tenía menos pelo que la hembra por cuya posesión se veía en ésas. Estaba sonriéndole, sí. Y no mostraba ningún temor a los tétricos guardianes. <br />
En el cruce de sus miradas detectó el consejo de que no se dejase amilanar y continuara el camino.<br />
Lo hizo. Avanzó unos diez codos hasta sentir que estaba al borde de un lugar bastante más profundo. Reculó un poco por temor a despeñarse hacia la muerte y adelantó la antorcha al tiempo que se agachaba. El desnivel que debía salvar no superaba la altura de un macho, por lo que saltó hacia abajo y en seguida se dio cuenta de que había calculado muy mal, porque siguió descendiendo durante un tiempo indeterminado pero largo. Iba a encontrar la muerte por inexperto. No había sabido hacer un cálculo que todos sus congéneres estaban obligados a realizar constantemente cuando hollaban territorios ignotos en busca de caza.<br />
Lo mismo que la vez anterior, sintió el dolor generalizado y los pinchazos de los minúsculos cuchillos de hielo<br />
Cayó suavemente en un blando colchón de arena dorada, bajo un sol inclemente. La temible agua infinita se encontraba a muy pocos codos y varias hembras muy extrañas estaban inmersas sin temor en el agua. Eran hembras, sí, pero muy diferentes de las que conocía. Sus cuerpos cubiertos solo por una pequeña pieza de colores estridentes que le herían los ojos, no tenían atisbo de pelo, pero el de la cabeza era muy largo y ondulante. El ruido del ir y venir del agua sobre la arena era ensordecedor, pero ellas reían placenteramente sin dejar de exclamar lo que parecían expresiones gozosas aunque no podía entenderlas. <br />
Por mucho que sintiera el calor y por mucho que le envolviera la brisa llegada de la espantosa masa de agua, no creía que estuviera realmente en ese lugar tan extraño. <br />
Este pensamiento produjo el mismo efecto que el despertar de un sueño. Repentinamente, le envolvía de nuevo la oscuridad. Pero se trataba de una oscuridad incompleta; no todo era tiniebla ya que podía distinguir claramente el perfil de los enormes cuchillos emergidos del suelo y algunos de los que pendían del techo y, a mayor distancia, algo que no sabía qué podía ser. Parecía de la misma naturaleza que todo lo demás, pero en vez de pender o emerger en vertical, formaba líneas oblicuas como la lluvia de nieve racheada.<br />
Había oído mencionar un cataclismo muy antiguo, ocurrido hacía más soles de los que podía imaginar. Eso que miraba sin comprenderlo, ¿podía ser una de las consecuencias de aquella vez que la tierra gritó como un mamut malherido? <br />
Al tiempo que se acercaba, cuanto más lo miraba menos lo comprendía. Aquello no podía ser. Nada de cuanto conocía tenía formas semejantes; ninguna montaña desafiaba la verticalidad de la atracción de los seres de las profundidades, de modo que aquello sólo podía ser divino. Aquellas formas incomprensibles tenían que ser por fuerza el aposento de la diosa.<br />
El pensamiento fue como una invocación. Un resplandor, al principio muy débil, le dio la impresión de que podría convertirse en fulgurante, a pesar de que no despejaba las tinieblas. Se trataba de una luz más presentida que vista, con mayor presencia en la mente que en los ojos. <br />
<div class="separator" style="clear: both; text-align: center;"><a href="https://blogger.googleusercontent.com/img/b/R29vZ2xl/AVvXsEg1oMPDIwNzjrCSGQGldz7kjEAxxSzPbEOdUh6oCPbFvZ_E8YAvC6OQVMp1B2GZ1xfZgq_JNuRCN-2yLGL8xM7Ph1ya1mJk2gZVO0P23MhyOwgPMa2aZW3RQB-k59AU2BeuGf_S8JhpJNY/s1600/CN7.jpg" imageanchor="1" style="margin-left: 1em; margin-right: 1em;"><img border="0" src="https://blogger.googleusercontent.com/img/b/R29vZ2xl/AVvXsEg1oMPDIwNzjrCSGQGldz7kjEAxxSzPbEOdUh6oCPbFvZ_E8YAvC6OQVMp1B2GZ1xfZgq_JNuRCN-2yLGL8xM7Ph1ya1mJk2gZVO0P23MhyOwgPMa2aZW3RQB-k59AU2BeuGf_S8JhpJNY/s400/CN7.jpg" width="400" height="257" data-original-width="280" data-original-height="180" /></a></div>Pero él supo sin ninguna vacilación que estaba ante la diosa, porque todos los dolores, laceraciones, miedos y sobresaltos sentidos durante el recorrido por el Templo del Cataclismo se convirtieron de repente en la más intensa paz interior que había percibido en toda su vida. Dejó de sentir frío y el contacto de sus pies con el suelo; sencillamente, dejó de sentir. Solamente existía esa luz interior débil y fuerte a un tiempo y el efecto que producía en su espíritu, como si el chamán le hubiera dado uno de aquellos cocimientos con los que se volaba y que ahuyentaban a los espíritus. Sentía la misma anestesia, pero ningún sopor. Su mente se encontraba tan alerta como en una pelea a vida o muerte. Pero salvo por ese detalle, podía estar muerto y haber volado hacia el seno de los dioses, porque no era posible sentirse mejor. <br />
No escuchaba la voz, pero la diosa estaba diciéndole que ya no debía sufrir más sonrojo ni culpa, porque había pagado su deuda y estaba en paz. Que saliera rápidamente del templo porque el sol no podía esperarle más y que dijera al chamán que la diosa lo amaba.<br />
Aunque hubiera permanecido eternamente sin moverse frente aquel resplandor que le inundaba, desanduvo sus pasos con una celeridad que no era voluntaria. Aunque creía que había caídos dos veces por alturas insuperables, no halló ninguna dificultad en el regreso y, apagada la antorcha, cuando gateaba por el último pasadizo, notó que al extremo del túnel alumbraba todavía un ligero sol casi dormido. <br />
Salió del túnel y emergió de la hondonada trasfigurado, feliz. No estaba preparado para lo que le vio.<br />
Toda la tribu aguardaba su regreso frente a la boca. <br />
Sonreían y sus gestos expresaban simpatía y afecto.<br />
En el centro y delante de todos los demás, el chamán, cubierto de los maravillosos objetos sagrados de su oficio. <br />
Y, junto a él, ella.<br />
La hembra a la que había abultado reía abiertamente con el brazo de su padre, el chamán, sobre los hombros. Se había desprovisto de los colgantes que la señalaban como servidora de la diosa y alguien había tonsurado sus pechos como una madre cualquiera de la tribu, como si quisieran aclararle que su profanación había dejado de serlo. Desprovistas de pelo, las mamas constituían una invitación al deleite.<br />
¿Qué milagro había obrado la diosa?<br />
Aquélla por la que había estado a punto de convertirse en un proscrito le era ofrecida ahora con el asentimiento de la tribu y, lo que era mucho más importante, con la anuencia del chamán. <br />
<div class="separator" style="clear: both; text-align: center;"><a href="https://blogger.googleusercontent.com/img/b/R29vZ2xl/AVvXsEhf4gz_-98E1A0xHc6f87Xs4rNqvHnFtFWuOIDR8RarV7LJo4r6ShBwDRcPFDCWBAg18xNywsew8ycuov7V6GT5J2A7A1Y7a1TNfx1yNBDRpdFkXkd_IBHlFpUAjNyY6X-zbYcUflAzG9g/s1600/CN8.jpg" imageanchor="1" style="margin-left: 1em; margin-right: 1em;"><img border="0" src="https://blogger.googleusercontent.com/img/b/R29vZ2xl/AVvXsEhf4gz_-98E1A0xHc6f87Xs4rNqvHnFtFWuOIDR8RarV7LJo4r6ShBwDRcPFDCWBAg18xNywsew8ycuov7V6GT5J2A7A1Y7a1TNfx1yNBDRpdFkXkd_IBHlFpUAjNyY6X-zbYcUflAzG9g/s400/CN8.jpg" width="400" height="245" data-original-width="287" data-original-height="176" /></a></div>Unknownnoreply@blogger.com0tag:blogger.com,1999:blog-1219736965597234767.post-40497572479611718422020-01-08T06:49:00.001-08:002020-01-08T06:49:13.609-08:00La Cultura Fenicia<iframe allowfullscreen="" frameborder="0" height="344" src="https://www.youtube.com/embed/Nr2aGo1gipc" width="459"></iframe><br />
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NIÑOS AZULES<br />
<br />
<div class="separator" style="clear: both; text-align: center;"><a href="https://blogger.googleusercontent.com/img/b/R29vZ2xl/AVvXsEhAq1-gv52-dtgq8uSptSYPCHk93wvZrSx3rxFpeP_8KnzRaJFYzVai2dc1Cifg_0BW-PhBhhOJBdEoYScEwmeNj-TN3hyO2Z8SYL92E8kdC-1LKy-M4p7nVf12RKRU5cZDNK7lUztlFa0/s1600/NI+0%2527.jpg" imageanchor="1" style="margin-left: 1em; margin-right: 1em;"><img border="0" src="https://blogger.googleusercontent.com/img/b/R29vZ2xl/AVvXsEhAq1-gv52-dtgq8uSptSYPCHk93wvZrSx3rxFpeP_8KnzRaJFYzVai2dc1Cifg_0BW-PhBhhOJBdEoYScEwmeNj-TN3hyO2Z8SYL92E8kdC-1LKy-M4p7nVf12RKRU5cZDNK7lUztlFa0/s400/NI+0%2527.jpg" width="400" height="240" data-original-width="290" data-original-height="174" /></a></div><br />
De nuevo sentía necesidad de huir y, como tantas otras veces, sus piernas se encaminaron hacia la colina sin que mediara su voluntad.<br />
Aunque la altura del monte era más bien modesta, la escalada de la ladera resultaba ardua, por lo escarpada y porque el terreno suelto hacía que cada paso fuese más fatigoso que el anterior, ya que esta vez el golpe más fuerte, el que le había propinado su padre con la rodilla, le había alcanzado el muslo derecho cerca de la cadera; un dolor muy agudo que le obligaba a cojear.<br />
No se preguntaba por qué elegía ese sitio después de cada uno de los arrebatos de su padre, cuya razón desconocía, como ignoraba lo que le atraía con tanta fuerza hacia la cima, que alcanzaría en sólo diez o doce minutos más. <br />
Los jaramagos crecían sin orden entre matorrales de chumberas y, más arriba, algunos algarrobos rompían la línea casi perfecta del cono que formaba el monte coronado de riscos. Mirando las orgullosas rocas casi negras, Dany anheló que los niños azules salieran esta vez de su morada de amatistas y rubíes. Eran las cuatro de la tarde, y ellos se retiraban siempre antes del ocaso. Si salían, alegarían muy pronto la proximidad de la noche y se marcharían, pero Dany necesitaba que hoy se quedasen más tiempo con él, al menos hasta que el dolor de la cadera se atemperase lo suficiente para olvidarlo. Sólo contaba once años, una edad en que se alivia pronto el dolor físico.<br />
<div class="separator" style="clear: both; text-align: center;"><a href="https://blogger.googleusercontent.com/img/b/R29vZ2xl/AVvXsEgFbAM5k2nfofhYPcCklVc9EVJlrlmooRDr875alNPeziuQ3prDa20ucG-a2lsfWKuKn0Va6voy3qK33BAVi1yQ_Cegngxi_nxZXNRlxzg4pxBYsVBeHcpo7r-4RgVTpO2HXoyx9yd9hDo/s1600/NI+1.jpg" imageanchor="1" style="margin-left: 1em; margin-right: 1em;"><img border="0" src="https://blogger.googleusercontent.com/img/b/R29vZ2xl/AVvXsEgFbAM5k2nfofhYPcCklVc9EVJlrlmooRDr875alNPeziuQ3prDa20ucG-a2lsfWKuKn0Va6voy3qK33BAVi1yQ_Cegngxi_nxZXNRlxzg4pxBYsVBeHcpo7r-4RgVTpO2HXoyx9yd9hDo/s400/NI+1.jpg" width="400" height="225" data-original-width="1160" data-original-height="653" /></a></div>La piedra sobre la que solía sentarse estaba muy próxima a un tajo que caía en vertical hacia el lecho de un arroyo, ahora seco. Desde ella, miraba el lejano mar durante muchas horas antes de que los niños azules aparecieran, por lo que temía que esta tarde de primavera no vinieran, puesto que sólo quedaban unas cuatro horas de sol. Sobre la aglomeración de edificios, arboledas y torres de la ciudad, la extensión marina refulgía a la derecha del panorama, donde el sol había iniciado ya el descenso. La temperatura era fresca, no podría desnudarse como otras veces para sentir el abrazo amable y reconfortante de la brisa; solía hacerlo no sólo cuando recibía una paliza, también cuando percibía el rechazo de los vecinos de su edad. Si los niños azules no acudían, ¿quién iba a consolarlo? El llanto no le producía hipidos ni ahogos, sólo fluía el manantial de lágrimas tan saladas como el mar añil que contemplaba. <br />
-Hola -dijo el niño azul.<br />
Dany sonrió. Había acudido antes que las demás veces, y solo.<br />
-¿No viene la niña?<br />
-Pronto vendrá. ¿Por qué lloras?<br />
Dany desvió la mirada.<br />
-¿Otra vez tu padre?<br />
Dany asintió con los ojos bajos.<br />
-¿Sabes por qué lo hace?<br />
Dany negó. Se trataba de un misterio para el que no tenía explicación ni conjeturas.<br />
-¿Has sido malo?<br />
-No lo sé. Seguramente sí, pero es que, sea lo que sea lo que molesta a mi padre, nunca me lo dice. Debo de ser muy malo, tan malo como el peor, porque, si no, mi padre no me pegaría tan fuerte y tantas veces, pero nunca me dice lo que hago mal para que yo pueda dejar de hacerlo.<br />
-¿Quieres jugar?<br />
La propuesta paró el torrente que brotaba de los ojos de Dany.<br />
-¿A las adivinazas?<br />
-Todavía no; jugaremos a las adivinanzas cuando venga Celeste. Ahora podemos jugar al juego de la verdad.<br />
-¿Cómo es?<br />
-Yo te pregunto y tú me preguntas. El primero que adivine la verdad del otro, gana. Pero no está permitido mentir en las respuestas.<br />
-¡Qué bien! -celebró Dany-. ¿Quién pregunta primero?<br />
-Empieza tú.<br />
-¿Es tu piel de cristal, como parece?<br />
-No. Ahora pregunto yo. ¿Has faltado al respeto a tu madre?<br />
-No. ¿Sólo hay ese líquido azul en tu interior?<br />
-Hay mucho más. ¿Has faltado al colegio?<br />
-Esta tarde, sí, porque me da vergüenza ir cuando cojeo o tengo moretones en la cara por las palizas de mi padre, porque no sé qué explicación dar; pero nunca he faltado en las últimas dos semanas, desde la última vez que me pegó. ¿Qué más hay dentro de ti, además del líquido azul?<br />
-Pensamientos y sentimientos. ¿Te has quedado jugando con tus amigos del barrio más tarde de la hora que tus padres te marcan para volver?<br />
-No tengo amigos en el barrio. Me rechazan también y no comprendo por qué. ¿Tú rechazas a otros niños?<br />
-Carezco de la facultad de rechazar nada. ¿Has cogido dinero del bolso de tu madre?<br />
-No, qué va; ¿para qué voy a querer dinero? ¿De qué está hecha tu piel?<br />
-De ilusiones de niños como tú. ¿Estudias poco en el colegio?<br />
-El maestro me da muchos premios; dice que soy el más listo de la clase, pero dirá eso porque nunca ha hablado con mi padre, que asegura que yo soy un monstruo. ¿Las ilusiones de tu piel se pueden tocar?<br />
-Mi piel, como la de Celeste, se rompe al menor contacto; desaparecería si me tocaras. ¿Te abraza y te besa tu padre cuando te dan esos premios en el colegio?<br />
-No. Los padres de otros niños de mi calle les compran regalos cuando llevan buenas notas, pero el mío pone una cara muy rara, como si algo oliera mal. ¿Que quieres decir con "desaparecería"?<br />
-No volverías a verme. ¿Crees que molesta a tu padre que seas tan listo?<br />
-No lo sé. Bueno, a veces, a lo mejor. Un día, estábamos en casa de mi abuelo, comiendo, y él dijo que se podía respirar en la Luna; como yo le dije delante del abuelo que es imposible, porque allí no hay oxígeno, luego, cuando íbamos para mi casa, fue todo el camino dándome bofetadas, tirones de pelo y golpes con las rodillas. ¿Por qué no volvería a verte si te tocara?<br />
-Porque soy una realidad intangible. ¿Te golpea tu padre un día o dos después de haber conseguido muy buenas notas en el colegio?<br />
-No me acuerdo; me dan buenas notas casi todos los días. ¿Qué significa "realidad intangible"?<br />
-Que no se puede tocar; una realidad que proviene de la metafísica. Aunque te den buenas notas con tanta frecuencia, ¿no puede ser que ciertos días tus notas sean mucho mejores?<br />
-Claro. A mi maestro le gusta organizar la clase como si fuera un ejército, y anteayer me nombró general. ¿Qué es la metafísica?<br />
-Las causas primeras del ser. ¿No te llama la atención que tu padre te haya pegado a los dos días de ser nombrado general en la escuela?<br />
-No lo sé, ahora no puedo responderte; tendré que pensarlo muchos días. ¿De qué ser eres tú las causas primeras, del mío?<br />
-¡Has ganado! <br />
Dany había olvidado que alguien podría ganar el juego. Lamentó que hubiera terminado, pues Azul le obligaba a pensar en cosas y posibilidades que, de otro modo, nunca se plantearía. Por suerte, acudió Celeste.<br />
-Hola, Dany.<br />
Como siempre, Dany halló sorprendente lo mucho que la niña se parecía a una foto de cuando su madre tenía doce años, sólo que era aún más bella y poseía un resplandor que no había en aquella fotografía.<br />
-¿Jugamos a las adivinanzas? -le preguntó Dany.<br />
-¿No juegas con tus amigos? <br />
-No tengo amigos. Los niños de mi barrio dicen que soy un sabelotodo.<br />
-Azul dice que le has ganado en el juego de la verdad. No sé si hoy necesitas jugar a las adivinanzas.<br />
Dany no recordaba que Azul hubiera comentado nada. Se preguntó cómo se lo habría dicho a Celeste.<br />
-Todavía me duele mucho el muslo. Por favor.<br />
-Bueno, está bien -concedió Azul-. Vamos a sentarnos en la entrada de la cueva.<br />
