Ricardo
leía con preocupación demasiadas noticias sobre “vigorexia”; las primeras le
causaron gran alarma, preguntándose si padecería ese mal que muchos
consideraban enfermedad.
Porque a
punto de cumplir cuarenta años, se le consideraba una especie de fenómeno de
feria, casi un monstruo, al que todos miraban por la calle pese a sus esfuerzos
por no llamar la atención. Medía un metro ochenta y cinco centímetros, pesaba
ciento veintitrés kilos y le resultaba muy difícil encontrar ropa apropiada. No
conocía a nadie que fuera más musculoso que él; en su cuerpo se le marcaban
hasta los pensamientos, con hombros cuadrados muy anchos, pectorales
prominentes, nítida “pastilla de chocolate” en los abdominales, cintura
estrecha para su corpulencia, profundos canales de las caderas, muslos de toro
y pantorrillas proporcionales. Pero no recordaba haber sido nunca el sujeto obsesionado
de gimnasio que retrataban las noticias que alertaban sobre la vigorexia ni
padecía la impotencia parcial o debilidad sexual sobre la que los médicos
alertaban. Estaba seguro de que el sambenito les cuadraba mejor a unos cuantos
de los jóvenes que trataba en el gimnasio, quienes no paraban de componer y
estudiar sus posturas reflejadas en los grandes espejos. Él no lo hacía nunca; no
sólo no sentía curiosidad, sino que viendo a los demás atletas mirar su reflejo
se habría sonrojado sin remedio. Además, tales compañeros consumían en su
mayoría las pastillas tan denostadas en los medios de información. Los
vestuarios de los dos gimnasios que conocía en la ciudad funcionaban como
centros en gran medida narcotraficantes.
Ricardo
había crecido hasta el final de la adolescencia en un duro bosque maderero,
sometido a esfuerzos tremendos que ni siquiera le parecían nada especial en
aquellos ambientes, donde todos, adultos y adolescentes, eran hombres firmes,
enteros y bragados, muy forzudos, entre lo que predominaban curiosas claves de
sobreentendidos y disimulos; descubría con frecuencia a sus compañeros más
jóvenes masturbándose cuando decían que iban a orinar, y sabía que él también era
objeto de espionaje no demasiado discreto cuando iba a hacerlo, de manera que
siempre que se excusaba para mear buscaba los rincones más escondidos y
oscuros. Se trataba de necesidades tan cotidianas y naturales como la comida,
así que ninguno de ellos les daba importancia, porque les sobraba energía y
cada árbol talado y transportado no representaba debilitamiento ni demasiado
cansancio, sino aumento del vigor. Cuando Ricardo se mudó a la ciudad y comenzó
a ir al gimnasio, ya estaba sumamente desarrollado. Fue objeto de admiración pasmada
de culturistas y objeto de atención en la playa casi desde el principio, pero
nunca había pasado más de hora y media diaria en el gimnasio. Tampoco se
contemplaba apenas en el espejo y no sentía ningún descontento con su cuerpo. Más
bien, le avergonzaba un poco, en determinadas circunstancias, la aparatosidad
muscular que siempre le producían rubor; era consciente de su espectacularidad
física más por los comentarios de los demás, por las convocatorias de concursos
a los que no quería asistir, por las lisonjas de los compañeros del gimnasio y
por la insistencia de los requerimientos amorosos, que por la complaciente auto
contemplación, cosa que en ningún caso se le habría ocurrido hacer. Jamás había
deseado de joven parecerse a ningún atleta ni a cualquier actor de cine o de televisión; siempre se había sentido
muy conforme consigo mismo. Entrenaba sobre todo porque no se sentía bien sin
esforzarse físicamente a diario, pues lo había hecho desde muy niño, y su
trabajo de ayudante de un fotógrafo no le exigía fuerza ni sudores. Sin
embargo, los compañeros del gimnasio, el monitor y la dueña, le proponían constantemente
aprovecharse de su desarrollo para progresar laboralmente, con toda clase de
sugerencias, desde modelaje hasta masajes y muchas ideas que sugerían un tipo
embozado de prostitución. Sólo había aceptado en una ocasión seguir un cursillo
gratis de monitor personal, a cambio de una gira de demostraciones, pero no
tenía ocasión de adquirir compromisos para ejercerlo, porque su trabajo le
satisfacía y no le sobraba el tiempo.
