lunes, 21 de abril de 2014

QUERIDO PAPÁ

CUENTOS DEL AMOR VIRIL

QUERIDO PAPA

Joaquín era el menor de los hermanos y el único varón. Sus dos hermanas eran mucho mayores; Maruja, quince años más que él y Carmela, doce; por lo visto, sus padres habían dejado pasar demasiado tiempo para engendrar a Joaquín. Por comentarios sueltos oídos principalmente a otros familiares, el muchacho sabía que sus padres habían dado por completada la familia con el nacimiento de sus dos hermanas, y que él solamente había sido un accidente… pero un accidente que, según los mismos comentarios, su padre había anhelado afanosamente, puesto que siempre había comentado su deseo de tener un hijo varón.

Afortunadamente, los padres se habían casado tan jóvenes que, ahora, cuando Joaquín iba a celebrar su catorce cumpleaños, su madre contaba sólo cuarenta y nueve años y su padre, cincuenta, con la ventaja de que trabajaba de estibador en el puerto, lo que le había dotado de una forma física excepcional. Si no se le miraba a la cara, poseía la energía y la figura de un hombre que no hubiera cumplido los treinta. Y la vitalidad exuberante de un atleta. Si no se observaba demasiado fijamente sus rasgos faciales ni sus maduras y serias expresiones, resultaba tan atractivo que las mujeres jóvenes del bario le lanzaban toda clase de indirectas para intentar seducirlo.

De tanto desear un hijo varón, su padre, Paco, había prodigado a Joaquín toda la vida un cariño total, rendido, tan entregado y entusiasta, que todos los familiares hablaban con gran ternura de la relación padre-hijo. Joaquín parecía a veces un apéndice de su padre, tan pegado a él iba constantemente. Sentía tanta devoción por su hijo, que Paco se hacía acompañar por él siempre que tenía que salir sin su mujer por citas con sus compañeros de trabajo, encuentros con sus amigos de la niñez o por cualquier otra causa. El niño había sido exhibido, alabado y celebrado desde que, todavía bebé, Paco lo llevara en brazos y había crecido sin imaginar que el suyo fuera un caso insólito, porque ni los comentarios ni sus propias observaciones le inspiraba n preguntas. Ir con su padre a todas partes, hasta a la consulta del traumatólogo una vez que el estibador padeció un esguince, era tan inevitable, que otra cosa le habría desconcertado. La intimidad entre el estibador y su hijo incluía el constante y desinhibido contacto físico. Joaquín acostumbraba desde niño echarse encima de su padre, alborotar el vello de sus pectorales, palpar entre chistes y comentarios de asombro sus abultados músculos del pecho, brazos, cintura y piernas, siempre con ingenua e infantil curiosidad, y escalar una y otra vez su cuerpo, tanto en la cama como en el sofá, costumbre que se mantenía cuando ya estaba a punto de ingresar en la adolescencia según el calendario.

Su madre y sus hermanas, junto con su abuela materna y dos primas, preparaban la celebración, una cena a la que asistirían veinticinco familiares más. De las cadenetas de papel y globos colgados por toda la casa, se encargó el padre. Después del almuerzo, como había pedido permiso en el puerto por el cumpleaños de su hijo, Paco miraba la televisión arrellanado en el sofá. Joaquín hizo lo que solía, se echó encima de su padre, lo palpó por todas partes, estrujó lenta y admirativamente sus bíceps como siempre, pellizcó sus pezones estrujando embobado cada pectoral, recorrió con los dedos extendidos uno a uno los relieves abdominales, palpó en los muslos los perfilados cuadriceps y abductores, inclusive hasta las ingles y el perineo, si advertir que su padre se encogía levemente cuando su mano hurgaba en tales rincones, y le dio varios abrazos y muchos besos en las mejillas y el cuello, y finalmente se acomodó sobre su regazo para mirar la televisión.

Daban un documental sobre el origen del universo. Joaquín lo contemplaba y escuchaba absorto, sin moverse del regazo de Paco. De repente, sin ninguna explicación y sin ocurrir nada que Joaquín pudiera comprender, fue alzado por los fuertes brazos del padre de una manera muy brusca, para depositarlo en el otro extremo del sofá mientras el padre se retiraba como si Joaquín pudiera quemarle.

