QUERIDO PAPA
Joaquín era el menor de los hermanos y el único
varón. Sus dos hermanas eran mucho mayores; Maruja, quince años más que él y Carmela,
doce; por lo visto, sus padres habían dejado pasar demasiado tiempo para
engendrar a Joaquín. Por comentarios sueltos oídos principalmente a otros
familiares, el muchacho sabía que sus padres habían dado por completada la
familia con el nacimiento de sus dos hermanas, y que él solamente había sido un
accidente… pero un accidente que, según los mismos comentarios, su padre había
anhelado afanosamente, puesto que siempre había comentado su deseo de tener un
hijo varón.
Afortunadamente, los padres se habían casado tan
jóvenes que, ahora, cuando Joaquín iba a celebrar su catorce cumpleaños, su
madre contaba sólo cuarenta y nueve años y su padre, cincuenta, con la ventaja
de que trabajaba de estibador en el puerto, lo que le había dotado de una forma
física excepcional. Si no se le miraba a la cara, poseía la energía y la figura
de un hombre que no hubiera cumplido los treinta. Y la vitalidad exuberante de
un atleta. Si no se observaba demasiado fijamente sus rasgos faciales ni sus
maduras y serias expresiones, resultaba tan atractivo que las mujeres jóvenes
del bario le lanzaban toda clase de indirectas para intentar seducirlo.
De tanto desear un hijo varón, su padre, Paco, había
prodigado a Joaquín toda la vida un cariño total, rendido, tan entregado y entusiasta,
que todos los familiares hablaban con gran ternura de la relación padre-hijo. Joaquín
parecía a veces un apéndice de su padre, tan pegado a él iba constantemente. Sentía
tanta devoción por su hijo, que Paco se hacía acompañar por él siempre que
tenía que salir sin su mujer por citas con sus compañeros de trabajo,
encuentros con sus amigos de la niñez o por cualquier otra causa. El niño había
sido exhibido, alabado y celebrado desde que, todavía bebé, Paco lo llevara en
brazos y había crecido sin imaginar que el suyo fuera un caso insólito, porque
ni los comentarios ni sus propias observaciones le inspiraba n preguntas. Ir
con su padre a todas partes, hasta a la consulta del traumatólogo una vez que
el estibador padeció un esguince, era tan inevitable, que otra cosa le habría
desconcertado. La intimidad entre el estibador y su hijo incluía el constante y
desinhibido contacto físico. Joaquín acostumbraba desde niño echarse encima de
su padre, alborotar el vello de sus pectorales, palpar entre chistes y
comentarios de asombro sus abultados músculos del pecho, brazos, cintura y
piernas, siempre con ingenua e infantil curiosidad, y escalar una y otra vez su
cuerpo, tanto en la cama como en el sofá, costumbre que se mantenía cuando ya
estaba a punto de ingresar en la adolescencia según el calendario.
Su madre y sus hermanas, junto con su abuela materna
y dos primas, preparaban la celebración, una cena a la que asistirían
veinticinco familiares más. De las cadenetas de papel y globos colgados por
toda la casa, se encargó el padre. Después del almuerzo, como había pedido
permiso en el puerto por el cumpleaños de su hijo, Paco miraba la televisión
arrellanado en el sofá. Joaquín hizo lo que solía, se echó encima de su padre, lo
palpó por todas partes, estrujó lenta y admirativamente sus bíceps como
siempre, pellizcó sus pezones estrujando embobado cada pectoral, recorrió con
los dedos extendidos uno a uno los relieves abdominales, palpó en los muslos
los perfilados cuadriceps y abductores, inclusive hasta las ingles y el
perineo, si advertir que su padre se encogía levemente cuando su mano hurgaba
en tales rincones, y le dio varios abrazos y muchos
besos en las mejillas y el cuello, y finalmente se acomodó sobre su regazo para
mirar la televisión.
Daban un documental sobre el origen del universo.
Joaquín lo contemplaba y escuchaba absorto, sin moverse del regazo de Paco. De
repente, sin ninguna explicación y sin ocurrir nada que Joaquín pudiera comprender,
fue alzado por los fuertes brazos del padre de una manera muy brusca, para
depositarlo en el otro extremo del sofá mientras el padre se retiraba como si
Joaquín pudiera quemarle.
Esa noche, durante la festiva cena familiar, Joaquín
fue autorizado a tomar un sorbo de vino; mientras le servía una pequeña porción
en el vaso, Joaquín notó la expresión
adusta de su padre, pero no llegó a preguntarse el porqué. Siguieron la tarta,
las canciones y las felicitaciones. Joaquín durmió tan profundamente como solía
y sólo al despertar por la mañana pensó en esa expresión y en la brusquedad con
que su padre lo había apartado mientras miraban la televisión. Se preguntó qué
podía haber ocurrido que justificara un comportamiento tan raro.