Caminaron en la dirección del sol, para encontrar un punto abierto en la corona de riscos. Dany se preguntó por qué esa entrada estaba cada vez en un lugar diferente, siempre el más expuesto a la luz solar. Azul y Celeste le indicaron con un gesto que se sentara mientras ellos lo hacían dando la espalda a la cueva y de cara al sol, todavía cálido. Nunca había pasado Dany del umbral de la gruta, cuyo fulgor interior contemplaba ahora; un fulgor que centelleaba a la luz de media tarde en una gama infinita de azules; hermosos cristales de cuarzo, zafiros y amatistas cubrían el suelo, las paredes y el techo abovedado. <br />
-¿Quién empieza? -preguntó Celeste.<br />
-Primero tú, por favor -rogó Dany.<br />
-¿Qué es el odio a lo desconocido, cuando lo desconocido nos parece conocido?<br />
Dany trató, primero, de decidir si había lógica en la pregunta. ¿Cómo podía ser desconocido lo conocido? Cuando el maestro explicaba algo, sólo era desconocido mientras hablaba pero, al final, se convertía en conocido. Antes de la explicación, ni siquiera sospechaba que eso tan desconocido existiera.<br />
-Lo desconocido deja de serlo cuando se lo conoce -afirmó Dany.<br />
-Es una reflexión muy juiciosa, Dany -alabó Azul-, pero aún no has resuelto la adivinanza.<br />
-¿Mi padre me conoce pero no me conoce?<br />
-Estupendo -sonrió Celeste-. Vas por buen camino.<br />
-¿El odio a lo desconocido es lo mismo que miedo? -preguntó.<br />
-¡Has ganado! -exclamó Celeste-. Te toca, Azul.<br />
-¿Qué es un reloj que destruye los relojitos? -la expresión de Azul era muy, muy pícara, y miraba fijamente a los ojos de Dany.<br />
-El reloj es una cosa -afirmó Day-. No tiene voluntad para destruir nada.<br />
-Piensa un poco más -sugirió Celeste-. Recuerda lo que os explicó el maestro en la clase del jueves de la semana pasada.<br />
-¿Lo de los vasos comunicantes?<br />
-No, Dany -respondió Azul-. Eso fue el miércoles. Piensa un poco más.<br />
-El jueves... -Dany dudó-, creo que habló de Grecia.<br />
-Exacto -concordó Celeste.<br />
-¿Cronos no es una palabra que significa lo mismo que reloj?<br />
-No, Dany -contradijo Azul-. "Cronos" significa tiempo y el reloj sirve para medir el tiempo.<br />
-Pero el jueves, el maestro nos contó las canalladas que hacía el dios Cronos con sus hijos. ¿Relojes y relojitos no sería lo mismo que Cronos y "cronitos"?<br />
-¡Otra vez has acertado! -alabó Celeste.<br />
-¿Yo soy un relojito? -preguntó Dany con un ligero desfallecimiento en la voz.<br />
-A veces -respondió Celeste.<br />
-Cuando pareces un reloj más grande que tu hora -comentó Azul.<br />
Al pronto, Dany no entendió qué significaba eso de parecer más grande que una hora, pero un sentimiento pesaroso le asaltó mientras meditaba. Por el peso de este sentimiento, comprendió el consejo que contenía el comentario de Azul.<br />
-¿Sería mejor que mi padre creyera que soy un poco tonto? -preguntó Dany.<br />
-Eres tú mismo quien debe contestar esa pregunta, Dany -respondió Azul.<br />
-Ahora tú, Celeste. Di una adivinanza<br />
-Ya has acertado dos -protestó la niña azul-. Di tú una.<br />
Dany reflexionó un buen rato, subyugado por el fulgor de azules, violetas y celestes que brotaba de la cueva. ¿Qué podía preguntarles que sonara tan inteligente y tan misterioso como lo que preguntaban ellos? Sus referencias estaban limitadas al ámbito de su familia, la escuela y la calle donde vivía. Lo mismo que el trato de su padre, el de sus vecinos niños también era extraño, inexplicable; nunca le invitaban a jugar con ellos y parecían rehuirle. Desde el balcón de su casa, los había escuchado muchas veces jugar a las adivinanzas en los atardeceres de verano, pero sólo había conseguido memorizar algunas, que le parecían demasiado pueriles. Estrujó lo que pudo su imaginación, hasta que se le ocurrió:<br />
-¿Qué es azul, metafísico e intanjable?<br />
-Intangible -rectificó Azul.<br />
-Eso. ¿Qué es azul, metafísico e intangible?<br />
-¿Un sueño? -preguntó Celeste.<br />
-No vale -protestó Dany-. Vosotros sabéis mucho más que yo.<br />
-Alégrate -aconsejó Celeste-. Tu adivinanza estaba muy bien formulada, y no era obvia. Pero es muy fácil para un sueño adivinar que lo es.<br />
-¿Vosotros sois mi sueño?<br />
-Algo parecido -respondió Azul. <br />
-Ya me duele menos el muslo. ¿Me dejaréis visitar esta vez vuestra... casa?<br />
-Nuestra casa también es metafísica -se excusó Celeste.<br />
-Nos tenemos que ir -anunció Azul, para desolación de Dany.<br />
-Pero todavía me duele un poco.<br />
-Nunca fuiste un quejica, Dany -reconvino Celeste-. No lo seas ahora.<br />
-¿Vendréis mañana?<br />
-Depende de ti -dijeron los dos, retirándose hacia el interior de la cueva.<br />
Al instante, Dany palpó la oscura roca, a ver si podía encontrar la puerta que se había cerrado. La búsqueda fue inútil. Volvió renqueante a su casa y pasó junto a los niños que jugaban en la calle sin mirarlos, para que no advirtieran su ansia de participar.<br />
<br />
La vez siguiente que subió a la colina, apenas podía ver con el ojo izquierdo, cuyo párpado estaba sumamente inflamado por el golpe. La aureola oscura hacía que la rendija entrecerrada de ese párpado pareciera el ojo de una bestia. Dany se palpó el labio, también inflamado, para anticipar si perdería o no el diente aflojado por el puñetazo. No fue capaz de llegar a ninguna conclusión. Para distinguir con claridad el sendero que conducía a la cima, tenía que llevar la cabeza un poco girada hacia la izquierda, a fin de enfocar mejor la imagen con el ojo derecho, el único útil en esos momentos. No lloraba. Sentía más rabia que dolor. Celeste le aguardaba ya junto a la entrada de la gruta, que, como era mediodía, se hallaba abierta mucho más hacia el este que la vez anterior, casi al lado de la piedra desde donde acostumbraba a contemplar el mar. <br />
-Tu nariz es hoy un hermoso pimiento morrón -bromeó la niña azul, mientras sonaba una deliciosa melodía de caramillos y ocarinas que nunca antes había escuchado Dany. <br />
-¿No viene el niño?<br />
-Está recorriendo tu pasado de las últimas horas. Volverá en seguida. ¿Has sido demasiado listo esta vez?<br />
-La causa es otra.<br />
-¿Cuál?<br />
-Ayer le pedí a mi abuelo que me comprara los libros para estudiar el curso que viene, porque mi padre me había dicho que no.<br />
-¿Y tu abuelo se lo comunicó a tu padre?<br />
-Sí. ¿Jugamos?<br />
-¿Crees que puedes? Sólo ves por el ojo derecho.<br />
-¿Y qué?<br />
-Te falta percepción. ¿No prefieres descansar?<br />
-Descanso cuando juego con vosotros.<br />
-Siendo así, jugaremos al juego de la verdad. Ya lo conoces, ¿no?<br />
Dany asintió y dijo:<br />
-¿Empiezo yo?<br />
-Sí, pero no hagas preguntas que sepas que no puedo responder.<br />
-El otro día, dijisteis que sois algo parecido a mis sueños. ¿Significa eso que os invento yo y no existís?<br />
-Existimos. ¿Tu abuelo te dio el dinero?<br />
-No; dijo que se lo pensaría. Si existís más allá de mis sueños, ¿sois el sueño de todos los niños?<br />
-Somos algo más. Muchísimo más. ¿Tu madre no protesta cuando tu padre te golpea?<br />
-Creo que tiene miedo. ¿Sois ángeles?<br />
-Tenemos una existencia más material que ellos. ¿Ves mi sombra?<br />
-Sí; es azul.<br />
-Pero ésa no era mi pregunta. ¿Sabes ya por qué te castiga tu padre?<br />
-Vosotros me hicisteis pensar que no le gusta que yo sea... listo.<br />
-¿No tienes pregunta?<br />
-Creo que existís aquí y ahora porque yo lo deseo.<br />
-Eso no es una pregunta, sino una afirmación. Siempre aciertas el juego. Pero no seas presuntuoso... Nosotros no sólo existimos por ti.<br />
-Tengo una pregunta. ¿Me dejaréis algún día visitar la cueva?<br />
-Si pudieras entrar, sería una malísima señal.<br />
-¿Como que yo habría muerto?<br />
-Es normal que tu padre odie tu inteligencia, lo mismo que los niños de tu barrio. Yo también la odio un poco en ciertos momentos.<br />
-Mientes.<br />
-Sí. <br />
-Cuando os hago esa clase de preguntas, nunca me engañáis. ¿Tenéis prohibido mentir de verdad, o sea, hacer que uno se convenza de lo contrario de lo que es real?<br />
-Existimos para ayudarte a encontrar la verdad y, por lo tanto, no podemos ayudar a engañarte. Ahí llega Azul.<br />
Éste surgió de la sombra de un algarrobo, en la dirección señalada por Celeste. Como no solía verlos de lejos, nunca había prestado Dany atención al modo de desplazarse de los dos niños, teniendo en cuenta la transparencia azul de su cuerpo. Azul caminaba como todos los niños que no eran azules, aunque sus movimientos parecían más gráciles que los de cualquier otro.<br />
-Necesitas ocho libros y una colección de apuntes que te dan en fotocopias -dijo el recién llegado-. Nosotros podríamos ayudarte a conseguirlos, pero deberías estar dispuesto a correr un riesgo gravísimo.<br />
-¿Como saltar este tajo?<br />
-Mayor aún. ¿Tienes coraje?<br />
-¿Ahora?<br />
-¿No te sientes capaz?<br />
-¿Podré ver con los dos ojos?<br />
-Verás con todos los ojos.<br />
-Vamos.<br />
-En ningún momento trates de tocarnos. Promete que, sean cuales sean las circunstancias, no lo vas a intentar.<br />
-Lo prometo.<br />
Dany advirtió que no tenía peso y su sombra se había vuelto azul. <br />
-Abuelo, ¿por qué tuviste que decírselo a mi padre?<br />
El abuelo no respondió. Ni siquiera lo miró.<br />
-Mamá, ¿por qué no me defiendes cuando mi padre... se enfada?<br />
La madre continuó con su tarea, como si no oyese. Pero Dany descubrió con extrañeza que rodaba una lágrima por su mejilla.<br />
-Buenas tardes, doña Piedad.<br />
La vecina del piso de al lado, en el mismo descansillo donde estaba su vivienda, no lo miró. Continuó hablando con doña Carmen, la vecina del piso de abajo: "De hoy no puede pasar. Tenemos que presentar la denuncia".<br />
-Papá, ¿me odias?<br />
El padre pestañeó, al tiempo que se sacudía la frente con la mano, como si intentase espantar una mosca o una idea desagradable. Dany notó que, aunque veía bien su cara, lo miraba un poco desde arriba, como si su estatura se hubiera vuelto superior a la de él. Recordó a Azul y Celeste y los buscó con la mirada. Se encontraban a cierta distancia, a su izquierda y su derecha y, entonces, comprendió que estaba suspendido en el aire. Sintió pavor, pero reprimió el vehemente deseo de agarrarse a uno de ellos, o a los dos. Creyó que su padre sí podía verlo.<br />
-Papá... no te enfades conmigo. ¿Me odias?<br />
El padre volvió a agitar la mano ante su frente.<br />
-¿Qué supones que le pasa? -preguntó Celeste.<br />
-Algo le molesta en la cabeza.<br />
-Sí -concordó Azul-, pero no por fuera. Algo le molesta en la cabeza... pero por dentro.<br />
-¿Cómo lo sabes?<br />
-Supones que tu padre es un mineral o un ser monstruoso -afirmó Celeste.<br />
-No. Yo lo quiero.<br />
-Repítelo -exigió Azul.<br />
-Yo lo quiero.<br />
-¿Aunque te torture? -preguntó Celeste-. ¿No es superior tu rencor?<br />
-Todos los niños juegan y ríen con sus padres. A mí me gustaría también jugar y reír con el mío. Lo necesito.<br />
-Lo que le molesta a tu padre en la cabeza -afirmó Azul- es la conciencia.<br />
-¿Se arrepiente cuando me pega?<br />
De repente, ya no estaba suspendido en el aire y su abuelo, su madre, doña Piedad, doña Carmen y su padre se habían esfumado. La colina era azul, las rocas eran azules y el panorama de la ciudad era azul, mientras que el mar resplandecía como plata bruñida y los niños azules se habían vuelto de luz.<br />
-¿Me escucháis? -preguntó Dany.<br />
-Sólo si dices lo que debes decir -respondió Celeste.<br />
-Mi padre se arrepiente cuando me pega.<br />
-Repítelo -pidió Azul.<br />
-He comprendido que mi padre se arrepiente siempre que me pega.<br />
Los niños azules desaparecieron, la colina volvía a ser de color pardo, los árboles verdes, la ciudad gris y el mar, azul.<br />
<div class="separator" style="clear: both; text-align: center;"><a href="https://blogger.googleusercontent.com/img/b/R29vZ2xl/AVvXsEgwrv-gFUXM1e7XPXmSt8kUGIx92vEKzfolfxJ2RELvHDbQ3IlrRBGJXe-8yuFweFX4r2lmMl1iVtkGCsIge31Rc_3a_3aaI9c8kQO8mR5poNAjhuC7_2s1DupF9nHZpX4EghgjS2Y6Uo0/s1600/NI+2.jpg" imageanchor="1" style="margin-left: 1em; margin-right: 1em;"><img border="0" src="https://blogger.googleusercontent.com/img/b/R29vZ2xl/AVvXsEgwrv-gFUXM1e7XPXmSt8kUGIx92vEKzfolfxJ2RELvHDbQ3IlrRBGJXe-8yuFweFX4r2lmMl1iVtkGCsIge31Rc_3a_3aaI9c8kQO8mR5poNAjhuC7_2s1DupF9nHZpX4EghgjS2Y6Uo0/s400/NI+2.jpg" width="400" height="266" data-original-width="275" data-original-height="183" /></a></div>Dany recorrió con dificultad el camino de vuelta a casa. Le dolía mucho el labio y la molestia del ojo izquierdo era insoportable. Había dos hombres golpeando la puerta de su casa, dos hombres azules, azul muy oscuro. Eran policías.<br />
Sintió temor, un miedo cuya naturaleza ignoraba, y por ello se escondió en un recodo de la escalera. Oyó:<br />
-¿Está su marido, señora?<br />
-¡Juan! -llamó su madre, sin moverse de la puerta.<br />
-¿Sí? -preguntó su padre.<br />
-Tenemos que hacerle unas preguntas. Hay una queja muy seria de los vecinos contra usted. En realidad, se trata de una denuncia por malos tratos a un menor.<br />
-Yo...<br />
-¿Qué tiene usted que alegar?<br />
-La denuncia es cierta -dijo su madre con tono vacilante y una especie de quejido aterrorizado en la voz.<br />
-¡Marta!<br />
-Sí, Juan. Esto no puede continuar. Vas a convertir a nuestro hijo en un animalillo asustado, lo mismo en que me has convertido a mí.<br />
-¿Desea usted denunciar a su marido, señora?<br />
-¡Marta!<br />
-Si lo convencen ustedes de que no vuelva a ponerle la mano encima al niño, no la presentaré. Pero si, a pesar de la promesa, vuelve a pegarle, los vecinos no tendrán que denunciarlo. Seré yo quien lo haga.<br />
-Mire usted, señor Juan Jara; si sus vecinos no retiran la denuncia, el juez va a privarle de la patria potestad de su hijo y tal vez lo encierre durante algunos años, como usted se merece. Personalmente, me alegraría mucho verlo en la cárcel, porque es una cobardía asquerosa pegar a un niño que no le llegará ni a la cintura. ¿Qué tiene usted que decir?<br />
-Les juro por Dios y por mis muertos que nunca volveré a ponerle a mi hijo la mano encima.<br />
-Informaremos de que nos ha dicho usted eso. Pero tendrá que convencer a sus vecinos para que retiren la denuncia; si no, lo va a tener usted muy crudo. Si de mí dependiera, yo les aconsejaría que no la retiren. Es que no hay derecho, oiga. ¿Podemos hablar con su hijo?<br />
<div class="separator" style="clear: both; text-align: center;"><a href="https://blogger.googleusercontent.com/img/b/R29vZ2xl/AVvXsEiiNjQjSx8RJfaO0Oi3xnBM1fK_lyyxHWw13CZTiiTSUcFDdewwoSuh1lHHkJGPSIpK-UVai7JxNXMzcAI-XaGpWvvda7u0biabXwIxoKG0TY5oqocG5NmJHRdagcKlM84hI7-IqtI6qvQ/s1600/NI+3.jpg" imageanchor="1" style="margin-left: 1em; margin-right: 1em;"><img border="0" src="https://blogger.googleusercontent.com/img/b/R29vZ2xl/AVvXsEiiNjQjSx8RJfaO0Oi3xnBM1fK_lyyxHWw13CZTiiTSUcFDdewwoSuh1lHHkJGPSIpK-UVai7JxNXMzcAI-XaGpWvvda7u0biabXwIxoKG0TY5oqocG5NmJHRdagcKlM84hI7-IqtI6qvQ/s400/NI+3.jpg" width="400" height="224" data-original-width="300" data-original-height="168" /></a></div>Dany corrió escaleras abajo para no tener que contestar preguntas de los policías en presencia de su padre y, sobre todo, para que no vieran el aspecto que presentaba su cara, y volvió a la calle. ¿Qué consecuencias podían derivarse de la visita? ¿No empeoraría su situación? Todavía no había oscurecido del todo, podía entretenerse una hora o dos en la calle y volvería a su casa justo a la hora de la cena, que era lo que ellos le exigían.<br />
-¿Te has caído? -le preguntó un niño llamado Pepe Luis, el más voluminoso de los muchachos de su edad entre los vecinos de la calle y el que más huraño solía mostrarse con él cuando intentaba participar en los juegos.<br />
-Sí, por la escalera -respondió Dany sin vacilar.<br />
-Pues te pareces a Frankestein.<br />
Dany sonrió. Intuía que era una broma amable, no un sarcasmo.<br />
-Tengo el ojo a la virulé. No veo ni tres un burro.<br />
Pepe Luis soltó una carcajada, como si el comentario le hubiera parecido divertidísimo.<br />
-¿Quieres jugar? -preguntó el chico grandón.<br />
-¿A qué?<br />
-Al chiquirindongui. Sólo somos tres: nos falta el cuarto.<br />
