lunes, 6 de mayo de 2013

MIOPE


CUENTOS DEL AMOR VIRIL.  LUIS MELERO
MIOPE   

-¿Roberto? Ven a presidencia. Quieren hablar contigo.
Mientras colgaba el teléfono, Roberto Serfaty advirtió un leve temblor en su mano. Iba a suceder lo que había venido temiendo; era demasiado joven para el cargo  y, finalmente, los directivos de la empresa habían decidido volverse atrás de su propia decisión de tres meses antes. La llamada de la secretaria del presidente no podía significar otra cosa. No había dado la talla, su inexperiencia había prevalecido sobre su talento y seguramente iban a destituirle o, peor, despedirlo. Por consiguiente, entró en la sala de juntas con ademán resignado.
-Eres el más joven del equipo directivo -dijo el presidente, en el centro de las miradas sarcásticas con que escrutaban a Roberto los tres jefes de cuentas-. Y, además, el único soltero.
Conque se trataba de eso. Venezuela era una sociedad condicionada por un machismo formal muy acentuado. Los hombres venezolanos, que el tópico definía como exageradamente superdotados, acostumbraban a vestir pantalones que señalasen sus atributos sexuales de modo muy exhibicionista. Inmersos en ese culto a la virilidad militante, sus jefes verían sospechosa su soltería aunque sólo contara veintiséis años, una soltería agravada por el hecho de que -a pesar de poser buena apariencia- no se mostrara conquistador con sus compañeras de trabajo ni se le conocieran amistades íntimas femeninas. Había desechado vivir en España porque su familia, demasiado apegada a las tradiciones sefarditas, intentaba obligarlo a casarse con una prima lejana que vivía en Melilla y que ni siquiera había visto nunca. Y ahora, se iba a encontrar con que sus jefes lo querían casado de todas formas.
-Eres el único al que podemos dar este encargo -prosiguió el presidente.
 Roberto sintió angustia que hizo lo posible por que no aflorase a su expresión. Probablemente, iban a mandarlo otra vez a la sucursal de Maracaibo –como el año anterior-, lo que de hecho sería una especie de degradación, puesto que la agencia maracucha apenas tenía relevancia. Lo habían hecho al principio, cuando recién llegado de Argentina con menos de cien dólares en el bolsillo, habría trabajado hasta de picapedrero, por lo que obtener el empleo de diseñador en la mayor agencia de publicidad de Venezuela le pareció un milagro; pero dos semanas más tarde le ordenaron viajar a la capital petrolera de la Guajira venezolana; alojado en una habitación donde compartía pensión con millares de cucarachas gigantescas, tuvo que trabajar afanosamente para realizar la misión que le habían encomendado, diseñar veinte o treinta anuncios insignificantes al día para el suplemento extraordinario de un periódico local, dedicado a las fiestas de la virgen de Chiquinquirá. Catorce o quince horas de trabajo diario, durante nueve días sin descanso, parecieron ablandar a la directiva porque la dirección de Maracaibo estaba deslumbrada. Una vez publicado el suplemento le llamaron de nuevo a la central de Caracas.
A los cuatro días del regreso, le nombraron director de arte para un tercio de las cuentas de la empresa; a pesar de su juventud y de que los otros dos directores de arte, un norteamericano y un español, contaban ambos más de treinta años de edad. Roberto, graduado en bellas artes durante las horas libres que le dejaba el trabajo en la tienda de maletas de su padre, nunca había ejercido su título, puesto que a los veintidós años, cediendo a un impulso, respondió la llamada de Sión y pasó más de dos años en un kibbutz al norte de Jerusalén. Emigrado a Buenos Aires a punto de cumplir los veinticinco, descubrió que bajo la dictadura militar no corrían buenos aires para las judíos. Y en España, su padre trataba de casarlo con su prima de tercer grado porque el padre era rico y él se había arruinado.