Pero la alarma y la inquietud sólo comenzaron dos o
tres semanas más tarde. Su padre se había vuelto elusivo y esquivo. Más de dos
semanas sin palparlo entre admiraciones, chistes y risas. Demasiados días
consecutivos sin las caricias ni los mimos de su padre. Paco lo eludía, sin
gestos ostensibles pero con energía, ostentando siempre ante Joaquín una
expresión severa con la mirada desviada. El cambio de su actitud era tan
clamoroso, que Joaquín comenzó a sentirse culpable aunque no imaginaba de qué. Tampoco
sabía que la añoranza de la camaradería, las caricias y los besos eran lo que le
producían la ansiedad permanente que no conseguía explicarse, una ansiedad que
le producía perplejidad sobre todo, que destacaba más que la tristeza. Habían
terminado la intimidad cómplice, las salidas a dúo y, desde luego, los
achuchones y exploraciones del cuerpo de su padre, porque algo lo frenaba
aunque Paco no dijera nada ni mostrase expresiones recriminadoras. Ni siquiera
estaba seguro Joaquín de haber detectado alguna vez cualquier palabra de
rechazo, pero intuía que no sería autorizado nunca más a realizar tales exploraciones
físicas. Joaquín no se hacía preguntas, sólo se angustiaba.
Esa angustia creció con el tiempo, junto con una
melancolía alimentada por diferentes sucesos. La siguientes vacaciones
escolares de verano, viajó con toda la clase por varias ciudades cercanas, en
lo que pareció una lección adicional de arte e historia. Al regreso, besó y
abrazó a sus hermanas y su madre, pero cuando se acercó a su padre, notó por su
rigidez y su porte que no debía abrazarlo ni besarlo.
Lo mismo había ocurrido un par de veces al año.
Fueron tiempos de desánimo y, sobre todo,
desconcierto. El abismo que se había abierto era tan profundo, que Joaquín ni
siquiera tuvo nunca el valor de preguntar a su madre o hermanas.
Lo que sí se preguntaba interiormente era qué
sentiría su padre por él. ¿Lo seguiría queriendo a pesar del incomprensible despego?
¿Y qué sentía él por su padre ahora, todavía lo quería tanto como antaño?
Sobre todas las demás sensaciones, prevalecía el
desconcierto.
Los siguientes cinco años, su padre fue
convirtiéndose mes a mes en un extraño con quien ni siquiera cruzaba gestos
cordiales, además de haberse terminado las caricias. De haber sido un niño
dicharachero, juguetón y algo chistoso, Joaquín se convirtió en un joven poco
comunicativo y triste. A veces, miraba a sus compañeros de instituto abrazar y
besar a sus padres cuando lo acompañaban hasta la puerta del colegio, y se
moría no sólo de nostalgia, sino de envidia, por lo que con el paso inexorable
del tiempo crecía su incomprensible sentimiento de culpa, en vez de atenuarse.
Vivió toda la adolescencia con un progresivo dolor
de soledad y rechazo, lo que iba dotándolo de un carácter elusivo e
introvertido. Nada había cambiado en la afectuosidad de su familia, su madre lo
festejaba tanto como siempre y sus hermanas continuaban tratándolo como el más
preciado juguete, que era lo que había sido para ellas de bebé, pero su padre
se había convertido en un desconocido y distante tabú desde el día de su
catorce cumpleaños.
Hurgar en sus propios sentimientos hacia su padre se
convirtió en una pregunta perpetua, por irresuelta. Pregunta que llegó a ser
casi una obsesión que le impedía ser espontáneo y cordial. Sabía que sus
compañeros de colegio y los vecinos lo consideraban huraño, pero no conseguía
hacer nada por remediarlo. Deseaba ser popular, extrovertido y amigable, pero
la coraza que lo aislaba iba reforzándose.
Para colmo, la madre, que sólo contaba cincuenta y cuatro
años, recibió una noticia espantosa; padecía cáncer. Siempre había sido una
mujer enérgica y muy optimista, incapaz de quejarse ni de un simple dolor de
cabeza; por lo tanto, nadie intuyó nunca que le estuviera minando un mal tan
terrible. Como el descubrimiento fue tardío, resultó que sufría metástasis y se
convirtió en objetivo preferente de las preocupaciones de sus tres hijos y su
marido.