-Con este ojo ciego, me las vais a comer todas.<br />
-Por eso te invito -ironizó Pepe Luis-. Me darás ventaja.<br />
Dany volvió a intuir que era una broma amable.<br />
Jugó cuatro partidas de parchís, de las que ganó tres. En la cuarta, le pareció que sería mejor dejarse ganar, para no provocar la inquina de quienes se mostraban repentinamente dispuestos a permitirle ser su camarada.<br />
Subió las escaleras de su casa con prevención porque se había pasado unos minutos de la hora, pero, sobre todo, por la visita de los policías. Su madre le sonrió esplendorosamente al abrirle la puerta y se giró hacia la mesita de la sala, al lado de la cual se encontraba su padre sentado. Encima de la mesa, nuevos y relucientes, estaban los ocho libros. Corrió a abrazar a su padre, que le dio un beso.<br />
-Perdóname hijo -murmuró en su oído.<br />
Absorto en los libros y en el recuerdo de lo grata que había sido la partida de parchís, Dany olvidó a los niños azules.<br />
Unknownnoreply@blogger.com0tag:blogger.com,1999:blog-1219736965597234767.post-9428036237037943922020-01-03T01:44:00.000-08:002020-01-03T01:44:11.443-08:00ADRIAN Y ANTONIOLuis Melero (Cuentos del amor viril) <br />
<div class="separator" style="clear: both; text-align: center;"><a href="https://blogger.googleusercontent.com/img/b/R29vZ2xl/AVvXsEjJROTwNxbPyxjOGas7UkaYPuELC15A7ZhFQSQ7Zk0OqKsn7ExrPPygqY2EoeZ8OIGyEwHu68fF51B1EX_xd3tWuFQqza2dvUoR2d7Z_N_4uf8VyRcDxo5BEIcQHmip_2eiXVFIA7ummJo/s1600/tumblr_nfaj4rRsso1t3yc74o1_1280.jpg" imageanchor="1" style="margin-left: 1em; margin-right: 1em;"><img border="0" src="https://blogger.googleusercontent.com/img/b/R29vZ2xl/AVvXsEjJROTwNxbPyxjOGas7UkaYPuELC15A7ZhFQSQ7Zk0OqKsn7ExrPPygqY2EoeZ8OIGyEwHu68fF51B1EX_xd3tWuFQqza2dvUoR2d7Z_N_4uf8VyRcDxo5BEIcQHmip_2eiXVFIA7ummJo/s400/tumblr_nfaj4rRsso1t3yc74o1_1280.jpg" width="400" height="400" data-original-width="640" data-original-height="640" /></a></div>ADRIÁN Y ANTONIO<br />
La ausencia era demasiado dolorosa.<br />
El rastro de Kepa latía en todos los objetos del piso. En el sofá de cuero blanco donde el joven había pasado horas incontables hablando por teléfono, en la silla donde se sentaba a comer, en la consola donde le aguardaban todavía cinco cartas del banco, en los cacharros de la cocina que tanto había usado para alardear de su talento culinario y, sobre todo, en la cama, en el lado derecho de la cama del que había desplazado a Adrián "porque aquí se ve mejor la televisión". <br />
Cinco años. La relación más larga y arrebatadora que registraban los cuarenta y seis años de edad que contaba Adrián. Cinco años que habían representado la serenidad tras una juventud de loca incontinencia. Antes de conocer a Kepa, Adrián había jadeado en millares de camas, en la mayoría de las saunas y en casi todos los cuartos oscuros de Europa y muchos del continente americano, lugares tenidos por escabrosos pero donde su sexualidad impetuosa le permitía descargar las tensiones acumuladas en el estudio de televisión y otras que se inventaba, porque nadie dudaba que era una“estrella”, y él menos que nadie. <br />
Un día, durante un rodaje que le estaba haciendo sentir todos los diablos dentro de sí, descubrió a Kepa en un plano congelado del monitor de la cámara número tres, mientras editaba uno de los últimos capítulos del programa que le había llevado a la cresta de la ola. En el primer momento, lo miró igual que a todos los bailarines, apreciando solamente su encaje en el conjunto, con el ojo crítico de un realizador apremiado todos los días por la necesidad de superarse; terminada la grabación, sin embargo, aquel plano congelado continuaba en su memoria y tuvo que indagar, y luego recurrir a artimañas que para nadie embozaban sus deseos, y fingiendo apearse de sus aires de reinona, indagó hasta conseguir hablar a solas con Kepa, que entendió sin dificultad y sin aspavientos lo que Adrián deseaba, y sin pretenderlo ni exigírselo, con él había llegado la estabilidad. <br />
Adrián había abandonado en aquel momento la promiscuidad sin añorarla, porque la compulsión erótica del bilbaíno era tan vehemente como la suya y entre sus brazos encontró gas suficiente para alimentar el fuego sin necesidad de buscar a diario más combustible. Sus cambios fueron notados por todos los que lo conocían y, sobre todo, por los profesionales de la televisión. Decían que se había vuelto “más humano”, pero él reconocía solamente que todo le interesaba de pronto, no sólo su trabajo. Sobre todo, notaron que se daba cuenta de que estaba rodeado de personas y no de máquinas. <br />
Y ahora, tras cinco años de éxtasis continuo, hacía dos semanas de su abandono. Kepa se lo explicó con naturalidad:<br />
-Cumplo treinta y un años el mes que viene. Es hora de casarme y formar una familia. No se puede vivir esta locura para siempre. <br />
-¿Casarte?<br />
<div class="separator" style="clear: both; text-align: center;"><a href="https://blogger.googleusercontent.com/img/b/R29vZ2xl/AVvXsEgVqALLZCd47Q2-d2RW_sxmTXCkHaIGqvwFp4WnlswJgMBipIGgm9X1_32U25lDWkIpG8WS2V8saXODP31gQbv1n5_bWKrdyB8aXYQ0GnhBfua_kNKnyGt94yUnhm8kuxc0UDvCvKAG8Rw/s1600/tumblr_na7yp7R6rS1qgq3d6o1_500.jpg" imageanchor="1" style="margin-left: 1em; margin-right: 1em;"><img border="0" src="https://blogger.googleusercontent.com/img/b/R29vZ2xl/AVvXsEgVqALLZCd47Q2-d2RW_sxmTXCkHaIGqvwFp4WnlswJgMBipIGgm9X1_32U25lDWkIpG8WS2V8saXODP31gQbv1n5_bWKrdyB8aXYQ0GnhBfua_kNKnyGt94yUnhm8kuxc0UDvCvKAG8Rw/s400/tumblr_na7yp7R6rS1qgq3d6o1_500.jpg" width="300" height="400" data-original-width="453" data-original-height="604" /></a></div>-Tengo novia desde mucho antes de conocerte, Adrián. Nunca me he atrevido a decírtelo, sabía que te iba a sentar mal. Yo la quiero y ahora que he ahorrado lo suficiente, ya podemos casarnos. La boda es el catorce de junio. Me gustaría que vinieras a Bilbao.<br />
Tenía grabado el diálogo en la memoria como si fuera un sketch del programa, como si debiera desmenuzarlo para ir indicando los planos a los cámaras. De haber estado dirigiendo a Kepa en el plató, le hubiera pedido que se mostrase menos sereno, más angustiado y cohibido, en lugar de la indiferencia monocorde con que hablaba; le habría ordenado que su tono reflejase el sinsentido de hacer tal anuncio a quien había obligado dos veces a llegar al orgasmo la noche anterior. <br />
Ahora, contemplaba la fotografía de Kepa con la misma mezcla de nostalgia y estupor de las últimas dos semanas, cuando sonó el teléfono.<br />
-¿Adrián? -era la voz de Joaquín-. ¿Qué haces encerrado en el piso un sábado a estas horas? Me estás cabreando. Siendo las doce y media de la noche, proyectaba dejarte un recado en el contestador para invitarte a comer mañana, y resulta que te encuentro ahí. Seguro que estás solo y pensando en Kepa como una Penélope enlutada. <br />
La impaciencia de su ayudante de realización, y del resto del equipo, había ido creciendo los últimos días, porque notaban que volvía, muy exagerada, su indiferencia y desinterés en el estudio de grabación. Le había bastado a Joaquín preguntarle dos veces por Kepa para descubrir en sus respuestas lo que pasaba.<br />
-Mira, Adrián. Comprendo que te duela tanto. Si mi mujer me dejara así, de repente, sé que me pasaría lo mismo que a ti. Pero, hombre, tú eres mucho más experto y maduro que yo; me parece que deberías ponerle remedio a esta situación. Hay muchos comentarios en la emisora; todos preguntan qué te pasa. Si Kepa te ha abandonado, no puedes arruinar tu carrera por eso ni volver… bueno, yo sé de lo que hablo. Búscate otro, métete en orgías, contrata a un chapero, lo que sea. Pero no te jodas más, hombre. ¿Quieres venir mañana al chalet?<br />
-¿Mañana? Estarán tus suegros.<br />
-Creo que sí, pero no son malas personas.<br />
-No me apetece, Joaquín. Cenamos nosotros solos cualquier noche de la semana que viene.<br />
-Como quieras. Pero hazme caso. Sal ahora mismo a echar un polvo, hombre, y no te jodas más. <br />
Colgó el auricular dejando la mano encima. Joaquín tenía razón, debía reaccionar. Kepa no iba a volver, la invitación de boda llegada en el correo del viernes retrataba todos los tintes de la situación convencionalmente burguesa en la que se había dejado atrapar. El tono indiferente del diálogo, tantas veces reproducido en su memoria, significaba que se sentía a gusto en tal proyecto de vida y que no iba a echarse atrás. <br />
Le convenía hacer caso de Joaquín, salir a correrse una juerga, como en los viejos tiempos. Pero los cinco años de convivencia le habían deshabituado. Apenas conocía el funcionamiento de la vida nocturna actual y no le atraía la cita a ciegas que representaba contratar a un chulo de las páginas del periódico. Recordaba las varias veces que, antes de Kepa, había llamado a los teléfonos de contactos gays, y siempre había descartado toda posibilidad a la primera mirada. Tenía que salir. <br />
Puso el coche en marcha y condujo sin rumbo entre la animación primaveral de la noche sabatina madrileña. En todos los coches que se paraban a su lado en los semáforos había gente eufórica, vociferante, acudiendo a su cita con la diversión del fin de semana sin preocupaciones, personas alegres que no compartían ni podrían comprender la sensación de vacío que helaba a Adrián. A cada parada junto a un semáforo, se iba sintiendo más miserable y desencantado. Se le ocurrió dónde buscar sólo tras un intento desesperado de volver a sentir como sintiera antes de la aparición de Kepa en su vida. Al menos por un par de horas, iba a ser el Adrian incontinente y desmesurado que había sido <br />
La calle Almirante era la solución. Ni siquiera sentía miedo. Sabía reconocer a los drogadictos y llevaba una caja de condones en la guantera, así que no había problema. Pararse junto a un chapero en la calle tenía la ventaja de que le vería la cara, observaría sus gestos y podía calibrarlo sin haber realizado previamente un pacto telefónico, que siempre le había resultado caro por inútil. <br />
-¿Paseando? -le preguntó el chico.<br />
<div class="separator" style="clear: both; text-align: center;"><a href="https://blogger.googleusercontent.com/img/b/R29vZ2xl/AVvXsEj_kOjN_LjpQUmuBYCCoWVS53aiRdceHNEDJbdLEVpog3-KuFqnanoYnTzcJKo1v4uXSWiEILU8WN51Sap9Pmaot1-G3tAZG1IDjs2oT1eCgxS69I2bChESguYqr7pNdfQ1pGaHYbFk6Zc/s1600/0000+esfinge.jpg" imageanchor="1" style="margin-left: 1em; margin-right: 1em;"><img border="0" src="https://blogger.googleusercontent.com/img/b/R29vZ2xl/AVvXsEj_kOjN_LjpQUmuBYCCoWVS53aiRdceHNEDJbdLEVpog3-KuFqnanoYnTzcJKo1v4uXSWiEILU8WN51Sap9Pmaot1-G3tAZG1IDjs2oT1eCgxS69I2bChESguYqr7pNdfQ1pGaHYbFk6Zc/s400/0000+esfinge.jpg" width="400" height="335" data-original-width="400" data-original-height="335" /></a></div>No era el moreno por el que había parado, a quien vio todavía por el espejo retrovisor, medio encogido junto a un coche estacionado, mirándole de reojo con expresión de timidez. El que había acudido era portugués, un exuberante campesino rubio con corpulencia de camionero y la desenvoltura de la experiencia.<br />
-No -respondió Adrián, mientras ponía el freno de mano y abría la portezuela.<br />
-Tudos os panaleiros são iguais -reprochó el portugués, viendo que Adrián se acercaba al muchacho moreno. <br />
-¿Esperas a alguien? –preguntó al encogido joven.<br />
-No. Yo...<br />
Parecía asustado.<br />
-¿Quieres tomar algo?<br />
-¿No será usted policía?<br />
Adrián sonrió.<br />
-No, qué va. Ven, no tengas miedo.<br />
-Yo cobro.<br />
-¿Quién lo duda? <br />
-¿Cuánto me va a pagar usted?<br />
Hablaba con prevención y con un acento que parecía valenciano. Muy joven, unos diecinueve años, sin embargo su figura hacía suponer que había trabajado duro. De cerca, resultaba extremadamente guapo, cosa que no era tan notable visto desde dentro del coche, probablemente a causa de su expresión de miedo y reserva; algo velludo para su edad, la barba ensombrecía un mentón firme y enjuto, enmarcando los labios magníficamente dibujados y que debían de sonreír muy bien, si es que alguna vez reunía ánimos para hacerlo; la nariz era el ideal de un cliente de cirujano plástico y los ojos, dos enormes luminarias negras rodeadas de pestañas abundantes y largas, como si fueran producto de cosmética femenina; pocas veces había contemplado Adrián pómulos mejor esculpidos ni más fotogénicos. Adrián se encontró lamentando que no fuese un poco más alto que el metro setenta y cinco que aparentaba, porque el chico podría esperar algún futuro en la televisión dada su prodigiosa fotogenia. Supuso que debía de tener defectuosa la dentadura, puesto que apenas entreabría los labios tensos por el rictus receloso. <br />
-¿Cuánto quieres que te pague?<br />
-Yo no voy con nadie por menos de... cinco mil.<br />
-De acuerdo. ¿Cómo te llamas?<br />
-Antonio.<br />
Una vez dentro del coche, Antonio preguntó sin alzar el mentón del pecho:<br />
-¿Podría comerme un bocadillo?<br />
-¿Tienes hambre?<br />
-Desde que salí... no he comido desde ayer.<br />
Esta información le produjo a Adrián un estremecimiento.<br />
-¿Hablas en serio?<br />
Antonio se encogió de hombros con un rictus que parecía embozar un sollozo. Mientras lo miraba de reojo, Adrián se dijo que con la ropa sucia que vestía no podía invitarlo a comer en un Vips, no le permitirían entrar. Tampoco quería llevarlo al piso todavía. Antes, tenía que conocerlo un poco, al menos, y calcular si correría riesgos; por otro lado, temía que el recuerdo de Kepa le inhibiera. Aparcó a la puerta de una tienda china y le dio un billete de mil.<br />
-Toma, Antonio, cómprate algo ahí.<br />
-¿Cuánto puedo gastar?<br />
-¿Qué? ¡Ah! Puedes gastarte las mil pesetas, si quieres.<br />
Volvió cinco minutos más tarde, con tres sandwiches envasados y una lata de refresco de naranja. <br />
-¿Quieres un bocadillo?<br />
-No. Come tranquilo -respondió Adrián mientras reemprendía la marcha.<br />
Estaba convencido de que Antonio no consumía drogas, por lo que resultaba difícil entender su desaseo, propio de toxicómano. Olía mal, aunque a un nivel soportable. Necesitaba urgentemente un baño, pero aún no había reunido el ánimo ni la confianza para llevarlo al piso.<br />
-¿Quieres ir a una sauna?<br />
-¿Eso qué es?<br />
-Un sitio donde podrías... disculpa que te lo diga. Podrías tomar un baño.<br />
-Ah, estupendo.<br />
-Vamos en seguida, antes de que empieces a hacer la digestión.<br />
<div class="separator" style="clear: both; text-align: center;"><a href="https://blogger.googleusercontent.com/img/b/R29vZ2xl/AVvXsEhyddzR-yEaaLMBo3JuWPE59UC6F4gZ60Z4XtMJYPBfSSE1TQzI790oXdhp61udI43R2OEYMw3AOZoUnSIyfsh0SQVB2owIAWX1Z-ccBUswMwIbBXARzKXfekysO6NOvuF5naUC09s8Qf0/s1600/cuidadoalzheimer_envejecer-con-dignidad.png" imageanchor="1" style="margin-left: 1em; margin-right: 1em;"><img border="0" src="https://blogger.googleusercontent.com/img/b/R29vZ2xl/AVvXsEhyddzR-yEaaLMBo3JuWPE59UC6F4gZ60Z4XtMJYPBfSSE1TQzI790oXdhp61udI43R2OEYMw3AOZoUnSIyfsh0SQVB2owIAWX1Z-ccBUswMwIbBXARzKXfekysO6NOvuF5naUC09s8Qf0/s400/cuidadoalzheimer_envejecer-con-dignidad.png" width="400" height="400" data-original-width="286" data-original-height="286" /></a></div>En el vestuario, Adrián notó la vergüenza con que Antonio se desnudaba. Primero creyó que era por el hecho mismo de mostrarse desnudo, pero en seguida comprendió el motivo: los calcetines renegros estaban llenos de agujeros, lo mismo que los calzoncillos. Al aflojarse el pantalón sin correa, advirtió que debía ser varias tallas mayor que su cintura, y que la cremallera estaba rota.<br />
-Espérame aquí, Antonio. Siéntate en ese taburete y no te muevas ni hagas caso de quien trate de darte conversación. Volveré en un momento.<br />
Se puso de nuevo el pantalón y la camisa y se dirigió a la recepción. El chico que atendía la taquilla debía de tener una talla muy parecida a la de Antonio.<br />
-¿Tienes por casualidad una muda de ropa?<br />
-¿Qué?<br />
-Te la pagaría muy bien.<br />
-Sólo tengo la ropa que me pondré para ir a mi casa.<br />
-¿Cuánto te costó?<br />
-Los pantalones, cinco mil. La camiseta, dos mil. Los zapatos...<br />
-Los zapatos no los necesito. Te compro los calzoncillos, los calcetines, los pantalones y la camiseta por treinta mil. <br />
