CUENTOS DE MI BIOGRAFÍA
10 - Regreso a São Paulo
Mientras abandonaba el portal del edificio donde vivía Wilson, Luis
advirtió que esas escasas cuarenta horas en Río le habían influido más profundamente
que muchas experiencias largas e importantes de su vida. Pegado a su hombro,
Xico aparentaba temer que Luis se le escapara.
Salvo la inesperada e involuntaria penetración a Chus, no podía decirse
que Luis hubiera practicado de verdad sexo con nadie, pero se sentía exhausto
porque había perdido la cuenta de cuántos orgasmos había gozado en solitario, y
sin tocarse apenas. En el Baile das Bonecas tuvo tres, a causa de que todo el
mundo había decidido manosearle y sobarle; el escotadísimo pantalón de lamé hizo
posible que el semen corriera libre de su piel al suelo, sin embadurnar el
disfraz que Xico le prestara. También durante los demás bailes de esa noche y
la siguiente ocurrieron casos semejantes. Le desconcertaba resultar atractivo
para tantas personas diferentes en edad, género y raza; pero a pesar de tanto
descoque no sintió, en ningún momento, que se produjera la magia que había
presentido toda la semana. Ni un atisbo de ese algo que el subconsciente le
había estado prometiendo. Y principalmente, descubrió que no había superado el
vicio de quedarse a las puertas de todo, su dolorosa tendencia a reprimirse
como si fuera un monje trapense. ¿Por qué le producía tanto miedo tocar o
dejarse tocar? Siempre ese alerta que se manifestaba con una tensión casi dolorosa
del diafragma y los hombros. Y la costumbre de evitar mirar, que no conseguía
recordar desde cuándo la practicaba.
Nada en Río de Janeiro había confirmado el agudo presentimiento. Todo lo
que había experimentado en Río terminaba con el viaje de regreso a São Paulo,
que estaba a punto de iniciar, y Xico no le parecía que pudiera llegar a significar
nada destacado en su vida. Por las trazas, pertenecía a una familia adinerada,
era demasiado guapo, atractivo y popular, y resultaba exasperantemente frívolo,
sin entrar a considerar lo que parecía petulancia y presunción intolerables. El
viaje a su lado sería la última ocasión en que estarían juntos.
-Este es mi coche –dijo Xico, señalando un Volkswagen descapotable amarillo.
Luis conocía bien ese vehículo, porque trabajaba con frecuencia en
campañas publicitarias de Volkswagen. Había diseñado numerosos anuncios y sobre
todo volantes promocionales, y hasta había elegido el cliente para su revista
de marca una caricatura de Luis que era solamente un boceto muy esquemático, en
el que el coche era también un personaje “animado”, con sólo un remoto parecido
con el Volkswagen verdadero. Lo llamaban “escarabajo” y daba la impresión de
que más de la mitad de los coches de Brasil fueran de esa marca y modelo. El de
Xico tenía equipamiento de lujo y relucía lustroso. Debían de haberlo lavado y
encerado en el aparcamiento esa misma mañana, cosa muy superflua puesto que
iban a salir a la polvorienta carretera para un viaje de más de cuatrocientos
kilómetros.
-¿Tienes licencia internacional? –preguntó Xico mientras recorrían el
Túnel Novo. Las luces del túnel producían un rato efecto en el rostro del
conductor.
-Sí, pero hace una eternidad que no he conducido- respondió Luis. En los
últimos tres años, sólo había conducido una vez en Buenos Aires.
-Da igual. Si me canso mucho, me sustituirás al volante y ya veremos.
A diferencia de São Paulo, cuyos
suburbios eran interminables, no tardaron demasiado en salir de Río. Los verdaderos
suburbios, llamados favelas, eran barrios abrumadores encaramados en todos los
“morros” que alcanzaba a ver, los impresionantes montes con forma de pan de
azúcar que decoran la Bahía de Guanabara. A pie de carretera nada era tan
precario y pobre como en las favelas. Abundaban los merenderos de madera, en
cuyos porches aparecían tasajos de carnes colgados a secar, con los que
elaboraban el plato central de la feijoada, que a su pesar comenzaba a
gustarle. Servían este plato los miércoles en todos los restaurantes, y a
fuerza de la insistencia de sus compañeros de trabajo, y a pesar de su
repugnancia inicial, llevaba varias semanas consumiéndolo con naturalidad.
Además, abundaban a pie de carretera las pomposas gasolineras, alternadas con
millares de vistosos tenderetes de fruta.
-Llevas poco tiempo en Brasil, ¿verdad?
-¿Tan mal hablo el portugués?
-No. Lo hablas aceptablemente. Pero lo miras todo como un turista.
-Sí, me siento turista. Si examinamos mi situación con franqueza, soy una
especie de turista pobre en un maravilloso país donde hay demasiado que
ver. Por otro lado, mi pretensión es
escribir; tengo que mirar las cosas con ojos hambrientos, porque pienso
describirlas algún día.
-¡Qué interesante! ¿Y de qué escribes?
-Escribo muy poco; por ahora, apenas voy tomando nota de las soluciones a
las dudas semánticas que tengo, que son demasiadas. Consulto muchas
enciclopedias y diccionarios gramaticales, de manera que cuando decida abordar
la redacción de un relato, tenga las herramientas bien dispuestas.
Xico sonrió sin dejar de mirar al frente. Luis notó que se estaba sobando
la bragueta de manera insistente, lo que le puso en guardia. Agradeció
mentalmente que no pudiera apartar las manos del volante.
-¿Conoces Umbanda?
Luis demoró unos instantes en contestar. Sí había escuchado hablar de
Umbanda pero no sabía mucho al respecto. La pregunta de Xico contradecía su
temor de que estuviese a punto de iniciar un ataque sexual. Pero sintió un leve
escalofrío que no supo explicarse.
-Sé muy poco de Umbanda, Xico. ¿Por qué lo preguntas?
-Mi madre es “mãe de santo”, y yo participo siempre de los ritos.
-Pero llevas al cuello una medalla de la Virgen Milagrosa.
-No es la Virgen Milagrosa, sino Iemanjá. Son imágenes intercambiables,
porque son idénticas.
-¿Quién es Iemanjá?
-Nuestra diosa del mar. Junto con Xangó, viene a ser la reina del cielo. ¿Has
oído hablar de la noche de fin de año en Copacabana?
-He visto varios reportajes.
-Pues esa ceremonia consiste en rogativas y homenajes a Iemanjá. Celebran
ritos con círculos de velas clavadas en la arena y a continuación vierten ramos
de flores en la orilla. Al amanecer, es increíble mirar la playa desde
cualquier terraza de cualquier edificio; el mar aparece cubierto de flores casi
hasta el horizonte, una alfombra perfumada y colorida que pretender ser un
puente hasta África. Espero que volvamos juntos a fin de año, y que podamos
asistir al rito de Copacabana.
Luis calló. Hallaba muy improbable volver a ver a Xico después de ese
día, y mucho más viajar alguna vez con él. Miró de reojo, porque Xico volvía a
sobarse la bragueta y trataba de desabrocharse con sólo la mano derecha. Aunque
no cabían dudas sobre lo que hacía, parecía que lo hiciera mecánica e
involuntariamente. Sin ser del todo consciente de ello, Luis se apartó tanto
como pudo, aplastándose contra la portezuela. Notó que Xico lo miraba de reojo
y sonreía, al tiempo que la mano derecha volvía al volante.
-Te parezco poco interesante, ¿verdad, Luis?
-¿Qué quieres decir?
-Da la impresión de que deseas perderme de vista cuanto antes.
Luis se mordió el labio; tal vez la militancia de Umbanda había dotado a
Xico de poderes adivinatorios. Desde el instante en que lo conoció, el muchacho
se mostraba capaz de atravesarlo con la mirada, como si fuese transparente. No
le gustaba estar tan desnudo ante nadie, era incómodo.