Vestía
ropas ampulosas que no revelaban su cuerpo. No se le habría ocurrido la idea de
comprar ropa que resaltasen nada ni pantalones que se ajustaran de verdad a su
cintura, porque en tal caso le apretaban demasiado en los muslos. Más bien,
parecía por la calle un hombre excesivamente voluminoso, casi gordo, salvo por
el cincelado rostro de modelado perfecto, de mejillas hundidas, arco ciliar
dibujado como si estuviese maquillado y labios sumamente sugerentes. Se le
marcaban demasiadas prominencias con la ropa común, como para no haber sentido
gran turbación mientras se desplazaba por la ciudad. Conseguía que no le
mirasen excesivamente por la calle, pero lo de la playa era otro cantar. Por
mucho que lo evitara y aunque usaba bañadores anchos y nada llamativos, se formaban
con frecuencia corros de admiradores que le hacían muchas preguntas y eran bastantes
las mujeres que acudían a darle conversación. Aunque casi siempre se excitaba
sexualmente en tales casos, sentía tanta turbación que tenía que encogerse para
disimular la prominencia; le intimidaban las miradas y las expresiones de
admiración, de modo que, contra lo que la gente suponía, no abundaba el sexo compartido
en su vida.
Su
trabajo en el estudio fotográfico consistía sobre todo en los preparativos,
colocar y ajustar los reflectores, orientar las sombrillas de los flashes tal
como se le iba indicando o preparar la decoración del plató si el trabajo lo
exigía. A veces, excepcionalmente, el fotógrafo le pedía que mirase una toma
por el visor, seguramente para reforzar su propia seguridad, porque a Ricardo
no le parecía que su jefe respetase demasiado su opinión.
Un día,
estaba decorando el set para la foto de un anuncio de calzoncillos, cuando el
jefe le pidió:
-Ricardo,
¿podrías quitarte la ropa y posar donde va a estar el modelo, para ir ajustando
las luces y tenerlo todo dispuesto cuando lleguen? El modelo vendrá acompañado
del creativo publicitario y la estilista. Querría tomar la foto cuanto antes, sin
repeticiones ni interrupciones y evitando que me incordien demasiado con
sugerencias y cambios.
No era
la primera vez que Pancho se lo pedía, y Ricardo había dejado de resistirse, a
pesar de que siempre se excitaba cuando lo miraban fijamente. Era un problema
que no se había atrevido nunca a comentar con nadie que pudiera aclararle si se
trataba de una reacción normal o demasiado extraordinaria, pero la realidad era
que una simple mirada a su entrepierna causaba ese efecto, fuera cual fuese la
situación o quién le mirase. En calzoncillos, permaneció casi diez minutos estático,
en la postura que su jefe le indicó, esperando que ajustara la iluminación y el
foco. Mediante la estratagema de divagar con la imaginación y recordar que
Pancho le miraba tan sólo a través de la cámara, consiguió permanecer sin tener
erección, al menos que fuera notoria. Pero, para su desconcierto, el modelo y
sus acompañantes llegaron antes de tener tiempo de vestirse de nuevo, lo que
produjo el endurecimiento instantáneo de su pene. Notó el asombrado revuelo de las
miradas de asombro y admiración, lo que hizo que se sintiera muy turbado,
porque el pasmo notable y la fijeza de los ojos empeoraban la situación y hasta
sintió que tenía que martirizarse para evitar un orgasmo.
Tomar la
foto para un anuncio era un proceso lento y meticuloso; entre enjugar el sudor
del modelo, retoques del maquillaje y correcciones de la ropa por parte de la
estilista, podían emplear más de dos horas con un solo anuncio, para el que
Pancho gastaba veinte o treinta placas. El modelo se despojó completamente de
la ropa ante ellos, sin pedir un lugar reservado, y se ajustó el calzoncillo
acariciándose reiteradamente los genitales, posiblemente para conseguir que
resaltasen. Después de colocarse en el punto donde debía posar e ir corrigiendo
la postura como Pancho le indicaba, Ricardo vio con fascinación que la
estilista sobaba el calzoncillo por todos lados, estirando cuando observaba una
arruga y hasta corrigiendo la posición del pene, si no le satisfacía la sombra
que producía. A la tercera toma, Pancho lo llamó:
-Ricardo,
¿te importa mirar por el visor, mientras voy corrigiendo la posición del
modelo, porque la quiero un poco diferente? Lo voy a posicionar tres cuartos de
perfil, un poco virado hacia su izquierda. Pretendo que se aprecie bien la
curva del pectoral izquierdo, que el pie derecho quede un poco retrasado y que
su bulto no sobresalga de un modo tan exagerado que vayan a rechazar el trabajo.
