HABITACIÓN ALQUILADA
CUENTOS DEL AMOR VIRIL
Juan tenía cuarenta y cuatro años; poseía una vivienda estupenda en uno de los barrios más distinguidos de la ciudad, que sus padres le habían regalado -completamente libre de cargas- al licenciarse en la escuela de diseño; pero el costo de los impuestos municipales y demás gastos resultaban en la actualidad demasiado voluminosos para sus recursos presentes.
Veinte
años atrás, el título de diseño le había capacitado para montar un gabinete de
interiorismo que fue durante mucho tiempo el asesor de decoración de la clase
más pudiente de la ciudad; a los dos años de arduo trabajo en solitario, se
había reencontrado con Tatum, un estadounidense excompañero de estudios, que
recordaba como uno de los “machitos” más
jactanciosos y presuntuosos que hubiera conocido en su vida, que estudiaba el
curso siguiente al suyo. Demasiado vanidoso y narcisista como para fijarse en
él en aquel tiempo. Cuando lo volvió a encontrar, llevaba casi cuatro años sin
verlo; pero parecía que Tatum hubiera experimentado las aventuras y vicisitudes
de toda una vida. Había madurado ostensiblemente, ya no era esbelto y espigado
como un modelo de pasarela; un poco más macizo y cuadrado, parecía sereno y
seguro.
Lo
reconoció con cierta dificultad. Estaba tomando un daiquiri en la barra de un
bar famoso por su ambiente despreocupado y tolerante, donde se producían
interesantes encuentros. Tatum lo reconoció primero, desde más allá del ángulo
recto que formaba la barra; ciertamente, Juan no había cambiado tanto como el
estadounidense, que le sonrió con mucha alegría y se apresuró en su dirección
con los brazos abiertos. Juan recibió el caluroso abrazo todavía sin conseguir
identificarlo, lo que sólo ocurrió cuando Tatum dijo:
-¿Qué
tiempos aquéllos, eh? Me gradué un año después que tú, pero ya me había
habituado a la vida de aquí y no me apetecía volver a Chicago. Me ha ido muy
bien trabajando como “free lancer”;
supe que montaste una tienda y un estudio…
¿Cómo vas?
-Oh,
eres…
-Tatum
Silver –el estadounidense se apartó un poco, para contemplar a Juan con
irresolución. -Ya entonces notaba que no te caía bien; ni te dignabas mirarme.
-Pero
tú considerabas que todo el mundo debía admirarte y adorarte.
El
rubor de Tatum fue notable.
-Disculpa,
Tatum. No he querido molestarte.
-No
me has molestado. Es que reconozco que era un adolescente demasiado…
engreído, y ni siquiera me gusta ese recuerdo. Pero todo
cambia.
Efectivamente,
no sólo habían cambiado su voz y sus volúmenes; poseía un fascinante aire de
serenidad y autodominio. No era excesivamente guapo, pero su rostro debía de
ser muy fotogénico con sus facciones viriles, mejillas hundidas, oscura barba
cerrada y sonrisa de anuncio. Nunca durante la adolescencia le había parecido
atractivo, pero el joven que tenía enfrente resultaba avasallador; Juan comenzó
a sentirse intimidado, porque le quemaba un anhelo apremiante de abrazarlo.
Siguieron
dos semanas de citas diarias. A los quince días del reencuentro, Tatum empezó a
quedarse en el piso de manera no premeditada ni aludirlo ninguno de los dos.
Poco a poco, fue llevando sus pertenencias según surgían las necesidades, hasta
que resultó claro que compartían casa y, poco después, negocio. Durante quince
años, les fue admirablemente. Se entendían bien, se complementaban en los
conceptos y gustos del diseño, ganaban mucho dinero, viajaban con frecuencia,
tenían un fantástico mestizo de mastín y podenco, y eran felices.
Pero
esa felicidad de apariencia inmutable se truncó de repente, tras una carta que
Tatum recibió.
Juan
esperó pacientemente que terminara de leerla, porque presintió por los primeros
gestos de Tatum que se trataba de algo
importante. Lo vio mirarle con los ojos acuosos, mientras sentía que la alarma
le recorría todo el cuerpo como un rayo.
