miércoles, 9 de abril de 2014

HABITACIÓN ALQUIULADA


HABITACIÓN ALQUILADA
CUENTOS DEL AMOR VIRIL
 
El anuncio parecía lleno de sobreentendidos. En realidad, estaba seguro de que el solicitante buscaba más un contacto erótico que un alquiler. ¿Sería capaz de afrontar una situación tan anómala e incómoda? ¿Podía constituirse el encuentro en una nueva oportunidad o resultaría una nueva decepción?

Juan tenía cuarenta y cuatro años; poseía una vivienda estupenda en uno de los barrios más distinguidos de la ciudad, que sus padres le habían regalado -completamente libre de cargas- al licenciarse en la escuela de diseño; pero el costo de los impuestos municipales y demás gastos resultaban en la actualidad demasiado voluminosos para sus recursos presentes.

Veinte años atrás, el título de diseño le había capacitado para montar un gabinete de interiorismo que fue durante mucho tiempo el asesor de decoración de la clase más pudiente de la ciudad; a los dos años de arduo trabajo en solitario, se había reencontrado con Tatum, un estadounidense excompañero de estudios, que recordaba como uno de los machitos más jactanciosos y presuntuosos que hubiera conocido en su vida, que estudiaba el curso siguiente al suyo. Demasiado vanidoso y narcisista como para fijarse en él en aquel tiempo. Cuando lo volvió a encontrar, llevaba casi cuatro años sin verlo; pero parecía que Tatum hubiera experimentado las aventuras y vicisitudes de toda una vida. Había madurado ostensiblemente, ya no era esbelto y espigado como un modelo de pasarela; un poco más macizo y cuadrado, parecía sereno y seguro.

Lo reconoció con cierta dificultad. Estaba tomando un daiquiri en la barra de un bar famoso por su ambiente despreocupado y tolerante, donde se producían interesantes encuentros. Tatum lo reconoció primero, desde más allá del ángulo recto que formaba la barra; ciertamente, Juan no había cambiado tanto como el estadounidense, que le sonrió con mucha alegría y se apresuró en su dirección con los brazos abiertos. Juan recibió el caluroso abrazo todavía sin conseguir identificarlo, lo que sólo ocurrió cuando Tatum dijo:

-¿Qué tiempos aquéllos, eh? Me gradué un año después que tú, pero ya me había habituado a la vida de aquí y no me apetecía volver a Chicago. Me ha ido muy bien trabajando como free lancer; supe que montaste una tienda y un estudio ¿Cómo vas?

-Oh, eres

-Tatum Silver –el estadounidense se apartó un poco, para contemplar a Juan con irresolución. -Ya entonces notaba que no te caía bien; ni te dignabas mirarme.

-Pero tú considerabas que todo el mundo debía admirarte y adorarte.

El rubor de Tatum fue notable.

-Disculpa, Tatum. No he querido molestarte.

-No me has molestado. Es que reconozco que era un adolescente demasiado engreído, y ni siquiera me gusta ese recuerdo. Pero todo cambia.

Efectivamente, no sólo habían cambiado su voz y sus volúmenes; poseía un fascinante aire de serenidad y autodominio. No era excesivamente guapo, pero su rostro debía de ser muy fotogénico con sus facciones viriles, mejillas hundidas, oscura barba cerrada y sonrisa de anuncio. Nunca durante la adolescencia le había parecido atractivo, pero el joven que tenía enfrente resultaba avasallador; Juan comenzó a sentirse intimidado, porque le quemaba un anhelo apremiante de abrazarlo.

Siguieron dos semanas de citas diarias. A los quince días del reencuentro, Tatum empezó a quedarse en el piso de manera no premeditada ni aludirlo ninguno de los dos. Poco a poco, fue llevando sus pertenencias según surgían las necesidades, hasta que resultó claro que compartían casa y, poco después, negocio. Durante quince años, les fue admirablemente. Se entendían bien, se complementaban en los conceptos y gustos del diseño, ganaban mucho dinero, viajaban con frecuencia, tenían un fantástico mestizo de mastín y podenco, y eran felices.