-¿Treinta mil? -la expresión del joven demostraba los cálculos mentales que estaba haciendo-. Necesitaría que me traigan otra ropa. Tendría que llamar a mi pareja...<br />
-Hazlo. Aquí tienes -dijo Adrián, exhibiendo los seis billetes de cinco mil.<br />
-Bueno, vale -asintió el muchacho sin poder contener su expresión de júbilo-. Tómala. Pero es sólo por hacerte un favor...<br />
Adrián volvió al vestuario. Cubierto por la toalla y con la cabeza y los hombros hundidos, Antonio se mostraba aterrorizado bajo la mirada de los cuatro hombres que trataban de darle conversación. <br />
-Toma. Tira toda tu ropa a la basura.<br />
Los cuatro hombres se apartaron precipitadamente. Antonio se alzó y Adrián examinó con disimulo sus brazos, en busca de una señal que pudiera contradecir su convicción de que no se drogaba, descartada su nariz como la de un cocainómano. No encontró ninguna y, tras constatarlo, su pensamiento quedó dispuesto para la contemplación. No se había preparado para el descubrimiento: el cuerpo de Antonio complementaba admirablemente el rostro, un cuerpo tallado por Fidias en el más idealizado de sus sueños creadores. La piel ligeramente morena no tenía ni una mancha; el vello, menos abundante de lo que había previsto, parecía dispuesto para resaltar el dibujo perfecto de los pectorales y los abdominales, así como el profundo y nítido canal de las caderas. Notó el azoramiento del muchacho y dejó de examinarlo, sobre todo porque supuso que le alarmaría notar lo repentinamente que había aparecido su erección. Intuyó que tenía que contenerse y esperar a que el muchacho estuviese preparado.<br />
-Cierra la taquilla, Antonio. Date un baño y córtate las uñas de los pies y las manos. Toma mi cortauñas. No hagas caso de los que se te acerquen. Te espero allí, ¿ves?, aquella puertecilla pequeña es la de la sauna. <br />
Mientras lo esperaba, pasaron por la memoria y el ánimo de Adrián toda clase de recuerdos y emociones. Nunca se había planteado ningún problema si se sentía inclinado por un chico joven. De hecho, los demasiado jóvenes no le gustaban. Podía disponerse a aguantar la presunción y el egoísmo de un joven si aparentaba exteriormente ser un hombre de verdad; los cuerpos demasiado esbeltos, sin formar del todo, no sólo no le atraían sino que le repugnaban. Reconocía el valor de las erecciones metálicas e inmediatas de los adolescentes, pero un cuerpo era mucho más que un pene erecto desafiante y jactancioso. Ni siquiera siendo él adolescente le atraían los adolescentes. Nunca había sentido atracción sexual por un cuerpo que no fuera muy viril, mejor si tenía algo de vello.<br />
Cuando Antonio abrió la puerta de la sauna quince minutos más tarde, sonreía, razón por la cual a Adrián le costó un poco reconocerlo. Se trataba de la sonrisa más atractiva que había visto en su vida, y los dientes eran perfectos. El baño le había quitado el miedo o cualquiera que fuese el sentimiento que le oprimía. Con el pelo mojado y las gotas que brillaban en sus hombros, se había convertido en modelo publicitario de un perfume de lujo. <br />
-Hace mucho calor aquí –murmuró Antonio en su oído.<br />
-Tienes razón. Creo que esto no es conveniente para ti, media hora después de haber comido. Vamos a la sala de reposo. Quiero que me cuentes una cosa.<br />
Ya sentados en el incómodo banco de madera, le preguntó:<br />
-¿Cuál es exactamente tu situación? No consigo encajarte.<br />
-No comprendo.<br />
-Me has hablado como si fueras un aprendiz de chapero, pero en el fondo no te comportas como tal. No creo que tengas experiencia. Tu aspecto es el de una persona con... bueno, sí, con cierta clase, pero me dijiste hace un rato que no comías desde ayer.<br />
-Yo... -volvía a bajar la mirada.<br />
-¿Consumes drogas?<br />
-Ya no.<br />
-Pero has consumido.<br />
-Unos porros en la...<br />
-¿Dónde?<br />
-Si te lo digo, ya no vas a querer nada conmigo.<br />
-Inténtalo.<br />
-Estaba en... prisión. Seis meses. Me soltaron ayer.<br />
Adrián se mordió los labios. El recuerdo de Kepa y su estado de ánimo de antes de salir le habían reducido la capacidad de deducción. <br />
-¿Por qué no te fuiste con tus padres al quedar libre?<br />
-No tengo.<br />
-¿No tienes padres? ¿Desde cuándo?<br />
-Desde siempre. Me he pasado la vida en orfelinatos -los ojos de Antonio brillaban por el amago de llanto-. Como nadie quería adoptarme luego de haberme rebelado con los primeros a los cinco años, me escapé a los trece años. Trabajé cinco años en un barco de pesca, en Castellón, pero el año pasado mi patrón se arruinó. Me vine a Madrid en busca de trabajo y...<br />
-Y te pusiste a robar.<br />
-Sí. Bueno, no. Un colega me convenció para que fuera con él a robar en un chalet que, según él, estaba vacío, pero nos pillaron con las manos en la masa. ¿Cómo te llamas?<br />
-Adrián.<br />
-Te juro, Adrián, que eso es todo lo que pasó. He estado más de seis meses en la cárcel porque no había nadie que pagara la fianza. Me han soltado y ni siquiera tengo que ir a juicio ni nada por el estilo. Yo no hice nada. Lo pasé muy mal allí dentro... me pasó de todo. Un compañero de dentro, me dijo al despedirme que podía buscarme la vida en ese sitio donde me has encontrado, pero he pasado más de veinticuatro horas sin atreverme.<br />
Sorprendido de lo fácil y rápidamente que se estaba desmoronando su propia reticencia, Adrián le propuso ir al piso. Cuando al abrir la puerta vio en la consola el retrato de Kepa, descubrió que no había pensado en él las últimas dos horas y lo echó a un lado.<br />
<div class="separator" style="clear: both; text-align: center;"><a href="https://blogger.googleusercontent.com/img/b/R29vZ2xl/AVvXsEiwBalNcI3XJXEd9aOHyNssd9on_YKNioFtajEFy8Q4UxNLxnPaO8n65fHoUJpSISao0FwMjeCCxHYO51E7eghft2J3m4kzxy4Yhb1bOw_QT0j-c7hcyuSBmhE47ks76-zIPcYsQOHQeoA/s1600/1d7e4bf385a5da9f8675690703c75c5b.jpg" imageanchor="1" style="margin-left: 1em; margin-right: 1em;"><img border="0" src="https://blogger.googleusercontent.com/img/b/R29vZ2xl/AVvXsEiwBalNcI3XJXEd9aOHyNssd9on_YKNioFtajEFy8Q4UxNLxnPaO8n65fHoUJpSISao0FwMjeCCxHYO51E7eghft2J3m4kzxy4Yhb1bOw_QT0j-c7hcyuSBmhE47ks76-zIPcYsQOHQeoA/s400/1d7e4bf385a5da9f8675690703c75c5b.jpg" width="400" height="317" data-original-width="236" data-original-height="187" /></a></div>Ya nada fue igual a partir de entonces. Adrián pasó sin transición de jadear varias veces cada noche a sonreír sólo una vez, que duraba hasta la mañana siguiente. Fue desde aquel día que el reconocimiento profesional de sus compañeros y jefes se transmutó en veneración. A veces, se sorprendía a sí mismo canturreando en las salas de montaje, lo que no había hecho en toda su vida profesional.<br />
Descubrió la alegría de sentirse muy querido por todos.<br />
<br />
Con frecuencia, había alguien en la emisora que preguntaba lo mismo:<br />
-Oye Adrián, ese amigo tuyo ¿no estaría interesado en hacer un pequeño papel en la serie que voy a empezar a grabar la semana que viene?<br />
-¿Qué personaje interpretaría?<br />
-El novio de la hija. Solamente saldría en algunos capítulos.<br />
-Tendré que preguntárselo. No creo que quiera.<br />
-Coño, Adrián, no lo protejas tanto. Nadie va a violarlo.<br />
-No se trata de mí, Rafa; Antonio se niega siempre que le propongo una cosa así, de veras. Pero voy a intentarlo.<br />
-Convéncelo, por favor. Tiene un físico espectacular. Con esa cara, lo haríamos famoso en tres o cuatro capítulos y hasta tendríamos que extender el personaje.<br />
-Estoy de acuerdo, pero... él se emperra en su negativa.<br />
-¿Pasa algo raro con él?<br />
-No, de veras que no. <br />
Adrián miró de reojo hacia el lugar donde Antonio le esperaba. Resplandecía. Todos los que pasaban a su lado, hombres y mujeres, no conseguían evitar contemplarlo, algunos de soslayo y otros, descaradamente. Con frecuencia, a Adrián le divertía el efecto que Antonio causaba entres quienes lo miraban; cualquiera que pasara cerca de él, aunque transitase absorto en los asuntos siempre apremiantes de la televisión, acababa parándose en seco, a ver si efectivamente se trataba de un ser humano y no del más perfecto y realista de los maniquíes, realizado por un artesano que hubiera decidido aunar en una figura todas las idealizaciones de todos los escultores clásicos. <br />
Lo sorprendente era que un dechado de belleza tan conmovedora estuviese complementado con tanta sensibilidad y una inteligencia tan viva. Antonio había sabido adaptarse en seguida a la vida que Adrián le ofrecía y, con naturalidad pasmosa, se había acostumbrado en pocos meses a las claves de su círculo profesional y el de sus amigos más íntimos. Y lo más inesperado, se había ganado la confianza de todos en un plazo increíblemente corto.<br />
Porque todo en él era verdad. Sus entusiasmos y sus agradecimientos, sus elogios y sus críticas, su espectacularidad física sin artificios, su magnetismo ejercido de modo involuntario, con inocencia; tan juicioso, que obligaba a los demás a olvidar su juventud.<br />
Bendita fuera la hora en que a Adrián se le ocurrió pasar por la calle Almirante. A veces, mientras el joven dormía, el realizador sentía la tentación de arrodillarse junto a la cama y adorarlo.<br />
<div class="separator" style="clear: both; text-align: center;"><a href="https://blogger.googleusercontent.com/img/b/R29vZ2xl/AVvXsEib8qAdrjwX74w3p8ydTbF98C8DtvmEduZ0c2-71VgL24WBVYbr2i-D0w2jXLmTjAuMWFERWqe_ZeB3E4FA3eyXKJwciHCF_Uk3tuYQhcxrF1A6DjMHGmk5oiQa3Jj3tPkMJ8VNJMQCi2o/s1600/zba1.jpg" imageanchor="1" style="margin-left: 1em; margin-right: 1em;"><img border="0" src="https://blogger.googleusercontent.com/img/b/R29vZ2xl/AVvXsEib8qAdrjwX74w3p8ydTbF98C8DtvmEduZ0c2-71VgL24WBVYbr2i-D0w2jXLmTjAuMWFERWqe_ZeB3E4FA3eyXKJwciHCF_Uk3tuYQhcxrF1A6DjMHGmk5oiQa3Jj3tPkMJ8VNJMQCi2o/s400/zba1.jpg" width="400" height="223" data-original-width="466" data-original-height="260" /></a></div>Los exámenes del primer curso universitario los superó Antonio con una nota media aceptable, pero no se sintió satisfecho. <br />
Adrián merecía mejores resultados.<br />
Abrumado por tal convicción, decidió sentarse un rato en un banco de la Plaza de España, a ver si reunía valor para presentarse ante Adrián con calificaciones tan mediocres. La avanzada primavera había llenado ya de colores y aromas las orlas ajardinadas del monumento a Cervantes. No le parecía difícil que Adrián fuera homenajeado algún día también con un monumento en Madrid. ¿Cómo compensar la decepción que seguramente iba a causarle?<br />
-¿Eres de por aquí? -le preguntó un hombre en la treintena.<br />
Antonio lo observó. Muy delgado y con gafas, resultaba difícil de encajar en la clase de hombres que compraban favores callejeros. Pero, a fin de cuentas, ¿no era así como había conocido a Adrián? Tampoco este tenía aspecto de pagador de prostitutos.<br />
-No -respondió secamente.<br />
El de las gafas no se desalentó.<br />
-Pero eres español.<br />
-Sí.<br />
-En el primer momento, creí que podías ser griego.<br />
-¿Qué quiere usted?<br />
-No me hables de usted, hombre, que no soy ningún carca. ¿No te apetece tomar una copa?<br />
-No.<br />
-Joder, tu carácter no se corresponde con tu físico.<br />
-¡Qué!<br />
-Eres la cosa más hermosa que he visto nunca, pero eres un cardo borriquero. ¡Mierda!.<br />
Mientras se alejaba, Antonio sonrió. Sólo con haber sido un poco más cordial con ese fulano, habría sentido que traicionaba a Adrián. <br />
Le desagradaba y enojaba que elogiasen tanto su físico, y Adrián había sabido comprenderlo a tiempo; ya no le venía casi nunca con propuestas de trabajar en la televisión y no había vuelto a ensalzar una belleza que Antonio consideraba una pesada carga, porque impedía que la gente le tomase tan en serio como él creía merecer, puesto que, embobados y embobadas, tendían todos a calcular las posibilidades de llevárselo a la cama en vez de considerar el posible interés de su conversación. Por ahora, sólo algunos de los amigos más íntimos de Adrián le resultaban soportables, dado que le trataban como a una persona y no como un goloso objeto de exposición.<br />
¿Iba a enfadarse Adrián por las notas? <br />
Por fin, se dijo que el asunto no tenía arreglo y decidió volver al piso. Caminaba no demasiado resuelto. Tenía mal sabor de boca y hasta creía posible dejar rodar una lágrima. No había correspondido adecuadamente la dedicación y el fervor de Adrián.<br />
Sabedor de que iba a llegar con la papeleta de calificaciones, Adrián aguardaba, evidentemente comido por los nervios. Estaba sentado en el sofá del salón y se alzó como impulsado por un resorte cuando giró la llave en la puerta. El ánimo de Antonio se volvió más sombrío.<br />
-¿Qué tal?<br />
-Regular.<br />
Antonio notó eclipsarse el brillo de sus ojos por la veladura de la decepción. Extendió la papeleta con mano temblorosa y un escalofrío en la espalda. Los instantes que Adrián tardó en darle una ojeada parecieron siglos. Finalmente, el realizador exclamó mientras lo abrazaba con los ojos húmedos.<br />
-¡Esto es maravilloso!<br />
-¿Te parece suficiente?<br />
-¿Suficiente? ¡Las has aprobado todas y tienes tres notables! Estaba convencido de que lo conseguirías. Vamos a celebrarlo. <br />
Antonio se cambió de ropa con un extraño estado anímico. Le quedaban rastros del miedo a decepcionar a Adrián en medio del júbilo por su reacción.<br />
En el restaurante, le dijo Adrián:<br />
-Quieren que interpretes un papel en una serie.<br />
-¿Otra vez con eso?<br />
-Antes, tenía miedo de que la interpretación te distrajera de los estudios. Ahora veo que puedes compaginar las dos cosas.<br />
-Pero no me interesa.<br />
-¿Sabes cuánto van a pagarte?<br />
-Aunque fueran mil millones. ¿Tú necesitas ese dinero? Porque, si lo necesitas, haré ese papel.<br />
-No, hombre, ¿cómo voy a necesitar ese dinero? Lo digo por ti, por tu futuro.<br />
-Mi futuro está a tu lado y en la universidad. Yo no necesito dinero ninguno.<br />
<div class="separator" style="clear: both; text-align: center;"><a href="https://4.bp.blogspot.com/-dYgu1tpQlO8/Xg8L-RF
Antonio se preguntó si debía llamar a Adrián a la emisora. Sólo en casos muy graves podía telefonearle, según sus órdenes, y sólo había tenido que hacerlo en dos ocasiones, ambas por llamadas urgentes de la madre en relación con la salud del padre. ¿Era el de ahora un caso suficientemente grave?
Se recostó en el sofá y encendió la televisión. El programa en directo que dirigía ocasionalmente Adrián no había terminado todavía. Como de costumbre, sintió el orgullo que le producía saber que cada uno de aquellos cambios de plano, cada uno de los movimientos de las personas y las cámaras, era consecuencia de una orden de Adrián. La mano de Adrián era para él lo más omnipresente, aunque nunca apareciera en pantalla.
Los cuatro años que llevaba a su lado eran lo mejor que había ocurrido en su vida. Él había sido la madre que le abandonó y el padre que desconocía; un padre-madre afectuoso, compresivo y generoso que predominaba sobre el amante que nunca le apremiaba; en realidad, era generalmente Antonio quien tenía que recordarle el sexo y, a veces, cuando Adrián estaba preocupado por los preparativos de un programa nuevo, casi forzarlo. Antonio había escenificado en ocasiones verdaderas violaciones para liberarle de la preocupación y que se diera cuenta de que estaba a su lado. Amaba a Adrián sobre todas las cosas y ya no era capaz de imaginar la vida sin él. Él le había proporcionado objetivos, metas, y los medios para conseguirlos. Dentro de tres años, acabaría la carrera. Podía ser una persona que antes de conocer a Adrián ni siquiera era capaz de imaginar. Y ahora, resultaba que todo era imposible.
A Adrián no le gustaba que fumase. "Cuídate los dientes", le decía. Quería a toda costa que trabajase en la televisión, aunque a él no le entusiasmaba la idea, porque había estado muchas veces en el plató observando a Adrián y le parecía que estar bajo sus órdenes, bajo la tensión densa de las luces y las cámaras, ocasionaría roces y malentendidos. El amor podía resentirse. Se negaba a arriesgarlo. Se incorporó en el sofá y cambió de postura; sentado, encendió un cigarrillo, apoyó los codos en las rodillas y se cubrió los ojos con las manos. Estaba llorando.