-Mi
padre ha muerto, Juan. Tengo que viajar hoy mismo, a ver si llego a tiempo… no
sé de qué. Tengo que darme prisa.
Los
días que siguieron figuraban entre los más agoreros que Juan recordaba.
Anticipaba que las cosas iban a cambiar entre los dos, pero no saber en qué
consistiría el cambio le desconcertaba al tiempo que sus entrañas se
convulsionaban por presentimientos pesimistas. Llamó a Tatum por teléfono
muchas veces, pero siempre tenía dificultades para que le entendieran y, al
final, cuando conseguía explicarse resultaba que Tatum nunca estaba en casa.
Fue
a las tres semanas cuando recibió la
carta que seguía grabada en su mente como en un mármol a cincel:
“Querido
Juan. Mi vida contigo ha sido seguramente lo mejor que tendré nunca. Pero hay
muchas cosas que nunca te he contado. Muerto mi padre, soy el jefe de la
familia porque sólo tengo tres hermanos menores que yo, un chico y dos chicas. Cuando
me permitieron ir a estudiar a España, para mis padres era una especie de capricho
adolescente que debían satisfacer para no contrariarme, porque para ellos estaba
muy claro que algún día tendría que presidir la empresa familiar. Mi padre ha
muerto antes de lo que yo esperaba; sólo tenía sesenta y seis años, pero
también un cáncer de próstata, del que nunca me había hablado. Ahora, estoy atrapado
por los hechos; no hay la menor posibilidad de evadirme de mis compromisos
aquí. Tengo la obligación de cuidar de mi madre y mis hermanos. Inesperadamente,
lo más probable es que deba despreciar una profesión que adoro, me encontraré
presidiendo aburridas reuniones, tendré que adoptar un sistema de vida muy
convencional y seguramente deberé casarme con una mujer. Pero es muy improbable que quiera nunca a nadie
más de lo que te he querido. Si no te conociera y yo me atreviera, te pediría
que te mudaras a Chicago, y compartieras una parte de mi vida, aunque no fuera
completa”.
Jamás
habría podido aceptar Juan ser “la
otra” de nadie. Y no iba a renunciar a todo por algo que
se le daría tan sólo con cuentagotas.
Siguió
trabajando solo y tuvo que soportar durante meses la pregunta de “¿Dónde
anda Tatum?”que los clientes y
amigos le hacían, dejándolo con un dolor lacerante que en vez de impulsarle a
pasar página, le inhibía de intentar encontrar un lenitivo. Creyó que había
perdido facultades cuando vio reducirse el negocio, antes de comprender que la
crisis de la que tanto se hablaba le afectaba también a él. Llevaba casi tres
años viviendo solo y sintiendo que había dejado de merecer la felicidad, cuando
advirtió que empezaba a resultarle penoso atender los gastos derivados de la
propiedad del piso y el alquiler e impuestos del negocio. Tras muchos y
engorrosos cálculos, decidió que realquilar una habitación podría ayudarle a
nivelar el presupuesto.
Le
daba vergüenza que sus extensas relaciones pudieran darse cuenta de su difícil
situación económica, por lo que no se atrevió a publicar un anuncio. En cambio,
decidió buscar anuncios de demandantes. Encontró uno que le llamó la atención
aunque le llenaba de dudas:
“Maduro
necesita alquilar habitación grande, en una vivienda habitada preferentemente
sólo por hombres adultos. Soy hombre mayor culto, de buen aspecto, educado,
jovial y deportivo”.
Juan
dudó muchas horas si llamar al teléfono del anuncio. ¿Buscaba ese hombre
solamente una habitación o pretendía que la habitación incluyera la posibilidad
de encontrar un amante? De ser esa la realidad, tenía que descartarlo; Juan
buscaba solamente un inquilino. Y además, ¿cómo de mayor sería el tal?