¿Has comprendido?
Ricardo
asintió mientras se agachaba un poco hasta encontrar la postura donde conseguir
ver adecuadamente por el visor. Entonces, pudo contemplar a fondo al modelo.
Era el hombre más guapo que había visto nunca. Su cuerpo era fibroso aunque no
le sobraba desarrollo muscular; resultaba más deseable que nadie que hubiera
contemplado últimamente. Tuvo que tragar saliva. No quería que su impresión
resultase notoria a causa de la erección que volvía a sentir llegar.
Al
terminar la sesión, todos tomaron un refresco. El hombre de la publicitaria
daba a Pancho reiteradas indicaciones de lo que el anuncio necesitaba, mediante
explicaciones prolijas e innecesarias a menos que pensara repetir la sesión; la
estilista recogía sus bártulos de modo meticuloso. El modelo se acercó a
Ricardo:
-Tienes
un cuerpo espectacular. ¿Eres míster algo?
-No,
¡Qué va!
-Pues no
tendrías competencia. ¿Eres profesional del culturismo?
-No.
-Me
llamo Ernesto. ¿Cómo te llamas tú?
-Ricardo.
-¿A qué
gimnasio vas, Ricardo?
Ricardo
le dijo el nombre del local, muy conocido en la ciudad.
-¿Tienes
entrenador personal allí?
-No, qué
va. Tampoco es que me sobre el tiempo. Yo sí que hice un curso de entrenador personal.
-¿De
verdad? ¿Crees que serías capaz de entrenarme para mejorar?
-No lo
necesitas. Tienes buen cuerpo.
-A tu
lado, soy un alfeñique.
-No, de
verdad que no. Tienes unas proporciones muy buenas y no creo que necesites más
para este trabajo.
-El trabajo
de modelo es sólo una ayudita. Yo tengo un taller mecánico de coches que no va
mal. Me encantaría aproximarme, aunque fuera sólo un poco, a un cuerpo parecido
al tuyo, pero creo que sería imposible. Si no eres muy caro, me gustaría que me
entrenaras.
-No sé
si soy caro o barato. Nunca entrené a nadie.
-¿Hay
algo que te lo impida?
-No; es
que no me lo había planteado.
-Yo
podría pagarte bien, al menos durante dos o tres meses. A lo mejor es
suficiente para ponerme en camino.
-Tendrías
que ajustarme a mi horario. Yo voy al gimnasio sobre las ocho y media de la
tarde.
-De
acuerdo.
Comenzaron
pocos días más tarde. Resultó patente desde el principio el éxito amoroso que
Ernesto gozaba, lo que a Ricardo le causaba una desazón que trataba de reprimir
y disimular. Llegaba con frecuencia acompañado de muchachas muy espectaculares,
que se despedían con reticencia y lo emplazaban para encontrarse más tarde.
Ricardo sentía la curiosidad de saber si alguna de ellas era su novia, pero
temía ponerse en evidencia y le parecía indiscreto preguntarlo; porque, además,
le daba la impresión de que Ernesto fuera un mujeriego picaflor. Cuando
terminaban la sesión de entrenamiento, Ricardo remoloneaba un rato entrenando
bíceps o sentadillas, a fin de no coincidir en las duchas con el modelo. Pero
un par de semanas después de haber comenzado, Ernesto se entretuvo al terminar
y acompañó a Ricardo a las duchas cuando éste halló que se le hacía tarde.
Antes de
desnudarse, esperó a que Ernesto estuviera bajo la ducha, a ver si así evitaba
mostrarse demasiado. Siempre sentía la necesidad de esconder el pene además de
toda su musculatura, porque todos lo miraban mucho. En cuanto se situó bajo la
alcachofa de la ducha, Ernesto exclamó.
-¡Joder,
Ricardo! Vaya manguera.
El rubor
de Ricardo fue inmediato. Irremediablemente, el comentario y la mirada iban a
producirle una erección. Cuando empezó a ocurrir, Ernesto le sopesó el pene con
la palma de su mano derecha.
