CUENTOS DE MI BIOGRAFÍA por Luis Melero
6- ANHANGABAU - VALLE DEL DIABLO
Por suerte, había tomado
la precaución de buscarme dónde vivir antes del viaje a São Paulo. La dirección de la pensión me la proporcionó
el hermano de mi compañero Raúl, el fotógrafo de la agencia, que residía en São
Paulo hacía varios años. Una dirección tan fácil, que la aprendí de memoria
mucho antes de salir de Buenos Aires, de modo que se la dejé escrita a los
muchos amigos que descubrí tener en aquella mágica ciudad. Una fortuna
inesperada. Suponía que al menos dos o tres mantendrían correspondencia
conmigo, porque no quería olvidarme de lo maravillosa que había sido mi vida en
Buenos Aires.
Menos mal que había
tomado esa precaución, porque ya desde la llegada del autobús al laberinto infinito
de sus calles descubrí que era la ciudad más caótica que había conocido. Y fea.
Me pareció que ya era muy tarde para telefonear al hermano de Raúl y me dispuse
a tomar un taxi. No había ningún vehículo y sí una cola de ocho o diez personas
tratando de conseguir uno.
-No puedo dejarte ir
solo -me dijo Wilson, mi compañero del autobús, del que ya me había despedido
minutos antes.
Ante mi expresión perpleja,
continuó.
-Eres demasiado ingenuo
para coger solo un taxi en São Paulo, a estas horas y sin hablar portugués. Te
estafarían de un modo feroz. ¿Tienes algún sitio donde ir?
-Sí, el hermano del
fotógrafo de la agencia donde trabajaba me indicó una pensión barata.
-¿Dónde?
-Avenida São João.
-Ah, perfecto. Está
junto a Anhangabaú, la plaza más céntrica de São Paulo, por donde yo tendría
que pasar por fuerza para ir a mi hotel. Así que vendrás conmigo y el viaje te
saldrá gratis.
Tardamos mucho en
acercarnos a ese lugar, aunque parecíamos estar siempre en el centro.
-Ya vamos a llegar –dijo
Wilson.
-Para la hora que es, hay
mucho tráfico –señalé.
-Aquí siempre lo hay. Ya
verás de día. Es un sitio con un tráfico infernal. El nombre de Anhangabaú le
va muy bien, porque dicen que significa “valle del diablo” en la lengua de los
indios que habitaban aquí. Imagina si el tráfico es insufrible, que muchos
empresarios se desplazan en helicóptero, por lo que la mayoría de esos
rascacielos tienen helipuertos en las azoteas.
El taxi se acercó a la
acera junto a una esquina.
-La dirección de tu
pensión está a un par de manzanas –dijo Wilson-. ¿Quieres que te acerquemos o
podrás ir andando? Es que sería muy complicado dar la vuelta para volver aquí, a
fin de seguir hasta mi hotel.
-Por supuesto que puedo
caminar. No te molestes más. Y “muito obrigado”.
Wilson sonrió al ver que
al menos ya sabía decir “gracias” La pensión se encontraba casi a la entrada de
la avenida de São João, lo suficientemente cerca del hervidero de Anhangabú
como para que yo tardara en pegar ojo. Ambulancias, trifulcas de noctámbulos
borrachos, patrullas de la policía…, un ruido constante que en mi duermevela
llegó a ser monótono, de modo que no supe recordar al día siguiente si había
soñado o imaginado. Pero sé que aquella imagen de Pepe apesadumbrado,
empequeñeciéndose mientras el autobús se alejaba, estuvo ante mis ojos la mayor
parte de la noche.
La lejana imagen de Pepe
se enmarcaba en un pequeño rectángulo colgado de una nube. Evidentemente, había
vivido en una nube todo mi tiempo en Buenos Aires; estimulado por mi recién
descubierta valía personal, había gastado demasiado esfuerzo en mirarme sin
contemplar nada más. Ni siquiera mis propias necesidades de amor. Me complacía
tanto la cantidad ingente de amistades, muy superior a las que había tenido
toda mi vida en Málaga, Barcelona y Milán, que no eché de menos el placer
auténtico, el sexual. Las insinuaciones constantes me parecían claras ahora, en
São Paulo, al recordarlas, pero nunca las había tenido en cuenta en la realidad
material de mi extraño paraíso porteño.
Había llegado a Buenos
Aires sangrando por incontables heridas del alma, que cicatrizaron del todo;
ante mi sorpresa, Buenos Aires me había reconstruido, de modo que la opinión
sobre mí mismo se elevó hasta la gloria. Una gloria donde sólo tenía ojos para
mi propia humanidad reconstituida. Pero el adiós de Pepe me había dejado una
herida en el corazón. Él había sido cauto, reservado, tal vez miedoso, porque
era padre de familia, gozaba de una posición estupenda en una sociedad más bien
formalista, era judío y debía de estar sometido a jueces muy severos. Pero yo
había sido un estúpido colosal al no comprender en tantos meses lo que él
sentía.
No es que mis entenderas
carecieran de referencias. De mi triunfo social en Buenos Aires, buena parte de
los entusiastas habían sido hombres, que velada o claramente me habían hecho
propuestas inteligibles inclusive para alguien tan obnubilado como yo. A veces,
también algunas chicas me habían invitado a un trío con sus novios. Pero aunque
había aprendido a respetarme y amarme, persistía un bloque de circunspección,
fruto más o menos de mi educación religiosa, que me impedía toda transgresión;
ni siquiera imaginarla. En varias ocasiones, algunos de esos hombres y mujeres
me habían encandilado como para entregarme a ellos, pero ese bloque, inmaterial
pero duro como el mármol, me había frenado siempre. De haber sabido a tiempo lo
que Pepe anhelaba, seguro que me habría ofrecido a él sin demasiada vacilación.
O sea, que sin darme
cuenta del todo, yo había estado no enamorado, pero sí encandilado por Pepe. El
último sueño de esa noche, breve como los demás, me situó ante un Pepe
ingrávido, luminoso, etéreo; sonreía sin ocultar su llanto y yo le besaba para
consolarlo.
Pero en el instante del
beso, me despertaron golpes en la puerta. Como el pestillo no estaba echado, me
levante presuroso para no dar tiempo a quien fuera para que entrase. Abrí y era
la casera, con quien prácticamente no había cruzado ni una palabra la noche
anterior, por lo cansado que llegué tras acarrear a lo largo de dos manzanas la
pesada maleta con todas mis posesiones materiales.
-Esta mañana, llegó esta
carta para usted –me dijo.
No reconocí la letra,
por lo que miré el remite muy extrañado. Era Pepe quien me escribía. Di las
gracias y cerré la puerta apresuradamente.
“Caro Luis:
Cuando llegué esta
mañana a la agencia después de despedirte, todo me pareció gris y mustio. Y no
por la falta de sueño. Las oficinas se habían convertido en una especie de
funeraria por la actitud de todo el mundo. Las secretarias, tus compañeros del
estudio, la gente de tráfico, los directores y ejecutivos de cuenta. Nadie te
nombraba pero daba la impresión de que estabas en la mente de todos.
Sentado en mi despacho,
traté de concentrar mi atención en los asuntos pendientes. Ya sabes, las
campañas de la marca de ropa y los caramelos. Preguntándome quién podría
materializar esas campañas, sólo se me ocurría pensar en vos. Imaginá lo que
habría dicho Rossi.
No sentía apetito.
Graciela me llamó dos veces para preguntarme si iría a comer a casa, y al final
le dije que no. No quería comparecer ante mis hijos con el pensamiento lleno de
vos. Ellos, más que Graciela, habrían descubierto de inmediato que algo me
pasa, así que preferí seguir añorando el latido de tu mano en la mía a solas.
Telefoneé a la churrasquería de la esquina y pedí que me subieran un bife de
chorizo, una ensalada y una botella de vino.
La falta de sueño sumada
al vino, hizo que me quedase dormido en el sofá. Cuando desperté, ya eran las
cuatro y media de la tarde. Tardé mucho en recobrarme. Extrañé despertar en un
sitio que no reconocí al pronto. Al enderezarme, la primera imagen que me vino
al pensamiento fuiste vos, encerrado en el cristal de la ventanilla del
autobús. ¡Cuánto debimos decirnos y no nos dijimos! ¡Qué necio fui al no hablar
sinceramente con vos! Lo más grave que habría podido pasarme era que me dijeses
que no, pero no lo creo. Mi corazón no me engaña.
Me asomé a la ventana y
contemplé largo rato la Casa Rosada. Aunque la vista es bastante esquinada, daba
para darme cuenta de cuánto movimiento había a pesar de lo avanzado de la tarde.
Cuando dejé mi despacho ya era casi la hora de salida. Me dirigí al estudio,
donde había un silencio letal. Ya no se escuchaba tu voz cantando a dúo con
Rossi ni tus monólogos sobre la maravilla que es España. Todo el mundo estaba
callado y ensimismado.
Pero mi entrada produjo
un efecto curioso. Rossi, Fabricio y Gustavo comenzaron a hablar los tres a la
vez. Como no entendí qué decían, pedí silencio y le pregunté a Rossi.
-¿Qué decías?
-Que nos repatea la pija
que Luis se haya ido.
Fue como si Rossi
abriera la veda. Todo el mundo en la agencia se puso a lamentar casi a la vez
que te hayas ido.
¡Cuánto voy a echarte de
menos!
Pepe”
Tuve que leer la carta
cinco o seis veces hasta digerirla del todo.
¿Había sido una
equivocación irme de Buenos Aires? ¿Tan importante era de verdad volver a
España?
Siempre había sido
sumamente infeliz en Málaga y tampoco Barcelona era para celebrarla.
¿Merecía España mi
fidelidad? ¿No debería volver a Buenos Aires para quedarme?
CUENTOS DE MI BIOGRAFÍA,
Luis Melero 7
MACHADO NO ERA UN POETA
La avenida Paulista,
donde tenían sus sedes la mayoría de las agencias brasileñas de publicidad,
parecía no estar demasiado lejos según el plano de bolsillo. Decidió ir
caminando para no meterse en la complicación de encontrar un autobús, a causa del
tráfico indescifrable que el mismo plano sugería.