Mantuvo
la duda un par de días. El anuncio seguía saliendo, y no encontraba otro que se
ajustara mejor a las circunstancias de su vivienda y sus hábitos. La segunda
tarde, llamó al anunciante. Le resultó imposible calcular su edad por la voz, y
creyó impertinente preguntársela. Por lo tanto, no fijó una cita ni dio un
plazo. Juan se limitó a decir: “Todavía
no estoy demasiado seguro de querer alquilar”.
El
anunciante le llamó varios días más tarde:
-Cuando
hablamos el otro día, noté sus dudas. Pero su voz me hace suponer que podríamos
entendernos, y si la habitación resultase lo bastante grande y cómoda…
Pocos
minutos más tarde, estaban a punto de concertar una cita, cuando a Juan se le
ocurrió:
-¿Podríamos
escribirnos por internet?
-Sí,
desde luego. ¿Me da usted su dirección o quiere la mía?
-Prefiero
que me dé la suya.
Esa
noche, recibió un correo de respuesta que le causó desconcierto y turbación. El
hombre del anuncio resultaba ser un escritor de cierta fama. Por la firma del
correo, supo que tenía una web propia y varios blogs muy interesantes. Nunca
habría imaginado que ese personaje pudiera necesitar alquilar habitación en la
casa de otra persona; le suponía en magnífica situación económica. Era obvio
que la crisis afectaba a todo el mundo.
Respondió
el correo sintiendo cierto desdoblamiento; continuaba el recelo y la falta de
convicción, sobre todo porque supo por el blog que el escritor contaba veinte
años más que él, pero le telefoneó y le dio la dirección fijando una hora de
cita. De lo que se arrepintió en cuanto cortó la comunicación telefónica, pero
ya le daba apuro llamarlo de nuevo para anular el encuentro.
El
día siguiente, permaneció todo el día preocupado por la visita, que no podía
resultar bien. No había ninguna
posibilidad de que le apeteciera compartir piso con ese hombre tan mayor. Pero
llegada la hora, le sorprendió abrir la puerta a un señor cuyo aspecto distaba
mucho de lo que esperaba.
Levis
Luis carecía de edad. Nadie lo hubiera confundido con un muchacho, porque
pesaban mucho su señorío y majestuosidad, pero era muy difícil encuadrarlo en
un decenio concreto. Delgado y verdaderamente deportivo, tal como anunciaba,
debía de haber sido muy apuesto de joven, y en realidad continuaba siéndolo. Sin
quererlo Juan, su mirada se deslizó hacia el bulto de los genitales, no
especialmente notable. No se le podía considerar atractivo, al menos no en un sentido
erótico, pero resultaba sumamente atractivo, aunque esto pareciese una
contradicción. Atractivo en el sentido de querer compartir cosas con él, escucharle
hablar, porque su voz era interesante, y hasta apetecía esperar que contase “batallitas”.
Juan
le alquiló la habitación en cuanto Levis dijo estar de acuerdo. En seguida se
arrepintió, después de que el escritor le pagase el alquiler, recogiera las
llaves y anunciase la mudanza para el día siguiente.
Esa
noche, la huella dejada por Tatum tres años atrás revivió como un fantasma
malvado y pertinaz. Juan se desveló a pesar de emplear todos los métodos que
recordaba para combatir el insomnio. El fantasma cruel del cruel Tatum se
carcajeó toda la noche y se burló de quien tanto había asegurado amar. En vez
de amor, evidenciaba sadismo. “Eres
patético”; ahora, llegarán a llamarte
follaviejos”.
Juan
había dejado de responder sus cartas hacía más de año y medio, cuando Tatum
aludió a una posible prometida. La herida en su pecho resultó tan profunda, que
no quiso escribir de inmediato para que no se manchara el papel de sangre; lo
fue dejando y, por fin, decidió no responder. Todavía llegaron cartas de Tatum,
que leyó algunas por curiosidad y dejó de leerlas cuando resultó patente que la
boda iba a celebrarse. Presentía tanta infelicidad en el chicagüense, que no
quería contagiarse y ahondar su propio dolor. Por fin, las cartas fueron
espaciándose hasta cesar. Juan conservó algunos sobres sin abrir, pero acabó
tirándolos. Por mucho que hubiera esperado durante meses que Tatum se diera
cuenta de lo complicada que era la mentira de vida que estaba eligiendo y
regresara, no lo hizo y, pasados tres años, toda esperanza era vana. Pero su
fantasma se vengaba por una infelicidad de la cual Juan era la causa sin
ninguna culpa.