-¿Por qué dices algo tan extraño, Xico? Si fuera cierto lo que dices, no
estaría viajando contigo. Tengo en el bolsillo el billete de vuelta a São
Paulo.
-¿Ves?, ¿por qué no lo has tirado, siendo tan voluminoso, que debe de
molestarte en el bolsillo? ¿No será que piensas esperar el autobús donde veas
que tiene parada, y dejar que yo siga el viaje solo?
Luis sintió el cuello rígido, de tanto no querer mirar a su compañero de
viaje. No se trataba de una decisión consciente, pero sí que había algo en su
pecho que le inclinaba en tal sentido. Definitivamente, Xico poseía sorprendentes
e inesperadas capacidades de oráculo. ¿Qué podía decir para justificarse,
contra una observación tan certera?
-Mira, Xico; eres el brasileño más guapo que nunca he conocido; eres
ingenioso y popular; debes poseer fortuna; tienes todas las dotes necesarias
para triunfar donde te lo propongas. Me siento muy poca cosa a tu lado, me
haces sentir inseguro.
Sin responder, Xico aprovechó la cercanía de Petrópolis, para sacar el
coche de la vía y estacionar tras un corto recorrido.
-¿Consideras que te creo poca cosa?
Creo que tienes muchos complejos, garoto. ¿No te miras al espejo? ¿Es
que la gente te escupe por la calle? ¿Es que ninguna muchacha se emboba
mirándote? Pero tú, que deseas ser escritor, sabes que el físico no significa
demasiado. Un ser humano es mucho más. ¿Sólo has visto mi fachada?
Luis suspiró, y para que no se le notara la turbación dio una ojeada
alrededor. Se trataba de una hermosa ciudad de estilo neoclásico exquisitamente
cuidada, construida como una especie tropical de Versalles por el rey Pedro II;
de tan cuidadosamente limpia y ordenada, parecía un escenario turístico y poco
más. Daba la impresión de que se tratase de una ciudad-decorado deshabitada,
pero sabía que tenía varios centenares de miles de habitantes, cinco o seis
veces más que Aranjuez, que siempre parecía tan activa. Contemplar los
pretenciosos edificios imitados de las cortes europeas, le permitía eludir las
ironías de los ojos de Xico y demorar responderle. Sin atreverse a mirarlo a la
cara, se recriminó mentalmente por la lección que estaba recibiendo y repuso al
fin:
-Puede que ocurra contigo como con algunas iglesias de Italia. Poseen
fachadas tan bellas, que uno tiene miedo de entrar y llevarse una decepción.
-Pues seguramente sí que pasa eso conmigo, Luis. Sé que soy muy guapo,
porque llevan veintidós años diciéndomelo a diario. Pero yo soy mucho más que
esta cara y esta polla. Creía que te darías cuenta, sin necesidad de
recordártelo.
Parecía tan dolorido, que Luis sintió ganas de consolarlo. Tendió la mano
hacia su hombro, diciendo:
-Soy un acomplejado, perdóname. Si reflexiono, tal vez sea que llevo toda
la vida escapando.
-Pues ya no tendrás que escapar más, ¿sabes? -puso la mano izquierda
sobre la de Luis apoyada en su hombro-. Aflójate y goza conmigo.
“Gozar” es un verbo del que los brasileños abusan. Lo usan para muchas
más actividades que el sexo. Hacía meses que lo sabía, mas sintió que su cuerpo
se contraía en guardia contra la frase de Xico. No quería ser un acomplejado irremediable,
pero tampoco podría sentirse cómodo si lo que deseaba Xico era tener un rato de
sexo y adiós. ¿Y si lo preguntaba? ¿No resultaría presuntuoso suponer que Xico
le deseaba? Pero, sin pretenderlo y sin darse cuenta, había llegado con ese
muchacho mucho más lejos de lo que pretendiera antes de emprender el viaje.
Suponer que sería un viaje en continuo silencio habría sido una tontería, mas
era evidente que estaba recorriendo mucho dentro de sí, y de Xico, por decisión
de este. El hermoso brasileño llevaba la iniciativa y no podía aspirar a
arrebatársela. Definitivamente, todo iba a ocurrir tal como el muchacho
quisiera, y no podría hacer nada para oponerse.
-¿Qué quieres decir, Xico?
-Que te relajes. No he parado de observarte desde que anteanoche te
pusiste mi disfraz y salimos para el Baile das Bonecas desde el apartamento de
Wilson. Hay mucha gente en Brasil que opina que los españoles son un poco
curas, y tú pareces empeñado en confirmar el prejuicio. Pero no te preocupes.
Yo he sabido ver más adentro de lo que tú quieres que te veamos y presiento que
hay mucho más de lo que he visto hasta ahora. Me interesas mucho. No quiero
decir que me intereses como compañero de sexo, que también. Aunque no quieras
tener sexo conmigo, lo que parece muy probable, deseo conocerte a fondo,
tratarte y enseñarte cosas que ni adivinas. También quiero que conozcas a mi
familia y hables con mi madre, mejor durante un rito de Umbanda. Tengo el
presentimiento de que a ella le parecerás grande.
Luis se sintió abrumado. Lo que Xico decía era demasiado inesperado. Le
parecía estar comenzando a hollar una senda sembrada de imprevistos
misteriosos.
-Te agradezco todo lo que dices, Xico, te lo prometo. Pero todo eso me
parece demasiado poco probable. En España, pertenezco a una familia pobre; ni
siquiera he cursado el bachillerato. Soy completamente autodidacto, salvo
algunos cursos de arte y comunicación que yo mismo he podido costearme. Aquí,
soy un inmigrante, indocumentado por el momento; vivo muy modestamente en una
pensión, casi no puedo ir al teatro tanto como me gustaría. A tu lado,
desentonaría demasiado.
-Como tú quieras, garoto. Eres un abacaxí sin sentido, una porquería, y no
mereces vivir siquiera. Deberías decirle a la policía que te dispare o te hunda
en el mar.
Luis se dio cuenta de que Xico estaba a punto de soltar la carcajada.
Tenía sonrisa propia de un modelo publicitario de dentífrico; Luis apretó los
labios, temeroso de enseñar sus propios dientes, que no tenían defectos pero no
se acercaban ni de lejos a la perfección insultante que ofrecían los de Xico. Repuso:
-Bueno, la cosa no es tan grave, amigo. Tengo complejos, es verdad. Pero
no de Edipo ni nada parecido. Soy apenas un tímido que comienza a plantearse la
posibilidad de dejar de serlo.
Faltaba todavía mucha carretera hasta São Paulo. Xico tenía la facultad
de colocarlo delante de su propio espejo y, para evitar que lo obligara a ponerse
en tan incómoda situación, Luis habló lo indispensable. Sobre todo, eludió
volver a abordar las mismas cuestiones, limitándose a responder las
observaciones sobre el viaje, la conducción, el tráfico o el propio coche. Todo
lo demás, fingía no haberlo escuchado. Disponía de un enorme bagaje de
fingimientos semejantes. Siempre lo había hecho; en Málaga, Barcelona, Milán o en Buenos Aires; hasta
Jorge, el policía de Barcelona, le producía ese miedo instintivo por su
costumbre de echarle el fortísimo brazo sobre los hombros. Pero no se trataba
sólo de situaciones de acercamientos de hombres; Fina, que había sido su amor
adolescente en Málaga, solía abrazarle por la cintura en la calle mientras
andaban, costumbre que también le producía tensión. Cuando pudiera
permitírselo, recurriría a un psicólogo a ver si conseguía descubrir el origen
de esos miedos, que debía ser muy temprano. Nunca conseguía abrirse a nadie,
aunque se predispusiera para hacerlo. ¿Quién le había castrado, quién le había
herido tan profundamente? ¿Nunca sería capaz de hablar a nadie con sinceridad,
decirle que era probable que le hubieran partido el corazón de niño, sin
posibilidad de cura? Todos los gestos, palabras y actos de Xico demostraban su
buena intención, pero dudaba de su sinceridad porque esa fortuna no podía
llegarle a él. Todavía no había hecho merecimientos suficientes ni se creía
capaz de merecerlo nunca.