Durante más de trece meses, Joaquín asistió al
desplome de su madre y la decadencia física de su padre. Él tenía cincuenta y seis
años, que ahora ya los representaba. Joaquín no podía palpar su cuerpo como
antaño, para comprobar si había perdido la musculatura o los impresionantes
miembros fibrosos que presentaba a los cincuenta, pero cada día lo notaba más
delgado.
Los meses habían transcurrido lentos pero fugaces;
parecía que no pasaran las horas, pero el cáncer había ido tomando posesión de
aquel cuerpo con enojosa rapidez, y al final, también parecía que amenazara a
su marido, por la transformación que había sufrido. Sus mejillas se hundieron,
pero Joaquín advirtió que no habían desaparecido del todo el empaque, la
anchura de sus espaldas y hombros, la humilde altivez ni el atractivo por el
que tantas vecinas lo tentaban.
Él llevaba casi dos meses durmiendo en el hospital
al lado de la cama de su mujer, y cuando se aproximaba el desenlace, Joaquín
consideró que debía permanecer en el hospital. Los últimos nueve días, durmió
también en la habitación de su madre, pero acurrucado muy incómodo en un
sillón, al otro lado de la cama y sin acercarse siquiera a su padre, porque
además de angustiarle lo macilento que se estaba volviendo, le daba miedo exponerse
a que lo rechazara. En el fondo de su subconsciente, parecía claro que debía
tener un defecto espantoso que disgustaba a su padre, pero la idea le dolía
tanto, que si siquiera se preguntaba cuáles taras espantosas y despreciables
podía padecer. Insistía en preguntarse si él continuaba queriéndolo tanto, pero
desde su mayoría de edad esa pregunta se había convertido en un tabú en sí
misma. Ya no era un niño necesitado de protección, sino un hombre que debía
disponerse a encarar la vida. ¿Por qué se sentía tan desvalido, por qué no podía
recuperar al joven optimista que empezó a ser y se había truncado? ¿Por qué
envidiaba tanto a sus compañeros de clase que contaban con innegable fastidio
que habían tenido que ir al fútbol con sus padres?
El cortejo fúnebre llevó a las dos hermanas
inmediatamente tras el féretro y, tras ellas, al padre y el hijo. Joaquín no se
concedió en ningún momento echar el brazo sobre los hombros de su padre y este
tampoco lo hizo. No se agarraron del brazo ni se dieron la mano. En todo el
trayecto, el hijo forzó dolorosamente el cuello para no mirar a su padre, por
miedo a toparse con el desdén.
Tras el entierro, los numerosos familiares los acompañaron
pero los dejaron a los cuatro a solas con su duelo, en su casa. Mientras
entraban, Joaquín observó disimuladamente a su padre, sin decidirse a mirarlo
francamente. No pudo certificarlo, pero se convenció de que tenía los ojos
hinchados; denotando que había advertido la contemplación de su hijo, Paco giró
un poco la cabeza como para eludir la mirada. El muro de silencio levantado
durante seis años se había vuelto hielo.
Al anochecer, los cuñados llegaron en busca de sus
esposas. Entraron a solas, seguramente habían dejado a los niños en el coche
para que no alborotasen. A los pocos minutos, Joaquín contempló con miedo
alarmado que sus hermanas y cuñados se marchaban dejándolo a solas con su
padre.
Pasaron un par de horas, cada uno sumergido en sus
cavilaciones. Joaquín notó en varias ocasiones un estremecimiento de los
hombros de su padre, pero ni siquiera el temor a que estuviera reprimiendo un
sollozo lo animó a contemplarlo con franqueza ni a consolarlo.
El tiempo trascurrido desde su catorce cumpleaños
pasó morosamente por la mente de Joaquín, a quien la cercanía prohibida de su
padre le dolía más en esos momentos que la desaparición de su madre. No había
sido un estudiante brillante, sobre todo a causa del poso de melancolía, pero
tampoco había dado lugar a que su familia se preocupase mucho por su causa. A
los quince, había comenzado a cumplir con sus obligaciones de adolescente,
alborotando con sus vecinos y compañeros, intentando aficionarse a la amarga
cerveza y simulando enamoramientos que no se creía capaz de sentir puesto que
algo en él era tan erróneo y despreciable.
La adolescencia había pasado con más pena que
gloria. Ahora era un joven de veinte años nada optimista ni dicharachero,
introvertido, triste y convencido de tener poco que esperar de la vida, pues ni
siquiera se sentía merecedor de ser amado.