Emigró a Venezuela encandilado por las exageraciones de dos de sus primos, emigrados tiempo atrás, quienes se jactaban de cambiar de coche, de modelo norteamericano, cada seis meses. Llegó a Caracas desconcertado, porque .había planeado olvidar la emigración y regresar a España para siempre. Ahora que ya conocía de sobra la idiosincrasia venezolana, idólatra del machismo formal, y le habían reprochado descaradamente no estar casado todavía ni “arrejuntado”, resultaba que su soltería iba a impedirle la escalada profesional.
Mientras reflexionaba, cayó en la cuenta de que tanto el presidente como dos jefes de cuenta presentaban expresiones muy irónicas.
-Como sabes, Buchanan's es nuestro principal cliente -prosiguió el presidente-. A pesar de ser una empresa tan grande, sigue siendo controlada por un solo hombre que, ahora, ha decidido que su hijo tiene que aprender español y conocer de cerca cómo funcionan las filiales sudamericanas, para ir preparándose para cuando le toque dirigir la multinacional. El chico no habla una palabra de español y, al parecer, es bastante apocado. El director de la filial caraqueña de Buchanan’s nos ha exigido que busquemos a alguien que  relacione al muchacho con gente joven de la ciudad y le ayude a aprender la lengua. Tú eres el único de nosotros que, por tu edad y por seguir soltero, está en condiciones de hacerlo. Reconocemos que es abusivo, porque vas a tener gastos; pero no te preocupes; la empresa te asignará una dieta importante durante seis meses. ¿Algún problema?
Sus temores habían sido despejados de golpe, pero ¿a qué se iba a enfrentar?
Salvo el temor a meter la pata al relacionarse con alguien que no sabía cómo le iba a caer, no tenía ningún problema, todo lo contrario. Había entrado en la sala de juntas preparado para el despido, y se encontraba con un aumento de ingresos para los próximos meses.
-De acuerdo. ¿Cuándo lo conoceré?
-Mañana. Adelanta hoy el trabajo que puedas, porque mañana, que es viernes, tendrás el día libre. Ve pensando cómo organizar el fin de semana y de qué modo puede conocer el muchacho a toda la gente interesante que se te ocurra. .


Sentado en el pequeño despacho, Roberto revisó de nuevo la agenda. La mayoría de los abultados "briefings" que llegaban a su mesa tenían un rótulo con la palabra "urgente", enormes sobres llenos de datos sobre las campañas que tenía que crear. Esas urgencias habían sido postergadas para después del fin de semana por el departamento de tráfico, respondiendo a una orden expresa de la presidencia. Efectivamente, no tenía nada que hacer el viernes, pero el trabajo de un creador permanece en su mente también en las horas libres; la postergación no iba a servir para liberarle verdaderamente las siguientes setenta y dos horas, con la agravante de tener que guiar a un desconocido que no hablaba español y a quien le habían prohibido hablarle en inglés. Sombrío panorama, que ennegrecía su ánimo.
Echó a un lado la agenda. También le preocupaba no cumplir el encargo  con la eficacia que se esperaba de él, puesto que la mayoría de sus amigos no sólo no estaban casados, sino que se movían en los ambientes gays, donde no podía correr el riesgo de introducir al joven Buchanan. ¿Qué iba a hacer con él? Su trabajo habitual exigía imaginación, pero ante este encargo de ahora se sentía sin ideas. Sonó el teléfono, timbrazo que lo sobresaltó.
-Roberto, ha llegado el gringo -le informó la recepcionista-. Me han dicho en presidencia que te ocupes de él. Te lo mando para allá.
La muchacha hablaba con un tono que sonaba burlón y le pareció oír una risita en el momento de colgar, por lo que se dispuso para lo peor. El visitante llamó a la puerta un minuto más tarde; Russel Buchanan carecía de edad; lo mismo podía tener veinte como treinta. El pelo rubio, liso como si se lo hubieran planchado y almidonado, caía en cascada a ambos lados de las sienes hasta taparle un tercio de la cara por ambos lados. Pero no era esa cortina de pelo descolorido lo más sobresaliente, sino los quevedos de cristales tan gruesos que, actuando como lupas, apenas dejaban verle los ojos. En vez de sonreír, sus labios parecían crispados por el dolor de una úlcera de estómago. Las mejillas se hundían tanto, que le proporcionaban un aire exótico de indio americano desnutrido. Aunque la de su padre era una de las mayores fortunas del mundo, su ropa parecía adquirida en un almacén de caridad de una ONG. Tan ancha y descolgada, que no era posible calcular los volúmenes de su cuerpo.