¿Por qué había tenido que ocurrir?
Tenía veintitrés años y Adrián cincuenta, que habían celebrado hacía un mes con una cena en Justo, tras la que Antonio le entregó el producto de seis meses de ahorro, un colgante de diamantes con forma de corazón. Ambicionaba fervientemente cumplir también él los cincuenta a su lado y que Adrián le diera, asimismo, simbólicamente el corazón.
Había dejado de tener pesadillas a los cuatro o cinco días de dormir abrazado a él. Las violaciones tuvieron lugar la primera y la segunda noche que pasó en la cárcel. Fueron cinco fulanos la primera y seis o siete la segunda; la mayoría, extranjeros. Golpeado, con los labios rotos a puñetazos e inmovilizado por cuatro, le forzaron por turno. Le costó más de un mes conseguir sentirse limpio bajo la ducha y casi tres consumar la venganza. A todos ellos había conseguido causarles algún perjuicio importante, sin descubrirse. Pero las pesadillas protagonizaron todas las noches que pasó entre rejas. Cuando creía que ese tormento nocturno duraría toda la vida, en sólo cuatro noches consiguió Adrián que se desvaneciera.
Adrián era un emperador. Imperaba en el plató, donde su poder era ilimitado, y también imperaba en su vida, y no tenía el menor deseo de rebelarse. Se entregaba del todo, sin reservas. Sabía que había madurado en esos cuatro años, se reconocía más experto e incomparablemente más sabio que cuando le conociera, pero el tiempo no había reducido la altura donde lo había colocado desde el primer momento de conocerlo. Todo lo contrario. El sitial se hacía cada día más alto, más resplandeciente, en esa gloria desde donde le prodigaba no sólo el amor, sino todo lo que pudiera ambicionar.
Cuando Adrián abrió la puerta, todavía estaba en el sofá. Al no alzarse para correr a su encuentro en busca del beso impaciente de costumbre, al no poder embozar el llanto, Adrián supo que algo grave ocurría.
Le costó varias horas reunir coraje para contárselo.
-¿Estás seguro? -preguntó Adrián.
-Me he hecho dos veces el análisis. No hay duda.
-¿Por qué fuiste al médico? ¿Qué sentías?
-No tengo ningún síntoma. Estoy bien de salud, igual que de costumbre. Pero... siempre he estado preocupado por una cosa que me pasó en prisión...
-¿Qué?
-No quiero contártelo. Me siento muy mal cuando me acuerdo. La cuestión es que, el mes pasado, hubo una charla en la universidad sobre el tema y me dio por hacerme la prueba. Ahora, ya es un hecho.
-Bueno, qué le vamos a hacer. Con esos tratamientos de ahora, el sida ya no es más que una enfermedad crónica. No te preocupes, podemos vivir con eso.
-¿Podemos?
-Por supuesto. Seguramente, yo lo tendré también. Y aunque no lo tuviera, esto es cosa de los dos.
-¿No quieres que me vaya?
-¿Estás loco?
-Yo creo que debo irme.
-Tú no estás bien de la cabeza. Venga, vamos a hablar de otra cosa.
Permanecieron abrazados y en silencio hasta la hora de acostarse. Mientras miraban la televisión, Antonio percibió en varias ocasiones, en la agitación de su pecho, que Adrián reprimía los gemidos. También a lo largo del pasillo que conducía al dormitorio notó sus esfuerzos por controlarse.
Antes de apagar la luz, Antonio abrió los envases de dos condones, que preparó sobre la mesilla.
-¿Qué haces?
-Tienes que protegerte, Adrián. A lo mejor ha habido suerte y no te he contagiado.
Adrián lo contempló con expresión severa.
-Escucha, Antonio. Tengo veintisiete años más que tú. ¿Crees que a estas alturas yo sería capaz de vivir sin ti? No vamos a cambiar nuestras costumbres, no vamos a cambiar nada, ¿te enteras? Ya no vamos a hablar más del asunto si no es para tomar las medidas oportunas para preservar tu salud. Seguramente yo lo tengo también: son cuatro años los que llevamos haciéndolo sin protección, así que lo más probable es que sea portador del virus. Pero si no lo tengo, lo más sensato sería tratar de contagiarme y que recorramos juntos el camino que nos falte.
Antonio fue a contradecirle, pero Adrián le obligó a callar mordiéndole los labios. Sin embargo, y a pesar de que Adrián le impidió usar los condones todas las veces que lo intentó, procuró a lo largo de la noche ajustarse a lo que habían explicado en la universidad sobre sexo seguro.
Apenas hablaron de ello durante el fin de semana. En vez de quedarse en casa e invitar a algunos amigos a comer como de costumbre, pasaron el domingo visitando Pedraza. Adrián consiguió obligarle casi todo el tiempo a pensar en otras cosas, pero, a veces, Antonio caía en la melancolía, mientras recorrían el museo de Zuloaga o contemplaban desde la muralla medieval el paisaje esplendoroso que renacía con la primavera. En tales momentos, sentía la mano de Adrián en su cintura o en su brazo, comunicándole una promesa eterna.
El lunes por la mañana, mientras desayunaban, dijo:
-Quiero que te hagas también el análisis.
-No, Antonio. No hay ninguna necesidad. Caso cerrado.
-Entonces, en cuanto te vayas, haré las maletas.
Adrián lo observó con los dientes apretados.
-Pero, vamos a ver, Antonio. ¿Qué coño vamos a sacar de esos análisis? No cambiarían nada. Lo único que quiero es que muramos juntos; pondremos todos los medios necesarios para que eso no sea hasta dentro de muchos años.
-Pero has cumplido cincuenta años, Adrián. Si no lo tienes, estupendo. Pero, si lo tienes, tendrás que andar con mucho más cuidado que yo, que estoy fuerte y soy joven. Es necesario que lo sepamos, no hay más remedio.
-No quiero hacerlo, Antonio. Si todavía no me he contagiado, no sería bueno que te sintieras culpable por el miedo a que ocurra, y si ya tengo el virus, tampoco quiero que te sientas culpable de haberme contagiado. Punto final.
Adrián vio a Antonio ponerse de pie, como si se dispusiera a presentar un examen oral en la universidad. Visto desde abajo, no podía ser más majestuoso; le sobraba apostura, pero lo más admirable era la sabia resolución que denotaban todos sus ademanes. ¡Qué orgulloso se sentía del muchacho! No era obra suya, desde luego, era un prodigio por sí mismo; pero sí era obra suya que no se hubiera malogrado, que estuviera floreciendo de la manera que lo hacía. No había nada en la realidad ni en la fantasía que pudiera apetecer más que venerar a ese milagroso portento que se le entregaba gozosamente, sin ponerse precio. Tampoco podía ser más enérgico ni resuelto lo que dijo:
-Tengo trescientas setenta y cinco mil pesetas en el banco; puedo vivir cuatro o cinco meses en una pensión. Si no me prometes que esta tarde vamos a ir a que te hagan el análisis, haré las maletas en cuanto salgas por esa puerta y desapareceré.
Adrián reflexionó largos minutos, parado en el dintel con el hombro apoyado en la jamba. Antonio había dejado de ser un muchacho hacía mucho tiempo y sólo ahora lo comprendía en toda su magnitud. Le asombró la madurez que había en la resolución de su cara, pero sobre todo, la momentánea severidad de su mirada.
-Está bien. Ven a buscarme a la emisora e iremos juntos.
Cuando la puerta se cerró, Antonio se cambió de ropa. No iría a la universidad, ¿para qué? Permanecería lo más cerca posible del rastro de Adrián, la huella de calor que había dejado en la silla o el olor que conservaba la toalla. Necesitaba respirar el aire que contenía el aliento de Adrián ahora que dejar de respirar era una posibilidad no demasiado remota. Tomó de la vitrina el libro que ya había querido leer otras veces, "Memorias de Adriano"; ahora le sobraba tiempo.
Supieron el resultado el miércoles por la tarde.
Milagrosamente, Adrián estaba limpio.
Antonio se mostró entusiasmado toda la tarde, durante la cena y cuando se disponían a acostarse, mientras que Adrián parecía ausente, muy taciturno. Cuando se apagó la luz, éste escuchó el sonido del plástico al ser rasgado.
-¿Otra vez con eso, Antonio?
-Ahora más que nunca. Ya nunca haremos el amor sin condón.
-Mira, Antonio; no me has contagiado en cuatro años y no hay ninguna razón para creer que a partir de hoy va a ser diferente.
-Pero ahora lo sabemos. Tengo la obligación de protegerte.
-Tú no tienes que protegerme de lo que yo no me quiero proteger, Antonio. He leído que hay gente que no se contagia aunque se exponga, gente que los médicos están estudiando para ver si está ahí la clave de la solución para el sida. Es posible que yo sea uno de esos. Si es así, no tenemos que preocuparnos.
-Pero, si te contagias...
-Sería lo mejor, Antonio. Ojalá ocurriera.
-Me da pánico escucharte.
-Y a mí me da pánico perderte.
-Si me muriera pronto, todavía podrías enamorarte de otro y seguir creando esos programas maravillosos de televisión.
-No creo que tengas que morir pronto. Cada día se te ve más fuerte y más sano. Pero si te murieras, todo acabaría para mí. Todo acabaría para mí con que sólo te alejases un poco. Así que, Antonio, no pongas una barrera de látex entre nosotros.
Adrián se torció en la cama para alcanzar con la boca el preservativo que Antonio se había enfundado ya. A mordiscos, lo arrancó a jirones.
<div class="separator" style="clear: both; text-align: center;"><a href="https://blogger.googleusercontent.com/img/b/R29vZ2xl/AVvXsEjAMfEkTf0A59PzJPD0jWVry-bhkzufWKSjDtj2cL2NeZTijd8mZMOELgVA54LJtwvSb5jZPlD-eNtvvZAj5XwAegscoHUHMayIo1pOIXgAjxL36i2Oo59naUEutQVWG5pVEyZfN4unI-E/s1600/tumblr_ok6t3xTjhJ1qmn464o1_540.jpg" imageanchor="1" style="margin-left: 1em; margin-right: 1em;"><img border="0" src="https://blogger.googleusercontent.com/img/b/R29vZ2xl/AVvXsEjAMfEkTf0A59PzJPD0jWVry-bhkzufWKSjDtj2cL2NeZTijd8mZMOELgVA54LJtwvSb5jZPlD-eNtvvZAj5XwAegscoHUHMayIo1pOIXgAjxL36i2Oo59naUEutQVWG5pVEyZfN4unI-E/s400/tumblr_ok6t3xTjhJ1qmn464o1_540.jpg" width="400" height="343" data-original-width="540" data-original-height="463" /></a></div>Tras despedirse de Adrián en el ascensor con un beso, Antonio salió con los libros y un portafolios, como siempre que iba a la universidad. Pero no fue. <br />
La mañana era soleada; bajo el júbilo primaveral que estallaba en retoños por doquier, en los árboles de la plaza de España, en los setos de la plaza de Oriente, en los rosales de los jardines de Sabatini, resultaba increíble que un miserable bicho lo estuviera devorando. Un bicho que, por su maldición, también devoraría a Adrián, a cambio de un amor que no tenía por qué ser el último de su vida. Adrián era un cincuentón muy jovial y atractivo, podía vivir todavía treinta o cuarenta años creando maravillosa televisión, escribiendo magníficos guiones, derrochando sabiduría. Era bueno, deseable, gentil y generoso; el amante perfecto que soñaran durante generaciones millares de seres desamparados como él. Muchos podían amarle y, de hecho, se había sentido celoso con frecuencia porque observaba que algunos, tan jóvenes como él, trataban de seducirlo. Merecía volver a amar, corresponder el amor de alguien que no constituyera un peligro para él, una sentencia de muerte.<br />
Sonriendo, cruzó ante la catedral de la Almudena. Se representó mentalmente el día que la visitó por primera vez; Adrián apoyaba la mano en su hombro. En aquel momento, anheló con toda su alma que pudieran entrar abrazados en el templo y que su unión fuera bendecida y consagrada para siempre. <br />
Sobre la sonrisa, una lágrima recorrió su mejilla izquierda.<br />
Saltó sobre el pretil del viaducto. Sus labios conservaron la sonrisa durante el vuelo de veinte metros.<br />
<div class="separator" style="clear: both; text-align: center;"><a href="https://blogger.googleusercontent.com/img/b/R29vZ2xl/AVvXsEjN0fbI1Ffp5LHz9n1OPrjWkj3UoONgDBfOPAJbah_pR5NJdQepHmba-jOnhsOHMDVf2OmGKZxAm__Hg7ygBmAZPDikswbUxfi6R_9z-v0Lyta5zTKsz3DjthipWxryOdFBE1OucGg3I1I/s1600/tumblr_omaox0S1lr1rdf9koo1_500.jpg" imageanchor="1" style="margin-left: 1em; margin-right: 1em;"><img border="0" src="https://blogger.googleusercontent.com/img/b/R29vZ2xl/AVvXsEjN0fbI1Ffp5LHz9n1OPrjWkj3UoONgDBfOPAJbah_pR5NJdQepHmba-jOnhsOHMDVf2OmGKZxAm__Hg7ygBmAZPDikswbUxfi6R_9z-v0Lyta5zTKsz3DjthipWxryOdFBE1OucGg3I1I/s400/tumblr_omaox0S1lr1rdf9koo1_500.jpg" width="336" height="400" data-original-width="500" data-original-height="595" /></a></div><br />
Unknownnoreply@blogger.com0tag:blogger.com,1999:blog-1219736965597234767.post-39131986305023228422019-12-04T01:36:00.001-08:002019-12-04T01:36:32.651-08:00La familia Monster-Cap 31-*Gallen tiene razon si existe tio Herman*<iframe allowfullscreen="" frameborder="0" height="344" src="https://www.youtube.com/embed/sQ1xwP1irUs" width="459"></iframe>Unknownnoreply@blogger.com0tag:blogger.com,1999:blog-1219736965597234767.post-78158086323163552792019-11-23T01:15:00.000-08:002019-11-25T12:55:49.680-08:00TICO, PADRE AMANTÍSIMO<br />
Luis Melero. Cuentos del Amor Viril<br />
TICO, PADRE AMANTÍSIMO <br />
<br />
Para los solitarios involuntarios como yo, los llamados “chat” de internet son un recurso con el que conseguir “hablar” de vez en cuando y hallar cierto consuelo, aunque sea con desconocido con pretensiones distintas a las mías. . <br />
Un día que me encontraba un poco desesperanzado y triste, me topé con un ”chateador” llamado Tico, que pedía conversar con alguien mayor que él porque necesitaba consejos. Aunque no creo que sirva de nada aconsejar a nadie, vi el cielo abierto, porque no hay mejor modo de sacudirse la depre que fingirse sabio para asesorar y recomponer las vidas de los demás. <br />
REFLEXIONÉ UNOS INSTANTERS, LO JUSTO PARA EVITAR FRUSTRAR ELCONTACTO. ME HABÍA TOPADO ULTIMAMENTE CON VICISITUDES INESPERADAS Y ALGUNAS DESAGRADABLES, CIRCUNSTANCIAS QUE NO PODÍA CONTROLAR DEL TODO Y QUE ESTABAN PERTURBANDO MÁS DE LA CUENTA EL CURSO DE MIS DÍAS. ASÍ QUE ELEGÍ UNA CONTERASEÑA Y ME INTRODUJE EN EL CHAT, PIDIÉNDOLE CONTACTO AL DENOMINADO TICO.<br />
-¿De dónde eres? .me preguntó.<br />
Tras identificarme y mencionar mi origen, le pregunté de qué nombre era Tico el diminutivo.<br />
-No es mi nombre. No seas maje. Yo soy de Costa rica a cuyos naturales nos llaman ticos por estos países..´<br />
.¿Qué quiere decir maje?<br />
-Estúpido o imbécil, ya sabes. Llámame Tico, así nos entenderemos<br />
Ante la aclaración, le pregunté cómo debía llamarle.<br />
-No te preocupes. Insisto. Llámame Tico nomás, porque me siento muy orgulloso de mi país. .<br />
En aquel momento, me sorprendió que no quisiera decirme su nombre verdadero, puesto que yo le había dicho el mío. Sólo mucho más adelante de la conversación comprendí por qué podía desear el anonimato. <br />
-Tengo una duda muy arrecha –se lamentó Tico.<br />
-Cuántos años tienes?<br />
-Treinta y siete. Con cinco carajillos, el mayor de los cuales, Efrain, va a cumplir catorce años ya, carajo. <br />
-¿Y qué consejos necesitas?<br />
-Tú… ¿tienes hijos?<br />
-Uno, de tu misma edad.<br />
-¿Tan maduro eres?<br />
-No, Tico. Yo no soy maduro… sino viejo ya. Estuve casado un par de años cuando tenía cerca de treinta, y cuando ella se quedó embarazada entré en pánico, pánico que se aminoró cuando el parto. <br />
-¿Y tienes buena relación con tu hijo?<br />
-Creo que sí, aunque no lo veo mucho. En realidad, casi nunca. Ha resultado ser un hombre con demasiado criterio que se cree el más sabio del mundo. Antes, le señalaba sus equivocaciones, pero ya no lo hago porque siempre teníamos discusiones muy fuertes si le reprochaba cualquier nimiedad. <br />
Tico permaneció “en silencio” unos minutos. Aunque sólo leía lo que decía, me parecía oír su voz de hispanoamericano, dulce, cadencosa y algo enrevesada, pero ahora, callado, me representaba los engranajes de su sesera sonando como una locomotora de vapor, que se prolongaba demasiado para un vehículo tan dinámico como el que estábamos utilizando para conversar.<br />
-Yo tengo ocho hermanos –dijo Tico por fin-, Y soy el penúltimo, por lo que varios de ellos son sesentones ya. Imagínate vos. Aquel día, los dos que van delante de mí me advirtieron y me explicaron lo que debía hacer, pero yo era tan carajillo, que no pensé más hasta que llegó el momento.<br />
¿Qué momento?<br />
-Pronto te explico, imagínate. <br />
Yo no sabía qué tendría que imaginar del hecho de que mi interlocutor tuviera tantos hermanos y fuera uno de los pequeños. No pregunté, porque había descubierto ya que Tico eludía muchas respuestas. Sin embargo, me acordé de los comentarios de un amigo nicaragüense, que se refería a los costarricenses como “maricos”. Vacilé unos segundos, porque suponía que hablar de esa creencia de sus vecinos podía molestarle.<br />