Por lo que podía recordar de sí mismo, y tal como opinaba Ortega, vivía
un destierro perpetuo dentro de su piel, sin permitir a nadie el menor intento
de penetración. Quizá no pudiera permitirlo nunca. ¿Cómo llegaría a poder, si
el dolor impedía toda apertura?
Fueron muchos los intentos de Xico por retomar la conversación acerca del
uno respecto al otro, pero Luis supo desviar siempre las cuestiones hacia
comentarios sobre lo que tenían delante, la incómoda carretera y los cambiantes
paisajes, porque debieron atravesar una sierra y, luego, enfilar una especie de
planalto con vegetación muy exuberante. Cuando ya comenzaban a adentrarse en
pueblos y suburbios de São Paulo, y advirtiendo que Xico se mostraba algo
hostil, le preguntó:
-¿Nunca has notado que mucha gente se siente acomplejada ante ti?
-¡Que estupidez! No tengo la menor intención de comportarme con
superioridad ante nadie. Quien se acompleje por la belleza de otro hombre, es
que será superficial.
Luis tragó saliva. Recordó una canción oída en Málaga que decía “ni
contigo ni sin ti tienen mis males remedios”. No deseaba intimar con Xico, pero
no le gustaba enfrentarse a él.
-¿Crees que soy superficial, Xico?
-No, en realidad no. Pero te comportas como si lo fueras, aunque, por
otro lado, dejas notar que no lo eres en absoluto. Resultas desconcertante y
algo incoherente. Soy guapo, de acuerdo, todo lo guapo que tú digas, pero no
debería importarte nada. Tú eres también muy guapo. Por lo tanto, ¿qué puede
importarte que yo sea guapo, para ir por ahí conmigo? Más bien, deberías
enorgullecerte por tener un amigo al que los hombres envidian y las mujeres
desean. Si quisieras, yendo conmigo podrías follar a mogollón a toda las
garotas que te interesen.
Luis rió. Prolongó la risa más de lo que deseaba, porque así evitaba
replicar.
La realidad era que no conseguía representarse a sí mismo frecuentando a
Xico y ya quedaba poco viaje como para dejarlo sentado del todo. Solía
proyectar sus próximos pasos mucho más de lo que lo hacía la gente de su edad.
Preveía una existencia en Brasil ajustado a un presupuesto sólo de
supervivencia, más la necesidad de ahorrar para el siguiente salto a dar en
Sudamérica; seguramente, dentro de un par de años se mudaría a Colombia o a una
isla del Caribe. Tenía que preparar el viaje desde el principio, no podía
apartarse ni un milímetro de su camino. Sabía por experiencia que suele
resultar bastante caro compartir amistad con alguien adinerado. Por muy
sorprendido que estuviera por el desarrollo del viaje, no debía dejarse
cautivar por la aparente sinceridad de Xico. Sus planes no podían incluir una
amistad así. Tenía que endurecer el pecho tanto como fuera posible, para no dar
alas a los desatinados propósitos del guapo joven, que no dejaba de ser eso, un
guapo y rico muchacho de veintidós años, dispuesto a que nada se interpusiera
entre él y sus decisiones. En su caso, Luis sabía que esa disposición sería
inútil. Evitaría dar su dirección o más datos a Xico cuando se despidieran en
Sao Paulo.
No era todavía noche cerrada cuando Xico paró el coche en Anhangabau, con
objeto de no desviarse demasiado de su ruta.
-Bueno, Luis. Aquí tienes mi número y mi alma. Tienes que llamarme mañana
mismo, antes de ir a trabajar, para que no me deprima pensando que te has
olvidado de mí.
Luis se despidió con un ademán, ocultando la tristeza de sus ojos. Cogió
la bolsa del asiento trasero y echó a correr rumbo a la pensión. Le costó
conciliar el sueño. Por muy impresionante que resultase cuanto había vivido los
dos últimos días en Río de Janeiro, su mente estaba llena de Xico. Un
pensamiento que no quería permitirse. En el duermevela de su insomnio, creía
verlo burlón y despreocupado, con el pene erecto para penetrar a Chus en la
cocina del apartamento de Wilson; su sonrisa se tornaba burlona mientras Luis
creía que se le desmoronaba el pecho. Cuando se durmió por fin, no alcanzó la
serenidad. Fue un sueño agitado, frecuentado por demonios desconocidos,
monstruos borrachos cuya única bondad consistía en la burla cruel.
Se contempló en el espejo mientras se afeitaba cuidadosamente. Tenía
ojeras, cosa que ocasionaría bromas en la agencia. Todos aludirían a las
juergas vividas en Río de Janeiro, y en el fondo tendrían razón. Eso, por no
reconocer que sus ojeras habían sido causadas por algo muy diferente. Para
evitarse tentaciones, redujo a partículas la tarjeta de Xico y la tiró en el
inodoro. Desde aquellos minutos gastados en el aeropuerto de Madrid para decidir
el sitio a donde escapar, tenía su vida marcada. Debía recorrer el camino a la
inversa conforme sus medios fuesen permitiéndoselo. Relacionarse con gente como
Xico sólo podía estorbar sus propósitos.
Uno de sus compañeros de la agencia, Max Shety, pertenecía a una rica
familia suiza de la que había escapado, aparentemente por su afición a fumar
marihuana. A pesar de adaptarse a la existencia modesta y austera de un simple
trabajador emigrante, Luis solía sentir a su lado la prestancia indisimulable
de quien está acostumbrado a la vida acomodada. A Max se le escapaban
expresiones ante la taquilla de un teatro, o a la hora de comprar un jersey,
que obligaban a Luis a recordar cuál era de veras su origen.
Junto a Xico, eso ocurriría continuamente, sin olvidar el gasto que le
ocasionaría tratar de no sentirse disminuido a su lado. Recordó a su amigo de
Barcelona, Jorge el policía. Era un funcionario y su familia era simplemente
trabajadora, pero se trataba de una familia muy tradicional, con vivienda
propia heredada, y sus medios no podían compararse con los que rodeaban a Luis.
Aun tratándose de un simple trabajador, Luis recordaba haber gastado más de la
cuenta en las salidas con Jorge. Eso sería muchísimo peor si alternaba con
Xico.
El trabajo resultó toda la mañana mucho más penoso de lo que pudiera
haber previsto. No consiguió fingir cordialidad con sus compañeros, mostrándose
avinagrado. Ellos bromeaban, pero en ningún momento consiguieron rescatarlo de
su melancolía, que todos en el estudio consideraban, comprensivamente, como una
resaca monumental.
-¿Vas a comer con nosotros? –le preguntó Max mientras bajaban en el ascensor
a mediodía.
Luis recordó a tiempo que la novia de Max, Desiree, estaría esperando en
el modesto restaurante casero donde solían almorzar. Se disculpó, pretextando
no sentir apetito. Comería ensalada y fruta en cualquier parte, nada más.
Pero cuando salían a la calle se paró, espantado. El coche de Xico estaba
aparcado frente al edificio. Vestía como para matar de amor. El joven, sentado
a medias sobre el capó, tenía un paquete con un lazo en las manos, y dibujó al
verle aproximarse la más hermosa y tierna sonrisa que Luis recordaba haber
visto nunca.
CUENTOS DE MI BIOGRAFÍA
11-El desconcierto de Umbanda
Me vi obligado a alternar con Xico muy a mi pesar. Fue tan insistente en
sus esfuerzos por que lo aceptara a mi lado, que me obligó a sospechar toda
clase de hipótesis: quería aprovecharse de mí por alguna razón malvada, trataba
de que yo me metiera en asuntos sucios, tenía a la vista cualquier negocio
ilegal para el que necesitaba alguien como yo,
pretendía meterme en un asunto peligroso…
Esta última idea prevaleció sobre las demás, sobre todo el día que me
llevó a su casa y me presentó a su madre. Las “mães de santo” que había visto
fotografiadas solían ser señoras gordas y mayoritariamente africanas o mulatas.