Se
levantó ojeroso. Sorprendentemente, le preocupó tener ese aspecto por la tarde,
cuando Levis realizara la mudanza. ¿Qué impresión iba a causarle?
Esperaba
serenar su mente con la rutina de la tienda y el estudio, pero no lo consiguió.
Recuerdos que se había ido difuminando, revivían por doquier; en el espacio que
había ocupado la mesa de diseño de Tatum, en los rincones de la tienda que él prefería,
en los objetos de decoración que el negocio había adquirido por su indicación y
en el sofá donde ambos habían intercambiado caricias. Ya no acudía la visión
del fantasma que había perturbado su sueño toda la noche, pero podía sentir la
impronta de Tatum por todas partes. Había creído durante más de un año que ya
no quedaban pulsos en su pecho que pertenecieran al estadounidense, pero se
había equivocado. Toda su sangre se agitaba con el recuerdo de su imagen, con
la evocación de su aroma y con el eco del sonido de su voz. Tuvo que hacer un
penoso esfuerzo por imaginarlo en la cama con su esposa para conjurar el vacío
amenazador que lo torturaba.
A
media tarde, consiguió que su mente se apartara de Tatum con el recurso de preguntarse cómo iba a
funcionar la convivencia con un desconocido tan mayor y tan distante como Levis
en intereses y, probablemente, en intelecto. Un sujeto que, según sus
biografías de internet, había publicado más de diez libros, pertenecía a otra
esfera planetaria. No iban a poder comunicarse demasiado, lo que tal vez sería
una ventaja, porque no se sentiría comprometido a comunicarse.
Durante
la espera de su llegada con sus pertenencias, cayó en la tentación de marcar el
número de Tatum. De su familia, en realidad; quién podía imaginar cuál sería su
domicilio actual. Esperaba tener que explicarse en inglés con las conocidas
dificultades, pero ocurrió algo inesperado. Respondió la llamada una profunda
voz masculina, sin duda la de Tatum; su responsabilidad al frente de la familia
le habría obligado a compartir vida de casado con su familia. Tras un
estremecimiento y una corta duda, Juan cortó la llamada. Cinco minutos más
tarde, sonó el teléfono. No necesitó comprobar en el display el número de
origen; sabía que Tatum le llamaría al darse cuenta de quién le había telefoneado.
Ignoró
el timbre durante un largo rato de ráfagas intermitentes, hasta que sonó la
llave al ser introducida en la cerradura de la puerta de entrada. Acudió por si
Levis necesitaba ayuda con su equipaje, pero se detuvo al apreciar que alguien
estaba introduciendo las maletas y cajas. Un sujeto esbelto y ágil, con un
ajustado pantalón vaquero y una camiseta azul. Una segunda mirada le permitió
observar el pelo blanco nevado, de un tono que debía ser el pelo canoso de alguien
que había sido medio rubio. No era un ayudante sino el propio Levis. Vestido de
modo informal y deportivo, sin la chaqueta del día anterior, y sin verle más
que el cuerpo, parecía un cuarentón joven y bien formado.
Para
reponerse del impacto, Juan se sentó y preparó la expresión para cuando Levis
le mirase. Este saludó:
-Hombre,
estás en casa. Disculpa que haya entrado sin llamar primero.
-Estás
en tu casa.
En
seguida se arrepintió de tutearle. Tal vez Levis esperaba que le tratase de usted;
pero nada en su expresión se lo confirmó. El escritor sonrió de manera
espléndida, mientras decía:
-No
puedo expresarte cuánto te agradezco que me des alojamiento. Desconfiaba tener
dificultades de aceptación por mi edad.