Pero esa felicidad de apariencia inmutable se truncó de repente, tras una carta que Tatum recibió.

Juan esperó pacientemente que terminara de leerla, porque presintió por los primeros gestos de Tatum  que se trataba de algo importante. Lo vio mirarle con los ojos acuosos, mientras sentía que la alarma le recorría todo el cuerpo como un  rayo.

-Mi padre ha muerto, Juan. Tengo que viajar hoy mismo, a ver si llego a tiempo no sé de qué. Tengo que darme prisa.

Los días que siguieron figuraban entre los más agoreros que Juan recordaba. Anticipaba que las cosas iban a cambiar entre los dos, pero no saber en qué consistiría el cambio le desconcertaba al tiempo que sus entrañas se convulsionaban por presentimientos pesimistas. Llamó a Tatum por teléfono muchas veces, pero siempre tenía dificultades para que le entendieran y, al final, cuando conseguía explicarse resultaba que Tatum nunca estaba en casa.

Fue a las tres semanas  cuando recibió la carta que seguía grabada en su mente como en un mármol a cincel:

Querido Juan. Mi vida contigo ha sido seguramente lo mejor que tendré nunca. Pero hay muchas cosas que nunca te he contado. Muerto mi padre, soy el jefe de la familia porque sólo tengo tres hermanos menores que yo, un chico y dos chicas. Cuando me permitieron ir a estudiar a España, para mis padres era una especie de capricho adolescente que debían satisfacer para no contrariarme, porque para ellos estaba muy claro que algún día tendría que presidir la empresa familiar. Mi padre ha muerto antes de lo que yo esperaba; sólo tenía sesenta y seis años, pero también un cáncer de próstata, del que nunca me había hablado. Ahora, estoy atrapado por los hechos; no hay la menor posibilidad de evadirme de mis compromisos aquí. Tengo la obligación de cuidar de mi madre y mis hermanos. Inesperadamente, lo más probable es que deba despreciar una profesión que adoro, me encontraré presidiendo aburridas reuniones, tendré que adoptar un sistema de vida muy convencional y seguramente deberé casarme con una mujer.  Pero es muy improbable que quiera nunca a nadie más de lo que te he querido. Si no te conociera y yo me atreviera, te pediría que te mudaras a Chicago, y compartieras una parte de mi vida, aunque no fuera completa.

Jamás habría podido aceptar Juan ser la otra de nadie. Y no iba a renunciar a todo por algo que se le daría tan sólo con cuentagotas.

Siguió trabajando solo y tuvo que soportar durante meses la pregunta de ¿Dónde anda Tatum?que los clientes y amigos le hacían, dejándolo con un dolor lacerante que en vez de impulsarle a pasar página, le inhibía de intentar encontrar un lenitivo. Creyó que había perdido facultades cuando vio reducirse el negocio, antes de comprender que la crisis de la que tanto se hablaba le afectaba también a él. Llevaba casi tres años viviendo solo y sintiendo que había dejado de merecer la felicidad, cuando advirtió que empezaba a resultarle penoso atender los gastos derivados de la propiedad del piso y el alquiler e impuestos del negocio. Tras muchos y engorrosos cálculos, decidió que realquilar una habitación podría ayudarle a nivelar el presupuesto.

Le daba vergüenza que sus extensas relaciones pudieran darse cuenta de su difícil situación económica, por lo que no se atrevió a publicar un anuncio. En cambio, decidió buscar anuncios de demandantes. Encontró uno que le llamó la atención aunque le llenaba de dudas:

Maduro necesita alquilar habitación grande, en una vivienda habitada preferentemente sólo por hombres adultos. Soy hombre mayor culto, de buen aspecto, educado, jovial y deportivo.