La madre de Xico era una mujer que cuidaba su excelente aspecto, elegante, de
tipo completamente europeo y evidente clase burguesa. Me sonrió con mucha
dulzura sin tenderme la mano. Dijo:
-Bueno, ya era hora, ¿no te parece?
No supe qué responder. Evidentemente, me reprochaba haber retrasado el
deseo de Xico de que fuese a conocerla.
-¿Debo tratarla de alguna manera especial? –No me decidía a llamarla
“señora” o por su nombre.
-Inés será suficiente. ¿Cuál es tu apellido, Luis?
Ya estaba. Me repateaba las tripas la costumbre sudamericana de preguntar
los nombres completos y los orígenes familiares a los recién conocidos,
pretendiendo encuadrarlos socialmente para decidir a qué atenerse. Había
desarrollado la costumbre de confundir a la gente, si el caso se producía en
una fiesta o comida, recurriendo a la estratagema de sugerir procedencias
sociales muy diferentes y antagónicas, de manera que los preguntones, sobre
todo mujeres, se desconcertasen al conversar sobre mí e intercambiar datos.
Ahora, contemplaba los ojos de Inés sin decidir si usar o no una estratagema.
Sería inútil, porque ya había descrito a Xico mi situación y origen durante el
viaje desde Río. Los ojos de Inés eran inquietantes. Aureolados de oscuro,
examinaban como si pudieran desnudar.
-Mi apellido es Melero. No es muy común pero tampoco lo distingue ninguna
exquisita alcurnia.
-Te equivocas, querido. No es un apellido común y tú tampoco lo eres.
Me senté porque me temblaban las piernas un poco y detestaba que se me
notase. Me consternó que Xico se sentara en el apoyabrazos del sillón,
rozándome con una actitud muy posesiva. Forcé un poco la postura para evitar
que me echarse el brazo por los hombros, como parecía proponerse. Su madre
demostraba haber meditado sobre mí y tomado decisiones. Este pensamiento me
enojó, porque noté que estaba siendo sometido a examen y figuraba en un
proyecto para el que no me habían consultado.
-Disculpe, Inés. No soy demasiado vulgar, pero tampoco destaco nada de
nada. Soy un dibujante publicitario del montón y tampoco tengo preparación para
ir mucho más allá.
-No desesperes. Todo llegará.
Giré un poco la cabeza, tanto para eludir los ojos de Inés como para
descubrir la expresión embelesada de Xico al mirarme. Mi alarma crecía por instantes.
-Quienes te acompañan –añadió Inés- están muy orgullosos de ti. –me
miraba como si hubiera algo voluminoso a mi alrededor-. Ni siquiera has llegado
todavía a los pies de las fantásticas montañas que van a elevarte. Xico,
querido, me alegra que por fin hayas aprendido.
-Gracias, madre. Como ya te he dicho, Luis es ahora mi principal
objetivo.
Habían hablado de mí. Me habían desmenuzado y tomado decisiones que me
concernían. Me sentí indignado, de manera que me alcé sin disimular mi enfado y
abandoné el salón para buscar la salida de la casa sin demora. Oí que Inés
detenía a Xico, que parecía empezar a correr detrás de mí.
-No te alarmes, querido. Volverá.
São Paulo es una ciudad de un urbanismo no sólo gigantesco, sino
fantásticamente desordenado. Había llegado en el coche de Xico y no tenía ni la
menor idea de cómo regresar al centro, donde vivía. Me maldije a mí mismo,
porque iba a tener que pagar un taxi y daba la impresión de que me encontraba
en un sitio apartado. Antes que nada, debía dar con una avenida por donde circulasen
taxis, que por supuesto serían volkswagens.
No conseguí decidirme; todas las calles de la urbanización me parecían
iguales, ninguna aparentaba conducir hacia una zona con mayor movimiento. Volví
sobre mis pasos, a ver si Xico o su madre, o una criada, podían orientarme. En
cuanto abrí la verja, y aunque la luz del porche estaba apagada, distinguí tras
la penumbra a Xico, parado ante la entrada de su casa con los brazos en jarras.
Estuve a punto de volver a marcharme, pero no sabía hacia dónde.
-¿Sabes que vas a ser el amigo más importante de mi vida, no? –preguntó
Xico con tono muy gutural.
-¿Cómo se te ocurre decir una cosa así, Xico? No te he dado ningún motivo
para que tengas esa idea.
-Me has dado todos los motivos, Luis. Mi madre te adora.
Me detuve. Inés era muy atractiva, pero debía de tener algo más de
cuarenta años. Vestía exquisitamente y se hacía maquillar por una profesional o
ella había aprendido a hacerlo de un modo formidable.
-¿Quieres decir… que le gusto a tu madre?
Xico tardó unos segundos en responder, mientras me escrutaba con un gesto
que podía ser calificado de divertido, sobre todo por el brillo de sus ojos, ya
que su boca se fruncía fingiendo desagrado.
-¿Sugieres que mi madre quiere acostarse contigo?
No respondí. Era incapaz de formarme una idea de lo que había ido a hacer
allí.
-¿Qué te hace tener tan pobre opinión de ti mismo, Luis?
Me desagradaba la facultad de ver dentro de mí que Xico había exhibido
desde el comienzo; estuve a punto de reconocer que esperaba tener algún día
dinero suficiente como para someterme a un psicoanálisis. En vez de hacerlo,
dije:
-Xico, no consigo comprenderte. Ignoro lo que quieres de mí, no pareces
homosexual ni un pervertido, ni un traficante de drogas. No consigo entender
por qué te intereso tanto.
-Pues yo te ayudaré a entenderlo. Y no tendrás que consultar a un
psicoanalista.
Me estrujé las sienes para recordar si, desde que lo conociera, había
aludido yo en algún momento a ese proyecto, del que no le hablaba a nadie. En
vez de desconcierto o sorpresa, volví a sentir aquella clase de tensión que me
estrujaba las clavículas, todo el dorso y las corvas. Xico sonreía con lo que
parecía displicencia, y me enojé.
-Xico, no quiero volver a verte. Eres demasiado presuntuoso para mí, una
clase de personaje que jamás he soportado. Guapo, rico y engreído. No te falta
nada para ser lo suficientemente frívolo como para que yo no quiera saber nada
de ti, y mucho menos ser tu amigo.
Salí del jardín tan rápidamente como pude, porque lo había insultado en
su propio “reino”, y si era tal como yo lo había retratado, lo normal hubiera
sido que saliera en defensa de su honor y me machacara a golpes, porque era
mucho más fuerte que yo. Pero aunque no volví la cabeza, noté que permanecía
parado y olía de lejos a desconsuelo. Me arrepentí de inmediato, reconociendo
que mis complejos se habían anticipado a mi propia voluntad. Pero no me
arrepentí lo suficiente como para regresar. Caminando en línea recta, tardé
mucho rato en dar con una calle por donde pasaban taxis. Cuando me acosté, di
vueltas en la cama durante horas, estaba muy enojado. Y hacía calor. Con el
ánimo alterado, me resultaba imposible dormir. Salí de la cama y me senté en el
único sillón de la modesta habitación, vestido sólo con un calzoncillo;
esperaba sentir aflojar el calor de modo que me apeteciera volver al lecho.
¿Qué clase de autosuficiencia había inspirado a Xico la idea de que podía
manipularme? ¿Por qué había tenido que elegirme para lo que fuera?