-No…
Levis
volvió a sonreír y compuso una expresión irónica.
-No
me digas tú también que parezco más joven. Parecer no es ser. A estas alturas,
no podría mentir sobre mi edad; tengo la que tengo, que demasiada gente sabe
cuál es. Espero no incomodarte con mis costumbres ni…
-¿Qué?
-No temas
que empiece a contarte batallitas. Podría contar muchas y verdaderas. Pero el
presente es demasiado emocionante para andar evocando el pasado. Espero que nos
llevemos bien.
-Yo
también. Bienvenido.
Resultó
que Levis era indetectable. Pasaba tanto tiempo ante el ordenador creando
literatura, que a Juan le resultaba difícil calcular si estaba o no en casa
cuando salía temprano a trabajar o cuando volvía al final del día. En
ocasiones, se llevaba un pequeño susto al verlo abrir su puerta y salir al salón,
porque había olvidado que podía haber alguien. Le maravillaba la
despreocupación del escritor en cuanto a andar por el piso en calzoncillos o
salir del baño solamente con una toalla en la cintura. Tal vez fuera algo
exhibicionista, puesto que conservaba tan buena forma física. El desparpajo de
Levis acabó propiciando que Juan se contagiara. Dejó de empeñarse en ponerse el
batín a todas horas y un día se dio cuenta de que había salido desnudo de su
habitación para ir al baño; reculó un paso, pero se dijo que era una estupidez.
Siguió adelante, sin preocupación ni timidez, porque se cruzaba muy poco con su
huésped. Tan poco, que un día le reprochó:
-Te
vendes muy caro.
-¿Te
parece? Lo siento, trato de ser lo menos molesto posible –replicó Levis.
-Tengo
que recordarte que pagas un alquiler; estás en tu casa.
-Muchas
gracias, hombre. ¿Van bien tus cosas?
Juan dudó unos instantes. Estaba frente a un
hombre que había dado pruebas reiteradas de gran inteligencia y nivel
intelectual. Sin duda, había adivinado que si se veía obligado a alquilar una
habitación a un extraño, no le sobraría la prosperidad.
-Bueno,
las cosas me van como a la mayoría de la gente. Peor que regular.
-¿Tienes
dificultades… insuperables?
-No.
Lo que tú me pagas representa un paño caliente para mis problemas.
-Ojalá
que fuera algo más que un paño caliente. Yo tampoco nado en la abundancia, como
puedes suponer. Me desahuciaron hace un año, de un piso que creía que sería mi
residencia final; y ahora, mira, viviendo de prestado.
-Hombre,
no vives de prestado. A mí me pagas.
-Gracias
por tu comprensión y por… tu buena educación.
Noté desde el primer día que no eres un cualquiera, pero el paso de las semanas
me demuestra que tampoco eres nada corriente. No quiero exigirte que aguantes a
un anciano, pero me encanta conversar contigo y me gustaría repetirlo.
-Por
supuesto. Y no eres un anciano, en absoluto, ni me obligas a aguantarte. Más
bien es placentero oírte.
Levis
sonrió con enorme complacencia. A Juan no le sobraba el atractivo físico, pero
resultaba agradable; tanto, que Levis trataba de evitar el nacimiento de un
vínculo demasiado estrecho, que pudiera desembocar en algún sentimiento. Había
demasiada diferencia de edad y no creía ser nadie como para echarle flores al
paso; llevaba muchos años convencido de que ya no sería capaz de enamorar. Al
hacerse el silencio, sintió algo de turbación, de modo que no hizo lo que había
pensado hacer al salir de su cuarto, ir a la cocina a prepararse un poleo; en
su lugar, se despidió con algo de brusquedad y volvió a su habitación.
Pasó
más de una semana antes de que volvieran a mantener una conversación merecedora
del nombre, más duradera que un simple intercambio de saludos. Fue ante la
entrada del baño; Levis acababa de desayunar y esperaba que el baño se
desocupase para entrar a lavarse los dientes. La puerta se abrió, saliendo Juan
despreocupadamente desnudo, con solo una toalla pequeña al hombro.