Esa noche, durante la festiva cena familiar, Joaquín fue autorizado a tomar un sorbo de vino; mientras le servía una pequeña porción en el vaso,  Joaquín notó la expresión adusta de su padre, pero no llegó a preguntarse el porqué. Siguieron la tarta, las canciones y las felicitaciones. Joaquín durmió tan profundamente como solía y sólo al despertar por la mañana pensó en esa expresión y en la brusquedad con que su padre lo había apartado mientras miraban la televisión. Se preguntó qué podía haber ocurrido que justificara un comportamiento tan raro.

Pero la alarma y la inquietud sólo comenzaron dos o tres semanas más tarde. Su padre se había vuelto elusivo y esquivo. Más de dos semanas sin palparlo entre admiraciones, chistes y risas. Demasiados días consecutivos sin las caricias ni los mimos de su padre. Paco lo eludía, sin gestos ostensibles pero con energía, ostentando siempre ante Joaquín una expresión severa con la mirada desviada. El cambio de su actitud era tan clamoroso, que Joaquín comenzó a sentirse culpable aunque no imaginaba de qué. Tampoco sabía que la añoranza de la camaradería, las caricias y los besos eran lo que le producían la ansiedad permanente que no conseguía explicarse, una ansiedad que le producía perplejidad sobre todo, que destacaba más que la tristeza. Habían terminado la intimidad cómplice, las salidas a dúo y, desde luego, los achuchones y exploraciones del cuerpo de su padre, porque algo lo frenaba aunque Paco no dijera nada ni mostrase expresiones recriminadoras. Ni siquiera estaba seguro Joaquín de haber detectado alguna vez cualquier palabra de rechazo, pero intuía que no sería autorizado nunca más a realizar tales exploraciones físicas. Joaquín no se hacía preguntas, sólo se angustiaba.

Esa angustia creció con el tiempo, junto con una melancolía alimentada por diferentes sucesos. La siguientes vacaciones escolares de verano, viajó con toda la clase por varias ciudades cercanas, en lo que pareció una lección adicional de arte e historia. Al regreso, besó y abrazó a sus hermanas y su madre, pero cuando se acercó a su padre, notó por su rigidez y su porte que no debía abrazarlo ni besarlo.

Lo mismo había ocurrido un par de veces al año.

Fueron tiempos de desánimo y, sobre todo, desconcierto. El abismo que se había abierto era tan profundo, que Joaquín ni siquiera tuvo nunca el valor de preguntar a su madre o hermanas.

Lo que sí se preguntaba interiormente era qué sentiría su padre por él. ¿Lo seguiría queriendo a pesar del incomprensible despego? ¿Y qué sentía él por su padre ahora, todavía lo quería tanto como antaño?

Sobre todas las demás sensaciones, prevalecía el desconcierto.

Los siguientes cinco años, su padre fue convirtiéndose mes a mes en un extraño con quien ni siquiera cruzaba gestos cordiales, además de haberse terminado las caricias. De haber sido un niño dicharachero, juguetón y algo chistoso, Joaquín se convirtió en un joven poco comunicativo y triste. A veces, miraba a sus compañeros de instituto abrazar y besar a sus padres cuando lo acompañaban hasta la puerta del colegio, y se moría no sólo de nostalgia, sino de envidia, por lo que con el paso inexorable del tiempo crecía su incomprensible sentimiento de culpa, en vez de atenuarse.

Vivió toda la adolescencia con un progresivo dolor de soledad y rechazo, lo que iba dotándolo de un carácter elusivo e introvertido. Nada había cambiado en la afectuosidad de su familia, su madre lo festejaba tanto como siempre y sus hermanas continuaban tratándolo como el más preciado juguete, que era lo que había sido para ellas de bebé, pero su padre se había convertido en un desconocido y distante tabú desde el día de su catorce cumpleaños.

Hurgar en sus propios sentimientos hacia su padre se convirtió en una pregunta perpetua, por irresuelta. Pregunta que llegó a ser casi una obsesión que le impedía ser espontáneo y cordial. Sabía que sus compañeros de colegio y los vecinos lo consideraban huraño, pero no conseguía hacer nada por remediarlo. Deseaba ser popular, extrovertido y amigable, pero la coraza que lo aislaba iba reforzándose.

Para colmo, la madre, que sólo contaba cincuenta y cuatro años, recibió una noticia espantosa; padecía cáncer. Siempre había sido una mujer enérgica y muy optimista, incapaz de quejarse ni de un simple dolor de cabeza; por lo tanto, nadie intuyó nunca que le estuviera minando un mal tan terrible. Como el descubrimiento fue tardío, resultó que sufría metástasis y se convirtió en objetivo preferente de las preocupaciones de sus tres hijos y su marido.