Cruzó Anhangabau y
enfiló la avenida Brigadeiro Luis Antonio sin dejar de palpar en su bolsillo la
carta de Pepe. Era una calle peatonal a donde se abría la “praça da Sé”, una
placita con palmeras delante de la catedral católica; aunque llevaba varios
años sin practicar el catolicismo, le gustaba contemplar los templos por dentro.
La catedral “de la
Asunción” de São Paulo era un templo grandísimo y exuberante, de estilo
neogótico con su toque de efervescencia tropical. Precisamente por su
grandilocuencia, no invitaba al recogimiento, pero Luis halló que podría
meditar un rato; sentado en un banco, leyó de nuevo la carta de Pepe entre
estremecimientos y arrebatado por las dudas. ¿Debería volver de inmediato a
Buenos Aires? ¿Encontraría abiertos los brazos de Pepe? ¿No lo miraría todo con
un cristal menos favorecedor, una vez decidido a vivir para siempre fuera de
España?
Sacudió la cabeza como
si así pudiera librarse del fragor de los engranajes de su cerebro. No era ése
el ánimo más favorable para intentar forjarse un camino en Brasil.
A partir de la catedral,
tuvo que parar varias veces calle arriba para releer la carta como un amante atormentado,
apoyando un hombro en las fachadas. Su ánimo se agitaba por la duda de haber
cometido o no un disparate abandonando Buenos Aires, donde no sólo había conseguido,
por primera vez en su vida, un amplio círculo de amistades, sino que había
renunciado a un empleo en el que estaba muy bien considerado. Y ahora se topaba
ante la tarea imposible de encontrar trabajo sin hablar portugués.
La Brigadeiro Luis
Antonio desembocaba en la avenida Paulista. Por las direcciones que había
recolectado en el listín telefónico, la primera agencia que iba a encontrar al
doblar la esquina sería “Alcántara Machado Publicidade”. Por tanto, sería la
primera donde entraría a preguntar. La avenida, no muy ancha, tenía cierta
prestancia, pero a base de altos edificios de estilo estadounidense. Parecía
ser muy larga, con un cielo de muy diversas tonalidades hasta el del crepúsculo
del amanecer hacia el fondo, brillando entre edificios muy grandes. El de
Alcántara Machado era una torre de altura considerable. Sin la menor esperanza,
subió a la tercera planta, en la que encontraría la recepción según informaba
un panel de la conserjería.
La recepcionista se
encontraba justo enfrente del ascensor. Trataba de encontrar alguna palabra en
portugués para preguntar por el jefe de personal, cuando le interrumpió un
hombre de mediana edad que pasaba en ese momento cerca.
-¿Es usted español? –le
preguntó en inglés. Tenía aspecto español, tal vez valenciano o murciano. Algo
rechoncho de cuerpo, tenía sin embargo las mejillas hundidas y manos muy
alargadas, como de alguien que fuera más delgado.
Tampoco hablaba Luis gran
cosa de inglés, pero entendió la pregunta y respondió asintiendo con la cabeza.
-¿Busca empleo? –ante la
afirmación gestual, prosiguió- ¿En qué departamento?
-En el estudio
–respondió en español.
-Venga conmigo para una
prueba –ahora hablaba en portugués.
Asombrado, Luis fue tras
él y fueron a parar en una especie de nave fabril. Separadas las mesas por
divisiones de madera de mediana altura, había no menos de treinta dibujantes.
El hombre lo condujo hasta una mesa desocupada y se la señaló.
-Diseñe un anuncio para
píldoras de caramelo.
Casualmente, uno de los
últimos trabajos que había emprendido en Buenos Aires, sin completarlo, era una
campaña de caramelos. Recordaba fielmente la que, sólo ocho días atrás, le
había parecido su mejor idea. La reprodujo en un bosquejo exactamente igual,
con el título en español y el texto simulado a base trazos grises. Levantó la
cabeza en busca del hombre, que se hallaba al fondo de la sala hablando con otro
dibujante. Tardó unos minutos en descubrir la mirada de Luis; en cuanto lo
hizo, acudió presuroso.
-¿Qué problema tienes?
–había pasado repentinamente al tuteo.
-Ya he terminado
–respondió Luis, señalando el boceto.
El hombre compuso un
gesto de gran sorpresa, que aumentó tras examinar el anuncio durante varios
minutos. Sin más preguntas, le dijo el monto del sueldo que tendría y ordenó de
modo terminante:
-Empiezas mañana, a las
ocho.
No le ofreció un papel que
firmar ni alguna otra cosa. Al ir a tomar el ascensor para salir, la
recepcionista le advirtió:
-Tiene usted que subir
al quinto piso y preguntar por dona Almerinda.
Asintió sin comentar
nada, porque no quería que se notase mucho su ignorancia del portugués. Hizo lo
indicado. La tal Almerinda parecía ser la jefe de administración o de personal.
Se limitó a tomar sus datos copiándolos del pasaporte y le despidió con un “te
vejo amanhã”. Tampoco le ofreció documento alguno. Luis tomó una tarjeta de un
expositor que había en la mesa y se despidió con un tímido adiós. En el
ascensor, miró la tarjeta contemplándola despacio.
Machado había sido el
poeta más importante de su adolescencia, los dos hermanos, pero Antonio
preferentemente, porque le entusiasmaban sus proverbios. Había citado mucho uno
en particular: “Moneda que está en la mano quizá se deba guardar. La monedita
del alma se pierde si no se da”. Ahora iba a trabajar para un Machado que tal
vez nunca conocería, dada la dimensión que la agencia aparentaba. En la
tarjeta, rezaba: “Alcántara Machado Emprendimentos” en letra pequeña bajo la
razón social de la agencia. Así que posiblemente se trataba de un grupo
financiero importante. Tenía que esmerarse.
Luis pasó todo el día intentando
entender los titulares de los periódicos expuestos en los quioscos y viendo televisión
en la pensión, para tratar de que su oído se acostumbrase a los sonidos y no le
recriminasen mucho al día siguiente su desconocimiento del idioma.
Pidió en la pensión que
le llamasen a las seis y media de la mañana; así, pudo dedicar mucho rato al
baño y a acicalarse todo lo posible. Cuando llegó a la conserjería del gran
edificio, sentía un desánimo tal como no recordaba igual de hacía varios años, tal
vez desde su charla con su amigo policía de Barcelona, cuando se le comenzó a
pintar un futuro peligroso a causa de un malentendido monstruoso.
¿Cómo iba a conseguir
que le valorasen profesionalmente, si cada vez que le ordenasen un trabajo
tendría que repreguntar una y otra vez hasta convencerse de haber entendido del
todo?
Afortunadamente, el
hombre con quien había hablado el día anterior resultó ser el jefe del estudio.
Al parecer, Luis había tenido la fortuna de llegar en el momento preciso, porque
el hombre estaba completamente desbordado de trabajo y buscaba dos dibujantes
más. Preguntó su nombre al compañero de la mesa más cercana.
-Edison Barreto
–respondió el muchacho.
-Oh, es tu nombre,
claro. Gracias, yo me llamo Luis Melero. Pero te preguntaba por el de aquel
tipo, el jefe.
-Ah. Se llama Jordi
Lapuyade.
Luis dedujo que sería
catalán. Pero el tal Jordi no le había hablado en ningún momento en español,
aunque era evidente que le entendía muy bien. Además, la tarde anterior le
habían dicho en la pensión que no se preocupase tanto por no hablar portugués,
“porque aquí, en Brasil, toda la gente culta sabe español muy bien”. Le pareció
muy extraño el comportamiento de ese hombre que, sin duda, debía de haberse
dado cuenta de su apuro por no conocer el idioma.
Decidió no comunicarse
con nadie de habla española, para obligarse a aprender portugués cuanto antes.
A los dos meses, se entendía estupendamente y a los tres, muchos comenzaron a tardar
en darse cuenta de que era extranjero. Sólo entonces decidió buscar centros de
inmigrantes españoles.
Salvo en el consulado,
no encontró ningún sitio que luciera una bandera española. Sólo muchas semanas
más tarde, cuando le advirtieron de que debía buscar la bandera republicana,
comprendió lo que pasaba. Encontró pronto un centro que pretendía ser el
“consulado del gobierno republicano en el exilio”. En realidad, era una
legación del partido comunista español radicado en el sur de Francia. Él era un
proscrito en la España de Franco, pero le pareció que todas las personas de ese
centro hablaban imitando consignas e ignoraban todo sobre la realidad española
que él conociera bien hasta pocos años antes.
No le agradó esa gente,
y de todos modos le pareció que nadie hablaba allí español verdadero, sino una
mezcla bastante indigesta que llamaban “portuñol”. En realidad, prácticamente
todos los españoles que vivían en Brasil hablaban la misma jerigonza. Decidió
entonces que él llegaría a hablar un portugués aceptable, completamente
diferenciado del español. No pasó mucho tiempo antes de que casi todos en la
agencia elogiaran su aprendizaje del idioma.
Un día, el tal Jordi le
pidió a la hora de la salida que esperase un rato. Extrañado, temió durante
casi un cuarto de hora que le fuera a despedir. Cuando lo vio acercarse a su
mesa, sintió un pellizco en el corazón.
-Necesito que hagas esta
noche un “freelance”
Así llamaban en
publicidad a los encargos realizados a deshoras, que pagaban como sobresueldos.
Sintió gran alegría, porque hacía tiempo que cavilaba cómo aumentar sus
ingresos.
-Tienes que hacerme
cuatro “chats”. ¿Crees que podrás? ¿Tienes materiales?
Si necesitas algo,
puedes tomarlo de aquí.
-No es necesario. Tengo
materiales suficientes.
-Estupendo. ¿Cuánto vas
a cobrarme?
-No tengo ni idea. Ponga
usted el precio.
-Muy bien. Cuando
llegues mañana hablaremos.
Todo el diálogo se había
desarrollado en portugués. Jordi hablaba portugués verdadero, no el portuñol de
los demás españoles. Su inglés era bastante defectuoso, más que el de Luis.
Luis tuvo que trabajar
hasta las dos de la mañana y de modo muy incómodo, en la mesilla plana de su
habitación de la pensión. Temió que los cuatro cartelones no fueran muy del
agrado de Jordi, preocupación por la que le costó un poco dormir.