Tras mi jornada de trabajo de la mañana siguiente, me afané lo bastante y
con la suficiente intensidad como para no recordar demasiado a Xico ni la
extraña escena de su jardín. Edison Barreto me hablaba sin parar de su novia,
con la que había reñido la noche anterior, y Max Shety no paraba de comentar la
representación de “Cementerio de automóviles”, de Arrabal, que había visto la tarde
de ayer. Edison tenía la costumbre de sobarse la entrepierna cuando hablada de
su novia, lo que parecía un gesto involuntario; Max no hablaba jamás de
Desiree, su novia, probablemente porque ella lo esperaba siempre a la salida
del trabajo, tanto a mediodía como por la tarde. Sin embargo, cuando faltaba
poco para la salida de mediodía, me preguntó:
-¿Qué ha sido del amigo que vino a verte el otro día con un regalo en las
manos? Desiree me pregunta todos los días por él, y me habría puesto muy
celoso, porque habla siempre de su físico, si no fuera porque comenta que la
madre de tu amigo es muy importante en São Paulo. Es una especie de obispa de
Umbanda.
A partir de ese momento, ya no fui capaz de apartar a Xico de mi cabeza
hasta el momento de bajar a la calle, por lo que no me extrañó nada topar con
su coche frente a la entrada. Había un bulto en el estrecho y muy incómodo
asiento de atrás. Como no podría eludirlo ni quise dedicarle ningún insulto en
presencia de Max, me despedí de este mientras me encaminaba hacia el coche.
-Disculpa, Max. Me había olvidado de que prometí a Xico comer con él.
-¿Devolviste anoche? –me preguntó Xico.
-¿Qué significa tu pregunta?
-Es que anoche te fuiste con aspecto de sufrir indigestión.
-Por favor, Xico. ¿Podrías decirme lo que quieres de mí?
-A ti. Entiende que no quiero aprovecharme de ti ni te preparo ningún
mal. Simplemente, te quiero a mi lado o… mejor dicho, quiero estar a tu lado.
-¿Por qué, Xico? No me necesitas. Resulta evidente que tienes un enorme
éxito social. Tendrás toda clase de amigos, muy numerosos, y sin duda estarás
más que servido en el aspecto sexual, sean mujeres u hombres lo que prefieras.
-Todo lo que dices es verdad. No necesito decir que quisiera tener un
millón de amigos, como Roberto Carlos, porque realmente los tengo. Y no follo
más porque me faltarían energías. Todo es muy satisfactorio. Mi vida es
maravillosa, no me falta de nada; mi madre y toda mi familia me dan todo lo que
necesito y mucho más… si es que se me pudiera antojar algo más. Tengo a todos y
lo tengo todo. Pero eres tú lo que importa.
Si no estuviera tan asustado, me habría emocionado, porque el tono de
Xico era intenso y había vuelto los ojos hacia mí, a pesar del tráfico, como si
me suplicase algo. Agaché la cabeza, ruborizado tan intensamente, que me daba
vergüenza que se me notara. Me di cuenta en ese momento de que Xico se había
vestido de un modo diferente de lo habitual, una camisa verde a cuadros, de
obrero, y un pantalón vaquero corriente. ¿Qué significado debía conceder a ese
hecho?
-He pasado mala noche, Luis.
-No me digas que ha sido por mi culpa.
-Pues sí. He pasado mala noche por la forma en que te fuiste. Mi madre
tuvo que prepararme una tisana para ayudarme a descansar.
-¿Cómo descubrió tu madre lo que te ocurría? ¿Ve a través de la pared?
-Algo así. Ella sabe siempre lo que ocurre.
Preferí no lanzar ninguna ironía más. Llevaba demasiadas horas siendo
descortés, lo que no era habitual en mí. Nunca me había quedado más tiempo del
indispensable en cualquier situación que me causara desagrado. Tampoco me había
quedado jamás en ningún lugar el tiempo suficiente para disuadirme del
desagrado. Pero todavía no había conseguido alejarme de Xico ni de su aura.
Traté de encontrar algo amable que decirle, pero no se me ocurrió nada.
-¿Que te apetece comer?
-Cualquier cosa, pero no pasta ni nada que sea muy pesado.
-¿Quieres que vayamos a mi casa?
-De ningún modo; tardaríamos demasiado tiempo y tengo que volver al
trabajo a las dos y media.
-¿Tienes que volver, no podrías llamar por teléfono con algún pretexto?
Volví la cabeza hacia Xico. Allí estaba de nuevo el presuntuoso niño
guapo y rico que todo lo tenía.
-Necesito ese empleo Xico. Tengo suerte de que me permitan trabajar, no
teniendo aún permiso de trabajo.
-¿No lo tienes?
Me mordí los labios. De nuevo sentía una incomodidad extrema y enormes
ganas de perderlo de vista. Estacionó el coche en un edificio de aparcamientos
que yo no conocía, pero cuando salimos a la calle comprobé que no estábamos muy
lejos de la Avenida Paulista, donde trabajaba. Me precedió a un restaurante no muy
lujoso, pero muchísimo más caro de lo que yo podía permitirme. Pidió por los
dos; yo callaba porque, mientras caminábamos desde el aparcamiento, había
decidido concederle toda la iniciativa, salvo que ultrapasáramos la hora en que
debía volver a la agencia.
-Déjame anotar todos tus datos –dijo Xico mientras cogía una carta del
restaurante y sacaba un bolígrafo del bolsillo.
No disponía de argumento ninguno para impedirle que tratase de ayudarme
con ese desagradable asunto del permiso de trabajo, si es que podía ayudarme en
realidad. Habría sido extremadamente descortés, y bastante estúpido, prohibirle
ayudarme.
-Hay un general en la iglesia de Umbanda de mi madre; seguro que sabrá
qué hacer con tu problema.
Callé, bajando un poco la cabeza. ¿Estaba aceptando una especie de
soborno? No era una pregunta práctica, sino una solemne tontería. Yo necesitaba
esa ayuda, y tenía motivos sobrados para aceptarla. Para no mostrarme ansioso,
ni dejarle sentirse magnánimo, rebusqué en mi imaginación toda clase de temas
de conversación sin decidirme por ninguno.
-Mi madre cree que eres un exiliado político…
La frase me convulsionó. Sobre todo, sentí miedo.
-¿Qué te he dicho que pudiera haberte hecho llegar a esa conclusión?
-Nada, Luis, ella lo comentó varias veces la semana pasada. Es que yo le
dije que tú no quieres tener relación con los españoles.
-Ya te expliqué por qué, Xico. Me han aconsejado que hable portugués solamente
hasta que lo domine del todo, lo que resultaría difícil si hablase español con
frecuencia.
-Ah, sí; es verdad. Fue Wilson quien te lo aconsejó, ¿no?
-En efecto.
-¿Te gusta ese carpacho de carne?
-¿Esto es carne? No me había dado cuenta. Sí, está muy bueno.
-Tienes que venir a pasar un fin de semana en nuestra casa de la isla de
Guarujá; tenemos una cocinera maravillosa. Allí podríamos estar todo el tiempo
desnudos en la playa.
Volvía a sentir prevención. Traté de dominar el desagrado de mi
expresión.
-He traído un regalo para ti…
-¿Te refieres al paquete que hay en el asiento trasero del coche?
-Sí. No me he atrevido a dártelo antes, porque intuyo que puedes enfadarte.
Es ropa que mi madre ha comprado para ti.
Estuve a punto de levantarme y correr fuera del restaurante. No sé qué vi
en los ojos de Xico que me contuvo, pero sentía algo que, en Málaga, llamaban
“tener agua de Levante” cuando sentíamos marejadilla en el estómago; yo sentía
más que marejada, un violento temporal con un maremoto de fuerza seis. Debía de
haber fuego en mis ojos, porque Xico se apresuró a decir:
-Son una camisa y un pantalón blancos, para que vengas mañana a la
ceremonia de nuestra iglesia de Umbanda.