Durante más de trece meses, Joaquín asistió al desplome de su madre y la decadencia física de su padre. Él tenía cincuenta y seis años, que ahora ya los representaba. Joaquín no podía palpar su cuerpo como antaño, para comprobar si había perdido la musculatura o los impresionantes miembros fibrosos que presentaba a los cincuenta, pero cada día lo notaba más delgado.

Los meses habían transcurrido lentos pero fugaces; parecía que no pasaran las horas, pero el cáncer había ido tomando posesión de aquel cuerpo con enojosa rapidez, y al final, también parecía que amenazara a su marido, por la transformación que había sufrido. Sus mejillas se hundieron, pero Joaquín advirtió que no habían desaparecido del todo el empaque, la anchura de sus espaldas y hombros, la humilde altivez ni el atractivo por el que tantas vecinas lo tentaban.

Él llevaba casi dos meses durmiendo en el hospital al lado de la cama de su mujer, y cuando se aproximaba el desenlace, Joaquín consideró que debía permanecer en el hospital. Los últimos nueve días, durmió también en la habitación de su madre, pero acurrucado muy incómodo en un sillón, al otro lado de la cama y sin acercarse siquiera a su padre, porque además de angustiarle lo macilento que se estaba volviendo, le daba miedo exponerse a que lo rechazara. En el fondo de su subconsciente, parecía claro que debía tener un defecto espantoso que disgustaba a su padre, pero la idea le dolía tanto, que si siquiera se preguntaba cuáles taras espantosas y despreciables podía padecer. Insistía en preguntarse si él continuaba queriéndolo tanto, pero desde su mayoría de edad esa pregunta se había convertido en un tabú en sí misma. Ya no era un niño necesitado de protección, sino un hombre que debía disponerse a encarar la vida. ¿Por qué se sentía tan desvalido, por qué no podía recuperar al joven optimista que empezó a ser y se había truncado? ¿Por qué envidiaba tanto a sus compañeros de clase que contaban con innegable fastidio que habían tenido que ir al fútbol con sus padres?

El cortejo fúnebre llevó a las dos hermanas inmediatamente tras el féretro y, tras ellas, al padre y el hijo. Joaquín no se concedió en ningún momento echar el brazo sobre los hombros de su padre y este tampoco lo hizo. No se agarraron del brazo ni se dieron la mano. En todo el trayecto, el hijo forzó dolorosamente el cuello para no mirar a su padre, por miedo a toparse con el desdén.

Tras el entierro, los numerosos familiares los acompañaron pero los dejaron a los cuatro a solas con su duelo, en su casa. Mientras entraban, Joaquín observó disimuladamente a su padre, sin decidirse a mirarlo francamente. No pudo certificarlo, pero se convenció de que tenía los ojos hinchados; denotando que había advertido la contemplación de su hijo, Paco giró un poco la cabeza como para eludir la mirada. El muro de silencio levantado durante seis años se había vuelto hielo.

Al anochecer, los cuñados llegaron en busca de sus esposas. Entraron a solas, seguramente habían dejado a los niños en el coche para que no alborotasen. A los pocos minutos, Joaquín contempló con miedo alarmado que sus hermanas y cuñados se marchaban dejándolo a solas con su padre.

Pasaron un par de horas, cada uno sumergido en sus cavilaciones. Joaquín notó en varias ocasiones un estremecimiento de los hombros de su padre, pero ni siquiera el temor a que estuviera reprimiendo un sollozo lo animó a contemplarlo con franqueza ni a consolarlo.

El tiempo trascurrido desde su catorce cumpleaños pasó morosamente por la mente de Joaquín, a quien la cercanía prohibida de su padre le dolía más en esos momentos que la desaparición de su madre. No había sido un estudiante brillante, sobre todo a causa del poso de melancolía, pero tampoco había dado lugar a que su familia se preocupase mucho por su causa. A los quince, había comenzado a cumplir con sus obligaciones de adolescente, alborotando con sus vecinos y compañeros, intentando aficionarse a la amarga cerveza y simulando enamoramientos que no se creía capaz de sentir puesto que algo en él era tan erróneo y despreciable.

La adolescencia había pasado con más pena que gloria. Ahora era un joven de veinte años nada optimista ni dicharachero, introvertido, triste y convencido de tener poco que esperar de la vida, pues ni siquiera se sentía merecedor de ser amado.