Juan dudó muchas horas si llamar al teléfono del anuncio. ¿Buscaba ese hombre solamente una habitación o pretendía que la habitación incluyera la posibilidad de encontrar un amante? De ser esa la realidad, tenía que descartarlo; Juan buscaba solamente un inquilino. Y además, ¿cómo de mayor sería el tal?

Mantuvo la duda un par de días. El anuncio seguía saliendo, y no encontraba otro que se ajustara mejor a las circunstancias de su vivienda y sus hábitos. La segunda tarde, llamó al anunciante. Le resultó imposible calcular su edad por la voz, y creyó impertinente preguntársela. Por lo tanto, no fijó una cita ni dio un plazo. Juan se limitó a decir: Todavía no estoy demasiado seguro de querer alquilar.

El anunciante le llamó varios días más tarde:

-Cuando hablamos el otro día, noté sus dudas. Pero su voz me hace suponer que podríamos entendernos, y si la habitación resultase lo bastante grande y cómoda

Pocos minutos más tarde, estaban a punto de concertar una cita, cuando a Juan se le ocurrió:

-¿Podríamos escribirnos por internet?

-Sí, desde luego. ¿Me da usted su dirección o quiere la mía?

-Prefiero que me dé la suya.

Esa noche, recibió un correo de respuesta que le causó desconcierto y turbación. El hombre del anuncio resultaba ser un escritor de cierta fama. Por la firma del correo, supo que tenía una web propia y varios blogs muy interesantes. Nunca habría imaginado que ese personaje pudiera necesitar alquilar habitación en la casa de otra persona; le suponía en magnífica situación económica. Era obvio que la crisis afectaba a todo el mundo.

Respondió el correo sintiendo cierto desdoblamiento; continuaba el recelo y la falta de convicción, sobre todo porque supo por el blog que el escritor contaba veinte años más que él, pero le telefoneó y le dio la dirección fijando una hora de cita. De lo que se arrepintió en cuanto cortó la comunicación telefónica, pero ya le daba apuro llamarlo de nuevo para anular el encuentro.

El día siguiente, permaneció todo el día preocupado por la visita, que no podía resultar bien. No había  ninguna posibilidad de que le apeteciera compartir piso con ese hombre tan mayor. Pero llegada la hora, le sorprendió abrir la puerta a un señor cuyo aspecto distaba mucho de lo que esperaba.

Levis Luis carecía de edad. Nadie lo hubiera confundido con un muchacho, porque pesaban mucho su señorío y majestuosidad, pero era muy difícil encuadrarlo en un decenio concreto. Delgado y verdaderamente deportivo, tal como anunciaba, debía de haber sido muy apuesto de joven, y en realidad continuaba siéndolo. Sin quererlo Juan, su mirada se deslizó hacia el bulto de los genitales, no especialmente notable. No se le podía considerar atractivo, al menos no en un sentido erótico, pero resultaba sumamente atractivo, aunque esto pareciese una contradicción. Atractivo en el sentido de querer compartir cosas con él, escucharle hablar, porque su voz era interesante, y hasta apetecía esperar que contase batallitas.   

Juan le alquiló la habitación en cuanto Levis dijo estar de acuerdo. En seguida se arrepintió, después de que el escritor le pagase el alquiler, recogiera las llaves y anunciase la mudanza para el día siguiente.

Esa noche, la huella dejada por Tatum tres años atrás revivió como un fantasma malvado y pertinaz. Juan se desveló a pesar de emplear todos los métodos que recordaba para combatir el insomnio. El fantasma cruel del cruel Tatum se carcajeó toda la noche y se burló de quien tanto había asegurado amar. En vez de amor, evidenciaba sadismo. Eres patético; ahora, llegarán a llamarte follaviejos.