Xico vino a buscarme a las seis a la puerta de la agencia, aunque la
ceremonia comenzaba a las siete y el trayecto, al atardecer, iba a tomarnos más
de una hora. Como no quise exhibirme en el estudio de esa guisa, llevé la ropa
en una bolsa de plástico y la vestí apresuradamente en los aseos en el momento
de salir. Xico puso en marcha el coche a las seis y diez.
-No te asustes si corro, Luis. Voy a tomar todos los atajos que recuerdo,
porque mi madre no comenzará hasta que no lleguemos.
En efecto, todo estaba en silencio cuando nos aproximamos al galpón donde
tendría lugar el rito. Sin embargo, había tanta gente que tuvimos que ir
abriéndonos paso hasta el centro del amplio espacio. Todos vestían de blanco,
pero recordé que yo calzaba unos zapatos veraniegos de color beis mientras que
todos los presentes llevaban una especie de alpargatas blancas o permanecían
descalzos.
La madre de Xico parecía otra. Era delgada, esa carísima forma de estar
delgados cuando se ha pasado de los cuarenta, pero ahora parecía voluminosa
como las mães de santo de los documentales. Vestía una bata blanca de amplio
escote y enormes volantes alrededor, junto a una infinidad de collares de
semillas oscuras. Cuando nos vio aproximarnos, hizo una señal y todo se puso en
marcha. Sonaron tambores y timbales atronadores y todos comenzaron a bailar,
mientras Inés pronunciaba desde su asiento una ininteligible salmodia en algo
que parecía una lengua antigua africana. Estaba sentada ante un altar
gigantesco, lleno de imágenes, la mayoría católicas, varios san Jorges,
Sagrados Corazones y vírgenes Milagrosas, aunque ellos las llamaban a su
manera, una infinidad de velas y flores de todas clases y colores.
Según me había explicado Xico durante el viaje, todos los presente
recibían a un espíritu para purgar los pecados que ellos no hubieran tenido
tiempo de hacerse perdonar en vida. Cado uno representaba la afición, los
defectos o las personalidades de los espíritus que recibían. Así, muchos
cojeaban o manqueaban, se desplazaban con los ojos cerrados como si fuesen
ciegos, bebían alcohol profusamente o fumaban unos cigarros enormes. Me resultó
muy desconcertante ver a Xico tomar una botella y ponerse a beber a gañote. Se
había desentendido aparentemente de mí, pero algo me hacía presentir que no me
quitaba ojo, como Inés, que sin dejar de dar aquellos extraños bocinazos con
los ojos cerrados, movía la cabeza en la dirección que yo me movía.
Todo cuando ocurría en la pista fue acelerándose. El ritmo de los
tambores se volvió más y más rápido, mientras que los danzarines-feligreses
saltaban cada vez con mayor violencia. La ropa que vestían estaba confeccionada
con una especie de batista que el sudor iba volviendo cada vez más
transparente. Noté que Xico se me aproximaba, bailando y recitando una
salmodia. Su ropa se había vuelto transparente del todo, por lo que resultaba
notable que no usaba calzoncillo. Se echó a pico un largo sorbo de la botella,
se me acercó, me tomó del cuello enérgicamente con la izquierda y me besó en
los labios, traspasándome el copioso buche de alcohol. Sentí que iba a ahogarme
y sólo por algún temor ignorado a quienes nos rodeaban, no escupí el licor. Se
trataba de “cana branca”, una especie de ron crudo muy fuerte, cuyo sabor era
completamente desagradable. Di un traspiés, incomodado por el amargo sabor y
por el efecto que presentía que tendría esa bebida en mí, aunque a Xico no
parecía afectarle.
-¿Sabes lo que hay en tus ojos, Luis? –me preguntó en un tono que no
parecía su voz.
Negué con la cabeza. Nadie había dicho nunca nada particular de mis ojos,
que sólo recordaba haber oído elogiar en mi niñez.
-Eres un médium, Luis, aunque no lo sepas. Tendré que adorarte toda la
vida.
CUENTOS DE MI BIOGRAFÍA.
12- ¿Imposible salir del Brasil?
Luis odiaba sentirse mareado a causa del alcohol, que no metabolizaba
bien, y todos los encuentros con Xico en Umbanda habían acabado en eso, en un
insoportable desequilibrio con vomitonas de ebrio. Xico no se mareaba, o fingía
no marearse, tras beber botellas enteras del desagradable ron blanco; decía que
esa facultad se debía a que quien bebía en realidad era el espíritu que tomaba
posesión de él. Las pocas veces que Luis transigió con asistir al rito de
Umbanda, Xico había repetido el beso con la boca llena de licor, que traspasaba
sin advertencia a la boca de Luis; este sentía el impulso de escupir pero lo
tragaba a causa de un indefinido terror a cuanto le rodeaba. E invariablemente,
se mareaba. Mejor dicho, se emborrachaba con una intensidad muy desagradable.
Temía a los supuestos poseídos sudorosos y vestidos de blanco que bailaban sin cesar en círculo, en la dirección
contraria de las agujas del reloj, y
siempre Luis se encontraba en el centro del baile giratorio, porque Xico lo
había ido situando disimuladamente en ese lugar. “En algún momento llegará a tu
mente tu poder de médium, y entonces nos deslumbrarás a todos”, le decía. Luis
no creía que tal cosa pudiera pasar, por lo que el resto del tiempo que duraba
el rito lo experimentaba como una especie de pesadilla escalofriante.
Durante meses, Xico fue una obsesión amenazadora, mientras la única idea
que martilleaba las sienes de Luis era cómo arreglárselas para salir de Brasil.
El bello joven y sus padres disfrutaban un nivel económico al que Luis no podía
aspirar, aunque comenzaba a ganar algo más a causa de que un directivo de
Voskwagen exigía a la agencia que él –personalmente- realizara cierta
caricatura como “arte final”, pero en su condición de “bocetista” los
sindicatos no permitían que hiciera artes finales, de manera que los tenía que
dibujar de noche, en su casa, como “free lance”; pero a pesar de la inesperada
prosperidad, resultaba muy pobre comparado con el bienestar y la altura social
de la familia de Xico. Y la salida de Brasil constituía todavía una ilusión más
que un proyecto. Los trabajos de “free lance” no aumentaban la cuenta bancaria como
para que pudiera marcarse fecha para el abandono del país.
Xico era una sombra omnipresente, una especie de centinela empeñado en
acercamientos que Luis eludía de modo impertinente, a veces, inclusive
extravagante, porque Xico se había convertido voluntariamente en una mosca
cojonera, ingrata por su insistencia. Lo veía ocasionalmente, al salir del
trabajo, desde la penumbra del vestíbulo del edificio, y corría en cualquier
dirección que le permitiera eludirlo. No quería escucharle hablar de su
convicción de que era un médium, que le
parecía una de las cosas más improbables que nunca le habían dicho. Las
personas del rito de Umbanda, que pretendían recibir los espíritus de muertos
del purgatorio, le parecían farsantes cuando podía reflexionar sin estar dominado
por el miedo que sentía junto a ellos.
Xico era un farsante, cuyo empeño por conquistarle no comprendía. A
primera vista, solía dar la impresión de ser sólo un joven de familia
acomodada, frívolo, vanidoso y engreído, dispuesto a coger cuanto estuviera a
su alcance; que era casi todo cuanto veía, porque quienes le conocían sólo
superficialmente le adoraban además de desearlo. Su madre era una farsante,
seguramente convencida de que beneficiaría a su iglesia la integración de
alguien como Luis, no conseguía suponer por qué. Los dos eran farsantes que
disimulaban con mística lo que probablemente sólo era deseo sexual. Estaba convencido
de que Xico deseaba que él se le entregara rendido, voluntariamente, no a causa
de su insistencia. Seguía sin comprender cómo alguien como él, con tantos
atributos, podía desearlo. Era tan hermoso, tan dotado, que estaba convencido
de que le haría sentir intimidado si transigía. Nunca conseguía imaginar que
alguien tan extremadamente bello pudiera ansiar un encuentro sexual con él. No
podía ser, escapaba a todas las referencias de su vida.