Como si le pesara en los hombros uno de los bultos que cargaba en el puerto, Paco se alzó en silencio; se dirigió a la cocina, a disponer la cena. Su hija mayor había dejado preparada una tortilla de papas muy grande y una ensaladilla de pimientos asados con anchoas. Fue armando la mesa ruidosamente; parecía desear que Joaquín se sentara a cenar sin tener que avisarle.

En efecto, el hijo presintió que no iba a escuchar palabras de su padre dirigidas a él, ni siquiera el aviso para comer. No se ofreció a ayudar, porque intuía que también su ayuda sería rechazada; cuando vio que todo estaba listo, se levantó. Paco había retirado la silla donde su mujer se había sentado siempre, frente a él, y las dos correspondientes a sus hijas; sólo quedaban las sillas donde padre e hijos acostumbraban a sentarse. Joaquín intentó mover la suya para colocarla frente a su padre, pero advirtió una enérgica admonición en la expresión esquinada de Paco, y dejó las cosas tal como estaban.    

La cena transcurrió en un pesaroso silencio. Al terminar, Joaquín desmontó el servicio y llevó los platos a la cocina, donde los lavó muy despacio porque temía lo que pudiera venir a continuación.

Al volver al comedor, vio con alivio que Paco se había retirado. Por supuesto, se había dirigido en silencio al dormitorio conyugal.

Mientras Joaquín se lavaba los dientes y se desnudaba, nada le llamó la atención, pero fue a orinar y entonces lo oyó. Al pasar de nuevo ante la puerta del cuarto, escuchó el sollozo. Se paró en seco, con toda su atención puesta en cualquier sonido procedente de la habitación. Aunque ya no lo hacía, estaba convencido de que había oído a su padre llorar. Hubiera lo que hubiese entre ellos, no podía ignorar su desconsuelo.

Empuñó vacilante el pomo de la puerta y entró tratando de que sus pasos fueran tan leves que no sonasen. Paco debía de haber notado la intromisión, porque estaba girándose bajo la sábana. Joaquín se paró cerca de la cama, indeciso pero alerta. ¿Qué debía hacer, si es que debía hacer algo?

Tras unos minutos tensos de silencio completo, notó una leve convulsión en la espalda de su padre. Volvía a sollozar, pero reprimía su voz.

Armado de una resolución inesperada, Joaquín se acostó junto a él y le echó el brazo por encima. Notó la rigidez del cuerpo amado de su padre. Tanto esfuerzo de represión debía de dolerle.

Pasaron los minutos. Ambos sabían que cada uno estaba muy pendiente de lo que el otro hiciera, pero se mantuvieron inmóviles y en silencio. Joaquín sentía bajo su brazo la regular y rítmica respiración de atleta enflaquecido, pero a los pocos instantes notó que se producía un suspiro, también ensordecido por la tenaz voluntad de no emitir sonidos.

Sin poder evitarlo, Joaquín acercó la cara al cuello de su padre, lo besó y murmuró:

-Tranquilo papá, me tienes a mí.

Con igual brusquedad que el día de su catorce cumpleaños, Paco se apartó zafándose del abrazo, echó los pies al suelo y quedó sentado en el borde de la cama.

-¿Qué pasa, papá, por qué te portas así? –Joaquín creyó cometer un sacrilegio al emitir por fin la pregunta que le dolía en el pecho hacía seis años.

No hubo respuesta.

Acostado de lado, Joaquín contempló su espalda sin imaginar qué debía o podía hacer o decir. Como un andrajoso y fúnebre cortejo, pasaron por su mente las preguntas sin respuesta, las dudas, las nostalgias y las tristezas de toda su adolescencia. Algo dentro de él se rebeló; su padre le debía una explicación. Pero vio con claridad que no podía evitar conmoverse por los sollozos silentes. Primero estuvo a punto de alzar el brazo y obligarlo a volverse hacia él para hablarle por fin. Pero sintió miedo de nuevo y sin poder ni querer contenerse, se echó a llorar.

Transcurrieron varios minutos, que no mitigaron el llanto, sino que fue recrudeciéndose, hasta llorar ruidosamente.

Cinco minutos más tarde, Paco volvió la cabeza hacia su hijo. El llanto incontenible de Joaquín había humedecido sus mejillas y las lágrimas no cesaban. Inesperadamente, se acostó al lado de su hijo, le echó el brazo sobre el pecho y lo besó.

El llanto cesó de inmediato. El alborozo de Joaquín era tan intenso, que no pudo disimularlo. Devolvió a su padre el beso y para que no retirase el brazo ni se apartara, se mantuvo en silencio. De perfil boca arriba, notaba los ojos de su padre como alfileres clavados en sus mejillas; lo observaba  como si pretendiera adivinar sus pensamientos. Pasaron lentos los minutos, Paco con su mirada insondable y Joaquín con una mezcla incomprensible de miedo y alegría.

