miércoles, 26 de marzo de 2014

SE L'ANTOJAO UNA ESTRELLA

CUENTO DE MI COLECCIÓN "LA HORA DE 3.000 AÑOS", DONDE TRATO DE COMPONER UN REPASO DE LOS MITOS HISTÓRICOS DE MÁLAGA.

Ciriaco hablaba con ellos siempre que salía a la mar. Con su padre, que nunca pudo ser rescatado del naufragio, y con su hermano Pedro, secuestrado por una ola enamorada mientras faenaba por los lejanos vientos de Canarias. Y, sobre todo, con Paula, desterrada de la vida para que la niña que atesoraba su vientre pudiera vivir.

Ellos le indicaban el rumbo cuando la marejada quería tragarse la barca y también cuando la calma chicha expulsaba la pesca hacia el abismo de Alborán. Aunque no oía sus voces, escuchaba sus consejos en el vuelo de las nubes, en el roce húmedo de la brisa, en el juego de las gaviotas y en la luz que le vestía de sal. Tras escucharles, y sólo entonces, enrumbaba la proa por el derrotero que ellos le marcaban, sonriendo oyéndoles discutir:

-El levante trae chanquetes –decía el padre con el baile de una nube.

-Pero la barca es muy chica –señalaba Pedro con los dedos de la brisa-. Tiene que ir a poniente y rolar al sur.

-Que no vaya tan adentro –suplicaba Paula con el vals de las gaviotas-. Que se quede en la playa y coja coquinas. Mi niña está sola.

-Bueno, vale –concedía el padre con la caricia del sol-; aunque se quede casi en la orilla y sólo bordee el rebalaje hacia poniente, llenará las artes si faena como le enseñé.

Entonces, amparado y guiado por ellos y confiando ciegamente en su juicio, remaba mar adentro tarareando un verdial, siempre el mismo.

Se l’antojao una estrella

a la niña que yo adoro.

Se l’antojao una estrella.

Tengo que coger un globo

y subí’ al cielo por ella.

Si no me la dan, la robo.

Viky, la niña, contaba ya cinco años y no había quien consiguiera impedirle esperar en la playa el retorno de la barca. Con los terrales de agosto y con el relente de noviembre, corría al atardecer a brincar de alegría sobre la estela luminosa del agua mientras su padre apresuraba las paletadas de los remos que le llevaban a su encuentro. Ciriaco la contemplaba desde el bamboleo de las olas, ansioso de poner a sus pies las estrellas de plata que bullían prisioneras en la red.

 

Faltaban seis días para Navidad y Viky no mejoraba.

“Neumonía”, había dicho el médico con expresión macabra y tez cenicienta. Una semana en su cabecera cuidándola noche y día, sin salir a faenar ni poder, por consiguiente, pregonar el boliche en el mercado con los ojos como focos para poder huir de la guardia urbana si llegaba a requisárselo. Siete días y siete noches atento a los cambios de la cara que ardía bajo el rocío de la nube posada en la frente de porcelana.

Ese día, Ciriaco había comido el último pedazo de mojaba, nada más; ni siquiera había podido comprar un bollo de pan para ensoparlo en aceite. Si no salía a la mar la próxima madrugada, mañana no tendría qué comer y no le importaba, lo peor sería no poder comprar las golosinas que ayudaban a Viky a soportar la fiebre. La niña abrió los ojos y Ciriaco desvió los suyos para que ella no descubriese el manantial de lágrimas.

-¿Van a traerme los reyes la casa de muñecas?

La habían visto en un escaparate durante un paseo por las calles del centro, hacía casi un mes y, en el mismo instante, Viky le rogó que escribiera su carta a los Reyes Magos, para cuya fiesta faltaba mes y medio.

-Es que siempre llego tarde y luego me dices que los reyes no pudieron traerme lo que yo quería, porque lo habían pedido demasiados niños.

Los días que llevaba calenturienta en la cama no había parado de nombrar la casa de muñecas en su delirio.