-No te
quejarás, bandido. Seguro que follas a granel.
La
erección era ya completa.
Ricardo
abrevió el baño. Salió de la ducha colectiva en cuanto pudo enjuagarse y se
secó y vistió apresuradamente. Vio a Ricardo secarse y vestirse
parsimoniosamente, sin dar la menor impresión de sentirse turbado ni incómodo. Ricardo estaba convulsionado entre escalofríos;
tenía que reprimirse casi dolorosamente para no hacer lo que el cuerpo le
exigía y todos sus sentidos anhelaban. ¿Qué iba a hacer esa noche?
Aparentemente sin pretenderlo, Ernesto había puesto en marcha un mecanismo que
no iba a poder detener en mucho rato.
No solía
repetir, porque no era demasiado exigente. Sus deseos no eran complicados ni
sobraba morbosidad en su imaginación. Pero esa noche se masturbó cuatro veces.
Al día
siguiente, Ernesto acudió al gimnasio con una compañía más numerosa que de ordinario,
incluyendo a la estilista que le había asistido en la sesión de fotos donde se
habían conocido. Con alarma, Ricardo notó que la mujer, de unos treinta y cinco
años, se le acercaba dispuesta a hablar con él.
-¿Has
pensado en posar?
-¿Qué?
No comprendo –repuso Ricardo con desconcierto.
-Con
frecuencia, salen fotos o filmaciones que necesitarían hombres con un cuerpo
como el tuyo. Si tienes alguna foto, podrías dármela para estar pendiente de
las posibilidades que surjan. Si no tienes fotos, puedes pedirle a tu jefe que
te las hagas; si hubiera que pagarle, yo lo pagaría.
-¿Habla
usted en serio?
-No me
trates de usted, chico. Me llamo Gisela. Hablo muy en serio. Hace poco,
necesité un cuerpo como el tuyo… bueno, a lo mejor no tan espectacular, y
tuvimos que salir del paso con alguien muy inferior.
Esa
noche, Ricardo recolectó las fotos que tenía en bañador o ropa de gimnasio, y
las preparó para dárselas a Ernesto al día siguiente, para que se las diera a
la estilista.
-Puedes
follártela cuando te dé la gana –dijo el modelo confidencialmente-. Le conté de
tu polla y se muere por vértela, como todas las tías que vinieron anoche
conmigo.
-¡Qué
vergüenza! ¿Por qué le hablas a nadie de mi pene?
-¿Por
qué no? Tienes una polla fantástica; eres un fenómeno.
Ricardo
vestía un pantaloncito elástico, que no podría ocultar su erección ni aunque
tomara asiento en una banqueta. Se apresuró para ir al aseo. Otra vez, debió
masturbarse más de una vez, a pesar de sentirse angustiado por el temor a ser
sorprendido.
Pocos
días más tarde, Gisela le llamó al estudio fotográfico de Nacho.
-Voy a
trabajar en un spot sobre viajes al Caribe. Me han pedido un modelo guapo y
musculoso, y he pesando en ti. Las fotos que me mandaste con Ernesto no son muy
expresivas. ¿Puedes venir esta noche a mi casa, para que te tome varias
polaroid? Ponte el calzoncillo más sexi que tengas.
Al
terminar la sesión del gimnasio, Ernesto se empeñó en acompañarlo. En el
asiento de copiloto del coche del modelo, aunque ni se rozaban sus piernas, la
erección de Ricardo fue permanente y hubo muchos momentos en los que sintió que
podía experimentar un orgasmo a causa de expresiones amables del modelo y sus ademanes
de intimidad. Gisela les abrió la puerta embutida en una bata de satén amarillo
pálido, muy favorecedora. Parecía más guapa.
-Ernesto,
¿no me contaste que ibas a salir esta noche con Marisa?
Comprendiendo
la indirecta, el modelo se despidió. No esperó Gisela más que unos cinco
minutos para dejar caer la bata y, desnuda, echarse como un alud sobre el sofá
donde Ricardo estaba sentado. Este hizo lo que pudo, aunque con poco entusiasmo;
pese a lo cual asistió con estupor a la cascada de convulsiones de la estilista.
Cuando se dispuso a marcharse, Gisela tenía expresión de alucinación.
-Espera,
tengo que hacer las polaoid.