Juan había dejado de responder sus cartas hacía más de año y medio, cuando Tatum aludió a una posible prometida. La herida en su pecho resultó tan profunda, que no quiso escribir de inmediato para que no se manchara el papel de sangre; lo fue dejando y, por fin, decidió no responder. Todavía llegaron cartas de Tatum, que leyó algunas por curiosidad y dejó de leerlas cuando resultó patente que la boda iba a celebrarse. Presentía tanta infelicidad en el chicagüense, que no quería contagiarse y ahondar su propio dolor. Por fin, las cartas fueron espaciándose hasta cesar. Juan conservó algunos sobres sin abrir, pero acabó tirándolos. Por mucho que hubiera esperado durante meses que Tatum se diera cuenta de lo complicada que era la mentira de vida que estaba eligiendo y regresara, no lo hizo y, pasados tres años, toda esperanza era vana. Pero su fantasma se vengaba por una infelicidad de la cual Juan era la causa sin ninguna culpa.

Se levantó ojeroso. Sorprendentemente, le preocupó tener ese aspecto por la tarde, cuando Levis realizara la mudanza. ¿Qué impresión iba a causarle?

Esperaba serenar su mente con la rutina de la tienda y el estudio, pero no lo consiguió. Recuerdos que se había ido difuminando, revivían por doquier; en el espacio que había ocupado la mesa de diseño de Tatum,  en los rincones de la tienda que él prefería, en los objetos de decoración que el negocio había adquirido por su indicación y en el sofá donde ambos habían intercambiado caricias. Ya no acudía la visión del fantasma que había perturbado su sueño toda la noche, pero podía sentir la impronta de Tatum por todas partes. Había creído durante más de un año que ya no quedaban pulsos en su pecho que pertenecieran al estadounidense, pero se había equivocado. Toda su sangre se agitaba con el recuerdo de su imagen, con la evocación de su aroma y con el eco del sonido de su voz. Tuvo que hacer un penoso esfuerzo por imaginarlo en la cama con su esposa para conjurar el vacío amenazador que lo torturaba.

A media tarde, consiguió que su mente se apartara de Tatum  con el recurso de preguntarse cómo iba a funcionar la convivencia con un desconocido tan mayor y tan distante como Levis en intereses y, probablemente, en intelecto. Un sujeto que, según sus biografías de internet, había publicado más de diez libros, pertenecía a otra esfera planetaria. No iban a poder comunicarse demasiado, lo que tal vez sería una ventaja, porque no se sentiría comprometido a comunicarse.

Durante la espera de su llegada con sus pertenencias, cayó en la tentación de marcar el número de Tatum. De su familia, en realidad; quién podía imaginar cuál sería su domicilio actual. Esperaba tener que explicarse en inglés con las conocidas dificultades, pero ocurrió algo inesperado. Respondió la llamada una profunda voz masculina, sin duda la de Tatum; su responsabilidad al frente de la familia le habría obligado a compartir vida de casado con su familia. Tras un estremecimiento y una corta duda, Juan cortó la llamada. Cinco minutos más tarde, sonó el teléfono. No necesitó comprobar en el display el número de origen; sabía que Tatum le llamaría al darse cuenta de quién le había telefoneado.

Ignoró el timbre durante un largo rato de ráfagas intermitentes, hasta que sonó la llave al ser introducida en la cerradura de la puerta de entrada. Acudió por si Levis necesitaba ayuda con su equipaje, pero se detuvo al apreciar que alguien estaba introduciendo las maletas y cajas. Un sujeto esbelto y ágil, con un ajustado pantalón vaquero y una camiseta azul. Una segunda mirada le permitió observar el pelo blanco nevado, de un tono que debía ser el pelo canoso de alguien que había sido medio rubio. No era un ayudante sino el propio Levis. Vestido de modo informal y deportivo, sin la chaqueta del día anterior, y sin verle más que el cuerpo, parecía un cuarentón joven y bien formado.

Para reponerse del impacto, Juan se sentó y preparó la expresión para cuando Levis le mirase. Este saludó:

-Hombre, estás en casa. Disculpa que haya entrado sin llamar primero.

-Estás en tu casa.

En seguida se arrepintió de tutearle. Tal vez Levis esperaba que le tratase de usted; pero nada en su expresión se lo confirmó. El escritor sonrió de manera espléndida, mientras decía:

-No puedo expresarte cuánto te agradezco que me des alojamiento. Desconfiaba tener dificultades de aceptación por mi edad.