A la mañana siguiente,
los dispuso sobre su mesa, a la espera de que Jordi acudiera. De inmediato, se
acercaron dos de los compañeros. Uno de ellos, de rostro achinado y fuerte
musculatura, escudriñó los cuatro trabajos por un rato y dijo al fin:
-Não é precisso que
capriche tanto.
Un compañero le recriminaba que se hubiera
esmerado demasiado. El reproche le alegró y le asustó a un tiempo. Le alegró
porque supuso que Jordi también iba a encontrar bueno su trabajo y le asustó
porque el que había hablado parecía muy enojado. De modo que los elogios de
Jordi cuando llegó y el precio que ajustó, que suponía más de un tercio del
sueldo mensual, casi no le impresionaron. Cuando Jordi se retiró llevándose los
cuatro cartelones, Edison Barreto le dijo:
-Ten cuidado. A la hora
de salida, no vayas solo; saldremos los dos juntos.
La advertencia le
mantuvo inquieto todo el día, lo que sumado al cansancio de su sueño escaso,
produjo el efecto de mantenerle en un desagradable estado de alerta que le
hacía doler las entrañas.
Poco después del
almuerzo, se acercó Jordi y se sentó junto a la mesa vecina.
-Rubén y todos estos
tíos son unos vagos de cullons–le dijo en español.
Rubén era el muchacho de
rasgos achinados, pero Luis, acostumbrado a oír a Jordi hablarle en portugués,
tardó en entenderle sin darse cuenta al pronto de que había hablado en español.
-Ninguno de estos tíos
tienen tus agallas ni las mías –prosiguió Jordi.
Ahora, Luis comprendió
que le hablaba en español para que no le entendieran los demás. Era
sorprendente lo bien que discriminaba las dos lenguas, y más, que jamás le
hubiera hablado antes en español. No comentó nada, a la espera de comprender
algún día la conducta de Jordi.
-Pasado mañana, apenas
vamos a trabajar porque pasará por la Paulista la reina de Inglaterra, que está
visitando el Brasil.
Nunca prodigó Jordi a
hablarle en español. Todas las órdenes se las daba en portugués y conforme Luis
fue perfeccionando el suyo, se percató de que Jordi lo pronunciaba de un modo
muy relamido, lo que generaba algo de antipatía entre los demás dibujantes del
estudio, que lo denominaban “la inquisición española”.
Los preparativos para
celebrar el paso de la reina Elisabeth por delante del edificio fueron muy
meticulosos. Las mujeres fueron aleccionadas para que gritasen muchos “vivas” y
loores. Los dibujantes recibieron la orden de representar las banderas de
Brasil y el Reino Unido combinándolas, cada uno a su modo, en una cartulina de
tamaño de medio pliego. A la hora prevista, todos los empleados de la agencia
fueron acomodados en los despachos y salas que disponían de ventanas sobre la
avenida Paulista, en cuyos bajos se habían colgado los dibujos dee las banderas.
El jefe supremo de la
agencia se llamaba Alex; no era el dueño, sino un cargo usado en publicidad en
todo el mundo con la denominación de “presidente”, que sólo preside los aspectos
creativos y que suele ser un publicitario de prestigio internacional. El tal
Alex era un italiano casi cuarentón, muy alto, esbelto y atractivo, por el que
todas las empleadas suspiraban. A Luis le tocó un espacio junto a la ventana de
ese “presidente”; una ojeada le reveló que además de él y del jefe, sólo había
en ese despacho personas algo relevantes en la agencia, incluido Jordi
Lapuyade; fue la primera ocasión en que Luis sospechó que su cotización había
alcanzado buen nivel.
La aproximación del
cortejo fue anunciada por las sirenas de la policía. No era nutrido; sólo
estaba formado por el coche descubierto de la reina, de pie junto al presidente
de Brasil, y la numerosa escolta. El público que agolpado en ambas aceras de la
calle no mostraba demasiado entusiasmo, por lo que los vítores de las
compañeras de Luis sonaban estentóreos. Un buen porcentaje del público estaba
más pendiente de las ventanas de Alcántara Machado que del cortejo, donde la
reina saludaba cansinamente con el brazo, mientras que el presidente miraba
rígidamente al frente como para ocultar a la invitada su decepción.
Avanzaban muy despacio,
a fin de que la gente tuviera tiempo de verles y vitorearles, pero el ardid no
estaba funcionando, pues la gente parecía más ocupada en inventarse pareados de
chistes algo antibritánicos y cantaba versos aislados de coplas de carnaval.
Durante una breve pausa del jolgorio, sonó pastosa, fuerte y muy bien modulada
la voz de Alex:
-¡God shave the Queen!
Hubo una risotada
mayúscula, más dentro del despacho que en la calle, pero también en la calle,
ya que en vez del clásico “Dios salve a la reina”, Alex había gritado “Dios
afeite a la reina”.
8-CUENTOS DE MI
BIOGRAFÍA Luis Melero
TRES NO ERAN MULTITUD
Durante varios meses,
apenas tuve tiempo de pensar en mi vida, mi pasado ni lo que había ido dejando
atrás, desperdiciándolo. Estaba descubriendo en mí una pétrea capacidad de
concentración; me aislaba con facilidad del ambiente “fabril” del enorme
estudio de Alcántara Machado, a fin de reflexionar con intensidad en los
anuncios que trataba de crear, que cada día me los celebraban más. Mis
compañeros del estudio recibían los encargos mediante órdenes orales de los
directores de arte o del jefe del estudio Jordi Lapuyade, pero a mí me
entregaban con frecuencia creciente los briefings, sobres que
contenían toda la documentación de referencia, sobre que únicamente solían
recibir los directores de arte, asignados por el departamento de tráfico.
Ya el día del desfile de
la reina de Inglaterra ante la fachada de la agencia, había intuido que mi
cotización estaba escalando posiciones, porque me habían acomodado entre
empleados relevantes en el despacho presidencial. Algo, algún trabajo concreto
o un comentario de Lapuyade, lo que me habría parecido muy raro, había hecho
que la altas instancias se fijasen en mí. Tanto el achinado Rubén como los
demás compañeros del estudio, parecían haberse resignado a la idea de que yo
iba a sobrepasarles pronto, porque ya no me dedicaban los agrios reproches del
principio, como si temieran que pudiera tomarme revancha.
Sin mediar mi voluntad
ni realizar esfuerzos especiales, al menos conscientemente, fui ganando
prestigio y recibiendo encargos cada día más comprometidos profesionalmente. Story
boards que debía casi inventar, campañas gráficas completas partiendo sólo de
titulares proporcionados por los redactores, logotipos, hasta tiras de humor
donde disimuladamente entraba la marca Volkswagen, que en Brasil era como la
Seat en España. Creé un personaje para tales tiras (que se hacían pasar por
verdaderas humoradas de los periódicos) que se llamaba el “Caidinho”. Cuando
hubo que producir los artes finales, Volkswagen ordenó que los hiciera el mismo
dibujante que los había diseñado, por lo que según los acuerdos sindicales de
los publicitarios brasileños, los más avanzados del mundo, tuve que hacerlos
como “freelance”, porque como diseñador me estaba prohibido realizar artes
finales dentro de la agencia.
Durante los diez meses
siguientes, esas tiras de humor que yo dibujaba libremente, partiendo de guiones
muy imprecisos, me hicieron ganar más del doble de mi sueldo. Sin darme cuenta,
mi cuenta corriente se puso a crecer de un modo desmesurado.
Jordi Lapuyade me trataba de modo casi deferente
y me invitaba con frecuencia a reuniones creativas a las que sólo asistían
directores de arte y él mismo, el jefe de estudio. Cuando me atrevía a decir
algo, todos me escuchaban y yo creía que su silencio era solamente una
manifestación de buena educación, y no
debido a verdadero interés por lo que yo dijese. En ocasiones, al darme cuenta
de que todos en torno a la gran mesa me miraban y valoraban mis palabras,
comenzaba a titubear a causa de un residual sentido de poquedad. Pero este
molesto sentimiento fue atenuándose con el paso del tiempo.
Comenzaba a tomar
consciencia de una diferencia esencial entre las costumbres americanas en
general y las europeas, o las españolas en particular. Allí se concedía
muchísima importancia al talento, sin concurrencia de otras cuestiones, como
recomendaciones o llamadas de “amigos”. En España, el talento era un verdadero
obstáculo para medrar en cualquier actividad, por los celos que causaba a las
mentes mediocres de la mayoría de las personas “instaladas”. Sólo mi primer
empleo en España lo había conseguido por mis capacidades, pues había competido
con ciento cuarenta y nueve muchachos en una convocatoria, mediante un anuncio
en La Vanguardia, de Oeste Publicidad, la decana de la publicidad española. Tuve
otros dos empleos efímeros en la publicidad de España, pero en ambos casos
primaron recomendaciones, que en los países americanos nunca hubieran sido
necesarias. Nadie acostumbraba a hacer o pedir tales intervenciones.
Siempre a lo largo de mi
corta vida, había intentado planificarlo todo, para dejar poco espacio a la
casualidad o los imprevistos. Por esta razón, mi salida imprevista e intempestiva
de España me había causado tanto desconcierto. Pero durante los meses de mi
ascenso profesional en la agencia brasileña estaba confiando a ciegas en la
benevolencia de mi ser natural y la propia Naturaleza, a la que sólo le pedía
una tregua del desconsuelo que siempre me había acompañado en mi vida antes de Buenos
Aires. Tenía que hacer arduos esfuerzos por no dejar hundirse en el olvido la
gloria y el éxtasis de mi experiencia bonaerense. Meses después de la “aventura”
del viaje entre Argentina y Brasil, Pepe había alcanzado el estatus de espina
que, a causa de la permanencia del dolor, acaba por ser casi olvidada. No es
que olvidara a Pepe, de modo alguno, pero ya no me dolía tanto recordarlo.