Al
despedirlo, la estilita le dijo a Ricardo que sabría si le contrataban para el
spot del Caribe dentro de unas dos semanas. Desconocedor de las claves y
nociones del ambiente publicitario, Ricardo se sintió incapaz de calcular si le estaría mintiendo y sólo sería
un pretexto para el sexo. Si se trataba de eso, ya lo había tenido. Por lo
tanto, olvidó el caso en pocos días.
-Tienes
que salir conmigo una noche de estas –le dijo Ernesto una semana más tarde.
-Te
aburrirías. Yo soy un tipo sencillo y nada apasionante.
-Contigo,
me lo paso fenomenal. Mientras trabajo en el taller por la tarde, cuando se
aproxima la hora de venir a entrenar, me muero de impaciencia. Me gustas mucho.
Ricardo
calló unos minutos.
-¿De
verdad? –le preguntó más tarde.
-De
verdad… ¿qué?
-Que te
gusto.
-Oh,
claro. Eres un tío fantástico.
-Pero…
estás muy solicitado por las muchachas. No necesitas ir por ahí con un incordio
como yo, que te sirva de anzuelo para ligar.
Ernesto
lo miró fijamente una larga pausa, durante la que parecía meditar.
-Escucha,
tío. No eres un incordio. Me encantaría correrme juergas contigo y, si se
presentara la ocasión, que nos follásemos a una al mismo tiempo.
Rojo y
acalorado, Ricardo no podía responder. No se sentía capaz de hacer algo así sin
incurrir en alguna inconveniencia. Nunca podría compartir la pasión de una
mujer con ese chico que tanto le perturbaba en demasiadas ocasiones. Seguro que
se le escaparían las manos.
-Mira,
Ricardo. Si te ha desconcertado lo que te he dicho de sexo bi, discúlpame, Hace
tiempo que sé que eres un fulano poco común, más bien demasiado… moral. Uno
tiene que hacer malabares para hablarte sin escandalizarte. Pero te prometo que
me encantaría que salgamos cualquier día de fiesta, aunque no hagamos eso que
he dicho. ¿Qué tal el viernes?
-No es
que sea demasiado moral… como dices. Yo no tengo ningún remilgo. Pero solamente
soy un campesino, y siempre he sido muy tímido. Si quieres que salga contigo el
viernes…
-No se
trata de que salgas conmigo, sino de que salgamos juntos. Te espero el viernes
en mi casa a las diez de la noche, aunque ya hablaremos de nuevo. Pero mejor
que demos la cita por cerrada desde ahora mismo, ¿vale?
-Creo
que te arrepentirás; soy un tío tímido, apocado y me salen los colores a todas
horas.
-Pues
haces mal. Con todos tus abributos… todos tus atributos, ya sabes lo que quiero
decir… ganarías barbaridades aprovechándote de todo lo tuyo. Si no has decidido
a estas alturas sacar partido de tu cuerpo, será porque tienes muchos
prejuicios, prejuicios que yo creo que debo ayudarte a superar. Lo mismo que tú
me entrenas en lo físico, a mí me gustaría entrenarte en todo lo demás, a ver
si consiguiera que dejes de ser tan tímido. Tal vez logre que te des cuenta de
lo mucho que tienes que ganar, antes de que sea demasiado tarde. Empezaremos las
lecciones el viernes.
Ricardo
dedicó el siguiente viernes un buen rato a decidir qué ponerse. Ernesto vestía
siempre de un modo perfecto, espectacular. No quería desentonar, pero tampoco
parecer ridículo. Yendo con él, no le desconcertaría tanto que lo mirasen. Eligió una camiseta azul ajustada, con la que
le contemplaban demasiado, y un pantalón vaquero negro claveteado, tratando de
que sus genitales no abultasen ostensiblemente. Cuando Ernesto le abrió, lanzó
un silbido y sonrió complacido.
-Estás
perfecto; esta noche, me toca aprovecharme de ti y ligaré a granel por tu
influencia.
Pero no
ocurrió. Aunque no pararon de revolotear las muchachas y las no tan jóvenes a
su alrededor, a las cuatro de la madrugada se marcharon solos de la última de
las discotecas que Ernesto propuso. Un poco en busca de desenvoltura, Ricardo
había bebido mucho más de lo se creía capaz de asimilar.
-Estoy
un poco mareado –dijo en el coche en el que Ernesto le llevaba a su domicilio.
