jueves, 2 de diciembre de 2010

EL PADRE DE LA REINA

En este cuento difícilmente clasificable y que no tengo claro todavía en qué colección incluir, describo una escena relacionada con el negocio editorial que es imposible que ocurra en España, donde según aseguran periodistas y libreros, ninguna editorial paga de modo legal los derechos de propiedad intelectual de los autores.
Como mi caso, que llevo cuatro meses de agonía, tanto funcional como de salud, a causa de que la editora de mis cuatro últimas novelas no me ha pagado correctamente DURANTE CUATRO AÑOS. Tras cuatro años de precariedad y cinco meses de agonía indescriptible, ahora estoy lo que se dice en las últimas, y ni por esas. Ella había mandado hace un mes a su abogada a negociar la deuda, pero nunca más se supo. Entre tanto, los procesos siguen en marcha.
En este cuento ocurre algo que se da en las mejores familias, y que muchos "enterados" conocen al dedillo, pero la "discreción" se impone y nadie habla de ello. Reproduzco lo tres primeros folios

EL PADRE DE LA REINA

Yalma Benaroch tiró el libro contra el suelo y lo contempló deseando que ése y todos los ejemplares ardieran espontáneamente, que se convirtieran todos en ceniza y se volatilizaran. Le ahogaba la ira. Tomó el auricular del teléfono.
-Quiero demandar a George Williamson. Hay que conseguir que retiren esta porquería de la circulación.
-Puede costarte una fortuna, Yalma -le advirtió el abogado-. La editorial no le hubiera permitido publicar esas cosas si él careciera de pruebas de lo que afirma. Tanto el autor como la editorial tienen que sentirse muy seguros para haberlo publicado. ¿Por qué no me dejas que te arregle un encuentro con Williamson?. Eres lo bastante astuta para sacar conclusiones. Si después de hablar con él sigues queriendo demandarlo, entonces lo haremos.
Después de interrumpir la comunicación, Yalma recogió el libro del suelo. Volvió a leer el párrafo:
"Todos sabían en París que León Benaroch, el rey del acero, le hacía regalos extravagantes al modelo Dino Correnti. Fue la última de las grandes aventuras de Benaroch antes y después de casarse, pero seguramente fue la más intensa. En los círculos parisinos se comentaba con sorna que Correnti manipulaba a Benaroch como un pelele y hay constancia de que le sacó más de un millón de dólares en regalos. Benaroch se alimentaba sólo de cocaína durante la etapa final de la relación, porque no podía soportar las veleidades y las traiciones de Correnti, que, en esa época de los años cincuenta, era la estrella más fulgurante de los salones de París"

La residencia de George Williamson parecía la de un millonario bohemio reconvertido en hippy. El jardín, abandonado a la arbitrariedad de la naturaleza, presentaba el aspecto de una selva virgen, de tan intrincado y umbrío. La casa estaba pintada de muchos colores, con algunos paneles de fachada cubiertos con murales que reproducían visiones del fondo del mar al estilo pop; anémonas, algas y corales estilizados, atravesados por bandas onduladas de azul y blanco entre las que flotaban burbujas y peces esquemáticos entre numerosas medusas transparentes. El domicilio de alguien muy vicioso que, supuso, pasaría el tiempo bajo los efectos de la droga
Williamson acudió a saludarla en bata. Aunque sabía que tenía más de sesenta años, Yalma admiró su buen estado físico; las piernas desnudas bajo la bata parecían las de un hombre de treinta y su cuello carecía de pliegues; por la humedad de su pelo y las gotas que brillaban en sus tersas mejillas de cuarentañero, supuso Yalma que acababa de salir de la piscina.
-Intuyo la razón de su visita -dijo el escritor.
-Ustedes los escritores sensacionalistas no imaginan el daño que puede causar lo que escriben a familias enteras. Mi madre tiene una crisis, y sabe usted muy bien lo que eso puede representar a los sesenta y cinco años.
-Créame que lo lamento, pero yo suponía que usted estaba al corriente. Su padre jamás se distinguió por su discreción. Este asunto de Correnti fue uno más. Tanto antes como después de casarse con su madre, sus aventuras gays fueron muy notorias.
-¡Calumnias!.
-Lamento que piense así. Como había previsto el objeto de su visita desde que su abogado me propuso el encuentro, le he preparado estas fotocopias. ¿Ve? ¿Reconoce la letra de su padre?
Yalma cogió las fotocopias sujetas con una grapa. En efecto, la letra parecía la de su padre.
-¿Por qué no me consultó?
-¿Avisar a la reina del acero de que iba a publicar confidencias sobre las andanzas de su padre, andanzas que los que lo trataron conocen tan bien? No me parecía ser indiscreto al escribirlo y usted habría tratado de impedirlo.
-Desde luego.
Yalma sorprendió una misteriosa chispa de ironía en los ojos del escritor.
-Lea estas cartas, señora Benaroch.
-¿Quién tiene los originales?
-Están a buen recaudo. Puede imaginarlo.
-Sí, lo imagino. ¿Puedo llevármelas?
-Para eso las he preparado. Léalas, por favor; va a descubrir que más bien he sido muy discreto en mi libro. Demasiado discreto. Aunque lamente que haya sido por esta causa, celebro mucho conocerla; créame si le digo que hacía muchos años que lo deseaba. Es usted tan bella como esperaba.

Sentada ante el escritorio de su despacho, Yalma Benaroch consiguió superar a duras penas el recelo que leer las cartas le producía. Williamson las había dispuesto en orden cronológico:
19 de abril, 1954.
Querido Dino:
Desde que volví de París no puedo dormir. El recuerdo de tus manos en mi cuerpo permanece vivo sobre mi piel, como si todavía estuvieras a mi lado.
Apenas me concentro en el trabajo. Esta mañana, han venido el notario y los abogados para la lectura del testamento de mi padre y casi no me ha impresionado comprender que desde este momento soy el nuevo rey del acero. Lo único que me importa eres tú, tú, tú.
Hace un rato, he ordenado que te entreguen un pequeño obsequio. Cuídalo, porque el diamante pesa kilate y medio y lleva mi sangrante corazón dentro.
Escríbeme en seguida. Quiero saber si he acertado con el calibre de tu dedo anular. Dudo que me haya equivocado Me sé de memoria hasta el último rincón de tu adorada persona.
Te quiere,
Leo

4 de febrero , 1955
Querido Dino:
Mi madre no para de agobiarme con el apremio de que me case.
Imagina. ¿Cómo voy a casarme? ¿Con una mujer, yo? Como no nos pongamos a bordar...
Noto en tu carta cierta frialdad. No pareces el mismo que hace quince días me abrazó por la cintura mientras contemplábamos París desde la torre Eiffel.
¡Qué difícil es conseguir que me escribas! Sólo guardo dos cartas tuyas de estos años y ahora trazas unas pocas palabras sólo para hablar de dificultades. Por favor, escríbeme contándome lo que piensas de nosotros, diciéndome que me quieres: es la única manera de creer que te tengo cerca cuando no puedo volar a tus brazos. En cuanto a esas dificultades, no te preocupes, las resolveré; siempre contarás conmigo, siempre, siempre.
Te llamará mi agente en País el lunes próximo. Le he contado que realizas trabajos de investigación de nuevos mercados para la empresa. Solventará tus problemas.

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