Hacía varias semanas que
los compañeros del estudio hablaban mucho del carnaval. Tanto, que no me fijaba
en que ya apenas me hacían preguntas ni reproches sobre mi evidente promoción
profesional, que sólo para mí no era del todo obvia. Resultaba llamativa la
anticipación y el tiempo que dedicaban a hablar de carnaval; hasta Edison
Barreto, el primero que me había tratado como amigo, hablaba constantemente con
mis primeros “enemigos”, incluido aquel antipático Rubén, para poder conversar
de carnaval, del cual yo no sabía nada.
Al mes de comenzar a
trabajar en Alcántara Machado, Edison Barreto me había dicho un viernes por la
tarde:
-Luis, ¿te gustaría
salir mañana, conmigo y con mi novia, a recorrer un poco São Paulo?
Me vinieron a la cabeza
un montón de dichos españoles sobre ir de non con una pareja. Durante mi
adolescencia en Málaga, uno de mis mejores amigos se llamaba Chencho y era hijo
de un moro marroquí y una murciana. Como todos los jóvenes musulmanes, era claramente
bisexual a causa de las restricciones del Islam contra el sexo prematrimonial
con mujeres, de modo que a diario, mediante gestos o claramente con palabras,
Chencho me invitaba a compartir la cama con él. Como siempre lo rechazaba,
mediante invocaciones a la “perennidad” de nuestra amistad me forzaba a salir
con él y una chica llamada Pilar, que estaba enamorada de él sin ser
correspondida. En tales ocasiones, les acompañaba a medias, ruborizado, situándome
unos pasos tras ellos cuando íbamos por la calle.
Objeté a Edison:
-¿Salir con vosotros
dos? ¿Contigo y con tu novia, en medio de los dos?
-¿Qué tiene de extraño?
-¿Qué quieres decir?
-intervino otro compañero con el que empezaba a intimar, un barbudo suizo
llamado Max Shetti.
Callé un momento. Las
costumbres brasileñas se me estaban revelando muy distintas de las españolas,
mucho más que las bonaerenses, que en esencia eran un reflejo aproximado de las
malagueñas. ¿Salir con una pareja? Hasta ese momento, creía que Edison se interesaba
sentimentalmente por mí, porque me tocaba mucho. Pero empezaba a darme cuenta
de que los brasileños poseían una sensualidad exagerada, muy a flor de piel y
muy desprejuiciada, sin disimulos y sin punto de comparación con ningún país
europeo. Sensualidad fácilmente derivada hacia apasionamientos que no
discriminaban a hombres y mujeres, al parecer. Muchas mujeres argentinas decían
que sus hombres eran todos bisexuales; ¿qué opinarían las brasileñas al
respecto?
-Algún día –insistió
Max-, también te invitaré a salir con Desiree, mi novia, y yo. Lo pasaremos de
escándalo, ya verás.
-¿Qué has visto ya de
São Paulo? –me preguntó Edison. Esperaba mi respuesta con verdadero interés.
Hice un inventario
bastante pormenorizado, porque había visto muy poco en realidad.
-¿Has oído hablar del
ofidiario?
-Muy bien, Edison
–volvió a intervenir Max-. Según su personalidad e intereses, a Luis le
entusiasmará.
-No –respopndí a Edison-,
¿qué es?
-El instituto ofídico de
São Paulo es el mayor y mejor del mundo. Y el más prestigioso. Elaboran
antídotos para los venenos de todas las serpientes del mundo y vienen con
frecuencia científicos estadounidenses, ingleses, alemanes y suizos a copiar
los métodos y las fórmulas.
Acababa de entender.
Edison me proponía ver serpientes. En Málaga, no nos gustaban y las llamábamos
bichas. Recordaba con espanto una excursión con el colegio; nos llevaron a un
barrio del noroeste de Málaga llamado Campanillas, donde pervivían grandes
extensiones de campo virgen. Yo llevaba alpargatas con suela de esparto.
Durante el descanso para la siesta, me senté a leer a la sombra de un
algarrobo. Como solía, absorto en la lectura perdí del todo el contacto con la
realidad, hasta que noté algo sobre mi pie izquierdo. Al mirar, vi con terror
que una culebra estaba pasando por encima del pie y sentía su tacto frío a
través de la tela de la alpargata. Paralizado por el miedo, no me atreví a moverme
para no provocar a la bicha. Pasó lentamente, en lo que me parecieron
larguísimos minutos, y cuando abandonó mi pie eché a correr sin resuello, hasta
donde esperaba el autobús, sin atender las llamadas de los maestros.
Edison y Max se pusieron
a hablar casi al unísono sobre las maravillas del Instituto Ofídico, tan rápido
que no podía seguirles del todo. Llegó la hora de salida sin que yo me hubiera
pronunciado, pero a la mañana siguiente Edison se presentó con su novia en la
pensión donde yo vivía.
La novia de Edison era
una chica guapísima, casi mulata, curvilínea, sensual y de voz profunda, con
toda la exuberancia que dictaba el prejuicio sobre las brasileñas, que me trató
con una deferencia que me pasmó. En seguida tomó mi brazo y, poco después, me
pasó la mano por la cintura mientras caminábamos, lo que agravó mi desconcierto.
Si no estuviéramos en Brasil, habría podido creer que se me estaba insinuando
en las propias narices de su novio. Pero no. Los dos derrocharon cordialidad y
caricias durante toda la mañana. También Edison me cogía de la cintura; en
ocasiones, tras intercambiar un beso con su novia, le decía:
-Dale también un beso a
Luis.
El desconcierto acabó
por despejarse y, pasado un par de horas, me sentí entusiasmado con los dos. Y
amparado por su cariño más que exhibido. Menos mal, porque cuando llegamos a la
entrada del instituto ofídico, me invadió tal desazón, que pensé decirles que
no iba a entrar. Por suerte, no lo hice, porque meses más tarde descubrí lo muy
a pecho que se toman los brasileños los desaires. Pero se me instaló en las
entrañas un miedo atávico que me nublaba el raciocinio; recordé el suspense de
la escena de la gran serpiente en la película “Conan”.
Pensar en el tiempo que
habíamos tardado en llegar y el costo de las entradas, me hizo recordar que
habían realizado un esfuerzo considerable en mi honor. Pero negar el
sentimiento no lo hizo desaparecer. Mientras nos adentrábamos en el recinto, noté
sudor frío, escalofríos en la espalda y alguna vacilación de las piernas. Entré
un poco detrás de ellos y, al pronto, el lugar parecía un parque cualquiera,
con palmeras como las que abundaban en Santos y, en general, con la vegetación
achaparrada del Mato Grosso. Sólo el sonido lejano de crótalos de las serpientes
de cascabel obligaba a darse cuenta de dónde estaba uno.
Aparte de muchos
terrarios de cristal y jaulas muy tupidas,
había grandes pozas circulares con paredes muy lisas, donde sesteaban
multitudes de enormes serpientes. Me producía desasosiego asomarme a cada una
de ella, atendiendo las amables y pormenorizadas explicaciones de la pareja a
dúo. Llegamos a un punto donde había una especie de médico, con bata blanca,
haciendo demostraciones; cogía una serpiente coral muy cerca de la cabeza y la
obligaba a hincar los colmillos en la tela que tapaba unos vasitos pequeños; de
tal modo, vaciaban todo el veneno. A continuación, el médico ofrecía la
serpiente para que alguno de los presentes la cogiera, porque según él ya no
era peligrosa. A pesar de mi desasosiego, durante la mañana yo había pasado del
recelo a un estado de euforia por el trato que me prodigaban los dos, de manera
que sin atender mis miedos atávicos, dije en seguida:
-Yo, yo.
El médico me enseñó por
señas cómo cogerla y la puso en mi mano. Tomé consciencia del disparate que
había cometido cuando vi la lengua bífida que parecía querer lamer mi muñeca. Sin
avisarme, la novia de Edison disparó su cámara fotográfica.
El lunes siguiente,
Edison me trajo una copia de esa foto. Yo aparecía con el brazo extendido hacia
fuera tanto como me era posible, casi desencajado del hombro; tenía los labios
apretados en un rictus indescriptible. Comparándome con el resto de personas
que aparecían en la foto, se notaba la lividez de mi cara.
Edison lo había
advertido y debió de comentarlo con su novia, porque los siguientes dos o tres
días me prodigó abrazos y besos sin venir a cuento. Sin embargo, al aproximarse
la gran fiesta multicolor de disfraces, casi había dejado de hablar conmigo y,
en cambio, conversaba constantemente con Rubén y otros compañeros. Aunque la
razón me decía que era lógica tal actitud por mi ignorancia carnavalesca, sentí
cierta desazón porque creí estar a punto de perder un amigo. El primero de
Brasil.
Max y Edison no paraban
de dialogar sobre “escolas de samba” y “fantasías” en lo que parecían
argumentos para que yo los escuchase. En sus palabras, el carnaval era la cosa
más linda del mundo y su música, lo más fantástico. Hablaban de disfraces
entrando en detalles como si fueran mujeres; es decir, el tipo de comentarios
que en España hubieran sido mal interpretados en bocas de hombres: “Llevaba los
muslos tan apretados que parecía llevar el pene desnudo”; “Iba como una reina”;
“Al garoto se le señalaba el culo tan apretado que parecía una garota”. Etc.
El lunes anterior al
carnaval llamé a Wilson, aquel profesor de español carioca que había conocido
en el autobús que me trajo desde Buenos Aires.
-Sí, el carnaval más
importante de Brasil es el de Río –respondió mi pregunta-, pero yo creo que el
más atractivo es el de Bahía.
-Pero Bahía está
demasiado lejos.
-Recuerda que venir a
Río te costaría una noche de viaje en autobús.
-De todos modos, si a
pesar de todo viajara, ¿podría dormir en tu apartamento, aunque fuese en una
alfombra?
-Hum… yo… -noté que Wilson
titubeaba haciendo cálculos mentales durante un rato; finalmente, continuó:
-Bien, Luis, vente, pero van a ser lo menos dieciocho amigos en mi apartamento.
Los periódicos y
noticiarios de televisión hablaban todos los días de los millones de turistas
que esperaba recibir Río.
-Bueno, no importa,
Wilson. Ya me las arreglaré.
-¿Y dejar pasar la
oportunidad de conocer el Carnaval de Río? No, garoto, tú ven, que ya lo
solucionaré. Solamente, avísame de tu llegada un día antes. ¿Cuándo crees que
podrás venir?