Roberto le ofreció la mano, que el norteamericano estrechó con fuerza inesperada, como si estuviera muy asustado y necesitase un asidero.
-Vamos- le dijo en español y, al recordar que no le entendía, estuvo tentado de hablarle en ingles, pero se contuvo a tiempo y señaló con la mano la salida.
Para acabar de ensombrecer su ánimo, hicieron el recorrido por los pasillos de la agencia entre sonoras sonrisas de burla. Roberto era consciente de que sus compañeros le compadecían. Cuando iban a salir del edificio, entraba Jota Fischer, el director de arte austriaco a quien había sustituido.
-Hola, Roberto -le saludó-. Me alegra encontrarte, porque venía pensando en cómo hablar contigo sin que lo supieran en la empresa. Voy a recoger unos cheques que no había podido venir a busca antes. Saldré en pocos minutos. ¿Por qué no me esperas en la cafetería?
La cita le dio a Roberto una moratoria para abordar el fin de semana que no sabía cómo organizar. Russel Buchanan le miraba con la misma distante y misteriosa expresión de miedo del comienzo, un miedo, o recelo, impropio del heredero de una fortuna que sumaba millares de millones de dólares, alguien que, por lógica, debía ser un gringo frío y dominante, seguro, avasallador,  acostumbrado a que cualquier subordinado tan poco importante como Roberto Serfaty le hiciera reverencias. Resultaba muy poco agraciado tras la cortina entreabierta de la melena y los ojos minimizados por el cristal de las gafas. Todavía no había sonreído en ningún momento, a pesar de que Roberto le dedicaba sonrisas constantes tratando de romper el hielo. El desaliento creciente hizo temer a Roberto que iba a pasarlo muy mal los próximos seis meses.
Fischer acudió diez minutos más tarde. Roberto le presentó a Russel, advirtiéndole que no hablaba español.  El austriaco y el norteamericano cruzaron varias frases corteses en inglés y, cuando Fischer se convenció de que, en efecto, no entendía el español, le dijo a Roberto:
-La razón por la que quería hablarte es la siguiente: Un socio de mi padre y yo estamos poniendo en marcha una nueva agencia de publicidad. Va a ser un bombazo, porque tenemos comprometidas cuentas que te sorprenderían. Te propongo que seas nuestro director de arte.
-No comprendo. Arriba dicen que tú eres un director de arte muy bueno.
-Mas o menos. La cuestión es que, como comprenderás, yo no voy a hacer dirección de arte en mi agencia; ahora estoy completamente dedicado a la captación de cuentas a través de las relaciones de mi padre. Necesitamos un creativo gráfico de primera fila, y por lo que se comenta, creo que tú darías la talla. ¿Cuánto ganas ahora?
Roberto reflexionó. No llevaba el tiempo suficiente en publicidad para conocer a fondo el medio, pero empezaba a descubrir lo mucho que abundaban las puñaladas por la espalda, las zancadillas y los codazos en la competencia por determinadas cuentas. Seguro que algunas de las que, según Fischer, iban a sorprenderle, figuraban entre las que actualmente manejaba; esa debía de ser la razón principal de su interés por contratarle.
-Tu propuesta es completamente inesperada, Jota. Como comprenderás, necesito tiempo para pensármela.
-¿Por qué no te lo piensas este fin de semana en el  yate de mi padre?
-Lo siento, Jota -respondió Roberto, señalando a Russel-. Tengo que hacer de guía de este... fulano.
-Ven con él.
Roberto reflexionó unos minutos. Existía el riesgo de que Russel hablara  más de la cuenta y ello podía ponerle en evidencia ante la dirección. Por otro lado, la invitación de Fischer representaría la solución espléndida para un fin de semana que todavía no había conseguido programar.
-Escucha, Jota. Me interesa tu invitación, pero sin que ello signifique que tenga que sentirme comprometido con tu propuesta, que, como comprenderás tengo que estudiar. Necesitaría dos cosas.