-Oh,
disculpa. No te… ¿Esperabas entrar?
-Sí.
¿Molesto?
-De
ninguna manera. Y si sólo querías lavarte los dientes, haber entrado, hombre,
por Dios. Somos adultos, ¿no?
-No
querría ser indiscreto…
-¿Por
verme desnudo? Ahora estoy desnudo, ¿te parezco indiscreto?
-No,
qué va. Tienes buen físico.
Juan
sintió un leve escalofrío.
-Gracias
Levis. Tú tampoco estás nada mal, a pesar de…
-Lo
viejo que soy.
-No
era exactamente eso lo que iba a decir, pero necesitas reconocer que si tienes
la edad que dicen tus biógrafos, estás en muy buena forma.
-Soy
diabético. No te lo había dicho porque no hay nada de qué preocuparse, pues
guardo fielmente las dietas y sigo la medicación a rajatabla. Y también hago
mucho deporte, que es una obligación que los diabéticos tenemos. Así que
mantengo la forma porque estoy enfermo.
-Eres
un enfermo muy saludable.,
-Pues… sí.
Gracias. ¿Te gusta nadar?
No
era algo que Juan hiciera con frecuencia, pero sintió el impulso de responder
que sí.
-Perfecto.
Si no te incomoda mi compañía, podríamos ir algún día a nadar juntos.
Lo
hicieron el sábado siguiente. La ciudad que había enamorado al estadounidense
Tatum era una especie de “Shangri-la”que seducía
a forasteros de todo el mundo, mucho más que a sus propios naturales; Juan
había viajado lo suficiente como para sentirse entre dos aguas en ese sentido;
identificaba los motivos por los que los foráneos gustaban tanto del lugar,
pero como natural conocía a fondo las miserias y las mezquindades de sus
conciudadanos; de tanto gustarles la ciudad que consideraban un edén, habían
desarrollado durante generaciones una exagerada actitud de autodefensa y
suspicacia, hasta el punto de convertir su comunidad en demasiado endógena como
para no temer las parálisis creativa. En realidad, imperaba un soterrado pacto
de mediocridad, por el que el talento demasiado brillante era rechazado de
plano. Juan lo había descubierto por los sentimientos de Tatum, cuando otras
personas le contaban las calumnias que otros interioristas de la ciudad
propalaban sobre él. Por aquellos entonces, se sentía fuerte como para proteger
al chicagüense, y cuando se quedó solo, los envidiosos difamadores creyeron que
habían triunfado sobre Tatum y como Juan era “uno
de ellos”, no volvieron a
molestarle.
Camino
de la piscina, era imposible discrepar de la extendida idea y el argumento
publicitario de que la ciudad era un edén. Los abundantes jacarandás, ficus lyratas,
palmeras de especies múltiples, palos borrachos e hibiscos creaban una
atmósfera asombrosa de resumen paradisiaco semi tropical. Se desnudaron cada
uno en una cabina cerrada; cuando se rencontraron en traje de baño, la figura
de Levis quedó expuesta; su cuerpo era demasiado esbelto cuando estaba vestido,
pero algunos pliegues de su piel recordaban desnudo cuál era su verdadera edad.
Juan
nadaba poco aunque descubrió complacido que Lewis tampoco lo hacía demasiado
bien. Este ejecutó algunas brazadas e inmersiones, pero dijo deber permanecer
más de una hora simplemente sumergido en el agua, aunque no nadara, porque eso
bajaba la glucosa.
-Me
estoy quedando helado –se quejó Juan, tras conversar varios minutos en el agua,
apoyados en los azulejos del muro-. ¿Te apetece que vayamos a la zona de “spa”?
-De
acuerdo.
Pasaron
algún rato en cada una de las piletas de diferentes temperaturas y, por fin,
fueron al baño de vapor. Levis se despojó de la toalla muy despreocupadamente, aparentando
cierto exhibicionismo, para que el vapor recorriera a fondo toda su piel. En
cambio, Juan, mantuvo la toalla anudada en
su cintura. Pero a los pocos minutos ocurrió lo más inesperado; Juan sintió una
erección, cosa que no solía pasarle cuando iba a las saunas gay. Alarmado, miró
de reojo a ver qué le ocurría a Levis; sus genitales permanecían estáticos.