-No, hombre, todos en San José sabemos que los paisas nicaragüenses y los panameños dicen que somos maricos. Pero los panameños deberían callar porque tienen todos sus closets llenos de cadáveres y los nicaragüenses son los más brutos, machistas, atrasados, mojigatos y falsos que yo conozco. Son como monjitas rancheras<br />
-¿Sabes una cosa, Tico? Por experiencia sé que no se debe generalizar sobre los pobladores de un país. Mi amigo nicaragüense es sapientísimo… una maravilla.<br />
-Será la excepción. Y si es como dices, te apuesto mil colones a que muy posiblemente sea marico también.<br />
-¿Qué son mil colones?<br />
-Colón es la moneda de Costa Rica. <br />
-Mil colores… ¿es mucho dinero?<br />
-No creas. Es más bien una miseria. Suponte tú, cada dólar nos cuesta más de quinientos colones. Yo tengo alquilado un apartamento con seis amigos, que nos cuesta ciento veinte mil colones al mes. <br />
-.Así que eres soltero. Te creía casado porque me has hablado de tus cinco hijos y de que tienes un problema con el mayor.<br />
-Estoy casado, por favor. Tengo la bruja en mi casa. Lo que pasa es que yo y mis amigos necesitamos un sitio para nuestras cosas, las cosas que nos gusta hacer a los hombres muy hombres, porque si no varias ni haces lo que te gusta, te mueres.<br />
--¿Poner cuernos?<br />
-No se trata de eso. Un hombre tiene sus necesidades, que nadie conoce mejor que otros hombres. Las brujas ni se enteran, no saben. Así pensamos aquí. Con mi carajillo no tengo problemas, el problema es mi indecisión.<br />
-Con carajillo ¿te refieres a tu hijo? Oye, Tico. Con catorce años, ya es un adolescente y todos los adolescentes dan muchos problemas, así que no te hagas mala sangre. El mío fue un caso filipino.<br />
¿Qué es mala sangre?<br />
-En realidad, es una frase hecha de cuyo sentido no tengo ni idea. Insisto en que no te calientes mucho la cabeza por las cosas de tu hijo adolescente. Siempre son problemáticos.<br />
-Efraín no me da problemas, el problema está en mi cabeza.<br />
-No te comprendo.<br />
-Es que él ya tiene edad… Es que no quiero +que vayan a hacer por ahí y sin cuidado lo que me corresponde hacer a mí. <br />
-¿Y qué es?<br />
-Vamos a ver….. A ti, ¿quién te inició?<br />
-¿En qué?<br />
-Ya sabes vos, en las cosas de los hombre… eso.<br />
-¿Quieres decir el sexo?<br />
-Exactamente.<br />
-Te recuerdo, Tico, que soy viejo. Ya no tengo ni idea… En realidad, no tengo recuerdos claros de cuándo ni con quién empecé a practicar el sexo. Supongo que lo primero serían pajas medio infantiles.<br />
-Pues eso. Que mi Efraín se mata a pajas, yo me he dado cuenta porque no paro de vigilarlo cuando se esconde para hacérselas, y tal como funcionan las cosas en San José, presiento que el día menos pensado alguien me lo va a perforar a lo bruto, sin el cariño que habría que tener y que yo tendría, porque lo amo muchísimo….<br />
-No comprendo, Tico. No conozco Costa Rica y no puedo hacerme idea de cómo funciona nada en san José.<br />
--A mí me inició mi abuelo.<br />
-¿En serio?, ¿Cómo?<br />
-De la manera más curiosa. Dos de mis hermanos levaban meses diciéndome que me cuidara la colita, que me introdujera todos los dedos que pudiera y cosas así, hasta me dieron cosas para tenerlas ahí dentro. Un día,. estábamos en una parada… una tremenda fiestorra familiar con barbacoa, en el jardín, y yo, con doce años, estaba sentado en sus piernas…<br />
-¿Encima de tu abuelo? Eras un poco mayor para eso.<br />
-Pero él era muy cariñoso con todos mis hermanos y conmigo… Siempre estaba acariciándonos besándonos y abrazándonos. Siempre tenía que comer alguno de nosotros en sus piernas, incluidos mis dos hermanos Nico y Esti, que ya tenían quince y dieciséis años…<br />
-¡Increíble!<br />
--Así son las cosas por aquí. Los ticos somos super cariñosos; mis amigos y yo siempre nos besamos si hace un par de días que no nos vemos. A veces, y según dónde estemos, nos besamos en los labios. <br />
-¿Y qué pasó con tu abuelo en aquella fiesta, Tico?<br />
-Entre los asados, la bebedera, la comida, la música y las canciones, había un ruido extraordinario. Al sentarme encima de él, me dio el garrobo para jugar con él y distraerme…<br />
-¿Qué es un garrobo, Tico?<br />
-Una iguana que era como la varita mágica de mi familia, y que no nos permitían a los carajillos jugar mucho con ella, para no molestarla. <br />
Te distrajo con el bicho… ¿Y entonces qué paso?<br />
-En algún momento, me di cuenta de que mi abuelo me estaba besando y mordiendo la nuca, y me estaban dando muchos escalofríos. Yo solo tenía puesta una trusa de baño, sin camiseta. Tenía tantos escalofríos, que temblaba, y me afané en concentrarme para jugar con el garrobo creyendo que así podía disimular. En medio de los besos y mordiscos, de pronto me di cuenta de que me estaba bajando un poco la trusa por la parte del culo; por las bromas de mis hermanos Esti y Nico adiviné lo que seguiría. Miré alrededor con miedo de que alguien se diera cuenta, pero nadie estaba pendiente nada más de la fiesta y la bebedera. Noté que mi abuelo me acariciaba muy fuerte el ano, como tanteando con dos o tres dedos, que los giraba dentro de mí y los movía adentro y afuera y, de repente, y sin esperarlo, me metió el gorro…<br />
.Te encajó la visera de la gorra?<br />
-No, hombre, no me entiendes. Lo que ocurrió fue que me penetró de repente todo el gorro, la picha. <br />
Sentí una convulsión. Tel vez estaba siendo víctima de una broma pesada del costarricense, lo que me dio mal cuerpo.<br />
-¿No estarás burlándote de mí?<br />
.No, amigo. Fue lo que sucedió, y menos mal. Porque podía haberme tocado que me iniciara cualquier bruto con un gorro de caballo. <br />
Tuve que tragar saliva, impresionado, antes de poder decir:<br />
¿Y nadie, tu madre, tu padre o tus hermanos,, no se dieron cuenta de que tu abuelo te estaba violando?<br />
-Nadie se dio cuenta, no me estaba violando- Bueno, esas cosas son tan naturales, que si alguien se dio cuenta nadie dijo nada, porque es normal que eso ocurra. ¨Con mi edad, ya tenía que pasar. Me lo habían contado mis hermanos Nico y Esti, que me decían que me preparase metiéndome piedrecitas y yendo siempre muy lavado, sin explicarme exactamente por qué.… Sólo me explicaban que “cuando el abuelo o el papá te coja encima, prepárate”. <br />
-¡No me lo puede creer! Tenías doce años…<br />
-La edad justa. Más adelante habría sido muy malo, con cualquiera que no me tuviera tanto cariño. Y mi Efrain tiene casi catorce ya…<br />
-¿Qué quieres decir?<br />
-Bueno, yo… No sé. Yo quiero a mi hijo Efraín muchísimo, lo adoro.<br />
-Pero tu amor de padre tiene limitaciones.<br />
Eso será en tu país. Aquí, lo que tenemos son obligaciones. Mira, uno de mis hermanos, Esti, y yo, con otros cinco amigos, tenemos alquilado un apartamento donde nos reunimos los martes para hacer las cosas que nuestras brujas no saben o no quieren hacer. En cuanto llegamos, cada uno con algunas botellas o cervezas, nos desnudamos y ya nos ponemos a voluntad, hartándonos de bailar y tocarnos desnudos y ya sabes…. Los martes son los días que podemos ser nosotros mismos de verdad…<br />
-¿Y vuestras familias no se dan cuenta?<br />
-No lo demuestran. Aunque se dieran cuenta, tienen que respetarnos. Somos padres de familia, llevamos a rajatabla nuestras responsabilidades. Yo ahora, tengo infinitas ganas de poder llevar a mi Efraín los martes a nuestros encuentros… pero, mientras no…<br />
-¿Quieres llevar a tu hijo a tus orgias de hombres?<br />
-No son orgías. Somos machos y como nos conocemos bien, hacemos todo lo tienen que hacer los machos… lo que sabemos que nuestros compañeros necesitan, porque también lo necesitamos nosotros… y son las cosas que nuestras brujas no quieren hacernos. <br />
-Disculpa, Tico. Tengo una cita dentro de media hora y creo que llego tarde. ¿Nos hablamos otro día?<br />
-Pero yo… esperaba que pudieras darme algún conejo.<br />
-¿Sobre tu hijo Efraín? Yo no sabría ni sería capaz de darte ningún consejo sobre esta cuestión. Vale, nos hablamos dentro de poco. Adiós.<br />
<div class="separator" style="clear: both; text-align: center;"><br />
<div class="separator" style="clear: both; text-align: center;"><a href="https://blogger.googleusercontent.com/img/b/R29vZ2xl/AVvXsEgAWN6-HN05bbsLspmzOjmM4FseoK8AhATizsDoB6P8zC7UnrZ4jimAfZG9yBuIm1dgn4mSJApMBPOc28u58LXXTSu_8-ZWEphgyXyQ8qWLU_fS_jwpOpMtuGeTQf76uronYf_q06nIXag/s1600/A0001.jpg" imageanchor="1" style="margin-left: 1em; margin-right: 1em;"><img border="0" src="https://blogger.googleusercontent.com/img/b/R29vZ2xl/AVvXsEgAWN6-HN05bbsLspmzOjmM4FseoK8AhATizsDoB6P8zC7UnrZ4jimAfZG9yBuIm1dgn4mSJApMBPOc28u58LXXTSu_8-ZWEphgyXyQ8qWLU_fS_jwpOpMtuGeTQf76uronYf_q06nIXag/s400/A0001.jpg" width="400" height="223" data-original-width="301" data-original-height="168" /></a></div>Tenía prisa por interrumpir la conversación, porque me sentía anonadado. Se me estaban descomponiendo las tripas, una mezcla agria de vómitos y estupor. El relato de Tico rebasaba cualquier norma o sentido de lo que yo conocía. No soy mojigato, pero me exacerban los abusos de menores o de mujeres, o de ancianos y además, me incomoda la mala educación y, mucho más, la perversión de las costumbres; entiendo que a mi edad uno he tenido tiempo de ver el mundo cambiar, pero lo que Tico me describía no eran cambios de mi mundo, sino otro mundo. otra arquitectura de valores tan diferente, que me sentía incapaz de abarcarla. <br />
No se me podían ocurrir consejos que dar a Tico, sino admoniciones, reproches. Así que aunque seguí entrando al “chat”, durante varios días eludí permanecer cuando descubría que también Tico estaba conectado.<br />
<br />
Pero un par de semanas más tarde, alguien jamado Jefrey me abordó.<br />
-¡Vaya, finalmente consigo hablar contigo!<br />
-¿Quién eres, no te reconozco?<br />
-Soy Tico. He elegido otro alias para conseguir que me hables.<br />
-La última vez que conversamos me quedé muy desconcertado.<br />
-¿Por lo de mi hijo Efraín?<br />
-Eso es.<br />
-No te imaginas como lo amo. Estoy loco por él.<br />
-Es normal querer a los hijos. <br />
-Sí, yo quiero mucho a todos mis hijos, pero ahora efrain es muy especial.<br />
Callé un momento, porque no quería preguntar lo que me quemaba en la boca.<br />
-Finalmente ocurrió…<br />
-¿Violaste a tu hijo!.<br />
-¡Que exagerado eres! ¿Quién habla de violación. Yo le expliqué a mi Efrain que nadie, nadie en todo San José, iba a ser más cariñoso ni más cuidadoso haciéndolo, porque nadie lo quiere tanto como yo. Ten en cuenta las enfermedades que andan por ahí y los miserables que tanto hay. Y , además, hay en San José hombres con gorros gigantescos. Yo tuve un encuentro casual con uno que le mide más de treinta centímetros, y nunca quise citarme con él de nuevo. Yo no podía dejar a mí hijo que nadie le hiciera daño. Me costó mucho convencerlo, porque yo no quería que pasara de improviso, inesperadamente, como me ocurrió a mí con mi abuelo, y él se mostró muy indeciso. Quería que él aceptara y estuviera consciente para disfrutarlo desde el primer momento, que no sintiera tanto miedo y dolor como sentí yo la primera vez con mi abuelo..<br />
-Así que lo violaste.-..<br />
-No digas eso, hombre. Yo no lo violé, sino que lo amé profundamente. Y ya hace tres martes que lo llevo al apartamento donde nos reunimos los siete y ahora ocho con él..<br />
-¿Has llevado allí a tu hijo de catorce años!<br />
-Claro, así sabe todo lo que tiene que saber y nadie me lo va a malcriar.<br />
-¿Y no se ha traumatizado?<br />
-¡Qué dices! Está feliz de la vida, ha madurado. Ya es todo un hombre.<br />
-Y los que se reúnen contigo, tu hermano Esti y tus cinco amigos, ¿no se escandalizaron?<br />
-No hombre. Nosotros sabemos muy bien lo que hay que esperar de la vida y lo que hace todo el mundo. Todos se volvieron locos viendo a un niño tan bonito del que podían disfrutar. Ahora, se pelean para meterle el gorro y para ponerlo de rodillas, porque aseguran que mi Efrain hace las mejores mamadas de San José… Se va a poner muy fuerte, con las proteínas de tanto semen como se come. Estoy más orgulloso… Date cuenta que mi hermano y los otros cinco ya han comentado por todo San Juan lo especial y habilidoso que es mi Efrain. Como mi hermano Esti no tiene ningún hijo macho, me lo anda consintiendo a todas horas, lo lleva a la cancha, a la playa, a todos lados; mi Efrain dice que mi hermano tiene el gorro más largo que el mío y el doble de gordo, pero que el mío es más bonito. Yo ya sabía cómo es el gorro de mi hermano Esti, lo veo todos los martes y lo tuve adentro muchas veces, desde que era chico, por lo que comprendí que mi carajillo quería consentirme con una lisonja. Todos están enloquecidos con mi carajillo. Imagina; hay dos vecinos que han venido a ofrecerme muchos colones para que les preste a mi Efrain, pero yo los he mandado a la mierda por cobardes; a mi hijo hay que ganárselo y no está en venta. Pero esas visitas y los comentarios que andan por San José y demás me dan tanto orgullo…<br />
Tuve que tomarme un respiro. Inspiré hondo. O ese individuo me estaba tomando el pelo o pertenecía a otra dimensión del universo. No quise plantearme a mí mismo cuestiones religiosas ni morales; sé que cada país es un universo diferente y he leído que países con regiones donde los hombres tuvieron que vivir solos mucho tiempo sin mujeres, usualmente se dan comportamientos amorosos con otros hombres y que eso ocurre en los cuarteles y hasta en los seminarios católicos, sin que ninguno se pregunte siquiera sobre la homosexualidad ni dude de su masculinidad. Sé que Australia y Alaska, como las pampas del surde Argentina, son tierras con esas costumbres. Cuando me sentí capaz de seguir la conversación, pregunté.<br />
:-¿Y no te preocupa haber convertido a tu hijo en homosexual?<br />
-¿Pero qué estás diciendo? Tú estás completamente mongolo y no sabes de lo que hablas. Mi Efrain no es marico. Es macho muy macho. El niño más macho de todo San José. Imagina. Ya ha culiado con once vecinas y una cuñada mía y les ha metido el gorro a todos sus amigos…<br />
Unknownnoreply@blogger.com0tag:blogger.com,1999:blog-1219736965597234767.post-39225871974447363162019-11-17T11:53:00.000-08:002019-11-17T11:53:36.707-08:00UNA Y MIL NOCHES Cuentos del amor viril- Luis MeleroUNA Y MIL NOCHES<br />
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Cuentos del amor viril- Luis Melero<br />
<br />
El recorrido entre el trabajo del campo en Extremadura y el éxito actual del restaurante, en un bello puerto turístico, había durado poco tiempo.<br />
Román acababa de materializar el sueño con que escapaba, sobre el tractor, de la grisitud de su vida de tres años antes, porque casado a los veinte y con dos hijos, uno de nueve y otro de seis años, a los treinta. Nela le aburría, jugar con los niños sólo mitigaba un poco el aburrimiento, tedio que se hacía insoportable en cada uno de los minutos que transcurrían desde la siembra a la cosecha. Allí, parado encima del tractor junto a la dehesa, miraba con desazón y envidia hacia los jóvenes que acudían a retozar en el chaparral, sentimientos que jamás logró descifrar, porque le dominaba un deseo vehemente de descubrir otras cosas, otros panoramas, huir hacia aventuras y venturas que tenían que ser posibles en otros sitios, lugares donde ocurriesen los prodigios de "Las mil y una noches", y suponía que jamás reuniría el valor de buscarlos.<br />
Aunque la muerte de su padre le entristeció, pasadas cinco semanas se sintió libre de exponerse a los riesgos que él no le había permitido correr. Abrumado y a punto de caer muchas veces en el desánimo por las advertencias de su madre, su hermana y su cuñado, y sobre todo por las airadas protestas de Nela, vendió el tractor, la finca y la casa, y compró el local en Puerto Marina. <br />
Tenía treinta años cuando empezó la obra del restaurante, treinta y uno cuando descubrió lo buen cocinero que era, treinta y dos cuando tuvo que convencer a su madre, hermana y cuñado de que se mudasen con él para ayudarle, y ahora, a los treinta y tres, el dominical del periódico más importante de Madrid acababa de publicar en la sección turística un artículo donde elogiaba y recomendaba el "sorprendente Restaurante Monfragüe, la más sofisticada y deliciosa cocina familiar de caza". <br />
Había llegado a la meta. <br />