-¿Cuáles?
-Este... muchacho es hijo de los Buchanan -Russel les miró a los dos al notar que hablaba de él; Roberto le encontró aspecto de extraterrestre-. Lo ha mandado su padre a aprender español y la empresa me ha ordenado servirle poco menos que de alcahuete. Si me prometes que no vas a hablar en inglés delante de él de esa agencia publicitaria que estás organizando, no hablas de ninguna manera de mi sexualidad y  no mencionas que necesitas un director de arte, aceptaré la invitación.
-De acuerdo. Salimos para Chichiriviche antes del almuerzo. ¿Quieres venir en mi carro o vais en el tuyo?
-Mejor, explícame cómo llegar al embarcadero. Prefiero ir con mi coche, por si surge algo inesperado.


Roberto tuvo dificultades para encontrar no sólo el pantalán, sino el pueblo. La carretera que conducía de Valencia a Chichiriviche a través de la selva colgada de una ladera casi vertical y difuminada por la niebla tropical, era como un pasadizo a través de un sueño en el que todo destino parecía imposible de alcanzar. Sonaban cantos de pájaros desconocidos, los árboles impedían contemplar el cielo, y la niebla se convertía en ciertos tramos en una especie de cabellera fantasmagórica. Aunque sugestivo y hermosísimo, el paisaje parecía irreal, tan inquietante como conducir en silencio junto a una persona con quien podría entenderse en inglés, pero le habían exigido negar que lo hablaba y estaba obligado al esfuerzo agotador de ir explicándole -por señas y con palmaditas en el muslo y en el hombro-, los rudimentos de la lengua española; esfuerzo que había abandonado a los pocos kilómetros de salir de Caracas.
Además, Russel se comportaba como un autómata, nunca sonreía y miraba taciturno por la ventanilla, en vez de por el parabrisas, obligando a Roberto a preguntarse si a través de los increíbles cristales de sus gafas vería verdaderamente lo que parecía contemplar, porque nunca giraba el cuello, como si nada le llamase la atención. Era, sin duda, un sujeto extraño, que no conseguía encajar con la imagen de un joven millonario norteamericano. Roberto se reprochó que, tal vez, estaba muy influído por las películas; en Estados Unidos habría todo tipo de gente, como en cualquier otro país, pero Russel, ciertamente, escapaba a toda clasificación. Ensimismado, con expresión insondable, causaba el mismo efecto que un retrasado mental o un fascineroso temible, obligándole a un estado de guardia permanente por temor a reacciones imprevisibles. Menuda vaina le habían colado.
Fischer les acogió calurosamente. Saludó en inglés a Russel y después le dijo a Roberto:
-Ya están todos esperándonos en la casa. Oye, aguantar a este fulano debe de ser como una tortura china; ¿es que la empresa ha perdido una cuenta por tu culpa y te castigan? -murmuró esto último tras una sonrisa irónica y añadió sin transición: -Vamos un momento a dejar el equipaje, antes de ir con el yate a Cayo Borracho.
Condujo la motora por el laberinto de canales bordeados de manglares. Cada vez que giraban para entrar en un nuevo canal, el ruído espantaba a las aves, principalmente loros de color rojo, que emprendían el vuelo en bandadas numerosísimas y tan coloridas, que Russel las seguía con la mirada, embobado, completamente desentendido de sus acompañantes y componiendo con los labios una expresión ensimismada. Roberto advirtió que Fischer no conseguía disimular, como los compañeros de la empresa, el sarcasmo de su sonrisa; evidentemente, le compadecía por su misión.
La primera sorpresa llegó cuando Russel se quitó la camisa, ya en la cubierta del yate y tras abandonar la casa flotante.
El joven Buchanan había cumplido sobradamente la exigencia de las universidades norteamericanas de que sus alumnos practicasen deporte. Su piel rubicunda y moteada de pecas se tensaba sobre unos músculos que parecían de arcilla y como si se los hubieran pegado uno a uno, ya que hasta los más pequeños y recónditos eran reconocibles; vuelto de espaldas a Roberto, éste se admiró de poder contar las fibras musculares de su espalda.