Como si le pesara en los hombros uno de los bultos
que cargaba en el puerto, Paco se alzó en silencio; se dirigió a la cocina, a
disponer la cena. Su hija mayor había dejado preparada una tortilla de papas
muy grande y una ensaladilla de pimientos asados con anchoas. Fue armando la
mesa ruidosamente; parecía desear que Joaquín se sentara a cenar sin tener que
avisarle.
En efecto, el hijo presintió que no iba a escuchar
palabras de su padre dirigidas a él, ni siquiera el aviso para comer. No se
ofreció a ayudar, porque intuía que también su ayuda sería rechazada; cuando
vio que todo estaba listo, se levantó. Paco había retirado la silla donde su
mujer se había sentado siempre, frente a él, y las dos correspondientes a sus
hijas; sólo quedaban las sillas donde padre e hijos acostumbraban a sentarse. Joaquín
intentó mover la suya para colocarla frente a su padre, pero advirtió una enérgica
admonición en la expresión esquinada de Paco, y dejó las cosas tal como
estaban.
La cena transcurrió en un pesaroso silencio. Al
terminar, Joaquín desmontó el servicio y llevó los platos a la cocina, donde
los lavó muy despacio porque temía lo que pudiera venir a continuación.
Al volver al comedor, vio con alivio que Paco se
había retirado. Por supuesto, se había dirigido en silencio al dormitorio
conyugal.
Mientras Joaquín se lavaba los dientes y se
desnudaba, nada le llamó la atención, pero fue a orinar y entonces lo oyó. Al
pasar de nuevo ante la puerta del cuarto, escuchó el sollozo. Se paró en seco,
con toda su atención puesta en cualquier sonido procedente de la habitación. Aunque
ya no lo hacía, estaba convencido de que había oído a su padre llorar. Hubiera
lo que hubiese entre ellos, no podía ignorar su desconsuelo.
Empuñó vacilante el pomo de la puerta y entró
tratando de que sus pasos fueran tan leves que no sonasen. Paco debía de haber
notado la intromisión, porque estaba girándose bajo la sábana. Joaquín se paró
cerca de la cama, indeciso pero alerta. ¿Qué debía hacer, si es que debía hacer
algo?
Tras unos minutos tensos de silencio completo, notó
una leve convulsión en la espalda de su padre. Volvía a sollozar, pero reprimía
su voz.
Armado de una resolución inesperada, Joaquín se acostó
junto a él y le echó el brazo por encima. Notó la rigidez del cuerpo amado de
su padre. Tanto esfuerzo de represión debía de dolerle.
Pasaron los minutos. Ambos sabían que cada uno
estaba muy pendiente de lo que el otro hiciera, pero se mantuvieron inmóviles y
en silencio. Joaquín sentía bajo su brazo la regular y rítmica respiración de
atleta enflaquecido, pero a los pocos instantes notó que se producía un
suspiro, también ensordecido por la tenaz voluntad de no emitir sonidos.
Sin poder evitarlo, Joaquín acercó la cara al cuello
de su padre, lo besó y murmuró:
-Tranquilo papá, me tienes a mí.
Con igual brusquedad que el día de su catorce
cumpleaños, Paco se apartó zafándose del abrazo, echó los pies al suelo y quedó
sentado en el borde de la cama.
-¿Qué pasa, papá, por qué te portas así? –Joaquín
creyó cometer un sacrilegio al emitir por fin la pregunta que le dolía en el
pecho hacía seis años.
No hubo respuesta.
Acostado de lado, Joaquín contempló su espalda sin
imaginar qué debía o podía hacer o decir. Como un andrajoso y fúnebre cortejo,
pasaron por su mente las preguntas sin respuesta, las dudas, las nostalgias y
las tristezas de toda su adolescencia. Algo dentro de él se rebeló; su padre le
debía una explicación. Pero vio con claridad que no podía evitar conmoverse por
los sollozos silentes. Primero estuvo a punto de alzar el brazo y obligarlo a
volverse hacia él para hablarle por fin. Pero sintió miedo de nuevo y sin poder
ni querer contenerse, se echó a llorar.
Transcurrieron varios minutos, que no mitigaron el
llanto, sino que fue recrudeciéndose, hasta llorar ruidosamente.
Cinco minutos más tarde, Paco volvió la cabeza hacia
su hijo. El llanto incontenible de Joaquín había humedecido sus mejillas y las
lágrimas no cesaban. Inesperadamente, se acostó al lado de su hijo, le echó el
brazo sobre el pecho y lo besó.
El llanto cesó de inmediato. El alborozo de Joaquín
era tan intenso, que no pudo disimularlo. Devolvió a su padre el beso y para
que no retirase el brazo ni se apartara, se mantuvo en silencio. De perfil boca
arriba, notaba los ojos de su padre como alfileres clavados en sus mejillas; lo
observaba como si pretendiera adivinar
sus pensamientos. Pasaron lentos los minutos, Paco con su mirada insondable y
Joaquín con una mezcla incomprensible de miedo y alegría.