-No

Levis volvió a sonreír y compuso una expresión irónica.

-No me digas tú también que parezco más joven. Parecer no es ser. A estas alturas, no podría mentir sobre mi edad; tengo la que tengo, que demasiada gente sabe cuál es. Espero no incomodarte con mis costumbres ni

-¿Qué?

-No temas que empiece a contarte batallitas. Podría contar muchas y verdaderas. Pero el presente es demasiado emocionante para andar evocando el pasado. Espero que nos llevemos bien.

-Yo también. Bienvenido.

Resultó que Levis era indetectable. Pasaba tanto tiempo ante el ordenador creando literatura, que a Juan le resultaba difícil calcular si estaba o no en casa cuando salía temprano a trabajar o cuando volvía al final del día. En ocasiones, se llevaba un pequeño susto al verlo abrir su puerta y salir al salón, porque había olvidado que podía haber alguien. Le maravillaba la despreocupación del escritor en cuanto a andar por el piso en calzoncillos o salir del baño solamente con una toalla en la cintura. Tal vez fuera algo exhibicionista, puesto que conservaba tan buena forma física. El desparpajo de Levis acabó propiciando que Juan se contagiara. Dejó de empeñarse en ponerse el batín a todas horas y un día se dio cuenta de que había salido desnudo de su habitación para ir al baño; reculó un paso, pero se dijo que era una estupidez. Siguió adelante, sin preocupación ni timidez, porque se cruzaba muy poco con su huésped. Tan poco, que un día le reprochó:

-Te vendes muy caro.

-¿Te parece? Lo siento, trato de ser lo menos molesto posible –replicó Levis.

-Tengo que recordarte que pagas un alquiler; estás en tu casa.

-Muchas gracias, hombre. ¿Van bien tus cosas?

 Juan dudó unos instantes. Estaba frente a un hombre que había dado pruebas reiteradas de gran inteligencia y nivel intelectual. Sin duda, había adivinado que si se veía obligado a alquilar una habitación a un extraño, no le sobraría la prosperidad.

-Bueno, las cosas me van como a la mayoría de la gente. Peor que regular.

-¿Tienes dificultades insuperables?

-No. Lo que tú me pagas representa un paño caliente para mis problemas.

-Ojalá que fuera algo más que un paño caliente. Yo tampoco nado en la abundancia, como puedes suponer. Me desahuciaron hace un año, de un piso que creía que sería mi residencia final; y ahora, mira, viviendo de prestado.

-Hombre, no vives de prestado. A mí me pagas.

-Gracias por tu comprensión y por tu buena educación. Noté desde el primer día que no eres un cualquiera, pero el paso de las semanas me demuestra que tampoco eres nada corriente. No quiero exigirte que aguantes a un anciano, pero me encanta conversar contigo y me gustaría repetirlo.

-Por supuesto. Y no eres un anciano, en absoluto, ni me obligas a aguantarte. Más bien es placentero oírte.

Levis sonrió con enorme complacencia. A Juan no le sobraba el atractivo físico, pero resultaba agradable; tanto, que Levis trataba de evitar el nacimiento de un vínculo demasiado estrecho, que pudiera desembocar en algún sentimiento. Había demasiada diferencia de edad y no creía ser nadie como para echarle flores al paso; llevaba muchos años convencido de que ya no sería capaz de enamorar. Al hacerse el silencio, sintió algo de turbación, de modo que no hizo lo que había pensado hacer al salir de su cuarto, ir a la cocina a prepararse un poleo; en su lugar, se despidió con algo de brusquedad y volvió a su habitación.

Pasó más de una semana antes de que volvieran a mantener una conversación merecedora del nombre, más duradera que un simple intercambio de saludos. Fue ante la entrada del baño; Levis acababa de desayunar y esperaba que el baño se desocupase para entrar a lavarse los dientes. La puerta se abrió, saliendo Juan despreocupadamente desnudo, con solo una toalla pequeña al hombro.