-Nunca dudes que daría la vida por ti –dijo Paco por fin, con voz gutural.

-Gracias papá –murmuró Joaquín tras una corta vacilación.

Armado de valor, se giró hacia su padre y correspondió el abrazo. Notó en seguida la tensión del cuerpo de Paco, pero no rechazó el abrazo ni Joaquín lo interrumpió esperando que la tensión se aflojara. Permanecieron sin moverse apenas, salvo para respirar, lo menos veinte minutos. Algo luminoso ocurría en la mente de Joaquín; en cascada, morían sus temores y vacilaciones, y recuperaba la intrepidez de la niñez.

-Papá, llevo seis años sufriendo horrores, convencido de que me odias.

-Tú no estás bien de la cabeza.

-Pues eso es lo que ha parecido todo este tiempo. Recuerdo con claridad que fue el día que cumplí los catorce cuando me rechazaste de pronto. Ni te imaginas lo mal que he venido pasándolo; me considero un inútil total y creo que soy incapaz de ser amado por nadie. Desde que perdí tu amor, nunca hubo amor para mí.

-Nunca perdiste mi amor.

-Ah, ¿no? Entonces, ¿por qué has hecho que sea tan infeliz?

-¿Eres infeliz?

-En este momento, no. Pero no veo ninguna garantía de que no vayas a volver a rechazarme mañana.

-¿Rechazarte? ¿Crees que te rechazo?

-Eso parece.

-Tú eres lo que más quiero en el mundo, Joaquín. No digas tonterías.

-¿Entonces, por qué hiciste aquello?

-¿El qué?

-El día que cumplí catorce años, mientras mamá y mis hermanas preparaban la fiesta, me echaste violentamente de tu lado.

Los ojos de Paco se dilataron un poco por el asombro. Calló un momento, cavilando, pero pareció armarse de valor y preguntó:

-¿No te diste cuenta de lo que pasaba?

-No, papá. ¿Qué pasaba?

-¿Nunca te diste cuenta?

Joaquín realizó un afanoso esfuerzo de memoria; no conseguía aprehender nada extraordinario.

-¿De qué tenía que haberme dado cuenta, papá?

Paco suspiró. Tras apretar los labios con un rictus cercano al llanto, dijo:

-Tenías costumbres que, conforme crecías, fueron volviéndose cada día más inconvenientes. Me palpabas todo el cuerpo, por todas partes, con enorme despreocupación, y tocabas resortes sensibles que ahora ya debes de saber que los hombres tenemos, y palpándote, quizás cuando te haces pajas, podrás recordar que también me los tocabas a mí muy detenidamente. No recuerdo cuándo comenzó el problema, pero ya llevaba años ocurriendo cuando cumpliste los catorce. No podía evitar empalmarme cuando caías sobre mí como una apisonadora y me acariciabas los bíceps, los abdominales y los muslos hasta la entrepierna.

-¿Te empalmabas?

Joaquín intentaba desesperadamente evocar si alguna vez lo había notado. Debía de haber sentido la dureza del pene, puesto que siempre estaba encima de su regazo, pero seguramente lo habría visto como algo corriente y usual.

-Sí me empalmaba, Joaquín; nunca he sentido eso por un hombre ni se me había pasado por la imaginación. Empalmarme contigo encima llegó a producirme graves sentimientos de culpa… y aquel día, el de tu cumpleaños, estaba a punto de correrme a pesar de cuanto me reprimía.

-Entonces… ¿yo no había hecho nada malo?

-¡Qué va! El que hacía algo malo era yo. Pero mira, dices que lo has pasado mal desde entonces… pues no veas cómo lo he pasado yo. He sido egoísta no dándome cuenta de que sufrías; de saberlo, hubiera hecho lo que fuera por evitarlo. Lo siento.

Joaquín estaba exultante. Un remordimiento le recriminó que se sintiera tan alegre el día del entierro de su madre. En vez de entristecerse, rezó interiormente “Mamá, estés donde estés, nunca separes a mi querido papá de mi lado”. Se pegó fuertemente al cuerpo enflaquecido, lo envolvió entre sus brazos y besó su frente, sus mejillas y, armándose de valor, besó también sus labios. Un beso casto y cauteloso que selló el pacto perpetuo entre padre e hijo.  

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