-Yo tengo que trabajar
el viernes hasta última hora.
-Eso significa que te
perderás la primera noche; en ese caso, llegarías a Río el sábado de madrugada.
Ni pensar en que yo pueda ir a la rodoviaria, a recibirte. Anota mi dirección.
Para que el taxista no te tome por un turista ignorante, recuerda que mi apartamento
está en Copacabana, recién ultrapasado el Túnel Novo. Tendréis que pasar por el
Aterro da Gloria y Botafogo. Aprende estos nombres, para que el taxista crea que
no puede estafarte. Es mejor que ya lo consideremos definitivo. Te espero el
sábado. No llames a mi puerta antes de las 9 de la mañana.
Toda la semana me dominó
un estado de expectación nuevo para mí. Una clase de intuición desconocida me
hizo creer que toda mi vida futura estaría determinada por ese fin de semana en
Río de Janeiro. Se trataba no de un pálpito ni una premonición, sino de algo
más indefinido; un color del ánimo, un agarrotamiento eufórico del cuello con
el corazón momentáneamente paralizado, un manto de armiño echado sobre mis
hombros por una gloria ni siquiera presentida conscientemente. Un duende, un
hada, una diosa antigua esperaba mi visita en Rio y yo recibiría su luz…
Pero sería tarea muy
ardua disfrutar el carnaval y conocer la ciudad, al menos panorámicamente,
disponiendo sólo de dos días y una noche, porque debía llegar de nuevo a la
agencia el lunes a primera hora. Río de Janeiro, según las postales, era una
ciudad entre el mar y la montaña, como Málaga, pero asomada a una bahía mucho
mayor que la malagueña. La bahía de Guanabara parecía en los mapas un mar
interior bastante grande, y la mayor parte de su extensión la abrazaba Rio. Si
se trataba de condicionar el resto de toda mi vida, parecía inverosímil.
Por otro lado, ¿qué
podía resultar de esa breve estancia en Río de Janeiro? Por mucha gente que
conociera a través de Wilson, a nadie podría tratarlo más de unas horas, sin
trascendencia ninguna.
CUENTOS DE MI BIOGRAFÍA
9, Luis Melero
BAILE DAS BONECAS
El estado de expectación
de Luis no se correspondía con lo que anticipaba que podía resultar de una
visita a Rio de Janeiro que no llegaría a cuarenta y ocho horas. Llevaba más de
una semana sintiendo una clase extraña de tensión que le agarrotaba las
clavículas y parte del cuello, como si una mano sobrenatural intentara
comunicarse con él obligándolo a sentir la angustia de las preguntas sin
respuesta. Con lo que su mente le inspiraría cualquier clase de desvarío.
Por mucho que le dijera
la razón que iba a ser un fin de semana algo más agitado de lo común, pero sin
más, los intersticios de su cuerpo no paraban de generar alguna hormona que le
ponía en tensión extrema, como si escalase la ladera de un volcán sabiendo que
está a punto de estallar. Recordaba vagamente que las tradiciones familiares
hablaban de algún familiar que había emigrado a Brasil, a Río, pero no
recordaba de quién se trataba ni, por tanto, tenía su dirección. No había
posibilidad alguna de contactar con alguien que pudiera revelarle cualquier
cosa especial o prodigiosa ni tendría tiempo de visitar algo más que el centro
de Río y, si acaso, el Corcovado. Mientras que su razón se negaba a esperar,
los ahogos y sacudidas del cuello le inspiraban deseos inconcretos e
imposibles.
Aunque en la primera
conversación telefónica con Wilson había quedado acordado que se presentaría
ante su puerta el sábado después de las 9 de la mañana, el profesor carioca le
había llamado dos veces a lo largo de la semana, para aconsejarle llevar ropa
de baño o con pretextos semejantes, cuando lo que Luis sospechaba era que
Wilson trataba de confirmar la visita. Después de cada una de estas llamadas su
tensión emocional se había exacerbado hasta el punto de no permitirle dormir. Al
despertar, sabía vagamente que había soñado quimeras, pero no le dejaban el
menor recuerdo. Daba vueltas en la cama humedecida por el sudor, mientras el
duermevela le inspiraba nombres que nunca habían pronunciado en su presencia.
Nombres o palabras en un idioma primitivo, tal vez en desuso o, quizá, que
nunca había existido.
Los compañeros de la
agencia no paraban de hablar del carnaval; las “fantasías” cubiertas de
pedrería y oropeles; los desnudos casi integrales, tanto de mujeres como de
hombres; los bailes acompasados de millares de personas, mientras desfilaban
con una disciplina difícil de entender en un pueblo tan indisciplinado como el
brasileño; las trifulcas y voceríos por
tocamientos no consentidos; los enfrentamientos a navajazos con resultado de
sangre o cosas peores; la facilidad de las relaciones sexuales y también la
participación en grandes grupos orgiásticos; pero prefería no meterse en las
conversaciones para no agravar el agarrotamiento de sus miembros.
De tal modo, que aunque antes
de emprender el viaje se tomó un somnífero que su colega suizo Max Shety le
regaló, no conseguía dormir en el autobús que lo conducía a Río. Tras los
primeros kilómetros de avisos y recomendaciones del conductor por la megafonía,
las luces se apagaron y todo quedó en silencio. Las respiraciones acompasadas y
algunos ronquidos demostraban que casi todos dormían, pero Luis notó que su
compañero de asiento, un flaco adolescente mulato, se le arrimaba más de la
cuenta, con mucho disimulo; a cada giro del autocar, fingía una inercia que lo
obligaba a echársele encima.
Luis se encogió todo lo
que pudo en su lado del asiento, con las piernas torcidas hacia el lado
contrario de su vecino, porque la pastilla comenzó a hacer efecto. Tras
vislumbrar algunos bellos edificios neoclásicos, tan inesperados que creyó
soñar, fue durmiéndose muy poco a poco, entre llamaradas de consciencia que, en
vez de tranquilizarlo, renovaban la tensión de toda la semana, porque volvían
las palabras incomprensibles.
La inmersión en el sueño
fue como sumergirse de niño en una ola de las playas de Málaga. Se dejó llevar
por el vértigo amoroso e irresistible de la marea, y entre azules y verdes surgió
una figura que sólo podía ser un hada o una diosa. Vestía de escamas de nácar,
su pelo era de coral y espuma, las manos se transparentaban mientras las
agitaba hacia él y su rostro relucía de luna llena. Parecía querer comunicarle
algo, una cosa inaplazable, pero la voz
era vencida por el fragor del rebalaje. En los ojos de la diosa asomaron
lágrimas de impotencia que el agua revuelta no arrastraba; se movieron los
labios de un modo singular; lentamente y como si vocalizara en una escuela de
arte dramático y Luis la entendió: Encontraría en Río una pista inesperada, que
debía seguir hasta el final, sin miedo ni reservas de ninguna clase.
La inercia de un giro
muy pronunciado del autobús le hizo despertar.
Estupefacto, descubrió
que le habían desabrochado el cinturón y corrido el pantalón hasta más abajo de
las ingles. Trataban de penetrarle. No supo si había despertado del todo,
porque le pareció que lo que lo intentaba era algo grande como una caliente berenjena
gigantesca, que pellizcó con saña y toda su fuerza aunque sus dedos patinaban
por su turgencia. Apenas oyó el grito contenido, porque mientras el ariete se
retiraba se precipitó de nuevo en el sueño de inmediato.
Le despertó la megafonía
de la estación de autobuses, cuando el autocar daba el último frenazo. El
pantalón desajustado y el cinturón suelto revelaron que no había soñado el
intento de violación. Volvió la cabeza hacia su vecino, el oscuro adolescente
delgado como la mojama de pintarroja. Al notar el giro de cuello de Luis, el
mulato volvió la cabeza bruscamente en la dirección contraria y Luis ya no
consiguió ni verle la cara mientras iban abandonando el autobús.
Eran las seis y media de
la mañana. Le asombró ver desde la ventanilla del taxi muchos grupos de
alicaída gente disfrazada, que caminaba acompasadamente aunque no sonara
música. Los grupos eran particularmente numerosos en Botafogo, donde las aceras
estaban cubiertas de grandes montones de confetis y serpentinas. También vio
muchos hombres caídos en el suelo; supuso que serían borrachos echados a dormir
en cualquier parte, aunque uno en particular le pareció que derramaba un
riachuelo de sangre. Dejó de mirar, porque sintió que su ánimo pasaba de la
curiosidad al horror y no quería desalentarse ante la expectativa de su primer
carnaval de Río de Janeiro.
Llegó ante el portal de
Wilson a las siete y veinticinco de la mañana. ¿Qué hacer durante hora y media?
Miró hacia atrás y descubrió que la playa relucía con el amanecer a unos cien
metros de distancia. Cruzó una avenida llamada “Nossa Senhora de Copacabana”
antes de llegar a la vía que ceñía la famosa playa. Le pareció muy difícil
describir la playa de Copacabana con una ingeniosa frase corta. El arco de
edificios de altura bastante pareja mediría unos cuantos kilómetros, orlando un
arenal dorado, demasiado lleno a esa hora de la madrugada. Celebrantes
carnavalistas que no habían encontrado todavía el fin de la noche y continuaban
el baile ahora con cierto aire tribal, excursionistas carentes de albergue,
turistas de medio pelo dormidos sobre sus mochilas, borrachos derrengados por
doquier y algunas parejas haciendo sexo sin inquietarse por la luz que iba abriendo
el paisaje con una pátina de oro. Luis se preguntó si esa playa aparecería tan
llena durante las horas de sol, aunque notó que había instaladas unas
estructuras que parecían porterías de fútbol, lo que indicaba que, de día,
habría también partidos con sus veintidós jugadores en cada caso.
Daba igual. No tendría
tiempo de echarse a nadar un rato ni tomar sol en aquella arena incitadora. Las
treinta y nueve horas que iba a pasar en Río de Janeiro serían insuficientes
para ver todo lo que quería ver.
Después de desayunar un
batido de papaya y un café con un bollo cubierto de fruta confitada, vio que ya
había sonado la hora de ir a casa de Wilson. Para su sorpresa, el profesor de
español lo esperaba ante el portal de su casa y le sonrió ampliamente bajo una
mirada adormecida.