La segunda sorpresa, fue verle sin gafas. La tremenda miopía le hacía bizquear un poco, pero los ojos, muy grandes y muy azules, tenían su aquél.
La tercera sorpresa fue que Russel se quitó con naturalidad el pantalón y el calzoncillo delante de los ocupantes del yate, siete mujeres y cuatro hombres. Roberto observó que sólo a él le daba la espalda y la pregunta del porqué se la contestó a sí mismo; sentía vergüenza de mostrarle sus genitales precisamente a él, únicamente a él.  A continuación, Russel se puso un slip de competición, y entonces sí, se volvió de frente para hablarle en inglés. Roberto continuó la comedia, pidiéndole a Fischer que le tradujera.
-Dice que necesita que nades siempre delante de él, sin alejarte; que apenas ve sin gafas y debes guiarle.
Roberto notó que Russel prestaba mucha atención, como si quisiera asegurarse de que su mensaje era transmitido correctamente, lo cual, al ignorar del todo el español, reforzaba la impresión de estupidez que transmitía. Roberto le escrutaba en busca de algo en él que le resultase agradable, para que la perspectiva de los próximos seis meses pareciera más llevadera, pero no conseguía encontrarlo. Las cejas de Russel , tan rubias, apenas eran perceptibles tras el brillo metálico de la montura de sus gafas, lo que le dotaba de una expresión alucinada, que le hizo pensar en esos maestros despistados que son objeto de las bromas de sus alumnos.  "¿Qué he hecho yo para merecer esto?', pensó Roberto.
Fondearon a casi quinientos metros de la isla coralina que llamaban Cayo Borracho, porque alrededor de ella el arrecife de coral llegaba hasta la superficie del mar. En la barca neumática sólo cabían seis, de modo que había que dar dos viajes.
-Creo que nosotros podemos llegar nadando -le dijo Roberto a Fischer.
-Poneos las chapaletas, con ellas avanzaréis más rápido y os cansaréis mucho menos. Pero tienes que ir con atención para no rozar los corales, porque producen heridas que escuecen mucho y tardan en curarse. Por ese lado -Fischer señaló hacia la derecha-, hay un pasadizo a través del coral, que forma una ese y que conduce con seguridad a la playa. Es un camino directo en el que no podéis perderos. Os va a encantar: a mitad del trayecto, hay una especie de ensenada submarina que es maravillosa.
A continuación, Fischer repitió el parlamento en inglés, mientras Roberto fingía no entender.
Cuando se bajó el calzoncillo, cayó en la cuenta de que Russel miraba fijamente sus genitales, lo que le produjo tensión.
-Oh, estás circuncidado –excamó Russel- . Me habían dicho que nadie está circuncidado en estos países.
Lo había dicho en inglés. Roberto estuvo a punto de declarar que era judío, pero cayó en la cuenta de que debía fingir ignorancia del inglés. Se subió el bañador apresuradamente y continuó preparándose.  Se calzó las aletas, se enfundó las gafas y el tubo de submarinismo y se lanzó al agua, seguido de Russel, que había mimetizado todos sus actos en la misma secuencia, como si fuera un chimpancé. Su inquisidora mirada miope resultaba molesta.
Mientras nadaban, Roberto notó que el norteamericano tocaba sus aletas cada dos o tres brazadas. Desprovisto de los quevedos, el pobre, tenía que avanzar casi a tientas a pesar de que su estilo nadador era formidable. Tras cubrir dos tercios del recorrido, alcanzaron la ensenada que Fischer les había anunciado. Roberto se detuvo, extasiado. El espacio abierto entre bosques de coral blanco y sobre la arena coralina del fondo, también blanca, era un gigantesco acuario que contenía una infinidad de peces de todos los colores que, sorprendentemente, no huían de ellos, acostumbrados a que nadie fuese a pescar en lo que parecía un jardín del paraíso. Resultaba placentero nadar entre bandadas de peces que, además de ser tan hermosos, parecían mostrar curiosidad en vez de temor por los visitantes.