-¿Me traerán la casa de muñecas? –repitió Viky.

El juguete estaba tan lejos del alcance de Ciriaco como subir al cielo a robar una estrella. Tenía que salir a la mar inmediatamente, por si todavía ocurrían milagros. Tocó la frente de nácar y puesto que la fiebre no era demasiado alta, suplicó a la mujer del pescador que vivía al lado que velara a Viky.

 

Empujó la barca por el rebalaje.

-No salgas –le dijo el padre con el escalofrío de la niebla-. Nunca encontrarás el rumbo del regreso a la playa.

-Déjate de locuras –le aconsejó Pedro con el peso de la bruma azabache.

-¿Qué será de mi niña si no vuelves? –gimió Paula con el cuchillo helado del aire.

-Dejadme, sombras, dejadme que conquiste la mar –suplicó Ciriaco a la noche mientras entonaba el verdial entre el castañeo de sus dientes: “Se l’antojao una estrella a la niña que yo adoro...

Tres horas más tarde, había perdido el norte. La niebla era una esfera sólida que le ocultaba el brillo del firmamento y las luces familiares de la costa, un muro impenetrable que le forzaba a remar en círculos sin advertirlo, y la red permanecía vacía, sin lastrar el avance de la barca la prodigiosa cosecha de cardumen que anhelaba y por la que rezaba a todos los dioses cuyos nombresconocía. No había milagros en la mar, los monstruos submarinos pugnaban ya por él antes de devorarlo y Viky tendría que aprender a escuchar a los ausentes.

La noche era eterna, jamás amanecería, nunca brillaría ante la proa la derrota del retorno. Estaba prisionero en una cárcel líquida con cadena perpetua de espumas y caracolas de hielo.

Lloró mientras murmuraba una jabera:

Cuántos suspiros me debes

vereíta de la mar,

cuántos suspiros me debes.

Que se levante la niebla

y que se llenen las redes,

porque mi niña me espera.

No había camino de regreso. Las manos le sangraron por el esfuerzo afanoso de recuperar el derecho a besar la carita de lirio y jazmín. Y llegó la hora en que ya no le quedaban fuerzas para seguir buscando el rumbo. Tenía fiebre. La mar quería llevárselo con su padre, con su hermano y con Paula. Ellos le esperaban y nunca le permitirían volver junto a Viky con la red preñada de estrellas.

Sintió que lo material se esfumaba mientras su cabeza colgaba sin fuerzas sobre la borda.

 

-Te lo advertí –le amonestó el padre en los torbellinos del delirio.

-Fuiste un loco –reprochó Pedro en los latidos que se espaciaban debilitándose.

-Mi niña llora –suspiró Paula en el vértigo de la profundidad que iba a engullirle.

La niebla se había convertido en una piedra negra, dentro de la cual no había movimiento ni besos de la brisa. Inmóvil, condenado al silencio eterno de un limbo silencioso.

Pero... ¡algo traspasaba la piedra! Ya no era un cuchillo helado, sino la caricia suavemente punzante de un alfiler que le retornaba a la realidad; las gotas estallaban en sus mejillas, en su frente y en sus párpados, y no era lluvia porque venían de abajo, de la negrura del mar a pocos centímetros de su cabeza abatida.

Abrió los ojos cuando creía que permanecerían cerrados para siempre. Llena a reventar, la red contenía un universo de estrellas. Apresados, los boquerones eran tan numerosos, que saltaban en el agua armando una algarabía de burbujas luminosas convertidas en proyectiles de agua salada.

Contempló en trance el chisporroteo, igual que la más bella constelación de estrellas, preguntándose cuál era la luz que hacía refulgir los boquerones.

Rescatado del naufragio de fiebre y desesperación, descubrió incrédulo que el haz luminoso de la Farola del puerto de Málaga rompía a ráfagas la neblinosa piedra negra y le señalaba la estela que le conduciría junto al lecho de Viky.

Había pesca suficiente para pagar la casa de muñecas.

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