-Oh, disculpa. No te ¿Esperabas entrar?

-Sí. ¿Molesto?

-De ninguna manera. Y si sólo querías lavarte los dientes, haber entrado, hombre, por Dios. Somos adultos, ¿no?

-No querría ser indiscreto

-¿Por verme desnudo? Ahora estoy desnudo, ¿te parezco indiscreto?

-No, qué va. Tienes buen físico.

Juan sintió un leve escalofrío.

-Gracias Levis. Tú tampoco estás nada mal, a pesar de

-Lo viejo que soy.

-No era exactamente eso lo que iba a decir, pero necesitas reconocer que si tienes la edad que dicen tus biógrafos, estás en muy buena forma.

-Soy diabético. No te lo había dicho porque no hay nada de qué preocuparse, pues guardo fielmente las dietas y sigo la medicación a rajatabla. Y también hago mucho deporte, que es una obligación que los diabéticos tenemos. Así que mantengo la forma porque estoy enfermo.

-Eres un enfermo muy saludable.,

-Pues sí. Gracias. ¿Te gusta nadar?

No era algo que Juan hiciera con frecuencia, pero sintió el impulso de responder que sí.

-Perfecto. Si no te incomoda mi compañía, podríamos ir algún día a nadar juntos.

Lo hicieron el sábado siguiente. La ciudad que había enamorado al estadounidense Tatum era una especie de Shangri-laque seducía a forasteros de todo el mundo, mucho más que a sus propios naturales; Juan había viajado lo suficiente como para sentirse entre dos aguas en ese sentido; identificaba los motivos por los que los foráneos gustaban tanto del lugar, pero como natural conocía a fondo las miserias y las mezquindades de sus conciudadanos; de tanto gustarles la ciudad que consideraban un edén, habían desarrollado durante generaciones una exagerada actitud de autodefensa y suspicacia, hasta el punto de convertir su comunidad en demasiado endógena como para no temer las parálisis creativa. En realidad, imperaba un soterrado pacto de mediocridad, por el que el talento demasiado brillante era rechazado de plano. Juan lo había descubierto por los sentimientos de Tatum, cuando otras personas le contaban las calumnias que otros interioristas de la ciudad propalaban sobre él. Por aquellos entonces, se sentía fuerte como para proteger al chicagüense, y cuando se quedó solo, los envidiosos difamadores creyeron que habían triunfado sobre Tatum y como Juan era uno de ellos, no volvieron a molestarle.

Camino de la piscina, era imposible discrepar de la extendida idea y el argumento publicitario de que la ciudad era un edén. Los abundantes jacarandás, ficus lyratas, palmeras de especies múltiples, palos borrachos e hibiscos creaban una atmósfera asombrosa de resumen paradisiaco semi tropical. Se desnudaron cada uno en una cabina cerrada; cuando se rencontraron en traje de baño, la figura de Levis quedó expuesta; su cuerpo era demasiado esbelto cuando estaba vestido, pero algunos pliegues de su piel recordaban desnudo cuál era su verdadera edad.

Juan nadaba poco aunque descubrió complacido que Lewis tampoco lo hacía demasiado bien. Este ejecutó algunas brazadas e inmersiones, pero dijo deber permanecer más de una hora simplemente sumergido en el agua, aunque no nadara, porque eso bajaba la glucosa.

-Me estoy quedando helado –se quejó Juan, tras conversar varios minutos en el agua, apoyados en los azulejos del muro-. ¿Te apetece que vayamos a la zona de spa?

-De acuerdo.

Pasaron algún rato en cada una de las piletas de diferentes temperaturas y, por fin, fueron al baño de vapor. Levis se despojó de la toalla muy despreocupadamente, aparentando cierto exhibicionismo, para que el vapor recorriera a fondo toda su piel. En cambio, Juan, mantuvo  la toalla anudada en su cintura. Pero a los pocos minutos ocurrió lo más inesperado; Juan sintió una erección, cosa que no solía pasarle cuando iba a las saunas gay. Alarmado, miró de reojo a ver qué le ocurría a Levis; sus genitales permanecían estáticos.