-Hola, Luis. Benvindo.
Te estoy esperando aquí, para que no llames a la puerta, porque hay más de
veinte personas durmiendo en las alfombras de mi apartamento y no puedes
despertarlas, puesto que nos hemos dormido hará unas dos horas.
-Entonces… -fue a decir
Luis.
-No te preocupes –repuso
Wilson adivinándole el pensamiento-. La próxima noche no serán tantos, y
encontrarás un hueco para ti.
Luis contuvo más
comentarios. La escalera se parecía a las de las casas de la clase media de
Málaga, pero eran mucho más anchas. La
puerta del apartamento tenía empaque casi de lujo. Wilson la abrió con mucho
sigilo; poco más allá del dintel, las cabezas de dos hombres se le mostraron
antes que la totalidad de sus cuerpos semidesnudos. Estaban abrazados; un
abrazo no casual, sino muy libidinoso y como de sexo interrumpido. Wilson no
apartaba un dedo de su boca indicándole silencio. Tuvieron que saltar por
encima de muchos cuerpos, algunas de cuyas caras le resultaron familiares a
Luis. Deseaba preguntar quiénes eran, pero Wilson reforzó su petición muda de
silencio.
El profesor carioca
abrió despacio la puerta del que debía de ser su dormitorio. Había dos mujeres
y un hombre en la cama, y otros dos hombres dormidos sobre una de las
alfombrillas. Wilson indicó seguir hasta el otro lado de la cama, donde quedaba
libre la otra alfombrilla, donde se sentó con la espalda apoyada hacia la cama,
invitando a Luis a imitarle.
-Ve haciéndote a la idea
–susurró Wilson en el oído de Luis- de que después del baile de esta noche
tendrás que dormir más o menos así.
-No te preocupes. Si
estorbo, iré en busca de una pensión.
-¿Estás “doido”? No
encontrarías una habitación libre en cien kilómetros a la redonda de Río.
Algunas de estas personas, tienen bastante fama en la tv y ya ves.
-Sí, algunas caras me
han parecido conocidas.
-Está Geraldo Vandré.
Luis sintió una
convulsión. Una de las caras que le habían resultado familiares, era el famoso
cantante, antaño perseguido con enorme saña por los fascistas de Brasil,
exiliado constante y la persona que más admiraba en el país. No sólo iba a
saludarlo dentro de algunas horas, sino que estaba durmiendo en el suelo del
apartamento de su amigo, y quizá durmiera la noche siguiente cerca de él.
-Lo admiro sinceramente
–musitó al oído de Wilson- ¿Debería prepararme para alguna sorpresa más?
-Probablemente –murmuró
Wilson tras una sonrisa enigmática, al tiempo que hacía ademán de reclinar la
cabeza para dormirse.
A Luis no le costó
demasiado conciliar el sueño. El mulato con su batata-remolacha y los frenazos
y sacudidas del autobús le habían impedido descansar del todo. Ahora, aunque
ardía de impaciencia por conocer a los durmientes, cayó en un sueño absorbente,
como si se precipitase por un pozo encantado.
Cuando despertó, sentía
agujetas por todas partes, principalmente en el cuello. Tenía la cabeza apoyada
en la cadera de Wilson, que roncaba de un modo casi musical. Tenía hambre, pero
daba la impresión de que todos seguían durmiendo, porque no se escuchaba el
menor ruido, aparte de algún ronquido. Se alzó con todo el sigilo que pudo y
fue evitando cuerpos hasta encontrar la cocina, donde también había dos
muchachas jóvenes dormidas en las sillas del office, con las cabezas apoyadas
en los azulejos de la pared. No era una manera cómoda de dormir, por lo que
debían de haber sido vencidas por la borrachera. Las dos estaban disfrazadas,
con una especie de sarong ajustado a la cintura y un sujetador pequeño y
transparente. En el cuello, frondosos collares de estilo hawaiano, que debían
de haber sido la precaria cubierta de sus pechos.
La nevera estaba muy llena.
Fruta, postres confitados, leche, huevos. Una papaya más grande que un melón
grande le llamó la atención. Wilson podía interpretarlo como un audacia
intolerable, pero Luis cortó una tajada muy grande, buscó el depósito de la
basura, donde con la ayuda de un tenedor fue echando las abundantes semillas
negras, y finalmente comió con una cuchara la mayor ración de papaya que
hubiera comido nunca. Con mucha fruición, terminaba con la tajada cuando
despertó una de las muchachas.
-Oh. Hay papaya.
-Sí –respondió Luis-. Me
llamo Luis, ¿quieres que te corte una tajada?
-Sí, por favor. Me llamo
Chus. ¿Eres el español del que tanto habla Wilson?
Sorprendido por el
comentario, Luis respondió:
-Ignoro lo que te habrá
dicho, pero creo que sí, soy ese español.
-Todo lo que ha dicho
Wilson de ti es muy bueno.
Luis calló, algo
sonrojado, sonrojo que disimuló bajando la cabeza mientras cortaba otra raja
grande de papaya. Había quedado reducida a la mitad.
-Oh, es demasiado –dijo
Chus-, pero creo que me lo voy a comer todo. Tengo mucho apetito, porque anoche
casi no cené. Me fui a la fiesta cuando volví del templo, sin pasar por casa.
La mención de un templo
hizo que Luis se pusiera en guardia. Quizá estaba conversando con una
evangelista o testigo de Jehová, que tan molestos contertulios solían ser.
Examinó a Chus despacio, mientras ella “devoraba” la papaya. Contrariamente a
la mayoría de los brasileños, parecía no tener ni un poco de mulata. Resultaba
completamente europea, tal vez del norte de Italia o el Tirol
No era bonita en el
estricto sentido académico de la palabra, pero sí era muy sensual y atractiva.
Hacía tiempo que las mujeres lo dejaban indiferente, pero se encontró
contemplando los pechos casi desnudos con algo de pasión. Sintió deseos de tocarlos,
deseos que Chus descubrió en sus ojos.
-Tócame si quieres,
Luis. Estoy en ayunas desde ayer.
Luis dedujo de qué clase
de ayuno hablaba, por lo que obedeció de inmediato. Eran tocamientos muy
placenteros, pero no advirtió que su pene se diera cuenta. De pronto, entró un
joven algo menor que Luis, y sin decir palabra, hizo un guiño en dirección a
sus ojos y también se puso a tocar, los pechos y más abajo, con evidente
experiencia. Ahora, Luis tuvo una erección imperiosa, al tiempo que su mente
derivaba del estupor al desconcierto. ¿Qué iría a pasar? Toda la vida se había
reprimido de un modo cruel, sin dejarse llevar ni en las ocasiones más obvias.
Tal vez no había vivido en realidad. El otro chico era un brasileño algo
moreno, muy guapo y atlético. Acercó sus labios al oído de Luis para preguntar:
-¿Quieres metérsela por
detrás o por delante?
Luis se encogió de
hombros.
-Te dejo lo más fácil. A
mí me van mucho los culos. Si quieres, también te la meteré a ti.
Luis negó con la cabeza,
mientras el otro giraba a Chus, que se dejaba manipular como una muñeca. Impensadamente,
Luis sintió que ella le descorría la cremallera y se introducía el pene de modo
imperioso. El desconocido buscó desde atrás la boca de ella y forzó a Luis a
unirse en un beso triple, mientras éste era sacudido por un relámpago precoz e
inoportuno. Los otros dos lo notaron y, al unísono, apartaron a Luis con cierto
desdén, y siguieron sus afanes.
Luis tuvo que sentarse
para no caer al suelo. No recordaba nada parecido en su pasado; la intensidad
del orgasmo superaba a cualquier otro que hubiera vivido. ¿Cómo tendría que
abordar el sexo en lo sucesivo?
Los jadeos de los dos le
anunciaron que también habían alcanzado el clímax. El chico llevó en volandas a
Chus para sentarla y se acercó a Luis.
-Me llamo Xico. ¿Sabes
quién es Pitanguy? –Luis asintió-. Pues Chus es la recepcionista de su clínica,
así que ya lo sabes, por si quieres hacerte la estética… Pero no te hace falta;
eres muy guapo. Espero que nos veamos más, porque me gustas mucho.
-Oh, gracias. Yo soy
Luis. No podremos volver a vernos porque vivo en São Paulo.
-Yo también. Toma mi
número de teléfono. ¿Hasta cuándo te quedas?
-Sólo esta noche. Tengo
que trabajar el lunes en São Paulo, por lo que no tengo más remedio que irme
mañana a las 10 de la noche.
-Yo también debo
trabajar el lunes, con mi padre. Pensaba viajar mañana después de comer, en mi
coche, pero voy solo y es muy aburrido conducir tantos kilómetros sin compañía.
¿Quieres viajar conmigo?
-Tengo ya el billete de
vuelta en autobús.
-Tíralo, no importa. Es
mucho más cómodo viajar en mi escarabajo.
Luis apretó un poco los
labios. No sabía qué decir. Xico le atemorizaba y no quería comprometerse a un
acompañamiento que a lo mejor le hacía arrepentirse.
Los durmientes fueron
despertando. De todos modos, persistía en el apartamento un aire de fiesta
momentáneamente interrumpida, y a ello contribuía el fuerte olor a alcohol y
vómitos. Algunos se marchaban en cuanto despertaban, probablemente a la playa
porque salían en bermudas o, directamente, en tanga. Otros, entraban en el baño
y, por no aguardar colas, se duchaban en grupo. La cocina estuvo ocupada con
las preparaciones de diferentes comidas la mayor parte de la tarde; Luis
reconoció entre quienes se prepararon el almuerzo a dos actrices segundonas de
televisión, un cantante medianamente conocido en los cafés cantantes de São
Paulo y a un actor de teatro con cierta categoría. Cuando empezaba a anochecer,
quedaba poca gente en el apartamento. Sesteaban sólo cinco personas, entre las
que se encontraban Xico y Wilson. Este preguntó a Luis:
-¿Tienes disfraz?
-No tengo; ni se me
ocurrió la idea…
-Yo puedo dejarle el que
me puse anoche –dijo Xico a Wilson.