“¿Qué
me está pasando?”, se preguntó Juan insistentemente,
desconcertado y juntando los muslos para disimular. Pero notó que Levis, de
repente, había fijado sus ojos en el abultamiento de su toalla y sonreía.
Bajo
el acalorado rubor, Juan mintió:
-Me
ocurre mucho esto de tener erecciones cuando estoy en las saunas. ¿A ti no?
-¡Qué
suerte tienes! Yo soy diabético medicado; para mí es diferente, porque tengo
dificultades.
-No
importa. Lo que me pasa ahora es que me apetece mucho abrazarte.
Levis
apretó levemente los labios, se anudó la toalla a la cintura y dijo:
-Voy
a volver un rato a la piscina. No te muevas. Vendré dentro de pocos minutos.
Levis
salió del baño de vapor con cierta precipitación. Había sentido llegar una
erección, pero sus erecciones eran infrecuentes y no muy firmes, sobre todo a
causa de la fuerte medicación contra la diabetes, lo que le habían explicado
los médicos hacía ya varios años. Necesitaba conjurar la posibilidad de mostrar
un pene morcillón, zambulléndose en la piscina. Cuando volvió, Juan le esperaba
ante la puerta del cuarto de vapor.
-¿Algún
problema? –preguntó Levis.
-No
pero… creo que necesito hablar contigo.
-Muy
bien. Vayamos a una salita de relax.
Había
cuatro tumbonas de mimbre cubiertas de colchonetas blancas; por lo tanto,
cerraron la puerta con pestillo a fin de quedarse a solas y que no entrara
nadie más.
-¿No
te has dado cuenta?
-¿De
tu erección, Juan? Pues sí, ya te lo he dicho. Pero ni sueño que yo tenga algo
que ver.
-¡Estás
en las nubes! ¿Crees que no puedes inspirar deseos?
-A
lo mejor para alguien que sea gerontófilo –ironizó Levis sonriendo.
Juan
entendió con dificultad. Tenía que hablar de otra cosa, porque no podía definir
qué estaba pasándole. Propuso la vuelta a casa disimulando su impaciencia.
La
rutina de la vida en común prosiguió en los mismos términos que habían llevado
antes. No se cruzaban mucho y apenas conversaban. Juan estaba convencido de que
Levis lo eludía y le asombraba lamentarlo. A cualquiera que describiese la
convivencia, se asombraría de la entereza y la delicadeza de Levis, pero
comentar esas cosas habría implicado reconocer ante sus amistades íntimas que
algo curioso estaba ocurriendo en su pecho.
Una
mañana, Levis no fue a la cocina a desayunar ni lo oyó Juan trajinar en el
baño. Sin llegar a preocuparse, se marchó y ya no volvió hasta el anochecer.
Tampoco ahora, escuchó ni vio a Levis. ¿Se habría mudado de nuevo? ¿Lo habría
espantado Juan con lo ocurrido en el spa de la piscina?
Necesitaba
averiguarlo, porque sentía un extraño vértigo; tenía que revisar su habitación.
Por precaución, llamó suavemente a la puerta.
-Entra
–oyó que Levis le invitaba en voz baja.
Estaba
acostado y arropado.
-¿Te
sientes mal? –preguntó Juan realmente preocupado.
-No
tiene importancia. Me lastimé la rodilla ayer en el gimnasio y me duele
bastante. Aunque no creo que la inmovilidad me beneficie, he preferido quedarme
hoy en la cama.
-¿Me
enseñas la rodilla?
Tras
corta vacilación, Levis alzó la sábana para mostrar la pierna.
-Joder,
Levis. Esta rodilla está inflamada. Deberíamos ir a urgencias.
-¡Estás
loco! ¿Ir a urgencias, como hacen tantos abusones por insignificancias, sólo por
una leve contractura articular? Recuerda la edad que tengo. Esas cosas pasan.