-Nunca dudes que daría la vida por ti –dijo Paco por
fin, con voz gutural.
-Gracias papá –murmuró Joaquín tras una corta
vacilación.
Armado de valor, se giró hacia su padre y
correspondió el abrazo. Notó en seguida la tensión del cuerpo de Paco, pero no
rechazó el abrazo ni Joaquín lo interrumpió esperando que la tensión se
aflojara. Permanecieron sin moverse apenas, salvo para respirar, lo menos veinte
minutos. Algo luminoso ocurría en la mente de Joaquín; en cascada, morían sus
temores y vacilaciones, y recuperaba la intrepidez de la niñez.
-Papá, llevo seis años sufriendo horrores,
convencido de que me odias.
-Tú no estás bien de la cabeza.
-Pues eso es lo que ha parecido todo este tiempo.
Recuerdo con claridad que fue el día que cumplí los catorce cuando me
rechazaste de pronto. Ni te imaginas lo mal que he venido pasándolo; me
considero un inútil total y creo que soy incapaz de ser amado por nadie. Desde
que perdí tu amor, nunca hubo amor para mí.
-Nunca perdiste mi amor.
-Ah, ¿no? Entonces, ¿por qué has hecho que sea tan
infeliz?
-¿Eres infeliz?
-En este momento, no. Pero no veo ninguna garantía
de que no vayas a volver a rechazarme mañana.
-¿Rechazarte? ¿Crees que te rechazo?
-Eso parece.
-Tú eres lo que más quiero en el mundo, Joaquín. No
digas tonterías.
-¿Entonces, por qué hiciste aquello?
-¿El qué?
-El día que cumplí catorce años, mientras mamá y mis
hermanas preparaban la fiesta, me echaste violentamente de tu lado.
Los ojos de Paco se dilataron un poco por el asombro.
Calló un momento, cavilando, pero pareció armarse de valor y preguntó:
-¿No te diste cuenta de lo que pasaba?
-No, papá. ¿Qué pasaba?
-¿Nunca te diste cuenta?
Joaquín realizó un afanoso esfuerzo de memoria; no
conseguía aprehender nada extraordinario.
-¿De qué tenía que haberme dado cuenta, papá?
Paco suspiró. Tras apretar los labios con un rictus cercano
al llanto, dijo:
-Tenías costumbres que, conforme crecías, fueron
volviéndose cada día más inconvenientes. Me palpabas todo el cuerpo, por todas
partes, con enorme despreocupación, y tocabas resortes sensibles que ahora ya
debes de saber que los hombres tenemos, y palpándote, quizás cuando te haces
pajas, podrás recordar que también me los tocabas a mí muy detenidamente. No
recuerdo cuándo comenzó el problema, pero ya llevaba años ocurriendo cuando
cumpliste los catorce. No podía evitar empalmarme cuando caías sobre mí como
una apisonadora y me acariciabas los bíceps, los abdominales y los muslos hasta
la entrepierna.
-¿Te empalmabas?
Joaquín intentaba desesperadamente evocar si alguna
vez lo había notado. Debía de haber sentido la dureza del pene, puesto que
siempre estaba encima de su regazo, pero seguramente lo habría visto como algo
corriente y usual.
-Sí me empalmaba, Joaquín; nunca he sentido eso por
un hombre ni se me había pasado por la imaginación. Empalmarme contigo encima
llegó a producirme graves sentimientos de culpa… y aquel día, el de tu
cumpleaños, estaba a punto de correrme a pesar de cuanto me reprimía.
-Entonces… ¿yo no había hecho nada malo?
-¡Qué va! El que hacía algo malo era yo. Pero mira,
dices que lo has pasado mal desde entonces… pues no veas cómo lo he pasado yo.
He sido egoísta no dándome cuenta de que sufrías; de saberlo, hubiera hecho lo
que fuera por evitarlo. Lo siento.
Joaquín estaba exultante. Un remordimiento le
recriminó que se sintiera tan alegre el día del entierro de su madre. En vez de
entristecerse, rezó interiormente “Mamá, estés donde estés, nunca separes a mi
querido papá de mi lado”. Se pegó fuertemente al cuerpo enflaquecido, lo envolvió
entre sus brazos y besó su frente, sus mejillas y, armándose de valor, besó
también sus labios. Un beso casto y cauteloso que selló el pacto perpetuo entre
padre e hijo.
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