-Buena idea.
-Me sentiré ridículo
–objeto Luis-. Nunca me he disfrazado. ¿Qué
representa el disfraz que dices?
-No representa nada
–dijo Xico muy sonriente- Ya lo verás. Nunca te habrás sentido tan sexy.
Luis notó que se
sonrojaba. Le había pasado varias veces a lo largo de la tarde, por los piropos
de Xico quien, además, recibía zalemas, besos, caricias y alabanzas de varias
de las mujeres. Una de ellas hizo alusión a los atributos sexuales del joven
paulista, que sólo se cubría con un breve pantaloncito de seda blanco. Era un tipo
desconcertante.
Antes de las nueve de la
noche, Wilson invitó a los cinco que quedaban en el apartamento, todos hombres:
-Hora de disfrazarse.
Los otros cuatro hombres
se desnudaron sin ninguna clase de remilgos. Viendo que Luis no les imitaba, lo
miraban de soslayo o francamente a la cara, como reconviniéndole. Xico evitó
que Luis se ruborizada demasiado dándole el disfraz que debía ponerse. Luis lo
examinó con enorme reparo. Se trataba de un ajustadísimo pantalón de lamé de
plata, que dejaba expuesta gran parte de los muslos por delante y los dos
glúteos completos. Para el pecho, Xico le entregó una pieza también de lamé,
pero profusamente cubierta de bisutería muy colorida, parecida a un collar
faraónico.
Sintiéndose
completamente en evidencia, Luis salió tras los cuatro hombres, sin hacer
ningún comentario porque los otros iban mucho más desnudos que él. El coche fue
aparcado poco después de Botafogo, y tuvieron que ir caminando un largo trecho.
Luis no se fijó en la decoración del local, sino en el hecho de que era un
cine, cuyo patio de butacas había sido desmontado del todo. Era un cine de gran
tamaño. Todo el patio de butacas era una enorme pista de baile, atestada de
danzarines que bailaban siguiendo un círculo que iba sambando alrededor. Todos
entraron casi a presión en el baile, y sólo cuando ya se encontraba danzando
abrazado por la cintura, entre Xico y otro de los amigos de Wilson, se dio
cuenta de que todos los danzarines eran hombres.
-Sólo hay hombres –gritó
al oído de Xico.
-Claro. Este es el baile
das bonecas. Danza y goza.
Luis fue incapaz de gozar.
No podía rescatarse a sí mismo del alerta permanente, porque no paraban de
palparle el pene bajo el ajustado “pantalón” y también los glúteos.
Fueron unas tres horas
agotadoras, metido en un carrusel inacabable, que le parecieron una pesadilla.
FINAL ¿ES EL FINAL?
TIEMPO PARA UN
INVENTARIO: ¿Conseguiría resucitar el Carnaval de Málaga?
Después de largos años
como un nómada por todas las Américas, volví a España convencido de que regresaba
para reencontrarme a mí mismo. Llevaba demasiado tiempo sintiéndome intruso en
todas partes; no acababa de sentirme en casa en ningún lugar; no me ocurría
como muchos emigrados españoles que había conocido integrados, felices y con
descendencia en países de los dos hemisferios. En cierta ocasión, mientras
participaba en la campaña publicitaria de un político (que ganó las elecciones,
creo que con una frase mía), uno de sus ayudantes me preguntó por qué no me
nacionalizaba: “Imagina, podrías llegar a vicepresidente del país”. Repuse: “¿Sólo
a vicepresidente, entonces no me nacionalizo, para ser un ciudadano con
derechos limitados”.
Cuando volví para
quedarme, había pasado tres años intentando reintegrarme a España, realizando
por ello muchos viajes, pero tenía que volver a emigrarme porque tampoco reencontraba
las raíces perdidas. Concretamente, recuerdo una navidad que, mientras esperaba
la cena de Nochebuena, me puse a ver las noticias de la televisión; el tono del
locutor y lo que decía me causaron tal impresión, que no cené de Nochebuena con
mi familia, salí y me emborraché (cosa que sólo he hecho tres veces en toda mi
vida); a primera hora del 25, corrí con mi equipaje al aeropuerto y salí de
estampida maldiciendo mi estampa.
Tras varios cruces
fallidos del Atlántico, decidí que tenía que quemar mis naves o jamás lo
conseguiría, porque era demasiado golosa mi situación americana, demasiado
elevada para alguien que no había estudiado ni el bachillerato español.
Poseía un estatus de
clase muy acomodada, un reconocimiento profesional “envidiable” y una cuenta en
el First National City Bank de Nueva York con un saldo en dólares muy
considerable. Atravesaba en aquellos momentos el más alto nivel que podría
conseguir nunca en publicidad, me habían elegido varias revistas especializadas
como uno de los mejores “layout-men” de América Española y era invitado habitual
en fiestas “aristocráticas” de Venezuela, Brasil, Ecuador e, inclusive, del
fastuoso Park Avenue de Nueva York. Regresar para la única vida, sencilla y
austera, que podría llevar en España resultaba estrambótico a los ojos de mis
parientes e incómodo para mi subconsciente. Quemar las naves sería la única
manera de obligarme a readaptarme.
Nunca había ambicionado
más meta final para mi vida que la profesión de escritor. Consciente de mi
falta de preparación académica, durante todo mi tiempo emigrado devoré libros;
investigué hechos históricos que me parecían mal explicados; frecuenté
bibliotecas; consulté durante muchos años toda clase de enciclopedias
gramaticales, buscando empaparme a fondo no sólo de la lengua, sino de sus
posibilidades expresivas; procuré (y conseguí) relacionarme con algunos de los
novelistas y poetas hispanoamericanos que más admiraba; finalmente, me acerqué
humildemente a varios poetas malagueños, que me trataron como a una puñetera mierda.
Siempre me ha asombrado la facilitad con que se vuelven despectivamente
egocéntricas personas poseedoras de talentos sólo mediocres.
Como el regreso me lo
planteé especialmente para tratar de materializar mi carrera de escritor,
alquilé un apartamento en la calle Doctor Fleming de Madrid (en un edificio
apodado “la teta de Madrid”), y pasé todo un año encerrado escribiendo, sin
dejar de frecuentar la Biblioteca Nacional. Creé una novela (que por cierto se
me ha perdido; todavía no eran comunes los ordenadores) y procuré afanosamente encontrar
una senda que me condujera a alguien que pudiera introducirme con una
editorial. Pero un año más tarde, y ansioso de readaptarme a España (lo que
cada día me resultaba más difícil) presté oídos a las reconvenciones de mis parientes:
“te vas a gastar todos tus ahorros y te verás en la miseria”. Dadas mis
experiencias americanas, nunca me pasó por la mente la idea de que tal cosa
fuera posible, pero primó mi necesidad angustiosa de readaptarme a unas raíces
que no conseguía encontrar.
Establecí en Málaga un
negocio de hostelería que denominé “Pepeleshe”. Con ello, mataba dos pájaros de
un disparo: Me ponía a trabajar (según mis familiares, enemigos acérrimos de mi
pretensión de ser escritor, en “algo útil”) y, además, me procuraba un arma
para tratar de revivir el carnaval de Málaga. Lo llevaba intentando desde
mediados de los años 70 (desde varias ciudades americanas) escribiendo “cartas
al director” que el entonces director de Sur, Sanz Cagigas, (única persona en
Málaga que valoró mi capacidad literaria) publicaba en Sur como artículos de
colaboración. He perdido muchos de esos artículos, porque pedía a mis
familiares que me los enviaran y como ellos los buscaban en “cartas al
director”, no se daban cuenta de que habían salido como artículos y ni siquiera
conozco las fechas para intentar una búsqueda en hemeroteca. Nadie en unos
cinco años había prestado oídos a mi súplica de que se rescatara el carnaval de
Málaga. Con el Pepeleshe, supuse que tendría ocasión de fomentar el carnaval.
Abrí dicho local con la
idea de que, al no tener experiencia, fracasaría. Pero la publicidad es como montar
en bicicleta: no se olvida. Tras varios días de desesperación, mi subconsciente
de publicitario me inspiró medios para llevar el local adelante. A los tres o
cuatro meses, era el bar-pub más famoso de Málaga. Tenía colas de adolescentes
dos o tres horas antes de abrir los domingos. Me vi arrastrado por la propia
dinámica del negocio, y perdí por un tiempo la verdadera perspectiva de mí
mismo. Entre otras cosas, inventé concursos de flamenco y humor, tertulia
poética, recitales, etc. Uno de los certámenes era el “Concurso Pepeleshe de
contadores de chistes“, del que se celebraron 7 ediciones.
Tuve mucha suerte,
porque no disponía ni de extintores y muchas noches llegaba a entrar la gente
literalmente a presión; de tal modo, que el camarero tenía enormes dificultades
para servir las copas.
En el segundo concurso
de contadores de chistes, quedaron segundo y tercero Manuel Sarria y Juan Rosa
Mateos. Había una diferencia de estatura entre ellos de unos 47 cm; al
observarlos juntos en el estrado, pensé en el gordo y el flaco, el bueno y el
feo y parejas semejantes. Les sugerí unirse para formar un dúo humorístico, lo
que llevó meses porque se peleaban mucho y rompían todas las semanas. Uno
trabajaba en Los Prados y el otro, en Ciudad Jardín; no puedo calcular la
gasolina que gasté en tratar de reconciliarlos. Pero resultaban graciosos y al,
final, triunfaron con el nombre que les puse y la parodia que les escribí; Dúo
Sacapunta y “La sorda”, respectivamente.
Sacapunta y “La sorda”, respectivamente.
En plena efervescencia
de la fama del Pepeleshe, varios amigos me alertaron de que mis paisanos creían
que yo era millonario. Tanto es así, que una periodista vino y me contó que
mantenía una relación de trío con otra chica y un prohombre, y sin querer se
había quedado embarazada. Me lo contó llorando, afirmando que no era capaz de
hablar de su embarazo a su padre. Tras una pausa durante la que pareció
reflexionar a fondo, dijo:
-Como se rumorea que tú
eres homosexual, podrías casarte conmigo para cubrir las apariencias, sin
necesidad de que tengamos sexo ni nada, porque yo estoy enamorada de mi
compañera sexual”.