Tenía treinta y tres años y nadie le calculaba más de veinticinco. El tono cetrino de su bronceado campero se había vuelto tan rosado y resplandeciente como el de los turistas ricos de Puerto Banús. Comía opíparamente, pero como trabajaba hasta dieciséis horas en el restaurante y aprovechaba todas las pausas para nadar, su fornido cuerpo de trabajador rural mantenía el vientre plano como el de un adolescente y, de hecho, podía vestir con naturalidad como los adolescentes, porque nadie le observaba con ironía al usar la moderna y juvenil ropa que componía su armario; al contrario, descubría al pasar por la calle que le miraba golosamente gente mucho más joven que él. A su lado, cuando iban a misa los domingos agarrados del brazo, Nela comenzaba a parecer su madre y él parecía, cada vez más, el hermano mayor de sus hijos. <br />
El aburrimiento renacía. La alegría por el comentario del periódico fue muy efímera, y otra vez sentía impulsos de correr en busca de un prodigio que debía de esperarle en un quimérico país de "Las mil y una noches".<br />
Tenía que plantearse otras metas, como aventurarse a convertir el Monfragüe en el primero de una cadena de restaurantes con sucursales en las principales capitales de España y el extranjero. Algo así tenía que abordar, a ver si no iba a acabar como parecía muchas veces a punto de terminar en Extremadura, liándose la manta a la cabeza y escapando de Nela, sus parientes y sus hijos para buscar no sabía el qué. <br />
<div class="separator" style="clear: both; text-align: center;"><a href="https://blogger.googleusercontent.com/img/b/R29vZ2xl/AVvXsEhyX6xoOBCtjxKUsyYoHrSBJd5PG4s9TSWf0LC6B-X_Z-9MVMpMJ0mOL1kZZlcg308GEJoyzrVcdHIpiVJVc0h0LFxAeyNlR8cQz7OzYBA0A3sDi0XfTHWnO41gDzhduno5Faxe7kPXjjo/s1600/Y1.jpg" imageanchor="1" style="margin-left: 1em; margin-right: 1em;"><img border="0" src="https://blogger.googleusercontent.com/img/b/R29vZ2xl/AVvXsEhyX6xoOBCtjxKUsyYoHrSBJd5PG4s9TSWf0LC6B-X_Z-9MVMpMJ0mOL1kZZlcg308GEJoyzrVcdHIpiVJVc0h0LFxAeyNlR8cQz7OzYBA0A3sDi0XfTHWnO41gDzhduno5Faxe7kPXjjo/s400/Y1.jpg" width="400" height="329" data-original-width="236" data-original-height="194" /></a></div><br />
Encontró una válvula de escape con el equipo de fútbol. <br />
A Romy, su hijo mayor, de doce años, le gustaba jugar fútbol y lo hacía durante el verano a todas horas en la playa situada junto al puerto. Un día, pasó por allí el concejal de deportes y les propuso a los chicos formar parte de un equipo infantil representativo del municipio. Romy corrió a contárselo a su padre y éste tuvo que ir a hablar con el concejal, que a los quince minutos de conversación le ofreció la presidencia del equipo.<br />
-Usted se ocuparía de todo, de elegir al entrenador, los ayudantes, la equipación y demás, así como de organizar los viajes. Porque vamos a entrar en una competición provincial.<br />
Román aceptó sin tener claro si disponía de tiempo para ello. Los domingos, los días de partidos, era cuando el restaurante solía estar más lleno y, aunque su madre y su hermana habían aprendido ya a preparar sus platos, todas las manos eran pocas para atender a la clientela los fines de semana. Calculó que tendría que contratar a alguien más, pero iba a organizar el equipo porque el encargo le podía sacar de la rutina. <br />
Y así fue. <br />
Romy conocía a todos los chicos que jugaban al fútbol en la playa. Román se sorprendió por lo numerosas que eran sus amistades. En dos semanas, visitó guiado por su hijo las casas de treinta y cinco muchachos, veintiocho padres de los cuales aceptaron que también sus hijos formasen parte del equipo, a pesar de que tenía que abonar cada uno quince mil pesetas para la ropa. Una vez completada la plantilla de jugadores, necesitaba un cuadro técnico.<br />
-Hay un morito que juega muy bien -le dijo Romy-. Viene siempre por las tardes, a la siete o así, y organiza partidos con sus amigos. Hammou marca siempre más de diez goles. Tienes que verlo. ¡Es un crack! Él puede ser el entrenador.<br />
Antes de empezar a preparar las cosas en la cocina, esa tarde decidió echar una ojeada. Bajó a la playa con Romy, que le indicó:<br />
-Míralo. Ése es Hammou. <br />
<div class="separator" style="clear: both; text-align: center;"><a href="https://blogger.googleusercontent.com/img/b/R29vZ2xl/AVvXsEhCtk5w7UsYTl4VWEbdx2XNRDpYJRmDBg10AjBVwBBMt-yosIffrYrAnIvLcUJCd2ZoNIfiFyqmxFya5iysTyBY4tfgc8EFQdlo2lQFfgVFQUIqSTd6hpsvQJg8S_qagTGny5GuVPdzNGA/s1600/Y2.jpg" imageanchor="1" style="margin-left: 1em; margin-right: 1em;"><img border="0" src="https://blogger.googleusercontent.com/img/b/R29vZ2xl/AVvXsEhCtk5w7UsYTl4VWEbdx2XNRDpYJRmDBg10AjBVwBBMt-yosIffrYrAnIvLcUJCd2ZoNIfiFyqmxFya5iysTyBY4tfgc8EFQdlo2lQFfgVFQUIqSTd6hpsvQJg8S_qagTGny5GuVPdzNGA/s400/Y2.jpg" width="400" height="242" data-original-width="289" data-original-height="175" /></a></div>Para ser marroquí, era demasiado moreno. Más bien tenía aspecto de egipcio del sur y sus facciones reforzaban la impresión, porque eran muy semejantes a las de Ramsés tercero que había visto reproducidas en las fotos del tempo de Abu Simbel. Debía de medir entre un metro setenta y cinco y un metro ochenta. Muy robusto, su cintura era sin embargo fina y su agilidad, extraordinaria. Corría sin descanso de un lado a otro, como si no le agotasen las carreras a través del campo de mullida arena. Durante los veinte minutos de que disponía Román, marcó cuatro goles, en los que parecía entregar el alma. <br />
-Dile que venga al restaurante cuando termine el partido -le ordenó a Romy. <br />
No pudo atenderle hasta que el trabajo aflojó. Lo había olvidado. Su hermana le recordó que "ese moro sigue esperándote en la barra". Miró el reloj; la una y media de la madrugada. Se sintió avergonzado. <br />
-¿Ha comido algo? -le preguntó a su hermana.<br />
-¡Qué va! No creo que tenga un duro. Cuando vino, le ofrecí una cerveza, pero no la quiso; sólo quería agua. Se ha bebido tres o cuatro jarras y ha acabado con todos los frutos secos que había en la bandeja de la barra. Lo menos medio kilo. Vaya caradura.<br />
Se acercó al marroquí. Se sintió incapaz de calcular su edad y tampoco hubiera podido reconocerle de no saber que era él, porque mientras que jugando en la playa vestía más o menos como los demás futbolistas, ahora su ropa le hacía parecer casi un mendigo.<br />
-Hola. ¿Te ha contado mi hijo de lo que se trata?<br />
-No le entendí.<br />
Hablaba español razonablemente bien.<br />
-El ayuntamiento quiere formar un equipo de fútbol infantil. Necesitamos un entrenador.<br />
-Yo busco trabajo.<br />
-Pero... en el equipo sólo cobrarías dietas. ¿No trabajas?<br />
-No.<br />
-Como hablas español, creía que ya llevabas mucho tiempo en España.<br />
-No. Hace cuatro meses, nada más.<br />
-¿Y ya has aprendido el idioma?<br />
-Lo hablaba antes de venir. Mi casa está muy cerca de Melilla. He estado más tiempo en Melilla que en Marruecos, ya sabes, buscándome la vida.<br />
Román se dijo que había problemas. Seguramente, Hammou era un inmigrante ilegal. El ayuntamiento no lo aceptaría. Pero jugaba muy bien y era muy popular entre los chicos, según lo que había observado con Romy y sus amigos. Podía liderar el equipo. ¿Cómo lo resolvería? Decidió preguntar a bocajarro:<br />
-¿No tienes papeles, verdad?<br />
Hammou bajó los ojos.<br />
-¿Has hecho alguna gestión?<br />
-El consulado está en Algeciras. Antes de nada, necesito el pasaporte y no tengo... cómo ir.<br />
-¿Cuántos años tienes?<br />
-Veintidós.<br />
-¿Crees que puedes entrenar el equipo? ¿Te gustaría?<br />
-Sí.<br />
-Voy a ver cómo lo puedo arreglar. ¿Dónde vives?<br />
Hammou negó con la cabeza.<br />
-¿Quieres decir que no tienes casa?<br />
-Duermo en la playa.<br />
<div class="separator" style="clear: both; text-align: center;"><a href="https://blogger.googleusercontent.com/img/b/R29vZ2xl/AVvXsEhLPjasWX5M0EShMjvn27qTDGO-CkdWcKasswSCdXWaGBY4lf0J3MLGyO5SQ34AwsqKyc0oZJ0yX1YUBwoVdncm3x-LRIGIlrEItNooEOuKlt6B8rDj3ppgfm87JEVHyCKtueNvx7KmFaY/s1600/Y3.jpg" imageanchor="1" style="margin-left: 1em; margin-right: 1em;"><img border="0" src="https://blogger.googleusercontent.com/img/b/R29vZ2xl/AVvXsEhLPjasWX5M0EShMjvn27qTDGO-CkdWcKasswSCdXWaGBY4lf0J3MLGyO5SQ34AwsqKyc0oZJ0yX1YUBwoVdncm3x-LRIGIlrEItNooEOuKlt6B8rDj3ppgfm87JEVHyCKtueNvx7KmFaY/s400/Y3.jpg" width="400" height="400" data-original-width="225" data-original-height="225" /></a></div><br />
Hammou terminó de pintar la fachada del restaurante en tres días. El chalé lo pintó de arriba abajo, por dentro y por fuera, en dos semanas, sin ayuda de nadie para mover muebles o encaramarse en los andamios entre dos escaleras de tijeras. Reparar la valla y pintarla le tomó dos días. <br />
Román no sabía qué otro encargo hacerle. Preguntó a sus vecinos, la mayoría vacacionistas ocasionales, y ninguno buscaba quien le pintara la casa. Todavía estaban en plena temporada y no disponía de tiempo para acompañarle a Algeciras, a averiguar qué tenía que hacer para legalizar la situación. Era imposible emplearle en el restaurante sin papeles, expuesto a que un inspector de trabajo le multase, lo que era muy frecuente en verano a lo largo de la costa.<br />
Le contó el problema al concejal de cultura que, viendo su interés por el marroquí, aceptó que fuese preparando provisionalmente el equipo antes de darlo por organizado, a cambio de alguna propina ocasional y la promesa de ayudar en las gestiones de legalización cuando llegase el momento.<br />
-Escucha, Hammou, no puedo darte trabajo, pero podemos poner una tienda de campaña en el jardín de mi casa, para que duermas allí, porque lo que va a darte el ayuntamiento no te alcanzará para la pensión. Comerás en el Monfragüe. ¿Te parece bien?<br />
Hammou asintió, sin levantar los ojos del suelo.<br />
El equipo empezó a funcionar. Trasunto de Jeckyll y mister Hyde, Hammou era dos personas diferentes; una, en las cosas cotidianas y otra muy distinta cuando estaba en el campo de fútbol. Habitualmente taciturno, se volvía exuberante y alegre cuando aleccionaba a los niños y, sobre todo, cuando demostraba en la práctica cómo hacer pases, regates y fintas.<br />
<div class="separator" style="clear: both; text-align: center;"><a href="https://blogger.googleusercontent.com/img/b/R29vZ2xl/AVvXsEhaXkLSvk3n_gU31D-y-1ftacThr3BOJ4wlHIqAmRabQLso_ZzHTpCQyWoS8_TKA-JAPMHAaeLA5oA0-lVFWvwONNkDhKQRJKEzY2zidCWv1C1p-6gntBTUxIo3CDsIRSqKfydn9ib2TsI/s1600/Y5.jpg" imageanchor="1" style="margin-left: 1em; margin-right: 1em;"><img border="0" src="https://blogger.googleusercontent.com/img/b/R29vZ2xl/AVvXsEhaXkLSvk3n_gU31D-y-1ftacThr3BOJ4wlHIqAmRabQLso_ZzHTpCQyWoS8_TKA-JAPMHAaeLA5oA0-lVFWvwONNkDhKQRJKEzY2zidCWv1C1p-6gntBTUxIo3CDsIRSqKfydn9ib2TsI/s400/Y5.jpg" width="400" height="224" data-original-width="300" data-original-height="168" /></a></div><br />
Hubo que esperar a septiembre.<br />
El primer lunes del mes, a las cinco de la mañana, Román abrió la cremallera de la tienda de campaña instalada en el jardín, para despertar a Hammou. El muchacho dormía completamente desnudo y presentaba la lógica erección de un joven durmiente sano. Román sintió una turbación incomprensible, contemplándole mientras dudaba si hablarle, porque sus ojos fascinados se habían cosido al cuerpo relajado cuyas proporciones nunca se había parado a calibrar cuando corría en el campo de fútbol; dormía ladeado hacia la derecha, con una pierna flexionada y un brazo tras la nuca, flexiones que resaltaban la sinuosidad lustrosa de todos sus miembros. Los muslos eran gigantescos, pero estriados como si estuvieran tallados en ébano. Volvía a sentir la antigua necesidad de experimentar el vértigo de lo desconocido. Agitó la cabeza, como si quisiera negarse ante un demonio que le tentaba.<br />
-Levántate, Hammou. Nos vamos a Algeciras.<br />
Tal como estaba, desnudo, el marroquí corrió y se lanzó a la piscina. Román ignoraba que su aseo matinal consistiera en eso, aunque Nela ya le había dicho alguna madrugada que le parecía que hubiera alguien nadando. Todavía con la desconcertante turbación de antes, lo vio emerger por el borde, alzándose con la habilidad de un gimnasta; poseía un cuerpo que por fuerza debía atraer poderosamente a las mujeres, turgente, satinado y resplandecientemente tachonado con las gotas que brillaban en su piel. <br />
-Vístete deprisa, mientras saco el coche del garaje. Desayunaremos por el camino.<br />
Sólo había dormido tres horas; para vencer el sueño que aún le producía bostezos, Román inició la conversación en cuanto arrancó el coche.<br />
-¿Cómo conseguiste entrar en la península?.<br />
-En un camión.<br />
-¿Te escondiste en un camión?<br />
-Sí, pero no dentro. Debajo, entre los ejes.<br />
-¿En serio?<br />
-Traía una ropa muy bonita que me compró la mujer de mi hermano, pero se me llenó toda de grasa. En cuanto el camión llegó al barco, salí a tratar de lavarme, pero fue muy mala idea porque noté que los marineros me miraban y se habían dado cuenta de que era un polizón. Me escondí en los servicios. Un paisa que estaba meando, me preguntó en árabe qué me pasaba. Yo no hablo bien el árabe, porque soy bereber, así que él me preguntó en español si tenía problemas. Primero tuve miedo, porque hay musulmanes en Melilla que son más policías que los policías, pero él se dio cuenta y me contó que trabajaba en Bélgica y que viajaba de regreso con su mujer y su hija. Como no sabía qué hacer, le dije lo que pasaba. Me mandó que tirara la camisa llena de grasa y me dio la camiseta que él llevaba debajo de la suya, y me dijo que me encerrara en el retrete hasta que volviera. Volvió a los diez minutos, pasándome por debajo de la puertecilla una cazadora de cuero. Luego, me llevó a cubierta con su familia. Su hija se agarró de mi brazo, haciendo como que era mi novia. Así pasamos la aduana de Málaga. <br />
-¿Por qué viniste?<br />
-Tengo nueve hermanos y mi padre se fue hace dos años con otra madre; ahora ya no le da dinero a la mía. Tenemos muchos problemas y los cuatro hermanos que son mayores que yo ya están casados. Tengo que ayudar. Las dos veces que me ha dado dinero el concejal se lo mandé a ella.<br />
Admirado, Román notó que resbalaba una lágrima por la mejilla de Hammou.<br />
-Sientes nostalgia de tu familia, ¿no?<br />
-No -respondio Hammou con firmeza-. Tengo que ser importante en España antes de volver allí. Mi madre consultó con la bruja, que dijo que yo iba a encontrar a un hombre en España que me haría famoso.<br />
Desayunaron en el primer café que encontraron abierto, en Estepona. Román observó que la melancolía que le causara una lágrima había sido sustituida, sin transición, por una alegría expansiva; Hammou reía sin parar, casi sin venir a cuento. Cuando reiniciaron la marcha, el joven dijo:<br />
-Yo pienso que tú eres ese hombre.<br />
-¿Quién?<br />
-El que dijo la bruja.<br />
-¿El que va a hacerte famoso? Creo que no.<br />
-¿Me vas a echar?<br />
-No, hombre, qué va. Lo que quiero decir es que no creo que yo pueda hacerte famoso de ninguna manera.<br />
-Sí, con el fútbol. Todos decían en mi pueblo que soy mejor que Ben Barek. Sé que un día encontrarás a alguien que me abrirá la puerta de un club importante.<br />
Román apretó los labios. Hammou se estaba haciendo demasiadas ilusiones.<br />
-Hace calor -dijo el marroquí.<br />
-Sí. Empieza a hacer calor. Menos mal que tenemos el sol de espaldas.<br />
-Voy a ponerme el pantalón corto.<br />
-Sólo faltan cincuenta kilómetros.<br />
-Me cambiaré otra vez al llegar.<br />
Hammou sacó el short de la bolsa de mano, se quitó los tenis y se bajó el pantalón. Antes de quitarse el calzoncillo, Román notó que se acariciaba la entrepierna; cuando se lo bajó, tenía una erección. Román fijó la mirada al frente, con las manos crispadas en el volante; no quería que volviera el desconcierto, se negaba a mirar de reojo siquiera.<br />
-Éste es un rebelde -dijo Hammou agitándose el pene-. Si no me corro por las mañanas, sigue revoltoso hasta mediodía. Quiere su ración.<br />
-Vamos, Hammou, ponte el short, no sea que pasemos un autobús y la gente se dé cuenta de que vas en cueros.<br />
-¿No quieres tocar un poco? Esta mañana te quedaste mucho rato mirándome.<br />
El muy zorro se había hecho el dormido. La vaga e inexplicable inquietud de Román fue desplazada por el enojo.<br />
-¡Cúbrete de una vez, Hammou!<br />
Alarmado por su tono, el joven obedeció.<br />