¿Qué me está pasando?, se preguntó Juan insistentemente, desconcertado y juntando los muslos para disimular. Pero notó que Levis, de repente, había fijado sus ojos en el abultamiento de su toalla y sonreía.

Bajo el acalorado rubor, Juan mintió:

-Me ocurre mucho esto de tener erecciones cuando estoy en las saunas. ¿A ti no?

-¡Qué suerte tienes! Yo soy diabético medicado; para mí es diferente, porque tengo dificultades.

-No importa. Lo que me pasa ahora es que me apetece mucho abrazarte.

Levis apretó levemente los labios, se anudó la toalla a la cintura y dijo:

-Voy a volver un rato a la piscina. No te muevas. Vendré dentro de pocos minutos.

Levis salió del baño de vapor con cierta precipitación. Había sentido llegar una erección, pero sus erecciones eran infrecuentes y no muy firmes, sobre todo a causa de la fuerte medicación contra la diabetes, lo que le habían explicado los médicos hacía ya varios años. Necesitaba conjurar la posibilidad de mostrar un pene morcillón, zambulléndose en la piscina. Cuando volvió, Juan le esperaba ante la puerta del cuarto de vapor.

-¿Algún problema? –preguntó Levis.  

-No pero… creo que necesito hablar contigo.

-Muy bien. Vayamos a una salita de relax.

Había cuatro tumbonas de mimbre cubiertas de colchonetas blancas; por lo tanto, cerraron la puerta con pestillo a fin de quedarse a solas y que no entrara nadie más.

-¿No te has dado cuenta?

-¿De tu erección, Juan? Pues sí, ya te lo he dicho. Pero ni sueño que yo tenga algo que ver.

-¡Estás en las nubes! ¿Crees que no puedes inspirar deseos?

-A lo mejor para alguien que sea gerontófilo –ironizó Levis sonriendo.

Juan entendió con dificultad. Tenía que hablar de otra cosa, porque no podía definir qué estaba pasándole. Propuso la vuelta a casa disimulando su impaciencia.

La rutina de la vida en común prosiguió en los mismos términos que habían llevado antes. No se cruzaban mucho y apenas conversaban. Juan estaba convencido de que Levis lo eludía y le asombraba lamentarlo. A cualquiera que describiese la convivencia, se asombraría de la entereza y la delicadeza de Levis, pero comentar esas cosas habría implicado reconocer ante sus amistades íntimas que algo curioso estaba ocurriendo en su pecho.

Una mañana, Levis no fue a la cocina a desayunar ni lo oyó Juan trajinar en el baño. Sin llegar a preocuparse, se marchó y ya no volvió hasta el anochecer. Tampoco ahora, escuchó ni vio a Levis. ¿Se habría mudado de nuevo? ¿Lo habría espantado Juan con lo ocurrido en el spa de la piscina?

Necesitaba averiguarlo, porque sentía un extraño vértigo; tenía que revisar su habitación. Por precaución, llamó suavemente a la puerta.

-Entra –oyó que Levis le invitaba en voz baja.

Estaba acostado y arropado.

-¿Te sientes mal? –preguntó Juan realmente preocupado.

-No tiene importancia. Me lastimé la rodilla ayer en el gimnasio y me duele bastante. Aunque no creo que la inmovilidad me beneficie, he preferido quedarme hoy en la cama.

-¿Me enseñas la rodilla?

Tras corta vacilación, Levis alzó la sábana para mostrar la pierna.

-Joder, Levis. Esta rodilla está inflamada. Deberíamos ir a urgencias.

-¡Estás loco! ¿Ir a urgencias, como hacen tantos abusones por insignificancias, sólo por una leve contractura articular? Recuerda la edad que tengo. Esas cosas pasan.

-¿Estás seguro de que no hay lesión?