Russel evolucionaba arriba y abajo, como si intentara enfocar bien lo que Roberto miraba con tanta delectacioón.  Producía  algo de compasión observar su expresión desvalida, como si  a pesar de su gran fortaleza física fuese un Hércules destronado. De vez en cuando, se  acercaba a Roberto y le rozaba, como si tratara de confirmar que seguía en el mismo lugar.
Roberto cayó en la cuenta de un efecto sorprendente. Las bandadas de peces se habían acostumbrado a Ruseel y sus evoluciones, y lo seguían como si fuesen una especie de cohorte. Entre sus chillones colores, la piel pálida del norteamericano debía de parecer tan anodina e inofensiva como un macizo de los abundantes corales. O era un brujo ciego, o había enamorado a los peces.
Pero la atención de Roberto fue atraída por otros peces. Dos meses antes, había pasado un fin de semana en Chirimena, al oriente de Caracas, invitado por un compañero de la agencia, que practicaba el submarinismo como un profesional. Cada vez que Roberto le decía que le apetecía comer langosta, le respondía: “No te preocupes, iré el sábado a Chirimena y te traeré unas cuantas”
Allí, Roberto tuvo oportunidad de conocer la ferocidad de las barracudas en las heridas de un buceador que sacaron del agua entre dos nadadores; el mordisco de una le había dejado la carne del muslo colgando como una media caída. Después supo que habían tenido que recoserle en el hospital hasta doscientos cincuenta puntos.
Y ahora, justo en el pasillo por donde debían continuar nadando hacia la playa, había cinco barracudas que, vistas tras el cristal de aumento del agua, parecían medir más de metro y medio, pero que sin duda medían, al menos, más de un metro, con bocas tan grandes como las de perros pastores alemanes. ¿Qué hacer, regresar al yate? El grupo se encontraría ya en la playa; iban a tener que obligarles a realizar un nuevo viaje de ida y vuelta con la lancha, si es que conseguían que les vieran a casi medio kilómetro de distancia. No sabía qué determinación adoptar. Quiso que Russel tomase también conciencia de lo que pasaba y poder así llegar a una decisión entre los dos; le tocó en el hombro, señalando hacia las barracudas. Russel miró en la dirección indicada y, sin vacilar, nadó suavemente hacia el pasadizo, moviendo sólo las aletas. Roberto pensó que, contra su primera impresión de esa mañana, el sujeto tenía carácter; era muy valiente, haciendo honor a una estimable musculatura de universitario gringo.
Menos mal que tenía algo admirable. Sorprendentemente, resultaba que Russel era un tío con un par de cojones y él no podía ser menos. Sobrecogido de miedo, nadó tras su estela, intentando al desplazarse no producir ni una burbuja. Observó aterrorizado a las cinco barracudas, que se mostraron indiferentes; estaban más interesadas por la abundante caza que había disponible en la ensenada que por ellos, de modo que incluso parecieron echarse levemente a un lado para que pasasen con comodidad.
Llegaron pronto a la playa, de la que sólo les separaban ya poco más de cien metros. Dominado todavía por la emoción, Roberto olvidó el compromiso a que había llegado con sus jefes y le habló a Russel en inglés:
-Eres muy valiente para haber pasado con tanta sangre fría entre las barracudas.
-¿Hablas inglés? -preguntó Russel con tono de reproche
-Sólo por un momento. Me he comprometido a hablarte sólo en español. ¿Cómo le has echado tanto valor a las barracudas?
-¿Qué barracudas?
-Las que había en el pasadizo entre los corales cuando te toqué el hombro.
-¿Barracudas? No las vi. Yo creí que me indicabas que siguiéramos nuestro camino.
Resultaba que el único corajudo había sido Roberto. De nuevo, la escultura de músculos excepcionalmente bien definidos pero de edad indefible que tenía delante, le parecía un sujeto insulso, carente de interés y molesto por obligarle a renunciar a su vida social habitual.


Cuatro meses más tarde, Russel hablaba español aceptablemente. Cuatro meses durante los que la incomodidad de Roberto había llegado al máximo soportable. Monopolizado por Russel, había tenido que dejar de tratar con los pocos amigos gays que tenía en Caracas y no había podido intimar todavía con nadie, por lo que ya comenzaba a pesarle el celibato forzoso.