-Quédate
conmigo esta noche. Yo te cuidaré. Hay sitio en mi apartamento.
-Parece
muy pequeño.
-Bueno,
es verdad. Es solamente un estudio. Pero además de mi cama hay un sofá cama
grande y cómodo. No te preocupes más.
-Tengo
que hacerte una pregunta…
-Larga,
Ricardo. No te cortes.
-¿Eres
gay?
Ernesto
rió a carcajadas.
-Pregunta
por ahí. Tengo fama de ser un donjuán irremediable.
Ricardo
no se dio cuenta de que la respuesta podía ser elusiva. Llegados al
apartamento, Ernesto entró en el baño, mientras Ricardo se desnudaba. Cuando se
cruzó con el modelo camino del baño, Ernesto dijo:
-Pareces
el minotauro.
-¿El
qué?
-El
minotauro es un mito griego. ¿No has oído hablar del laberinto?
-Sé lo
que es un laberinto, pero no sé nada de ese tauro del que hablas.
-La
palabra laberinto viene del mito. Lo que contaban los griegos es que el dios
Poseidón regaló al rey de Creta un hermoso toro blanco para que lo sacrificara a
fin de conservar la corona, pero al rey
Minos le maravilló el animal, de manera que mandó sacrificar un toro cualquiera
y guardó el que el dios del mar le había regalado. Poseidón se dio cuenta y,
cabreadísimo, se vengó inspirando a una tal Parsifae un deseo tan raro, que
ella se enamoró del toro blanco. Para poder joder con él, Parsifae pidió a un
artista que se llamaba Dédalo que esculpiera una vaca de madera, dentro de la
cual se metió ella y así consiguió ser poseída por el toro. Pero ocurrió lo más
inesperado. Nació un niño con cabeza de ternero y cuerpo humano que, al crecer,
se convirtió en un ser muy poderoso. El mito lo considera un monstruo, pero era
un ser formidable; aunque su cabeza era de toro, su cuerpo era el más musculoso
y fuerte cuerpo humano. Picasso se enamoró del personaje y le dedicó toda una
serie de grabados estupendos. Pero para los griegos no cretenses era un verdadero
monstruo, porque por alguna venganza que el mito no explica del todo, Minotauro
exigía la entrega de siete muchachos y siete muchachas atenienses, porque comía
carne humana. Se volvió tan salvaje y poderoso, que Dédalo construyó un
laberinto complicadísimo donde encerrarlo de modo que no pudiera encontrar la
salida. Muchos años después, Minotauro fue vencido por un joven ateniense
llamado Teseo, enviado como sacrificio, al que ayudó una princesa llamada
Ariadna… pero esa es otra historia. Verte así, casi desnudo y con ese paquetón
tan extraordinario, me hace pensar en Minotauro.
Ricardo
cerró la puerta del baño con pestillo. Tenía que masturbarse.
Salir
juntos los viernes se convirtió en una costumbre. Ricardo no caía en la cuenta
de que las lecciones de Ernesto daban resultado e iba volviéndose más
espontáneo. Sí advirtió que se había creado un círculo de conocidos y
admiradoras que lo festejaban mucho cuando llegaba a cada uno de los locales
que a Ernesto le gustaba frecuentar. No era raro que después se quedara a
dormir en el apartamento del modelo, aunque no sintiera mareo. Habían pasado
cinco o seis semanas desde la primera salida en conjunto, cuando de nuevo
Ricardo se vio obligado a abusar un poco del alcohol, abrumado por las
insistentes invitaciones.
En
cuanto llegaron al apartamento, Ricardo se desnudó y cayó en el sofá cama ya
preparado, despatarrado y deseando dormir. Boca abajo, notó que Ernesto dudaba,
como si deseara hablar y no se decidiera por si dormía.
-¿Ocurre
algo, Ernesto?
-Para
serte franco, me excita verte así, tan despatarrado.
-¿Te
excita?
-Bueno,
no es que te desee sexualmente. Es que, como eres tan especial, tan particular…
a veces me perturba un poco mirarte. La verdad es que no sé lo que me pasa, si
es que me pasa algo.
La
declaración desveló a Ricardo. Se volvió boca arriba, sin temor a que su
poderosa erección fuera notable. Dijo muy bajo:
-Estuve
buscando en internet mitos griegos para leer sobre el tal Minotauro, y me
encontré con uno que me recordaba a ti. Se llama Apolo.