-Sin duda. Si no me doliera tanto, iría a entrenar y se me quitaría el dolor del todo.

Juan comenzó a palpar la rodilla, el muslo un poco hacia arriba, la articulación y los gemelos. En efecto, no parecía que hubiera lesión.

-Tengo un linimento en aerosol que creo que alivia el dolor. Voy por él.

Regresó un par de minutos después.

-Destápate –ordenó.

Notó que Levis encogía las caderas, como si tratara de no exhibirse de más. Juan pulsó varias veces el resorte del aerosol, a continuación, para extender el linimento, masajeó suavemente la rodilla y toda la pierna en general. Cuando todavía pretendía continuar, Levis atajó:
-Bueno, Juan. Ya no duele tanto; muchas gracias.
-No quiero que duermas solo y encerrado; dejaré tu puerta abierta para escucharte mejor. No, mejor voy a traer la tumbona de la terraza, y dormiré aquí, al lado de tu cama.
-No exageres, no es para tanto.
-Claro que sí, hombre. Recuerda el consejo de la biblia, no es bueno que el hombre esté solo y mucho menos si no se encuentra bien.
-Pero es demasiado esfuerzo –opuso Levis-; un esfuerzo exagerado. Si te empeñas con esa idea, me levantaré para ayudarte a trasladar la tumbona.
-Ni se te ocurra –replicó Juan enérgicamente-. Tú, descansa.
-Pero si insistes en velar mi sueño, esta cama es suficientemente grande.
Juan se dio cuenta de que eso precisamente era lo que había querido proponer al principio.
-¿No te molestaré?
-¿Molestarme, Juan? Todo lo contrario; lo que me preocupa es molestarte yo; seguramente ronco, aunque hace decenios que no fumo.
-No te preocupes, yo duermo bien –mintió Juan.
Estaba en pijama. Se lo quitó antes de entrar en la cama, cuya sábana alzó Levis cortésmente. Juan notó que el escritor se apartaba todo lo posible, y que se encogía dándole la espalda. A Juan le dio por recordar los millares de noches que había dormido abrazado a Tatum; notó progresar la erección dentro de sus calzoncillos, por lo que también se encogió, de espaldas a Levis. La noche iba a ser toledana. Tras mucho rato sin conseguir dormirse, tuvo que volver a su cuarto en busca de un par de somníferos. Al regresar, Levis había abandonado su posición encogida; roncaba muy bajo, apenas un murmullo de vida. Juan se acostó cuidadosamente, procurando no agitar el colchón.
El sueño se llenó de luces y colores. Recorría una senda desconocida, llena de enigmas, pero todo resultaba amable y no barruntaba ninguna amenaza. Tampoco veía gente. Tatum era una presencia demasiado tiempo olvidada y ya no tenía con quien soñar. Pero la senda daba la impresión de conducir a un mundo lleno de maravillas, aunque fuera un mundo despoblado. Más que agrado, sentía placer, no sólo porque todo a su alrededor fuera tan placentero, sino porque su cuerpo experimentaba verdadera anticipación de gozo.
Este pensamiento le despertó. Consternado, advirtió que se había pegado fuertemente al cuerpo de Levis, cruzando el brazo sobre su pecho. Su respiración era cadenciosa, más con ritmo de atleta que de hombre mayor; Juan consideró que si se apartaba demasiado bruscamente, lo despertaría. Inició la maniobra de separarse con la máxima lentitud y todo cuidado. Creyó que había conseguido, al menos, apartar parcialmente los genitales erectos, cuando sintió que el brazo de Levis se apoyaba sobre el suyo. Quiso creer que el escritor no estaba tan profundamente dormido como aparentaba, pero el brazo permanecía muy quieto, pesado y sinuoso; sin duda dormía.
Pero ¿qué podía hacer Juan?
Carente de amor y sexo durante más de tres años, su cuerpo le estaba manifestando que anhelaba amar y, asombrosamente, deseaba sexualmente a Levis.  

 

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