Después de una cena en la que le había dado a Russel todo el palique posible, para constatar que podía defenderse bien en español, decidió que había llegado la hora de decirles a sus jefes que había cumplido la misión y pedirles que le liberaran del compromiso. No pudo decírselo personalmente al presidente, sino al único de los consejeros con quien tenía trato por ser jefe de cuentas. Éste le respondió que no podía tomar una decisión sobre el adelanto de dos meses del fin del compromiso, y que esperase un par a de días a que el presidente diera su respuesta.
Esa noche, a las diez y media, sonó el timbre de la puerta.
-¿Por qué quieres dejar de ser mi amigo? -preguntó Russel sin saludarle.
-¿Cómo has averiguado mi dirección?
-Siempre la he sabido. Me la dio tu jefe en cuanto llegué a Caracas, por si necesitaba venir a buscarte. ¿Por qué te molesta que salgamos juntos?
-Yo... -Roberto se sintió culpable.
-Te habías comprometido a presentarme a tus amigos, y sólo me has presentado a Jota Fischer y dos compañeros de trabajo. Supuestamente, ibas a ayudarme a conocer Venezuela, y sólo me has enseñado la casa de Bolívar, el Centro Comercial Chacaíto, los manglares de Chichiriviche y los restaurantes donde te invito a cenar. Sé que te pagan por ello, pero yo creía que eras amigo mío y te gustaba hacerme de guía. Ahora resulta que no quieres ayudarme ni siquiera por dinero. ¿Por qué?
Roberto sintió pavor. Al día siguiente, tendría problemas en la empresa.
-Con tantas salidas nocturnas, no estoy realizando bien mi trabajo, Russel. Mira, tengo sólo veinteséis años y temo que el cargo me venga un poco largo. Me preocupa no dar la talla.
-Tu jefe dice que eres un creativo fuera de serie.
-¡Ah!, ¿sí?
-Claro. Por eso te eligió para ser mi amigo. No iba a encargárselo a un mediocre.
Ahora sí. Ahora se mostraba Russel tal como había supuesto al principio que le correspondía ser, un petulante y engreído millonario norteamericano, para quien la idea de relacionarse con un empleado de medio pelo era inaceptable.
-Tal vez no sea mediocre, pero soy un empleado medio, Russel; mis ingresos son modestos, y mis amistades se encuadran en la misma circunstancia. Jota Fischer podría relacionarte mejor que yo con gente de tu nivel.
-Vas a ser un empleado medio muy poco tiempo. Tengo la intención de que seas director creativo antes de un año.
-Escucha, Russel, no te metas en mis cosas, por favor. No intervengas, porque a la larga podrías perjudicarme.
-No se trata de un capricho mío, Roberto. Fue tu jefe el que me habló de esa posibilidad. Yo solamente tengo la intención de darle el último empujón. Pero no quiero que te sientas obligado por ello. Lo que quiero es saber en qué te he molestado.
Enojado, resultaba menos anodino.
-En... nada -Roberto contempló la mirada miope que, a través de dos culos de vaso, trataba de escrutarle-. Siéntate un momento y bebe lo que quieras. Voy a hacer unas llamadas, ¿de acuerdo?
Tras intentarlo con varios otros, habló por teléfono con Manú, cuya pareja, Renato Rossi, tenía mucho éxito en el teatro. Si bien no estaba relacionado con la élite del Country Club, se trataba con la gente más famosa de la farándula caraqueña. Hablando rápido para que a Russel le costase entenderle, le explicó el problema pidiéndole que le presentase alguna chica que le pudiera deslumbrar. Manú le aseguró que Renato lo haría, que precisamente la última Miss Venezuela acababa de romper con su novio y no pondría reparos.
Tras colgar el auricular, Roberto se sintió desconcertado por la mirada anhelante de Russel. Parecía esperar que le abriera la puerta de un cielo en el que él, gracias a sus millones y su poder, entraría por sí mismo sin dificultad.
-Bien, Russel. Mañana te presentaré a una de las mujeres más bellas del país. Lo demás depende de ti.