<br />
<div class="separator" style="clear: both; text-align: center;"><a href="https://blogger.googleusercontent.com/img/b/R29vZ2xl/AVvXsEgOGgDfMjVz8j1mLHORkiIb2n1a47bpqdUDNoGSw7q84YEbO9wr5FStl3l1NmdaL_3mfjoPClo2gc6ylCAbqZF5SuNaHGJC-uM6sv3iR0SO5J65sxFlTCZmgzyBD6Y234FekAWE0QTeZGs/s1600/Y6.jpg" imageanchor="1" style="margin-left: 1em; margin-right: 1em;"><img border="0" src="https://blogger.googleusercontent.com/img/b/R29vZ2xl/AVvXsEgOGgDfMjVz8j1mLHORkiIb2n1a47bpqdUDNoGSw7q84YEbO9wr5FStl3l1NmdaL_3mfjoPClo2gc6ylCAbqZF5SuNaHGJC-uM6sv3iR0SO5J65sxFlTCZmgzyBD6Y234FekAWE0QTeZGs/s400/Y6.jpg" width="233" height="400" data-original-width="171" data-original-height="294" /></a></div>Tuvieron que hacer cola a la puerta del consulado durante dos horas. El funcionario, un treintañero delgado que parecía sacado de una tópica película de ambiente árabe, les explicó los trámites y adoptó una actitud que a Román le hizo suponer que esperaba un regalo. Le quitó de las manos a Hammou los papeles que aportaba, que según el funcionario no servían para nada, introdujo un billete de cinco mil pesetas entre ellos y volvió a dárselos al diplomático. Al parecer, los papeles se habían vuelto útiles de repente. <br />
El trámite ante las autoridades marroquíes iba por buen camino. A continuación, deberían realizar las restantes gestiones ante las españolas. De regreso, antes de llegar a Estepona, la carretera rozaba la playa.<br />
-¿Podríamos parar a nadar un poco? -preguntó Hammou.<br />
-Hay mucho trabajo en el restaurante.<br />
-Son cinco minutos. Tengo mucho calor.<br />
-Vale. Cinco minutos.<br />
<div class="separator" style="clear: both; text-align: center;"><a href="https://blogger.googleusercontent.com/img/b/R29vZ2xl/AVvXsEgFcZTFvnoCHi4RDnKHyqZI9eRIHakXCENkih51lLkqMqBRVjnyfjc-ZXasKnJSXtD1oSky_g4akKKtjDa4JYTOoToZxY4CB3Z4EMGfzjNKUP5atWd3qJLqbmaNwa26Yrv6Jvntb8YtIZ4/s1600/Y7.jpg" imageanchor="1" style="margin-left: 1em; margin-right: 1em;"><img border="0" src="https://blogger.googleusercontent.com/img/b/R29vZ2xl/AVvXsEgFcZTFvnoCHi4RDnKHyqZI9eRIHakXCENkih51lLkqMqBRVjnyfjc-ZXasKnJSXtD1oSky_g4akKKtjDa4JYTOoToZxY4CB3Z4EMGfzjNKUP5atWd3qJLqbmaNwa26Yrv6Jvntb8YtIZ4/s400/Y7.jpg" width="278" height="400" data-original-width="187" data-original-height="269" /></a></div>De nuevo se cambió de calzón dentro del coche, sin cubrirse. La erección continuaba. Román no se desnudó. A través del parabrisas, lo vio zambullirse, mientras él luchaba contra la persistente inquietud; Hammou era un animal bello, ágil, vital, gozoso, despreocupado y carente de doblez. Con la misma naturalidad con que le había invitado a tocarle, había pasado la página para comportarse como un muchacho ilusionado por la inminente resolución de todas sus dificultades, las documentales y las demás. Horrorizado, Román descubrió que se reprochaba no haber tocado.<br />
Al reanudar el viaje, tuvo que resistir muchas veces el impulso. La mano derecha se le escapaba hacia el muslo de Hammou cada vez que cambiaba de marcha, y la retiraba como si le diera un calambre. Su humor era tan sombrío, que apenas escuchaba al marroquí:<br />
-En mi pueblo, es imposible follar con una muchacha. Tenemos que bajar a Nador para hacerlo con las putas, pero cuesta demasiado y es muy peligroso; todas están sucias; cuándo íbamos cuatro o cinco, teníamos que hacerlo con la misma para que nos saliera más barato y a la puta ni siquiera le daba tiempo de lavarse antes de pasar el siguiente. Mis dos hermanos cogieron enfermedades; al mayor, que se llama Mimon, lo rechazó el padre de su novia cuando se enteró de que tenía sífilis y mi madre tuvo que hablar con otra, perdiendo los regalos que ya le había dado a la primera. Hay muchos que lo hacen con las cabras, pero a mí me da asco y siempre hay algún muchacho más joven que no protesta porque se lo hagamos y es mucho mejor. A mí nunca me lo hicieron de chico, porque mis hermanos mayores me decían que no lo permitiera y una vez le dieron una paliza a uno que lo intentó cuando yo tenía once años, que lo pillaron cuando ya me había desnudado y vuelto boca abajo en la cama de mi madre; lo majaron a palos aunque era primo de mi padre y ellos le tenían mucho respeto, y me parece que le habían dejado que lo hiciera con ellos cuando eran tan jóvenes como yo, porque el primo de mi padre les hacía muchos regalos; lo que pasa es que cuando eres mayor y llega la hora en que eres tú el que te follas a los más jóvenes, no te gusta recordar que, según qué gente, por asquerosa, te lo haya hecho; porque esos que tienen los dientes negros son los más sucios y casi siempre tienen enfermedades. Mi madre me decía todos los días que tuviera cuidado si yo lo hacía con alguno, pero que no dejara que me lo hicieran a mí. Un amigo mío que ahora está en Francia, y que se llama Nadir, insistía mucho cuando teníamos quince años, a pesar de que esa es la edad que ya comienzas a dejar de ser el que se deja y a querer dar tú; aunque tenía curiosidad, porque todos mis amigos decían que da mucho gusto cuando uno se la menea con una polla dentro del culo, yo no le dejé, porque Nadir tiene una polla que es el doble más grande que la mía, y eso que yo tengo diecinueve centímetros, y me daba miedo. Entonces, como él decía que me quería mucho y aunque insistía yo no quería, porque, además del bicho que tiene, es mi amigo, me llevaba con él cuando iba a follarse a un primo mío, que no protestaba y que me parece que es un poco mariquita. Se lo follaba siempre en el mismo sitio, contra una roca que había al lado de un algarrobo que nos tapaba del camino; le gustaba que yo me subiera a la roca y que me la meneara cerca de su cara mientras él follaba con mi primo, que gritaba igual que una mujer. Siempre le hacía sangre, porque su polla es así, mira, Román, así, como este apoyabrazos. Tendrías que verla. Cuando pase por aquí en las vacaciones camino de Melilla, le diré que venga a enseñártela. Yo creo que es casi tan grande como la del burro que tiene mi madre. Mira si es grande, que cada vez que yo se la metía a mi primo después que él, estaba tan abierto que no sentía nada y no me gustaba. Nadir quiso que yo se la metiera el día antes de irse a Francia, aunque ya no tenía edad de dejarse follar, porque había cumplido los dieciocho; me dijo que ya que no quería que él me follara a mí, le hiciera por lo menos una paja con mi mano mientras yo se la metía. Me costó trabajo, porque, como es mi amigo, me sentía un poco cortado, y además tardó mucho rato en correrse, y yo sin parar de bombear aquello tan asqueroso de tan grande que es, y que me estaba haciendo sudar por la fuerza que tenía que hacer; tardó tanto, que quiso metérmela por cojones; estuvo hasta llorando, pidiéndome por favor que le dejara, y lo que hice fue obligarle a correrse con la boca, para que me dejara tranquilo. El año pasado, vino de vacaciones con su mujer, porque se ha casado con una francesa, y entonces, aunque ya teníamos los dos veintiún años, sí le dejé que me la metiera después de metérsela yo, porque me dio mucha alegría que volviera, y no me dolió porque ya soy un hombre.<br />
Román tragó saliva. La desinhibición del joven era asombrosa, y su carencia de pudor por lo que estaba relatando, increíble, pero él sentía crecer el desconcierto y la turbación. Suspiró aliviado cuando aparcó junto al restaurante. <br />
<div class="separator" style="clear: both; text-align: center;"><a href="https://blogger.googleusercontent.com/img/b/R29vZ2xl/AVvXsEizrQMgIFD-rooKvGNMG93wnKwbOuN1MrYqeLFIa-f4JBXuYnnpPcdokawEkVr0NcRpyuN41q_9wsC_B8Si_9CDNPd5AL1e0p_5k2An5Zl97cxaJLpZuCKtIrRqStHiby-8a4lZFGoYfCY/s1600/Y8.jpg" imageanchor="1" style="margin-left: 1em; margin-right: 1em;"><img border="0" src="https://blogger.googleusercontent.com/img/b/R29vZ2xl/AVvXsEizrQMgIFD-rooKvGNMG93wnKwbOuN1MrYqeLFIa-f4JBXuYnnpPcdokawEkVr0NcRpyuN41q_9wsC_B8Si_9CDNPd5AL1e0p_5k2An5Zl97cxaJLpZuCKtIrRqStHiby-8a4lZFGoYfCY/s400/Y8.jpg" width="298" height="400" data-original-width="194" data-original-height="260" /></a></div><br />
El equipo marchaba bien. Entusiasmado con su genialidad futbolística y por lo bien que conducía a los muchachos, el concejal comenzó a interesarse por los problemas legales de Hammou, impaciente por formalizar su fichaje para asegurarse de que iba a continuar la labor toda la temporada. Una vez resueltos los trámites del consulado, le prometió a Román que realizaría gestiones para solucionar los españoles en un plazo breve.<br />
-¿Tendría problemas si le diera trabajo en el restaurante? -preguntó Román.<br />
-No creo. Ahora que comienza la temporada baja, la vigilancia afloja mucho. Pero no te preocupes; si apareciera un inspector, dile que es empleado del ayuntamiento, que sus papeles los tengo yo y que venga a hablar conmigo.<br />
Hammou engrosó la plantilla del Monfragüe, en la que, despedidos ya los refuerzos del verano, sólo figuraban dos camareros que no eran parientes de Román. La hermana llevaba la caja y se responsabilizaba del almacén; el cuñado se tomaba muy a pecho su papel de maitre y la madre hacía de pinche en la cocina. Nela realizaba la decoración floral, que renovaba cada dos días, comprando ella misma las flores y negándose a que cualquier otro las eligiera. También los dos hijos se empeñaban en colaborar con frecuencia a la hora de montar las mesas. De modo que lo único que Román podía encargarle a Hammou era de la limpieza matinal, que apenas representaba el retoque y mejora de lo que los camareros habían limpiado de madrugada.<br />
-Eres un loco -le dijo a Román su hermana-, darle la llave a ese moro, para que se hinche de robarte. <br />
-No le llames "moro", por favor, Carmela. Ellos creen que esa palabra es un insulto. Sabes de sobra su nombre.<br />
-Muchas molestias te tomas tú por el moro ése, que un día va a dejarte con el culo al aire. Cualquier día, vendremos a abrir el restaurante y nos encontraremos que se ha llevado la registradora.<br />
<div class="separator" style="clear: both; text-align: center;"><a href="https://blogger.googleusercontent.com/img/b/R29vZ2xl/AVvXsEhdBMVvPM2UMBBUyAoM4m0qb1syqRIbabzeOKomWM59WxphfIPp1uAJSCH8mZafP1CKeIUSFxFwRzbY2U6zvyd8jsGV_DdXEJvGWFjRZlV5HWKQTpDqBlhFiKILe3VGLop-z1gG1WteQRw/s1600/Y9.jpg" imageanchor="1" style="margin-left: 1em; margin-right: 1em;"><img border="0" src="https://blogger.googleusercontent.com/img/b/R29vZ2xl/AVvXsEhdBMVvPM2UMBBUyAoM4m0qb1syqRIbabzeOKomWM59WxphfIPp1uAJSCH8mZafP1CKeIUSFxFwRzbY2U6zvyd8jsGV_DdXEJvGWFjRZlV5HWKQTpDqBlhFiKILe3VGLop-z1gG1WteQRw/s400/Y9.jpg" width="317" height="400" data-original-width="200" data-original-height="252" /></a></div>-Quítate esas ideas de la cabeza, Carmela. Hammou es incapaz de robar ni un caramelo.<br />
-¿Qué sabrás tú? Todos los atracos que trae el periódico son moros los que los hacen.<br />
A Hammou le intimidaba Carmela; siempre se ponía nervioso cuando se le acercaba o cuando notaba que le estaba acechando; en tales momentos se mostraba torpe y cohibido, deseoso de echar a correr. Un día, cuando ya llevaba un mes trabajando en el Monfragüe, cuyas vitrinas, espejos, botellas y cristalería brillaban como nunca, llegaron al mismo tiempo, a las once, Carmela y Román. Con el suelo, las cristaleras y los espejos ya relucientes, el marroquí se encontraba pulimentando con un paño las copas de vino y las de agua, que iba colocando de nuevo en las mesas. Carmela se detuvo junto a él y le dijo con tono muy ácido:<br />
-Te he explicado un montón de veces que las colocas al revés. Eres un estúpido.<br />
Román observó que palidecía. Sujetando el paño en la mano derecha y la copa que pulimentaba en la izquierda, se paró, mirando con expresión indescifrable a la hermana. Con mano temblorosa, fue a poner la copa junto a la otra, tal como se le acababa de indicar; a causa del temblor, golpeó entre sí las dos copas, que se rompieron a la vez. Mientras contemplaba los fragmentos de cristal esparcidos sobre el mantel de color salmón, la piel del marroquí se había vuelto de cera.<br />
-¡Moro de mierda! -gritó Carmela-. Eres un inútil y un desgraciado.<br />
Como si tuviera ganas de golpear, Hammou tiró violentamente el paño sobre la mesa y corrió a ocultarse en la cocina.<br />
-Carmela, Carmela... -murmuró admonitoriamente Román, y fue tras Hammou, previendo lo que iba a encontrar.<br />
En la cocina, había un cuartillo más allá de las cámaras frigoríficas, donde los camareros disponían de seis taquillas para guardar la ropa. Hammou estaba dentro, con la puerta cerrada. Román intentó abrir, pero el pestillo se encontraba echado. Trató de oír. Sonaban golpes sordos, aunque propinados con mucha fuerza.<br />
-Hammou -dijo muy bajo-. No se lo tomes en cuenta. Abre, vamos a hablar.<br />
Los golpes dejaron de sonar, pero la puerta permaneció cerrada. <br />
-Venga, Hammou, abre.<br />
-No puedo.<br />
-¿Por qué?<br />
-Te vas a cabrear conmigo.<br />
-No.<br />
-Sí.<br />
-Coño, abre, Hammou. Me estás poniendo nervioso.<br />
La puerta se entrebrió.<br />
-Entra -le dijo Hammou, y cerró de nuevo con Román dentro.<br />
Éste descubrió al instante las manchas de sangre en la pared. Comprendió lo que había pasado.<br />
-Enséñame la mano.<br />
Hammou se resistió, pero Román le tomó la muñeca y le obligó a torcerla para examinar las heridas. Los huesos de los nudillos eras visibles a través de la piel hecha jirones y la sangre<br />
-Joder, Hammou. Tengo que llevarte en seguida al hospital. Estás como un cencerro. Venga, vamos.<br />
-Me va a gritar otra vez.<br />
-No le hagas caso a mi hermana. Venga, vamos, antes de que se nos haga tarde para volver a trabajar.<br />
Con la espalda apoyada contra la puerta, Hammou se abrazó a Román<br />
-Perdona por manchar la pared.<br />
Aunque nervioso por lo que el abrazo le hacía sentir, Román consideró que agravaría la situación si le empujaba para rechazarle.<br />
-No te preocupes por eso. Es una tontería. Vamos a que te curen.<br />
-La aguanto porque te quiero.<br />
-Ya lo sé. También a mí me dan ganas de darle una hostia.<br />
-Yo te quiero mucho, Román. Y ella quiere echarme.<br />
-No te preocupes. No lo va a conseguir.<br />
-Si ella te convence para que me eches, me mato.<br />
Román sintió lo que estaba ocurriendo bajo el pantalón de Hammou. Espantado, trató de separarse. El marroquí se lo impidió. Forzó más el abrazo y de modo inesperado le mordió los labios para que no pudiera rechazar el beso. <br />
Román cerró los ojos. ¿Qué le estaba pasando? Su cuerpo estaba respondiendo como el de Hammou y unas ondas deliciosas le recorrían el espinazo mientras un siroco insoportable agitaba su corazón. ¿Qué demonios significaba eso?<br />
-Vámonos al hospital -dijo, mientras apartaba con energía a Hammou.<br />
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Cuando terminaba los preparativos del restaurante para afrontar la siguiente temporada de verano, Román miró con orgullo el trofeo que intentaba colocar del mejor modo en la vitrina. Romy, su hijo, había querido que se expusiera allí, ya que su padre no vivía en su casa. El equipo había resultado campeón de la liga provincial infantil; aparte del trofeo grande, entregaron otros más pequeños a cada uno de los chicos. A Romy, por ser el capitán, le habían premiado con uno de tamaño intermedio, que Román cambió varias veces de posición hasta conseguir que el nombre de su hijo fuese legible.<br />
-¿Va a venir Hammou? -preguntó Romy.<br />
-No, hijo. Ya pasó la prueba para que el Málaga lo contrate, pero todavía tienen que hacerle hoy el reconocimiento médico.<br />
-¿Ya no va a entrenarnos más a nosotros?<br />
-Me parece que sí. Aunque consiga ser titular en el Málaga, le permiten venir a entrenaros dos veces por semana.<br />
-¿Cuándo vas a llevarme a vuestra casa?<br />
-Cuando quieras.<br />
-¿El martes, que cierras el restaurante?<br />
-¿No tienes colegio?<br />
-Las vacaciones empiezan mañana, ¿no te acuerdas?<br />
-Disculpa, hijo. No me acordaba. ¿Te han aprobado?<br />
-Claro. Díselo a Hammou, porque me prometió regalarme un balón firmado por los jugadores del Málaga si las aprobaba todas.<br />
-Esta noche se lo diré cuando llegue a casa. No te preocupes.<br />
Esa noche que sería una de mil, entre los miles de noches que habrían de sobrevolar juntos todas las rutas mágicas del oriente y el occidente.<br />
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