-¿Estás
seguro de que no hay lesión?
-Sin
duda. Si no me doliera tanto, iría a entrenar y se me quitaría el dolor del
todo.
Juan
comenzó a palpar la rodilla, el muslo un poco hacia arriba, la articulación y los
gemelos. En efecto, no parecía que hubiera lesión.
-Tengo
un linimento en aerosol que creo que alivia el dolor. Voy por él.
Regresó
un par de minutos después.
-Destápate
–ordenó.
Notó
que Levis encogía las caderas, como si tratara de no exhibirse de más. Juan
pulsó varias veces el resorte del aerosol, a continuación, para extender el
linimento, masajeó suavemente la rodilla y toda la pierna en general. Cuando
todavía pretendía continuar, Levis atajó:
-Bueno,
Juan. Ya no duele tanto; muchas gracias.-No quiero que duermas solo y encerrado; dejaré tu puerta abierta para escucharte mejor. No, mejor… voy a traer la tumbona de la terraza, y dormiré aquí, al lado de tu cama.
-No exageres, no es para tanto.
-Claro que sí, hombre. Recuerda el consejo de la biblia, “no es bueno que el hombre esté solo” y mucho menos si no se encuentra bien.
-Pero es demasiado esfuerzo –opuso Levis-; un esfuerzo exagerado. Si te empeñas con esa idea, me levantaré para ayudarte a trasladar la tumbona.
-Ni se te ocurra –replicó Juan enérgicamente-. Tú, descansa.
-Pero si insistes en velar mi sueño, esta cama es suficientemente grande.
Juan se dio cuenta de que eso precisamente era lo que había querido proponer al principio.
-¿No te molestaré?
-¿Molestarme, Juan? Todo lo contrario; lo que me preocupa es molestarte yo; seguramente ronco, aunque hace decenios que no fumo.
-No te preocupes, yo duermo bien –mintió Juan.
Estaba en pijama. Se lo quitó antes de entrar en la cama, cuya sábana alzó Levis cortésmente. Juan notó que el escritor se apartaba todo lo posible, y que se encogía dándole la espalda. A Juan le dio por recordar los millares de noches que había dormido abrazado a Tatum; notó progresar la erección dentro de sus calzoncillos, por lo que también se encogió, de espaldas a Levis. La noche iba a ser toledana. Tras mucho rato sin conseguir dormirse, tuvo que volver a su cuarto en busca de un par de somníferos. Al regresar, Levis había abandonado su posición encogida; roncaba muy bajo, apenas un murmullo de vida. Juan se acostó cuidadosamente, procurando no agitar el colchón.
El sueño se llenó de luces y colores. Recorría una senda desconocida, llena de enigmas, pero todo resultaba amable y no barruntaba ninguna amenaza. Tampoco veía gente. Tatum era una presencia demasiado tiempo olvidada y ya no tenía con quien soñar. Pero la senda daba la impresión de conducir a un mundo lleno de maravillas, aunque fuera un mundo despoblado. Más que agrado, sentía placer, no sólo porque todo a su alrededor fuera tan placentero, sino porque su cuerpo experimentaba verdadera anticipación de gozo.
Este pensamiento le despertó. Consternado, advirtió que se había pegado fuertemente al cuerpo de Levis, cruzando el brazo sobre su pecho. Su respiración era cadenciosa, más con ritmo de atleta que de hombre mayor; Juan consideró que si se apartaba demasiado bruscamente, lo despertaría. Inició la maniobra de separarse con la máxima lentitud y todo cuidado. Creyó que había conseguido, al menos, apartar parcialmente los genitales erectos, cuando sintió que el brazo de Levis se apoyaba sobre el suyo. Quiso creer que el escritor no estaba tan profundamente dormido como aparentaba, pero el brazo permanecía muy quieto, pesado y sinuoso; sin duda dormía.
Pero ¿qué podía hacer Juan?
Carente
de amor y sexo durante más de tres años, su cuerpo le estaba manifestando que
anhelaba amar y, asombrosamente, deseaba sexualmente a Levis.
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