-¿Para qué?
-No comprendo.
-¿Para qué me vas a presentar a esa Miss Venezuela?
-¿No es eso lo que deseas, que te busque diversión?
-No has entendido nada.
-¿Qué quieres decir?
-En los Estados Unidos, podría tener aventuras con cientos de mujeres seguramente más guapas que esa que quieres presentarme. He venido a buscar otra cosa.
-¿A buscar otra cosa? Yo creía que habías venido a aprender español.
-Sí. Eso es lo que mi padre quiere. Pero yo quiero más.
El desconcierto dominó ya completamente a Roberto. Repentinamente, había resolución y firmeza en una expresión que siempre le había parecido bobalicona. Russel escondía algo.
-¿Qué es, exactamente, lo que quieres?
Sin responder, Russel se alzó del sofá, se quitó las gafas, que colocó en la mesilla, permitiendo que la catarata de sus pupilas azules inundara la habitación. Con una sola mano, tal como hacían los atletas norteamericanos en las películas, se despojó de la camiseta. Cruzó los brazos y miró hacia Roberto, aunque era evidente que apenas podía distinguirlo a la distancia de tres metros donde se encontraba; el ligero estrabismo de su mirada miope embellecía más que afear sus enormes ojos azules, que le recordaron a Roberto los de Marilyn Monroe. La luz de la lámpara de pie le iluminaba de lado, luz que resaltaba mejor que el sol de Chichiriviche la perfección escultural de sus formas. Permaneció unos minutos con los brazos cruzados, tensando los hombros como si quisiera ser contemplado y valorado a placer. A continuación, se aflojó el cinturón y bajó los pantalones. El elástico calzoncillo de Calvin Klein revelaba muy expresivamente su erección. Con estupor, Roberto vio que también se quitaba el canzoncillo, para liberar lo que no le había permitido contemplar en el yate de Fischer. Dado su tamaño, el pene no podía mantenerse erguido del todo hasta la vertical.
-¿Mis nueve pulgadas y media son insuficientes para ti? -preguntó Russel.
Roberto miró hacia los labios que le hacían la pregunta. Nunca los había visto esbozar más que una leve sonrisa. Ahora reían relajadamente, exhibiendo una dentadura de anuncio sin rastro de petulancia, súbitamente seductor. Russel se recogió la cortina rubia de su pelo hacia atrás con un coletero de goma que extrajo del bolsillo del pantalón. Roberto contempló el rostro sereno, de repente imperativo y exigente, como si nunca lo hubiera visto antes. ¿Cómo podía parecer habitualmente tan repelente alguien tan hermoso?
-Jamás hubiera imaginado que tú...-murmuró Roberto.
-Pues he hecho lo imposible porque te dieras cuenta de cuánto me gustas.
-Entonces, ¿esto es lo que has venido a buscar a Venezuela?
-No, Roberto, no exactamente. Tú eres un descubrimiento inesperado. La gente de Georgia es la más puritana que puedas imaginar. Tuve dos parejas en la universidad, en el tercer curso y en el quinto, y mi padre se enteró. La razón verdadera por la que quiso que pasara unos meses en el extranjero es que creyó que encontraría una sudamericana que me "curase", entre comillas. Por mi parte, lo que yo supuse que sacaría de su decisión de quitarme de enmedio era mayor libertad, una libertad que resultaba imposible para mí en Atlanta, por la vigilancia que él organizó a mi alrededor. Llegué a Venezuela dispuesto a correrme la juerga gay padre, hartarme de polvos tropicales, pero no contaba contigo. Al abrirme la puerta de tu despacho, fue como si me hubieras dado un pellizco en el corazón. Presentí desde el primer momento que eras gay, y luego lo constaté, cuando observé lo poco que te relacionas con muchachas, siendo como eres uno de los tíos más sexys que conozco. Me enamoré de ti a las dos semanas de estar juntos, pero noté que yo no te gustaba. ¿Te gusto ahora?
Roberto comprendió que había sido, en realidad, el más miope de los dos. En una cosa se ajustaba Russel al tópico del millonario norteamericano. Iba derecho al grano.


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