Recibía mensajes constantes de Xico, muy intensos y apasionados, cuartillas
escritas con afán, muy extensas, que nunca respondía. Lo único que importaba
era encontrar el medio de salir de Brasil. Xico era una luz refulgente al final
de un largo túnel de imposibilidades encontradas durante toda su vida, una luz
demasiado cegadora cuyo brillo no podía soportar. La insistencia de Xico, su
constante espera ante la puerta del edificio, produjo habladurías en la agencia
de publicidad. Uno de los directivos, pertenecía a la iglesia de la madre de
Xico y, al pedir información a su secretaria, descubrió la aversión, los
esquinazos y las jugadas de escape de Luis. En respuesta a sus preguntas, Xico
le había convencido de que Luis era médium, un médium que la iglesia de su
madre necesitaba.
-Luis –le dijo su jefe más inmediato una mañana-. Te llama Rico da Fox a
su despacho. Ve en seguida, no vaya a enojarse.
Rico da Fox, era muy importante en la agencia pero Luis no sabía
exactamente por qué. Tal vez fuera un “director de cuentas” de mucho éxito o, quizá,
podía hasta ser accionista. Debía de tener menos de cuarenta años, cultivaba su
cuerpo en sesiones constantes de gimnasio, no era bello sino muy atractivo,
hablaba susurrante y sugerente, con voz de actor cautivador, y vestía como un
modelo publicitario de veinte años. Luis ignoraba si estaría casado.
-Tu apellido es Melero, ¿verdad? ¿Alguien te ha dicho que tienes origen
sefardita?
-¡Qué dice usted! ¡Qué va!
-Sí, tu antepasado más antiguo es un judío de la Alcarria, del siglo XV.
Está documentado. ¿Nunca te lo ha dicho tu padre?
Demoró unos instantes en responder, mientras examinaba la expresión de
Rico en busca de un atisbo de broma o algún detalle que justificase el
interrogatorio. Ya en Argentina, donde trabajó en tres agencias cuyos
propietarios eran judíos, alguien había aludido también a esa posibilidad, lo
que le pareció estrambótico. Rico no sólo sobresaldría entre la mediocridad,
sino que era verdaderamente excepcional; sin ser realmente bello, era uno de
los hombres más atractivos que Luis había visto nunca. Tenía una forma
particular de usar sus armas de seducción, como si no se diera cuenta de que
las poseía y como si no fuera consciente de están empleándolas. Se miraba a sí
mismo con displicencia y cierta periodicidad, como para comprobar que todo
continuaba en su sitio; las manos extremadamente viriles, la brevedad de una
cintura donde sobraba demasiada tela de la camisa, el abultamiento evidente de
los genitales que no parecía pudoroso de exhibir, el abultamiento de unos
muslos evidentemente cultivados en el gimnasio, el brillo de los zapatos que
siempre parecían acabar de salir de la tienda, el tono de una magnífica voz que
trataba de hacerse arrebatadoramente confidencial al acercar los labios a sus
sienes y oídos, susurrando como si quisiera arrebatarle el alma.
Luis llegó a la conclusión de que el importante directivo estaba
seduciéndolo con el fin de atraparlo, aunque todavía se sentía incapaz de comprender
por qué. Resistirse y negarse sería una manera de poner fin a la modesta
prosperidad que los “free lances” de Volkwagen le proporcionaban o tal vez
perder el empleo. ¿Pero qué podía resultar de rendirse? En su imaginación,
aparecía el sometimiento esclavizador a todo cuanto había eludido los últimos
años: el riesgo de aposentarse fuera de España, la posibilidad de volverse
alcohólico, como le parecían muchos umbandistas, la aceptación del apartamiento
definitivo de unas raíces que nunca había dejado del todo ahondar en ningún
sitio. Nada de eso formaba parte de sus planes; quería volver, aunque nunca se preguntaba
por qué deseaba tan vehementemente regresar a donde le habían hecho tan
desgraciado.
Nunca había sido feliz en España. Torturado todos los años de su niñez,
despreciado y perseguido durante la adolescencia, acusado siempre de actos que
nunca había cometido. No tenía ningún sentido que le hubieran difamado y
calumniado tanto. En el barrio, en la escuela y su propia familia, empezando
por su propia madre. Sólo Jorge, aquel policía de Barcelona, le había hecho
sentir valioso; siempre se sintió muy especial a su lado. Forzaba su memoria en
busca de algún detalle que le revelase que también Jorge lo había deseado, sin
llegar a darse cuenta nunca.
Permanecía sentado mientras Rico paseaba de pie a su alrededor, como un
gallo que expusiera sus mejores galas de apareamiento. Sonreía levemente sin
dejar de examinarlo con la mirada, como si buscase algo en su físico o su
postura. Tal vez –se dijo Luis-, procuraba encontrar un detalle que justificase
el apasionado interés de Xico; miraba descaradamente su entrepierna, como
calibrando el volumen, y también lanzaba miradas esquinadas hacia el culo, los
muslos y el cogote.
-Mi padre no me dijo nunca nada de eso –respondió Luis sobre su
improbable judaísmo- y además, habló conmigo en muy pocas ocasiones.
Sólo recordaba de su padre con claridad las veces que lo había lanzado
contra la pared como si quisiera romperlo, sus patadas en los riñones
infantiles, los puñetazos contra un rostro casi del mismo tamaño que los puños…
-¿Te maltrataba?
Luis bajó los ojos. Sintió que se ruborizaba.
-Ya veo –musitó Rico agachándose en cuclillas junta a su asiento, y
depositando la mano en su cuello de una manera íntima, cálida y húmeda-. Lo
siento, chico, Debió ser terrible. ¿Te maltrataba por ser distinto, sin darse
cuenta de tu verdad? De todos modos, ese sufrimiento es el que ha desarrollado todavía
más tus facultades. La vida y el
sufrimiento te han hecho especial. Ahora no debes rehuir a los espíritus que te
invocan.
Luis permitió que el presentimiento se convirtiera el convencimiento.
Rico estaba hablándole por encargo de la familia de Xico. Su perplejidad no tenía
medida. Nadie podía gastar tanta pólvora en cazarlo. Decidió que hablaría lo
indispensable durante lo que durase la reunión y no asentiría a ningún consejo
ni propuesta de Rico. Pero este le pasó el pesado y robusto brazo por la
cintura, acercó la boca a su oreja y murmuró:
-Ansiaría que vinieras a la próxima ceremonia de Inés. Te lo prometo, me
harías muy, muy feliz. ¿Querrás complacerme?
Luis calló sin asentir. Tras unos minutos, Rico volvió a ponerse de pie,
pasó tras el escritorio y se sentó, mientras le decía:
-Vuelve al trabajo, Luis, y piensa en lo que te he dicho.
Faltaban cinco días para el rito, cinco días de zozobra e indecisión que
parecieron insoportables. Temía que Rico tomase represalias contra él. Podía quedarse
sin los encargos “free lance” de Volkswagen o, mucho peor, perder el empleo,
puesto que desviarse de la familia de
Xico había impedido que el amigo militar actuase en su favor. Continuaba siendo
un trabajador extranjero indocumentado, demasiado vulnerable ante alguien como
Rico. Por ello, indagó discretamente sobre la personalidad y el trabajo de éste.