-¡De
veras! ¿Te recuerdo a Apolo, por qué?
-El mito
dice que era un hombre muy guapo, y tú eres el hombre más guapo que conozco.
-¡Qué
va! Tú eres mucho más atractivo que yo.
-Puede
que yo sea atractivo… para alguna gente. Pero guapo, lo que se dice guapo como
tú, ni comparación.
-Me
acabo de ruborizar, Ricardo. Ojalá pudiera compararme físicamente contigo.
-Has
progresado mucho desde que entrenas. Me contrataste para dos meses, y ya
llevamos casi cuatro. Tu musculatura ha aumentado bastante y se ha reforzado
una barbaridad.
-Pero
mira mi brazo y mis muslos –Ernesto se acercó para rodear el bíceps de Ricardo
con las dos manos-. Es curioso; he mirado revistas de culturistas en el
gimnasio, y hay tíos con brazos tan poderosos como los tuyos, pero algo
deformes. Los tuyos son perfectos y… los muslos son… yo qué sé. Son enormes y
mira qué piernas más estéticas tienes. Ni te imaginas lo que comentan todas y
todos los que vamos conociendo por ahí. Y además, lo de tu paquetón es un
prodigio, porque mira, tan grande y, a pesar de la abundancia de sangre que
hará falta, parece que estuviera más duro que la pata de la mesa.
Involuntariamente,
Ricardo se tocó. Incontenible, el glande asomaba unos centímetros por encima
del elástico del calzoncillo.
-Voy a mear
–dijo.
Mientras
lo hacía, evocó buena parte de su biografía. El bosque, donde todos los
muchachos eran fuertes y él no parecía especial. Las sierras que necesitaban
tanto esfuerzo y ya habían sido sustituidas por sierras mecánicas. Las veces
que había arrastrado grandes troncos montaña abajo, cosa que muy pocos de sus
compañeros conseguían hacer. Las lisonjas a su físico habían empezado en plena
adolescencia, sobre todo en el pueblo más cercano, pero no se habían convertido
en clamorosas hasta después de vivir en la ciudad. Sentía que había
desaprovechado muchas oportunidades de practicar sexo, tanto con hombres como
con mujeres, pero reconocía que no se había dado cuenta en su momento. Nunca había
detectado en tantos años las alusiones veladas, hasta los últimos dos meses por
la influencia y las enseñanzas de Ernesto, y ya estaba punto de cumplir
cuarenta años. Ernesto había obrado el milagro; precisamente él, que lo hubiera
tenido de habérselo propuesto.
La
erección se estaba convirtiendo en demasiado poderosa como para conseguir
orinar. El durísimo pene apuntaba a la vertical y ni siquiera conseguía forzarlo
hacia el inodoro. Con cuidado de no hacer ruido, comenzó a masturbarse
suavemente, para conseguir aflojarlo y poder orinar.
No tenía
que hacer gran esfuerzo de imaginación ni pensar en nadie en concreto. Su
cuerpo funcionaba como un mecanismo automático. Seguramente, las erecciones
eran el desfogue de la exuberancia de su vitalidad y magnífica alimentación. Ocurrían
constantemente, en todas las situaciones, incluyendo el tiempo que pasaba
esforzándose en el gimnasio, lo que solía disimular encogiéndose en un banco,
modificando la rutina que ejecutara en ese momento, a fin de disminuir el
bulto. Solamente tenía que realizar algún esfuerzo a causa del tamaño, que
dificultaba la inmediatez del orgasmo. Ahora, comenzaba a sudar. Como todo
atleta, sudaba copiosamente; estaba esforzándose mucho, con impaciencia y
preocupado por la posibilidad de hacer algún ruido que alertara a Ernesto,
porque, además, solía jadear durante los orgasmos.
Apretó
fuertemente los párpados, impulsando las caderas hacia adelante. Iba a llegar,
por lo que se preparó para apretar los labios con objeto de que no sonaran sus
gemidos.
En ese
momento, sintió que una mano abrazaba su pene y lo agitaba con rapidez, aunque
delicadamente. Era la mano de Ernesto. En cuanto abrió los ojos para mirarlo,
llegó el orgasmo. A pesar de las sacudidas y los chorros que caían en el
inodoro, Ernesto prosiguió. A Ricardo le pareció que no encontraría inoportuno
que le diera un beso en los labios.
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