Caí en el enredo, ahora
no comprendo por qué; tal vez por compasión ante su desconsuelo. Gasté unos
siete millones de pesetas en decorar el piso que ella había comprado, cercano
al Pepeleshe. Tuvimos una boda casi fastuosa, aunque el famoso político que era
la “tercera” parte del trío se negó a asistir.
La excelentísima señora
quiso apropiarse de la participación económica de su padre, como padrino, en el
convite que yo había pagado íntegro. Durante un par de semanas, compró en El
Corte Inglés vestidos carísimos que me obligaba a pagar. Pocos días más tarde,
me dijo que tenía un pufo de casi un millón de pesetas por la hipoteca del
piso, y que debía liquidarlo “antes de fin de mes”. Le respondí que yo me había
quedado ya sin dinero. Ella repuso: “Qué error, qué error he cometido”.
Un par de semanas después,
presentó en el obispado demanda de anulación matrimonial; en su demanda, me
acusaba de maltratador y otras barbaridades mucho peores. Para reforzar sus
mentiras, se valió del testimonio falso de una compañera suya de trabajo, a la
que jamás había visto yo tras la ceremonia. Pero esta mujer inventó cosas
terribles contra mí, delitos que “había visto en directo”. Hoy es una famosa y
“veraz” comunicadora que “ama a todo el mundo”. Padecí una depresión muy
profunda y tuve que volver a América por algún tiempo.
A mi regreso, me afané
más que nunca por revivir el carnaval de Málaga, porque creía que estaba a
punto de morir (ya hace casi 30 años de eso). Organicé un acto reivindicador,
recabando el apoyo de dos conocidas instituciones para lograr que las
autoridades me hicieran caso y asistieran. El acto, del que informó el diario
SUR a toda página, resultó un éxito. El entonces alcalde prometió: “Apostaremos
por el carnaval de Málaga al mismo nivel que por la feria”, promesa que
incumplió sonoramente.
Pero mi empeño comenzó a
convertirse en obsesión. Tanto insistí, que los pocos carnavalistas de entonces
organizaron un acto para tratar de fundar la “asociación de Amigos del Carnaval
de Málaga”. El acto tuvo lugar en un antiguo cine llamado “Cayri”. Acordaron
organizar la asociación y me eligieron presidente. Presidente de algo que no
existía. Tuve que alquilar un local (propiedad del pintor Morenno), realizar la
reforma, comprar muebles y complementos, y demás. Tuve muy poca ayuda manual
(sólo me ayudó de verdad un señor que ha muerto ya, Manuel Gallego) y ninguna
económica. Dispuesto a que el proyecto se hiciera realidad en toda la dimensión
necesaria, escribí a la reina doña Sofía pidiendo su patronazgo (que me negó);
después le ofrecí la presidencia de honor a la duquesa de
Alba, que la acepto pero
advirtiéndome: “yo no tengo dinero”. Al menos, consintió en venir a Málaga para
tomar posesión. Yo consideré que un acto casi en homenaje de la duquesa de Alba
convocaría a la gran sociedad malagueña, puesto que consideraba indispensable su aquiescencia
para recuperar el carnaval tan brillante de los años 20-30. Pero como mi dinero
se había terminado, seguía pagando el alquiler de los Amigos del Carnaval y
ningún carnavalista podía colaborar en la financiación de un acto solemne para
Alba, Sanz Cagigas me aconsejó que organizara un festival en la Plaza de Toros
para recaudar fondos. La diputación aceptó prestarme la Malagueta gratis y
algunos artistas, como la Niña de la Puebla, aceptaron actuar. Pero el
principal grupo carnavalista consideró más importante para ellos irse de
excursión la misma mañana del festival pro carnaval, lo me restó una parte
considerable de la ayuda que necesitaba.
La afluencia de público
fue insignificante por lo que, parado ante el muro infranqueable levantado ante
mí, esa tarde tuve un grave amago de infarto y me vi obligado a dimitir.
Pasado algún tiempo,
logré la atención de Roca Editorial, con la que publiqué cuatro novelas.
Lamentablemente, esta editorial (y casi todas las catalanas) roba a los autores
en español el 67% de los derechos de Propiedad Intelectual, ley que es
contraria a la existencia de escritores españoles. He escrito toda mi vida por
necesidad vocacional, pero tras escribir afanosamente durante treinta años, al
menos creía merecer una vejez honorable y cómoda. Pero Roca editorial se
apropió de 125.000 euros míos y Editorial el Cobre, de otros 99.000.
Ahora vivo
miserablemente. Me acaban de arreglar los dientes financiado por Cáritas.
Almuerzo en un asilo monjil de ancianos. Habito de realquiler con unos caseros
impresentables. No consigo comprarme ropa ni zapatos, ni nada. Escribo porque
moriría a cada rato si no lo hiciera.
Desgraciadamente, a
pesar de haber sacrificado mis ahorros americanos el brillante carnaval de
Málaga no ha sido revivido aún. Se celebra un modesto festival que imita los
fastos de Cádiz, y poco más.
Han pasado 30 años, mi
vida llega a su fin y no veré un brillante Carnaval de Málaga tan fastuoso como
el de los años 20.
Por no poder convivir
con más de veinte cajas sin abrir en una habitación no demasiado grande, acabo
de regalar 450 libros, una importante colección de música clásica y 130
películas DVD.
A diario pienso que
necesito morir, pero no tengo huevos para tirarme por la ventana.
CUENTOS DE MI
BIOGRAFÍA 10
Regreso a São Paulo
Cuando, acompañando a
Xico, abandonaba el portal del edificio donde vivía Wilson, Luis advirtió que
esas escasas cuarenta horas en Río le habían cambiado más que muchas
experiencias largas e importantes de su vida.
Salvo la curiosa
penetración de Chus, no podía decirse que hubiera practicado de verdad sexo con
nadie, pero se sentía exhausto porque había perdido la cuenta de cuántos
orgasmos había gozado en solitario, y sin tocarse apenas. En el Baile das
Bonecas tuvo tres, a causa de que todo el mundo parecía decidido a sobarle; el
escotadísimo pantalón de lamé hizo posible que el semen corriera libre de su
piel al suelo, sin embadurnar el disfraz de Xico. También durante los demás
bailes de esa noche y la siguiente, ocurrieron casos semejantes; pero a pesar
de tanto descoque no sintió, en ningún momento, que ocurriese la magia que
había presentido toda la semana. Y de todos modos, decidió que no había
superado la costumbre de quedarse a las puertas de todo, su dolorosa tendencia
a reprimirse como si fuera un monje trapense.
Nada había confirmado el
presentimiento. Todo lo que había empezado en Río terminaba con el viaje de
regreso a São Paulo, que estaba a punto de iniciar y Xico no le parecía que
pudiera significar algo destacado en su vida. Aparentemente, pertenecía a una familia
adinerada, era demasiado atractivo y popular, y resultaba exasperantemente frívolo, sin
entrar a considerar lo que parecía petulancia y presunción intolerable. El
viaje a su lado sería, probablemente, la última ocasión en que estarían juntos.
-Este es mi coche –dijo
Xico, señalando un Volkswagen descapotable amarillo.
Luis conocía bien ese
vehículo, porque trabajaba con frecuencia en campañas publicitarias de
Volkswagen. Lo llamaban “escarabajo” y daba la impresión de que más de la mitad
de los coches de Brasil fueran de esa marca y modelo. El de Xico tenía
equipamiento de lujo y relucía lustroso. Debían de haberlo lavado y encerado en
el aparcamiento esa misma mañana, cosa que parecía superflua puesto que iban a
salir a la polvorienta carretera para un viaje de más de trescientos cincuenta
kilómetros.
-¿Tienes licencia
internacional? –preguntó Xico.
-Sí, pero hace una
eternidad que no he conducido.
-Da igual. Si me canso
mucho, me sustituirás al volante y ya veremos.
A diferencia de São Paulo, cuyos suburbios
eran interminables, no tardaron demasiado en salir de Río. Los verdaderos
suburbios, llamados favelas, eran barrios abrumadores encaramados en todo los
“morros” que alcanzaba a ver, los impresionantes montes que decoran la Bahía de
Guanabara. A pie de carretera nada era tan precario y pobre como en las
favelas. Abundaban los merenderos de madera, en cuyos porches aparecían tasajos
de carnes colgados a secar, las pomposas gasolineras y vistosos tenderetes de
fruta.
-Llevas poco tiempo en
Brasil, ¿verdad?
-¿Tan mal hablo el
portugués?
-No. Lo hablas
aceptablemente. Pero lo miras todo como un turista.
-Sí, me siento turista. Además,
mi pretensión es escribir; tengo que mirar las cosas muy a fondo, porque pienso
describirlas algún día.
-¡Qué interesante! ¿Y de
qué escribes?
-Escribo muy poco,
apenas voy tomando nota de las soluciones de las dudas gramaticales que tengo.
Consulto muchas enciclopedias y diccionarios gramaticales, de manera que cuando
decida abordar la redacción de un relato, tenga las herramientas bien afiladas.
Xico sonrió sin dejar de
mirar al frente. Luis notó que se estaba sobando la bragueta de manera
insistente, lo que le puso en guardia. Agradeció mentalmente que no pudiera apartar
las manos del volante.
-¿Conoces Umbanda?
Luis demoró unos
instantes en contestar. Sí había escuchado hablar de Umbanda pero no sabía
mucho al respecto. La pregunta de Xico contradecía su temor de que estuviese a
punto de iniciar un ataque sexual. Pero sintió un leve escalofrío que no supo
explicarse.
-Sé muy poco de Umbanda,
Xico. ¿Por qué lo preguntas?
-Mi madre es “mãe de
santo”, y yo participo siempre de los ritos.
-Pero llevas a cuello
una medalla de la Virgen Milagrosa.
-No es la Virgen
Milagrosa, sino Imanjá. Son imágenes intercambiables, porque son idénticas.
-¿Quién es Imanjá?
Es nuestra diosa del
mar. ¿Has oído hablar de la noche de fin de año en Copacabana?
-He visto algún
reportaje.
-Pues esa ceremonia
consiste en rogativas y homenajes a Imanjá.
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