Algunos creían que podía ser homosexual, pero eran mayoría quienes afirmaban
que era un conquistador incansable de las mujeres más bellas de São Paulo. Soltero,
poseía un enorme apartamento “penthouse” en uno de los edificios más altos de
la ciudad, en cuya azotea aterrizaba a diario el helicóptero particular que lo
llevaba a la agencia. Le vinieron a la mente palabras que rehusó de inmediato:
mafia, narcotráfico, corrupción política…
Durante esos cinco días, eludió la posibilidad de cruzarse con Rico. Miraba
a izquierda y derecha antes de doblar una esquina, escuchaba a las secretarias
para averiguar dónde había reuniones ejecutivas, trataba de ilustrarse por los
comentarios de las secretarias, aunque sin preguntarles. Ensayaba sus
movimientos por los pasillos de la agencia, para estudiar el modo de no
aproximarse siquiera a las zonas donde Rico pudiera estar.
Pero la tarde del día que iba a celebrarse el rito, la secretaria de Rico
le trajo un sobre que depositó en silencio sobre su tablero. La muchacha, bella
como una modelo de televisión, lo miró como si quisiera averiguar qué podía ser
él que a ella se le hubiera pasado por alto. Luis tamborileó varios minutos
para contener su curiosidad.
“Caro Luis.
Al fin de la tarde no bajes a la calle. Sube a la azotea, porque voy a
llevarte en mi helicóptero a la iglesia de Inés. No te preocupes por la ropa.
He dispuesto para ti uno de mis trajes de Umbanda; es de seda japonesa, por lo
que te ruego que te des un baño profundo antes de la hora de salida. No te
pongas ropa interior. Perfúmate, porque voy a darte una sorpresa”.
Estaba atrapado. La necesidad de salir de Brasil ya era urgente, debía
producirse cuanto antes Se topaba frente a dos fuerzas que podían aplastarlo
como un chicle usado. Xico y su familia, y Rico. Le parecía incomprensible que
una persona como Rico creyera en Umbanda, antes de conocerlo no sabía que ese
rito tuviera predicamento más que entre las clases marginales. Por lo que había
leído hacía más de un año, se trataba de una religión traída por los esclavos
africanos de los siglos XVIII y XIX; un descendiente de judíos italianos, guapo
y rico, no encajaba en la idea que uno podía hacerse sobre los umbandistas. Rico
no podía dejar indiferente a nadie, y seguramente había legiones de gente,
hasta en la propia agencia, dispuesta a no ser indiferentes y acatar cuanto
Rico dispusiera, porque lo suyo no era sólo seducción erótica, sino exhibición
ostentosa de poder; poder que se presentía más que constatarlo en alguna
decisión, como una gigantesca e invisible cola de pavo real adornada con
monedas de oro.
Luis no tenía escapatoria, porque sus ahorros no cubrían todavía ni el
precio de un pasaje a cualquier parte, y mucho menos para el tiempo de
resistencia que imponía emigrar a un nuevo país. Cuando llegara a otro país,
siempre tendría que peregrinar uno o dos meses en busca de trabajo, lo que
exigía disponer de ahorros. Rehusar la “invitación” de Rico podía representar
su expulsión de la agencia.
Pidió permiso para bañarse en uno de los baños de su planta, permiso que
demoró más de media hora en llegarle. Podía hacerlo, pero tenía que limpiar
escrupulosamente al terminar, ya que los limpiadores trabajaban sólo las
mañanas.
Tenía el pelo mojado cuando salió del ascensor en el piso cincuenta y
dos. Rico estaba a pocos pasos del ascensor, conversando con una mujer vestida
como para matar. Traje largo de satén blanco, escotado por detrás casi hasta la
cintura, pechos descubiertos al cincuenta por ciento, perfume derramado a diez
metros a la redonda… Sabía que había sido una de las modelos mejor pagadas de
Brasil, aunque ya no ejercía. No sabía más de ella, salvo que no podía haber
muchas mujeres en el mundo que superasen su belleza ni las líneas de su figura.
Rico le sonrió diciéndole por señas que se acercase.
-¿Conoces a Vilma?
-He leído mucho sobre usted. Mucho gusto.
-Oh, eres un cariñito. Rico me ha contado bastante sobre ti, pero eres
muy superior a lo que me ha contado –hablaba pastosamente, sacando la lengua,
sin parar de mirarle de arriba abajo.
Luis se ruborizó. Rico comentó:
-¿No es la pura imagen de Iemanjá?
Luis asintió, mientras observaba lo mucho que abultaban los pezones tras
la resplandeciente tela. A continuación, Rico dijo con tono imperativo.
-Vamos, es la hora.
En vez de sentarse Vilma en medio de los dos, Rico agarró el brazo de
Luis para que se sentara a su lado. Acercó la boca a su oído para musitarle:
-¿Te gusta la sorpresa?
Luis enrojeció. Vilma era un cebo; ¿qué estaba urdiendo Rico? Cuando
llegaron al templo, ocurrió como la primera vez que Luis fue. No habían
iniciado la ceremonia pero los timbales comenzaron a sonar en cuanto entraron.
Como siempre, poco a poco e insensiblemente lo condujeron al centro de la
pista; el traje de Rico se volvió transparente en seguida, el de Xico tardó un
poco más, pero la falda abierta de Vilma revelaba completamente en cinco
minutos el tanga de color ciclamen, pero no el corpiño, que parecía estar
confeccionado por dentro con una tela más gruesa. Esperaba que en cualquier
momento los pezones fueran visibles del todo, pero no ocurría. Rico no paraba
de rozarle, empujarle o murmurarle alguna que otra palabra en italiano, que
Luis continuaba comprendiendo bien. Ella, sencillamente acercaba la mano a su
pecho y la bajaba poco a poco hacia la entrepierna, mientras le miraba con
interés a los ojos. Antes de que Xico le besara, como otras veces, con un buche
de ron, lo hizo Rico y, a continuación, Vilma. Bajo el enorme galpón, una grada
semicircular ceñía el rito, dejando tras de sí rincones atestados de gente a
oscuras. Al llegar el momento cuando Xico lo besó con ron, Luis sintió que su
estómago no podía resistirlo.
-Perdonadme –dijo y corrió hacia el exterior, pues no sabía dónde estaba
el baño. Aunque sentía la vejiga a punto de reventar, sólo pudo orinar un poco.
Ni vomitar ni defecar, por lo que no se libró de la pesadez, y volvió a la
pista sintiendo descomposición. Vilma lo envolvió entre sus perfumados brazos.
-Voce e bonito demais –murmuró mientras lo forzaba a restregarse contra
ella.
Sin dejar de abrazarlo y acariciarlo por todas partes, fue llevándolo a
pasitos hacia el fondo, hacia las zonas oscuras y atestadas de gente. Detrás de
él, Rico fingía seguir el ritmo de los tambores mientras lo obligaba a
desplazarse marcando el compás. Tras Vilma, Luis advirtió que también Xico
participaba de la acción abrazando la cintura de la muchacha y acariciándole
suavemente el pene. Juntos los cuatros, debían parecer una especie rara de
insecto gigante.
Sin darse apenas cuenta, estaban en la oscuridad plena, donde además de
los atronadores tambores se escuchaban gemidos contenidos. Las manos de Xico
habían conseguido que el pene de Luis alcanzara la erección; notó otras manos
que debían de ser las de Vilma, puesto que sintió una uña a punto de arañarlo.
Con el tanga a medio muslo, sintió que la penetraba empujado por varias manos.
Los rumores alrededor, de personas que componían una apretada multitud
más numerosa que en la pista del rito, resultaban más estimulantes del deseo
que sus propios reflejos táctiles. Llegó el orgasmo como una catarata, como un
Iguazú que recorría su nuca, espalda y piernas. Rico trataba de forzar la
resistencia de su mano para que le tocara el pene, al tiempo que Xico y Vilma
acariciaban el suyo sin dar importancia a los humores que había derramado.
Meses más tarde, se adormiló en el avión y gozó un orgasmo mientras
revivía en sueños aquella sesión de Umbanda; abandonó el empleo dos días más
tarde y había pasado el resto del tiempo trabajando en la filial de una
importante agencia neoyorkina. La misma filial le había facilitado la visa
estadounidense para trabajar un año en su central de Nueva York.
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